miércoles, 19 de julio de 2023

Joanot Martorell Tirante el Blanco PRÓLOGO

 

 

            Tirante el Blanco continúa cabalgando por la Europa mediterránea con la misma fuerza y el mismo coraje con los que comenzó su andadura, hace unos cinco siglos, por las tierras del Reino de Inglaterra. En esta mítica creación literaria, calificada por Mario Vargas Llosa como «novela total», se conjugan con gran habilidad elementos psicológicos, realistas e incluso eróticos para narrarnos aventuras caballerescas, intrigas cortesanas y, por encima de todo, la historia de amor entre Tirante y Carmesina.

            Y ello gracias al ingenio de Joanot Martorell, que supo crear un personaje con todas las características que debían hacer de él un héroe tan fantástico, pero al mismo tiempo tan real: no nos cuesta nada imaginárnoslo como si hubiera existido de verdad. No en vano, Miguel de Cervantes rinde homenaje a esta novela al salvarla de la quema inquisitorial en uno de los pasajes más conocidos del QUIJOTE, donde no duda en calificarla como «el mejor libro del mundo».

            La presente edición de TIRANTE EL BLANCO ofrece –por primera vez en castellano– una versión modernizada de este clásico universal para acercarla al lector del siglo XXI.

            «La novela de caballerías más divertida de la literatura universal.»

 THE NEW YORK TIMES


             

 

   


         


Joanot Martorell

 

 Tirante el Blanco

 

 

           

 

 


            Título original: Tirant Lo Blanc

 

            Joanot Martorell, 1490

 

            Traducción: Joan Enric Pellicer

 

 

             

 

 


 INTRODUCCIÓN

 

 

            Tirante el Blanco, mítica creación literaria salida del pensamiento y de la pluma del gran novelista valenciano Joanot Martorell, sigue cabalgando por el Mediterráneo con la misma fuerza y el mismo coraje con el que comenzó su marcha por las tierras del Reino de Inglaterra. Y hace ya más de quinientos años que nos tiene el corazón robado, justo desde el día 20 de noviembre de 1490 cuando salía, con toda la fuerza de su caballo, de los obradores de la imprenta valenciana de Nicolau Spindeler.

            Después de tantos años vuelve Tirante lleno de vida, habiendo superado todas las fronteras y todos los tropiezos; y su brío es aún tan fuerte que sin duda seguirá cabalgando muchísimos siglos más. Porque Tirante no morirá jamás. Y todo gracias al ingenio de Joanot Martorell, que supo crearlo con todas las características que debían hacer de él -y de los demás personajes que cobran vida en la novela- unos héroes tan fantásticos, pero al mismo tiempo tan reales, que nada nos cuesta imaginárnoslos como personas vivas, como individuos reales que cobran vida cada vez que abrimos la novela y nos ponemos a leerla.

            EL AUTOR

 

            Joanot Martorell pertenecía a una familia de la nobleza media establecida, desde hacía tiempo, en Gandía. Era el segundo de siete hijos, y una de sus hermanas, Isabel, fue la primera mujer del gran poeta valenciano Ausiás March. No sabemos la fecha exacta de su nacimiento, aunque se supone que debió ser hacia los años 1413-1414.

            Muy joven, el año 1420, participó en la expedición de Alfonso el Magnánimo en Cerdeña y Córcega junto con otros caballeros valencianos entre los que estaban Ausiás March, el también poeta Andreu Febrer y unos Francesc, Galzeran y Jofré Martorell, que probablemente eran dos de sus hermanos y su padre. El hecho de formar parte de este séquito real ya nos evidencia el rango al que pertenecía su familia: su abuelo, Guillem Martorell, señor de Xaló, había sido consejero del rey Martí, y su padre, el caballero Francesc Martorell, fue camarero del mismo rey y jurado de Valencia.

            El año 1436 su abuela le hizo donación de los lugares de Benibraim y de Muría. A partir de 1437 lo encontramos involucrado en uno de los asuntos que habían llegado a ser casi habituales entre los caballeros valencianos de la época. Nos referimos a las famosas letras de batalla, como son conocidas las cartas de reto a muerte que un caballero ofendido entregaba a su ofensor. Joanot envió un total de nueve de estas cartas a su primo Joan de Montpalau, a quien acusó de haber roto la palabra de matrimonio que había dado a Damiata, hermana pequeña de Martorell. Como era costumbre entre los caballeros, su primo contestó todas las cartas, hasta el punto de llegar los dos a la conclusión que sus diferencias solo se podrían resolver llegando a una batalla a toda ultranza o, lo que es lo mismo, a un combate individual a muerte.

            De acuerdo con la práctica caballeresca del momento, Joanot, como caballero ofendido, debía divisar las armas (es decir, elegirlas, fijar si le combate se tenía que hacer a pie o a caballo, etc.) y también buscar un juez imparcial que designase el lugar y la fecha de la contienda. Por esta razón Joanot Martorell se dirigió a Inglaterra, a la corte del rey Enrique IV, quien aceptó hacer de juez. Pero la intervención desde Valencia de la reina María, esposa de Alfonso el Magnánimo, y del hermano de éste, el infante Enrique, hizo que la batalla entre Joanot y su primo no se llevase a cabo.

            De vuelta al Reino de Valencia, Joanot cruzó también letras de batalla y tuvo asuntos caballerescos con Jaume de Ripoll y con el caballero andante Felip de Boíl.

            Hacia el año 1443 nuestro novelista hizo un viaje a Portugal, del que, sin embargo, tenemos muy pocas noticias. También han llegado hasta nosotros las cartas de batalla que Joanot Martorell escribió desafiando a Gonzal d'Ixer, comendador de Montalbán donde le desafiaba a que le pagase una deuda que había contraído con él. El comendador, sin embargo, prefirió que el asunto fuera revisado por la justicia ordinaria, la cual quitó la razón a Martorell y le impuso «silencio perdurable», es decir, que le exigió desdecirse de sus pretensiones ya que no tenían ningún fundamento legal.

            Es probable que el deseo de Martorell de llegar a una batalla a toda ultranza lo empujase a hacer un segundo viaje a Inglaterra, aunque de esta estancia no tenemos documentos fehacientes. Sí que sabemos, en cambio, que el año 1454 se encontraba en Nápoles, donde residió por lo menos un año largo. Murió hacia 1468.

            Joanot Martorell, que se mantuvo soltero y del que no se conoce descendencia, encarna la figura del típico caballero de la Valencia del cuatrocientos: personaje luchador y pendenciero que se mueve con desenvoltura por las cortes europeos que visita pero que no duda en exigir justicia -con razón o sin ella- y que continuamente muestra en sus asuntos diarios, la ilusión de haber sido un caballero que habría deseado conseguir la grandeza y magnificencia con la que dotó a su personaje de ficción: Tirante el Blanco.

