Esta figurilla maravillosamente ejecutada por un artista,
representando un desnudo de mujer completamente aterrorizada,
fué la clave del asesinato brutal de tres mujeres. ¡Y el modelo para
esa figurilla trágica, era la misteriosa muchacha a quien Guillermo
Sweeney, amaba! Sweeney era un veterano periodista y reportajista
de Chicago, que jamás se había enamorado. Pero cuando entre
otros nocturnos curiosos miró a través de las puertas de aquél
edificio de apartamentos y vió a la misteriosa mujer con una herida
sangrante, su corazón dió un vuelco. En el vestíbulo del edificio,
tambaleante y medio desnuda, estaba la hermosa mujer rubia
hermosa hasta lo increíble, desde la cima de su cabellera hasta la
punta de los dedos de sus pies, de uñas exquisitamente pintadas. Y
al lado de ella, su perro policía mostrando los feroces colmillos a la
multitud curiosa. Cuando los ojos de Sweeney se cruzaron con los
de la muchacha, el periodista tuvo la sensación de que ya su destino
quedaba para siempre ligado al de ella. Para salvar a la muchacha
del destripador que aterrorizaba Chicago, Sweeney lanzóse a
descubrir la estatua, clave de tres asesinatos, y esa aventura situó
al periodista cara a cara con la muerte y el más sorprendente
desenlace.
CAPÍTULO I
Nunca se sabe lo que a un irlandés borracho puede ocurrírsele.
Solamente cabe aventurar suposiciones, en cuyo caso el margen
para éstas es infinito.
Usted puede enumerarlas por el orden de sus probabilidades.
Las más susceptibles de producirse son fáciles de enumerar. Por
ejemplo: es posible que el irlandés se tome una copa más, que riña
con alguien, que pronuncie un discurso o que emprenda un viaje en
tren… Desde este punto, anote usted en orden descendente la lista
de probabilidades de menor importancia: que el irlandés compre un
bote de pintura verde, derribe a hachazos un árbol, baile la danza
del abanico, cante el himno inglés “Dios salve al Rey…” o robe un
instrumento musical… Y así tiene usted la probabilidad de continuar
enumerando, de mayor a menor, todas las extravagancias que el
irlandés beodo sea capaz de realizar, y eventualmente podrá llegar
al fondo rocoso de lo improbable que consiste en esto: que el
irlandés tome una resolución… y la cumpla.
Sé muy bien que esto parece increíble, pero eso es exactamente
lo que sucedió. Un tipo llamado Sweeney, que vivía en Chicago,
tuvo una vez esta ocurrencia. Para poder cumplirla, hubo de
atravesar por verdaderos charcos de sangre y de café negro, pero la
cumplió. Quizás bajo el punto de vista ordinario su resolución no era
muy buena, pero no es eso lo que importa. El hecho es que la
cumplió.
Como la verdad es a veces un poco elusiva, tendremos que
empezar con algunos rodeos. La verdad no siempre se amolda a un
patrón determinado. Por ejemplo: la frase “Un irlandés borracho
llamado Sweeney”; esa es una frase precisa, como muchas otras.
Pero la verdad misma no es siempre tan sencilla.
En realidad, este sujeto sí se llamaba Sweeney, pero era
solamente cinco octavas partes irlandés y sólo estaba tres cuartas
partes borracho. Es lo más que puedo aproximar la verdad a un
molde exacto, y si esto no le agrada al lector, ya puede dejar el libro
ahora mismo. Si no lo deja, quizás de todos modos se arrepienta,
pues esta novela no tiene nada de agradable. Está compuesta con
asesinatos, mujeres y licores, juego y prevaricaciones. Se ha
cometido un asesinato antes de empezar la historia misma, y se
comete otro después de que ésta termina; el relato empieza con una
mujer desnuda y termina con otra mujer desnuda, lo cual constituye
un buen principio y un buen fin, pero todo lo que sucede entre estos
dos eventos no es nada agradable. Que no diga el lector que no se
lo advertí. Pero si después de todo esto aún quiere seguir leyendo,
volvamos al tipo llamado Sweeney.
