martes, 13 de junio de 2023

UNA VIGILIA SOLITARIA. FRAGMENTO. NOVELA. EL ESCARABAJO. RICHARD MARSH

 



UNA VIGILIA SOLITARIA

Fui consciente de que la luz se apagó. Porque lo más singular y más angustiante de mis circunstancias era el hecho de que, por lo que yo sé y creo, jamás perdí la consciencia durante las largas horas que siguieron. Fui consciente de que se apagó la lámpara y de la negra oscuridad que siguió. Escuché un crujido de tela, como si el hombre de la cama estuviera incorporándose entre las sábanas. Entonces, todo quedó en silencio. Y a lo largo de aquella noche interminable permanecí con el cerebro despierto pero el cuerpo muerto, vigilante y a la espera del nuevo día.

OPERA — 1987 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 


 
 


OPERA

 

— 1987 —

 

 

En la entrevista que, a propósito de «Phenomena», le dedicó el número 57 de la revista ‘L’Ecran Fantastique’, Dario Argento anunciaba, en primicia, su inminente incorporación al teatro Sferisterio de Macerata en Roma, para dirigir la ópera de Giuseppe Verdi ‘Rigoletto’. Los primeros detalles del proyecto implicaban a Sergio Stivaletti —lo cual ya denotaba un concepto de ópera con efectos especiales— y avanzaban una osada licencia poética: Argento se proponía convertir al seductor y pérfido Duque de Mantua en un vampiro. La aventura, sin embargo, no llegó a buen puerto. La reciente versión, dirigida por el explosivo Ken Russell, de ‘La Bohéme’ de Puccini, donde la florista Mimi moría de sobredosis, congeló el ánimo de los organizadores, que decidieron prescindir de Argento y regresar a planteamientos más clásicos y ortodoxos, con la contratación del distinguido Mauro Bolognini. La decepción del director fue profunda, pero el tiempo invertido, y la inmersión en un universo tan querido para él como el del teatro lírico, perfilaron decisivamente la que sería su próxima película. «Opera» fue un proyecto a medio camino entre la venganza y el placer, que no excluía una ironía saludable al hacer del personaje interpretado por Ian Charleson un director de películas de terror comprometido en levantar otra ópera de Verdi, ‘Macbeth’, y víctima constante de las iras de la conservadora diva:

Esto no es una de sus horribles películas… Pajarracos en el escenario, proyección trasera, rayos láser… ¿Qué es esto, una ópera o un parque de atracciones?”.

«Opera» fue una producción que se aproximó a los diez millones de dólares, una cantidad muy por encima de las barajadas en sus otros trabajos. Se trataba, por tanto, de un film ambicioso, que se rodaría en Italia en el más estricto secreto, que aspiraba a ser un Dario Argento genuino, dispuesto a marcar territorio, y a no pasar desapercibido. Para la fotografía, el director contó con el británico Ronnie Taylor. Ambos habían trabajado en el spot del Fiat Croma rodado en el 86 en Australia. La colaboración de este fotógrafo en la lejana «El fantasma del Paraíso» de Brian de Palma y en la más reciente «A Corus Line» de Richard Attenborough eran suficientes para convencer a Argento de que la luz de este maestro era la óptima para dar vida a los interiores de «Opera». En el apartado interpretativo, destacó la presencia de la española Cristina Marsillach, recién salida de los spots de Giorgio Armani filmados por Scorsese; la del ya mencionado Ian Charleson —«Carros de fuego»— y la de Daria Nieolodi.

Vanessa Redgrave, que debía interpretar a la Diva Mara Cecova, quedó fuera del proyecto en un delicado último momento, debido a un desacuerdo económico. Esa decisión de la Redgrave, que obligó a retocar el guión apresuradamente, no fue la única de la larga lista de penalidades que debió afrontar el film, confirmando así la fama de ópera de mal agüero que se atribuye al ‘Macbeth’ de Verdi: técnicos accidentados, mordeduras de cuervos a diestro y siniestro y, en una línea decididamente más luctuosa, las respectivas muertes del padre del cineasta, Salvatore Argento, y, muy poco después de finalizar el rodaje, del actor Ian Charleson. A ello hay que añadir la pésima carrera comercial del film, y la manipulación y reducción de montaje a cargo de los ejecutivos de Orion. Todos esos acontecimientos son suficientes para comprender la profunda crisis depresiva que aguardaba a Dario Argento al final del camino, y que estuvo a punto de apartarle definitivamente de la dirección cinematográfica.

 

 

 

 

 

Mira intenta proteger a Betty en una de las secuencias cruciales del film.

 

 

  Sinopsis

 

 