            LA NOVELA

 

            Como ya hemos señalado, el día 20 de noviembre de 1490 aparecía en Valencia, de la mano del impresor Nicolau Spindeler, la edición príncipe del Tirant lo Blanc, con 715 ejemplares. Todo un éxito, si tenemos presente que entonces una edición difícilmente superaba las 300 o 350 copias. Como se puede comprobar, ya desde su inicio, la novela tuvo una grande aceptación, hasta el punto de haber llegado a ser un bien de intercambio: en este sentido, sabemos que Joanot Martorell le dio el original del texto a Joan Martí de Galba como pago de unas deudas que había contraído con él.

            Fue el mismo Galba quien, por los ruegos de una dama valenciana de la época, Isabel de Lloris, posiblemente una de las primeras fans y entusiastas del texto, preparó la edición. Galba, sin embargo, al igual que Martorell, no llegaría a ver la novela impresa, ya que murió cinco meses antes de que saliera a la calle. Martorell parece que había muerto unos 25 años antes de su publicación.

            No es aquí el lugar ni el momento de averiguar cuál fue la intervención de Galba como coautor de la novela, ni hasta qué punto algunos pasajes del texto son debidos a él. Porque como se señala en el colofón de la primera edición, Joanot Martorell no había podido traducir más que las tres cuartas partes de la obra y, por lo tanto, Galba sería el encargado de traducir la cuarta, que constituye el final del libro. Conviene mencionar, de entrada, cuál es el valor que hay que dar al verbo traducir, que repetidamente se lee a comienzos de la novela, ya que no se trata de otra cosa que de un ardid utilizado por Martorell para lograr la captatio benevolentiae para asegurarse el beneplácito del posible lector; si hacía aparecer la novela bajo el engaño de obra traducida, sus autores -si realmente fueron dos- le conferían, de entrada, un valor añadido: si presentaban la obra como traducida, debían pensar, resultaría una garantía, ya que solo se traduce aquello que vale la pena ser traducido.

            Por otro lado, el concepto de traducción al que se hace referencia, tanto en el prólogo como en el colofón, no es del todo erróneo si tenemos presente que, en su primera parte, Martorell se valió de un relato anterior que él mismo había escrito, conocido modernamente con el título de Guillem de Varoic, en el que se relata, a grandes trechos, la historia de Guillem de Varoic, legendario caballero inglés que se había hecho famoso por sus gestas contra los moros. Este relato incluye, en su parte doctrinal, elementos extraídos, a su vez, del Llibre de l'Orde de Cavalleria, de Ramón Llull. Esta pequeña historia constituirá la base para la redacción de los primeros 39 capítulos del Tirante (que tiene 487 en la edición príncipe); pero mientras que en el Guillem de Varoic hay una mínima trama novelada, en el Tirant lo Blanc, este mismo pasaje se desarrolla con todo esplendor y con las máximas posibilidades narrativas.

            La historia de Guillem de Varoic constituye el primer motivo de la novela, pero a partir de aquí, por decirlo de alguna manera, su personaje central, el Tirante, se le escapa a Martorell de las manos y de una forma prodigiosa se constituye en un personaje que adquiere vida propia; un personaje que más que parecer de ficción, parece que sea de carne y hueso. Y da la sensación -tal es el verismo que caracteriza toda la novela-, que Martorell (o Martorell y Galba) no han hecho otra cosa que poner por escrito sus gestas, sus afanes, sus amores y, en definitiva, su vida. Y eso es así porque la novela está tan bien tramada, tan bien localizada geográfica e históricamente, que al lector le da la impresión de ser una obra verosímil y basada en la realidad. No gratuitamente Dámaso Alonso la calificó en un estudio memorable, como la «primera novela moderna», ya que Tirante el Blanco rompía con todos los esquemas de las gastadas novelas de caballería para llegar a ser el prototipo de novela caballeresca, según la acertada clasificación de Martí de Riquer.

            Y volvamos a recordar, aunque sea un tópico, que Miguel de Cervantes, en su más famoso libro, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, lo considera «el mejor libro del mundo». No hemos de olvidar tampoco que el peruano Mario Vargas Losa, que repetidamente se ha confesado como un de los grandes admiradores del Tirante -y por lo tanto un de los miles de entusiastas seguidores que inició Isabel de Lloris-, la calificó, en su magnífico ensayo literario Letra de Batalla por Tirante el Blanco, de «novela total». Como dice Vargas Losa, y conviene citar sus mismas palabras:

            Tirant lo Blanc es una novela de caballería, fantástica, histórica, militar, social, erótica, psicológica: todo esto junto y nada exclusivamente, ni más ni menos que la realidad.

            Mientras que su autor, Joanot Martorell, y volvemos a citar al novelista peruano:

            Es el primero de esa estirpe de suplantadores de Dios, como Balzac, Dickens, Flaubert, Tolstoi, Joyce, Faulkner, que pretenden crear en sus novelas una realidad total. Martorell —añade Vargas Llosa— es el más remoto caso de novelista todopoderoso, desinteresado, omnisciente y ubicuo.

            Tirant lo Blanc, que ya desde su inicio tuvo el éxito que avalan el número de ejemplares impresos, posteriormente volvió a ser editada en Barcelona el año 1497, sólo siete años después de la primera edición, caso realmente singular en la época. El año 1511 ya fue traducida al castellano, y el 1538 al italiano (edición que fue de nuevo estampada los años 1566 y 1611). En Ámsterdam se traduce al francés el año 1737, traducción que se vuelve a editar en Londres y en París, hasta cuatro veces diferentes. Y más tarde se editó de nuevo en Barcelona, en Nueva York, en Madrid, etc., hasta lograr treinta dos ediciones históricas.

            Y no hace mucho tiempo fue traducida al inglés por David Rosenthal -con gran éxito de crítica y público, que se convirtió en un best seller-. Recientemente ha sido traducida al francés, al holandés, al rumano, al sueco, etc.

            Tirante el Blanco, pues, sigue cabalgando en estos momentos por el mundo con la misma fuerza y coraje que cuando comenzó su marcha por las tierras de Inglaterra, ya que es un personaje único que hay que poner en relación con los héroes literarios, europeos y mundiales, más importantes de todos los tiempos.

            NUESTRA EDICIÓN

 

            Esta edición se caracteriza por un «aligeramiento» del original. Nuestra idea ha sido presentar una versión del Tirante que sea legible para un lector actual. En este sentido, aunque no hemos «suprimido» ningún pasaje en la novela, sí que hemos «descargado» el original. Es bien sabido que esta novela, como gran parte de las obras medievales y renacentistas, está rellena de larguísimos «razonamientos», «lamentaciones», etc. que dificultan su lectura. Lo que hemos intentado ha sido hacer una «edición esencial», mediante cuya lectura un lector actual pueda tener la percepción que ha leído toda la novela, pero sin haber tenido que sufrir aquellos extensos fragmentos a que nos hemos referido.

            En una edición divulgativa como es esta, no podíamos mantener la división en cuatrocientos ochenta y siete capítulos en los que se presenta el original, sino que la hemos reestructurado en partes y capítulos, más de acuerdo con los ejes temáticos de la novela.