Cierta noche de verano, Sweeney estaba sentado en un banco
del parque, junto a Dios. Dios le simpatizaba mucho a Sweeney,
aunque no siempre le sucedía lo mismo con otras personas. Dios
era un viejo alto y flaco, que tenía una barba corta, enmarañada y
manchada de nicotina. Su nombre completo era Diosdado, y al decir
su nombre completo lo hago con las reservas del caso, pues nadie,
ni aun el mismo Sweeney, sabía a ciencia cierta si este era su
nombre de pila o su apellido. El viejo estaba un poco chiflado, pero
no mucho. Quizás no más chiflado de lo que era usual en los
vagabundos de su edad que vivían en el lado norte de Chicago y
que, cuando el estado del tiempo lo permitía, se pasaban los días en
el parque llamado Jardín de los Chiflados. Este parque tiene otro
nombre, pero es aún menos apropiado que el de Jardín de los
Chiflados. Está situado entre las calles Clark y Dearborn, un poco al
sur de la nueva Biblioteca Newberry; cuando menos esa es su
ubicación horizontal. Verticalmente, se encuentra mucho más cerca
del infierno que del cielo. Lo que quiero decir es que, aunque está
brillantemente iluminado con la luz de los faroles, lo llenan de
oscuridad las sombras de tantos hombres derrotados por la vida que
duermen por las noches en sus duros bancos.
Habían dado ya las dos de la mañana en esa noche de verano y
el Jardín de los Chiflados estaba silencioso y quieto por fin. Ya se
habían marchado los oradores ocasionales, y los paseantes que no
eran habituales del parque hacía mucho que se habían retirado a
dormir. Los vagabundos dormían sobre el césped y sobre los
bancos. Se habían anudado fuertemente los cordones de los
zapatos para evitar que se los robaran durante la noche. La
posibilidad de que les sacaran el dinero de los bolsillos no les
preocupaba: no tenían dinero. Y por eso podían dormir tranquilos.
—¡Ay, Dios! —empezó Sweeney—. ¡Quién tuviera otra copa! —
Empujó el maltrecho sombrero unos centímetros más atrás sobre su
sucia cabeza.
—Yo también quisiera una copa —contestó Dios—. Pero no lo
ansío suficientemente…
—Otra vez con ese cuento —refunfuñó Sweeney.
—Es cierto, Sweeney —contestó Dios, sonriéndose un poco—;
tú bien sabes que es cierto. —Sacó una arrugada cajetilla de
cigarros del bolsillo de la chaqueta y le ofreció uno a Sweeney;
luego encendió otro para sí.
Sweeney aspiró el humo hondamente. Se quedó mirando fijo al
hombre que dormía en el banco de enfrente, y luego alzó los ojos un
poco más allá, hacia las luces de la calle Clark. Tenía la vista un
tanto empañada por la bebida y las luces le parecían tener una
aureola, pero Sweeney sabía bien que esto era falso. Sentía calor y
estaba cubierto de sudor, como el parque, como la ciudad misma.
Se quitó el sombrero y empezó a abanicarse con él. Entonces, un
impulso habitual en quien está solamente tres cuartas partes
borracho, le obligó a dejar de abanicarse y a examinar el sombrero.
Hacía una semana que éste había sido nuevo; lo había comprado
cuando aún trabajaba en La Hoja. Ahora, más bien parecía que lo
había recogido de un basurero, pues las ruedas de un auto le
habían pasado por encima, se le había caído en una cloaca lodosa y
muchos pies lo habían pisoteado. Sweeney se sentía exactamente
como si él mismo fuese el sombrero.
—¡Dios! —murmuró, y no se dirigía a Diosdado. Tampoco se
refería a nadie más. Se colocó el sombrero nuevamente—. Ojalá
pudiera dormir —dijo, y se puso en pie—. Voy a caminar unas
cuantas cuadras. ¿Vienes?
—¿Y arriesgo perder este banco? —le preguntó Dios—. No,
Sweeney, prefiero dormirme aquí. Ya nos veremos. —Dios se acostó
de lado sobre el banco y colocó la cabeza en la curva de su brazo.
Sweeney refunfuñó un poco y luego comenzó a andar por la
acera que conduce a la calle Clark. Se bamboleaba un poco, pero
no mucho. Caminó a través de la noche, yendo hacia el sur por la
calle Clark, y cruzó la avenida Chicago. Pasó frente a muchas
tabernas, y al verlas pensó que no tenía siquiera dinero para una
copa. Se cruzó con un policía y éste lo saludó: “Hola, Sweeney”, y
Sweeney le contestó: “Hola, Pedro”; y siguió andando.
