domingo, 14 de mayo de 2023

POESÍA REUNIDA Philip Larkin FRAGMENTO.

 




 POESÍA REUNIDA 

Philip Larkin

 

Versiones de Damián Alou y Marcelo Cohen 

Edición a cargo de Damián Alou

 

 

 

 

 

 

 

 

 


LA POESÍA DE UNA EXPERIENCIA

Durante las décadas de 1960, 1970 y principios de los ochenta, Philip Larkin fue el poeta de la literatura inglesa, un poeta conocido y leído y, en cierto modo, «comercial». Cuando Las bodas de Pentecostés, el libro que le hizo famoso, se publicó por primera vez en Inglaterra el 28 de febrero de 1964, Larkin recibió de su editor inglés, Faber & Faber, un anticipo de 75 libras (el máximo pagado hasta entonces por un libro de poemas) y royalties del 10 por ciento hasta los 2.000 ejemplares, del 12,5 hasta los 4.000 y del 15 a partir de esa cifra. Enseguida se demostró que la inversión había merecido la pena: los primeros 4.000 ejemplares se vendieron en dos meses; en el año siguiente se vendieron otros 3.000, y en los seis años posteriores se hicieron dos ediciones más.

Philip Larkin había debutado en el mundo de las letras con El barco del norte (The North Ship), en 1945, un libro que aparece ahora relegado a un apéndice denominado «Early Poems» en sus Collected Poems, y del que Larkin afirma en una entrevista: «Eran poemas muy juveniles, nacidos de la lectura de Yeats, etcétera». Aparte de Yeats, sus poemas universitarios habían sido deudores de D. H. Lawrence o directamente pastiches de Auden. Y como él mismo confesaría, lo que le había atraído de W. B. Yeats no había sido tanto su mitología, su simbolismo, su contenido, como su música.

Pero en 1946 iba a tener lugar un hecho que cambiaría radicalmente la concepción poética de Larkin, mostrándole otro camino que casaba mejor con su temperamento: la lectura de los Choosen Poems de Thomas Hardy. Larkin nos cuenta que hasta la lectura de ese volumen había conocido tan solo al Hardy novelista, y los pocos poemas que había leído de él le habían parecido «deprimentes». Pero aquella lectura alumbró un poeta totalmente nuevo. Andrew Motion lo expresa nítidamente en su biografía de Larkin:

Casi de inmediato su fiebre celta remitió y su universo poético quedó trastocado. En lugar de simbolismo encontró fidelidad a los hechos familiares; en lugar de música grandilocuente encontró el sonido de una mente exigente pensando en voz alta; en lugar de retórica elevada encontró una modesta atención; en lugar de un anhelo de trascender encontró una inmersión total en las cosas cotidianas.*

Quizá con más intuición que conciencia, Larkin comprendió que el simbolismo y el vanguardismo que habían hecho de T. S. Eliot la referencia de la poesía anglosajona del primer tercio de siglo tocaban a su fin, y que en lugar de seguir ese lenguaje que mitologizaba los hechos más prosaicos (esa mezcla de cotidianidad y metafísica tan característica de La tierra baldía) debía crear una poética menos pretenciosa, más arraigada en su experiencia única y singular. Ya en 1949 esbozaba esa poética en un sencillo poema titulado «Modestias», cuya primera estrofa nos dice:

Las palabras sencillas como alas de pájaro

no mienten,

no adornan las cosas

por timidez.

Naturalmente, esa «timidez» es todo lo contrario de la actitud intelectualmente arrogante de Eliot o Auden, por no hablar de Ezra Pound. Un personaje tan retraído como Larkin, con un sentido del humor tan peculiar y con una profunda aversión hacia cualquier cosa que atufara a modernidad, ya fuera poesía, pintura o jazz (la música que más le gustaba), prefería centrar su poesía en los hechos observables, en una suerte de fenomenología comentada. Oigamos al propio Larkin hablando de Hardy (y, de carambola, de sí mismo):

No es un escritor trascendente, no es un Yeats, no es un Eliot; sus temas son los hombres, las vidas de los hombres, el tiempo y el paso del tiempo, el amor y el apagarse del amor […] Cuando me topé con Hardy experimenté la sensación de que no me obligaba a entregarme a una concepción de la poesía ajena a mi vida, algo a lo que quizá me estaba empujando Yeats. Podía permanecer dentro de los confines de mi propia vida y escribir desde ahí. Hardy te enseñaba a sentir más que a escribir […] y te enseñaba también a tener confianza en lo que sentías.*

Eso es toda una declaración poética, que llevará a la práctica y teorizará en su primer libro cien por cien larkiano: Engaños (The Less Deceived), publicado en noviembre de 1955 en The Marvell Press y que marcó un giro decisivo en la carrera y en la personalidad de Larkin. Nos cuenta su biógrafo:

Anteriormente había sido casi un don nadie, ahora era alguien; anteriormente había sido humillado por pequeñas editoriales, ahora una de ellas le convertía en alguien especial; anteriormente había sufrido sus fracasos en soledad, ahora era capaz de dramatizarlos para el público. Todas las caras, voces, actitudes, creencias, chistes y opiniones que habían evolucionado mientras alcanzaba la madurez quedaban de repente contenidas en la personalidad que el público decidió que era «él». Como las características que posteriormente describió en «Dockery e hijo», se endurecieron hasta ser todo lo que tenía.*

Por obra y gracia de un libro que contenía apenas veintinueve poemas, Larkin había conseguido comenzar a hacerse un hueco en la Historia de la Literatura, y lo había logrado dando un giro radical a lo que había sido el canon imperante de la poesía inglesa. Harold Bloom diría que la influencia que le provocaba ansiedad era la de Eliot, y quizás en ello pensaba Larkin al afirmar: «Mis poemas se explican tan bien solos que cualquier comentario sería superfluo. Todos derivan de cosas que he visto, pensado o hecho, y dudo que entre sus temas haya nada extraordinario».* (Y más adelante, siendo ya famoso, añadiría: «Creo que deseamos que la vida y la obra sean coherentes. Supongo que en última instancia lo son, pues las dos se refieren a la misma persona. Eliot diría que no, pero yo creo que Eliot se equivoca».)* Se acabaron los poemas que precisan glosas, interpretaciones, notas al pie y erudiciones varias. Larkin no disfraza nada, pues lo que a él le interesa es la verdad, por cruda que sea: en la fotografía que nos propone de la vida no hay retoques ni embellecimientos: es de un blanco y negro contrastado, casi quemado en algunas zonas, quizá porque intuía que, aunque la vida es en color, el blanco y negro es más realista.

Lo que probablemente Larkin comprendió al leer a Hardy fue que no había que avergonzarse del dolor, ni del fracaso, ni de la angustia, tres fantasmas que le habían rondado hasta que llegó a ser alguien.