            JOAN ENRIC PELLICER

martes, 18 de julio de 2023

TIEMPO DE DESTRUCCIÓN LUIS MARTÍN-SANTOS FRAGMENTO




 TIEMPO DE DESTRUCCIÓN

LUIS MARTÍN-SANTOS

LUIS MARTÍN-SANTOS

(1924-1964) es una cumbre de nuestra literatura. Residente en

San Sebastián y formado como médico en Salamanca y Madrid, su

gran valía fue reconocida pronto en el mundo literario, así como en

el psiquiátrico. Logró máxima resonancia con una novela magistral,

y muy leída, Tiempo de silencio (1962), que marcó a una generación

por su visión insólita de la «bajorrealidad» del momento y por su

escritura desafiante. Su temprana muerte interrumpió su segunda

gran novela, Tiempo de destrucción, escrita hacia 1963. La edición

de 1975, que la reconstruía con los materiales inconexos dejados

por el autor, no gozó de buena acogida. Esa gran personalidad

literaria se fue así difuminando y Tiempo de destrucción quedó

olvidada. Considerado durante décadas autor de una única obra,

solo recientemente se han recuperado textos perdidos o inéditos,

como El amanecer podrido y Condenada belleza del mundo. Pero

es la presente publicación de Tiempo de destrucción la que hace

justicia a la estatura creadora del autor. Ahí culmina una vocación

ambiciosa y apasionada, que incluye su compromiso cívico. Con un

prefacio recuperado y una nueva armadura narrativa, recobramos al

Martín-Santos más inteligente, atractivo y moderno.

La novela aborda las primeras aventuras vitales y el quiebro brusco

de Agustín. Tras este héroe, algo ingenuo, pero siempre inquisitivo y

a menudo «clarividente», adivinamos las preocupaciones y

experiencias del propio Martín-Santos. El relato se demora en la

maduración del protagonista —es una «novela de formación»—,

hasta su acceso brillante a la judicatura. Siendo ya juez prometedor,

en medio del desorden del carnaval de Tolosa, tiene noticia del

asesinato del sereno de una fábrica familiar, y este drama oscuro

termina por imponerse en su existencia, pues, a través de densos

interrogatorios, va desentrañando las sórdidas vidas enredadas de

los dueños de la fábrica y sus empleados. Poco a poco se deja

adivinar el desgaste personal de Agustín. Y tras los instantes

ambivalentes de un encuentro amoroso —o a causa de un fracaso

vital más amplio— se produce su derrumbe y se ve inmerso en un

mundo enrarecido y apocalíptico, lleno de voces extrañas, seres

grotescos y fantasías míticas. Esta última novela de Martín-Santos,

hoy casi olvidada pero decisiva en nuestra literatura del siglo XX,

recupera y renueva una edición de 1975, con otra ordenación a la

que se añade un brillante prólogo del autor. Ahora se pueden

disfrutar mejor la fuerza de su imaginación y el nervio de su prosa.

La narración, dotada de una gran carga introspectiva y de una

sorprendente riqueza de ramificaciones y de travesías temáticas, va

desgranando la confluencia entre mundo exterior y mundo íntimo,

entre la ciudad envenenada por su río y la máscara inmoral de

algunos habitantes. En los vericuetos mentales y en los de sus

calles se plasma, mediante lirismos, meditaciones y diálogos, la

demolición del protagonista. En este punto, la novela, aunque

fracturada, y quizá por ello, alcanza su mayor complejidad y bellez.

Se reproducen aquí algunas páginas de la novela con correcciones

a mano de Luis Martín-Santos. Sin ser la versión definitiva, permiten

al lector hacerse una idea de cómo trabajaba el autor sus textos.

Las cuatro primeras corresponden al capítulo «Las perlas». La

quinta y la sexta pertenecen a «Encubrimientos y rumores». Y las

dos últimas están recogidas casi íntegramente al inicio de «La

criada».

LO QUE QUIERO CONTAR

Desaforado y loco me parece el intento de dar cuenta de todo lo que

importa en la historia de Agustín. No sé si puedo ser capaz de

hacerlo correctamente ni si mi visión del personaje, un tanto nublada

por el afecto, podrá ser de interés para el lector. ¿Quién soy yo en

efecto para atreverme a dar forma casi definitiva —tal es el privilegio

de la literatura— a una vida que, aunque quise comprender, siempre

se me escapó en su sentido más hondo? ¿No es fundamentalmente

excesivo el intento de captar en palabras a otro hombre, de decir

algo de él, su secreto quizá, su proyecto de vida, los fallos de una

realización nunca totalmente madurada, la inquietud más íntima que

pudo anidar en el hueco oscuro de un corazón donde la propia

mirada no llegaba a ver?

Tengo para mí que es difícil lo que me propongo, que la labor

será ardua, que pasaré muchas noches de este invierno y del

próximo invierno y quizá también del desotro sin haber concluido lo

que ahora empiezo, con cierta emoción que me hace decir cosas

algo solemnes, quizá pedantes, desorbitadas, como si ya ahora,

antes de haber empezado a hacer lo que quiero hacer, quisiera

exponer a los lectores una teoría de la biografía, un estudio del

modo como tal tarea debe iniciarse y completarse, un recitado de las

dificultades, de los obstáculos, de los límites, de las servidumbres

de este arte que, por otra parte, por primera vez pretendo practicar.

Tal vez, en esta tendencia mía a hacerme consciente de tantas

dificultades cuantas se oculten en la tarea, vaya implícita una ley de

mi naturaleza. Yo me coloco ante el papel y pienso «Es imposible»,

«Es difícil», pero no por eso renuncio. Sigo trabajando. Tengo la

convicción obstinada de que lo haré porque realmente, de verdad,

deseo hacerlo y porque, a pesar de todo, sé qué es lo que quiero

contar.

Me agrada imaginar lo difícil que va a ser.

