jueves, 9 de febrero de 2023

Charles FourierJerarquía de cornudos PRÓLOGO.

             



El tema de la mujer adúltera, del marido engañado, ha sido tratado por infinidad de autores, ya sea en forma parcial o como tema básico de toda una obra. Fourier enfoca el asunto desde otro punto de vista: lo analiza, lo enumera y lo despliega como una baraja de naipes. Cada uno de los cornudos es descrito minuciosamente en su esencia fundamental por una mentalidad lúcida y con un profundo conocimiento de la sociedad. Juega con todas las cartas, las despliega a su antojo, las une, las entrelaza, las mezcla, y salen de su manga setenta y siete cornudos… Jerarquía de cornudos podría ser un pequeño diccionario en el que cada víctima puede encontrar su propia descripción, donde otros pueden sentir una rabia loca y en el que la mayoría reconocerá a sus semejantes y soltará la burla que caerá después sobre él. Para Fourier, el principio de esta desgracia radica en el matrimonio, sin su existencia el cornudo no se daría. El único defecto que han señalado algunos críticos a este libro, es que Fourier no diera algún tipo de consuelo para los desafortunados, ya que si bien son propietarios de un bien raíz del cual los otros sólo usufructan, es la mujer quien tiene todas las ventajas y desventajas del trabajo. De este mundo es del que nos habla Fourier, como para hacer sangrar aún más la herida de “los dolidos”, y que von Bayros se deleita ilustrando lúbricas escenas en las que, como decía Balzac: “Un amante enseña a una mujer todo aquello que el marido le oculta”.

 
   Charles FourierJerarquía de cornudosePub r1.0GONZALEZ 29.06.14
            Título original: Hiérarchie du cocuage

 

            Charles Fourier, 1837

 

            Traducción: PREMIA editora

 

            Ilustraciones: von Bayros

 

            Editor digital: GONZALEZ

 

            ePub base r1.1

 

              

 

 
            INTROITUS

 

            Dos grandes monstruos marginados por la plebe, surgen de los abismos. Uno de ellos es Charles Fourier, quizá el más grande profeta de la utopía universal, el otro es Franz von Bayros, artista, dibujante casi tan sagrado como Bemdsley pero más caprichoso, sensual y erótico (su trazo delicado, la ornamentación de sus ilustraciones, hacen presentir nítidamente la gran influencia del Rococó).

            En este libro, Fourier pone el texto y von Bayros las ilustraciones. Es un encuentro fortuito, fruto de un azar que las complementa y las armoniza en el clímax. Fourier satiriza, ridiculiza una época, unas costumbres, una sociedad mal constituida, levantando su mordaz y punzante dedo contra lo que considera el fraude familiar. Von Bayros es más sutil; su pluma de dibujante se desliza con una elegante morbosidad y, aunque de hecho delata las costumbres sociales, las pasiones y los deleites desenfrenados, sus arabescos disfrazan y hacen olvidar por un instante toda la sugerencia explosivamente erótica que aflora de ellos.

            Este texto navega en solitario entre las obras de Fourier como una nave loca (Recordar El nuevo mundo amoroso, la Teoría de los cuatro movimientos), pero no por eso deja de tener sentido dentro de su producción. Es posible que esta infeliz humanidad que nos rodea pululante y desconcertada no sepa, no haya leído, no haya siquiera escuchado hablar de Fourier, cumpliendo así la profecía del siglo pasado: “habia en la Academia de Ciencias un cierto Fourier célebre, que la posteridad ha olvidado, y en no sé qué granero, un Fourier oscuro, que el futuro recordará”. Pero quizá este destino que la historia ha deparado a Fourier no duela tanto como el que se haya privado a más personas de conocerlo.