Larkin había nacido el 9 de agosto de 1922 en el seno de una familia acomodada de Coventry, y no conoció la privación. Estas son sus impresiones de su infancia (que en el poema «Llegada» califica de «tedio olvidado»): «No querría que nadie pensara que no sentía aprecio hacia mis padres […] Pero al mismo tiempo eran personas difíciles, y ser felices no era su fuerte. Y esas cosas se pegan».* No sabemos mucho más de los detalles, pero sí que durante toda su vida Larkin sintió verdadera aversión por los niños –a los que retrata de manera no muy favorable en «Llévese uno para los niños», y a los que califica de «egoístas, ruidosos, crueles y vulgares»–,* y que cultivó una fobia a la vida en pareja que duró hasta su muerte. Su tartamudez y su voz de pito no le hicieron el más popular de la escuela, pero su talento a la hora de imitar a sus profesores sí le granjeó amistades y respeto. Estudió en Oxford entre 1940 y 1943, donde escribió mucho y olvidable, y donde al construirse –según la idea de Diderot– la estatua mental de lo que sería posteriormente, se vio como un artista. En Oxford trabó una estrecha amistad con Kingsley Amis (más conocido hoy día como padre de Martin Amis), fortalecida por la pasión que ambos compartían por el jazz.

La miopía salvó a Larkin de ir a la guerra, y en 1943 estaba en Wellington, Shropshire, ejerciendo de bibliotecario. Allí conoció a Ruth Bowman, con la que inició una relación que en 1946 se entrelazó con la que mantuvo con Monica Jones, profesora de la Universidad de Leicester, la biblioteca en la que en ese momento trabajaba. Por entonces ya había publicado su primera novela, Jill (1946), y aún publicaría otra: A Girl in Winter, en 1947.

La década de los cincuenta resultó clave en la vida de Larkin: en 1950 aceptó un empleo en la biblioteca de la Queen’s University de Belfast. En Las bodas de Pentecostés perfila esa experiencia en el poema «La importancia de otro lugar»: la idea del extrañamiento, la libertad que provoca el anonimato, el poder ver su vida con distancia. Posteriormente relataría que en Belfast había disfrutado de las mejores condiciones para escribir. De hecho, ahí fue donde compiló y escribió gran parte de Engaños, y en el poema «Llegadas, salidas» evoca su entrada por mar en esa ciudad.

El año de 1955 no fue solo decisivo en su carrera como escritor, sino también en su vida profesional: además de publicar el libro que le pondría «en el mapa», fue contratado como bibliotecario por la Universidad de Hull, ciudad en la que permanecería el resto de su vida y a la que dedica el poema que abre Las bodas de Pentecostés, «Aquí»: un viaje elegíaco en el que el Aquí no es solo la existencia física, sino un estado de ánimo en el que «la existencia no tiene límites: / mira al sol, reservada, inalcanzable». Ahora era alguien en el mundo literario y tenía un empleo honrado que le permitía no verse obligado a ganarse la vida «haciendo de escritor», circunstancia que, para un poeta, implicaba dedicarse a labores que poco o nada tenían que ver con escribir poemas, como dar conferencias o hacer lecturas públicas, dos cosas que Larkin detestaba. En cuanto al hecho de vivir a mitad de camino de Escocia, en un rincón oriental de Inglaterra, casi en la periferia del mundo, tampoco parecía preocuparle:

La verdad es que me da igual dónde viva: siempre y cuando pueda satisfacer unas pocas y simples necesidades –paz, silencio, no pasar frío–, me da igual dónde esté. En cuanto a Hull, me gusta porque está lejos de todo. De camino a ninguna parte, como alguien lo expresó. Se halla en medio de esta solitaria región, y más allá de esta solitaria región solo está el mar. Eso me gusta.

Me encantan todos esos americanos que se suben al tren en King’s Cross con la idea de venir a darme la tabarra, y luego miran todos los transbordos que tienen que hacer y deciden ir a Newcastle a darle la tabarra a Basil Bunting.*

Larkin había conseguido lo que para él era un gran triunfo: una soledad física y espiritual que, como dice en «Aquí», «clarifica». Y de este proceso de clarificación surge lo que casi diez años después de Engaños, en 1964, será su segundo libro de poemas de pura cepa larkiniana: Las bodas de Pentecostés. Como ya hemos mencionado, el libro tuvo buenas ventas y una excelente acogida crítica, y en 1965 le fue concedida a Larkin la Medalla de Oro de la Reina. Si Engaños le había puesto «en el mapa», Las bodas de Pentecostés incrementó su territorio y le dio a este realce y fosforescencia.

He dicho que el libro tuvo una excelente acogida crítica, aunque también es forzoso mencionar que reunió un puñado de entusiastas detractores, que calificaron y seguirían calificando tercamente el mundo de Larkin de limitado, tópico o vulgar. La respuesta que Larkin les dedica merece reproducirse: «Me gustaría saber en qué mundo infestado de dragones viven esos tipos que les permite utilizar con tanta libertad la palabra “tópico”. Elefantes rosados, quizá».* Larkin siempre reivindicó e insistió en que su vida había sido vulgar, sin nada espectacular ni digno de mención: no había escalado montañas ni cazado leones ni llevado una vida licenciosa. Como subraya en su poema autobiográfico «Recuerdo, recuerdo», no fue un niño prodigio ni un escritor precoz. Las suyas eran las ocupaciones y preocupaciones del hombre corriente, con lo que quería dar a entender que ese era precisamente su mérito: dragar materia poética donde los demás solo veían cotidianidad gris, limitada, tópica, vulgar. Y para abordar esa cotidianidad desarrollará su poética –no abiertamente, pues es el enemigo número uno del didactismo– en tres poemas: «Modestias» (de 1949, no recogido en libro), «Si, mi amada» (de 1950 e incluido en Engaños) y «No envíe dinero», escrito en 1962 e incluido en Las bodas de Pentecostés. Como ya he mencionado anteriormente, la palabra clave de la poética de Larkin es «Verdad»: esas palabras que «no mienten» de «Modestias»; ese «incesante recital / entonado por la realidad, lardeado de términos técnicos, / todos con la doble yema del sentido y la refutación del sentido» que podría ver su amada si saltara dentro de su cabeza en el poema «Si, mi amada»; y ese «granizo de los hechos» que le da a la vida «una forma que nadie ve», tal como le revela en «No envíe dinero» el Tiempo, esa personificación que ya encontramos en los poemas de Hardy y que, a falta de un Dios u otro sucedáneo en que creer, le sirve a Larkin para mantener ese instructivo diálogo, aunque al final esa verdad no sea más que «un trillado e intransferible / anuncio de bragueros».

Ese improperio que le lanza Larkin a la verdad forma parte de ese doble pensamiento que ha mencionado en «Si, mi amada», esa «doble yema del sentido y la refutación del sentido»: ese mandar «a tomar por culo» la verdad solo puede hacerse si adoptas una mirada realmente afinada y eres capaz de ver las cosas como son y de reírte de todo, incluso de ti mismo, como en «Picos pardos». Porque si algo parece separar al Poeta del hombre vulgar, parece decir Larkin, es que este se somete y acaba creyéndose los engaños que empañan el espejo en que nos miramos y nos impiden ver lo que somos –el falso orgullo, el falso prestigio, la falsa caridad–, mientras que el Poeta tiene como misión desenmascararlos y mostrarlos sin disfraces. El título de su primer libro auténticamente larkiniano, Engaños, no es en vano: así se titula un poema, «Engaños», que es una cruda exposición del engaño del deseo sexual. Pero es un tema que recorre todo el libro: el engaño o las estrategias que uno utiliza para no engañarse, como vemos en «Razones para asistir», «El siguiente, por favor», «Lo que ocurrió» o «Poesía de la partida».

