Día a día expresa con
profundidad el mundo de Robert Lowell, su bagaje intelectual; las ideas
aparecen de manera más nítida y evocadora y la visión que del mundo tiene
Lowell no se reduce al inventario descarnado de ciertas anécdotas propias, sino
que se convierte en el eje mismo de la obra… Nunca hasta ahora como en Día a
día la Weltanschauung de Lowell había aparecido en su poesía con tan
armónica profundidad.
Robert Lowell
Día a día
Título
original: Day by DayRobert Lowell, 1977
Traducción: Luis Javier Moreno
Diseño de portada: Editorial
Editor digital: AlNoah
Escaneo y ePub original:
Prólogo
1. Sobre Lowell y su obra
Para no generar equívocos acerca
de la naturaleza de estas líneas (notas incluidas) desearía aclarar que mi
traducción de Día a día de Robert Lowell no es una edición crítica de la
obra, ni este «prólogo» es un trabajo de índole erudita, sino (y sólo) una aproximación
de carácter informativo a la obra y persona del poeta. Tanto en el «prólogo»
como en las «notas» a los poemas, he pretendido contextualizar y aclarar algún
aspecto mencionado por Lowell en sus poemas que, aunque presuponga el poeta que
se conocen y dé por hecho tal conocimiento, no lo son tanto, ni siquiera en
Estados Unidos. De este modo, y con estos escritos, me propongo poner al
alcance del lector que lo necesite una sucinta información que haga más
comprensiva su lectura.
Durante algún tiempo, Robert
Lowell no fue sino el nombre de un destacado poeta norteamericano. Los escasos
poemas incluidos en las antologías que por aquí circulaban no ofrecían
suficientes elementos con los que calibrar el puesto relevante que, según la
crítica, ocupaba Lowell en la poesía americana del siglo XX. La ratificación
teórica de que Lowell debía ser un poeta importante me la dio el artículo
(página completa, con foto) que José María Valverde (una persona tan bien
informada como competente en ese terreno) dedicó a la persona y obra del poeta
en el diario El País, con motivo de su muerte, tan sólo a los nueve días
del suceso (El País, Madrid, 21 de septiembre de 1977).
El breve ensayo de Valverde
sobrepasaba el convencional elogio fúnebre para ofrecer una imagen muy
ponderada de la poesía de Lowell, su trayectoria, algún dato biográfico y unos
cuantos rasgos de su obra. Dice, por ejemplo, Valverde: «Lowell era sin duda,
en este momento, el más importante y el más típico de los poetas de Estados
Unidos […].» El que este juicio no es una de tantas simplificaciones que se
incluyen en los obituarios al uso, lo podrá comprobar el lector que se acerque
a las páginas de Día a día.
A partir de entonces se
intensificaron mis aproximaciones a Lowell y su obra hasta abarcar la totalidad
de la misma, y no unos cuantos, escasos, poemas dispersos aquí y allá. El
proceso de acercamiento lo aceleraron mis estancias en Iowa (1985 y 1987), donde
comencé a leer su obra con sistemática asiduidad; Lowell se convirtió (lo sigue
siendo) en una presencia familiar. Robert Lowell había sido profesor en el
Workshop de Iowa y allí encontré a personas que lo habían tratado y se tenían
por sus amigos, comenzado por quien fue su jefe, el poeta Paul Engle, que
dirigía el Workshop Writing de la Universidad de Iowa (uno de los primeros y,
quizá, el más prestigioso de Estados Unidos), y que le contrató, los años que
permaneció allí, con el rango de resident lecturer in Creative writing.
Tanto Paul Engle, como algunas otras personas que lo trataron en sus años de
Iowa, me proporcionaron información acerca de su conducta y modo de ser… Me
llamó la atención el resignado humor de Lowell quien, antes de instalarse en la
ciudad, solicitó que le proporcionasen «casa y un psiquiatra medianamente
competente».
Día a día (Day by Day)
es el último libro y, según la crítica más especializada, el mejor de los
suyos. Culmina en él la que el poeta denominó Autobiografía en verso, en
la más total de todas sus versiones, caracterizada por el denominador común de lay
my heart out («dejar mi corazón al desnudo»), lema que el poeta parece
haber tomado por divisa para toda su obra, incluso para la que aún no tenía
escrita. Ese modo radical, original y complejo de autobiografiarse es la
novedad mayor que Lowell aporta a la poesía del siglo XX. En el modo y en la
forma reside la novedad, no en el simple uso de los temas, ya que el empleo de
la materia autobiográfica en poesía es tan antiguo como la poesía misma. El
abandono de ese radical despojamiento (más aparente que real) es lo que llevó a
ciertos estudiosos a creer que la poesía de Lowell había comenzado su
decadencia. Para el crítico Hayden Caruth (Poetry, 5, 1965), Lowell,
«buscando mayor espontaneidad, relajó su estilo y, en la mayor parte de los
casos, ha obtenido el efecto contrario».
Day by Day demostró que la
capacidad de Lowell para renovarse era sorprendente y que la miopía de los
críticos es pandemia arrogante de difícil arreglo. Fue el pequeño bache (bache
según como se mire; no conviene confundir lo diferente con lo inferior) que
supusieron algunos libros posteriores a Life Studies lo que dio pie a
opiniones como la de Caruth. También el poeta y crítico Robert Bly se hace cargo
de la presunta recaída del estilo-Lowell, y con lamentos un tanto agoreros
dice: «Estamos en un momento grave de nuestra poesía si el más grande de
nuestros poetas vivos, R. Lowell, vomita ampulosidades y retórica, como si se
tratase de los discursos del presidente. Resulta inquietante pensar qué va a
ocurrirle a la poesía de este país». La posterior trayectoria de la obra de
Lowell evidenció que no había motivo (al menos en lo que a su poesía se
refiere) para tanta alarma.
