OPERA
— 1987 —
En la entrevista que, a propósito de «Phenomena», le dedicó el número 57 de
la revista ‘L’Ecran Fantastique’, Dario Argento anunciaba, en primicia, su
inminente incorporación al teatro Sferisterio de Macerata en Roma, para dirigir
la ópera de Giuseppe Verdi ‘Rigoletto’. Los primeros detalles del proyecto
implicaban a Sergio Stivaletti —lo cual ya denotaba un concepto de ópera con
efectos especiales— y avanzaban una osada licencia poética: Argento se proponía
convertir al seductor y pérfido Duque de Mantua en un vampiro. La aventura, sin
embargo, no llegó a buen puerto. La reciente versión, dirigida por el explosivo
Ken Russell, de ‘La Bohéme’ de Puccini, donde la florista Mimi moría de
sobredosis, congeló el ánimo de los organizadores, que decidieron prescindir de
Argento y regresar a planteamientos más clásicos y ortodoxos, con la
contratación del distinguido Mauro Bolognini. La decepción del director fue
profunda, pero el tiempo invertido, y la inmersión en un universo tan querido
para él como el del teatro lírico, perfilaron decisivamente la que sería su
próxima película. «Opera» fue un proyecto a medio camino entre la venganza y el
placer, que no excluía una ironía saludable al hacer del personaje interpretado
por Ian Charleson un director de películas de terror comprometido en levantar
otra ópera de Verdi, ‘Macbeth’, y víctima constante de las iras de la
conservadora diva:
“Esto no es una de sus horribles
películas… Pajarracos en el escenario, proyección trasera, rayos láser… ¿Qué es
esto, una ópera o un parque de atracciones?”.
«Opera» fue una producción que se aproximó a los diez millones de dólares,
una cantidad muy por encima de las barajadas en sus otros trabajos. Se trataba,
por tanto, de un film ambicioso, que se rodaría en Italia en el más estricto
secreto, que aspiraba a ser un Dario Argento genuino, dispuesto a marcar
territorio, y a no pasar desapercibido. Para la fotografía, el director contó
con el británico Ronnie Taylor. Ambos habían trabajado en el spot del Fiat
Croma rodado en el 86 en Australia. La colaboración de este fotógrafo en la
lejana «El fantasma del Paraíso» de Brian de Palma y en la más reciente «A
Corus Line» de Richard Attenborough eran suficientes para convencer a Argento
de que la luz de este maestro era la óptima para dar vida a los interiores de
«Opera». En el apartado interpretativo, destacó la presencia de la española
Cristina Marsillach, recién salida de los spots
de Giorgio Armani filmados por Scorsese; la del ya mencionado Ian Charleson
—«Carros de fuego»— y la de Daria Nieolodi.
Vanessa Redgrave, que debía interpretar a la Diva Mara Cecova, quedó fuera
del proyecto en un delicado último momento, debido a un desacuerdo económico. Esa
decisión de la Redgrave, que obligó a retocar el guión apresuradamente, no fue
la única de la larga lista de penalidades que debió afrontar el film,
confirmando así la fama de ópera de mal agüero que se atribuye al ‘Macbeth’ de
Verdi: técnicos accidentados, mordeduras de cuervos a diestro y siniestro y, en
una línea decididamente más luctuosa, las respectivas muertes del padre del
cineasta, Salvatore Argento, y, muy poco después de finalizar el rodaje, del
actor Ian Charleson. A ello hay que añadir la pésima carrera comercial del
film, y la manipulación y reducción de montaje a cargo de los ejecutivos de
Orion. Todos esos acontecimientos son suficientes para comprender la profunda
crisis depresiva que aguardaba a Dario Argento al final del camino, y que estuvo
a punto de apartarle definitivamente de la dirección cinematográfica.
Mira intenta proteger a Betty en una de las secuencias cruciales del film.
Sinopsis
Durante el ensayo general de la ópera ‘Macbeth’, la diva protagonista
pierde los estribos por los constantes graznidos de los cuervos que exige la
peculiar puesta en escena de Marco (Ian Charleson), un realizador
cinematográfico especializado en películas de terror. Al salir del teatro, la
cantante es atropellada. El teléfono suena en el apartamento de Betty (Cristina
Marsillach): una voz anónima le anuncia que esa noche debutará como Lady
Macbeth. Su representante Mira (Daria Nicolodi) irrumpe en el apartamento
confirmando la noticia. La fama de ópera maldita que tiene ‘Macbeth’ inquieta a
Betty, pero Marco la tranquiliza. Los acontecimientos han sido presenciados por
alguien que vigila a Betty, oculto tras la rejilla de los conductos del aire.