En su siguiente libro, Las bodas de Pentecostés, también encontramos numerosos ejemplos: el inolvidable «Mr Bleaney», que se engaña pensando que esa «caja alquilada» en la que vive es un hogar; la protagonista de «Canciones de amor en la vejez», que cree que podrá recuperar su juventud a través de unas viejas partituras; esos seres crédulos de «Curación por la fe», que por un momento han depositado su fe en un curandero; «A Sydney Bechet», donde se expone una sucesión de concepciones falsas y superficiales de Nueva Orleans; el engaño de la vida de los libros en «Estudio de los hábitos de lectura»; la desilusión metafísica de la vida en «Dockery e hijo» e «Ignorancia»; el burdo artificio de la publicidad en «Belleza esencial». En todos los casos el Poeta está allí, como diría Luis Izquierdo, para «dar respuesta», en una Misión a veces tan molesta, para el Poeta y para los demás, como la de esos aguafiestas que, al mando de Neo, pretenden desvelar el perfectísimo espejismo de Matrix y mostrar una realidad sórdida y desabrida.

No es que Larkin sea sórdido ni desabrido, ni tampoco que se entregue a una morbidez enfermiza. Aparte de la Verdad, también nos habla de la Belleza: «Todo poema comienza siendo veraz o hermoso. Entonces intentas que los veraces parezcan hermosos, y los hermosos veraces […] Cuando digo hermoso me refiero a que la idea original parecía hermosa. Cuando digo veraz, me refiero a que algo me restregaba los nudillos contra la nuca y yo me decía: “Dios, tengo que decir esto, he de encontrar las palabras y hacerlo lo más hermoso posible”».* Y lo cierto es que entre sus poemas hay muchos realmente hermosos: «Viento de bodas», «Llegada», «Partida», el extraordinario «En la hierba», «Aquí», «Las bodas de Pentecostés», «MCMXIV», «Dockery e hijo», «Tardes», «Una tumba para los Arundel», «Al mar», «Dublinesca», «Ventanas altas». Pero no se trata de una belleza contemplativa ni paisajística, ni procede de ese lenguaje tan self-conscious que algunos escritores ingleses pretenden hacer pasar por estilo. La belleza de los poemas de Larkin no reside en otra cosa que en la verdad de la experiencia relatada, en su manera de partir del detalle, de fijarlo, de precisarlo, y de saber pasar, a veces con un leve paso y a veces con una cabriola sintáctica –pienso en «Ambulancias» o en «Mr Bleaney»– a una observación general acerca de la vida que nunca es desatinada, nunca deja indiferente. Larkin es un poeta que mima al lector porque quiere ser comprendido y compartido. No oculta nada bajo la manga ni tiene claves secretas. Su obsesión por rimar y estructurar perfectamente sus poemas a veces le lleva a soluciones rebuscadas, o en ocasiones aparece con algún símbolo traído por los pelos, como la «bestial visera» de «No envíe dinero». Pero es un maestro de todas las suertes, capaz de bordar el poema breve en joyas como «Alambradas» o «Por poco» o de mantener la tensión de poemas tan extensos como «En la iglesia», «Las bodas de Pentecostés», «Aquí», «Los viejos bobos», «Sábado de feria» o ese testamento existencial que es «Albada». Si en Engaños logra su deseo de «crear un nuevo lenguaje para sí mismo»,* en Las bodas de Pentecostés lo refina y lo lleva a su máxima expresión, al componer un libro que, por variedad, fibra emocional y desarrollo retórico, es quizás el más perfecto de los tres libros de poemas de madurez que publicó.

Antes de su muerte publicaría otro libro de poemas, Ventanas altas (High Windows), en 1974, su mayor éxito de ventas y el que le convirtió en monumento nacional. Sus escritos ocasionales y para la prensa se reunieron en Required Writing, aparecido en 1983, y sus críticas de jazz –con sus mamporros al bebop y al free– se recogieron en libro en 1970 con el título de All What Jazz. Aún aparecería, en 2001, otro libro misceláneo con el título Further Requirement. En 1973 se editó su The Oxford Book of Twentieth Century English Verse, una antología de la poesía inglesa del siglo XX que despertó una de esas polémicas fariseas que tanto nutren la literatura y la política. En el Times Litterary Supplement del 29 de noviembre de 1977 se publicó su último poema importante, «Albada», en el que habla de «la muerte infatigable, ahora un día más cerca, / que borra todo pensamiento excepto / cómo y dónde y cuándo moriré».

Murió el 2 de diciembre de 1985.

Harold Bloom, al comentar su lista de autores canónicos del siglo XX, incluye a Larkin y a Robert Lowell con cierta reserva, y afirma que su presencia dependerá de que futuros poetas los confirmen como canónicos «al encontrarse con que son influencias ineludibles».* Es este un tema que dejo a los críticos, aunque estoy seguro de que un anglófilo como Jaime Gil de Biedma debió de leerlo y disfrutar con su descarnamiento. Podemos decir en favor de Larkin que siempre se mostró mordazmente cruel con los académicos (véase su poema «Naturalmente la fundación correrá con los gastos») y provocadoramente conservador («Oh, adoro a la señora Thatcher. Reconocer que si no tienes dinero para una cosa no puedes comprarla: esa es una idea que llevaba muchos años desaparecida»),* que nunca creyó en las exégesis («¡Oh, por amor de Dios, no se estudia a los poetas! Los lees y piensas: Qué maravilla, ¿cómo lo ha hecho? ¿Podría hacerlo yo? Y así es como aprendes»)* ni en la literatura de segunda mano («Los poemas no proceden de otros poemas, salen de uno mismo, de la vida»),* que fue un gran aficionado a la pornografía y que es capaz de dejar estupefacto al entrevistador de la Paris Review cuando este le pregunta si conoce a Borges, el otro poeta bibliotecario de fama en ese momento (1982), con la siguiente respuesta: «¿Quién es Jorge Luis Borges? El escritor-bibliotecario que a mí me gusta es Archibald MacLeish».*

La traducción de poesía suele dar pie a comentarios absurdos: que si se prima más el sentido que el sonido o viceversa, que por qué no se ha rimado, que… en fin. Nunca se prima el sentido sobre el sonido, ni viceversa, porque en el lenguaje humano ambas cosas no pueden separarse. Lo más importante en poesía es que oigamos la voz del poeta como si fuera un buen doblaje: nunca será lo mismo, pero puede llegar a conmovernos o divertirnos igual. El lenguaje de Larkin nunca es chillón ni machacón, y a veces su rima es tan sutil que pasa desapercibida. Sin embargo, poemas como «Sapos» o «Egoísta es el hombre» la reclaman a gritos para que nos llegue su efecto: la risa.

En una reseña radiofónica observaba Larkin que «la poesía debería comenzar con una emoción en el poeta, y acabar con esa misma emoción en el lector. El poema no es más que el instrumento de transferencia».* Si en los poemas que ahora tiene en sus manos el lector consigue disfrutar de su humor, de su sinceridad, incluso de su amargura, habré cumplido con mi parte de la transferencia.

DAMIÀ ALOU


 NOTA A LA EDICIÓN

Aunque este volumen no recoge propiamente la poesía completa de Philip Larkin, puede decirse que reúne el corpus esencial de su obra madura, la que comprende el ciclo de sus libros Engaños, Las bodas de Pentecostés y Ventanas altas. A ellos se les ha añadido una selección de los mejores poemas dispersos.