Durante el ensayo general de la ópera ‘Macbeth’, la diva protagonista pierde los estribos por los constantes graznidos de los cuervos que exige la peculiar puesta en escena de Marco (Ian Charleson), un realizador cinematográfico especializado en películas de terror. Al salir del teatro, la cantante es atropellada. El teléfono suena en el apartamento de Betty (Cristina Marsillach): una voz anónima le anuncia que esa noche debutará como Lady Macbeth. Su representante Mira (Daria Nicolodi) irrumpe en el apartamento confirmando la noticia. La fama de ópera maldita que tiene ‘Macbeth’ inquieta a Betty, pero Marco la tranquiliza. Los acontecimientos han sido presenciados por alguien que vigila a Betty, oculto tras la rejilla de los conductos del aire. Durante la representación, un hombre que espía a Betty con unos prismáticos desde un palco mata a un acomodador que lo importuna. Al acabar la función, Betty recibe la visita de Alan Santini (Urbano Barberini), el comisario que investiga el crimen. El asesino contempla obsesivamente la grabación televisiva de la ópera. Después, se traslada al teatro, y arremete contra el vestido que Betty ha llevado durante la representación. Los cuervos, inquietos por el desconocido, escapan de sus jaulas. El asesino mata a algunos de ellos. Betty acepta la invitación del joven ayudante de escena para pasar la noche en su casa. En medio de la velada, un enmascarado se abalanza sobre ella, la amordaza, la ata a una columna y le engancha a los ojos una cinta adhesiva con agujas, para evitar que los cierre. Betty asiste horrorizada al brutal asesinato de su amigo. Después, el sádico encapuchado la desata y desaparece. Betty se dirige a una cabina y denuncia el asesinato. Un poco más tarde, se encuentra con Marco, que la acompaña hasta su apartamento, donde le cuenta lo sucedido. Por la mañana. Betty evita encontrarse con la policía, que está interrogando a toda la compañía por la muerte del joven. Julia (Coralina Catilda Tassoni), la sastresa encargada de recomponer el vestido, encuentra un brazalete con una inscripción, pero es asesinada por el criminal que, una vez más, ha sorprendido y encadenado a Betty, para que sea testigo de su nuevo crimen. Betty se encuentra con el inspector Santini en el portal de su apartamento. Éste se percata de las marcas de las ligaduras en las muñecas y la joven le confiesa sus dos traumáticas experiencias con el asesino. El policía, garantizando a Betty vigilancia oficial, ordena a la muchacha que se encierre en su casa, donde recibe la visita de su representante. Mira. El asesino consigue hacerse pasar por uno de los policías que la protegen, irrumpe en la casa y asesina a Mira. Betty sale del apartamento, ayudada por una niña de la casa vecina, que ha sido testimonio mudo de los hechos y que la invita a pasar por los conductos de aire del edificio. La joven corre hacia el teatro y se encuentra con Marco, que está ideando algunos cambios en la puesta en escena de la ópera a fin de atrapar al asesino. Siguiendo sus instrucciones, en medio de la representación del día siguiente, la jaula de los cuervos se abre y los pájaros sobrevuelan el patio de butacas. La memoria y la naturaleza vengativa de los cuervos dan con el asesino, que resulta ser el inspector Santini. En la confusión, éste consigue huir con Betty de rehén, pero parece morir entre las llamas del incendio del teatro que él mismo provoca. Dos días después, Marco y Betty, refugiados en una casa de campo, son asaltados por la inesperada presencia del criminal, que sobrevivió al incendio. Santini, que años atrás fue amante de la desquiciada madre de Betty, acaba violentamente con la vida de Marco, pero la muchacha consigue defenderse de él hasta la llegada de la policía.

 

 

 

 

 

El amigo de Betty se queda sin palabras.

 

 

  La infancia petrificada

 

 

La intriga criminal de «Opera» se cierra en torno a Betty, la joven debutante que sustituye a la diva accidentada. Su caracterización destila la misma melancolía que marcaba a los personajes principales de «Suspiria» e «Inferno», pero incorpora la turbadora dialéctica niña / mujer que daba forma y sentido al itinerario de la protagonista de «Phenomena». Betty es también un claro anuncio de lo que serán las próximas figuras femeninas de Argento, que encontrarán en su hija Asia la más extraordinaria encarnación. De forma más enfermizamente claustrofóbica que la Jennifer Corvino de «Phenomena», la Betty de «Opera» acusa una situación de estancamiento y/o encantamiento no resuelto. Jennifer era una niña que marchaba hacia la adolescencia, Betty es una adolescente atrapada, petrificada en algún punto de su niñez que promete enquistarse. Betty responde a los caracteres de una bella durmiente que se niega a despertar. Su entorno vital se resume en un apartamento de sólidos muros, a modo de arquitectura de signo uterino que la cobija e impermeabiliza del exterior. Las circunstancias querrán que un príncipe oscuro y sanguinario (un asesino que resulta ser el antiguo amante de su madre) la arranque del aislamiento para introducirla brutalmente en un laberinto iniciático, en el interior del cual Betty debe dilucidar su auténtica naturaleza. Argento utiliza la estructura del flashback para unir a Betty y al desconocido encapuchado. Estas dos trayectorias en pasado se mezclan en el presente tendiendo hacia un vértice común: la madre de Betty, personaje interpretado por la misma actriz, Cristina Marsillach, que se inscribe en la rica galería de madres terribles que tanto atraen al cineasta. Santini, el misterioso asesino encapuchado, somete a la joven a una terapia de choque, para recuperar, a través de ella, la mirada y el cuerpo de su antigua amante. Ese mismo rito sirve a Betty para abrir las puertas de su memoria y abolir paulatinamente el olvido neurótico que la encarcela vital y sexualmente. Descubrir la mirada gorgónica de la madre terrible —significativamente reflejada en un espejo— constituye un primer paso hacia la libertad, pero, para ello, Betty ha tenido que volver a ser niña, regresar a ese punto concreto del pasado, desvelarlo y superarlo: mediante el flashback, Argento consigue que la Betty adulta siga a la Betty niña, de la misma manera que Betty sigue a la niña del conducto de aire que la libera del útero en el que vive recluida. El epílogo de «Opera» ofrece un nuevo y delicioso giro en ese trayecto evolutivo. El fuerte contraste que se produce entre los interiores claustrofóbicos que han venido protagonizando el film y el impresionante y lumínico paisaje suizo del final predispone al público para una libración optimista. Pero Santini reaparece, y Betty, tras el asesinato brutal de Marco, parece decantarse definitivamente hacia el lado del psicópata. Su reacción al golpearlo ferozmente con una piedra, gritando que ella no es como su madre, y que ha sabido engañarlo, deja en el aire demasiados interrogantes. Esos interrogantes se resuelven en la contemplación de la versión íntegra del film, desgraciadamente amputada en su distribución videográfica: Betty, sola en el prado, una vez la policía se ha llevado a Santini, se lanza gozosamente a la hierba salvaje, y abraza a los variados insectos que encuentra a su paso, ofreciéndonos una espectacular aria entomológica, que, en total correspondencia con la Jennifer de «Phenomena», hace de ella, finalmente, la inesperada diva naif de una liberadora ópera lewiscarrolliana.

