miércoles, 24 de mayo de 2023

FREDRIC BROWN LA ESTATUA DEL TERROR


 



Esta figurilla maravillosamente ejecutada por un artista,

representando un desnudo de mujer completamente aterrorizada,

fué la clave del asesinato brutal de tres mujeres. ¡Y el modelo para

esa figurilla trágica, era la misteriosa muchacha a quien Guillermo

Sweeney, amaba! Sweeney era un veterano periodista y reportajista

de Chicago, que jamás se había enamorado. Pero cuando entre

otros nocturnos curiosos miró a través de las puertas de aquél

edificio de apartamentos y vió a la misteriosa mujer con una herida

sangrante, su corazón dió un vuelco. En el vestíbulo del edificio,

tambaleante y medio desnuda, estaba la hermosa mujer rubia

hermosa hasta lo increíble, desde la cima de su cabellera hasta la

punta de los dedos de sus pies, de uñas exquisitamente pintadas. Y

al lado de ella, su perro policía mostrando los feroces colmillos a la

multitud curiosa. Cuando los ojos de Sweeney se cruzaron con los

de la muchacha, el periodista tuvo la sensación de que ya su destino

quedaba para siempre ligado al de ella. Para salvar a la muchacha

del destripador que aterrorizaba Chicago, Sweeney lanzóse a

descubrir la estatua, clave de tres asesinatos, y esa aventura situó

al periodista cara a cara con la muerte y el más sorprendente

desenlace.

CAPÍTULO I

Nunca se sabe lo que a un irlandés borracho puede ocurrírsele.

Solamente cabe aventurar suposiciones, en cuyo caso el margen

para éstas es infinito.

Usted puede enumerarlas por el orden de sus probabilidades.

Las más susceptibles de producirse son fáciles de enumerar. Por

ejemplo: es posible que el irlandés se tome una copa más, que riña

con alguien, que pronuncie un discurso o que emprenda un viaje en

tren… Desde este punto, anote usted en orden descendente la lista

de probabilidades de menor importancia: que el irlandés compre un

bote de pintura verde, derribe a hachazos un árbol, baile la danza

del abanico, cante el himno inglés “Dios salve al Rey…” o robe un

instrumento musical… Y así tiene usted la probabilidad de continuar

enumerando, de mayor a menor, todas las extravagancias que el

irlandés beodo sea capaz de realizar, y eventualmente podrá llegar

al fondo rocoso de lo improbable que consiste en esto: que el

irlandés tome una resolución… y la cumpla.

Sé muy bien que esto parece increíble, pero eso es exactamente

lo que sucedió. Un tipo llamado Sweeney, que vivía en Chicago,

tuvo una vez esta ocurrencia. Para poder cumplirla, hubo de

atravesar por verdaderos charcos de sangre y de café negro, pero la

cumplió. Quizás bajo el punto de vista ordinario su resolución no era

muy buena, pero no es eso lo que importa. El hecho es que la

cumplió.

Como la verdad es a veces un poco elusiva, tendremos que

empezar con algunos rodeos. La verdad no siempre se amolda a un

patrón determinado. Por ejemplo: la frase “Un irlandés borracho

llamado Sweeney”; esa es una frase precisa, como muchas otras.

Pero la verdad misma no es siempre tan sencilla.

En realidad, este sujeto sí se llamaba Sweeney, pero era

solamente cinco octavas partes irlandés y sólo estaba tres cuartas

partes borracho. Es lo más que puedo aproximar la verdad a un

molde exacto, y si esto no le agrada al lector, ya puede dejar el libro

ahora mismo. Si no lo deja, quizás de todos modos se arrepienta,

pues esta novela no tiene nada de agradable. Está compuesta con

asesinatos, mujeres y licores, juego y prevaricaciones. Se ha

cometido un asesinato antes de empezar la historia misma, y se

comete otro después de que ésta termina; el relato empieza con una

mujer desnuda y termina con otra mujer desnuda, lo cual constituye

un buen principio y un buen fin, pero todo lo que sucede entre estos

dos eventos no es nada agradable. Que no diga el lector que no se

lo advertí. Pero si después de todo esto aún quiere seguir leyendo,

volvamos al tipo llamado Sweeney.

Cierta noche de verano, Sweeney estaba sentado en un banco

del parque, junto a Dios. Dios le simpatizaba mucho a Sweeney,

aunque no siempre le sucedía lo mismo con otras personas. Dios

era un viejo alto y flaco, que tenía una barba corta, enmarañada y

manchada de nicotina. Su nombre completo era Diosdado, y al decir

su nombre completo lo hago con las reservas del caso, pues nadie,

ni aun el mismo Sweeney, sabía a ciencia cierta si este era su

nombre de pila o su apellido. El viejo estaba un poco chiflado, pero

no mucho. Quizás no más chiflado de lo que era usual en los

vagabundos de su edad que vivían en el lado norte de Chicago y

que, cuando el estado del tiempo lo permitía, se pasaban los días en

el parque llamado Jardín de los Chiflados. Este parque tiene otro

nombre, pero es aún menos apropiado que el de Jardín de los

Chiflados. Está situado entre las calles Clark y Dearborn, un poco al

sur de la nueva Biblioteca Newberry; cuando menos esa es su

ubicación horizontal. Verticalmente, se encuentra mucho más cerca

del infierno que del cielo. Lo que quiero decir es que, aunque está

brillantemente iluminado con la luz de los faroles, lo llenan de

oscuridad las sombras de tantos hombres derrotados por la vida que

duermen por las noches en sus duros bancos.

Habían dado ya las dos de la mañana en esa noche de verano y

el Jardín de los Chiflados estaba silencioso y quieto por fin. Ya se

habían marchado los oradores ocasionales, y los paseantes que no

eran habituales del parque hacía mucho que se habían retirado a

dormir. Los vagabundos dormían sobre el césped y sobre los

bancos. Se habían anudado fuertemente los cordones de los

zapatos para evitar que se los robaran durante la noche. La

posibilidad de que les sacaran el dinero de los bolsillos no les

preocupaba: no tenían dinero. Y por eso podían dormir tranquilos.

—¡Ay, Dios! —empezó Sweeney—. ¡Quién tuviera otra copa! —

Empujó el maltrecho sombrero unos centímetros más atrás sobre su

sucia cabeza.

—Yo también quisiera una copa —contestó Dios—. Pero no lo

ansío suficientemente…

—Otra vez con ese cuento —refunfuñó Sweeney.

—Es cierto, Sweeney —contestó Dios, sonriéndose un poco—;

tú bien sabes que es cierto. —Sacó una arrugada cajetilla de

cigarros del bolsillo de la chaqueta y le ofreció uno a Sweeney;

luego encendió otro para sí.

Sweeney aspiró el humo hondamente. Se quedó mirando fijo al

hombre que dormía en el banco de enfrente, y luego alzó los ojos un

poco más allá, hacia las luces de la calle Clark. Tenía la vista un

tanto empañada por la bebida y las luces le parecían tener una

aureola, pero Sweeney sabía bien que esto era falso. Sentía calor y

estaba cubierto de sudor, como el parque, como la ciudad misma.

Se quitó el sombrero y empezó a abanicarse con él. Entonces, un

impulso habitual en quien está solamente tres cuartas partes

borracho, le obligó a dejar de abanicarse y a examinar el sombrero.

Hacía una semana que éste había sido nuevo; lo había comprado

cuando aún trabajaba en La Hoja. Ahora, más bien parecía que lo

había recogido de un basurero, pues las ruedas de un auto le

habían pasado por encima, se le había caído en una cloaca lodosa y

muchos pies lo habían pisoteado. Sweeney se sentía exactamente

como si él mismo fuese el sombrero.

—¡Dios! —murmuró, y no se dirigía a Diosdado. Tampoco se

refería a nadie más. Se colocó el sombrero nuevamente—. Ojalá

pudiera dormir —dijo, y se puso en pie—. Voy a caminar unas

cuantas cuadras. ¿Vienes?

—¿Y arriesgo perder este banco? —le preguntó Dios—. No,

Sweeney, prefiero dormirme aquí. Ya nos veremos. —Dios se acostó

de lado sobre el banco y colocó la cabeza en la curva de su brazo.