Damià Alou ha traducido Engaños, así como los poemas dispersos, y ha revisado además la versión de Las bodas de Pentecostés que hizo para Lumen en 2007. La traducción de Ventanas altas, debida a Marcelo Cohen, es la misma que se publicó en Lumen en 1989. Todas las notas a los poemas son de Damià Alou.

Para la fijación del texto original y otras cuestiones, se ha tenido en cuenta la última edición más solvente de la poesía completa de Larkin: The Complete Poems, Archie Burnett, ed., Nueva York, Farrar, Strauss and Giroux, 2012.


 

 POESÍA
 REUNIDA

 

 ENGAÑOS

 

A Monica Jones


 LINES ON A YOUNG LADY’S PHOTOGRAPH ALBUM

At last you yielded up the album, which,

Once open, sent me distracted. All your ages

Matt and glossy on the thick black pages!

Too much confectionery, too rich:

I choke on such nutritious images.

My swivel eye hungers from pose to pose –

In pigtails, clutching a reluctant cat;

Or furred yourself, a sweet girl-graduate;

Or lifting a heavy-headed rose

Beneath a trellis, or in a trilby hat

(Faintly disturbing, that, in several ways) –

From every side you strike at my control,

Not least through these disquieting chaps who loll

At ease about your earlier days:

Not quite your classe, I’d say, dear, on the whole.

But o, photography! as no art is,

Faithful and disappointing! that records

Dull days as dull, and hold-it smiles as frauds,

And will not censor blemishes

Like washing-lines, and Hall’s-Distemper boards,

But shows the cat as disinclined, and shades

A chin as doubled when it is, what grace

Your candour thus confers upon her face!

How overwhelmingly persuades

That this is a real girl in a real place,

In every sense empirically true!

Or is it just the past? Those flowers, that gate,

These misty parks and motors, lacerate

Simply by being over; you

Contract my heart by looking out of date.

Yes, true; but in the end, surely, we cry

Not only at exclusion, but because

It leaves us free to cry. We know what was

Won’t call on us to justify

Our grief, however hard we yowl across

The gap from eye to page. So I am left

To mourn (without a chance of consequence)

You, balanced on a bike against a fence;

To wonder if you’d spot the theft

Of this one of you bathing; to condense,

In short, a past that no one now can share,

No matter whose your future; calm and dry,

It holds you like a heaven, and you lie

Unvariably lovely there,

Smaller and clearer as the years go by.


 VERSOS SOBRE EL ÁLBUM DE FOTOS DE UNA JOVEN

Al fin sacaste el álbum, que, una vez

abierto, me dejó estupefacto. ¡Todas tus edades

en mate y brillo sobre las páginas negras!

Demasiado dulce, demasiado indigesto:

me ahogan esas imágenes tan nutritivas.

Mi ojo giratorio va de una pose a otra:

con trenzas, agarrando un gato reacio;

o con pieles, una encantadora licenciada;

o levantando una gruesa rosa

bajo un espaldar, con un sombrero de hombre

(un detalle perturbador, por varios motivos):

de todos lados escapas a mi control,

sobre todo acompañada de esos inquietantes individuos

que campan a sus anchas en una época anterior:

yo diría, querida, que no son de tu clase.

Pero ¡oh, fotografía! ¡No hay otro arte

tan fiel y decepcionante! Registra el tedio

como tedio, y las sonrisas forzadas

como fraudes, y no censura imperfecciones

en forma de tendedero o algún anuncio.

Pero muestra renuente al gato, y sombrea

la papada cuando aparece, ¡cuánta gracia

derrama en tu cara la inocencia!

¡Hasta qué punto nos convence

de que eres una chica real en un lugar real,

en todos los sentidos empíricamente cierta!

¿O es solo el pasado? Esas flores, esa verja,

esos parques y coches entre la niebla, afligen

tan solo porque ya no existen; me encoges

el corazón por parecer de otra época.

Sí, cierto; pero al final, seguramente, lloramos

no solo por la exclusión, sino porque eso

nos permite llorar. Sabemos que lo que fue

no nos incitará a justificar

nuestra pena, por fuerte que gritemos

en el abismo entre ojo y página. Y así

te lloro (sin que vaya a tener importancia)

al verte en equilibrio sobre una bici contra una cerca;

me pregunto si advertirías el robo

de esta en bañador; condenso, en suma,

un pasado que ahora nadie puede compartir,

tanto da a quién pertenezca tu futuro; calmo e insípido,

te contiene como un cielo, y tú permaneces

en él invariablemente hermosa,

con los años más pequeña y más nítida.


 WEDDING-WIND

The wind blew all my wedding-day,

And my wedding-night was the night of the high wind;

And a stable door was banging, again and again,

That he must go and shut it, leaving me

Stupid in candlelight, hearing rain,

Seeing my face in the twisted candlestick,

Yet seeing nothing. When he came back

He said the horses were restless, and I was sad

That any man or beast that night should lack

The happiness I had.

Now in the day

All’s ravelled under the sun by the wind’s blowing.

He has gone to look at the floods, and I

Carry a chipped pail to the chicken-run,

Set it down, and stare. All is the wind

Hunting through clouds and forests, thrashing

My apron and the hanging cloths on the line.

Can it be borne, this bodying-forth by wind

Of joy my actions turn on, like a thread

Carrying beads? Shall I be let to sleep

Now this perpetual morning shares my bed?

Can even death dry up

These new delighted lakes, conclude

Our kneeling as cattle by all-generous waters?


 VIENTO DE BODAS

El viento sopló todo el día de mi boda,

y mi noche de bodas fue la noche del vendaval;

la puerta del establo no dejó de golpear,

y él tuvo que bajar y cerrarla, dejándome

como una estúpida a la luz de las velas, oyendo

la lluvia, viendo mi cara en el curvo candelabro,

en realidad sin ver nada. Cuando volvió

dijo que los caballos estaban inquietos, y me entristeció

que aquella noche hubiera un hombre o animal

que no compartiera mi felicidad.

Ahora, de día,

el viento lo agita todo bajo el sol.

Él ha ido a ver la riada, y llevo

un cubo desportillado al gallinero,

lo dejo en el suelo y me quedo mirando. Todo es un viento

que revuelve las nubes y los bosques, que azota

mi delantal y la ropa del tendedero.

¿Puedo soportar que el viento me haga encarnar

la alegría de mis actos, como un hilo ensartado

de cuentas? ¿Podré dormir ahora

que esta mañana perpetua comparte mi cama?

¿Conseguirá secar la muerte

estos nuevos lagos de dicha, impedir que nos arrodillemos

como el ganado junto a sus generosísimas aguas?


 PLACES, LOVED ONES

No, I have never found

The place where I could say

This is my proper ground,

Here I shall stay;

Nor met that special one

Who has an instant claim

On everything I own

Down to my name;

To find such seems to prove

You want no choice in where

To build, or whom to love;

You ask them to bear

You off irrevocably,

So that it’s not your fault

Should the town turn dreary,

The girl a dolt.

Yet, having missed them, you’re

Bound, none the less, to act

As if what you settled for

Mashed you, in fact;

And wiser to keep away

From thinking you still might trace

Uncalled-for to this day

Your person, your place.