El impacto de la aparición de Life
Studies fue tan fuerte que todos aguardaban más de lo mismo. Ante la legión
de imitadores que surgieron tras la aparición del libro (que como suele ser
habitual en los imitadores repararon en lo más superficial del discurso: largas
y monótonas exposiciones de sus desgracias personales y de su vida privada…,
narcisismo interesado en la propia desgracia). Ejemplos de ese tipo de tomar el
rábano por las hojas pueden encontrarse en la obra de Anne Sexton. El mismo
Lowell se encargó de advertir, en 1962, tres años después de publicarse Life
Studies: «Creo haber escrito ya bastante* poesía confesional. No quiero
decir que no vaya a escribir más, pero no por ahora. Sé que no he utilizado
toda mi experiencia o, quizás, lo que había en ella de más importante; he
dicho, o casi, todo aquello que me inspiraba. Hablar más habría sido diluir.
Por eso se impone algo más impersonal».
Aunque la poesía posterior de
Lowell es distinta, no creo que la palabra impersonal sea la adecuada para
caracterizar la obra que Lowell escribe desde For the Union Dead hasta Day
by Day. Ni Lowell mismo podía barruntar en 1962 lo que sus libros For
Lizie and Harriet y, sobre todo, The Dolphin, publicados en 1973,
once años después de esas palabras, iban a suponer en el tratamiento de la
materia confesional. Lowell poseía la rara capacidad de sorprender siempre. Un
lector atento, como Derek Walcott (véase bibliografía), que ha estudiado la
obra de R. Lowell con todo detalle, está en condiciones de afirmar: «Cada nuevo
libro de Lowell producía tal impacto que desarmaba a sus detractores. Éstos se
limitaban a observarlo desde lejos y Lowell hacía un nuevo esfuerzo mental con
deliberadas y amplias fisuras en su técnica».
Al estar tan cerca el Lowell
literario del Lowell individuo, en pocos casos como en éste se hace necesario
una somera referencia a sus más imprescindibles datos biográficos, que nos
permita contextualizar los poemas que configuran Día a día, libro que
nos ocupa, el último y mejor, según la crítica más rigurosa (opinión que comparto).
Nadie debe engañarse: el hecho de
que la poesía de Lowell requiera, de cara a una mejor comprensión, un
conocimiento adecuado de su biografía y del medio histórico y cultural en el
que surge y del que trata, no supone que sea una poesía vicaria, dependiente de
asuntos contingentes, particulares e inmediatos. No. La obra de Lowell es de
las menos previsibles de la poesía contemporánea y su complejidad estilística,
así como la variedad de sus registros lingüísticos, se cuentan entre los rasgos
más característicos (Véase al respecto el poema «San Marcos, 1933», incluido en
este libro). A nadie debe confundir el hecho de que la vida de Lowell sea, en
muchas ocasiones, el argumento de su obra.
Robert Traill Lowell IV nació en
Boston el 1 de marzo de 1917, perteneciente a una antigua familia de Nueva
Inglaterra (bien se ve por los ordinales: el IV). Entre sus antepasados se
contaban ilustres personajes como el escritor James Russell Lowell, famoso por
sus sátiras políticas The Biglow Papers, la poeta Amy Lowell, y otros.
Se educó en la prestigiosa St. Mark’s School, una selecta escuela episcopaliana
para hijos de familias acomodadas, donde pergeñó sus primeros borradores
poéticos, animado por uno de sus profesores, el poeta Richard Eberhart. En
Harvard comenzó sus estudios universitarios, aunque a través de su amistad con
Alien Tate, conoció a John Crowe Ransom (una celebridad en la crítica
literaria, gran escritor, profesor en Kenyon College, Gambier, Ohio), quien
animó a Lowell para que se matriculara en Kenyon, y así lo hizo. Allí conoció a
poetas como Randall Jarrell que se contarían, para siempre, entre sus mejores
amigos. En Kenyon College, concluyó el primer ciclo de sus estudios superiores,
entre 1937 y 1940, hecho del que, con manifiesto orgullo, da cuenta a su madre
en carta del 22 de abril de 1940: «Summa cum laude, phi, beta, kappa highest
honors in classics, first man in my class».
En 1940 se trasladó a Luisiana,
donde inició el siguiente y último ciclo de sus estudios bajo la tutela de R.
Penn Warren, uno de los poetas (junto con William Carlos Williams) que más
huella dejaron en ciertas etapas de su obra. En el mismo año, 1940, se casó con
Jean Stafford, su primer matrimonio, que coincidió con su conversión al
catolicismo; ambos hechos comenzarían a ser materia de su poesía y siguieron
siéndolo hasta Day by Day, su último libro, del que no están ausentes
las alusiones religiosas.
Las citas bíblicas, los asuntos
teológicos, las fórmulas de la liturgia cristiana, junto a las citas clásicas
(latinas mayormente) de Tucídides, Cicerón o Tácito, alternan en sus poemas con
otras de sus mismos contemporáneos, R. Penn Warren incluido. Su fantasía y su
discurso rebosan de su particular religiosidad que, más que con la fe, tienen
que ver con la necesidad de creer, y manifiestan la intención de plantar cara
al mal, encarnado en el mundo y el hombre, enarbolando las armas fanatizadas de
los neoconversos.
Tras finalizar sus estudios,
Lowell trabajó como editor y, sobre todo, como profesor en diferentes universidades
de América e Inglaterra, donde tuvo como alumnos (como discípulos más tarde) a
poetas tan importantes como W. D. Snodgrass, Anne Sexton y Sylvia Plath.
Mientras tanto, su matrimonio se
iba deteriorando poco a poco. En 1943, se declara objetor al ser llamado a
filas, lo que le costó un año de cárcel.
En 1946, se le concedió su primer
premio Pulitzer por su libro Lord Weary’s Castle. En 1959, obtuvo el
National Book Award por Life Studies, la obra con la que inicia los
rasgos más peculiares de su estilo poético que culminarán en su último libro Day
by Day (1977). En 1973, se le concedió un segundo Pulitzer a su obra The
Dolphin, pero para entonces ya se había divorciado, en 1948, de Jean
Stafford, al tiempo que abandona el catolicismo y es ingresado por primera vez
en una clínica de salud mental.