Sweeney refunfuñó un poco y luego comenzó a andar por la

acera que conduce a la calle Clark. Se bamboleaba un poco, pero

no mucho. Caminó a través de la noche, yendo hacia el sur por la

calle Clark, y cruzó la avenida Chicago. Pasó frente a muchas

tabernas, y al verlas pensó que no tenía siquiera dinero para una

copa. Se cruzó con un policía y éste lo saludó: “Hola, Sweeney”, y

Sweeney le contestó: “Hola, Pedro”; y siguió andando.

Mientras caminaba, recordó su reciente conversación,

especialmente aquella parte referente a la teoría favorita de

Diosdado. El condenado viejo tiene razón, pensó… Uno puede

conseguir lo que se proponga si lo desea con suficiente

vehemencia. Pudiera haberle dado un sablazo a Pedro y habría

conseguido hasta cincuenta centavos o un dólar, si lo hubiera

deseado suficientemente. Quizás mañana.

Pero todavía no, aunque se sentía exactamente como una

cuerda de violín que está demasiado tirante. Maldita sea; ¿por qué

no le había dado el sablazo a Pedro? Necesitaba un trago;

necesitaba unas seis copas más; digamos un cuarto de litro más, y

entonces disfrutaría del sueño que proporciona la bebida. ¿Cuándo

había dormido por última vez? Trató de recordar, pero todo le

parecía borroso. Solamente recordaba que se había quedado

dormido en un sótano, allá por la calle Hurón, cerca del tren

elevado, y que era de noche; pero no sabía si se trataba de la noche

anterior o la anterior a ésa. ¿Qué había hecho ayer?

Cruzó la calle Hurón y luego la de Erie. Pensó que quizás, si

seguía caminando hacia el centro de la ciudad, todavía encontraría

a algunos de los reporteros de La Hoja en el bar de la calle

Randolph donde se congregaban y posiblemente uno de ellos le

prestaría algo. ¿O es que ya había ido antes allí, tan borracho como

estaba ahora? Maldijo lo borroso de su mente y trató de darse

cuenta de si no estaría demasiado borracho como para presentarse

en el bar de la calle Randolph.

Al andar, se fijaba en todos los escaparates, y al ver uno con

espejos se detuvo y se examinó a sí mismo. Decidió que no parecía

estar demasiado borracho. Cierto era que traía el sombrero

maltrecho, que había perdido la corbata y que su traje estaba muy

arrugado; todo eso era natural, pero… Se acercó un poco más al

espejo e inmediatamente se arrepintió de ello, porque era ya

demasiado cerca y se contempló a sí mismo por primera vez en

toda la terrible realidad de su aspecto. Se vió los ojos irritados, la

barba cuando menos de tres días, quizás de cuatro, y el cuello de la

camisa horriblemente sucio. Hacía una semana esa camisa había

sido blanca. Luego se fijó que llevaba muchas manchas en el traje.

Apartó la vista con repugnancia y empezó a caminar

nuevamente. Comprendió que con esa facha no podía pensar en

buscar a ninguno de sus compañeros del periódico. Quizás se

habría atrevido a hacerlo cuando todavía se encontraba un poco

más presentable, pero no en estas condiciones. Quizás también se

atreviera más tarde, cuando ya no le importara su apariencia. Y al

comprender que así sería dentro de uno o dos días, empezó a

renegar de sí mismo mientras caminaba. Se aborrecía, odiaba a

todo y a todos porque se odiaba a sí mismo.

Atravesó la calle Ontario, cruzando la densa noche. Maldecía en

voz alta mientras caminaba, pero no se daba cuenta. “El Gran

Sweeney Marchando a Través de la Noche”, pensó, y trató de

apartar sus pensamientos para no verse a sí mismo en perspectiva,

mas no lo logró. Recordó con desagrado su imagen en el espejo, y

ahora se sentía aún peor, pues se aunaba al recuerdo el mar olor

que despedía su cuerpo sucio y sudoroso. No se había quitado la

ropa que llevaba puesta desde que… ¿Cuándo fué que la casera le

negó la entrada a su propio cuarto de la calle Ohio? Maldita sea, si

seguía caminando al sur pronto se encontraría en el centro de la

ciudad. Desvió sus pasos hacia el este. ¿Adónde iba? ¿Y qué más

daba? Acaso llegara a cansarse si andaba lo suficiente y quizás así

pudiera dormir. Pensó que sería conveniente no alejarse mucho del

parque, para así tener un lugar donde dormir cuando quisiera

hacerlo.

¡Por todos los diablos!, pensó, haría cualquier cosa por una

copa, cualquier cosa que no fuera ir a buscar a alguna persona

conocida; cuando menos, no lo haría en la facha en que andaba, ni

sintiéndose como se sentía.

Alguien se aproximaba por la acera. Era un hermoso joven que

llevaba una chaqueta a cuadros. Sweeney, cerró los puños. ¿Qué

pasaría si le diese un golpe a ese afeminado, si le quitase la cartera

y echase a correr? Pero nunca antes había hecho una cosa así y

sus reacciones eran lentas. El afeminado, caminando por la orilla de

la acera, ya había pasado, alejándose antes de que Sweeney

pudiera decidirse.

Un coche venía rodando muy despacio por la calle. Sweeney vió

que era un automóvil de patrulla con dos policías. Sintió que se le

doblaban las rodillas al pensar que lo hubieran cazado si hubiera

asaltado al petimetre. Concentró todos sus esfuerzos en caminar

derecho y en aparentar estar menos borracho de lo que estaba. De

repente se fijó en que aún iba refunfuñando entre dientes y se calló

la boca. Si se dejaba arrestar ahora, mañana pasaría un verdadero

infierno en la cárcel, sin una copa. Pero la patrulla siguió adelante

sin detenerse.

Vaciló un poco al llegar a la altura de la calle Dearborn, luego

decidió regresar al norte, por la calle State, y dobló hacia el este. Un

tranvía pasaba rodando sobre sus ruedas metálicas y le pareció

como si se tratase del fin del mundo. Un taxi vacío cruzaba la calle y

por un momento Sweeney pensó en abordarlo para ir a la calle

Randolph. Podía decirle al chofer que lo esperara mientras él

entraba en el bar a pedir dinero prestado. Pero, ¡qué diablos!, el

chofer, al ver la facha en que andaba, probablemente no le haría

caso. Bueno, de todos modos ya era demasiado tarde pues el coche

ya se había alejado.

Dobló hacia el norte por la calle State. Cruzó la calle Erie y luego

la Hurón. Se sentía ya un poco mejor; no mucho, pero sí un poco.

Calle Superior. “El Superior Sweeney”, pensó. “Sweeney Marchando

a Través de la Noche, a Través del Tiempo…”.

De repente, se fijó en un grupo de curiosos que se agolpaban

frente a la puerta de entrada de un 'edificio de apartamientos que

quedaba cuadra y media más adelante.

No eran muchos aquellos curiosos. Una docena escasa de

personas. Tipos que encontraría uno por la calle State, norte, a las

dos y media de la madrugada, parados frente a un edificio, mirando

al interior a través de la puerta de cristales. Sweeney escuchó un

ruido que no pudo identificar de momento. Casi le parecía que era el

gruñido de un animal.

Sweeney no aceleró sus pasos. Pensó que quizás solamente se

tratara de algún borracho que se había caído o golpeado, y que

estaba allí tirado inconsciente —o muerto— hasta que viniera la

ambulancia y lo recogiera. Lo más probable era que estuviese

tendido en un charco de sangre; no habría tantos curiosos si

solamente estuviera desmayado. Los borrachos comunes y

corrientes abundaban demasiado en esta zona de Chicago. La idea

de la sangre no atraía a Sweeney. Había visto suficiente sangre

durante sus tiempos de reportero policíaco; tanta como para no

querer volver a ver más. Como aquella vez en que llegó pisándole

los talones a la policía cuando entraba en el salón de billar de la

calle Towsend, en donde cuatro narcómanos habían llevado a cabo

una orgía de sangre a navajazo limpio.