La vida de un hombre no es una figura precisa. En esto se

diferencia de la obra de arte. La obra de arte tiene una figura

delimitada que se destaca sobre el fondo indiferente. El marco aísla

el cuadro de la pared blanca; la puerta marca el límite que una vez

atravesado nos hace pensar en el interior del edificio; la escultura

muestra una superficie limitante respecto del aire, que podemos

recorrer con la mano, palpar, percutir, romper; la sinfonía musical

tiene unas fronteras precisas en el tiempo, a partir de las cuales

empezó y acabó. Por el contrario, la vida de un hombre es

imprecisa. No dibuja una figura sino que presenta un bulto a

nuestras consideraciones. Este bulto es opaco. Está cargado de

unas masas de las que la mayor parte es desconocida. De un

hombre podemos conocer las fechas extremas, el momento en que

se inició su vida y el día de su último suspiro. Pero nos

engañaríamos si creyéramos que estos límites temporales pueden

ser comparables a los del tiempo que ocupa la obra musical. Los

límites temporales del hombre no tienen sino una vaga significación

de orientación histórica, según la que podemos colegir en qué época

se agitó, qué ideas influyeron sobre él, a qué sistema político estuvo

sometido, en qué generación formó como colaborador de la obra

común o quizá como adversario. Pero la simple orientación que nos

dan estas fechas no nos dice nada de lo individual. Lo individual

exige otros métodos, y la posible figura que lleguemos a extraer de

esa individualidad, una vez que la creamos comprendida, siempre

será una cierta parcialidad incompletable. Los límites del hombre

tampoco pueden establecerse, gracias a una multiplicidad de datos,

de peripecias, de aventuras: «Casó en 1924 con doña Pilar de

Montalván», «Fue nombrado catedrático en 1936 de la cátedra de

Filología Comparada», «Tuvo amores en 1943 con la actriz de

revista Encarnita Perezíñigo, de cuyos amores nació una preciosa

niña en el día 13 de marzo de 1945». A datos de este tipo tenemos

que recurrir. Pero no podemos deducir de la indefinida colección que

hemos llegado a penetrar más hondo en la tarea. Esta tarea —en

rigor imposible— no se completa con datos. El límite del hombre

sigue estando más allá. Lo que queremos ver es una figura interior,

la forma de un movimiento espiritual, lo que quizá nos daría el

hombre, si hubiera sido artista plástico, en cada uno de sus

fragmentos, de sus esbozos o de sus obras importantes. Pero

cuando el arte único que este hombre practicó, al menos de un

modo continuo y esencial, fue la propia vida, resulta preciso haber

gozado de su convivencia íntima para poder saber. El que pretende

lo que yo voy a pretender tiene que ser alguien en cuya proximidad

los inefables garabatos de la vida hayan sido dibujados, de modo

que hayan llegado a sorprender al comprendedor. ¿Sorprender? Sí;

sorprender. Mientras que el hombre que está al lado no nos

sorprende, no hace sino realizar actos o figuras de acción o emitir

palabras banales, habituales, esperadas, no nos ha dado todavía lo

que tiene dentro y que es lo que queremos transmitir. Solo en la

sorpresa de lo inesperado se manifiesta la originalidad del hombre,

lo que tiene de profundo y de digno de ser comprendido. Si Agustín

nunca me hubiera sorprendido no hubiera yo pensado en transmitir

su historia. Si Agustín hubiera procedido como cualquiera otro de

mis compañeros de estudio, ¿por qué había yo de decidir

comprender primero y explicar más tarde el caso de Agustín?

No, simplemente le hubiera acompañado a vivir, me hubiera

caído simpático o antipático, me habría parecido que hacía mal en

amar a aquella mujer, pero a nadie se lo habría dicho. Nunca

hubiera considerado necesario embarcarme en esta sucesión de

inviernos difíciles que me preparo, para que algo que Agustín tuvo

no se pierda y para que, si es posible, la misma sorpresa que fue

dándome a mí en las esenciales ocasiones, siga siendo transmitida

y de ella participen los anónimos sujetos lectores que, ya en ese

momento, están comenzando a pensar, con toda razón, que mi

exordio es enfadoso y que cuánto mejor sería que yo empezara a

contar, como han hecho todos los narradores realmente dotados

para el oficio, Conrad, Stevenson, Beyle, y que no intentara ocultar

mi impotencia narrativa con divagaciones seudo filosóficas de

escasa calidad.

Pero ellos tendrán que perdonarme que siga obedeciendo a mi

demonio. Debo aún precisar más para quedar tranquilo, para creer

que me he hecho comprender —y quizá para comprenderme yo

mismo, aunque esto no es tan evidente— en qué consiste eso que

llamo «sorpresa» que determinados seres son capaces de producir,

mediante sus piruetas vitales en quienes, como yo, atentamente los

contemplan con un sentimiento confuso, mezcla de admiración y de

amor quizá. ¿No son notables las infinitas variantes que el amor

puede adoptar entre los mortales? Este amor hominis intelectualis

es una especie de amor que lleva a considerar lo que

panteísticamente de dios pueda haber en el órgano de la divinidad

que es cada hombre de genio vital al elaborar esas sorpresas

totales, que son lo único que merece la pena de ser contado. Lo

importante es eso, precisamente, que sean sorpresas totales. La

totalidad de la sorpresa consiste en que sorprende, en primer lugar,

a los que le rodean indiferentemente y que apenas hacen caso de

ella y ríen como si se tratara simplemente de un humorismo un poco

más extraño. Sorprende también a quien, como yo, sea privilegiado

observador atento, en amorosidad respetuosa. La atención de quien

lo contempla con amor ya dispone a favor de que el choque de la

sorpresa se haga más patente en la oscuridad. El amor hominis

intelectualis consiste en creer que esta sorpresa tiene un sentido

aunque no pueda saberse cuál es. Pero ya volveremos sobre ese

sentido. Ahora quiero decir también que la totalidad de la sorpresa

consiste, entre otras cosas, en que el propio agente de la pirueta

vital, el propio centro activo del inesperado torbellino espiritual sea

también un sorprendido. Agustín se sorprendía cuando yo me

sorprendía de lo que había hecho, de lo que había dicho, de lo que

había decidido. Yo adivinaba su sorpresa en una cierta paralización

de la aguda mirada, bajo la frente un poco estrecha, bajo el mechón

de pelo negro caído a un lado, a ambos lados de la gran nariz

ligeramente corva, noble. Los ojos quedaban paralizados y brillaban

más. Se producía en él un gesto de obstinación: «Es esto. ¡Pues sí,

venga!», parecía decir, hecho un volcánico apasionado del amor fati.

Pero no; él había sido sorprendido. Y en su sorpresa, podríamos

decir: «¿Es que odio a este hombre? ¡Pues sí, lo odio!». De este

modo se producía la fijación brusca de la mirada en los momentos

decisivos, cuando la sorpresa lo echaba todo a rodar o lo echaba

todo a reír.

¿En qué consistía la raíz de la sorpresa para él? Consistía —no

es ninguna novedad— simplemente en que en él lo más importante

no del todo era consciente. ¡Bobadas! ¡Trivialidades! ¡Freudismo!

¡Psicoanálisis barato! Estamos hartos de saber que el hombre no se

conoce plenamente, que efectivamente la zona lúcida de la vida

psíquica no es sino una porciúncula mientras que la mayor parte

permanece en una oscuridad más o menos impenetrable. Podemos

recurrir a la comparación del iceberg, que no saca sino 1/8 de su

volumen fuera de las aguas del mar, o bien hablar del corcho que

flota, o bien referirnos a los fenómenos de mala fe, ocultamiento

fingido, ignorancia invencible, motivación inconsciente, órdenes

posthipnóticas, frenesíes dionisíacos, efectos de las drogas,

omnipotencia de los complejos de la infancia. Pero todo esto queda

desplazado, y sé perfectamente que no es a ello a lo que me refiero.