            Víctor Hugo leía alucinadamente a Fourier, se sentía fascinado por sus teorías sobre la reconstrucción y transformación de la sociedad, la verosimilitud de sus sistemas dentro de su peculiar estilo, la fuerza utópica de su pensamiento y la despiadada denuncia que elevaba contra los mecanismos fraudulentos del comercio y de la unión familiar. Todo fue posteriormente olvidado e incluso ridiculizado, tal como lo predijo el mismo Fourier. Pero por lo menos queda el consuelo de que de la misma forma como lo leyó Víctor Hugo, lo leyeron Marx y Engels, y posiblemente de alguna forma sirvió a la demoledora fuerza constructiva del socialismo.

            El tema de la mujer adúltera, del marido engañado, ha sido tratado por infinidad de autores, ya sea en forma parcial o como tema básico de toda una obra. Fourier enfoca el asunto desde otro punto de vista: lo analiza, lo enumera y lo despliega como una baraja de naipes. Cada uno de los cornudos es descrito minuciosamente en su esencia fundamental por una mentalidad lúcida y con un profundo conocimiento de la sociedad en que vivía. Juega con todas las cartas, las despliega a su antojo, las une, las entrelaza, las mezcla, y salen de su manga setenta y siete cornudos. Pero aún le quedan cinco más, que sólo indica, que se quedan flotando en el aire como mudo testimonio de otras ocupaciones o, tal vez más despiadadamente, por la imposición del tiempo que los secuestro a nuestro conocimiento.

            Jerarquía de cornudos podría ser un pequeño diccionario en el que cada víctima puede encontrar su propia descripción, donde otros pueden sentir una rabia loca y en la que la mayoría reconocerá a sus semejantes y soltará la burla que caerá después sobre él.

            Para Fourier, el principio de esta “desgracia” radica en el matrimonio, sin su existencia el cornudo no se daría. (Esta teoría está explicada ampliamente en El falansterio). El único defecto que han señalado algunos críticos a este libro, es que Fourier no diera algún tipo de consuelo para los desafortunados, ya que si bien son propietarios de un bien raíz del cual los otros sólo usufructan, es la mujer quien tiene todas las ventajas y desventajas del trabajo. En realidad, el mundo del cornudaje, es un mundo donde está en juego toda una gama de tentaciones, provocaciones, equívocos, “pecados”, y en el que la trama se desarrolla con la máxima discreción y concluye con las más refinadas tácticas. De este mundo es del que nos habla Fourier como para hacer sangrar aún más la herida de “los dolidos”, y que von Bayros se deleite ilustrando lúbricas escenas en las que, como decía Balzac, “Un amante enseña a una mujer todo aquello que el marido le oculta”. Termina el prólogo para que Fourier y von Bayros dejen caer su satírica y sensual carcajada sobre todos nosotros.

A. POPOF. 

miércoles, 8 de febrero de 2023

E. M. Forster Donde los ángeles no se aventuran FRAGMENTO




S ituada en Monteriano, localidad imaginaria de la Toscana cuyo

modelo real es San Gimignano, el libro se centra en las reacciones

inesperadas y violentas que provoca en un grupo de ingleses de

buena crianza una situación que rebasa los límites de su

experiencia. El agente catalizador es la boda de la viuda Lilia

Herriton con un italiano doce años más joven que ella, Gino; y el

tema fundamental del relato es el contraste entre las pautas de

conducta inglesas y el comportamiento de Gino.

Irónica en unos pasajes y grave en otros, tan certera en su

sátira de las hipocresías sociales como en la sutileza de su

observación psicológica, esta primera novela de E. M. Forster,

revela ya la maestría característica del escritor.

E. M. Forster

Donde los ángeles no se

aventuran


1

Estaban todos en Charing Cross para despedir a Lilia —Philip,

Harriet, Irma y la propia Mrs. Herriton—. Incluso Mrs. Theobald,

acompañada de Mr. Kingcroft, había hecho frente a un viaje desde

Yorkshire para decir adiós a su única hija. Miss Abbott también

estaba asistida por numerosos parientes, y el panorama de tanta

gente hablando al mismo tiempo y diciendo cosas tan dispares

hacía que Lilia estallara en incontrolables carcajadas.