 

 

 

 

 

Dario enseñando a cantar a Cristina Marsillach

 

 

 

  La cámara é mobile

 

 

«Opera» se caracteriza por una cámara endiabladamente móvil. La sofisticación de la técnica permite al cineasta imprimir al encuadre un incesante dinamismo. Se diría que Argento está más atento a los impulsos que le suscita una imaginaria partitura de sangre, antes que al guión previo que ha confeccionado. Los movimientos de la cámara se desarrollan y encadenan llevados por una firme, y a ratos paroxística, voluntad musical. Si Argento saca a la luz lo que de giallo hay en el universo de la ópera, es lícito imaginar su contrario, esto es, lo que de operístico y musical es posible encontrar y sublimar en el giallo. Veamos algunos momentos significativos:

—Uno. Tras recibir la misteriosa llamada que le anuncia que debutará como Lady Macbeth, Betty se acuesta, inquieta. La obertura de ‘Macbeth’ suena en toda la estancia. La cámara repta por encima de la cama, para luego elevarse y mostrar la rejilla del conducto de aire, en cuyo interior se percibe una sombra. Al son de una puerta que se abre y se cierra, un veloz travelling a través del pasillo reafirma el espacio geométricamente: al fondo, reencuadrada por la puerta de su habitación, Betty se incorpora sobre el lecho, expectante: es Mira, su representante, que la requiere para sustituir a la anterior diva. A la manera de un número musical, la habitación se llena de otros personajes, que llegan para felicitar a la protagonista por ese inminente e inesperado debut. El grupo acaba llevándose a Betty, y entonces, sobre el espacio despoblado, coincidiendo con el crescendo musical, la cámara protagoniza un movimiento en sentido inverso al de los personajes, hasta culminar en la rejilla que vimos anteriormente. Un corte nos ubica dentro del conducto de aire. Plano subjetivo denotando la mirada del espía contemplando la estancia ya vacía: nos apartamos de la rejilla mediante una panorámica hacia la izquierda. La rejilla queda fuera de campo. Oscuridad. La obertura de Verdi continúa sonando. Un movimiento ascendente de la cámara nos libera del negro de la pantalla: estamos en el teatro, frente al director de orquesta, que continúa el mismo texto musical. Lenta panorámica hacia la derecha que nos muestra —describe— el interior del teatro abarrotado. La cámara se detiene frente a la boca del escenario. Se abre el telón.

—Dos. Flashback en el teatro. Argento encadena sucesivas miradas subjetivas del asesino, pasando del presente al pasado: la mirada del criminal avanza infatigable por los pasillos interiores que dan a los palcos, hasta dar con Betty cantando en el escenario. La misma mirada se gira entonces hacia los retorcidos pasillos de su memoria: una escalera de caracol, una joven aterrorizada huyendo de la tiranía incesante de la cámara, otra joven atada… Del aria de Verdi en el escenario pasamos a un turbador sonido de agua que se derrama, y de ahí a la banda sonora original del film. La información del flashback se diluye.

—Tres. Mientras Julie, la encargada del vestuario, intenta salvar el vestido de Lady Macbeth, Argento apuesta por un expresivo travelling de retroceso, que instala la inquietud y anuncia el asesinato. La misteriosa entrada del viento que agita las telas y provoca la caída de unas tijeras —la futura arma del crimen— se perfila como hermoso prolegómeno a lo inevitable.

—Cuatro. Durante el asedio al apartamento de Betty, después del asesinato de Mira, la joven soprano improvisa su defensa: arroja la almohada por la ventana para hacer creer al criminal que ha huido por ella. La almohada vierte su contenido de plumas sobre el asfalto y el viento lo esparce. La imagen trasciende lo anecdótico y lo informativo para convertirse en un elemento rítmico más de la secuencia: una secuencia que toma como referencia musical la ‘Casta Diva’ de Bellini, y en la que destacan una serie de histéricos movimientos de cámara, que rompen con premeditación y alevosía el equilibrio del encuadre, para agredir el sentido perceptivo del espectador.

 

 

 

 

 

El espectáculo continua de la mano de Dario Argento.

 

 

—Cinco. La cámara a ras de suelo sigue a Betty hasta el teatro. Retrocede luego, en simetría inversa, hasta el punto exacto del encuadre inicial. Escuchamos, fuera de campo, el jadeo y los pasos del asesino que ha seguido a la joven.

—Seis. La espectacular secuencia del vuelo y ataque de los cuervos permite al espectador acceder —y experimentar— una visión insólita y vertiginosa del interior de un teatro. Esa apoteosis definitiva de la mirada antigravitatora recuerda el esplendor de los grandes números que cerraban las comedias musicales del Hollywood dorado.

 

 

  El aria de unos ojos

 

 

«Opera» está unida a la imagen de los ojos de Cristina Marsillach, y a los alfileres que rasgan sus párpados y le obligan a ver —¡sin pestañear!— el espectáculo de horror que le ofrece en tributo el que fuera amante de su madre: una imagen impactante que recuerda el artilugio, más sofisticado, que el gobierno aplicaba al hiperviolento Alex en el polémico Tratamiento Ludovico de «La naranja mecánica». La idea nace, según el cineasta, como guiño sádico —quién sabe si inspirado por el espíritu burlón de William Castle— a la infidelidad de algunos espectadores que suelen cerrar los ojos en la secuencia del asesinato.

En cualquier caso, «Opera» es el film de Dario Argento donde se hace más presente la obsesión por la mirada. La imagen que abre el film es la de un primerísimo primer plano del ojo de un cuervo que refleja, por arte de birlibirloque, el interior del teatro. No se trata de un motivo aislado: el film en su conjunto está plagado de ojos de cuervo. “¡No aparta de mí esos ojos tan brillantes!”, exclama una indignada Mara Cecova en la secuencia inicial, como si fuera un personaje torturado salido de la pluma de Edgar Allan Poe.

 

 

 

 

 

Conjuntivitis forzosa.