Obra del hombre y matriz esencial de su perfección es el

autoconocimiento. Necesidad absoluta hay de que el hombre eleve

el nivel de su conciencia. Nunca el hombre superior deja de conocer

la violencia y la dirección de su instinto. El hombre debe saber que

lo que hace es malo o que lo que busca es la voluptuosidad. Pero

hay otro estrato más profundo del que emana la sorpresa. No

podemos decir que sea sorpresa verse obrar uno de modo egoísta o

de modo concupiscente. Aunque yo creyera que me guiaba un noble

ideal en determinada dirección y comprobara luego que lo que

buscaba con aquellas agitaciones era una satisfacción de mi amor

propio o de mi nivel económico, no por ello debería declararme

sorprendido. Trivialidades tales como desear a una mujer porque

recuerda el tipo físico de la madre o respetar el consejo de un

hombre venerable porque se identifica parcialmente con el recuerdo

del padre no deben ser traídas aquí. Queremos referirnos a una

sorpresa más honda, que obliga al hombre a identificarse con ella,

aún no pudiendo reducirla, a ningún esquema anterior. El

descubrimiento de la verdad de uno mismo mediante la sorpresa es

el descubrimiento de la realización de un destino que no había sido

previsto ni buscado. Así, lo que de inconsciente se descubre en

tales movimientos no es otra cosa que el mismo momento de «ser

escogido» y la ciega determinación, oscura como una fuerza

gravitatoria, con que el hombre se identifica con su nuevo gesto

apenas aparecido, no hace sino determinarnos como animales

metafísicos, simples de toda complicación, definidos casi como

fórmula algébrica, pero incapaces de formular en palabras ni aún en

ideas esa ciega necesidad. Capaces solo de realizarla en los

momentos en que se no da como evidente la precisión del gesto, la

dignidad de la elección.

Que Agustín sentía ese peso dentro de él y que ese peso es el

que le inmovilizaba cuando acababa de descubrirse a sí mismo no

me cabe duda. Si he decidido narrarlo es precisamente porque en él

era más evidente que en ningún otro que yo haya conocido. No

porque yo crea que solo él tenía destino entre los que conocí, sino

porque verdaderamente en él la realización del destino se había

hecho casi labor preferente. Se podría decir que tenía una

conciencia intermitente del destino. Y que en esos instantes de la

intermitencia, aunque hubiera bebido con exceso, aunque estuviera

embriagado de palabras, aunque estuviera a punto de abrazar a una

mujer o de ver morir alguna cosa viva, se detenía y oía el golpetazo

de sus campanas. Que si la homosexualidad, que si la

ambivalencia, que si el temor a la virginidad, que si el mito de la

mantis religiosa forman piezas dinámicas intercambiables del

ajedrez vivo del destino de un hombre puede ser afirmado sin

peligro de que yo me levante para contradecir. Pero si he tomado la

pluma es para ir más allá de esas determinaciones accidentales,

mecánicas y maniformes.

Pero todavía no queda aclarado con precisión mi intento. Que yo

hubiera descubierto señales de una figura más clara en Agustín que

en otros hombres, que él tuviera un instinto gravitatorio más preciso

de su destino, que él tuviera el valor de decir «sí» a los aparentes

disparates, no llega todavía a justificar que yo esté dispuesto a

embarcar mis inviernos en esta labor de admirativo fámulo, de viuda

amante inconsolable que ordena en una vitrina las condecoraciones

del marido, que yo esté dispuesto a emprender la tarea imposible

cuyas razones me esfuerzo en comunicar por poco interesantes que

puedan parecer. En efecto, ¿qué se le da al lector del destino de un

hombre individual? ¿Qué se me da a mí a despecho de mi

enfermizo afecto agustiniano? ¿No son acaso las peripecias íntimas

de esa ley gravitatoria de Agustín, en el fondo, solamente

anécdotas? No. Yo he llegado a pensar que más que anécdotas

eran parábolas. Surgen, a veces, hombres parabólicos y la

humanidad se nutre de tales paraboloides y bucea en su simbolismo

durante siglos a veces; otras veces durante menos tiempo. Sienten

los hombres la necesidad de escudriñarlos y logran un cierto

alimento o una cierta forma de tales parábolas. Si la mayor parte de

los hombres son bolas blandas de carne que se arrastran, como un

pulpo o un celentéreo desdentado, parece que hay algunos que son

insectos del destino, que se presentan en la revista de historia con

su espléndido caparazón quitinoso armado de todos sus artejos,

antenas, mandíbulas, patas supernumerarias y dibujos de alta

precisión en el espaldar, ejecutados con un barniz azul fluorescente

y atemorizador. Cuando tales insectos aparecen y transcurren, dejan

tras de muertos su caparazón hermosísimo y exacto en hueco,

abandonado a todas las miradas. Los amorfos pretenden entonces

introducirse en ellos y descubrir si aquellas formas precisas se

corresponden con alguna ley de sus anatomías inertes. Claro está

que no es así. La quitina sigue siendo incómoda para quien no tiene

forma. Pero, a pesar de todo, algo ganan con esa horma y es así

como una cierta verdad simbólica puede salir del estudio de un

destino individual.

Se han descubierto nuevos valores —palabrita desprestigiada

que aquí utilizo solamente por comodidad— y de esos valores se

logra extraer una verdad que sirve «algo» para otros. ¿De qué

sirve? ¿De ejemplo? ¿De maestro? ¿Es verdad que hay maestros?

¿No me dice mi formación dialéctica que por el contrario son las

masas las protagonistas de la historia? Confusión. Nada acierto a

decir. Tal vez esté totalmente confundido. Pero parece que hay

maestros. Suelen tener largas y pobladas barbas. Parece que

aunque las masas sean el vehículo agente de la historia, ellas

mismas —en cierto modo— abrevan de las grandes barbas floridas.

Allí se introducen y realizan la operación de toma de conciencia sin

la que no hubieran nunca llegado a esa motórica que honradamente

reivindican. ¿Es que era Agustín un maestro? ¡Palabras confusas!

¡Ya al empezar mi tarea siento la ineptitud del idioma para transmitir

lo importante! No estoy cierto de poder decir lo que tengo que decir.

Tendré que demoler el idioma. Me parece que, en ocasiones, a

pesar de mi natural clásico, de mi vocación de orden, tendré que

darle cada tiento a la bota del lenguaje que la deje flaca y

cariacontecida. Pero ¿podré hacerlo? Aún no he dicho por qué

quiero hacer lo que voy a hacer. Solo he insinuado la naturaleza

simbólica de mi personaje. Aún no he podido precisar que este

personaje es importante no solo por él, sino también por nosotros y

ya quiero analizar los medios con que cuento para elaborar su

historia. Soy prolijo y repetidor. Tengo que pedir desde ahora

absolución. Una absolución que solo podría llegarme desde alguna

incierta Roma literaria y para la que no puedo ofrecer mi

arrepentimiento.

¡Dilo ya! ¿Cuál es el símbolo que ves en tu personaje, en ese

amigo tuyo que fue capaz de elegir su destino con más conciencia?

¿Por qué puede ser interesante para el ibérico lector la terrible y

aburrida tarea de aguantar mi idioma en su estado actual y a través

de las progresivas fases de desintegración que habrán de

producirse hasta conseguir realizar la tarea que comienzo yo mismo

por encontrar imposible?