 LUGARES, AMORES

No, todavía no he encontrado

el lugar del que pueda decir

Este es mi sitio,

aquí me quedo;

y tampoco a esa persona especial

que enseguida reclame

todo lo que tengo,

incluso mi apellido;

encontrar eso parece demostrar

que no quieres decidir

dónde construir, ni a quién amar;

les pides que te rechacen

de manera irrevocable,

así no será tu culpa

si la ciudad te aburre

o la chica es imbécil.

Y al no encontrarlos, sin

embargo, te obligas a actuar

como si lo que tienes

en realidad te encantara;

y mejor no pensar

que todavía podrías descubrir

a los hasta ahora innecesarios:

tu lugar, tu pareja.


 COMING

On longer evenings,

Light, chill and yellow,

Bathes the serene

Foreheads of houses.

A thrush signs,

Laurel-surrounded

In the deep bare garden,

Its fresh-peeled voice

Astonishing the brickwork.

It will be spring soon,

It will be spring soon –

And I, whose childhood

Is a forgotten boredom,

Feel like a child

Who comes on a scene

Of adult reconciling,

And can understand nothing

But the unusual laughter,

And starts to be happy.


 LLEGADA

Al alargarse la tarde,

la luz, gélida y amarilla,

baña las serenas

fachadas de las casas.

Canta un tordo,

rodeado de laurel

en el jardín ancho y pelado,

y su voz ahora en el aire

asombra a los edificios.

Pronto será primavera,

pronto será primavera…

y yo, cuya infancia

es un tedio olvidado,

me siento como un niño

que aparece en una escena

de reconciliación entre adultos,

y no entiende nada

más que las insólitas carcajadas,

y comienza a ser feliz.


 REASONS FOR ATTENDANCE

The trumpet’s voice, loud and authoritative,

Draws me a moment to the lighted glass

To watch the dancers – all under twenty-five –

Shifting intently, face to flushed face,

Solemnly on the beat of happiness.

– Or so I fancy, sensing the smoke and sweat,

The wonderful feel of girls. Why be out here?

But then, why be in there? Sex, yes, but what

Is sex? Surely, to think the lion’s share

Of happiness is found by couples – sheer

Inaccuracy, as far as I’m concerned.

What calls me is that lifted, rough-tongued bell

(Art, if you like) whose individual sound

Insists I too am individual.

It speaks; I hear; others may hear as well,

But not for me, nor I for them; and so

With happiness. Therefore I stay outside,

Believing this; and they maul to and fro,

Believing that; and both are satisfied,

If no one has misjudged himself. Or lied.


 RAZONES PARA ASISTIR

La voz de la trompeta, sonora y autoritaria,

me acerca un momento al cristal iluminado

y observo a los bailarines –todos de menos de veinticinco–

moverse muy concentrados, las caras coloradas muy juntas,

solemnemente al ritmo de la felicidad.

O eso imagino, al percibir el humo y el sudor,

la maravillosa presencia de las chicas. ¿Por qué estar fuera?

Pero ¿por qué estar dentro? El sexo, sí, pero ¿qué es

el sexo? Seguramente pensar que la parte del león

de la felicidad se alcanza por parejas: craso

error, por lo que a mí se refiere.

Lo que a mí me llama es esa campana alta de áspero badajo

(arte, si quieres) cuyo sonido individual

insiste en que yo también soy individual.

Habla; la oigo; también otros podrían oírla,

pero no por mí, ni yo por ellos; lo mismo ocurre

con la felicidad. Por tanto me quedo fuera

y esto es lo que creo; y ellos se agitan frenéticos,

y creen otra cosa; y los dos quedamos satisfechos,

si no nos hemos juzgado mal. O mentido.

jueves, 11 de mayo de 2023

Mariano José de Larra Fígaro Artículos

  

En apenas diez años, desde las primeras entregas de El Duende Satírico del Día (1828) hasta el pistoletazo con que puso fin a su vida (1837), Mariano José de Larra escribió, con el nombre común de «artículos» y un uso inconfundible del subjetivismo y de la ironía, la prosa de ideas más penetrante de su siglo, en la que conviven formas, géneros y modos como el ensayo, la crítica literaria, la sátira política, la parodia, la narración costumbrista o la carta ficticia.

 


 

 




Mariano José de Larra

 

Fígaro

 

Artículos

 

 


Título original: Fígaro

Mariano José de Larra, 1837

Diseño de portada: José Gutiérrez de la Vega

 

 


 Mi nombre y mis propósitos

 

 

 Figaro. —… Ennuyé de moi, dégoûté des autres… supérieur aux événements, loué par ceux-ci, blâmé par ceux-là; aidant au bon temps, supportant le mauvais; me moquant des sots, bravant les méchants… vous me voyez enfin…

Le comte; Qui t’a donné une philosophie aussi gaie?

Figaro.- L’habitude du malheur. Je me presse de rire de tout, de peur d’être obligé d’en pleurer.

Beaumarchais - Le barbier de Séville, act. I.

 

Mucho tiempo hace que tenía yo vehementísimos deseos de escribir acerca de nuestro teatro, no precisamente porque más que otros le entienda, sino porque más que otros quisiera que llegasen todos a entenderle. Helo dejado siempre, porque dudaba las unas veces de que tuviésemos teatro, y las otras de que tuviese yo habilidad; cosas ambas a dos que creía necesarias para hablar de la una con la otra.

Otras dudillas tenía además: la primera, si me querrían oír; la segunda, si me querrían entender; la tercera, si habría quien me agradeciese mi cristiana intención, y el evidente riesgo en que claramente me pusiera de no gustar bastante a los unos y disgustar a los otros más de lo preciso.

En esta no interrumpida lucha de afectos y de ideas me hallaba, cuando uno de mis amigos (que algún nombre le he de dar) me quiso convencer, no sólo de que tenemos teatro, sino también de que tengo habilidad; más fácilmente hubiera creído lo primero que lo segundo, pero él me concluyó diciendo: que en lo de si tenemos teatro, yo era quien debía de decírselo al público; y en lo de si tengo habilidad para ello, que el público era quien me lo había de decir a mí. Acerca del miedo de que no me quieran oír, asegurome muy seriamente que no sería yo el primero que hablase sin ser oído, y que como en esto más se trataba de hablar que de escuchar, más preciso era yo que mi auditorio.

—Ridículo es hablarme añadió —no habiendo quien oiga; pero todavía sería peor oír sin haber quien hable.

Acerca de si me querrían entender, me tranquilizó afirmándome que en los más no estaría el daño en que no quisiesen, sino en que no pudiesen. Y en lo del riesgo de gustar poco a unos y disgustar mucho a otros:

—¡Pardiez! —me dijo— que os embarazáis en casos de poca monta. Si hubieren cuantos escriben de pararse en esas bicocas, no veríamos tantos autores que viven de fastidiar a sus lectores; a más de quedaros siempre el simple recurso de disgustar a los unos y a los otros, dejándolos a todos iguales; y si os motejan de torpe, no os han de motejar de injusto.