Mientras caminaba, recordó su reciente conversación,
especialmente aquella parte referente a la teoría favorita de
Diosdado. El condenado viejo tiene razón, pensó… Uno puede
conseguir lo que se proponga si lo desea con suficiente
vehemencia. Pudiera haberle dado un sablazo a Pedro y habría
conseguido hasta cincuenta centavos o un dólar, si lo hubiera
deseado suficientemente. Quizás mañana.
Pero todavía no, aunque se sentía exactamente como una
cuerda de violín que está demasiado tirante. Maldita sea; ¿por qué
no le había dado el sablazo a Pedro? Necesitaba un trago;
necesitaba unas seis copas más; digamos un cuarto de litro más, y
entonces disfrutaría del sueño que proporciona la bebida. ¿Cuándo
había dormido por última vez? Trató de recordar, pero todo le
parecía borroso. Solamente recordaba que se había quedado
dormido en un sótano, allá por la calle Hurón, cerca del tren
elevado, y que era de noche; pero no sabía si se trataba de la noche
anterior o la anterior a ésa. ¿Qué había hecho ayer?
Cruzó la calle Hurón y luego la de Erie. Pensó que quizás, si
seguía caminando hacia el centro de la ciudad, todavía encontraría
a algunos de los reporteros de La Hoja en el bar de la calle
Randolph donde se congregaban y posiblemente uno de ellos le
prestaría algo. ¿O es que ya había ido antes allí, tan borracho como
estaba ahora? Maldijo lo borroso de su mente y trató de darse
cuenta de si no estaría demasiado borracho como para presentarse
en el bar de la calle Randolph.
Al andar, se fijaba en todos los escaparates, y al ver uno con
espejos se detuvo y se examinó a sí mismo. Decidió que no parecía
estar demasiado borracho. Cierto era que traía el sombrero
maltrecho, que había perdido la corbata y que su traje estaba muy
arrugado; todo eso era natural, pero… Se acercó un poco más al
espejo e inmediatamente se arrepintió de ello, porque era ya
demasiado cerca y se contempló a sí mismo por primera vez en
toda la terrible realidad de su aspecto. Se vió los ojos irritados, la
barba cuando menos de tres días, quizás de cuatro, y el cuello de la
camisa horriblemente sucio. Hacía una semana esa camisa había
sido blanca. Luego se fijó que llevaba muchas manchas en el traje.
Apartó la vista con repugnancia y empezó a caminar
nuevamente. Comprendió que con esa facha no podía pensar en
buscar a ninguno de sus compañeros del periódico. Quizás se
habría atrevido a hacerlo cuando todavía se encontraba un poco
más presentable, pero no en estas condiciones. Quizás también se
atreviera más tarde, cuando ya no le importara su apariencia. Y al
comprender que así sería dentro de uno o dos días, empezó a
renegar de sí mismo mientras caminaba. Se aborrecía, odiaba a
todo y a todos porque se odiaba a sí mismo.
Atravesó la calle Ontario, cruzando la densa noche. Maldecía en
voz alta mientras caminaba, pero no se daba cuenta. “El Gran
Sweeney Marchando a Través de la Noche”, pensó, y trató de
apartar sus pensamientos para no verse a sí mismo en perspectiva,
mas no lo logró. Recordó con desagrado su imagen en el espejo, y
ahora se sentía aún peor, pues se aunaba al recuerdo el mar olor
que despedía su cuerpo sucio y sudoroso. No se había quitado la
ropa que llevaba puesta desde que… ¿Cuándo fué que la casera le
negó la entrada a su propio cuarto de la calle Ohio? Maldita sea, si
seguía caminando al sur pronto se encontraría en el centro de la
ciudad. Desvió sus pasos hacia el este. ¿Adónde iba? ¿Y qué más
daba? Acaso llegara a cansarse si andaba lo suficiente y quizás así
pudiera dormir. Pensó que sería conveniente no alejarse mucho del
parque, para así tener un lugar donde dormir cuando quisiera
hacerlo.