No puedo explicarlo. Un símbolo nunca es explicable. No hay

nada de transparente en el símbolo. El símbolo es oscuridad querida

(no querida por el escritor —ay de mí—, sino por la realidad y

verdad de su naturaleza) y como tal voluntad de oscuridad, el

destino del símbolo es navegar en lo indefinido hasta que llegue su

G. W. F. Hegel y lo explicite para satisfacción de dóciles estudiosos.

No diré, pues, de qué fue símbolo. Diré solo que cuando Agustín

entreabrió los párpados pitañosos de su edad de hombre y entre

dos vasos de vino blanco mezclado con cazalla —que es una

mezcla que emborracha bien— se paró a pensar, quedó atónito de

lo que veía: «¿Qué ha pasado aquí?».

A una pregunta de este tipo no se puede dar contestación

abstracta. Por eso Agustín dejó írsele la pregunta disuelta en la

niebla alcohólica y no volvió a planteársela con precisión lingüística

nunca más. Pero, para la resolución del problema, utilizó un método

que su naturaleza desusadamente dotada le suministró todo

enterizo. Era el mismo método con que el toro desentraña lo que

hay detrás de la tela roja. El método de la realización del destino.

Embistiendo a su destino, cada vez que el trapo rojo pasaba ante

sus ojos, deteniéndose, mirando fijamente y riendo un tanto para

adentro, se decía: «¿Dónde estoy?». «Al otro lado del trapo rojo,

donde todo sigue siendo exactamente igual.» Con este método se

pueden aclarar todos los problemas. Él se marchó del lado de allá

de los hombres, investigando (conteniéndose a sí mismo como

único aparato de medida) la esencia simbólica de su

autorrealización.

Me resulta imposible para dar cuenta total de su simbolismo

mediante esta humilde labor de biógrafo, realizar un relato

ordenado. Si los capítulos de mi libro fueran sucediéndose así:

«1924, 1925, 1926», nadie podría aguantarlo y yo mismo sentiría

que no estaba a la altura de las modernas técnicas literarias de las

que justamente se enorgullece el Occidente civilizado. Se me debe

perdonar que renuncie a la habitual secuencia cronológica y que

vaya picoteando aquí y allá al vuelo de mi imaginación y de mi

memoria. Me demoraré más en algunas épocas. De otras apenas

podré decir nada. Seleccionaré así de modo semejante a como lo

hace nuestra memoria, lo esencial de cuanto tengo que contar.

Nuestra memoria también tiene el privilegio de olvidar todo lo que no

es importante. O quizá, de un modo preferente, todo lo que nos

avergüenza recordar (según la conocida máxima del gran bigotudo).

Esta libertad, que me concedo a mí mismo y que espero no enoje al

lector, debe dar más variedad a la narración y hacerla más esencial,

más significativa, recortar mejor la imagen de mi personaje.

Claro está que si otro hubiera sido el que relatara la vida de

Agustín (otro de sus amigos), esta vida habría resultado distinta.

Pero no me preocupa una parcialidad a la que, más que resignarme,

me adhiero con entusiasmo.

Quisiera que el ritmo de mi relato pudiera ser musical, a pesar de

ser yo totalmente amúsico, cegato para la captación de la belleza

sonora. Será al menos como yo —desde mi ignorancia— me

imagino que es la obra musical. Una sucesión de temas de los que

algunos se repiten y se amplifican a lo largo del tiempo, mientras

que otros apenas iniciados caen en un definitivo silencio. Nunca se

vuelve a ellos. La memoria no los vuelve a identificar hasta la

próxima audición. Estos temas menores que podrían ser solo una

curiosidad o una decoración no son, sin embargo, ajenos a la

arquitectura de la obra. Suprimidos, la obra perdería su ritmo y hasta

su significación. Por el contrario, los temas trascendentales,

aquellos que se manifiestan en preguntas prolongadas y en

respuestas que analizan con detalle todas sus posibilidades

descriptivas, emocionales y rítmicas, quizá pequen de ostentosos y

hasta de banales. En aquellas pequeñas frases se encierra el aroma

peculiar de una obra y por esas frases nunca repetidas, más que por

los sonoros y evidentes motivos que los melómanos más facilones

tararean a la salida de la sala, es por las que se reconocen el genio

de los compositores y su capacidad para enriquecer el universo

musical.

De modo parecido, en una vida humana, relatada al modo como

yo imagino, lo esencial puede estar en los pequeños gestos que no

vuelven a encontrar correspondencia en el resto del tiempo que

debe cumplir el protagonista. Los grandes temas inevitables (la

sexualidad, el amor, la religión, la profesión, el modo que el hombre

tuvo de enredarse con su angustia) pueden no constituir en sí

mismos sino vulgaridades excesivamente conocidas. Pero no

despreciemos la vulgaridad. Un hombre podrá interesarnos también,

y hasta fundamentalmente, por su vulgaridad, por lo que le hizo ser

vulgo de sus vulgares convecinos, sufriendo las mismas pasiones

colectivas y tropezando con los mismos escollos inevitables de los

demás adolescentes avergonzados de su sexo, de los demás

pequeños trepadores de los presupuestos del Estado, de los demás

jovencitos preocupados con la visión barbuda de Dios.

Deberemos mostrar con claridad nuestro doble punto de interés:

el de las grandes banalidades enriquecidas por su significación

colectiva y el de las sutiles soluciones individuales a los comunes

problemas. Soluciones que nos permitirán conocer lo peculiar de

nuestro hombre y lo que a partir de su peculiaridad le ha hecho apto

para portaestandarte de las realidades colectivas. Completaremos

así un círculo lógico que, aunque de difícil demostración, es el único

sendero que nos permite comenzar a caminar. Si no hubiéramos

descubierto en Agustín esa capacidad para la peculiaridad, esa

significación remotísima que da luz y calor al gesto analizado en sí

mismo, sin interés y sin substancia, no nos hubiéramos detenido

sobre él con tanto interés. Que este hombre sea capaz de demostrar

una enajenación en el mismo momento en que originalmente se

libera de ella como otros no hubieran podido y siendo el mismo que

ellos es lo que nos importa.

Pero me empieza a asustar este largo exordio del que lo menos

que podrá pensar el lector prudente es que coloca al narrador en un

disparadero dificultoso, pues lo que está prometiendo deberá ser

cumplido y la escasa gracia o importancia de lo que pueda venir

luego le llegará a provocar cólera e irritación. Podrá hacer que nadie

acabe de leer esta larga obra y que el hastío que emana de este

prólogo invada la totalidad de las páginas posteriores. ¿Cómo

evitaré ese hastío? Debo introducir ahora mismo, sin preparación ni

motivación lógica suficiente, un trozo de carne viva de Agustín entre

los engranajes de mi discurso y exprimirlo hasta que salte la sangre

que el vampiro-lector necesita para alimentar el cuerpo astral de su

existencia fantasma mientras lee. El vampiro-lector (que no existe)

necesita que lo que lee le dé sangre, para sentirse existir en Agustín

pálido-exangüe o en Bovary practicando la tenotomía. Esta crueldad

insatisfecha del lector, que nace de su incapacidad (actual) para

existir, necesita de sangre que le haga alucinar su capacidad

(virtual) para palpitar, para amar, para tocar el muslo de la mujer

ajena. Veamos, pues: ¡Un poco de carne! El lector necesita, con la

mayor urgencia, la confirmación de que no le es inútil el esfuerzo ya

desarrollado y el —¡tanto más largo!— que ha de realizar para poder

absorber este extenso mamotreto, para poder decir «Yo lo he leído».

