TIEMPO DE DESTRUCCIÓN
LUIS MARTÍN-SANTOS
LUIS MARTÍN-SANTOS
(1924-1964) es una cumbre de nuestra literatura. Residente en
San Sebastián y formado como médico en Salamanca y Madrid, su
gran valía fue reconocida pronto en el mundo literario, así como en
el psiquiátrico. Logró máxima resonancia con una novela magistral,
y muy leída, Tiempo de silencio (1962), que marcó a una generación
por su visión insólita de la «bajorrealidad» del momento y por su
escritura desafiante. Su temprana muerte interrumpió su segunda
gran novela, Tiempo de destrucción, escrita hacia 1963. La edición
de 1975, que la reconstruía con los materiales inconexos dejados
por el autor, no gozó de buena acogida. Esa gran personalidad
literaria se fue así difuminando y Tiempo de destrucción quedó
olvidada. Considerado durante décadas autor de una única obra,
solo recientemente se han recuperado textos perdidos o inéditos,
como El amanecer podrido y Condenada belleza del mundo. Pero
es la presente publicación de Tiempo de destrucción la que hace
justicia a la estatura creadora del autor. Ahí culmina una vocación
ambiciosa y apasionada, que incluye su compromiso cívico. Con un
prefacio recuperado y una nueva armadura narrativa, recobramos al
Martín-Santos más inteligente, atractivo y moderno.
La novela aborda las primeras aventuras vitales y el quiebro brusco
de Agustín. Tras este héroe, algo ingenuo, pero siempre inquisitivo y
a menudo «clarividente», adivinamos las preocupaciones y
experiencias del propio Martín-Santos. El relato se demora en la
maduración del protagonista —es una «novela de formación»—,
hasta su acceso brillante a la judicatura. Siendo ya juez prometedor,
en medio del desorden del carnaval de Tolosa, tiene noticia del
asesinato del sereno de una fábrica familiar, y este drama oscuro
termina por imponerse en su existencia, pues, a través de densos
interrogatorios, va desentrañando las sórdidas vidas enredadas de
los dueños de la fábrica y sus empleados. Poco a poco se deja
adivinar el desgaste personal de Agustín. Y tras los instantes
ambivalentes de un encuentro amoroso —o a causa de un fracaso
vital más amplio— se produce su derrumbe y se ve inmerso en un
mundo enrarecido y apocalíptico, lleno de voces extrañas, seres
grotescos y fantasías míticas. Esta última novela de Martín-Santos,
hoy casi olvidada pero decisiva en nuestra literatura del siglo XX,
recupera y renueva una edición de 1975, con otra ordenación a la
que se añade un brillante prólogo del autor. Ahora se pueden
disfrutar mejor la fuerza de su imaginación y el nervio de su prosa.
La narración, dotada de una gran carga introspectiva y de una
sorprendente riqueza de ramificaciones y de travesías temáticas, va
desgranando la confluencia entre mundo exterior y mundo íntimo,
entre la ciudad envenenada por su río y la máscara inmoral de
algunos habitantes. En los vericuetos mentales y en los de sus
calles se plasma, mediante lirismos, meditaciones y diálogos, la
demolición del protagonista. En este punto, la novela, aunque
fracturada, y quizá por ello, alcanza su mayor complejidad y bellez.
Se reproducen aquí algunas páginas de la novela con correcciones
a mano de Luis Martín-Santos. Sin ser la versión definitiva, permiten
al lector hacerse una idea de cómo trabajaba el autor sus textos.
Las cuatro primeras corresponden al capítulo «Las perlas». La
quinta y la sexta pertenecen a «Encubrimientos y rumores». Y las
dos últimas están recogidas casi íntegramente al inicio de «La
criada».
LO QUE QUIERO CONTAR
Desaforado y loco me parece el intento de dar cuenta de todo lo que
importa en la historia de Agustín. No sé si puedo ser capaz de
hacerlo correctamente ni si mi visión del personaje, un tanto nublada
por el afecto, podrá ser de interés para el lector. ¿Quién soy yo en
efecto para atreverme a dar forma casi definitiva —tal es el privilegio
de la literatura— a una vida que, aunque quise comprender, siempre
se me escapó en su sentido más hondo? ¿No es fundamentalmente
excesivo el intento de captar en palabras a otro hombre, de decir
algo de él, su secreto quizá, su proyecto de vida, los fallos de una
realización nunca totalmente madurada, la inquietud más íntima que
pudo anidar en el hueco oscuro de un corazón donde la propia
mirada no llegaba a ver?