¡Por todos los diablos!, pensó, haría cualquier cosa por una
copa, cualquier cosa que no fuera ir a buscar a alguna persona
conocida; cuando menos, no lo haría en la facha en que andaba, ni
sintiéndose como se sentía.
Alguien se aproximaba por la acera. Era un hermoso joven que
llevaba una chaqueta a cuadros. Sweeney, cerró los puños. ¿Qué
pasaría si le diese un golpe a ese afeminado, si le quitase la cartera
y echase a correr? Pero nunca antes había hecho una cosa así y
sus reacciones eran lentas. El afeminado, caminando por la orilla de
la acera, ya había pasado, alejándose antes de que Sweeney
pudiera decidirse.
Un coche venía rodando muy despacio por la calle. Sweeney vió
que era un automóvil de patrulla con dos policías. Sintió que se le
doblaban las rodillas al pensar que lo hubieran cazado si hubiera
asaltado al petimetre. Concentró todos sus esfuerzos en caminar
derecho y en aparentar estar menos borracho de lo que estaba. De
repente se fijó en que aún iba refunfuñando entre dientes y se calló
la boca. Si se dejaba arrestar ahora, mañana pasaría un verdadero
infierno en la cárcel, sin una copa. Pero la patrulla siguió adelante
sin detenerse.
Vaciló un poco al llegar a la altura de la calle Dearborn, luego
decidió regresar al norte, por la calle State, y dobló hacia el este. Un
tranvía pasaba rodando sobre sus ruedas metálicas y le pareció
como si se tratase del fin del mundo. Un taxi vacío cruzaba la calle y
por un momento Sweeney pensó en abordarlo para ir a la calle
Randolph. Podía decirle al chofer que lo esperara mientras él
entraba en el bar a pedir dinero prestado. Pero, ¡qué diablos!, el
chofer, al ver la facha en que andaba, probablemente no le haría
caso. Bueno, de todos modos ya era demasiado tarde pues el coche
ya se había alejado.
Dobló hacia el norte por la calle State. Cruzó la calle Erie y luego
la Hurón. Se sentía ya un poco mejor; no mucho, pero sí un poco.
Calle Superior. “El Superior Sweeney”, pensó. “Sweeney Marchando
a Través de la Noche, a Través del Tiempo…”.
De repente, se fijó en un grupo de curiosos que se agolpaban
frente a la puerta de entrada de un 'edificio de apartamientos que
quedaba cuadra y media más adelante.
No eran muchos aquellos curiosos. Una docena escasa de
personas. Tipos que encontraría uno por la calle State, norte, a las
dos y media de la madrugada, parados frente a un edificio, mirando
al interior a través de la puerta de cristales. Sweeney escuchó un
ruido que no pudo identificar de momento. Casi le parecía que era el
gruñido de un animal.
Sweeney no aceleró sus pasos. Pensó que quizás solamente se
tratara de algún borracho que se había caído o golpeado, y que
estaba allí tirado inconsciente —o muerto— hasta que viniera la
ambulancia y lo recogiera. Lo más probable era que estuviese
tendido en un charco de sangre; no habría tantos curiosos si
solamente estuviera desmayado. Los borrachos comunes y
corrientes abundaban demasiado en esta zona de Chicago. La idea
de la sangre no atraía a Sweeney. Había visto suficiente sangre
durante sus tiempos de reportero policíaco; tanta como para no
querer volver a ver más. Como aquella vez en que llegó pisándole
los talones a la policía cuando entraba en el salón de billar de la
calle Towsend, en donde cuatro narcómanos habían llevado a cabo
una orgía de sangre a navajazo limpio.
Sin acercarse a ver lo que sucedía, trató de dar la vuelta en torno
al grupo de curiosos. Ya casi lo había logrado, cuando tres cosas lo
obligaron a detenerse; dos de ellas eran sonidos extraños y la
tercera era un silencio.
El silencio era el mutismo del gentío…, si se puede llamar gentío
a una docena de personas agrupadas de dos en fondo frente a una
puerta de un par de metros de ancho. Uno de los sonidos era el de
la sirena del automóvil de la policía, a media cuadra de distancia. Se
acercaba por la avenida Chicago hacia el norte, y pronto doblaría
por la calle State. Sweeney se dió cuenta entonces que lo que
estaba dentro del vestíbulo era nada menos que el cuerpo del delito.