Desvanecidas de esta manera mis dudas, quedábame aún que elegir un nombre muy desconocido que no fuese mío, por el cual supiese todo el mundo que era yo el que estos artículos escribía; porque esto de decir, yo soy fulano, tiene el inconveniente de ser claro, entenderlo todo el mundo y tener visos de pedante; y aunque uno lo sea, bueno es, y muy bueno, no parecerlo. Díjome el amigo que debía de llamarme Fígaro, nombre a la par sonoro y significativo de mis hazañas, porque aunque ni soy barbero, ni de Sevilla, soy, como si lo fuera, charlatán, enredador y curioso además, si los hay. Me llamo, pues, Fígaro; suelo hallarme en todas partes; tirando siempre de la manta y sacando a la luz del día defectillos leves de ignorantes y maliciosos; y por haber dado en la gracia de ser ingenuo y decir a todo trance mi sentir, me llaman por todas partes mordaz y satírico; todo porque no quiero imitar al vulgo de las gentes que, o no dicen lo que piensan, o piensan demasiado lo que dicen.

Paréceme que por hoy habré hecho lo bastante si me doy a conocer al público yo y mis intenciones. El teatro será uno de mis objetos principales, sin que por eso reconozca límites ni mojones determinados mi inocente malicia, y para que se vea que no soy tan satírico como dan en suponerlo; mil pequeñeces habrá que deje a un lado continuamente, y que muy de tarde en tarde haré entrar en la jurisdicción de mi crítica.

Con respecto, por ejemplo, a los actores, y sobre todo a los nuevos que nos van dando continuamente, y los cuales todos daría el público de buena gana por uno solo mediano, ya me guardaría yo muy bien de fundar sobre ellos una sola crítica contra nuestro ilustrado ayuntamiento. Acaso rija en los teatros la idea de aquel famoso general, de cuyo nombre no me acuerdo, si bien he de contar el lance que los actores, muchos, pero malos, me recuerdan.

Hallábase con su gente este general en su posición, y recibió aviso de que se acercaba a más andar el enemigo.

—Mi general —le dijo su edecán—, ¡el enemigo!

—¿El enemigo, eh? —preguntó el general—. Déjele usted que se acerque.

—¡Señor, que ya se le ve! —dijo de allí a un rato el edecán.

—Cierto, ¡ya se le ve!

—¿Y qué hacemos, mi general? —añadió el edecán.

—Mire usted —contestó el general, como hombre resuelto—, mande usted que le tiren un cañonazo, veremos cómo lo toma.

—¿Un cañonazo, mi general? —dijo el edecán—. Están muy lejos aún.

—No importa, un cañonazo he dicho —repuso el general.

—Pero, señor —contestó el edecán despechado—, un cañonazo no alcanza.

—¿No alcanza? —interrumpió furioso el general con tono de hombre que desata la dificultad—, ¿no alcanza un cañonazo?

—No, señor, no alcanza —dijo con firmeza el edecán.

—Pues bien —concluyó su excelencia—, que tiren dos.

Eso decimos por acá. Darle un actor malo al público a ver cómo lo toma. ¿No alcanza, no gusta?, darle dos.

Menos diré, por consiguiente, que tanto los nuevos como los viejos creen que su oficio es oficio de memoria, y que puede asegurarse sin escrúpulo de conciencia que los más dicen sus papeles, pero no los hacen, porque acaso nuestros actores se lleven la idea de un loco que vivía en Madrid, no hace mucho, solo en su cuarto y sin consentir comunicación con su familia. Movido de los ruegos de ésta, fuele a visitar un amigo, y en el desorden de su cuarto notó entre otras cosas que no debía de hacer nunca su cama; tal estaba ella de malparada.

—¿Pero es posible, señor don Braulio —le dijo el amigo al loco—, es posible que ni ha de consentir usted que hagan su cama, ni la ha de hacer usted, ni?…

—No, amigo, no; es mi sistema.

—¿Pero qué sistema?

—Tengo razones.

—¿Razones?

—No, amigo —respondió el loco—, no haré mi cama, no la haré, —y acercándosele al oído, añadió con aire misterioso—; «no la hagas y no la temas».

A este refrán se atienen, sin duda, nuestros cómicos cuando no hacen una comedia. No hacemos la comedia, dicen como el loco, porque «no la hagas y no la temas».

Pues tan comedido como con los teatros, he de ser, poco más o menos, con todas las demás cosas. Ni pudiera ser de otra suerte; en política, sobre todo, y en puntos que atañen al gobierno, ¿qué pudiera hacer un periodista sino alabar? Como suelen decir, esto se hace sin gana, y si ya desde hoy no nos soltamos a encomiarlo todo de una vez, es porque somos como cierto sujeto de Úbeda, cuyo caso no he de callar por vida mía, mas que en cuentos y relatos me llame el lector pesado.

Había llamado el tal a un pintor, y mandándole hacer un cuadro de las Once mil vírgenes, y el contrato había sido darle un ducado por virgen, que por cierto no fue caro. Llevó el pintor el cuadro al cabo de cierto tiempo, pero era claro que ni cupieran once mil cuerpos en un lienzo, ni había para qué ponerlas todas; había, pues, imaginado el pintor de Úbeda figurar un templo de donde iban saliendo, y así sólo podrían contarse alguna docena en primer término, dos o tres docenas en segundo, e infinidad de cabezas que de las puertas salían. Contó callandito el aficionado a vírgenes las que alcanzaba a ver, y preguntole en seguida al artista cuánto valía el cuadro conforme al contrato. Respondiole aquel, que claro estaba: que once mil ducados.

—¿Cómo puede ser eso? —le repuso el que había de pagar—, si aquí no cuento yo arriba de cien cabezas.

—¿No ve vuestra merced —contestó el pintor—, que las demás están en el templo y por eso no se ven? Pero…

—¡Ah!, pues entonces —concluyó el aficionado—, tome vuestra merced por hoy esos cien ducados que corresponden a las que han salido, y con respecto a las demás yo se las iré pagando a vuestra merced conforme vayan saliendo.

Vaya, pues, haciendo nuestro ilustrado gobierno de las suyas, que conforme ellas vayan saliendo, nosotros se las iremos alabando.

Así que, me iré muy a la mano en estas y en todas las materias, y antes de pronunciar que hay una sola cosa reprensible, veré cómo y cuándo, y a quien lo digo, asegurando desde ahora que no sé qué ángel malo me inspira esta maldita tentación de reformar, y que entro en esta obligación con la misma disposición de ánimo que tiene el soldado que va a tomar una batería.

miércoles, 10 de mayo de 2023

MARIANO JOSÉ DE LARRA. ARTÍCULOS.



 El casarse pronto y mal

Así como tengo aquel sobrino de quien he hablado en mi artículo de empeños y desempeños, tenía otro no hace

mucho tiempo, que en esto suele venir a parar el tener hermanos. Este era hijo de una mi hermana, la cual había

recibido aquella educación que se daba en España no hace ningún siglo: es decir, que en casa se rezaba

diariamente el rosario, se leía la vida del santo, se oía misa todos los días, se trabajaba los de labor, se paseaba las

tardes de los de guardar, se velaba hasta las diez, se estrenaba vestido el domingo de Ramos, y andaba siempre

señor padre, que entonces no se llamaba «papá», con la mano más besada que reliquia vieja, y registrando los

rincones de la casa, temeroso de que las muchachas, ayudadas de su cuyo, hubiesen a las manos algún libro de los

prohibidos, ni menos aquellas novelas que, como solía decir, a pretexto de inclinar a la virtud, enseñan desnudo el

vicio. No diremos que esta educación fuese mejor ni peor que la del día, solo sabemos que vinieron los franceses, y

como aquella buena o mala educación no estribaba en mi hermana en principios ciertos, sino en la rutina y en la

opresión doméstica de aquellos terribles padres del siglo pasado, no fue necesaria mucha comunicación con

algunos oficiales de la guardia imperial para echar de ver que si aquel modo de vivir era sencillo y arreglado, no era

sin embargo el más divertido. ¿Qué motivo habrá, efectivamente, que nos persuada que debemos en esta corta vida

pasarlo mal, pudiendo pasarlo mejor? Aficionose mi hermana de las costumbres francesas, y ya no fue el pan pan, ni

el vino vino: casose, y siguiendo en la famosa jornada de Vitoria la suerte del tuerto Pepe Botellas, que tenía dos

ojos muy hermosos y nunca bebía vino, emigró a Francia.