Tengo para mí que es difícil lo que me propongo, que la labor
será ardua, que pasaré muchas noches de este invierno y del
próximo invierno y quizá también del desotro sin haber concluido lo
que ahora empiezo, con cierta emoción que me hace decir cosas
algo solemnes, quizá pedantes, desorbitadas, como si ya ahora,
antes de haber empezado a hacer lo que quiero hacer, quisiera
exponer a los lectores una teoría de la biografía, un estudio del
modo como tal tarea debe iniciarse y completarse, un recitado de las
dificultades, de los obstáculos, de los límites, de las servidumbres
de este arte que, por otra parte, por primera vez pretendo practicar.
Tal vez, en esta tendencia mía a hacerme consciente de tantas
dificultades cuantas se oculten en la tarea, vaya implícita una ley de
mi naturaleza. Yo me coloco ante el papel y pienso «Es imposible»,
«Es difícil», pero no por eso renuncio. Sigo trabajando. Tengo la
convicción obstinada de que lo haré porque realmente, de verdad,
deseo hacerlo y porque, a pesar de todo, sé qué es lo que quiero
contar.
Me agrada imaginar lo difícil que va a ser.
La vida de un hombre no es una figura precisa. En esto se
diferencia de la obra de arte. La obra de arte tiene una figura
delimitada que se destaca sobre el fondo indiferente. El marco aísla
el cuadro de la pared blanca; la puerta marca el límite que una vez
atravesado nos hace pensar en el interior del edificio; la escultura
muestra una superficie limitante respecto del aire, que podemos
recorrer con la mano, palpar, percutir, romper; la sinfonía musical
tiene unas fronteras precisas en el tiempo, a partir de las cuales
empezó y acabó. Por el contrario, la vida de un hombre es
imprecisa. No dibuja una figura sino que presenta un bulto a
nuestras consideraciones. Este bulto es opaco. Está cargado de
unas masas de las que la mayor parte es desconocida. De un
hombre podemos conocer las fechas extremas, el momento en que
se inició su vida y el día de su último suspiro. Pero nos
engañaríamos si creyéramos que estos límites temporales pueden
ser comparables a los del tiempo que ocupa la obra musical. Los
límites temporales del hombre no tienen sino una vaga significación
de orientación histórica, según la que podemos colegir en qué época
se agitó, qué ideas influyeron sobre él, a qué sistema político estuvo
sometido, en qué generación formó como colaborador de la obra
común o quizá como adversario. Pero la simple orientación que nos
dan estas fechas no nos dice nada de lo individual. Lo individual
exige otros métodos, y la posible figura que lleguemos a extraer de
esa individualidad, una vez que la creamos comprendida, siempre
será una cierta parcialidad incompletable. Los límites del hombre
tampoco pueden establecerse, gracias a una multiplicidad de datos,
de peripecias, de aventuras: «Casó en 1924 con doña Pilar de
Montalván», «Fue nombrado catedrático en 1936 de la cátedra de
Filología Comparada», «Tuvo amores en 1943 con la actriz de
revista Encarnita Perezíñigo, de cuyos amores nació una preciosa
niña en el día 13 de marzo de 1945». A datos de este tipo tenemos
que recurrir. Pero no podemos deducir de la indefinida colección que
hemos llegado a penetrar más hondo en la tarea. Esta tarea —en
rigor imposible— no se completa con datos. El límite del hombre
sigue estando más allá. Lo que queremos ver es una figura interior,
la forma de un movimiento espiritual, lo que quizá nos daría el
hombre, si hubiera sido artista plástico, en cada uno de sus
fragmentos, de sus esbozos o de sus obras importantes. Pero
cuando el arte único que este hombre practicó, al menos de un
modo continuo y esencial, fue la propia vida, resulta preciso haber
gozado de su convivencia íntima para poder saber. El que pretende
lo que yo voy a pretender tiene que ser alguien en cuya proximidad
los inefables garabatos de la vida hayan sido dibujados, de modo
que hayan llegado a sorprender al comprendedor. ¿Sorprender? Sí;
sorprender. Mientras que el hombre que está al lado no nos
sorprende, no hace sino realizar actos o figuras de acción o emitir
palabras banales, habituales, esperadas, no nos ha dado todavía lo
que tiene dentro y que es lo que queremos transmitir. Solo en la
sorpresa de lo inesperado se manifiesta la originalidad del hombre,
lo que tiene de profundo y de digno de ser comprendido. Si Agustín
nunca me hubiera sorprendido no hubiera yo pensado en transmitir
su historia. Si Agustín hubiera procedido como cualquiera otro de
mis compañeros de estudio, ¿por qué había yo de decidir
comprender primero y explicar más tarde el caso de Agustín?