Y si era así, y la policía estaba por llegar, no le convenía que lo viera
alejándose de la escena del crimen. Pero si se quedaba allí
curioseando en vez de alejarse, seguramente se concretarían a
darle un empellón y a decirle que se largara, y entonces podría
marcharse. El otro sonido era una repetición del que había oído
momentos antes, y ahora podía percibirlo claramente por encima del
silencio de la gente y bajo el chillido de la sirena; era efectivamente
el gruñido de un animal.
La suma total de estos tres sonidos fue más fuerte que su
voluntad, y aun tomando en cuenta lo que sucedió después, no se
puede culpar a Sweeney por detenerse a ver lo que ocurría.
En un principio todo lo que podía ver era una docena de
espaldas distintas. Tampoco podía oír nada más que el gruñir del
animal que tenía delante y el aullar de la sirena que venía detrás. El
automóvil de la patrulla aminoraba ya su velocidad para detenerle
frente al edificio.
Algunos de los curiosos se apartaron de la puerta de cristales del
edificio, quizás obligados, fuese por el ruido del coche o por el
gruñido del animal. Sweeney logró entonces ver la puerta…, y a
través de la puerta. No se podía distinguir muy bien porque no había
luz dentro del vestíbulo. La única iluminación era proporcionada por
los faroles de la calle.
El perro fué lo primero que distinguió, porque estaba parado más
cerca de la puerta, mirando hacia fuera. Pero, ¿era un perro? Debía
serlo, ya que esto ocurría en Chicago; pero si uno se lo hubiese
encontrado en el campo diría que se trataba de un lobo, de un lobo
enorme y sumamente feroz. El animal estaba parado como a un
metro de distancia más allá de la puerta, con las patas tiesas en
actitud de acecho; tenía erizados los pelos del cuello, y al gruñir
mostraba afilados colmillos que parecían medir, cuando menos, tres
centímetros de largo. Sus ojos centelleaban con reflejos de fuego
amarillo.
Sweeney sintió un escalofrío cuando su mirada se cruzó con los
ojos color topacio del animal. Esos ojos parecían atravesar con su
mirada amarilla y salvaje los ojos enrojecidos y fatigados de
Sweeney.
Esa mirada casi le cortó la borrachera, y apartó la vista, nervioso,
para ver qué era lo que estaba tirado en el suelo dentro del
vestíbulo, un poco atrás del perro. Se trataba del cuerpo de una
mujer, y estaba caído boca abajo sobre la alfombra.
No uso la palabra cuerpo con ligereza. Aun en la penumbra, sus
blanquísimos hombros brillaban sobre un traje blanco, escotado,
que moldeaba cada una de sus bellas curvas a la perfección…, al
menos aquellas curvas visibles cuando una mujer está tirada boca
abajo…, y esta visión casi le cortó el resuello alcohólico a Sweeney.
No podía verle la cara, porque la coronilla de su dorada y bien
peinada cabellera apuntaba hacia él, pero comprendió que su cara
debía ser hermosa. Tenía que serlo; cuando una mujer posee un
cuerpo tan bello como aquél, tiene que ser la poseedora de un
rostro igualmente bello.
Le pareció que ella se movía ligeramente. El perro comenzó a
gruñir otra vez; era un sonido grueso, que apenas si se oía sobre el
chirriar de los frenos del automóvil de patrulla que se detenía frente
al edificio. Sweeney escuchó, sin volver la cara, cuando se abrió la
portezuela del coche, y oyó después los recios pasos de los
policías. Una mano se posó sobre su hombro, empujándolo
bruscamente hacia un lado, y una voz autoritaria preguntó: “¿Qué es
lo que pasa aquí? ¿Quién llamó a la patrulla?…”. Pero la voz no se
dirigía precisamente a Sweeney y éste no contestó; ni siquiera se
volvió. Nadie contestó.
Sweeney se tambaleó un poco por el empujón, pero luego
recobró el equilibrio. Aun podía ver lo que pasaba dentro del edificio.
El hombre uniformado de sarga azul marino traía en la mano una
linterna; apretó el botón y dirigió el rayo de luz a través de los
cristales dentro del vestíbulo. El haz de luz centelleó en los ojos
amarillos y salvajes del perro, arrancó reflejos dorados del pelo rubio
de la mujer y resaltó el brillo de sus blanquísimos hombros y del
vestido.