 

 

Como el cuervo del escritor de Baltimore, tampoco esas criaturas olvidan el pasado. Es su sentido de la venganza el que provocará, más tarde, que se abalancen contra Alan Santini —el encapuchado que ha matado algunos de ellos— hasta arrancar y devorar —con pasión de gourmet— uno de sus ojos criminales. En la sequenza lunga que se desarrolla en el apartamento de Betty, y en la que mueren Mira y el policía, el cineasta reincide en el tema del ojo. La joven soprano alivia el dolor de sus ojos mediante unas gotas. Argento aprovecha de nuevo la oportunidad para cerrar el encuadre sobre el órgano de la visión. Las gotas invalidan momentáneamente la visión de Betty, percance en apariencia menor, pero que será decisivo para el suspense de la escena, que agota su primer tiempo con la muerte de Mira, a consecuencia de un disparo de bala a través de la mirilla de la cerradura… ¡que impacta inevitablemente en su ojo! No es descabellado incluir, entre los ojos que pueblan el film, los prismáticos que utiliza el criminal para observar a Betty la noche de su debut. Argento describe con detalle esos prismáticos, y los eleva a la categoría de ojos del propio criminal —la cámara hace un zoom de aproximación hacia ellos desde fuera del palco—, para que adquieran parte de la oscura naturaleza de su dueño, al quedar manchados con la sangre del acomodador asesinado. Pero los ojos no son más que piezas suplementarias de un engranaje que hace de las múltiples miradas de quienes pueblan «Opera» una única aria escoptofílica. La extrañeza de esa coreografía de miradas se instala, desde el inicio del film, con uno de los más admirables y paradójicos planos secuencia de la filmografía del director romano: Mara Cecova, la caprichosa diva, abandona el escenario en plena actuación, pero Argento no muestra al personaje, sino que representa manierísticamente su mirada. Con un notorio elemento de duda, sin embargo: ¿cómo es posible que el personaje camine hacia adelante (la mujer se dirige a la salida por el pasillo central), pero mire hacia atrás (el travelling de retroceso, va mostrando todo aquello que la diva deja a sus espaldas)? Sólo admitiendo que el manierismo de Agento quiere combinar con desparpajo un juego de miradas de imposible reciprocidad: la diva alejándose hacia adelante, el público que, a sus espaldas, la mira. Lo que parecía un clásico plano subjetivo se convierte en un desprejuiciado híbrido visual, que lo permite todo sin poner en peligro el verosímil. A la mirada fálica y steadycamizada del criminal se unen otras no menos emblemáticas: la de la misteriosa niña que espía a Betty desde la rejilla; la de Julia, la encargada de vestuario, incapaz de leer la inscripción que reza en la pulsera si no es con una lupa, la de la misma Julia que, llevada por la curiosidad, se arriesga a ver el rostro que esconde la capucha, y aún su mirada muerta mientras el criminal profana su cuerpo en busca de la pulsera que se ha tragado; la mirada desesperada de Mira, primero desde la cerradura de la cocina, y después intentando ver al asesino a través de la mirilla. Lust but not least, la mirada de Betty, aunque en ocasiones esté condenada a no ver: cuando no consigue distinguir el rostro del policía que viene a protegerla, y cuando Santini le venda los ojos, en lo que parece ser la ceremonia definitiva. Una mirada que debe sintonizar con el pasado, alinearse con la de la niña que fue y romper el hechizo que la hostiga.

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—El acomodador. Tiene lugar como preludio de la futura cadena criminal, y casi se le puede considerar un accidente. El asesino ha entrado subrepticiamente en un palco, para observar con anteojos a la joven Betty sobre el escenario y rendir implícito homenaje a las figuraciones clásicas de «Il fantasma dell’Opera», la admirada obra-fetiche de Argento. Un acomodador sorprende al intruso, lo increpa y le obliga a salir. Desobediente, el mirón forcejea con el acomodador y, sin más miramientos, incrusta su cabeza sobre el gancho saliente de uno de los colgadores del palco, convertido por arte de magia en un espectacular garrote vil. El forcejeo que precede a la muerte se resuelve en una combinación de planos cerrados y, una vez más, cámara subjetiva, y culmina con la espectacular caída de un foco en el escenario, mensaje premonitorio de los inmimentes acontecimientos catastróficos que se van a cernir sobre la ópera.

—El ayudante de escena. Después del éxito del debut de Betty, la joven acepta la invitación del joven ayudante de escena para ir a su casa y establecer una relación amorosa. El intento de acercamiento sexual desvela la profunda inmadurez de ambos amantes y se salda con un casi humillante coitus interruptus. Ante la imposibilidad de satisfacer los anhelos del sexo, la pareja decide dedicarse a los placeres menos espectaculares de una consoladora taza de té. El joven ayudante desaparece momentáneamente de escena, para cumplir su propósito con resignación. Unos instantes de silencio, con Betty sola en la cama, preceden a la emergencia inesperada del criminal, salido no se sabe muy bien de dónde. La omnisciencia de éste es más evidente que nunca: la cámara subjetiva de «Opera» nunca certifica una ubicación única, el asesino puede aparecer por cualquier lugar de la pantalla. Después de cernirse sobre Betty, la ata a una columna y le coloca las famosas agujas en los párpados. Así como Argento prepara a su público para la observación obligada del crimen inminente, así el asesino obliga a Betty a contemplar sus actos, preparando a la muchacha para el rito inmolador en que se sacrifica su mirada, obligada a ver —ya crecer— a pesar suyo. El asesinato del desprevenido joven, que regresa al dormitorio, es esencialmente sangriento: Argento combina el primerísimo plano del ojo de Betty con detalles del cuchillo penetrando el cuerpo de la víctima, todo ante los ojos violados de la despavorida Betty.