Excusado es decir que adoptó mi hermana las ideas del siglo; pero como esta segunda educación tenía tan malos

cimientos como la primera, y como quiera que esta débil humanidad nunca supo detenerse en el justo medio, pasó

del Año Cristiano a Pigault Lebrun, y se dejó de misas y devociones, sin saber más ahora por qué las dejaba que

antes por qué las tenía. Dijo que el muchacho se había de educar como convenía; que podría leer sin orden ni

método cuanto libro le viniese a las manos, y qué sé yo qué más cosas decía de la ignorancia y del fanatismo, de las

luces y de la ilustración, añadiendo que la religión era un convenio social en que solo los tontos entraban de buena

fe, y del cual el muchacho no necesitaba para mantenerse bueno; que padre y madre eran cosa de brutos, y que a

papá y mamá se les debía tratar de tú, porque no hay amistad que iguale a la que une a los padres con los hijos

(salvo algunos secretos que guardarán siempre los segundos de los primeros, y algunos soplamocos que darán

siempre los primeros a los segundos): verdades todas que respeto tanto o más que las del siglo pasado, porque cada

siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene su cara.

No es necesario decir que el muchacho, que se llamaba Augusto, porque ya han caducado los nombres de nuestro

calendario, salió despreocupado, puesto que la despreocupación es la primera preocupación de este siglo.

Leyó, hacinó, confundió; fue superficial, vano, presumido, orgulloso, terco, y no dejó de tomarse más rienda de la que

se le había dado. Murió, no sé a qué propósito, mi cuñado, y Augusto regresó a España con mi hermana, toda

aturdida de ver lo brutos que estamos por acá todavía los que no hemos tenido como ella la dicha de emigrar; y

trayéndonos entre otras cosas noticias ciertas de cómo no había Dios, porque eso se sabe en Francia de muy buena

tinta. Por supuesto que no tenía el muchacho quince años y ya galleaba en las sociedades, y citaba, y se metía en

cuestiones, y era hablador y raciocinador como todo muchacho bien educado; y fue el caso que oía hablar todos los

días de aventuras escandalosas, y de los amores de Fulanito con la Menganita, y le pareció en resumidas cuentas

cosa precisa para hombrear enamorarse.

Por su desgracia acertó a gustar a una joven, personita muy bien educada también, la cual es verdad que no sabía

gobernar una casa, pero se embaulaba en el cuerpo en sus ratos perdidos, que eran para ella todos los días, una

novela sentimental, con la más desatinada afición que en el mundo jamás se ha visto; tocaba su poco de piano y

cantaba su poco de aria de vez en cuando, porque tenía una bonita voz de contralto. Hubo guiños y apretones

desesperados de pies y manos, y varias epístolas recíprocamente copiadas de la Nueva Eloísa; y no hay más que

decir sino que a los cuatro días se veían los dos inocentes por la ventanilla de la puerta y escurrían su

correspondencia por las rendijas, sobornaban con el mejor fin del mundo a los criados, y por último, un su amigo,

que debía de quererle muy mal, presentó al señorito en la casa. Para colmo de desgracia, él y ella, que habían dado

principio a sus amores porque no se dijese que vivían sin su trapillo, se llegaron a imaginar primero, y a creer

después a pies juntillas, como se suele muy mal decir, que estaban verdadera y terriblemente enamorados. ¡Fatal

credulidad! Los parientes, que previeron en qué podía venir a parar aquella inocente afición ya conocida, pusieron

de su parte todos los esfuerzos para cortar el mal, pero ya era tarde. Mi hermana, en medio de su despreocupación y

de sus luces, nunca había podido desprenderse del todo de cierta afición a sus ejecutorias y blasones, porque hay

que advertir dos cosas: 1.ª, que hay despreocupados por este estilo; y 2.ª, que somos nobles, lo que equivale a decir

que desde la más remota antigüedad nuestros abuelos no han trabajado para comer. Conservaba mi hermana este

apego a la nobleza, aunque no conservaba bienes; y esta es una de las razones porque estaba mi sobrinito

destinado a morirse de hambre si no se le hacía meter la cabeza en alguna parte, porque eso de que hubiera

aprendido un oficio, ¡oh!, ¿qué hubieran dicho los parientes y la nación entera? Averiguose, pues, que no tenía la

niña un origen tan preclaro, ni más dote que su instrucción novelesca y sus duettos, fincas que no bastan para

sostener el boato de unas personas de su clase. Averiguó también la parte contraria que el niño no tenía empleo, y

dándosele un bledo de su nobleza, hubo aquello de decirle:

–Caballerito, ¿con qué objeto entra usted en mi casa?

–Quiero a Elenita –respondió mi sobrino.

–¿Y con qué fin, caballerito?

–Para casarme con ella.

–Pero no tiene usted empleo ni carrera...

–Eso es cuenta mía.

–Sus padres de usted no consentirán...

–Sí, señor; usted no conoce a mis papás.

–Perfectamente; mi hija será de usted en cuanto me traiga una prueba de que puede mantenerla, y el permiso de sus

padres; pero en el ínterin, si usted la quiere tanto, excuse por su mismo decoro sus visitas...

–Entiendo.

–Me alegro, caballerito.

Y quedó nuestro Orlando hecho una estatua, pero bien decidido a romper por todos los inconvenientes.

Bien quisiéramos que nuestra pluma, mejor cortada, se atreviese a trasladar al papel la escena de la niña con la

mamá; pero diremos, en suma, que hubo prohibición de salir y de asomarse al balcón, y de corresponder al

mancebo; a todo lo cual la malva respondió con cuatro desvergüenzas acerca del libre albedrío y de la libertad de la

hija para escoger marido, y no fueron bastantes a disuadirle las reflexiones acerca de la ninguna fortuna de su

elegido: todo era para ella tiranía y envidia que los papás tenían de sus amores y de su felicidad; concluyendo que

en los matrimonios era lo primero el amor, y que en cuanto a comer, ni eso hacía falta a los enamorados, porque en

ninguna novela se dice que coman las Amandas y los Mortimers, ni nunca les habían de faltar unas sopas de ajo.

Poco más o menos fue la escena de Augusto con mi hermana, porque aunque no sea legítima consecuencia,

también concluía que los Padres no deben tiranizar a los hijos, que los hijos no deben obedecer a los padres: insistía

en que era independiente; que en cuanto a haberle criado y educado, nada le debía, pues lo había hecho por una

obligación imprescindible; y a lo del ser que le había dado, menos, pues no se lo había dado por él, sino por las

razones que dice nuestro Cadalso, entre otras lindezas sutilísimas de este jaez.