Sin acercarse a ver lo que sucedía, trató de dar la vuelta en torno

al grupo de curiosos. Ya casi lo había logrado, cuando tres cosas lo

obligaron a detenerse; dos de ellas eran sonidos extraños y la

tercera era un silencio.

El silencio era el mutismo del gentío…, si se puede llamar gentío

a una docena de personas agrupadas de dos en fondo frente a una

puerta de un par de metros de ancho. Uno de los sonidos era el de

la sirena del automóvil de la policía, a media cuadra de distancia. Se

acercaba por la avenida Chicago hacia el norte, y pronto doblaría

por la calle State. Sweeney se dió cuenta entonces que lo que

estaba dentro del vestíbulo era nada menos que el cuerpo del delito.

Y si era así, y la policía estaba por llegar, no le convenía que lo viera

alejándose de la escena del crimen. Pero si se quedaba allí

curioseando en vez de alejarse, seguramente se concretarían a

darle un empellón y a decirle que se largara, y entonces podría

marcharse. El otro sonido era una repetición del que había oído

momentos antes, y ahora podía percibirlo claramente por encima del

silencio de la gente y bajo el chillido de la sirena; era efectivamente

el gruñido de un animal.

La suma total de estos tres sonidos fue más fuerte que su

voluntad, y aun tomando en cuenta lo que sucedió después, no se

puede culpar a Sweeney por detenerse a ver lo que ocurría.

En un principio todo lo que podía ver era una docena de

espaldas distintas. Tampoco podía oír nada más que el gruñir del

animal que tenía delante y el aullar de la sirena que venía detrás. El

automóvil de la patrulla aminoraba ya su velocidad para detenerle

frente al edificio.

Algunos de los curiosos se apartaron de la puerta de cristales del

edificio, quizás obligados, fuese por el ruido del coche o por el

gruñido del animal. Sweeney logró entonces ver la puerta…, y a

través de la puerta. No se podía distinguir muy bien porque no había

luz dentro del vestíbulo. La única iluminación era proporcionada por

los faroles de la calle.

El perro fué lo primero que distinguió, porque estaba parado más

cerca de la puerta, mirando hacia fuera. Pero, ¿era un perro? Debía

serlo, ya que esto ocurría en Chicago; pero si uno se lo hubiese

encontrado en el campo diría que se trataba de un lobo, de un lobo

enorme y sumamente feroz. El animal estaba parado como a un

metro de distancia más allá de la puerta, con las patas tiesas en

actitud de acecho; tenía erizados los pelos del cuello, y al gruñir

mostraba afilados colmillos que parecían medir, cuando menos, tres

centímetros de largo. Sus ojos centelleaban con reflejos de fuego

amarillo.

Sweeney sintió un escalofrío cuando su mirada se cruzó con los

ojos color topacio del animal. Esos ojos parecían atravesar con su

mirada amarilla y salvaje los ojos enrojecidos y fatigados de

Sweeney.

Esa mirada casi le cortó la borrachera, y apartó la vista, nervioso,

para ver qué era lo que estaba tirado en el suelo dentro del

vestíbulo, un poco atrás del perro. Se trataba del cuerpo de una

mujer, y estaba caído boca abajo sobre la alfombra.

No uso la palabra cuerpo con ligereza. Aun en la penumbra, sus

blanquísimos hombros brillaban sobre un traje blanco, escotado,

que moldeaba cada una de sus bellas curvas a la perfección…, al

menos aquellas curvas visibles cuando una mujer está tirada boca

abajo…, y esta visión casi le cortó el resuello alcohólico a Sweeney.

No podía verle la cara, porque la coronilla de su dorada y bien

peinada cabellera apuntaba hacia él, pero comprendió que su cara

debía ser hermosa. Tenía que serlo; cuando una mujer posee un

cuerpo tan bello como aquél, tiene que ser la poseedora de un

rostro igualmente bello.

Le pareció que ella se movía ligeramente. El perro comenzó a

gruñir otra vez; era un sonido grueso, que apenas si se oía sobre el

chirriar de los frenos del automóvil de patrulla que se detenía frente

al edificio. Sweeney escuchó, sin volver la cara, cuando se abrió la

portezuela del coche, y oyó después los recios pasos de los

policías. Una mano se posó sobre su hombro, empujándolo

bruscamente hacia un lado, y una voz autoritaria preguntó: “¿Qué es

lo que pasa aquí? ¿Quién llamó a la patrulla?…”. Pero la voz no se

dirigía precisamente a Sweeney y éste no contestó; ni siquiera se

volvió. Nadie contestó.

Sweeney se tambaleó un poco por el empujón, pero luego

recobró el equilibrio. Aun podía ver lo que pasaba dentro del edificio.

El hombre uniformado de sarga azul marino traía en la mano una

linterna; apretó el botón y dirigió el rayo de luz a través de los

cristales dentro del vestíbulo. El haz de luz centelleó en los ojos

amarillos y salvajes del perro, arrancó reflejos dorados del pelo rubio

de la mujer y resaltó el brillo de sus blanquísimos hombros y del

vestido.

El hombre de la linterna también parecía haberse quedado sin

aliento. Silbó suavemente entre dientes, pero no preguntó nada. Dio

un paso hacia adelante e hizo ademán de abrir la puerta.

El perro cesó de gruñir y se agazapó para saltar. Su silencio era

mucho peor que su gruñido. El hombre del traje azul retiró la mano

de la puerta como si ésta lo hubiera quemado.

—¡Qué demonios! —exclamó. Se llevó la mano hacia el lado

izquierdo del traje, pero no sacó la pistola. Se volvió para ver al

pequeño grupo de curiosos y nuevamente preguntó—: ¿Qué pasa

aquí? ¿Quién llamó por teléfono? ¿Qué le pasa a esa mujer…, está

borracha, enferma, o qué?

Nadie contestó.

—¿Es de ella ese perro? —preguntó.

Todos guardaron silencio. Se le acercó un hombre de traje gris.

—Cálmate, David —le dijo—; no queremos matar al can, a

menos que sea necesario.

—Está bien —contestó Traje Azul—. Tú abres la puerta y

acaricias al perro mientras yo cuido a la dama. Pero no me digas

que eso es un perro; es un lobo o un demonio, o qué se yo…

—Bueno. —Traje Azul hizo ademán de abrir la puerta, y retiró la

mano bruscamente cuando el perro se agazapó de nuevo y mostró

los afilados colmillos.

Traje Azul se echó a reír.

—¿Qué te dijeron por teléfono? —preguntó—. Tú contestaste la

llamada.

—Pues nada más que había una mujer desmayada en el

vestíbulo. No mencionaron al perro. Un tipo llamó desde el bar de la

esquina y dió su nombre.

—Querrás decir que te dió un nombre —contestó cínicamente

Traje Azul—. Mira, si yo estuviera seguro de que esa mujer

solamente está borracha, podríamos llamar a los de la Sociedad

Protectora de Animales para que se lleven al perro. Ellos saben

cómo tratarlos. A mí me gustan los perros, y no quisiera verme

obligado a matar a ese. Probablemente la mujer esa es su dueña y

él cree que la está protegiendo.

—No solamente lo cree —contestó Traje Gris—. La está

protegiendo. A mí también me gustan mucho los perros, pero yo no

aseguraría que ese animal es un perro. Bueno…

Traje Gris empezó a quitarse la chaqueta.

—Bien —dijo—. Me cubriré el brazo con la chaqueta y cuando tú

abras la puerta y el perro míe salte encima le daré un culatazo.

—¡Mira!… La mujer se está moviendo.

La mujer, en efecto, empezó a moverse. Levantó la cabeza.

Empezó a erguirse apoyándose en las manos, y Sweeney observó

que llevaba puestos unos largos guantes blancos que le llegaban

más arriba del codo. Levantó la cabeza hasta que sus ojos

quedaron mirando fijamente al haz de luz de la linterna.

Su rostro era bellísimo. Pero sus ojos parecían nublados, como

si fuese ciega.