—La encargada de vestuario. El asesinato giro en torno a un macguffin del que ya hemos hablado: la pulsera que contiene el nombre del criminal. Una vez más, el convidado de piedra del asesinato es Betty, atada en una vitrina inmobilizadora que hace la suerte de improvisado ataúd de cristal. La sastresa consigue dejar fuera de combate al criminal, pero, con la curiosidad habitual de las heroínas de Argento, no puede evitar entretenerse hasta quitarle la careta. Esos segundos de más son suficientes para que el monstruo recobre el sentido y se revuelva contra ella hasta estrangularla, provocando ese asombroso y delirante accidente en que la sastresa, mientras agoniza, se traga involuntariamente la pulsera. El criminal hurga entonces en la boca de su víctima, pero, ante la imposibilidad de recuperar el objeto, usa unas tijeras y corta sin más dilación. Una vez más, el giallo aparece como una lente deformadora del suspense hitchcockiano, pues resulta evidente el agigantamiento manierista que supone esta escena respecto a la modélica secuencia de «Frenesí», donde un estrangulador de mujeres intentaba recuperar su alfiler de corbata perdido entre la mano de una de sus víctimas. No se trata, sin embargo, de un proceso gore en primera instancia, pues también en «Opera» la tensión de la escena es conceptual: se imponen siempre las tijeras por encima del cuerpo herido.

—Mira y Soave. Es la gran set piece de la película, la sequenza lunga por antonomasia. Gira en torno a la identidad de un misterioso policía. Soavi (interpetado por el propio Michele Soavi), que ha ido a proteger a la protagonista hasta su piso. Ese policía aparece alternativamente, sembrando la duda, como protector y como asesino, cuando en realidad se trata de dos personajes diferentes. Todo, en esta secuencia prodigiosa, se organiza en torno a la pregunta de quién tiene la mirada. Destaca el plano, ya antes mencionado, de Mira observando el rellano de la escalera donde el policía que dice ser Soavi —en realidad el criminal— espera que le abran la puerta y, harto de hacerse el educado, dispara directamente sobre la mirilla, atravesando el ojo de Mira en lo que hay que considerar un plano visualmente imposible: la bala, en primer plano, atravesando lateralmente el espacio de la mirilla hasta impactar en el ojo de su víctima.

La muerte del auténtico Soavi es, en cambio, implícita. Betty encuentra su cadáver apuñalado, se dispone a enfrentarse en solitario al asesino y es salvada finalmente por la niña vecina, que observa los hechos desde el conducto de aire, y que le facilita, como a través de un parto milagroso, la huida de esa casa maldita y maternal a que la protagonista parecía haber vivido siempre encadenada.

domingo, 11 de junio de 2023

PHENOMENA — 1985 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 




  PHENOMENA

 

— 1985 —

 

 

Un viaje a Suiza sirvió al cineasta para reponerse de las tenebrosas fatigas de su última incursión cinematográfica. Lejos de mantenerse ocioso, empezó a urdir el perfil de «Phenomena», en el que influyó decisivamente el entorno geográfico en que se encontraba. Esa comunión oportuna con el paisaje tendría consecuencias en la futura filmografía de Argento —«Opera», «La sindrome di Stendhal»—, donde la naturaleza empezó a ser incorporada como una necesidad expresiva, en contraste con la estudiada artificiosidad de sus arquitecturas interiores. El motor argumental del proyecto fue un reportaje periodístico que informaba de la práctica, en los Estados Unidos, de una técnica de identificación criminal basada en el uso de insectos. Interesado, el cineasta decidió ahondar en la materia:

Estudié con detenimiento —explica Argento— el libro del profesor Leclerc ‘Entomología y medicina legal’; en él aprendí que en algunos casos se acude a un entomólogo para resolver cuestiones relacionadas con alguna muerte. Estudiando los insectos que se encuentran en el cuerpo se puede determinar la hora y las circunstancias del crimen”.

Para el papel protagonista. Argento eligió a la debutante Jennifer Connnelly, aconsejado por Leone, que la había utilizado para dar vida al personaje de Elizabeth McGovern niña en «Érase una vez en América». El éxito de la opción debía maravillar al mismísimo Jim Henson, que aprovecharía el influjo de «Phenomena» sobre la joven para hacerle interpretar un nuevo cuento de análoga dirección miciática: «Dentro del laberinto» (1986). Con todo, la película no sería la misma sin la presencia de un actor fetiche del primer cine de Carpenter, Donald Plaseance, en el papel del entomólogo inválido que ayuda a la joven protagonista en su aventura iniciática.

 

 

 

 

 

El gran necrófago en acción

 

 

  Sinopsis

 

 