El hombre de la linterna también parecía haberse quedado sin
aliento. Silbó suavemente entre dientes, pero no preguntó nada. Dio
un paso hacia adelante e hizo ademán de abrir la puerta.
El perro cesó de gruñir y se agazapó para saltar. Su silencio era
mucho peor que su gruñido. El hombre del traje azul retiró la mano
de la puerta como si ésta lo hubiera quemado.
—¡Qué demonios! —exclamó. Se llevó la mano hacia el lado
izquierdo del traje, pero no sacó la pistola. Se volvió para ver al
pequeño grupo de curiosos y nuevamente preguntó—: ¿Qué pasa
aquí? ¿Quién llamó por teléfono? ¿Qué le pasa a esa mujer…, está
borracha, enferma, o qué?
Nadie contestó.
—¿Es de ella ese perro? —preguntó.
Todos guardaron silencio. Se le acercó un hombre de traje gris.
—Cálmate, David —le dijo—; no queremos matar al can, a
menos que sea necesario.
—Está bien —contestó Traje Azul—. Tú abres la puerta y
acaricias al perro mientras yo cuido a la dama. Pero no me digas
que eso es un perro; es un lobo o un demonio, o qué se yo…
—Bueno. —Traje Azul hizo ademán de abrir la puerta, y retiró la
mano bruscamente cuando el perro se agazapó de nuevo y mostró
los afilados colmillos.
Traje Azul se echó a reír.
—¿Qué te dijeron por teléfono? —preguntó—. Tú contestaste la
llamada.
—Pues nada más que había una mujer desmayada en el
vestíbulo. No mencionaron al perro. Un tipo llamó desde el bar de la
esquina y dió su nombre.
—Querrás decir que te dió un nombre —contestó cínicamente
Traje Azul—. Mira, si yo estuviera seguro de que esa mujer
solamente está borracha, podríamos llamar a los de la Sociedad
Protectora de Animales para que se lleven al perro. Ellos saben
cómo tratarlos. A mí me gustan los perros, y no quisiera verme
obligado a matar a ese. Probablemente la mujer esa es su dueña y
él cree que la está protegiendo.
—No solamente lo cree —contestó Traje Gris—. La está
protegiendo. A mí también me gustan mucho los perros, pero yo no
aseguraría que ese animal es un perro. Bueno…
Traje Gris empezó a quitarse la chaqueta.
—Bien —dijo—. Me cubriré el brazo con la chaqueta y cuando tú
abras la puerta y el perro míe salte encima le daré un culatazo.
—¡Mira!… La mujer se está moviendo.
La mujer, en efecto, empezó a moverse. Levantó la cabeza.
Empezó a erguirse apoyándose en las manos, y Sweeney observó
que llevaba puestos unos largos guantes blancos que le llegaban
más arriba del codo. Levantó la cabeza hasta que sus ojos
quedaron mirando fijamente al haz de luz de la linterna.
Su rostro era bellísimo. Pero sus ojos parecían nublados, como
si fuese ciega.
—¡Caramba, qué borrachera se trae la niña! —comentó Traje
Azul—. Mira, Enrique, a lo mejor si le das un culatazo matas al perro
y alguien te puede armar un escándalo. Si el perro es de esta niña,
ella misma te lo armará cuando se le pase la borrachera. Yo
esperaré aquí y la vigilaré mientras tú te comunicas con la jefatura
por radio-teléfono y les pides que nos manden a alguien de la
Sociedad Protectora de Animales, y que traigan una red o lo que se
use para estos casos y…
Un grito ahogado que salió de varias gargantas calló a Traje Azul
tan súbitamente como si alguien le hubiera tapado la boca con la
mano.
Apenas si se oyó la palabra “sangre” susurrada por alguno de los
presentes.
La mujer trató de incorporarse débilmente, como si estuviera
aturdida. Dobló las rodillas bajo el cuerpo y se alzó con las manos
hasta que los brazos le quedaron rectos. El perro se situó
rápidamente junto a ella, y Traje Azul lanzó una maldición y, al ver
que el animal acercaba su hocico a la cara de la mujer, sacó la
pistola de la funda que llevaba bajo el brazo.
LIMBRICK
Pero antes de que
terminara de desenfundar el arma, el perro, con su larga y roja
lengua y gimiendo, empezó a lamer la cara de la mujer.