En julio de 1949 se casa (el
segundo y más largo de sus matrimonios) con Elizabeth Elardwick (también
escritora como J. Stafford) con quien tuvo a su primera hija Harriet Winslow
Lowell, nacida en 1957. En 1955, poco después de la muerte de su madre (febrero
de 1954), ingresa por segunda vez (debido, según él, a la tensión de los
últimos acontecimientos) en un sanatorio para enfermos mentales. Restablecido
de esta nueva crisis y tras una breve estancia en Nueva York, el matrimonio se
instala en Boston y allí concluye Life Studies, publicado en 1959 y
considerado, casi con unanimidad, por críticos y poetas como uno de los mayores
acontecimientos de la poesía norteamericana. Su tiempo y su espacio, encarnados
en los más mínimos acontecimientos, llamados por sus nombres, aludidos en la
precisión de sus fechas, articulan una de las obras mayores aparecidas en la
poesía del siglo XX.
En 1972 nuevo divorcio y nueva
boda. En Nueva York, hacia los sesenta, había conocido Lowell a Lady
Caroline Blackwood y en Londres, durante una fiesta, la reencuentra. Pese al
recelo que producen en Milady las crisis del poeta y las visitas, más
frecuentes cada vez, a frenopáticos varios, la relación acabó en boda. El
matrimonio está relacionado con el nacimiento de su nuevo hijo Robert Sheridan
Lowell y se celebró en Santo Domingo; Lady Caroline Blackwood nos indica
los motivos del porqué del lugar: «We got married there for technical reasons. It can be done very quickly.
You get divorced the same day and they hurry you to the wedding». Divorcio y
matrimonio por el mismo precio y en el mismo lote.
Para entonces la publicación de For
Lizzie and Harriet y The Dolphin estaban en marcha, aparecieron en
1973. Tanto la naturaleza de las obras como los materiales empleados (cartas,
conversaciones, incluso conjeturas), no dejaron indiferente a las protagonistas
ni tampoco a los integrantes de la comunidad literaria americana. El asunto trascendió
del ámbito privado en que habían mantenido su disgusto poetas tan distinguidos
como T. S. Eliot, Auden (quien, sin leer los libros, manifestó que no volvería
a dirigir a Lowell la palabra) o Elizabeth Bishop, una de las mejores amigas de
Lowell, para trascender a periódicos, revistas… Lowell no salió bien parado. Marjory Perloff, en la
prestigiosa New Republic, lamenta el papel que Lowell hace jugar a su
hija adolescente: «Poor Harriet emerges from this pasagges as one of the most
unplesant child figures in history». La poeta Adrienne Rich fue
quien, en público y con más vehemencia, arremetió contra la rastrera actitud de
Lowell contra su segunda esposa y su hija. Lowell atribuyó la postura de Rich como «a symptom
of Rich’s dogmatic feminism». También el crítico Geoffrey Grigson arremetió, con dureza y en público,
contra Lowell por idénticas razones.
Fuesen por estos u otros motivos,
las recaídas de Lowell terminaron en nuevos internamientos clínicos, en más
temores y recelos por parte de Lady Caroline, su tercera mujer, y cierto
distanciamiento de Lowell del entorno de Milady. El poeta hace más
frecuentes sus viajes a USA. Desde 1976 las relaciones con Elizabeth, su
anterior esposa, tan maltratada y compadecida en For Lizzie and Harriet
y en The Dolphin, se tornan cada vez más afectuosas… De hecho, el 12 de
septiembre de 1977, cuando llegó a Nueva York procedente de Londres, la
dirección que da al taxista que le trasladaba desde el Kennedy Airport es West
67th Street, la casa de Elizabeth Hardwick. Al no recibir respuesta a su
interpelación, el conductor creyó que se había dormido… Estaba muerto. Lizzie
bajó enseguida y en el mismo taxi le trasladó al Roosevelt Hospital, aunque
ella misma reconoce: «I knew that he was dead». Nada se podía hacer por él.
Hacía unos meses que había cumplido 60 años y, unos cuantos días antes (pocos),
había salido de la imprenta su último libro Day by Day, Día a día.
2. Sobre Day by Day de Robert Lowell
En el precedente recorrido por la vida y obra de Lowell, necesariamente
breve (remito a quien desee, en español, más amplia información a la edición
[Véase bibliografía] de Por los muertos de la Unión y otros poemas, de
Amalia R. Monroy, cuya «Introducción» ofrece gran cantidad de datos y un buen
resumen de la biografía que de Lowell escribió I. Hamilton, Random Hause, New
York 1982), en mi breve excursus, decía, he aludido varias veces a Day
by Day, según acreditados estudiosos, la más representativa y más completa
de las obras de Lowell. Como la calidad de las obras de arte no es mensurable
por mecanismo alguno que la demuestre o la niegue, no seré yo quien discuta tal
preeminencia con la que, por otra parte, estoy de acuerdo: la mejor poesía
escrita por Lowell se encuentra en Día a día… Una opinión. Mas ya dice
el maestro Descartes que una opinión vale exactamente lo mismo que otra, con
tal de que sea mínimamente razonable.
Cuando académicos de prestigio
(Rexroth, Getz Huxley o Moore, por ejemplo,) mantienen que, desde Whitman, la
poesía americana no había registrado una transformación tan profunda como la
que supuso la aparición de la obra de Lowell, esta apreciación puede ser
hiperbólica… Una opinión (y recuérdese lo que Descartes, citado hace unas
líneas, pensaba al respecto), pero no necesariamente una falsedad, aunque
Lowell (¡y quién no!) tenga su correspondiente cupo de detractores… Da igual;
las obras de arte, como la langosta, se defienden solas, sin aditamentos
aderezantes que camuflen su sabrosa naturaleza, en el caso, claro, de que se
llegue a ellas (cosa también difícil e infrecuente) libre de prejuicios
interesados y deformantes, cuando no manifiestamente torticeros.