Porque no solo de su existencia real-actual precisa el lector, sino

hasta la vanidad de su subexistencia en la coexistencia con los otros

cultos. Esa pasión (más mínima) puede dar al lector la impresión de

que existe, aunque solo sea en segundo grado, pues al decir «Yo lo

he leído» hace saber a quien le escucha que ya palpitó, alimentado

por la vida que el libro era capaz de comunicar y que mientras así

sufrió-gozó estuvo por cima de los que —solamente virtuales—

esperan quizá un día, con la acaso posible lectura de este libro,

disimular su falta de vivencia.

Así, pues, pasemos inmediatamente, sin justificación racional

alguna (pero elevados a la conciencia de su no-necesidad-racionalsí-

necesidad-pasional), la pequeña porción palpitante de Agustín

que adelantamos aquí, para tranquilidad del lector y para su disfrute:

«El taxi baja despacio por la Gran Vía hacia la Plaza de España.

Hay muy poca luz. Solo las luces de dos o tres autos que suben en

dirección contraria. Pasa otro taxi con la llama de su gasógeno

asomando por la boca roja —de siete por quince centímetros—,

violando provisionalmente la compacta oscuridad. (Acabo de elegir

como técnica de narración la objetivista.) Ella llena, muestra un

rostro inmóvil encima de su traje de seda negro, muy escotado y

sobre la piel de renard argenté aplicado en torno al cuello. No se ve

nada. Se puede oler su aroma y llega una emanación de calor

animal. El aroma puede ser de un perfume caro pero puede ser de

un perfume barato. Llega mezclado con el vaho del cuerpo. Se oye

el ruido transitorio y disimulado del bostezo de su gran boca. Tiene

todas sus piezas dentarias sanas y podrían haber relucido como

perlas si hubiera habido una luz adecuada. Los dos cuerpos están

colocados…»

sábado, 15 de julio de 2023

Carmen Martín Gaite Después de todo PRÓLOGO

 





Carmen Martín Gaite

Después de todo

Poesía a rachas

Carmen Martín Gaite, 1993

Prólogo: Jesús Munárriz

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

 

PRÓLOGO

EN 1976, apenas iniciada la marcha de las publicaciones, pusimos a disposición de los lectores un pequeño volumen de poesías de Carmen Martín Gaite con el título de A rachas, que llevaba el número 7 de la serie «libros Hiperión». La cubierta, sin dibujos, iba impresa sobre fondos de color blanco y malva —«aquel poquito de malva / que por naciente venía»— y el libro contenía 36 textos, agrupados en dos apartados: «Poemas de primera juventud» y «Poemas posteriores», más las «Diez coplas de amor y desgarro». Iban precedidos de la breve nota que a continuación se reproduce, firmada y fechada por mí el 18 de marzo de aquel año:

NOTA EDITORIAL

Quiere Carmen Martín Gaite que explique aquí cómo y por qué se edita este libro. Supongo que con ello pretende, de alguna manera, salir al paso de esos partidarios del encasillamiento, que tanto abundan, a los que ella ha desconcertado ya un par de veces con sus incursiones por los campos de la historia (magníficas incursiones su Macanaz y sus Usos amorosos del XVIII, o con su asomarse a las tablas como intérprete ocasional de canciones populares gallegas. Gentes que al ver esta recopilación de poemas es muy posible que refunfuñen: «Pero esta mujer, ¿a qué se dedica? ¿No le basta con sus novelas?».

A Carmen Martín Gaite, evidentemente, no le basta con sus novelas, ni con sus narraciones, ni con sus ensayos, ni con sus traducciones, ni con haber empezado su carrera literaria ganando el premio «Nadal», ni con sus trabajos históricos, ni con su investigación sobre «el arte de contar», en la que trabaja desde hace tantos años y que ya va tomando últimamente forma de libro. Ni con tantas otras preocupaciones y dedicaciones —en especial el cultivo de la amistad, de las amistades— que la hacen permanecer atenta a cuanto le rodea, con esa curiosidad universal que es el primer escalón para llegar a la sabiduría.

Y además de todas esas cosas y sabe Dios cuántas más, Carmen Martín Gaite es también poeta. O Dejémoslo en que escribe poemas, «a rachas», es verdad, como ya indica el título. Pero desde hace mucho tiempo; desde sus años de Salamanca. Bastante antes de la prosa, fue la poesía el primer género que Y por revistas salmantinas de aquellos años debe haber quedado perdida más de una muestra.

Pero también es verdad que, exceptuando aquellos juveniles escarceos, Carmen Martín Gaite no pensó nunca en publicar sus poemas. El culpable, si culpa hay, debo ser yo. Ella escribía, de vez en cuando, unos versos, motivada generalmente por algo o alguien, y si no iban a parar directamente al cajón o a la papelera, se los enviaba a sus destinatarios, cuando los había, sin molestarse siquiera en hacer copias. O bien se los pasaba a su cuñado Chicho para que los cantara, si le parecían oportunos y les encontraba alguna música apropiada.

Así conocí yo, hace años, el primer poema de Carmina, ése que empieza: «Ni aguantar ni escapar, ni el luto ni la fiesta…», y que podría ir encabezado y refrendado por una cita de Ronsard, partidario de iguales maneras: «Ni trop haut, ni trop bas, c’est le souuverain styte». Con música de Chicho, este poema se cantaba —lo cantábamos— hace unos pocos años. A lo mejor cualquier día, alguien se decide a recogerlo en un disco. Valdría la pena.

Más recientemente, en un número de La Ilustración Poética Española e Iberoamericana, publicamos otros tres poemas suyos. Coincidió esto con los primeros trabajos preparatorios de la colección «Hiperión», y se me ocurrió que podríamos editar en ella los poemas de Carmen Martín Gaite, junto a los de otros poetas también más o menos «vergonzantes» de serlo, como Juan García Hortelano y Juan Benet, que esperamos aparezcan en breve.

Cuando le pedí sus poemas, se extrañó muchísimo y me confesó que no tenía, ni de lejos, poemas suficientes para hacer un libro. No creía que llegaran a una docena en total los que podía recolectar hurgando por aquí y por allá entre sus papeles. Quedé en darle una semana de tiempo para esta rebusca. Ocho días después la telefoneé. Seguía opinando lo mismo, pero se había acordado de la existencia de una libreta donde debían estar algunos de los poemas de Salamanca. Si aparecía, probablemente podríamos organizar un libro. Días después la libreta apareció. Carmen copió a máquina y me dio a leer algunos de aquellos poemas. A mí me gustaron. Esto la animó a seguir copiando y seleccionando algunos más, que son los veinte que forman la primera parte de este libro con el título «Poemas de primera juventud».