Durante la representación, un hombre que espía a Betty con unos prismáticos
desde un palco mata a un acomodador que lo importuna. Al acabar la función,
Betty recibe la visita de Alan Santini (Urbano Barberini), el comisario que
investiga el crimen. El asesino contempla obsesivamente la grabación televisiva
de la ópera. Después, se traslada al teatro, y arremete contra el vestido que
Betty ha llevado durante la representación. Los cuervos, inquietos por el
desconocido, escapan de sus jaulas. El asesino mata a algunos de ellos. Betty
acepta la invitación del joven ayudante de escena para pasar la noche en su
casa. En medio de la velada, un enmascarado se abalanza sobre ella, la
amordaza, la ata a una columna y le engancha a los ojos una cinta adhesiva con
agujas, para evitar que los cierre. Betty asiste horrorizada al brutal
asesinato de su amigo. Después, el sádico encapuchado la desata y desaparece.
Betty se dirige a una cabina y denuncia el asesinato. Un poco más tarde, se
encuentra con Marco, que la acompaña hasta su apartamento, donde le cuenta lo
sucedido. Por la mañana. Betty evita encontrarse con la policía, que está
interrogando a toda la compañía por la muerte del joven. Julia (Coralina
Catilda Tassoni), la sastresa encargada de recomponer el vestido, encuentra un
brazalete con una inscripción, pero es asesinada por el criminal que, una vez más,
ha sorprendido y encadenado a Betty, para que sea testigo de su nuevo crimen.
Betty se encuentra con el inspector Santini en el portal de su apartamento.
Éste se percata de las marcas de las ligaduras en las muñecas y la joven le
confiesa sus dos traumáticas experiencias con el asesino. El policía,
garantizando a Betty vigilancia oficial, ordena a la muchacha que se encierre
en su casa, donde recibe la visita de su representante. Mira. El asesino
consigue hacerse pasar por uno de los policías que la protegen, irrumpe en la
casa y asesina a Mira. Betty sale del apartamento, ayudada por una niña de la
casa vecina, que ha sido testimonio mudo de los hechos y que la invita a pasar
por los conductos de aire del edificio. La joven corre hacia el teatro y se encuentra
con Marco, que está ideando algunos cambios en la puesta en escena de la ópera
a fin de atrapar al asesino. Siguiendo sus instrucciones, en medio de la
representación del día siguiente, la jaula de los cuervos se abre y los pájaros
sobrevuelan el patio de butacas. La memoria y la naturaleza vengativa de los
cuervos dan con el asesino, que resulta ser el inspector Santini. En la
confusión, éste consigue huir con Betty de rehén, pero parece morir entre las
llamas del incendio del teatro que él mismo provoca. Dos días después, Marco y
Betty, refugiados en una casa de campo, son asaltados por la inesperada
presencia del criminal, que sobrevivió al incendio. Santini, que años atrás fue
amante de la desquiciada madre de Betty, acaba violentamente con la vida de
Marco, pero la muchacha consigue defenderse de él hasta la llegada de la
policía.
El amigo de Betty se queda sin palabras.
La infancia petrificada
La intriga criminal de «Opera» se cierra en torno a Betty, la joven
debutante que sustituye a la diva accidentada. Su caracterización destila la
misma melancolía que marcaba a los personajes principales de «Suspiria» e
«Inferno», pero incorpora la turbadora dialéctica niña / mujer que daba forma y
sentido al itinerario de la protagonista de «Phenomena». Betty es también un
claro anuncio de lo que serán las próximas figuras femeninas de Argento, que
encontrarán en su hija Asia la más extraordinaria encarnación. De forma más
enfermizamente claustrofóbica que la Jennifer Corvino de «Phenomena», la Betty
de «Opera» acusa una situación de estancamiento y/o encantamiento no resuelto.