No, simplemente le hubiera acompañado a vivir, me hubiera
caído simpático o antipático, me habría parecido que hacía mal en
amar a aquella mujer, pero a nadie se lo habría dicho. Nunca
hubiera considerado necesario embarcarme en esta sucesión de
inviernos difíciles que me preparo, para que algo que Agustín tuvo
no se pierda y para que, si es posible, la misma sorpresa que fue
dándome a mí en las esenciales ocasiones, siga siendo transmitida
y de ella participen los anónimos sujetos lectores que, ya en ese
momento, están comenzando a pensar, con toda razón, que mi
exordio es enfadoso y que cuánto mejor sería que yo empezara a
contar, como han hecho todos los narradores realmente dotados
para el oficio, Conrad, Stevenson, Beyle, y que no intentara ocultar
mi impotencia narrativa con divagaciones seudo filosóficas de
escasa calidad.
Pero ellos tendrán que perdonarme que siga obedeciendo a mi
demonio. Debo aún precisar más para quedar tranquilo, para creer
que me he hecho comprender —y quizá para comprenderme yo
mismo, aunque esto no es tan evidente— en qué consiste eso que
llamo «sorpresa» que determinados seres son capaces de producir,
mediante sus piruetas vitales en quienes, como yo, atentamente los
contemplan con un sentimiento confuso, mezcla de admiración y de
amor quizá. ¿No son notables las infinitas variantes que el amor
puede adoptar entre los mortales? Este amor hominis intelectualis
es una especie de amor que lleva a considerar lo que
panteísticamente de dios pueda haber en el órgano de la divinidad
que es cada hombre de genio vital al elaborar esas sorpresas
totales, que son lo único que merece la pena de ser contado. Lo
importante es eso, precisamente, que sean sorpresas totales. La
totalidad de la sorpresa consiste en que sorprende, en primer lugar,
a los que le rodean indiferentemente y que apenas hacen caso de
ella y ríen como si se tratara simplemente de un humorismo un poco
más extraño. Sorprende también a quien, como yo, sea privilegiado
observador atento, en amorosidad respetuosa. La atención de quien
lo contempla con amor ya dispone a favor de que el choque de la
sorpresa se haga más patente en la oscuridad. El amor hominis
intelectualis consiste en creer que esta sorpresa tiene un sentido
aunque no pueda saberse cuál es. Pero ya volveremos sobre ese
sentido. Ahora quiero decir también que la totalidad de la sorpresa
consiste, entre otras cosas, en que el propio agente de la pirueta
vital, el propio centro activo del inesperado torbellino espiritual sea
también un sorprendido. Agustín se sorprendía cuando yo me
sorprendía de lo que había hecho, de lo que había dicho, de lo que
había decidido. Yo adivinaba su sorpresa en una cierta paralización
de la aguda mirada, bajo la frente un poco estrecha, bajo el mechón
de pelo negro caído a un lado, a ambos lados de la gran nariz
ligeramente corva, noble. Los ojos quedaban paralizados y brillaban
más. Se producía en él un gesto de obstinación: «Es esto. ¡Pues sí,
venga!», parecía decir, hecho un volcánico apasionado del amor fati.
Pero no; él había sido sorprendido. Y en su sorpresa, podríamos
decir: «¿Es que odio a este hombre? ¡Pues sí, lo odio!». De este
modo se producía la fijación brusca de la mirada en los momentos
decisivos, cuando la sorpresa lo echaba todo a rodar o lo echaba
todo a reír.
¿En qué consistía la raíz de la sorpresa para él? Consistía —no
es ninguna novedad— simplemente en que en él lo más importante
no del todo era consciente. ¡Bobadas! ¡Trivialidades! ¡Freudismo!