La obra entera de Lowell, y Día
a día en particular, es una poesía donde la pasión de la inteligencia
brilla de modo tan intenso como original. El orden, la elegancia, la sorpresa
de las asociaciones conceptuales, la habilidad estructural, el humor, la
tensión, la ironía y otras muchas cualidades de las que caracterizan un estilo
literariamente personal, reemplazan con ventaja cualquier atisbo de cháchara
inconsistente. Puede asegurarse, como el gran poeta y crítico Randall Jarrell
lo hizo en el New York Times (citado por Hamilton), que «Lowell es el
mejor poeta vivo (era) en lengua inglesa; transcurridos cientos de años, añade,
su obra se seguirá leyendo y tenida por modelo, como ya lo es, por futuras
generaciones».
La semejanza temática respecto a Life
Studies (pese a ser tan distinto en esos libros el tratamiento de los
temas) hizo pensar a ciertos apresurados que la última obra de Lowell (balance
y testamento de su vida) era una continuación del libro de 1959. No es así.
Aparecen acontecimientos análogos, situaciones y personas que ya nos eran
conocidas por Life Studies y otros libros, pero el espectro de Day by
Day es mucho más amplio y más maduro… Más piadoso también, pues, si en
muchos poemas de Life Stories (y en los tres libros publicados en 1973)
Lowell daba la impresión de complacerse hasta el regodeo con la destrucción de
cuanto le fue querido, en Day by Day hay más benevolencia, menos
acritud. La amargura que impregna experiencias, personas, recuerdos y lugares,
sin desaparecer, ha sido sustituida por el humor, la ironía, el distanciamiento
de la memoria, que lima las aristas más cortantes. Su obsesiva subjetividad no
implica, nunca lo hizo, que sustituya los códigos morales y las obligaciones
que comporta por su biografía, pese a que (según opina Seamus Heaney) «exista
cierta soberbia en el tono moral de su retórica».
Día a día expresa con
profundidad el mundo de Lowell, su bagaje intelectual; las ideas aparecen de
manera más nítida y evocadora y la visión que del mundo tiene Lowell no se
reduce al inventario descarnado de ciertas anécdotas propias, sino que se
convierte en el eje mismo de la obra… Nunca hasta ahora como en Día a día
la Weltanschauung de Lowell había aparecido en su poesía con tan
armónica profundidad. «Las palabras de Lowell, en opinión de Seamus Heaney,
están a la altura de su contenido. El punto principal sobre el que insistir
reside en el modo en que fue capaz de descubrir un espacio adecuado para su
autoridad, independiente de la tradición literaria y sólo basado en su
maravillosa voz poética».
Por estas razones Day by Day,
Día a día, se ha convertido en el más completo de los libros de Lowell, el
más maduro. En estricto sentido hegeliano, Día a día es la síntesis
final de su obra, ese último peldaño que, según el sistema dialéctico del
filósofo, supone la armónica reconciliación de sus opuestos precedentes para
constituirse en un nuevo punto de partida, en este caso sin posible
continuidad, pues Día a día es su última obra. Lowell, como se ha dicho,
muere recién publicado el libro.
Lo que en Life Studies se
apuntaba como línea a seguir, aquí son realizaciones, definitivamente
clausuradas, que el tiempo inexorable ha traído a su óptimo punto de sazón:
culminación de obra, de temas y de estilo. «En Day by Day, según Derek
Walcott, Lowell logra transformar su propio agotamiento en inspiración», y
logra también, de un modo indiscutible, una dramatizada coherencia entre su
vida y su obra en grado tan intenso que los intentos parecidos de sus
contemporáneos no dejan de ser un ensayo inconsistente.
Piel a lo que Lowell enseñaba en
sus Workshop Writing (talleres literarios): «un poema es un acontecimiento, no
la descripción de un acontecimiento» (citado por Seamus Heaney). Piel a este
principio articulador de su poética, Lowell hace de sus poemas verdaderos
acontecimientos poéticos, cuyo asunto es su propia vida. Incluso aquellos
textos en los que la historia (Hitler, guerra mundial, guerra de Vietnam, etc.)
es el arranque argumental del texto, Lowell los convierte en el exponente de su
propia realidad; el tiempo de su vida que es experimentado día a día, Day by
Day, por el poeta. Sucesos, viajes, experiencias, el pasado general, el
personal, su modo de espacializar sus vivencias en ámbitos familiares…, son
para Lowell los acontecimientos del poema.
Hamilton, en su mencionada biografía, cita un
trabajo de Helen Vendler donde ésta declara que los poemas de Day by Day
«has to know (from previous work) his reading, his past and his present and the
scenario behind his book… The Lowell’s life in Kent, his hospitalization in
England, his wife’s sickness, their temporary stay in Boston, their separation,
a reconciliation, a further rupture, a parting in Ireland, Lowell’s return to
America». Efectivamente en Día a día están presentes (traduzco el texto
precedente) «su pasado, su presente, los escenarios de su libro, su vida en
Kent, sus hospitalizaciones en Inglaterra, la enfermedad de su mujer, sus
estancias en Boston, su separación, su reconciliación, su divorcio, su marcha a
Irlanda, el regreso de Lowell a Estados Unidos».
En sus temas, Lowell no ha querido
dejar fuera del libro nada de lo haya tenido que ver con su vida: su abuelo,
sus padres, parientes, su infancia, sus estudios, sus esposas, sus hijos, sus
amigos, sus colegas, los lugares de su vida, sus crisis maniaco-depresivas, los
médicos, las enfermeras y los celadores de las clínicas frenopáticas, las
surtidas medicinas específicas y el efecto que todo ello (por separado y junto)
producía, modificándola, en su conciencia… Todo. Los poemas referentes a crisis
y hospitales son de los más emocionantes y conmovedores de esta obra de Lowell.