Jennifer era una niña que marchaba hacia la adolescencia, Betty es una
adolescente atrapada, petrificada en algún punto de su niñez que promete
enquistarse. Betty responde a los caracteres de una bella durmiente que se
niega a despertar. Su entorno vital se resume en un apartamento de sólidos
muros, a modo de arquitectura de signo uterino que la cobija e impermeabiliza
del exterior. Las circunstancias querrán que un príncipe oscuro y sanguinario
(un asesino que resulta ser el antiguo amante de su madre) la arranque del
aislamiento para introducirla brutalmente en un laberinto iniciático, en el
interior del cual Betty debe dilucidar su auténtica naturaleza. Argento utiliza
la estructura del flashback para unir
a Betty y al desconocido encapuchado. Estas dos trayectorias en pasado se
mezclan en el presente tendiendo hacia un vértice común: la madre de Betty,
personaje interpretado por la misma actriz, Cristina Marsillach, que se inscribe
en la rica galería de madres terribles que tanto atraen al cineasta. Santini,
el misterioso asesino encapuchado, somete a la joven a una terapia de choque,
para recuperar, a través de ella, la mirada y el cuerpo de su antigua amante.
Ese mismo rito sirve a Betty para abrir las puertas de su memoria y abolir
paulatinamente el olvido neurótico que la encarcela vital y sexualmente.
Descubrir la mirada gorgónica de la madre terrible —significativamente
reflejada en un espejo— constituye un primer paso hacia la libertad, pero, para
ello, Betty ha tenido que volver a ser niña, regresar a ese punto concreto del
pasado, desvelarlo y superarlo: mediante el flashback,
Argento consigue que la Betty adulta siga a la Betty niña, de la misma manera
que Betty sigue a la niña del conducto de aire que la libera del útero en el
que vive recluida. El epílogo de «Opera» ofrece un nuevo y delicioso giro en
ese trayecto evolutivo. El fuerte contraste que se produce entre los interiores
claustrofóbicos que han venido protagonizando el film y el impresionante y
lumínico paisaje suizo del final predispone al público para una libración
optimista. Pero Santini reaparece, y Betty, tras el asesinato brutal de Marco,
parece decantarse definitivamente hacia el lado del psicópata. Su reacción al
golpearlo ferozmente con una piedra, gritando que ella no es como su madre, y
que ha sabido engañarlo, deja en el aire demasiados interrogantes. Esos
interrogantes se resuelven en la contemplación de la versión íntegra del film,
desgraciadamente amputada en su distribución videográfica: Betty, sola en el
prado, una vez la policía se ha llevado a Santini, se lanza gozosamente a la
hierba salvaje, y abraza a los variados insectos que encuentra a su paso,
ofreciéndonos una espectacular aria entomológica, que, en total correspondencia
con la Jennifer de «Phenomena», hace de ella, finalmente, la inesperada diva naif de una liberadora ópera
lewiscarrolliana.
Dario enseñando a cantar a Cristina Marsillach
La cámara é mobile
«Opera» se caracteriza por una cámara endiabladamente móvil. La
sofisticación de la técnica permite al cineasta imprimir al encuadre un
incesante dinamismo. Se diría que Argento está más atento a los impulsos que le
suscita una imaginaria partitura de sangre, antes que al guión previo que ha
confeccionado. Los movimientos de la cámara se desarrollan y encadenan llevados
por una firme, y a ratos paroxística, voluntad musical. Si Argento saca a la
luz lo que de giallo hay en el
universo de la ópera, es lícito imaginar su contrario, esto es, lo que de
operístico y musical es posible encontrar y sublimar en el giallo. Veamos algunos momentos significativos:
—Uno. Tras recibir la misteriosa llamada que le anuncia que debutará como
Lady Macbeth, Betty se acuesta, inquieta. La obertura de ‘Macbeth’ suena en
toda la estancia. La cámara repta por encima de la cama, para luego elevarse y
mostrar la rejilla del conducto de aire, en cuyo interior se percibe una
sombra. Al son de una puerta que se abre y se cierra, un veloz travelling a través del pasillo reafirma
el espacio geométricamente: al fondo, reencuadrada por la puerta de su
habitación, Betty se incorpora sobre el lecho, expectante: es Mira, su
representante, que la requiere para sustituir a la anterior diva. A la manera
de un número musical, la habitación se llena de otros personajes, que llegan
para felicitar a la protagonista por ese inminente e inesperado debut. El grupo
acaba llevándose a Betty, y entonces, sobre el espacio despoblado, coincidiendo
con el crescendo musical, la cámara
protagoniza un movimiento en sentido inverso al de los personajes, hasta
culminar en la rejilla que vimos anteriormente. Un corte nos ubica dentro del
conducto de aire. Plano subjetivo denotando la mirada del espía contemplando la
estancia ya vacía: nos apartamos de la rejilla mediante una panorámica hacia la
izquierda. La rejilla queda fuera de campo. Oscuridad. La obertura de Verdi
continúa sonando. Un movimiento ascendente de la cámara nos libera del negro de
la pantalla: estamos en el teatro, frente al director de orquesta, que continúa
el mismo texto musical. Lenta panorámica hacia la derecha que nos muestra
—describe— el interior del teatro abarrotado. La cámara se detiene frente a la
boca del escenario. Se abre el telón.