¡Psicoanálisis barato! Estamos hartos de saber que el hombre no se
conoce plenamente, que efectivamente la zona lúcida de la vida
psíquica no es sino una porciúncula mientras que la mayor parte
permanece en una oscuridad más o menos impenetrable. Podemos
recurrir a la comparación del iceberg, que no saca sino 1/8 de su
volumen fuera de las aguas del mar, o bien hablar del corcho que
flota, o bien referirnos a los fenómenos de mala fe, ocultamiento
fingido, ignorancia invencible, motivación inconsciente, órdenes
posthipnóticas, frenesíes dionisíacos, efectos de las drogas,
omnipotencia de los complejos de la infancia. Pero todo esto queda
desplazado, y sé perfectamente que no es a ello a lo que me refiero.
Obra del hombre y matriz esencial de su perfección es el
autoconocimiento. Necesidad absoluta hay de que el hombre eleve
el nivel de su conciencia. Nunca el hombre superior deja de conocer
la violencia y la dirección de su instinto. El hombre debe saber que
lo que hace es malo o que lo que busca es la voluptuosidad. Pero
hay otro estrato más profundo del que emana la sorpresa. No
podemos decir que sea sorpresa verse obrar uno de modo egoísta o
de modo concupiscente. Aunque yo creyera que me guiaba un noble
ideal en determinada dirección y comprobara luego que lo que
buscaba con aquellas agitaciones era una satisfacción de mi amor
propio o de mi nivel económico, no por ello debería declararme
sorprendido. Trivialidades tales como desear a una mujer porque
recuerda el tipo físico de la madre o respetar el consejo de un
hombre venerable porque se identifica parcialmente con el recuerdo
del padre no deben ser traídas aquí. Queremos referirnos a una
sorpresa más honda, que obliga al hombre a identificarse con ella,
aún no pudiendo reducirla, a ningún esquema anterior. El
descubrimiento de la verdad de uno mismo mediante la sorpresa es
el descubrimiento de la realización de un destino que no había sido
previsto ni buscado. Así, lo que de inconsciente se descubre en
tales movimientos no es otra cosa que el mismo momento de «ser
escogido» y la ciega determinación, oscura como una fuerza
gravitatoria, con que el hombre se identifica con su nuevo gesto
apenas aparecido, no hace sino determinarnos como animales
metafísicos, simples de toda complicación, definidos casi como
fórmula algébrica, pero incapaces de formular en palabras ni aún en
ideas esa ciega necesidad. Capaces solo de realizarla en los
momentos en que se no da como evidente la precisión del gesto, la
dignidad de la elección.
Que Agustín sentía ese peso dentro de él y que ese peso es el
que le inmovilizaba cuando acababa de descubrirse a sí mismo no
me cabe duda. Si he decidido narrarlo es precisamente porque en él
era más evidente que en ningún otro que yo haya conocido. No
porque yo crea que solo él tenía destino entre los que conocí, sino
porque verdaderamente en él la realización del destino se había
hecho casi labor preferente. Se podría decir que tenía una
conciencia intermitente del destino. Y que en esos instantes de la
intermitencia, aunque hubiera bebido con exceso, aunque estuviera
embriagado de palabras, aunque estuviera a punto de abrazar a una
mujer o de ver morir alguna cosa viva, se detenía y oía el golpetazo
de sus campanas. Que si la homosexualidad, que si la
ambivalencia, que si el temor a la virginidad, que si el mito de la
mantis religiosa forman piezas dinámicas intercambiables del
ajedrez vivo del destino de un hombre puede ser afirmado sin
peligro de que yo me levante para contradecir. Pero si he tomado la
pluma es para ir más allá de esas determinaciones accidentales,
mecánicas y maniformes.