Una turista danesa (Fiore Argento) queda aislada en medio de un paraje montañoso. La muchacha avista una solitaria casa en cuyo interior alguien se debate violentamente con unas cadenas que terminan por romperse. El enigmático personaje persigue a la joven hasta unas cataratas donde, después de apuñalarla a golpe de tijera, le corta la cabeza. El inspector Geiger (Patrick Bauchau) busca ayuda en el entomólogo inválido John MacGregor (Donald Pleasence), especialista en insectos necrófagos, para analizar los restos de una cabeza hallada en avanzado estado de descomposición. La pericia del científico permite calcular la fecha del crimen, que coincide con la primera de una serie de desapariciones que asolan el lugar. Jennifer Corvino (Jennifer Connelly), hija de un famoso actor norteamericano, llega al colegio Ricardo Wagner, un prestigioso internado femenino. Mrs. Bruckner (Daria Nicolodi), una de las principales profesoras, acompaña a la joven desde el aeropuerto. Durante el viaje. Jennifer manifiesta poseer un raro don de comunicación con los insectos. Sofia (Federica Mastroianni), compañera de habitación de la recién llegada, explica a ésta los rumores sobre un asesino de adolescentes que merodea por los alrededores. Por la noche, Jennifer entra en un estado de sonambulismo, sale de la habitación y es testigo del asesinato de una joven. Poco después, encuentra en su camino un chimpancé, que la conduce hasta la mansión de John MacGregor. El extraño poder de Jennifer con los insectos llama rápidamente la atención del entomólogo, que le suplica que vuelva a visitarle. Los días en el internado no son fáciles para Jennifer, que se siente rechazada por sus compañeras. Sólo experimenta cierta complicidad con Sofía, pero ésta es asesinada. La noche del crimen, una luciérnaga sirve a Jennifer de guía hasta un guante lleno de larvas que el asesino ha perdido. La joven se acerca a la casa de MacGregor para mostrarle su hallazgo. Al día siguiente, ante las constantes humillaciones de sus compañeras, Jennifer provoca una demostración de poder absoluto, atrayendo miles de insectos que envuelven por completo el exterior de la escuela. La joven escapa del cerco médico al que es inmediatamente sometida y se refugia en la casa de su amigo entomólogo. MacGregor idea un plan para detectar al asesino: la joven debe seguir el vuelo de un insecto que vive exclusivamente de cuerpos muertos, el gran necrófago. Éste, al recibir el olor que produce la putrefacción, la conducirá sin demora hasta el lugar en el que se encuentran los cadáveres de las víctimas. La búsqueda se inicia en el lugar en que despareció la turista danesa. Desde allí, Jennifer sigue el vuelo de la mosca necrófaga hasta la casa solitaria donde se cometió el primer crimen. Sorprendida por el agente inmobiliario de la finca, la joven se da a la fuga. Antes de que Jennifer pueda comunicarle el resultado de su aventura. MacGregor es asesinado. El chimpancé persigue al criminal con auténtica rabia, pero éste consigue escapar. Jennifer decide regresar a su país. Ante la imposibilidad de tomar un vuelo aquella misma noche, acepta el ofrecimiento de Mrs. Bruckner de dormir en la mansión de ésta. Allí, la joven descubre que el hijo de la profesora es el responsable de los crímenes, cometidos bajo la complicidad de su protectora madre. Después de una terrorífica huida por los interiores laberínticos de la mansión, Jennifer se enfrenta al hijo monstruoso, que la persigue hasta un lago, donde cientos de insectos acuden milagrosamente en ayuda de la joven. En la orilla, una Jennifer exhausta ve aparecer un coche. Es Morris, un enviado de su padre, que acude en su ayuda. La aparición de Mrs. Bruckner, todavía viva, da un nuevo giro a los acontecimientos: corta la cabeza del recién llegado con una plancha de metal y se dispone a hacer lo mismo con Jennifer. La providencial aparición del chimpancé de MacGregor que, armado con una navaja de afeitar, venga la muerte de su amo, salva la vida a la joven. El chimpancé y Jennifer se abrazan.

 

 

 

 

 

El inspector Geiger prisionero en los siniestros sótanos de Mrs. Bruckner.

 

 

 

  Misterioso asesinato en Suiza

 

 

Difícilmente podíamos imaginar que la densidad claustrofóbica en blanco y rojo con que se cerraba la anterior película de Argento nos llevaría al impresionante paisaje en verde intenso de las primeras imágenes de «Phenomena». Sin embargo, y al margen de la disparidad de espacios y de geografías de ambos films, la consigna fotográfica dominante en «Phenomena» parte de las coordenadas apuntadas en «Tenebrae» por Luciano Tovoli. En «Phenomena» se impone una análoga sujección al naturalismo circundante, del cual Romano Albani extrae una encomiable fuerza plástica, a partir del diálogo contrastado de colores: el blanco del vestido de la protagonista sobre el verde de los prados, o ese mismo vestido blanco en simbólica oposición con el negro del vestido de Mis. Bruckner. El crimen que abre «Phenomena» convoca una situación típica de cuento, en la que el cineasta no escatima crueldades. El érase una vez de una adolescente perdida en el bosque, que busca refugio en una casa de apariencia acogedora donde acecha una perversa criatura es un punto de partida que el espectador reconoce de inmediato, como integrante de una andadura de viajeros tan ilustres como Blancanieves, Pulgarcito, Caperucita Roja o Hansel y Gretel. Este primer crimen posee una vocación fundacional en relación al relato que precede, y por ello se convierte en un ámbito sagrado al que se deberá volver a fin de hacer justicia: un crimen suscrito al imaginario de los cuentos, que necesitará de otro cuento para ser vengado. La debilidad por la belleza turística que inspira el paisaje es neutralizada por el progresivo sentimiento de inquietud y soledad al que la protagonista de este breve primer cuento sin final feliz se ve condenada. La utilización de la música, la larga panorámica ascendente que descubre el paisaje en perpetuo conflicto con el viento, las características particulares que la steadycam contagia al plano, la alternancia de estos mismos planos siguiendo una cadencia elíptica que perturba la razón del tiempo y el espacio, sirven a Argento para dosificar la inminente aparición de lo innombrable, que tiene su límite cenital en el inesperado plano de las cadenas. Algo que debía permanecer encadenado se libera: si, en el cine de terror, el plano subjetivo se asemeja en ocasiones a una página en blanco que el espectador rellena con sus miedos, ¿qué mejor invitado para ocupar el vacío que ese ser insinuado tras las metonímicas cadenas? El inmediato interior de la casa ofrece un ejemplo perfecto de la utilización expresiva que hace Argento de la cámara: la aparente neutralidad del plano —una panorámica de seguimiento de la chica— se convierte, sin corte, en un plano subjetivo de la mirada criminal abalanzándose sobre la joven. Destaca, entonces, la fuerza que el cineasta extrae de las fálicas tijeras que invaden inmediatamente la pantalla, primero clavándose en el suelo y después en la mano de la turista, advirtiendo de su inminente implacabilidad cuando, en la posterior secuencia en la catarata, acaben por acuchillar el cuerpo entero de la víctima. Hay que señalar también, en ese sangriento clímax inaugural, la imaginativa instrumentalización del agua, primero como resonancia dramática de la violencia y, acto seguido, como precisa expresión de la muerte: en muy pocos segundos, Argento nos hace transitar desde las aguas salvajes de la cascada que se traga la cabeza seccionada, hasta el quietismo de esas otras aguas que reflejan el impotente cuerpo decapitado.

 

 

 

 

 

El ojo del giallo.

 

 

  Los viajes de Jennifer

 

 

Y así, Jennifer llegó a Suiza procedente del Nuevo Mundo para pasar su primera e inolvidable noche en el Colegio Ricardo Wagner para señoritas”.