—¡Caramba, qué borrachera se trae la niña! —comentó Traje

Azul—. Mira, Enrique, a lo mejor si le das un culatazo matas al perro

y alguien te puede armar un escándalo. Si el perro es de esta niña,

ella misma te lo armará cuando se le pase la borrachera. Yo

esperaré aquí y la vigilaré mientras tú te comunicas con la jefatura

por radio-teléfono y les pides que nos manden a alguien de la

Sociedad Protectora de Animales, y que traigan una red o lo que se

use para estos casos y…

Un grito ahogado que salió de varias gargantas calló a Traje Azul

tan súbitamente como si alguien le hubiera tapado la boca con la

mano.

Apenas si se oyó la palabra “sangre” susurrada por alguno de los

presentes.

La mujer trató de incorporarse débilmente, como si estuviera

aturdida. Dobló las rodillas bajo el cuerpo y se alzó con las manos

hasta que los brazos le quedaron rectos. El perro se situó

rápidamente junto a ella, y Traje Azul lanzó una maldición y, al ver

que el animal acercaba su hocico a la cara de la mujer, sacó la

pistola de la funda que llevaba bajo el brazo.

LIMBRICK

 Pero antes de que

terminara de desenfundar el arma, el perro, con su larga y roja

lengua y gimiendo, empezó a lamer la cara de la mujer.

Los dos detectives hicieron un rápido movimiento hacia la puerta,

y el perro se volvió, agazapado, y gruñó nuevamente…

Pero la mujer seguía incorporándose. Todos podían ver ahora la

sangre…, una mancha alargada en la parte delantera de su traje de

noche blanco, precisamente sobre el abdomen. Bajo la luz de la

linterna, daba la impresión de que todo aquello era un acto teatral o

que sucedía en la pantalla de un aparato de televisión,

representando un programa de misterio…, y ahora se distinguía

claramente un tajo como de doce centímetros de largo sobre la

blanca tela del vestido, en el mismo centro de la mancha roja.

—¡Jesús, un navajazo! —exclamó Traje Gris—. ¡Esto es obra del

Destripador!

Cuando los dos detectives trataron de acercarse a la puerta

empujaron a Sweeney a un lado. Pero él pudo seguir observando la

escena por encima de sus hombros; se había olvidado por completo

de la idea que había tenido minutos antes de largarse lo más

rápidamente posible. En ese momento podría haberse marchado y

nadie se habría fijado en él.

Traje Gris se había quedado como paralizado en el momento de

quitarse la chaqueta, y la tenía aún medio puesta. Por fin le dió un

tirón, y al hacerlo golpeó a Sweeney en la barba con el hombro.

—Llama una ambulancia y al Departamento de Homicidios,

David —su voz más bien parecía un ladrido—. Yo trataré de hacer

doblar al perro.

De nuevo golpeó a Sweeney en la barbilla al sacar su propia

pistola de la funda bajo el brazo izquierdo. Ya con el arma en la

mano, su voz pareció normalizarse y empezó a dar órdenes:

—Abre la puerta, David —ordenó—. El perro se quedará quieto

un minuto cuando se agazape para saltarte encima, y creo que

tendré un tiro limpio. Quiero ponerlo fuera de combate.

Pero no llegó a apuntar con la pistola y David no abrió la puerta.

En esos momentos empezó a suceder algo que parecía increíble, y

Sweeney no lo olvidaría nunca…, como no lo olvidaría tampoco

ninguno de los quince espectadores que para entonces se hallaban

congregados frente a la puerta.

La mujer había colocado la mano en la pared, junto a la hilera de

buzones y timbres. Se esforzaba por ponerse de pie, y su cuerpo

estaba ya erguido, pero aun descansaba sobre una rodilla. El blanco

rayo de la linterna enmarcaba la escena como un reflector de teatro,

haciendo resaltar la blancura de su cutis, de los guantes y del

vestido y el rojo de la mancha ovalada de su sangre. Sus ojos aun

parecían aturdidos. Sweeney pensó que quizás se debiera al

choque nervioso, ya que la herida no parecía ser muy profunda,

pues de haberlo sido habría sangrado muchísimo más. La mujer

cerró los ojos y, tambaleándose un poco, se incorporó y quedó de

pie.

Entonces sucedió lo más increíble de todo aquello.

El perro caminó suavemente y se irguió sobre sus patas traseras

detrás de la mujer, pero sin tocarla. Los dientes del animal buscaron

y encontraron algo en la espalda del traje blanco y luego dieron un

ligero tirón. Ese algo, según resultó ser después, era la pequeña

borla de seda blanca que remataba el cierre de cremallera del

vestido.

El traje cayó a los pies de la mujer, como una nube blanca en

forma de círculo. No traía nada debajo del vestido; estaba absoluta y

totalmente desnuda.

Nadie se movió durante lo que pareció ser una eternidad,

aunque sólo fueron breves segundos. Un ligero temblor de la

linterna en la mano de Traje Azul era el único movimiento que se

veía.

Las rodillas de la mujer se doblaron suavemente y su cuerpo se

hundió como si estuviera demasiado cansada para sostenerse.

Quedó tendida dentro del círculo blanco que minutos antes había

cubierto su cuerpo.

En ese mismo instante sucedieron varias cosas: Sweeney

recobró el resuello. Traje Azul apuntó cuidadosamente al perro y

apretó el gatillo. El perro cayó y se quedó quieto en el vestíbulo, y

entonces Traje Azul abrió la puerta y entró al edificio.

—Llama la ambulancia, Enrique —ordenó a su compañero—, y

luego le amarras las patas a este maldito perro. No creo que lo haya

matado; solamente lo atonté.

Sweeney se apartó del grupo y nadie se fijó en él mientras se

alejaba hacia el norte por la calle Delaware y luego dobló al oeste

hacia el Jardín de los Chiflados.

Diosdado no estaba ya en el banco, pero no podía andar muy

lejos, puesto que aquél aun estaba vacío y en las noches de verano

los bancos se ocupan inmediatamente. Sweeney se sentó a esperar

que regresara el viejo.

—Hola, Sweeney —Dios lo saludó, y se sentó junto a él—.

Conseguí medio litro. ¿Quieres un trago?

Era una pregunta tonta y Sweeney no se molestó en contestarla;

se limitó a tender la mano. Dios tampoco esperaba contestación;

solamente le alcanzó la botella. Sweeney tomó un largo trago.

—Gracias —dijo por fin—. Oye, Dios; era hermosísima. Era la

chica más hermosa que he visto en mi vida… —Tomó otro trago de

la botella y se la devolvió al viejo—. Daría mi brazo derecho… —

empezó.

—¿Quién? ¿De qué se trata? —Dios le preguntó.

—La mujer. Iba caminando hacia el norte por la calle State y… —

Guardó silencio, comprendiendo que no podría describir la escena

que había presenciado—. No me hagas caso —dijo—. Oye, ¿dónde

conseguiste la botella?

—Me fui pidiendo un par de cuadras —suspiró el viejo Dios—. Te

dije que si quería un trago lo suficientemente podría conseguirlo; es

que antes de esto no lo deseaba lo bastante para hacerlo. Uno

puede conseguir lo que quiera si se lo propone…

—Estás loco —contestó Sweeney automáticamente. Pero de

repente se echó a reír—. ¿Cualquier cosa? —preguntó.

—Lo que tú quieras —contestó Dios dogmáticamente—. Es lo

más fácil del mundo, Sweeney. Nada más fíjate en los hombres

ricos. ¡Pero si el tener dinero es lo más fácil del mundo, cualquiera

puede hacerse rico! Basta con desear el dinero más que ninguna

otra cosa en la tierra. Concentra todos tus esfuerzos en hacerte rico

y lo conseguirás. Pero si hay alguna otra cosa que desees más que

el dinero, no lograrás éste.

Sweeney se rió suavemente. Estaba muy contento. Todo lo que

necesitaba era el trago que acababa de tomar. Le llevaría la

corriente al viejo Diosdado y se enfrascaría en la discusión de olí

tema favorito.

—¿También las mujeres? —preguntó.

—¿Qué quieres decir… también las mujeres? —los ojos de Dios

parecían ya un poco nublados, pues empezaba a estar borracho.

Cuando se emborrachaba hablaba con un acento bostoniano que

después olvidaba el resto del tiempo—. ¿Quieres decir si puedes

conseguir a una mujer en particular?