—Dos. Flashback en el teatro.
Argento encadena sucesivas miradas subjetivas del asesino, pasando del presente
al pasado: la mirada del criminal avanza infatigable por los pasillos
interiores que dan a los palcos, hasta dar con Betty cantando en el escenario.
La misma mirada se gira entonces hacia los retorcidos pasillos de su memoria:
una escalera de caracol, una joven aterrorizada huyendo de la tiranía incesante
de la cámara, otra joven atada… Del aria de Verdi en el escenario pasamos a un
turbador sonido de agua que se derrama, y de ahí a la banda sonora original del
film. La información del flashback se
diluye.
—Tres. Mientras Julie, la encargada del vestuario, intenta salvar el
vestido de Lady Macbeth, Argento apuesta por un expresivo travelling de retroceso, que instala la inquietud y anuncia el
asesinato. La misteriosa entrada del viento que agita las telas y provoca la
caída de unas tijeras —la futura arma del crimen— se perfila como hermoso
prolegómeno a lo inevitable.
—Cuatro. Durante el asedio al apartamento de Betty, después del asesinato
de Mira, la joven soprano improvisa su defensa: arroja la almohada por la
ventana para hacer creer al criminal que ha huido por ella. La almohada vierte
su contenido de plumas sobre el asfalto y el viento lo esparce. La imagen trasciende
lo anecdótico y lo informativo para convertirse en un elemento rítmico más de
la secuencia: una secuencia que toma como referencia musical la ‘Casta Diva’ de
Bellini, y en la que destacan una serie de histéricos movimientos de cámara,
que rompen con premeditación y alevosía el equilibrio del encuadre, para
agredir el sentido perceptivo del espectador.
El espectáculo continua de la mano de Dario Argento.
—Cinco. La cámara a ras de suelo sigue a Betty hasta el teatro. Retrocede
luego, en simetría inversa, hasta el punto exacto del encuadre inicial.
Escuchamos, fuera de campo, el jadeo y los pasos del asesino que ha seguido a
la joven.
—Seis. La espectacular secuencia del vuelo y ataque de los cuervos permite
al espectador acceder —y experimentar— una visión insólita y vertiginosa del
interior de un teatro. Esa apoteosis definitiva de la mirada antigravitatora
recuerda el esplendor de los grandes números que cerraban las comedias
musicales del Hollywood dorado.
El aria de unos ojos
«Opera» está unida a la imagen de los ojos de Cristina Marsillach, y a los
alfileres que rasgan sus párpados y le obligan a ver —¡sin pestañear!— el
espectáculo de horror que le ofrece en tributo el que fuera amante de su madre:
una imagen impactante que recuerda el artilugio, más sofisticado, que el
gobierno aplicaba al hiperviolento Alex en el polémico Tratamiento Ludovico de
«La naranja mecánica». La idea nace, según el cineasta, como guiño sádico
—quién sabe si inspirado por el espíritu burlón de William Castle— a la
infidelidad de algunos espectadores que suelen cerrar los ojos en la secuencia
del asesinato.
En cualquier caso, «Opera» es el film de Dario Argento donde se hace más
presente la obsesión por la mirada. La imagen que abre el film es la de un
primerísimo primer plano del ojo de un cuervo que refleja, por arte de
birlibirloque, el interior del teatro. No se trata de un motivo aislado: el
film en su conjunto está plagado de ojos de cuervo. “¡No aparta de mí esos ojos tan brillantes!”, exclama una indignada
Mara Cecova en la secuencia inicial, como si fuera un personaje torturado
salido de la pluma de Edgar Allan Poe.
Conjuntivitis forzosa.