Pero todavía no queda aclarado con precisión mi intento. Que yo
hubiera descubierto señales de una figura más clara en Agustín que
en otros hombres, que él tuviera un instinto gravitatorio más preciso
de su destino, que él tuviera el valor de decir «sí» a los aparentes
disparates, no llega todavía a justificar que yo esté dispuesto a
embarcar mis inviernos en esta labor de admirativo fámulo, de viuda
amante inconsolable que ordena en una vitrina las condecoraciones
del marido, que yo esté dispuesto a emprender la tarea imposible
cuyas razones me esfuerzo en comunicar por poco interesantes que
puedan parecer. En efecto, ¿qué se le da al lector del destino de un
hombre individual? ¿Qué se me da a mí a despecho de mi
enfermizo afecto agustiniano? ¿No son acaso las peripecias íntimas
de esa ley gravitatoria de Agustín, en el fondo, solamente
anécdotas? No. Yo he llegado a pensar que más que anécdotas
eran parábolas. Surgen, a veces, hombres parabólicos y la
humanidad se nutre de tales paraboloides y bucea en su simbolismo
durante siglos a veces; otras veces durante menos tiempo. Sienten
los hombres la necesidad de escudriñarlos y logran un cierto
alimento o una cierta forma de tales parábolas. Si la mayor parte de
los hombres son bolas blandas de carne que se arrastran, como un
pulpo o un celentéreo desdentado, parece que hay algunos que son
insectos del destino, que se presentan en la revista de historia con
su espléndido caparazón quitinoso armado de todos sus artejos,
antenas, mandíbulas, patas supernumerarias y dibujos de alta
precisión en el espaldar, ejecutados con un barniz azul fluorescente
y atemorizador. Cuando tales insectos aparecen y transcurren, dejan
tras de muertos su caparazón hermosísimo y exacto en hueco,
abandonado a todas las miradas. Los amorfos pretenden entonces
introducirse en ellos y descubrir si aquellas formas precisas se
corresponden con alguna ley de sus anatomías inertes. Claro está
que no es así. La quitina sigue siendo incómoda para quien no tiene
forma. Pero, a pesar de todo, algo ganan con esa horma y es así
como una cierta verdad simbólica puede salir del estudio de un
destino individual.
Se han descubierto nuevos valores —palabrita desprestigiada
que aquí utilizo solamente por comodidad— y de esos valores se
logra extraer una verdad que sirve «algo» para otros. ¿De qué
sirve? ¿De ejemplo? ¿De maestro? ¿Es verdad que hay maestros?
¿No me dice mi formación dialéctica que por el contrario son las
masas las protagonistas de la historia? Confusión. Nada acierto a
decir. Tal vez esté totalmente confundido. Pero parece que hay
maestros. Suelen tener largas y pobladas barbas. Parece que
aunque las masas sean el vehículo agente de la historia, ellas
mismas —en cierto modo— abrevan de las grandes barbas floridas.
Allí se introducen y realizan la operación de toma de conciencia sin
la que no hubieran nunca llegado a esa motórica que honradamente
reivindican. ¿Es que era Agustín un maestro? ¡Palabras confusas!
¡Ya al empezar mi tarea siento la ineptitud del idioma para transmitir
lo importante! No estoy cierto de poder decir lo que tengo que decir.
Tendré que demoler el idioma. Me parece que, en ocasiones, a
pesar de mi natural clásico, de mi vocación de orden, tendré que
darle cada tiento a la bota del lenguaje que la deje flaca y
cariacontecida. Pero ¿podré hacerlo? Aún no he dicho por qué
quiero hacer lo que voy a hacer. Solo he insinuado la naturaleza
simbólica de mi personaje. Aún no he podido precisar que este
personaje es importante no solo por él, sino también por nosotros y
ya quiero analizar los medios con que cuento para elaborar su
historia. Soy prolijo y repetidor. Tengo que pedir desde ahora
absolución. Una absolución que solo podría llegarme desde alguna
incierta Roma literaria y para la que no puedo ofrecer mi
arrepentimiento.
¡Dilo ya! ¿Cuál es el símbolo que ves en tu personaje, en ese
amigo tuyo que fue capaz de elegir su destino con más conciencia?
¿Por qué puede ser interesante para el ibérico lector la terrible y
aburrida tarea de aguantar mi idioma en su estado actual y a través
de las progresivas fases de desintegración que habrán de
producirse hasta conseguir realizar la tarea que comienzo yo mismo
por encontrar imposible?
No puedo explicarlo. Un símbolo nunca es explicable. No hay
nada de transparente en el símbolo. El símbolo es oscuridad querida
(no querida por el escritor —ay de mí—, sino por la realidad y
verdad de su naturaleza) y como tal voluntad de oscuridad, el
destino del símbolo es navegar en lo indefinido hasta que llegue su
G. W. F. Hegel y lo explicite para satisfacción de dóciles estudiosos.
No diré, pues, de qué fue símbolo. Diré solo que cuando Agustín
entreabrió los párpados pitañosos de su edad de hombre y entre
dos vasos de vino blanco mezclado con cazalla —que es una
mezcla que emborracha bien— se paró a pensar, quedó atónito de
lo que veía: «¿Qué ha pasado aquí?».