«Phenomena» pone en pie un rite de passage —una niña va a hacerse mujer— tomando las formas del cuento y los excesos del giallo. La idea se halla presente, en mayor o menor medida, en algunos títulos anteriores, pero es en esta ocasión cuando se muestra con mayor solidez. El antropólogo y folklorista francés Arnold van Gennep, en su estudio ya clásico sobre estos característicos ritos, proponía una división del proceso en tres tiempos: separación / transición / incorporación. Durante la fase de transición, también llamada etapa liminal, los novicios entran en un territorio donde todo es posible, un ámbito diferenciado de todo lo aprendido hasta el momento, un lugar mágico que depara las sorpresas más abyectas, las imágenes más terroríficas. Qué mejor lugar que la Transilvania suiza del film, una zona mencionada siempre por los personajes como excepcional, perpetuamente agitada por el Phoen, un viento productor de locura, para asumir el peso de tan singular territorio de paso. A partir de la clausura ritual en ese espacio, la protagonista deberá encarar una sádica cadena de acontecimientos sucios y excesivos: sonambulismo enfermizo, relación antinatural con los insectos, soledad estricta, dolor sin concesiones, una sucesión deformada de figuras paternales que van a ser sistemáticamente eliminadas (MacGregor, inspector Geiger, Morris), la inmersión en un receptáculo con agua podrida por el contagio de cadáveres en descomposición, una Madre Terrible que hace por su hijo monstruoso lo que la madre de Jennifer no hizo por ella… Un muestrario de formas y figuras simbólicas que ilustran un imaginario hiperbólico de la libido, pero también las dudas, miedos y heridas que deben cauterizar para que de su cicatrización nazca la nueva Jennifer Corbino. «Phenomena» es una obra fronteriza en la que cohabitan sin traumatismos el relato policial, el giallo, el cuento de hadas encubierto y el rite de passage. En el fondo se trata de un regreso a las costas de «Suspiria», aunque despojado del artificio plástico technicolorista, y al servicio de una estructura de guión menos hetereodoxa. Si en «Suspiria» Argento elegía para el papel protagonista a Jessica Harper, sugestionado por la similitud que la actriz guardaba con el rostro de la Blancanieves de Disney, en «Phenomena» el cineasta consigue una perfecta encarnación de la heroína del cuento en la hermosa Jennifer Connelly. El film documenta, en un involuntario ejercicio de cinema verité, el intangible paso que va de la niña a la adolescente, a través de una trama de marcada impronta ritual. «Phenomena» nos propone, en su superficie, una historia de detectives cuyas características harían palidecer a los más curtidos componentes de este selecto gremio. Un entomólogo inválido, una adolescente y una mosca se inician en el campo de la investigación criminal, en lo que pudiera ser el piloto de una futura serie de televisión dirigida por David Lynch. La búsqueda de un asesino psicópata al que nunca vemos el rostro, una inusual arma blanca que reclama constante protagonismo en el plano, la debilidad por la violencia gráfica y la paralela investigación policíaca son algunos registros de giallo que se organizan en tomo a tan increíble peripecia detectivesca. Pero lo que verdaderamente cohesiona al film es la voluntad de hacer de «Phenomena» un imposible título Disney, que baraje los cuentos maravillosos con la tradición cinematográfica del terror puro. El influjo de «Blancanieves y los siete enanitos» asoma ya en las secuencias que narran la primera noche de Jennifer en el colegio y sus alrededores. Recordemos que, en el film de Disney, Blancanieves era llevada al bosque por el cazador que debía matarla. Gracias al arrepentimiento final del verdugo, la joven era abandonada a su suerte y se enfrentaba a la oscuridad y a los monstruos del lugar. Del frenesí terrorífico que la invadía pasaba a la calma, al superar sus miedos imaginarios. Contando con la complicidad y guía de los animales del bosque, con los cuales mantenía una comunicación absoluta, la heroína llegaba hasta la confortable casa de los enanitos. Un itinerario similar es el que recorre Jennifer Corbino después de presenciar el crimen y caer de la cornisa. Atrapada todavía en su crisis de sonambulismo, la joven vaga desconcertada por las calles, sube a un auto que está a punto de atropellarla y cae del mismo para ir rodando hasta la espesura del bosque, donde encuentra la paz de la mano de los insectos y la compañía de un chimpancé que la lleva hasta la casa del entomólogo inválido. Este inolvidable personaje, que interpreta Donald Pleasense, tiene el cometido de instruir a la joven siguiendo la función de los ancianos sabios de los cuentos. Dos de sus consejos serán decisivos para la supervivencia de Jennifer. El primero la liberará del encantamiento que suponen sus crisis de sonambulismo, que pueden dejarla a merced del asesino; el segundo, muchas secuencias después, la alertará de la proximidad de ese asesino, al descubrir en el lavabo de la mansión de Mrs. Bruckner la inusual presencia de larvas del necrófago. El tratamiento que el cineasta otorga a las relaciones entre Jennifer y los insectos extrae su fortuna de la fibra mágica de los cuentos: la secuencia en que la joven sigue a la luciérnaga hasta el guante del criminal ilustra a la perfección los resultados de la puesta en marcha de tal sensibilidad. En otros momentos, sin embargo, la naturaleza del insecto es tan revulsiva que genera en el espectador un ambiguo rosario de sensaciones.

 

 

 

 

 

Clase acelerada de entomología criminal.