Los estupefacientes y sedantes específicos son aludidos con sus propios
nombres: toracina, fenotiacidina, bromuro, antabuse, cloropromacina… Todos
ellos relativos al tratamiento de su enfermedad mental. Sus alucinaciones,
indica Walcott, eran a un tiempo demoníacas y angelicales. Como Fausto, Lowell
podía asegurar: «Yo soy el infierno», mas no obstante logró transformar su
paranoia en serenidad, fabricar miel con la bilis de su enfermedad.
Este inventario de sucesos,
lugares y personas no aparece en la obra de manera azarosa, su lugar ha sido cuidadosamente
elegido por el poeta eliminando la casualidad. La estructura, las
correspondencias, la simetría incluso, son uno de los más destacados méritos
del libro, un orden minucioso que el lector no necesita hacer demasiado
esfuerzo para descubrir; el lugar de cada poema está en función del argumento
general del libro y de la relación que guarda con el texto anterior y con el
que le sigue. El primer poema de Día a día, «Circe y Ulises» (el
preferido de Seamus Heany), un extenso poema en el que Lowell aprovecha el
argumento homérico como cañamazo de su biografía propia: Él se ve como Ulises
atrapado por Circe. ¿Quién es Circe? Su mujer, cada una de las esposas que
tuvo, según el momento de su matrimonio, es Circe respecto a las demás y es
Penélope, en cuanto esposa abandonada que le pide cuentas. No hay duda respecto
a quién es Ulises: Ulises es Lowell y su hijo Sheridan, Telémaco. El lenguaje
coloquial, reflejado en citas reales o en simulacros de citas que se incluyen
en el poema como fragmentos de conversación, es otro mérito de la variedad de
registros que puede Lowell alcanzar en su lenguaje poético.
En este poema (el más importante
del libro, el más largo y el mejor, para muchos de sus lectores, que haya
escrito Lowell), se nos da la clave (el mismo poema se convierte en la clave, a
la manera de las partituras musicales), de acuerdo con la cual toda la obra
debe ser leída. Su correspondiente es, en perfecta simetría, «Epílogo», último
poema de Día a día, donde Lowell, con el pretexto de un cuadro de Vermeer,
se muestra como el cronista minucioso, fotográfico, que se esfuerza en que cada
figura de la obra sea reconocible por su propio nombre.
El segundo poema del libro lleva
por título «Vuelta a casa», donde el autor rememora un pasado de excesos, mujeres,
sus amigos… Incluso, como en el caso de Ulises regresado a Ítaca, el último
verso dice: «Los perros desconocen el olor de mi cuerpo». Vale, creo, este
ejemplo para comprobar el modo en que Lowell articula los poemas de su libro.
No deseo insistir más en los aspectos estructurales de la obra, el asunto
podría ocupar demasiadas páginas, pero invito al lector a que lo haga por su
cuenta, quedará muy satisfecho de un esfuerzo, nunca excesivo y siempre
gratificante.
Respecto a la galería de
personajes que aparecen en Día a día, no todos salen bien parados en su
aparición por la escena de Lowell. La madre del poeta, por ejemplo, aparece en
varias evocaciones y retratos… Ninguno bueno, y hasta en más de una ocasión no
es favorecida, precisamente, como sale: «Mi madre era bastante más idiota / de
lo que fueron todas mis mujeres». Lo mismo cabría decir de Robert Penn Warren,
su tutor en la Universidad de Luisiana. Con Warren debía tener Lowell alguna
cuenta que ajustar. El personaje del poema «Universidad de Luisiana en 1940» es
un profesor pedante que, con sus prolijas erudiciones, aburre a sus alumnos
hasta hacer que se duerman. Dice Lowell en ese poema de su profesor y maestro:
«Warren / puedes hacerte amigo de cualquiera / de criminales, de escritores
fatuos / de todos esos grandes escritores / a los que despellejabas cruelmente
/ en alguna reseña de revista. / […] / Tus reminiscencias para mí / tienen más
apariencia que sustancia […]». Sin embargo, por encima de la crudeza de estas
palabras Lowell, de toda la amplia obra de Warren, salva su poesía, la admira…
Una poesía, en opinión de Harold Bloom, que cuenta entre las más destacadas de
su tiempo y a la que Lowell manifiesta su respeto en el final del poema donde
dice: «Todavía tú eres el antiguo maestro / que atrae al deslumbrado /
discípulo que yo soy todavía».
Con W. H. Auden ocurre algo
parecido al caso Warren en lo tocante a cuentas pendientes, aunque nunca Lowell
hizo pública una manifestación de admiración análoga a la hecha hacia Warren.
Auden coprotagoniza el poema «Desde 1939» (Día a día) en él, con sutil
ironía desmonta Lowell lo que el propio Auden consideraba su autoridad poética,
un prestigio, según Lowell, autoatribuido por el poeta inglés, reconvertido en
americano, con escaso fundamento: el propio autobombo que Auden solía
concederse a sí mismo.
Las desavenencias entre Auden y
Lowell, cuyos orígenes no trascienden el terreno de las conjeturas, son, sin
embargo, un hecho; un hecho claro por ser público. Quienes indagan en el asunto
aportan un surtido abanico de motivos: celos (a Auden le contrariaba el que
Lowell hubiera escrito los poemas que él hubiese querido escribir). Ciertas
actitudes de Auden: tras el suicidio de Berryman (gran amigo de Lowell, que se
arrojó desde un puente al río Mississippi) Auden se permitió algunos chistes de
dudoso gusto que molestaron a Lowell; también unas cuantas manifestaciones de
Auden que tenían a Lowell por destinatario: «He conocido a tres grandes poetas
(uno Lowell), y los tres eran unos perfectos hijos de puta»; y las
descalificaciones que (sin leer los libros, según Auden, manifestó) hizo
publicas a raíz de publicarse los tres polémicos penúltimos libros de Lowell,
previos a Day by Day.