Los dos detectives hicieron un rápido movimiento hacia la puerta,
y el perro se volvió, agazapado, y gruñó nuevamente…
Pero la mujer seguía incorporándose. Todos podían ver ahora la
sangre…, una mancha alargada en la parte delantera de su traje de
noche blanco, precisamente sobre el abdomen. Bajo la luz de la
linterna, daba la impresión de que todo aquello era un acto teatral o
que sucedía en la pantalla de un aparato de televisión,
representando un programa de misterio…, y ahora se distinguía
claramente un tajo como de doce centímetros de largo sobre la
blanca tela del vestido, en el mismo centro de la mancha roja.
—¡Jesús, un navajazo! —exclamó Traje Gris—. ¡Esto es obra del
Destripador!
Cuando los dos detectives trataron de acercarse a la puerta
empujaron a Sweeney a un lado. Pero él pudo seguir observando la
escena por encima de sus hombros; se había olvidado por completo
de la idea que había tenido minutos antes de largarse lo más
rápidamente posible. En ese momento podría haberse marchado y
nadie se habría fijado en él.
Traje Gris se había quedado como paralizado en el momento de
quitarse la chaqueta, y la tenía aún medio puesta. Por fin le dió un
tirón, y al hacerlo golpeó a Sweeney en la barba con el hombro.
—Llama una ambulancia y al Departamento de Homicidios,
David —su voz más bien parecía un ladrido—. Yo trataré de hacer
doblar al perro.
De nuevo golpeó a Sweeney en la barbilla al sacar su propia
pistola de la funda bajo el brazo izquierdo. Ya con el arma en la
mano, su voz pareció normalizarse y empezó a dar órdenes:
—Abre la puerta, David —ordenó—. El perro se quedará quieto
un minuto cuando se agazape para saltarte encima, y creo que
tendré un tiro limpio. Quiero ponerlo fuera de combate.
Pero no llegó a apuntar con la pistola y David no abrió la puerta.
En esos momentos empezó a suceder algo que parecía increíble, y
Sweeney no lo olvidaría nunca…, como no lo olvidaría tampoco
ninguno de los quince espectadores que para entonces se hallaban
congregados frente a la puerta.
La mujer había colocado la mano en la pared, junto a la hilera de
buzones y timbres. Se esforzaba por ponerse de pie, y su cuerpo
estaba ya erguido, pero aun descansaba sobre una rodilla. El blanco
rayo de la linterna enmarcaba la escena como un reflector de teatro,
haciendo resaltar la blancura de su cutis, de los guantes y del
vestido y el rojo de la mancha ovalada de su sangre. Sus ojos aun
parecían aturdidos. Sweeney pensó que quizás se debiera al
choque nervioso, ya que la herida no parecía ser muy profunda,
pues de haberlo sido habría sangrado muchísimo más. La mujer
cerró los ojos y, tambaleándose un poco, se incorporó y quedó de
pie.
Entonces sucedió lo más increíble de todo aquello.
El perro caminó suavemente y se irguió sobre sus patas traseras
detrás de la mujer, pero sin tocarla. Los dientes del animal buscaron
y encontraron algo en la espalda del traje blanco y luego dieron un
ligero tirón. Ese algo, según resultó ser después, era la pequeña
borla de seda blanca que remataba el cierre de cremallera del
vestido.
El traje cayó a los pies de la mujer, como una nube blanca en
forma de círculo. No traía nada debajo del vestido; estaba absoluta y
totalmente desnuda.
Nadie se movió durante lo que pareció ser una eternidad,
aunque sólo fueron breves segundos. Un ligero temblor de la
linterna en la mano de Traje Azul era el único movimiento que se
veía.
Las rodillas de la mujer se doblaron suavemente y su cuerpo se
hundió como si estuviera demasiado cansada para sostenerse.
Quedó tendida dentro del círculo blanco que minutos antes había
cubierto su cuerpo.
En ese mismo instante sucedieron varias cosas: Sweeney
recobró el resuello. Traje Azul apuntó cuidadosamente al perro y
apretó el gatillo. El perro cayó y se quedó quieto en el vestíbulo, y
entonces Traje Azul abrió la puerta y entró al edificio.