A una pregunta de este tipo no se puede dar contestación
abstracta. Por eso Agustín dejó írsele la pregunta disuelta en la
niebla alcohólica y no volvió a planteársela con precisión lingüística
nunca más. Pero, para la resolución del problema, utilizó un método
que su naturaleza desusadamente dotada le suministró todo
enterizo. Era el mismo método con que el toro desentraña lo que
hay detrás de la tela roja. El método de la realización del destino.
Embistiendo a su destino, cada vez que el trapo rojo pasaba ante
sus ojos, deteniéndose, mirando fijamente y riendo un tanto para
adentro, se decía: «¿Dónde estoy?». «Al otro lado del trapo rojo,
donde todo sigue siendo exactamente igual.» Con este método se
pueden aclarar todos los problemas. Él se marchó del lado de allá
de los hombres, investigando (conteniéndose a sí mismo como
único aparato de medida) la esencia simbólica de su
autorrealización.
Me resulta imposible para dar cuenta total de su simbolismo
mediante esta humilde labor de biógrafo, realizar un relato
ordenado. Si los capítulos de mi libro fueran sucediéndose así:
«1924, 1925, 1926», nadie podría aguantarlo y yo mismo sentiría
que no estaba a la altura de las modernas técnicas literarias de las
que justamente se enorgullece el Occidente civilizado. Se me debe
perdonar que renuncie a la habitual secuencia cronológica y que
vaya picoteando aquí y allá al vuelo de mi imaginación y de mi
memoria. Me demoraré más en algunas épocas. De otras apenas
podré decir nada. Seleccionaré así de modo semejante a como lo
hace nuestra memoria, lo esencial de cuanto tengo que contar.
Nuestra memoria también tiene el privilegio de olvidar todo lo que no
es importante. O quizá, de un modo preferente, todo lo que nos
avergüenza recordar (según la conocida máxima del gran bigotudo).
Esta libertad, que me concedo a mí mismo y que espero no enoje al
lector, debe dar más variedad a la narración y hacerla más esencial,
más significativa, recortar mejor la imagen de mi personaje.
Claro está que si otro hubiera sido el que relatara la vida de
Agustín (otro de sus amigos), esta vida habría resultado distinta.
Pero no me preocupa una parcialidad a la que, más que resignarme,
me adhiero con entusiasmo.
Quisiera que el ritmo de mi relato pudiera ser musical, a pesar de
ser yo totalmente amúsico, cegato para la captación de la belleza
sonora. Será al menos como yo —desde mi ignorancia— me
imagino que es la obra musical. Una sucesión de temas de los que
algunos se repiten y se amplifican a lo largo del tiempo, mientras
que otros apenas iniciados caen en un definitivo silencio. Nunca se
vuelve a ellos. La memoria no los vuelve a identificar hasta la
próxima audición. Estos temas menores que podrían ser solo una
curiosidad o una decoración no son, sin embargo, ajenos a la
arquitectura de la obra. Suprimidos, la obra perdería su ritmo y hasta
su significación. Por el contrario, los temas trascendentales,
aquellos que se manifiestan en preguntas prolongadas y en
respuestas que analizan con detalle todas sus posibilidades
descriptivas, emocionales y rítmicas, quizá pequen de ostentosos y
hasta de banales. En aquellas pequeñas frases se encierra el aroma
peculiar de una obra y por esas frases nunca repetidas, más que por
los sonoros y evidentes motivos que los melómanos más facilones
tararean a la salida de la sala, es por las que se reconocen el genio
de los compositores y su capacidad para enriquecer el universo
musical.
De modo parecido, en una vida humana, relatada al modo como
yo imagino, lo esencial puede estar en los pequeños gestos que no
vuelven a encontrar correspondencia en el resto del tiempo que
debe cumplir el protagonista. Los grandes temas inevitables (la
sexualidad, el amor, la religión, la profesión, el modo que el hombre
tuvo de enredarse con su angustia) pueden no constituir en sí
mismos sino vulgaridades excesivamente conocidas. Pero no
despreciemos la vulgaridad. Un hombre podrá interesarnos también,
y hasta fundamentalmente, por su vulgaridad, por lo que le hizo ser
vulgo de sus vulgares convecinos, sufriendo las mismas pasiones
colectivas y tropezando con los mismos escollos inevitables de los
demás adolescentes avergonzados de su sexo, de los demás
pequeños trepadores de los presupuestos del Estado, de los demás
jovencitos preocupados con la visión barbuda de Dios.