La opinión de que Auden se sintió
desplazado (y celoso) por la fama de Lowell cuenta con bastantes adeptos. La
mengua de la fama e influencia de Auden coincide con el creciente éxito de
Lowell y (al parecer) la novedad no fue bien digerida por Auden. Quizá… El caso
es que el poeta neoamericano, en cuanto se presentaba la ocasión, arremetía
contra Lowell sin que éste entendiera los motivos.
Sea como fuere, Lowell, aunque
estuviera loco (loco en el registro amplio y popular del habla… Él mismo había
dicho de sí: «No estoy en mis cabales»), pero aun loco, e incluso muy loco, no tenía
un pelo de tonto. En su poema «Desde 1939» (Véase nota 5) está la respuesta.
Lowell tenía ganas de ponerle los pavos a la sombra al hierático y orgulloso
vate neoamericano, y con «Desde 1939» lo hace cumplidamente. El talante moral y
el carácter civil de la poesía de Auden son puestos en solfa por Lowell con
sutil ironía, concluyendo que los enfoques con que aborda Auden esos asuntos no
dejaban de ser una antigualla que ni siquiera llegaba a venerable… Asuntos de
poetas.
Lowell se ocupa en Día a día
de otros escritores, unos más próximos y otros menos… En este sentido es
emocionante la elegía dedicada a su amigo Berryman, uno de los más bellos
poemas de la obra.
Respecto a métrica, unas cuantas,
escasas, observaciones por no ser prolijo en asunto que podría aumentar estas
páginas previas. Me limité, lo más concisamente posible, a decir que la métrica
de Lowell oscila desde el rigor prosódico de sus primeras obras a un tipo de
verso menos encorsetado en las últimas, incluso en la rígida forma del soneto
que aborda de un modo bastante personal.
En métrica, Lowell tiene contraída
una gran deuda con William Carlos Williams. La concepción métrica de Williams
es muy simple, no se puede partir, según el poeta de Paterson, de una
estructura métrica preconcebida, pues tal corsé métrico condicionaría la
experiencia encarnada en el lenguaje. Lo que propugna Williams es que el ritmo
interno del lenguaje hablado (el natural speech) determine la medida. La
técnica métrica de Williams consiste en una sagaz disposición del lenguaje en
un espacio limitado.
No debe verse en esta postura un
alegato a favor del «verso libre»; por si alguien lo pensaba, Williams se
adelanta y aclara: «El verso libre no existe. El verso siempre supone una
medida, de la clase que sea». Lowell, en líneas generales, adoptó más o menos
una postura parecida, aunque sin llegar a los extremos de intransigencia de
Williams, radicalmente opuesto a toda forma que considerase la rima, o una
estructura estrófica tan definida que resultase inflexible; tales estructuras,
según Williams, «eran formas momificadas de la poesía inglesa»; en este
sentido, su furibunda cruzada contra el soneto no deja de tener gracia por las
surtidas maneras de insistir.
La métrica de Lowell, y más en
concreto la métrica de Día a día, ronda (unas veces más próxima otras
más alejada) las inmediaciones del pentámetro yámbico, siendo raro (excepto en
el ya mencionado caso del soneto, un peculiar soneto al modo Lowell) el uso de
estrofas canónicas. En lo que se refiere a la estilística en sí, Lowell es un
maestro en las figuras de repetición, tanto fónicas como conceptuales, ese
juego entre (y con) las palabras en el que se encarna el imperio de las
ambigüedades más habilidosas; las aliteraciones de Lowell son bellas y
sorprendentes; en la metonimia logra variantes atrevidas, síntesis de tropos
que, en acumulada significación, presenta una renovada dimensión de la figura,
de muy difícil traducción, aunque cuando me ha sido posible he tratado de poner
en español lo que de ello he podido (en los textos originales encontrará el
lector abundantes ejemplos de esta relación de recursos), sin olvidar el
oxímoron, la silepsis, la elipsis, contraposiciones, sinestesias,
desdoblamientos del habla, intertextualidades, autointertextualidades, pleonasmos,
etc., de los que poeta obtiene resultados memorables.
No querría concluir esta
apresurada referencia sin aludir a la maestría con la que Lowell utiliza los
más variados registros léxicos y las diferentes jergas que configuran campos
semánticos muy específicos. El poema «Circe y Ulises» supone una buena muestra:
la jerga militar, los coloquialismos más variados, el tono aristocrático del
idioma… También en «San Marcos, 1933» presenta el poeta un surtido inventario
de la jerga escolar y juvenil… Y además, dialectalismos del inglés de comarcas
diversas, el vocabulario de la psiquiatría y de los manicomios, de la cárcel;
palabras en otros idiomas: latín clásico y latín religioso (fragmentos de la
liturgia católica), francés, alemán… Las variedades léxicas que reflejan y
resaltan ese particular asunto que es la vida, un asunto en marcha, en giro
permanente sobre la rueda de las cosas.
3. Sobre esta traducción
En todas las ocasiones en que he
abordado la tarea de traducir poesía, mi criterio ha sido siempre el mismo:
procurar que el lector, enfrentado al texto traducido, percibiese con las
mayores certeza y nitidez que aquellos poemas, escritos en una lengua distinta
a la que él lee, son poesía; una poesía lo más parecida posible a la original.
Soy consciente de que el empeño (en ningún caso y por muy variados motivos) es
fácil. La métrica de las lenguas occidentales, aunque parecida, tiene sus
diferencias, y el inglés (en este caso) muestra ciertos rasgos peculiares,
distintos a los de las lenguas románicas.
No es momento éste para
entretenerse (como ya señalé al mencionar el tipo de métrica de Lowell en
general y el de Día a día en particular) en cuestiones de métrica
inglesa; mas, aun con brevedad, conviene apuntar que el isosilabismo de las
lenguas románicas no rige en el verso inglés, ni tampoco el verso inglés es
todo lo griego que sus dómines quisieran, entre otras cosas porque la
cantidad silábica no un es rasgo pertinente (ni siquiera tal cantidad existe en
ese idioma) de la prosodia inglesa, cuyo ritmo lo establecen la distribución en
determinado lugar de los acentos y la combinación alterna de sílabas tónicas y
átonas, sin que los expertos, hasta ahora, hayan sido capaces de establecer si
el espondeo (por ejemplo) es o no es un pie viable en la métrica inglesa.