Luego estaban los que aquí se llaman «Poemas posteriores». Corresponden, más o menos, a distintas épocas y momentos de digamos, los quince últimos años. Son dieciséis más, sin contar las «Diez coplas de amor y desgarro» con que se cierra el libro Alguno fue escrito precisamente en esos días en que la autora preparaba esta colección. Otros tuvo que reconstruirlos de memoria, pues los había enviado, en su día, a este o al otro, conservaba copia. Se han ido juntando así, «a rachas», igual que a rachas fueron escritos, estos cuarenta y seis poemas que componen el libro, divididos en dos épocas claramente diferenciadas.

En los «poemas de primera juventud» podemos reconocer el mismo mundo juvenil y provinciano de su primera novela, Entre visillos; la misma melancolía, esa tristeza del paso de la adolescencia a la juventud, el anhelo por salir al mundo, por conocerlo y abarcarlo. La expresión, el ritmo de los versos, la música, son de los años cincuenta, los años en que publicaban sus primeros versos Valente, Caballero Bonald, Claudio Rodríguez o Ángel González.

En los «Poemas posteriores», Carmen Martín Gaite abandona generalmente el verso libre para someterse a la estrofa y a la rima, a menudo con un deje de canción. La expresión es más personal y la lengua posee la fuerza y el regusto por el lenguaje hablado, por la expresión popular y acuñada —aunque engarzada en un contexto más rico que el habitual—, que es una de las características de su prosa, tanto de la escrita como de ese hablar de cada día, en cuyo arte —el de la conversación— ella es maestra consumada. Los temas, a su vez, penetran más profundamente en el vivir, con esa profundidad que van dando los años y la experiencia.

Pero el lector debe ser quien juzgue y aprecie todo esto. Yo quería únicamente contar aquí, por deseo de su autora, la génesis de este libro. Libro que se escribió a rachas, a rachas se organizó, como casi todo en esta vida, y así se llama: A rachas.

TRES AÑOS DESPUÉS

Aquel librito fue bien acogido por los lectores, ya que en sólo tres años se agotaron los ejemplares impresos y decidimos reeditarlo. Pasó así a formar parte, con el número 21, de la nueva serie «poesía Hiperión», creada en el intervalo. El fondo malva se extendió a toda la cubierta y hubo que ilustrarlo con un dibujo, de acuerdo con las características de la colección.

A mí me gusta consultar estos detalles con los autores, pero Carmina en aquel momento se nos había ido a Nueva York y delegó la elección en su hija Marta. Fue ella quien seleccionó la divertida bañista casera que figuró en la segunda y tercera edición de A rachas y que con cariño, y en recuerdo de quien tan pronto nos dejó, se recoge ahora en esta nota preliminar, también ella racheada:

01.jpg

 

 

 

 

 

Si la edición de 1979 sólo había traído al libro cambios formales, la de 1986 se anunció, ya en la cubierta, como «tercera edición, aumentada», y así era. Intercalé entonces en el prólogo un penúltimo párrafo, que decía:

El libro se publicó por primera vez en 1976. En 1979 se reeditó sin introducir en él ningún cambio. Agotada también esta segunda edición, hablé con Carmen para preparar la tercera y, como era de esperar, la poesía había vuelto a visitarla. A rachas, naturalmente. De la última racha son los tres poemas que cierran el libro, entre los que destaca «Todo es un cuento roto en Nueva York», publicado previamente en los Pliegos de poesía Hiperión. De la primera época son los seis poemas finales que se añaden aquí a los de «primera juventud», encontrados por su autora en una de sus pesquisas por libretas antiguas. La poesía de Carmen Martín Gaite va así tomando un cuerpo y una categoría cada vez más indiscutibles.

DALE QUE DALE

Y así llegamos a 1992, cuando hace ya bastante que de A rachas no queda ni un ejemplar en las librerías y, al proponerle una nueva edición, Carmen decide que vuelva a ser «corregida y aumentada», porque en este tiempo ha ido escribiendo, desde luego, nuevos poemas, y hasta decide cambiarle el título, porque han pasado mientras tantas cosas… Después de todo se llama ahora su libro. El que recoge su «poesía a rachas».

Pero a la vez Carmiña, en este tiempo, no ha parado. A su Usos amorosos de la posguerra (1986), que tanto gustó, han seguido exitazos merecidos como Caperucita en Mannhattan o Nubosidad variable, que han vuelto a ampliar el número de lectores, admiradores y seguidores —y seguidoras, claro— incondicionales de la obra de Carmen Martín Gaite. Porque Carmina ha conseguido ser el autor más leído de su generación, y ello sin concesiones ni desvíos, manteniéndose siempre fiel a sus planteamientos, literarios y éticos. Y todo ello, además —raro mérito, sin subírsele a la cabeza, esa cabeza en la que tanto cabe.

Porque, ¿en qué cabeza sino en la suya cabe que una mujer que ha recibido, entre otros, el premio Nacional de Literatura, el Príncipe de Asturias y el de las Letras de Castilla y León se vaya los martes por la noche al Manuela, el cafetín del barrio de Maravillas que regenta Juan Manglana con inquebrantable vocación de a contrapelo, a recitar versos con Paco Cumpián, Chicho Sánchez Ferlosio y otras gentes de las que salen poco en los papeles y aún menos en la tele?

Pues allí se la puede ver y oír cada dos por tres, predicando con el ejemplo, haciendo más por la poesía que un batallón de funcionarios culturales. Gracias, Carmina, en nombre de todos los poetas.

Habrá que ir acabando, digo yo, que de las presentaciones, lo que más se agradece es la brevedad. Pero no me gustaría terminar sin aludir a otras actividades de Carmina, tal vez menos conocidas. Como podrían ser sus traducciones, sus recuperaciones de autores olvidados, o sus guiones para televisión.

Los poemas de William Carlos Williams y los viejos cuentos españoles —pero escritos en inglés— de Felipe Alfau son dos notables ejemplos de lo primero: los prólogos al propio Alfau y al primer libro de Elena Fortún, magníficos ambos, lo serían de lo segundo; y Santa Teresa y Celia, como personajes televisivos, de lo tercero. Son nombres, creo, que a pocos dejarán indiferentes. Carmen recrea para nosotros con igual devoción y gracia a la santa del XVII que a la niña de la segunda república, se mete en los personajes, los vive desde dentro y así consigue que luego, cuando veamos a la monja de Ávila o a la chavala madrileña meterse en nuestras vidas a través de la pequeña pantalla, nos las creamos y disfrutemos con sus aventuras como la propia Carmina ha disfrutado reescribiéndolas.

Pues además de todo eso, Después de todo nos ofrece también la poesía a rachas de Carmen Martín Gaite, en versión corregida y notablemente aumentada. Yo, como editor, estoy convencido de que los lectores la acogerán con tan buena disposición como en ocasiones anteriores: porque merecerlo, se lo merece. Que así sea.

J.M. marzo, 1993

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