—Llama la ambulancia, Enrique —ordenó a su compañero—, y
luego le amarras las patas a este maldito perro. No creo que lo haya
matado; solamente lo atonté.
Sweeney se apartó del grupo y nadie se fijó en él mientras se
alejaba hacia el norte por la calle Delaware y luego dobló al oeste
hacia el Jardín de los Chiflados.
Diosdado no estaba ya en el banco, pero no podía andar muy
lejos, puesto que aquél aun estaba vacío y en las noches de verano
los bancos se ocupan inmediatamente. Sweeney se sentó a esperar
que regresara el viejo.
—Hola, Sweeney —Dios lo saludó, y se sentó junto a él—.
Conseguí medio litro. ¿Quieres un trago?
Era una pregunta tonta y Sweeney no se molestó en contestarla;
se limitó a tender la mano. Dios tampoco esperaba contestación;
solamente le alcanzó la botella. Sweeney tomó un largo trago.
—Gracias —dijo por fin—. Oye, Dios; era hermosísima. Era la
chica más hermosa que he visto en mi vida… —Tomó otro trago de
la botella y se la devolvió al viejo—. Daría mi brazo derecho… —
empezó.
—¿Quién? ¿De qué se trata? —Dios le preguntó.
—La mujer. Iba caminando hacia el norte por la calle State y… —
Guardó silencio, comprendiendo que no podría describir la escena
que había presenciado—. No me hagas caso —dijo—. Oye, ¿dónde
conseguiste la botella?
—Me fui pidiendo un par de cuadras —suspiró el viejo Dios—. Te
dije que si quería un trago lo suficientemente podría conseguirlo; es
que antes de esto no lo deseaba lo bastante para hacerlo. Uno
puede conseguir lo que quiera si se lo propone…
—Estás loco —contestó Sweeney automáticamente. Pero de
repente se echó a reír—. ¿Cualquier cosa? —preguntó.
—Lo que tú quieras —contestó Dios dogmáticamente—. Es lo
más fácil del mundo, Sweeney. Nada más fíjate en los hombres
ricos. ¡Pero si el tener dinero es lo más fácil del mundo, cualquiera
puede hacerse rico! Basta con desear el dinero más que ninguna
otra cosa en la tierra. Concentra todos tus esfuerzos en hacerte rico
y lo conseguirás. Pero si hay alguna otra cosa que desees más que
el dinero, no lograrás éste.
Sweeney se rió suavemente. Estaba muy contento. Todo lo que
necesitaba era el trago que acababa de tomar. Le llevaría la
corriente al viejo Diosdado y se enfrascaría en la discusión de olí
tema favorito.
—¿También las mujeres? —preguntó.
—¿Qué quieres decir… también las mujeres? —los ojos de Dios
parecían ya un poco nublados, pues empezaba a estar borracho.
Cuando se emborrachaba hablaba con un acento bostoniano que
después olvidaba el resto del tiempo—. ¿Quieres decir si puedes
conseguir a una mujer en particular?
—Claro que sí —contestó Sweeney—. Vamos a suponer, por
ejemplo, que hay una chica con la cual me gustaría pasar la noche.
¿Crees que lo lograría?
—Si lo deseas lo suficientemente, claro que sí, Sweeney. Si
concentras todos tus esfuerzos, directos o indirectos, en lograr tu
propósito, claro que puedes conseguirlo. ¿Por qué no has de poder?
Sweeney se rió nuevamente.
Echó la cabeza hacia atrás y se fijó en el verde oscuro de las
hojas de los árboles. Su carcajada se convirtió en una risilla y
entonces se quitó el sombrero, empezó a abanicarse con él y se
quedó mirándolo como si nunca lo hubiera visto; luego le limpió el
polvo cuidadosamente con la manga de la chaqueta y trató de darle
su forma original. Y hacia esto con la misma concentración que una
niña enhebrando una aguja.
Dios tuvo que repetir la pregunta antes de que Sweeney lo
oyera. Pero como se trataba de otra pregunta tonta, Dios no
esperaba contestación verbal. Se limitó a ofrecerle la botella.
Pero Sweeney no la aceptó. Se: colocó el sombrero
nuevamente, se puso de pie y, guiñándole un ojo al viejo, le dijo:
—No, gracias, compadre. Tengo una cita muy importante.