—Claro que sí —contestó Sweeney—. Vamos a suponer, por

ejemplo, que hay una chica con la cual me gustaría pasar la noche.

¿Crees que lo lograría?

—Si lo deseas lo suficientemente, claro que sí, Sweeney. Si

concentras todos tus esfuerzos, directos o indirectos, en lograr tu

propósito, claro que puedes conseguirlo. ¿Por qué no has de poder?

Sweeney se rió nuevamente.

Echó la cabeza hacia atrás y se fijó en el verde oscuro de las

hojas de los árboles. Su carcajada se convirtió en una risilla y

entonces se quitó el sombrero, empezó a abanicarse con él y se

quedó mirándolo como si nunca lo hubiera visto; luego le limpió el

polvo cuidadosamente con la manga de la chaqueta y trató de darle

su forma original. Y hacia esto con la misma concentración que una

niña enhebrando una aguja.

Dios tuvo que repetir la pregunta antes de que Sweeney lo

oyera. Pero como se trataba de otra pregunta tonta, Dios no

esperaba contestación verbal. Se limitó a ofrecerle la botella.

Pero Sweeney no la aceptó. Se: colocó el sombrero

nuevamente, se puso de pie y, guiñándole un ojo al viejo, le dijo:

—No, gracias, compadre. Tengo una cita muy importante.


La estatua del Terror. Traducción Emma E. de Gutiérrez Suarez.

BROWN, Fredric.-

Editorial: Cumbre, 1952, Mexico.

jueves, 18 de mayo de 2023

GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA STENDHAL. FRAGMENTO.




 Las reflexiones de Giuseppe Tomasi di Lampedusa sobre Stendhal

son fruto del ejercicio exigente y apasionado de la lectura. Este

breve y bellísimo ensayo nos proporciona el placer de ahondar en

los secretos de la obra de Stendhal, en una aproximación que

destaca los valores estéticos que emergen de la anécdota literaria.

Nos permite además contemplar a contraluz cómo la prosa límpida

de Lampedusa revela los acentos y los gestos, el sentido de la

elipsis, la penetración y la sutileza en el análisis de una escritura en

la que él mismo se reconoce, formulando así de paso la poética de

su propia obra.

PARA todos los amigos de Stendhal, las páginas que siguen serán

un verdadero deleite. Por un lado, encontraremos en ellas cuanto de

placentero y esencial probamos en este escritor a la vez desaliñado

y genial. Por otro lado, veremos clarificados magistralmente todos

aquellos aspectos de sus libros que nos resultaban oscuros, que no

acertábamos a comprender. Pero si además el que confirma y

clarifica nuestra pasión por la obra de Stendhal es otro escritor que

también se cuenta entre nuestros predilectos, miel sobre hojuelas.

Stendhal y Lampedusa pertenecen a esa raza de escritores

fidelísimos a su propia voz, casi secretos en su tiempo (recordemos

el prólogo de Giorgio Bassani a II Gatopardo, en el que se nos

recuerda que la intelectualidad italiana descubre casualmente a

Lampedusa en 1954, durante un encuentro de escritores en San

Pellegrino Terme); escritores que van a contracorriente porque al

expresar en soledad cuanto sus ánimos sienten no están «a tono»

con sus coetáneos, con la literatura que se hace en su tiempo. Ellos

viven intensamente, hacen Arte y lo expresan, pero no saben (o no

quieren saber) que el gusto literario se guía a su alrededor por

criterios de moda, por directrices impuestas.

Es también significativo que escriba sobre Stendhal —uno de los

más ciegos y apasionados amigos de Italia— un italiano; un italiano

de ese sur que (por expresarlo con las irónicas palabras del propio

Stendhal) c’est l’Empire des Tures, ese sur en el que l’ltalie est finie.

Es significativo que un escritor que amaba el estilo del Código Civil y

que pretendía odiara la poesía y a los poetas, sea iluminado por la

palabra de un lector del sur, por el autor de II Gattopardo.

Lampedusa se ha acercado a la obra de Stendhal con

reverencia, pero también con la altivez del que se sabe digno.

Lampedusa sabe que él no es Stendhal, que a veces no se explica

con genio en sus «lecciones», pero también sabe sacar a la luz, sin

compasión, las tretas y el cinismo de que el autor de Le Rouge et le

Noir se sirve para entramar sus deliciosas páginas. Lampedusa es

la antítesis del pedante erudito de turno, mas sabe dejarnos entrever

su cultura excepcional. En ningún caso se aproximará a los textos

de Stendhal para aburrirnos; sólo lo hará como un simple lector que

goza enormemente con las lecturas y relecturas de su escritor

favorito. Quizá Lampedusa no recuerda con certeza la página o el

capítulo que comenta, algo que naturalmente le perdonamos. Nos

basta, por el contrario, con que nos demuestre que es un

excepcional conocedor de la novela del siglo XIX (por subrayar uno

de sus más certeros saberes) o que sepa citar puntualmente a

Goethe o a Freud en alemán cuando el caso lo requiere. «Stendhal

—nos dice el escritor siciliano— ha logrado resumir una noche de

amor en un punto y coma». Y, luego, nos pone el ejemplo. ¿Cabe

una más preciosa y amorosa muestra de acierto y originalidad

crítica? Lampedusa nos devuelve con extremada sencillez el goce

de leer y de apreciar los libros en cuanto éstos tienen de placentero.

No hay en su exposición criterios dogmáticos, aunque en ningún

momento renuncié a sus propias razones de gusto. Poco le importa

al crítico que el autor haya entrado a saco en algunos de los autores

que le precedieron. (¿No lo hizo ya antes Shakespeare con

Plutarco?).

En consecuencia, lo importante es la transmutación (il felice

sortilegio) que se opera en sus textos y que es consustancial a todo

creador de genio. No es la armazón del libro, ni su tema, ni su

desarrollo, lo más importante; el genio se revela en ese halo peculiar

que tienen sus obras, en esa sensación de placer que despiertan

sus tramas y, en concreto, en La Cartuja de Parma, cuando

precisamente se nos habla en ella de cosas terribles; esa avidez

que se adueña de la mente del lector; ese mundo realísimo

transmutado por el sueño del poeta (sí, del poeta, diga lo que diga

Stendhal desde su tumba) que lo recrea.

Leyendo las páginas que siguen, no sólo conoceremos (y

amaremos) mejor la obra del francés. También podremos tener una

nueva visión de la propia y reducida obra de Lampedusa. Ahora

sabemos mejor por qué se decanta en II Gattopardo una obra

genial, un clásico de nuestros días; veremos por qué brota el áspero

tono de sus frases, la emocionada sobriedad de sus ambientes, el

certero e inolvidable perfil de sus personajes. El genio no brota de la

nada: sabemos muy bien de qué conocimientos y fidelidades nace

una obra maestra como la de Lampedusa.

En su afán de reflejar con gracia el genio de Stendhal,

Lampedusa ha escrito su libro con una libérrima y difícil agilidad. El

traductor leyó el texto, hizo su versión y, al releer ésta una y otra

vez, se encontró con que (como de costumbre) había sido un poco

«traidor». De aquí nace también la originalidad del libro. Hemos

trasladado el mensaje de Lampedusa, pero no hemos tenido más

remedio que revolotear sobre algunas de sus más aladas

expresiones. La lengua que se traduce no es la misma —ni lo será

nunca— que resulta de la traducción. Por eso, nos ceñimos a

parafrasear a Lampedusa para decir que tampoco nosotros

disponemos de su genio. (Él tiene el buen gusto y la pillería de citar

siempre a Stendhal en francés). Estamos, pues, ante un libro

inteligente y delicioso, tan alejado —como todos los libros

inteligentes y deliciosos que en la historia de la literatura universal

han sido— del dogmatismo de los géneros, como de las férreas

imposiciones del gusto. Un sabio y apasionado lector toma allá en el

secreto sur de Sicilia uno de sus libros favoritos del estante de su

biblioteca y lo entreabre al azar. Luego, toma dos o tres notas

ligeras, inconscientemente, atendiendo a lo que sólo conmueve su

ánimo. Más tarde, lo deja y escoge otro libro. Está sintonizando, sin

más, con el escritor. Está captando toda la vida que hay en el sueño

de unas páginas, está imantando todo el sueño que hay en la vida

de un autor irrepetible.