Como el cuervo del escritor de Baltimore, tampoco esas criaturas olvidan el
pasado. Es su sentido de la venganza el que provocará, más tarde, que se
abalancen contra Alan Santini —el encapuchado que ha matado algunos de ellos—
hasta arrancar y devorar —con pasión de gourmet—
uno de sus ojos criminales. En la sequenza
lunga que se desarrolla en el apartamento de Betty, y en la que mueren Mira
y el policía, el cineasta reincide en el tema del ojo. La joven soprano alivia
el dolor de sus ojos mediante unas gotas. Argento aprovecha de nuevo la
oportunidad para cerrar el encuadre sobre el órgano de la visión. Las gotas
invalidan momentáneamente la visión de Betty, percance en apariencia menor,
pero que será decisivo para el suspense de la escena, que agota su primer
tiempo con la muerte de Mira, a consecuencia de un disparo de bala a través de
la mirilla de la cerradura… ¡que impacta inevitablemente en su ojo! No es
descabellado incluir, entre los ojos que pueblan el film, los prismáticos que
utiliza el criminal para observar a Betty la noche de su debut. Argento
describe con detalle esos prismáticos, y los eleva a la categoría de ojos del
propio criminal —la cámara hace un zoom
de aproximación hacia ellos desde fuera del palco—, para que adquieran parte de
la oscura naturaleza de su dueño, al quedar manchados con la sangre del
acomodador asesinado. Pero los ojos no son más que piezas suplementarias de un
engranaje que hace de las múltiples miradas de quienes pueblan «Opera» una
única aria escoptofílica. La extrañeza de esa coreografía de miradas se
instala, desde el inicio del film, con uno de los más admirables y paradójicos
planos secuencia de la filmografía del director romano: Mara Cecova, la
caprichosa diva, abandona el escenario en plena actuación, pero Argento no
muestra al personaje, sino que representa manierísticamente su mirada. Con un
notorio elemento de duda, sin embargo: ¿cómo es posible que el personaje camine
hacia adelante (la mujer se dirige a la salida por el pasillo central), pero
mire hacia atrás (el travelling de
retroceso, va mostrando todo aquello que la diva deja a sus espaldas)? Sólo
admitiendo que el manierismo de Agento quiere combinar con desparpajo un juego
de miradas de imposible reciprocidad: la diva alejándose hacia adelante, el
público que, a sus espaldas, la mira. Lo que parecía un clásico plano subjetivo
se convierte en un desprejuiciado híbrido visual, que lo permite todo sin poner
en peligro el verosímil. A la mirada fálica y steadycamizada del criminal se unen otras no menos emblemáticas: la
de la misteriosa niña que espía a Betty desde la rejilla; la de Julia, la
encargada de vestuario, incapaz de leer la inscripción que reza en la pulsera
si no es con una lupa, la de la misma Julia que, llevada por la curiosidad, se
arriesga a ver el rostro que esconde la capucha, y aún su mirada muerta
mientras el criminal profana su cuerpo en busca de la pulsera que se ha
tragado; la mirada desesperada de Mira, primero desde la cerradura de la
cocina, y después intentando ver al asesino a través de la mirilla. Lust but not least, la mirada de Betty,
aunque en ocasiones esté condenada a no ver: cuando no consigue distinguir el
rostro del policía que viene a protegerla, y cuando Santini le venda los ojos,
en lo que parece ser la ceremonia definitiva. Una mirada que debe sintonizar
con el pasado, alinearse con la de la niña que fue y romper el hechizo que la
hostiga.
Cadáveres exquisitos
—El acomodador. Tiene lugar como preludio de la futura cadena criminal, y
casi se le puede considerar un accidente. El asesino ha entrado
subrepticiamente en un palco, para observar con anteojos a la joven Betty sobre
el escenario y rendir implícito homenaje a las figuraciones clásicas de «Il
fantasma dell’Opera», la admirada obra-fetiche de Argento. Un acomodador
sorprende al intruso, lo increpa y le obliga a salir. Desobediente, el mirón
forcejea con el acomodador y, sin más miramientos, incrusta su cabeza sobre el
gancho saliente de uno de los colgadores del palco, convertido por arte de
magia en un espectacular garrote vil. El forcejeo que precede a la muerte se
resuelve en una combinación de planos cerrados y, una vez más, cámara
subjetiva, y culmina con la espectacular caída de un foco en el escenario,
mensaje premonitorio de los inmimentes acontecimientos catastróficos que se van
a cernir sobre la ópera.