Entre las muy variadas opiniones
que circulan acerca de la traducción de poesía, predominan
(institucionalizadas) las medias verdades, cuyo prestigio no estaría de más
rebajar unos grados, tarea en la que tampoco voy a entretenerme demasiado por
lo bizantino y prolijo del asunto.
Entre esos quasi dogmas de
supuesto prestigio, disfruta de cierto crédito la creencia de que la poesía,
por su propia naturaleza, es intraducible, ya que las pérdidas originadas en la
operación de trasvase son irreparables. Estos sublimadores sublimistas parecen
situar los géneros poéticos en el territorio del arcano, donde lo inteligible
es el coto particular, vedado a muchos, donde los iniciados se solazan. No es
para tanto, ni para tanto es la contundencia con que Robert Frost define a la
poesía como aquello que desaparece al traducirla. Peregrina opinión que no me
explico de dónde pudo sacar el vate Frost, pues, que se sepa, en su
bibliografía no figura traducción alguna, como para hablar de la operación en tales
términos y llegar a tales conclusiones, muy poco válidas para sus propios
poemas, tan simplones y sentimentaloides que no perderían un ápice de su mérito
al ser traducidos… Item, más: si, por casualidad, diésemos con la
persona idónea, dispuesta a echar en la empresa el tiempo adecuado, quedarían
bastante mejorados los versos de Frost, el Riguroso.
A semejante (sublimada) simpleza
la rebaten los hechos: una experiencia de siglos de excelsas traducciones entre
las que no es infrecuente encontrar poemas traducidos que superan a los
originales. El terreno en cualquier caso es novedizo… Convendría, para evitar
generalizaciones, tener en cuenta unos cuantos aspectos tan decisivos como
elementales: primero, de qué lengua a qué lengua se traduce; quién es el poeta
que se traduce y cuál la naturaleza de la obra traducible; no es lo mismo,
evidentemente, traducir a Góngora que a Campoamor, o a Gerad M. Hopkins que a
Larkin. Finalmente, el más importante de los factores: quién es el traductor,
cuál su competencia lingüística y cuál su destreza con la materia poética, la
materia prima del proceso… No basta en este asunto con el conocimiento,
perfecto si se quiere, de la lengua… No sin motivo se dice que (lamento no
conocer la autoría para hacerla constar, pues el acertado apotegma lo he
encontrado atribuido a distintos y distinguidos autores de excelente poesía)
los mejores poemas de algunos poetas son las traducciones que, con la debida
competencia, han efectuado de los poemas de otros poetas.
Las cosas no son lo fáciles ni
simples que, desde una u otra postura, se pretende. Para no salir del caso
Lowell, son muy distintas las traducciones realizadas por Alberto Girri, por
Amalia Rodríguez Monroy (con la ayuda no bien especificada [¿o sí?] de José
Agustín Goytisolo) o por Antonio Resines (Robert Lowell, Antología,
Visor, Madrid, 1982), de cuyas traducciones la mencionada Sra. Monroy, en la ya
citada obra, dice (no sin razón, mas con cierta arrogancia) que se trata (la de
Resines) de «una selección de carácter limitado y falta de criterio, en
versiones bastante rudimentarias». La Sra. Monroy no exagera, aunque sus
maneras no dejen de ser (por emplear su término) rudimentarias, más
rudimentarias que sus traducciones que, en general, se cuentan entre las más
presentables que de Lowell se han hecho. Sus aciertos (¡y sus errores, que
también los tiene!) no debieran permitirle mirar al prójimo tan por encima del
hombro, pues, con no ser malas, sus traducciones no dejan de mostrar (como
supongo que las mías, nobody is perfect, y las de cualquiera)
deficiencias y hasta crasos errores de los que, como muestra, señalo unos
cuantos (para que no se piense que hablo a humo de pajas), consciente de que no
es este lugar para minucias tales. Nuestra rigurosa colega traduce «towering over
the house» como «torre sobre la casa» (pag. 296-297 de Cátedra), que, en este
caso, no alude a ninguna tower de los órdenes arquitectónicos, sino a la
considerable altura del fuego. En el poema «Suburban surf» (Cátedra, 300-301),
no hay modo de entender la traducción de Doña Amalia; dice ella: «diamantinos
como tus ojos, / luces vidriosas que se clavan / al iluminar el camino que no
ven» (sic); y cuatro versos después: «Olas alargadas de desigual rugido
/ disipan su volumen, / siempre muy alto lo suficiente para oír» (sic).
Si la traductora, en el primer caso, hubiera tenido en cuenta que los faros de
los coches, de los que se acaba de hablar, son uno de los términos de la
comparación, la estrofa podría comenzar a entenderse. Respecto a los siguiente
cuatro versos la ininteligibilidad la aporta su traducción de breik:
nada se disipa, el ruido infernal del tráfico rompe, briik, en olas de tal alto
volumen, que en ese fragor, el entendimiento se hace imposible. El mejor
escribano echa un borrón… Pese a éstos, no vamos a enfatizar sobre lo «bastante
rudimentario» de las traducciones de Monroy, que ya lo he dicho, son en general
meritorias. Más grave me resulta: «I am a thorazined fixture», «Soy un mueble
torianizado» (pag. 312-313, Cátedra). ¿Dónde, qué es un mueble torianizado? Que
nadie se preocupe por no contestar/no saber. No existen esos muebles. La
toracina es un estupefaciente, uno de los varios que tomaba Lowell, y lo que el
poeta quiere decir (permítaseme explicar la metonimia) es que tiene un botiquín
repleto de tal droga y que él mismo es un armarito (un armarito de botiquín)
lleno de ella. Estos dislates no están lejos de los de Resines (traductor de la
Antología de Visor), cuya chapucera faena tan contundente opinión merece
de la Sra. Monroy.