ANTONIO COLINAS

Septiembre de 1988

NOTA A LA PRESENTE EDICIÓN

SÓLO unas palabras para mostrar la satisfacción que me produce

ver reeditado el libro que Lampedusa escribiera sobre Stendhal. Las

traducciones nos producen siempre preocupación y desasosiego,

pero de algunas de ellas nos sentimos especialmente satisfechos.

Así ocurre con la presente, la cual, más allá de sus posibles

imperfecciones, ha despertado en el que la hizo una triple

satisfacción. En primer lugar, porque el traductor (que también es

lector y, a veces, tiene sus predilecciones) se ha ocupado, en este

caso, de Lampedusa y de Stendhal, dos de los escritores que más

admira y que más unidos van a su sensibilidad. Como el autor de La

Chartreuse, me tengo modestamente por milanese de adopción y

algunos de los muchos parajes que él evocara (Milán y sus calles,

los lagos de los prealpi, la ruta hacia Bérgamo, aquella que según él

cruzaba entonces «la región más bella del mundo»), están muy

cerca de mis vivencias.

Luego, porque, releído una y otra vez este libro, muestra el genio

y la originalidad de su autor, tan alejados ambos de la pedantería, el

aburrimiento o la vana erudición. Comprendo también ahora que

quizás esta obra hubiese necesitado de un complemento de notas o

informaciones secundarias, pero hemos preferido entregarlo tal

como su autor lo concibió, con su bella, vivaz y provocadora

desnudez. En fin, me satisface también ver la buena acogida que

esta versión ha tenido entre los lectores. Se cierra con ello para mí

ese triángulo de satisfacciones que, a veces, quizás muy pocas

veces, nos permiten gozar de una obra literaria en toda su plenitud.

A. C.

Agosto de 1996

STENDHAL

TODAS las obras de Stendhal tienen un carácter de máximo interés

y son de primera categoría. Incluso las menores están impregnadas

de su originalísima personalidad, que penetra poderosamente los

esquemas más rancios y, a simple vista, más infecundos. Los

Promenades dans Rome, por ejemplo, son la única «guía de viaje»

que tiene el rango de obra literaria maestra, y el De l’amour revela,

tras su lectura, su cualidad de alta literatura que lo sitúa muy por

encima de ese cúmulo de anécdotas y de reflexiones sobre el amor

que hubiera podido ser, y de las innumerables «physiologies» que

en aquellos años inundaron el mercado librero y a cuyas necedades

ni siquiera el genio de Balzac había podido reaccionar

convenientemente. Cuanto he dicho para estas dos obras vale

también para las consideradas como menores, que no nombro,

todas las cuales poseen un personalísimo acento y todas son,

humana y literariamente, valiosas.

Sin embargo, las dos obras maestras de Stendhal poseen

además una característica más: su carácter poliédrico, es decir, la

posibilidad de ser consideradas desde varios puntos de vista; señal

esta de las obras de absoluta primera categoría, que están

ensambladas de tal forma que logran presentarnos largas y variadas

perspectivas espirituales desde cualquier punto de vista que sean

observadas.

Le Rouge et le Noir y La Chartreuse pueden ser consideradas

como novelas históricas; quiero decir, se entiende, como novelas

que han llegado a ser históricas para nosotros, es decir, como la

completa objetivación de una época que sí, fue la contemporánea

del autor, pero que para nosotros se ha convertido en remota y sólo

perceptible a través del arte.

lunes, 15 de mayo de 2023

FERNANDO VALLESPÍN La sociedad de la intolerancia




 Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política en la Universidad

Autónoma de Madrid. Sus últimos libros son La mentira os hará libres

(Galaxia Gutenberg, 2012), con Máriam Martínez-Bascuñán, Populismos

(Alianza, 2017), y Política y verdad en el Leviatán de Thomas Hobbes

(Tecnos, 2021). Ha publicado también más de un centenar largo de

artículos académicos y capítulos de libros de Ciencia y Teoría política en

revistas españolas y extranjeras, con especial predilección por la teoría

política contemporánea. Colabora habitualmente en el diario El País y la

Cadena Ser. Ha sido presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas,

director del Instituto de Investigación Ortega y Gasset, y es académico de

número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

De las dimensiones de crisis de la democracia liberal, hay una

particularmente aguda: la creciente falta de respeto por la opinión de

quienes no forman parte de nuestro grupo de referencia. Esto lo vemos

continuamente en las redes sociales, en artículos de opinión de la prensa,

incluso en reuniones de amigos. Lo que debería ser un hecho en una

sociedad plural, la serena convivencia de opiniones divergentes sobre la

política u otros aspectos de la vida social, ha dado paso a una

sorprendente animadversión hacia quienes se manifiestan públicamente

sobre algo que no nos gusta o no coincide con nuestra propia posición. Y

no estamos hablando solo del ya habitual «troleo» o los intentos por

denigrar al disidente; lo preocupante comienza a ser la voluntad de señalar

y contribuir a perjudicar a quienes pensamos que sostienen opiniones

«desviadas», como ocurre en lo que ya se conoce como la «cultura de la

cancelación».

El objetivo del libro es tratar de levantar acta de este fenómeno, dónde y

cómo se manifiesta, cuáles pueden ser las causas de esta transformación

en la cultura pública de las sociedades democráticas, y cuáles son sus

consecuencias. El núcleo del análisis gira en torno al significado último de

la virtud de la tolerancia y advierte de los peligros de su progresivo

debilitamiento.


FERNANDO VALLESPÍN

La sociedad

de la intolerancia

Para Sofía,

la recién llegada

Lo nuevo siempre aparece en forma de milagro.

HANNAH ARENDT

Introducción: La erosión de la cultura política liberal

Cuando el delegado del Gobierno en Madrid no autorizó la manifestación

del pasado 8-M, la ministra de Igualdad, Irene Montero, proclamó que se

estaba «criminalizando al feminismo». Quien dictó la prohibición lo hizo,

como es obvio, porque lo exigía la situación sanitaria. Además, era del

mismo partido con el que dicha ministra compartía gobierno. Eso no obstó

para que declarara que quienes denegaron el permiso tenían una «agenda

reaccionaria convenientemente engrasada». Recordemos que en ese

momento Podemos se hallaba en plena disputa sobre el feminismo dentro

de la propia coalición de gobierno, así que cuando hablaba de feminismo,

del «criminalizado», debía de referirse al suyo propio, al que ella deseaba

implantar, visto como el «auténtico», el que «debe ser»: el de los nuestros.

Poco después, en cuestión de días, la Comunidad de Madrid prohibió

que dicha ministra diera una conferencia sobre esos mismos temas en un

instituto. La razón que se dio es que había que evitar que los jóvenes fueran

adoctrinados. En este caso nos encontramos con el reverso de la misma

patología, el presuponer que quien se desvía de lo que para los gobernantes

conservadores de Madrid es la verdadera posición ante el problema debe ser

silenciado. El disidente no opina, «adoctrina». Desde una perspectiva liberal

clásica, lo lógico hubiera sido que a los bachilleres de Madrid se les ofreciera

una muestra de las diferentes posiciones existentes sobre estas cuestiones de

género y el problema de los trans, y que a partir de ahí ellos se construyeran

la suya propia.

No es preciso decir que algo así no se les pasa por la imaginación a

quienes ya poseen un posicionamiento sobre algo que está endurecido, que

es fijo e inalterable. Lo malo es que este mismo síndrome está presente en

casi todo lo que nos encontramos en los debates públicos. Los ejemplos

abundan, y a lo largo de este libro iremos presentando alguno más. Quienes,

para bien o para mal, nos dedicamos a la actividad de estar en los medios de

comunicación lo tenemos ya bien interiorizado, el machaque en las redes

cada vez que se emite alguna opinión que no complace a alguien. Si por un

casual se le ocurre a uno adoptar una actitud «equidistante» o no ajustada a

la tendencia actual de reducir cualquier discusión a una disputa binaria, te

agredirán por los dos lados. No hay salvación posible, te muevas hacia

donde te muevas, siempre habrá alguien que se sienta agraviado por tu

opinión y así te lo hará saber. Algunos con mayor o menor educación; otros,

con total agresividad, con escarnio e incluso insultos. Lo que te pide el

cuerpo al final es quedarte calladito, justo lo que no puedes hacer cuando te

llaman para, precisamente, opinar.