Pero insistieron también los padres, y después de haber intentado infructuosamente varios medios de seducción y

rapto, no dudó nuestro paladín, vista la obstinación de las familias, en recurrir al medio en boga de sacar a la niña

por el vicario. Púsose el plan en ejecución, y a los quince días mi sobrino había reñido ya decididamente con su

madre; había sido arrojado de su casa, privado de sus cortos alimentos, y Elena depositada en poder de una

potencia neutral; pero se entiende, de esta especie de neutralidad que se usa en el día; de suerte que nuestra

Angélica y Medoro se veían más cada día, y se amaban más cada noche. Por fin amaneció el día feliz; otorgose la

demanda; un amigo prestó a mi sobrino algún dinero, uniéronse con el lazo conyugal, estableciéronse en su casa, y

nunca hubo felicidad igual a la que aquellos buenos hijos disfrutaron mientras duraron los pesos duros del amigo.

Pero ¡oh, dolor!, pasó un mes y la niña no sabía más que acariciar a Medoro, cantarle una aria, ir al teatro y bailar

una mazurca; y Medoro no sabía más que disputar. Ello sin embargo, el amor no alimenta, y era indispensable

buscar recursos.

Mi sobrino salía de mañana a buscar dinero, cosa más difícil de encontrar de lo que parece, y la vergüenza de no

poder llevar a su casa con qué dar de comer a su mujer, le detenía hasta la noche. Pasemos un velo sobre las

escenas horribles de tan amarga posición. Mientras que Augusto pasa el día lejos de ella en sufrir humillaciones, la

infeliz consorte gime luchando entre los celos y la rabia. Todavía se quieren; pero en casa donde no hay harina todo

es mohína; las más inocentes expresiones se interpretan en la lengua del mal humor como ofensas mortales; el amor

propio ofendido es el más seguro antídoto del amor, y las injurias acaban de apagar un resto de la antigua llama que

amortiguada en ambos corazones ardía; se suceden unos a otros los reproches; y el infeliz Augusto insulta a la mujer

que le ha sacrificado su familia y su suerte, echándole en cara aquella desobediencia a la cual no ha mucho tiempo

él mismo la inducía; a los continuos reproches se sigue, en fin, el odio.

¡Oh, si hubiera quedado aquí el mal! Pero un resto de honor mal entendido que bulle en el pecho de mi sobrino, y

que le impide prestarse para sustentar a su familia a ocupaciones groseras, no le impide precipitarse en el juego, y

en todos los vicios y bajezas, en todos los peligros que son su consecuencia. Corramos de nuevo, corramos un velo

sobre el cuadro a que dio la locura la primera pincelada, y apresurémonos a dar nosotros la última.

En este miserable estado pasan tres años, y ya tres hijos más rollizos que sus padres alborotan la casa con sus

juegos infantiles. Ya el himeneo y las privaciones han roto la venda que ofuscaba la vista de los infelices: aquella

amabilidad de Elena es coquetería a los ojos de su esposo; su noble orgullo, insufrible altanería; su garrulidad

divertida y graciosa, locuacidad insolente y cáustica; sus ojos brillantes se han marchitado, sus encantos están

ajados, su talle perdió sus esbeltas formas, y ahora conoce que sus pies son grandes y sus manos feas; ninguna

amabilidad, pues, para ella, ninguna consideración. Augusto no es a los ojos de su esposa aquel hombre amable y

seductor, flexible y condescendiente; es un holgazán, un hombre sin ninguna habilidad, sin talento alguno, celoso y

soberbio, déspota y no marido... en fin, ¡cuánto más vale el amigo generoso de su esposo, que les presta dinero y les

promete aun protección! ¡Qué movimiento en él! ¡Qué actividad! ¡Qué heroísmo! ¡Qué amabilidad! ¡Qué adivinar los

pensamientos y prevenir los deseos! ¡Qué no permitir que ella trabaje en labores groseras! ¡Qué asiduidad y qué

delicadeza en acompañarla los días enteros que Augusto la deja sola! ¡Qué interés, en fin, el que se toma cuando le

descubre, por su bien, que su marido se distrae con otra...!

¡Oh poder de la calumnia y de la miseria! Aquella mujer que, si hubiera escogido un compañero que la hubiera

podido sostener, hubiera sido acaso una Lucrecia, sucumbe por fin a la seducción y a la falaz esperanza de mejor

suerte.

Una noche vuelve mi sobrino a su casa; sus hijos están solos.

–¿Y mi mujer? ¿Y sus ropas?

Corre a casa de su amigo. ¿No está en Madrid? ¡Cielos! ¡Qué rayo de luz! ¿Será posible? Vuela a la policía, se

informa. Una joven de tales y tales señas con un supuesto hermano han salido en la diligencia para Cádiz. Reúne mi

sobrino sus pocos muebles, los vende, toma un asiento en el primer carruaje y hétele persiguiendo a los fugitivos.

Pero le llevan mucha ventaja y no es posible alcanzarlos hasta el mismo Cádiz. Llega: son las diez de la noche,

corre a la fonda que le indican, pregunta, sube precipitadamente la escalera, le señalan un cuarto cerrado por dentro;

llama; la voz que le responde le es harto conocida y resuena en su corazón; redobla los golpes; una persona

desnuda levanta el pestillo. Augusto ya no es un hombre, es un rayo que cae en la habitación; un chillido agudo le

convence de que le han conocido; asesta una pistola, de dos que trae, al seno de su amigo, y el seductor cae

revolcándose en su sangre; persigue a su miserable esposa, pero una ventana inmediata se abre y la adúltera,

poseída del terror y de la culpa, se arroja, sin reflexionar, de una altura de más de sesenta varas. El grito de la agonía

le anuncia su última desgracia y la venganza más completa; sale precipitado del teatro del crimen, y encerrándose,

antes de que le sorprendan, en su habitación, coge aceleradamente la pluma y apenas tiene tiempo para dictar a su

madre la carta siguiente:

«Madre mía: Dentro de media hora no existiré; cuidad de mis hijos, y si queréis hacerlos verdaderamente

despreocupados, empezad por instruirlos... Que aprendan en el ejemplo de su padre a respetar lo que es peligroso

despreciar sin tener antes más sabiduría. Si no les podéis dar otra cosa mejor, no les quitéis una religión

consoladora. Que aprendan a domar sus pasiones y a respetar a aquellos a quienes lo deben todo. Perdonadme mis

faltas: harto castigado estoy con mi deshonra y mi crimen; harto cara pago mi falsa preocupación. Perdonadme las

lágrimas que os hago derramar. Adiós para siempre».

Acabada esta carta, se oyó otra detonación que resonó en toda la fonda, y la catástrofe que le sucedió me privó para

siempre de un sobrino, que, con el más bello corazón, se ha hecho desgraciado a sí y a cuantos le rodean.

No hace dos horas que mi desgraciada hermana, después de haber leído aquella carta, y llamándome para

mostrármela, postrada en su lecho, y entregada al más funesto delirio, ha sido desahuciada por los médicos.

«Hijo... despreocupación... boda... religión... infeliz...» son las palabras que vagan errantes sobre sus labios

moribundos. Y esta funesta impresión, que domina en mis sentidos tristemente, me ha impedido dar hoy a mis

lectores otros artículos más joviales que para mejor ocasión les tengo reservados.

El Pobrecito Hablador, n.º 7, 30 de noviembre de 1832.

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