—El ayudante de escena. Después del éxito del debut de Betty, la joven
acepta la invitación del joven ayudante de escena para ir a su casa y
establecer una relación amorosa. El intento de acercamiento sexual desvela la
profunda inmadurez de ambos amantes y se salda con un casi humillante coitus interruptus. Ante la
imposibilidad de satisfacer los anhelos del sexo, la pareja decide dedicarse a
los placeres menos espectaculares de una consoladora taza de té. El joven
ayudante desaparece momentáneamente de escena, para cumplir su propósito con
resignación. Unos instantes de silencio, con Betty sola en la cama, preceden a
la emergencia inesperada del criminal, salido no se sabe muy bien de dónde. La
omnisciencia de éste es más evidente que nunca: la cámara subjetiva de «Opera»
nunca certifica una ubicación única, el asesino puede aparecer por cualquier
lugar de la pantalla. Después de cernirse sobre Betty, la ata a una columna y
le coloca las famosas agujas en los párpados. Así como Argento prepara a su
público para la observación obligada del crimen inminente, así el asesino
obliga a Betty a contemplar sus actos, preparando a la muchacha para el rito
inmolador en que se sacrifica su mirada, obligada a ver —ya crecer— a pesar
suyo. El asesinato del desprevenido joven, que regresa al dormitorio, es
esencialmente sangriento: Argento combina el primerísimo plano del ojo de Betty
con detalles del cuchillo penetrando el cuerpo de la víctima, todo ante los
ojos violados de la despavorida Betty.
—La encargada de vestuario. El asesinato giro en torno a un macguffin del que ya hemos hablado: la
pulsera que contiene el nombre del criminal. Una vez más, el convidado de
piedra del asesinato es Betty, atada en una vitrina inmobilizadora que hace la
suerte de improvisado ataúd de cristal. La sastresa consigue dejar fuera de
combate al criminal, pero, con la curiosidad habitual de las heroínas de
Argento, no puede evitar entretenerse hasta quitarle la careta. Esos segundos
de más son suficientes para que el monstruo recobre el sentido y se revuelva
contra ella hasta estrangularla, provocando ese asombroso y delirante accidente
en que la sastresa, mientras agoniza, se traga involuntariamente la pulsera. El
criminal hurga entonces en la boca de su víctima, pero, ante la imposibilidad
de recuperar el objeto, usa unas tijeras y corta sin más dilación. Una vez más,
el giallo aparece como una lente
deformadora del suspense hitchcockiano, pues resulta evidente el agigantamiento
manierista que supone esta escena respecto a la modélica secuencia de
«Frenesí», donde un estrangulador de mujeres intentaba recuperar su alfiler de
corbata perdido entre la mano de una de sus víctimas. No se trata, sin embargo,
de un proceso gore en primera
instancia, pues también en «Opera» la tensión de la escena es conceptual: se
imponen siempre las tijeras por encima del cuerpo herido.
—Mira y Soave. Es la gran set piece
de la película, la sequenza lunga por
antonomasia. Gira en torno a la identidad de un misterioso policía. Soavi
(interpetado por el propio Michele Soavi), que ha ido a proteger a la
protagonista hasta su piso. Ese policía aparece alternativamente, sembrando la
duda, como protector y como asesino, cuando en realidad se trata de dos
personajes diferentes. Todo, en esta secuencia prodigiosa, se organiza en torno
a la pregunta de quién tiene la mirada. Destaca el plano, ya antes mencionado,
de Mira observando el rellano de la escalera donde el policía que dice ser
Soavi —en realidad el criminal— espera que le abran la puerta y, harto de
hacerse el educado, dispara directamente sobre la mirilla, atravesando el ojo
de Mira en lo que hay que considerar un plano visualmente imposible: la bala,
en primer plano, atravesando lateralmente el espacio de la mirilla hasta
impactar en el ojo de su víctima.
La muerte del auténtico Soavi es, en cambio, implícita. Betty encuentra su
cadáver apuñalado, se dispone a enfrentarse en solitario al asesino y es
salvada finalmente por la niña vecina, que observa los hechos desde el conducto
de aire, y que le facilita, como a través de un parto milagroso, la huida de
esa casa maldita y maternal a que la protagonista parecía haber vivido siempre
encadenada.