La otra opción, seguida por muchos como mecanismo de defensa o

estrategia de supervivencia, es entrar tú mismo en ese juego y opinar

siempre en contra de alguien. Ya que, diga lo que diga, lo que me espera es la

ducha fría de la descalificación, el mal menor es tomar partido, así al menos

se adquiere el beneplácito de una de las partes. Porque las reacciones no van

solo en una dirección, la de la reprobación pública, también hay verdaderas

olas de aplauso o encomio. Unos te machacan y otros te jalean. Y dentro de

las condiciones en las que opera nuestra economía de la atención, lo

importante es gozar de impacto, aun a costa de tener que renunciar a las

matizaciones o incluso a lo que de verdad se piensa. Lo tengo más que

comprobado: la rentabilidad directa de una columna, por ejemplo, depende

de cuán radical sea el pronunciamiento a favor de alguna de las opciones

enfrentadas, de la visceralidad de la crítica a algún actor político, de la

descripción en blanco y negro. Como el autor se ande con matices, tome

distancia de las partes o zurre a unos y otros, o entre en una exposición más

o menos sofisticada y técnica, la repercusión sobre las redes disminuye

considerablemente.

Desde luego, muchos hacemos caso omiso a esas dinámicas y decimos lo

que nos place, pero si algún día nos dejamos llevar por la pasión o

consideramos que alguien merece algún correctivo serio, en ese caso

enseguida nos sorprende el favorable efecto que encuentra. Y es difícil

sustraerse al chute que proporciona el ser llevado en volandas por los

entusiastas, e incluso el morbo de la reacción destemplada de los críticos.

«Ladran, Sancho, señal que cabalgamos.» Eso, el ladrido, es la condición casi

natural de nuestro nuevo espacio público. El caso es que los incentivos caen

del lado de buscar la bronca, que favorece que lo escrito adquiera una mayor

difusión, y en una cultura tan subordinada a lo cuantitativo y donde la

precariedad es casi el estado natural de cualquier escribidor, hace que las

firmas más leídas se aseguren la permanencia en sus respectivos medios. El

beneficiario de este incentivo perverso es la polarización, la contundencia en

las opiniones, la descalificación visceral de las que no encajan en lo exigido

por el otro bando, la pérdida del matiz. Y, como aquí trataremos de justificar,

el desvanecimiento de la tolerancia, la pérdida paulatina de la capacidad

para aceptar lo que no nos gusta, el quebranto del respeto por el que

discrepa.

Frente a esta queja pueden elevarse algunas objeciones que no son

menores. La fundamental es que va de suyo que emitir una opinión en

público presupone someterse a la crítica. En eso consiste precisamente el

juego democrático. Sin crítica, por muy hiperbólica o destemplada que esta

sea, no hay democracia digna de tal nombre. Esas son las reglas, y si no le

gustan, tiene la piel demasiado fina o carece de espaldas lo suficientemente

anchas para encajarla, más vale que se dedique a otra cosa. ¡Desde luego!

Mas esa no es la cuestión principal. Como aquí trataremos de explicar, el

problema no es que unas posiciones se enfrenten a otras. Todo lo contrario,

es ahí donde las sociedades abiertas encuentran su chispa, en permitir que

florezca una cultura de la discrepancia, y en hacer de esta el impulso

principal para poder ilustrarnos conjuntamente. Uno aprende de quienes

discrepan, de quienes transgreden, no de los afines. Por otro lado, se dirá,

tanto en los medios como en las redes sociales abundan las descalificaciones

mutuas, las agresiones verbales, inclusos los discursos del odio, pero ¿a qué

vienen tantos aspavientos? En definitiva, ¿acaso no es lo que ha ocurrido

siempre? La única diferencia es que hoy, gracias a las redes sociales y a

internet, en general podemos enterarnos de lo que la gente realmente piensa;

antes, sus opiniones estaban siempre distorsionadas por los medios de

comunicación, por los formalismos técnicos de las encuestas de opinión, por

su incapacidad para eludir las mediaciones para acceder al espacio público.

Además, ¿por qué deberían ir estas nuevas prácticas en contra del concepto

de tolerancia? Total, el enfrentamiento de opiniones solo es posible en

realidad bajo las condiciones que ella ampara.

Todo esto es cierto, sin duda, pero con muchos matices importantes.

Afirmar que no existen restricciones a la hora de manifestarse sobre lo

divino o lo humano no tiene que ver necesariamente con la tolerancia, sino

con la libertad de expresión, algo que está garantizado en todos los sistemas

democráticos, aunque este es un campo al que también habremos de aludir.

Y la crítica constante y mordaz tampoco es el problema, ya hemos dicho que

va pegada como una lapa a la democracia. La tolerancia tiene que ver más

bien con cuáles son las reacciones o las actitudes ante lo que se dice o critica

–o lo que alguien es–, al reconocimiento y el respeto del interlocutor, no a

que las opiniones puedan emitirse o no. La tolerancia presupone además que

se está en desacuerdo, muchas veces profundo, con lo emitido –o el ser de

alguien– y que aun así estas diferencias se aceptan y coexisten sin grandes

problemas. De no incorporar dicho elemento del rechazo, el concepto

carecería de sentido, no hace falta tolerar lo que nos deja indiferentes. Luego

lo veremos con calma. A donde quiero llegar ahora es a que hemos ido

perdiendo de vista las implicaciones de dicha virtud, y esto ya es en sí

mismo un síntoma grave. O sea, que cada vez somos más intolerantes sin

saberlo. Y esto está empezando a tener importantes efectos.

Unas palabras sobre el título. Hay todo un género ensayístico que se vale

de títulos como «La sociedad de...». Los ejemplos abundan: La sociedad del

espectáculo (C. Débord), La sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), La

sociedad del miedo (H. Bude) o, más recientemente, La sociedad decadente

(R. Douthat) o La sociedad de las singularidades (A. Reckwitz). Y podríamos

mencionar una buena decena más, por referirnos solo a autores conocidos.

La idea central detrás de estos títulos es poner el foco sobre un aspecto de la

vida social o política que no suele merecer la atención que debiera, aportar

un diagnóstico sobre nuestro mundo a partir de alguna tendencia tan

relevante como novedosa. Dada la actual imposibilidad de dar cuenta del

todo, se elige un elemento que se considera relevante para, a partir de ahí,

ofrecer algo así como un destello reflexivo que nos pueda ilustrar sobre

alguna pauta del cambio social y político.

Esto y no otra cosa es a lo que aquí aspiramos, sacar a la luz una

tendencia –quizá no del todo percibida en toda su profundidad– para

enhebrar un análisis que inevitablemente nos debería conducir más allá de

lo que anticipa el título. Porque el análisis que aquí emprendemos desea

darle vueltas a una hipótesis; a saber, que el aspecto quizá más notable de la

tan cacareada crisis de la democracia tiene que ver sobre todo con la

progresiva erosión de la cultura política liberal. La amenaza no viene, como

siempre tendemos a decir, de los «hombres fuertes» populistas; su más

formidable enemigo es mucho más sutil y casi inapreciable porque se arraiga

en comportamientos y actitudes que poco a poco van erosionando ese tejido

imprescindible que sostenía las instituciones y prácticas democráticas y

permitía presentarnos como «sociedades abiertas». El debilitamiento y el

abandono progresivo de algunos elementos de dicha cultura es lo que

precisamente favorece la caída en actitudes populistas. No es el único factor,

desde luego, pero su importancia no debe subestimarse.