Deberemos mostrar con claridad nuestro doble punto de interés:
el de las grandes banalidades enriquecidas por su significación
colectiva y el de las sutiles soluciones individuales a los comunes
problemas. Soluciones que nos permitirán conocer lo peculiar de
nuestro hombre y lo que a partir de su peculiaridad le ha hecho apto
para portaestandarte de las realidades colectivas. Completaremos
así un círculo lógico que, aunque de difícil demostración, es el único
sendero que nos permite comenzar a caminar. Si no hubiéramos
descubierto en Agustín esa capacidad para la peculiaridad, esa
significación remotísima que da luz y calor al gesto analizado en sí
mismo, sin interés y sin substancia, no nos hubiéramos detenido
sobre él con tanto interés. Que este hombre sea capaz de demostrar
una enajenación en el mismo momento en que originalmente se
libera de ella como otros no hubieran podido y siendo el mismo que
ellos es lo que nos importa.
Pero me empieza a asustar este largo exordio del que lo menos
que podrá pensar el lector prudente es que coloca al narrador en un
disparadero dificultoso, pues lo que está prometiendo deberá ser
cumplido y la escasa gracia o importancia de lo que pueda venir
luego le llegará a provocar cólera e irritación. Podrá hacer que nadie
acabe de leer esta larga obra y que el hastío que emana de este
prólogo invada la totalidad de las páginas posteriores. ¿Cómo
evitaré ese hastío? Debo introducir ahora mismo, sin preparación ni
motivación lógica suficiente, un trozo de carne viva de Agustín entre
los engranajes de mi discurso y exprimirlo hasta que salte la sangre
que el vampiro-lector necesita para alimentar el cuerpo astral de su
existencia fantasma mientras lee. El vampiro-lector (que no existe)
necesita que lo que lee le dé sangre, para sentirse existir en Agustín
pálido-exangüe o en Bovary practicando la tenotomía. Esta crueldad
insatisfecha del lector, que nace de su incapacidad (actual) para
existir, necesita de sangre que le haga alucinar su capacidad
(virtual) para palpitar, para amar, para tocar el muslo de la mujer
ajena. Veamos, pues: ¡Un poco de carne! El lector necesita, con la
mayor urgencia, la confirmación de que no le es inútil el esfuerzo ya
desarrollado y el —¡tanto más largo!— que ha de realizar para poder
absorber este extenso mamotreto, para poder decir «Yo lo he leído».
Porque no solo de su existencia real-actual precisa el lector, sino
hasta la vanidad de su subexistencia en la coexistencia con los otros
cultos. Esa pasión (más mínima) puede dar al lector la impresión de
que existe, aunque solo sea en segundo grado, pues al decir «Yo lo
he leído» hace saber a quien le escucha que ya palpitó, alimentado
por la vida que el libro era capaz de comunicar y que mientras así
sufrió-gozó estuvo por cima de los que —solamente virtuales—
esperan quizá un día, con la acaso posible lectura de este libro,
disimular su falta de vivencia.
Así, pues, pasemos inmediatamente, sin justificación racional
alguna (pero elevados a la conciencia de su no-necesidad-racionalsí-
necesidad-pasional), la pequeña porción palpitante de Agustín
que adelantamos aquí, para tranquilidad del lector y para su disfrute:
«El taxi baja despacio por la Gran Vía hacia la Plaza de España.
Hay muy poca luz. Solo las luces de dos o tres autos que suben en
dirección contraria. Pasa otro taxi con la llama de su gasógeno
asomando por la boca roja —de siete por quince centímetros—,
violando provisionalmente la compacta oscuridad. (Acabo de elegir
como técnica de narración la objetivista.) Ella llena, muestra un
rostro inmóvil encima de su traje de seda negro, muy escotado y
sobre la piel de renard argenté aplicado en torno al cuello. No se ve
nada. Se puede oler su aroma y llega una emanación de calor
animal. El aroma puede ser de un perfume caro pero puede ser de
un perfume barato. Llega mezclado con el vaho del cuerpo. Se oye
el ruido transitorio y disimulado del bostezo de su gran boca. Tiene
todas sus piezas dentarias sanas y podrían haber relucido como
perlas si hubiera habido una luz adecuada. Los dos cuerpos están
colocados…»