 

 

  La casa de la bruja

 

 

Uno de los pasos necesarios del ritual del film consiste en llegar al espacio del crimen inaugural, operación que sólo puede llevarse a cabo cuando la heroína consigue canalizar su poder, asumiendo el rol para el cual estaba predestinada, pero no debidamente preparada. El viejo shaman MacGregor le proporciona la última herramienta, el objeto carismático de los cuentos, la varita mágica como él mismo oportunamente la llama, que no es otra cosa que ese insecto superlativo conocido como gran necrófago. Las fuerzas del Mal vuelven a estar representadas por una madre y su hijo monstruoso, fruto de una violación brutal. Como la mayoría de asesinos que pueblan las ficciones de Dario Argento, Mrs. Bruckner lleva una doble vida: es, a la vez, una profesora de carácter benefactor y una ogresa y Madre Terrible que consiente y protege los crímenes y las oscuras perversiones de su cachorro. En Mrs. Bruckner recala la imagen de la bruja de los cuentos que disfraza su maldad para engañar a la heroína. Es su lado amable el que, a la manera de la bruja disfrazada de honorable viejecita en Blancanieves, convence a Jennifer para que la joven acepte pasar la noche en su casa. La llegada de las dos mujeres a la casa está recogida mediante un hermoso plano que, partiendo de ellas, se abre progresivamente para mostrarnos la mansión y, mediante una panorámica, el lago que tanta importancia física y simbólica poseerá en el clímax previo al desenlace. En el interior del hogar de la maestra se produce el clásico protocolo de preguntas y respuestas de los cuentos, que va enrareciendo la atmósfera y afilando el inminente estallido de la violencia:

“—¿Por qué están tapados los espejos?

Ya te dije que no vivo sola, tengo un hijo pequeño. Está muy enfermo. Cubro los espejos por él. No le gusta verse en ellos”.

También podemos descubrir, en el inmediato ofrecimiento de pastillas que Mrs. Bruckner da a la adolescente, una referencia a la manzana envenenada que la bruja regala a Blancanieves, y que ella ingiere después de vencer la desconfianza. La larga secuencia del lavabo, en la que Jennifer intenta vomitar la pastilla, es un episodio clave para la supervivencia de la joven (Argento había llegado a concebir visualmente la mostración del trayecto de la pastilla a través del esófago de la joven pero no pudo llevar a cabo ese reto técnico, que acabó desarrollando en «La sindrome di Stendhal»), El cineasta describe el proceso sin omitir detalle, subrayando el aspecto ritual de ese instante decisivo en que la joven afirma su heroica decisión de luchar contra las fuerzas del infierno. La concepción escenográfica de la casa se alinea con algunos de los anteriores trabajos de Argento, que trataban las arquitecturas bajo un prisma simbólico de definición maternal. La mansión de Mrs. Bruckner es una extensión de su cuerpo dedicada a la protección del hijo monstruoso, pero también un cuerpo de madre por el que Jennifer debe transitar siguiendo una ordalía iniciática, primero hacia dentro y después hacia fuera. El dramatismo ritual se completa con una doble inmersión acuática: un pozo lleno de aguas fecales y restos de cadáveres en el vientre de la casa, y el lago en el que Jennifer se sumerge para huir del monstruo, y del que renacerá debidamente convertida en mujer. La concentración de horrores y violencia a los que se somete a la protagonista en la última parte del film no es un mero capricho sádico. Unas palabras de Bruno Bettelheim (‘Psicoanálisis de los cuentos de hadas’) arrojan luz al respecto, cerrando el mecanismo de cuento que exhibe «Phenomena»:

Tolkien afirma que los aspectos imprescindibles de un cuento de hadas son fantasía, superación, huida y alivio; superación de un profundo desespero, huida de un enorme peligro y, sobre todo, alivio. Al hablar del final feliz, Tolkien acentúa el hecho de que es algo que debemos encontrar en todos los cuentos de hadas completos. Es un cambio alegre y repentino… Por muy fantásticas o terribles que sean las aventuras, el niño, o la persona que las oye, toma aliento, su corazón se dispara y está a punto de llorar, cuando se produce el cambio final”.

Con la inesperada aparición de Mrs. Bruckner decapitando a Morris, la situación para Jennifer se recrudece. La aparición del chimpancé con la navaja vengando a MacGregor pone punto final al cruento proceso tensional, y trae consigo el obligado cambio: el alivio que sigue a la catarsis.

 

 

 

 

 

El profesor MacGregor y su peluda ayudante.

 

 

 


  Cadáveres exquisitos

 

 

—McGregor. Aunque quizás sea éste el film de Argento menos obsesionado por la puesta en crimen como objetivo en sí (el trayecto iniciático de Jennifer es lo que organiza de veras su interés) cabe destacar, al margen del asesinato inicial de la turista, la muerte del entomólogo McGregor. El Phoen, el omnisciente viento al que el entomólogo culpabilizaba de los crímenes del lugar, sirve de efectivo prolegómeno a su muerte. El asesino aprovecha un descuido de Inga, el fiel chimpancé del científico, para introducirse en su casa. Inga queda en el exterior y, consciente del peligro que corre su amo, hará lo indecible para poder llegar hasta él y protegerle. Por una vez, un animal va a estar del lado de la víctima. Argento aboga por una puesta en crimen de sobria adjetivación, que contrasta con el formato de sequenza lunga por el que había optado en situaciones similares con personajes cuya discapacitación les hacía más vulnerables al peligro: Daniel, el ciego de «Suspiria», y Kazanian, el anticuario tullido de «Inferno». McGregor, alarmado por los gritos del chimpancé, baja por el elevador que tiene conectado en la escalera. Al pie de la misma le aguarda una figura familiar en el cine de Argento: una silueta con gabardina y sombrero, que en el clímax del film se revelará como una nueva madre terrible… Atrapado en su silla de ruedas, sometido al movimiento descendente de la plataforma y envuelto en una semioscuridad que no le deja ver. MacGregor no puede evitar el encuentro mortal con la inefable arma blanca —una lanza desmontable— que esgrime su inesperado visitante: un primer plano de la misma entrando ferozmente en cuadro nos permite apreciar el destello de su filo —marca de fábrica del cineasta—, y el inapelable recorrido que culmina en el siguiente plano de McGregor acuchillado. A ese descenso hacia la muerte le sucede la remarcada quietud de la víctima. Por encima de su efecto perturbador, ese instante de inmovilidad sobre el personaje parece querer homenajear al gran actor que lo interpreta: Donald Pleasence.

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