Las traducciones de los poetas
(Lowell en sus Imitations es un buen ejemplo) son traducciones por
afinidad. Su tarea traductora carece del móvil profesional de quien traduce
como medio de vida (entre otras cosas porque con la poesía nadie se gana la
vida, ni escribiéndola ni traduciéndola); esa elección, origen del empeño
(nunca fácil), y esa afinidad son el vínculo entre autor y traductor. Éste es
mi caso con R. Lowell y el de Fray Luis, por citar un ejemplo notable, con
Horacio.
El trato prolongado con la obra de
Lowell me llevó a dar el paso de traducirlo; pude entonces comprobar la
diferencia abismal que media entre leer a un poeta para uno mismo (en la lengua
que sea) y dar cuenta por escrito de esa lectura. Por suerte para mí pude
acudir a personas competentes que con su ayuda facilitaron mi tarea. Éste es el
momento para agradecer la ayuda, impagable, que mis amigos los profesores
Joseph Schreibman y Michael W. Mudrovic de la Washington University of St.
Louis, donde yo residía por entonces (años 1989 y 1990), me prestaron. Sin su
contribución para desentrañar los embrollos semánticos con los que tanto
disfrutaba Lowell, mis versiones no tendrían la cara bonita que puedan ofrecer
(si es que la tienen y así se aprecia).
En el impulso de traducir a Lowell
subyace mi admiración por su obra. Al hacer hablar a Lowell con mis palabras le
devolvía cuanto él me había dado, reconocía su inmensa talla poética y trataba
(eso intenté, al menos, sin que deba ser yo quien opine acerca del éxito del
intento) de que sus poemas pudieran ser leídos en español del modo más decoroso
posible, pues las traducciones existentes (aun siendo abundantes y editadas en
publicaciones de prestigio) siempre me parecieron insuficientes, bien por la
elección de los textos o por su realización misma. En el caso de Day by Day
el asunto se agravaba por la escasez de traducciones; las únicas (que yo sepa)
son las incluidas en la ya mencionada antología de Cátedra. La autora de la
traducción selecciona 12 de los 66 poemas de que consta el libro… No está mal,
pero para la transcendencia de la obra (ya he aportado testimonios de
autoridad, además de mi particular preferencia) no me parecía mucho.
En mi traducción me he preocupado
(como ya he repetido) de que los poemas de Lowell en versión española transmitan
al lector la impresión, el convencimiento, de que está leyendo poesía, no prosa
arbitrariamente cortada en líneas irregulares de discurso escrito, que es lo
que algunos entienden por verso. La métrica de Lowell en Día a día se
atiene, en general (ya lo he indicado), al pentámetro yámbico inglés que yo he
tratado de acomodar, en aproximada equivalencia, al ritmo imparisílabo
castellano, esa música que el gran Garcilaso adaptó a nuestra lengua con tal
maestría que no se ha vuelto a producir en ella un hecho de tanta trascendencia
para la poesía.
Respecto a los recursos
estilísticos he hecho lo que he podido, pues la correspondencia entre las
lenguas no permite (en los de naturaleza fónica) la reproducción mecánica de
los mismos; sí existen más posibilidades de reflejar los de índole conceptual:
oxímoron, silepsis, polisemias, etc., están, en los casos en que me ha sido
posible, donde les corresponde.
Finalmente quiero agradecer al
propio Robert Lowell la posibilidad que me ha dado de escribir, al traducir su
libro, algunos de mis mejores poemas. Gracias. Como reconocimiento y homenaje
final al poeta norteamericano incluyo (a modo de conclusión) el poema que
escribí sobre él, incluido en mi libro Cuaderno de campo (Editorial
Hiperión, Madrid, 1996):
Recuerdo para Robert Lowell
Su muerte la lamenta el oro y
todos
los matices dorados del otoño
sobre el duro pasado de las ramas,
en los bosques de Maine,
la nieve extensa del invierno,
intacta,
su Ford Tudor, su mesa, sus
pastillas…
Por él fue un año enfermo el del
setenta y siete
y ya ningún verano volvió a ser lo
que fuera
ni el tren Roma-París ha vuelto
nunca
a atravesar los firmes muslos rosa
de la aurora que él viera en aquel
viaje
(de aquel año cincuenta)
abandonando,
no se sabe muy bien por sus
palabras
si el libro que leía: City of
God,
o la ciudad de Roma simplemente.
En su último retrato parece muy
cansado
de que su corazón (como él creía)
hubiera sostenido el peso muerto
tanto tiempo del mundo, muerto a
plomo,
empapados su ropa y su cabello
del sudor frío y nocturno de la
fiebre.
Casi es, en esa foto,
el abierto ataúd que deseaba
fuesen los más logrados de sus
versos,
bajo un cielo de otoño claro y
rosa.
Day by Day, Día a día,
le fue cogiendo miedo a su conciencia
por hacerle mentir (según
confiesa)
al romper el Atlántico en sus
sienes…
Pudría la distancia los colores
del tiempo,
cuanto era violeta se tornó gris
oscuro
en mí que he caminado sobre un
tejado en llamas
y sentido las chispas que hacen
cisco el cerebro.
Pretendió obsesionarse escribiendo
y lo hizo.
Puso cerco a las flores y ya tiene
morada para siempre
en las cumbres mayores del
Parnaso.
Sus intereses fueron reduciéndose
hasta el único ya de seguir vivo
a la agria sombra de los
manicomios…
No consiguió del todo (y cómo lo
ha intentado)
abrir su corazón al ritmo lento,
amarillo y azul, meciente de las
olas
que, del Golfo de Génova hasta
Boston,
acomodaron en el fondo blando
de un oscuro ataúd los restos de
su madre:
Mamá viajó en bodega de primera
y yo, como en un sueño,
iba viendo pasar aquel derroche
que hicieron de sus bienes
nuestros antepasados,
victorianos ilustres que compraban
el mundo,
aireando su dinero en toda Europa.
LUIS JAVIER MORENO