El principal elemento de la cultura liberal que se halla en peligro es, por

reconducirlo a una única palabra, la tolerancia. Consideramos que este

concepto ofrece un magnífico marco de discusión sobre nuestras actuales

diferencias políticas, morales e identitarias, porque su principal función

consistía, en efecto, en permitir que pudieran ser arbitradas y resueltas sin

generar fisuras en la convivencia. Su doble cara de dispositivo a la vez

pragmático y normativo lo hacían idóneo como mecanismo integrador de

sociedades cada vez más plurales y diversas. Aludir a que algo en este

intangible podría no estar funcionando debería alertarnos porque

presupone que podríamos estar perdiendo uno de los principales

instrumentos que nos cohesionan, un magnífico diluyente de los conflictos e

incluso una forma de vida, aquella que nos permite vivir en libertad dentro

de nuestras discrepancias.

Ocurre, sin embargo, que no basta con afirmarlo, habrá que aportar

alguna evidencia, algo difícil dado que carecemos de estudios empíricos que

den cuenta de todas y cada una de las dimensiones que abarca el concepto.

Hay algunos que lo tocan de forma indirecta, como el nivel de polarización

política existente en algunas sociedades, pero la polarización puede ser un

síntoma, aunque no explica toda la enfermedad. Es uno de tantos aspectos

que correlacionan con la intolerancia, pero tampoco nos lleva demasiado

lejos. En otros estudios se pregunta sobre cuestiones tales como hasta qué

punto el entrevistado se siente libre de opinar sobre determinados temas,

que muestran también resultados inquietantes. Siempre cabe la duda,

empero, de qué valor exacto otorgar a esos u otros datos similares. Aquí nos

aventuramos, pues, por territorio minado. Y es también la causa de que

hayamos elegido la forma del ensayo, no la del tratado de ciencia política. Su

destinatario es el ciudadano común, no el colega académico. Y a él o ella nos

dirigimos en aplicación de una de las funciones que John Rawls atribuía a la

teoría política, ayudar a que los ciudadanos puedan orientarse en su propio

mundo social y político. Judith Shklar lo presenta con más contundencia: no

se trata de decirles lo que deben pensar o dejar de pensar, sino de asistirles a

la hora de «acceder a una noción más clara sobre lo que ya saben y lo que

dirían si consiguieran encontrar las palabras adecuadas». Es decir,

acompañar al ciudadano en esa siempre difícil tarea de desentrañar nuestro

mundo político.

A parte de recurrir a un lenguaje llano y libre de la jerga especializada, lo

que nos ha resultado más difícil en un objeto como este es la multiplicidad

de interrelaciones e interconexiones temáticas; todo está conectado con todo

lo demás, casi en cada epígrafe habría que haber hecho referencia a lo que se

contiene en los otros. Cartografiar los datos del presente siempre es

complicado, nos falta perspectiva. Aun así, algún orden había que

introducir, aunque pueda ser discutible el que al final hemos elegido. Como

ya tienen el índice, el hilo escogido preferimos presentarlo ahora a partir de

las preguntas principales que nos han ido guiando a lo largo de este viaje.

Recuerden que la primera y fundamental giraba en torno a la posible

erosión de la cultura política liberal y, en particular, de la tolerancia. Por eso

era importante comenzar por preguntarnos cuándo y por qué hemos dejado

de entendernos, ¿qué pasa con nuestra conversación pública, por qué es tan

patológica? Y aquí es inevitable recurrir a las transformaciones sufridas en

nuestro espacio público, a las nuevas condiciones de la comunicación

introducidas por la incorporación del medio digital, donde se percibe una

preocupante incapacidad para ofrecer una descripción del mundo

mínimamente objetiva y compartida para, a partir de ella, negociar nuestras

muchas discrepancias.

El segundo grupo de preguntas aborda otro aspecto decisivo: ¿dónde se

percibe de forma más nítida la erosión de la que hablamos? Esto hemos

creído encontrarlo en la actual dinámica caracterizada por el tránsito del

pluralismo al tribalismo, cuando las opiniones se endurecen y «moralizan» y

se hacen inmunes a la crítica, o se entra en una encarnizada polarización

entre bloques. El resultado es que todo ello deriva en una belicosidad que

desemboca en eso que se ha dado en llamar la «cultura de la cancelación»,

uno de los más extraños y preocupantes fenómenos políticos a los que

estamos asistiendo en nuestros días, pero que afecta a uno de los principales

dogmas liberales, la libertad de expresión. Todo esto no sería comprensible

si no accedemos, aunque sea de forma esquemática, a otra de las señas de

nuestro tiempo: la cuestión de las identidades. En efecto, si el pluralismo

deviene en tribalismo y el individualismo se disuelve en identitarismo,

podemos haber entrado ya en el comienzo del final de las sociedades

liberales.

El tercer bloque se ocupa de desarrollar lo que estaba implícito en los

anteriores, pero era preciso especificar: el concepto de tolerancia. No

podremos hacerlo en toda la complejidad que posee, pero esperamos que,

sobre el trasfondo de lo anterior, sirva para sostener la tesis central de este

trabajo, nuestro tránsito hacia la sociedad de la intolerancia. Ahí veremos

cómo el debilitamiento de estas prácticas apunta hacia una grave puesta en

cuestión de nuestros fundamentos normativos, los propios de la filosofía

política liberal, que parecen haber perdido su anterior solidez y eficacia. No

en vano, ellos se encargaban de definir los límites de lo tolerable e

intolerable. Quizá fuera excesivo decir que las otrora sólidas distinciones

que dotaban de armazón a nuestros sistemas liberal-democráticos estén

siendo deslegitimadas, pero es innegable que gran parte de la actual

contenciosidad política gira en torno a su redefinición y contestación, en

todo o en parte.

En un trabajo de estas características, no hemos podido entrar en cuáles

son las causas de este proceso, aunque todo apunta a que esta nueva

sociedad tecnológica, globalizada y sujeta a las contradicciones provocadas

por la economía neoliberal –desigualdad, emigraciones, refugiados– han

contribuido a tensionar a los sistemas políticos de la democracia liberal, que

ya desde antes venían mostrando señales de fatiga y una cierta incapacidad

para adaptarse a los nuevos tiempos. Y aquí el rebrote de los populismos

puede entenderse como uno de sus principales signos. Si, como trataremos

de argumentar, se nos resquebraja dicho consenso normativo, ¿qué es lo que

nos unifica, qué nos cohesiona? Porque las sociedades plurales y diversas

precisan de algún cemento normativo, algún terreno común, algunos

principios que permitan la convivencia de tanta diversidad y consigan sumar

voluntades para hacer frente a los formidables desafíos del futuro.

La cuestión final reside en indagar hasta qué punto estaremos entrando

en una sociedad posliberal. Aunque no hay apenas diferencias semánticas,

preferimos este término al de iliberal porque consideramos que ha sido muy

contaminado por la disputa en torno a los populismos. Un sistema iliberal

sería aquel en el que se han producido ya de hecho recortes en cuestiones

tales como la independencia judicial o el control de los medios de

comunicación; en el posliberal estos presupuestos institucionales subsisten,

pero las bases sobre las que se asentaban, esa cultura política de la que antes

hablábamos, comienzan a ponerse en cuestión. Es una distinción artificiosa,

desde luego, pero puede contribuir a llamar la atención sobre algo de lo que

solo se toma conciencia cuando ya es demasiado tarde.

Y esto nos conduce a un último punto en el que no he tenido tiempo de

entrar, pero que dejamos apuntado: si la tesis es correcta y caminamos hacia

sociedades posliberales, ¿no será todo esto síntoma de un cierto «cansancio

civilizatorio»? En su libro La sociedad decadente, el agudo periodista y

escritor conservador Ross Douthat plantea la tesis de que podríamos estar

entrando en una decadencia «débil», sin grandes transformaciones o

ambiciones civilizatorias, pero sin que tampoco se produzca una caída

brusca, un dulce «más de lo mismo» carente de épica y con un continuo

arrastre de los mismos problemas a lo largo del tiempo; eso que otros han

preferido llamar la «sociedad del estancamiento» o del fin de la modernidad

lineal. Casi sin percibirlo, habríamos dado ya el salto hacia un nuevo

paradigma. Confiemos que uno de los rasgos de este nuevo ciclo no sea el

que aquí hemos tratado de detectar.

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