—Es toda una ovación —gritó, dejándose caer fuera del vagón

de primera clase—. Nos van a tomar por miembros de la familia real.

Oh, Mr. Kingcroft, tráiganos unos calientapiés.

El amable joven se fue corriendo y Philip, ocupando su lugar, la

desbordó con una última retahíla de órdenes y consejos: dónde

detenerse, cómo aprender italiano, cuándo utilizar mosquiteras, qué

cuadros mirar.

—Recuerda —concluyó Philip— que la única manera de llegar

a conocer el país es descarrillando. Tenéis que ver los pueblos

pequeños: Gubbio, Pienza, Cortona, San Gimignano, Monteriano. Y,

permite que te lo ruegue, no vayas con esa horrible idea del turista

de que Italia sólo es un museo de arte y antigüedades; ama y

comprende a los italianos, porque la gente es más maravillosa que

la tierra.

—¡Cuánto me gustaría que vinieras, Philip! —dijo Lilia,

halagada por la insólita atención que su cuñado le prestaba.

—También me gustaría a mí.

Hubiera podido arreglárselas para ir sin demasiadas

dificultades, ya que su trabajo de abogado no era tan intenso como

para impedirle unas vacaciones de vez en cuando. Pero la familia no

aprobaba sus asiduas visitas al continente, y él mismo disfrutaba a

menudo con la idea de que estaba demasiado ocupado para salir de

la ciudad.

—Adiós, queridos todos. ¡Qué mareo! —Reparó en su hija

Irma, y le pareció que la ocasión requería una nota de solemnidad

maternal—. Adiós, querida. Pórtate bien, y haz lo que te diga la

abuelita.

No se refería a su madre, sino a su madre política, Mrs.

Herriton, la cual odiaba el título de «abuelita».

Irma alzó, para que se lo besara, un rostro grave y dijo con

cautela:

—Haré todo lo posible.

—Seguro que será buena —dijo Mrs. Herriton, que se

mantenía, pensativa, algo apartada del alboroto. Pero Lilia ya estaba

llamando a Miss Abbott, una joven bastante bonita, alta y seria, que

llevaba su despedida de un modo más decoroso en el andén.

—¡Caroline, mi Caroline! Sube de un salto, o tu carabina se irá

sin ti.

Y Philip, que siempre se embriagaba con la idea de Italia,

volvió a hablarle de los momentos supremos de su prometedor viaje:

la Campanile de Airolo, que se le echaría encima cuando emergiera

del túnel de San Gotardo, presagiando el futuro; la vista del Ticino y

del lago Maggiore cuando el tren se encaramara a las faldas del

monte Ceneri; la vista del Lugano, la vista del Como —Italia se

acumulaba tupida a su alrededor—, la llegada a su primer lugar de

descanso, cuando, después de un largo trayecto por calles sucias y

oscuras, contemplaría por fin, entre el rugido de los tranvías y la luz

deslumbrante de los faroles de arco, los contrafuertes de la catedral

de Milán.

—¡Pañuelos y cuellos —vociferó Harriet—, en mi caja

damasquinada! Te he prestado mi caja damasquinada.

—¡Mi querida Harry!

Lilia volvió a besarlos a todos, y se hizo un momento de

silencio. Todos sonreían fijamente, excepto Philip, que tosía en

medio de la niebla, y la anciana Mrs. Theobald, que se había puesto

a llorar. Miss Abbott subió al vagón. El jefe de tren en persona cerró

la puerta y le dijo a Lilia que todo iría bien. Entonces el tren se puso

en marcha, y con él todos se desplazaron un par de pasos, agitaron

pañuelos y dieron grititos de alegría. En aquel momento apareció

Mr. Kingcroft, con el calientapiés cogido por ambos extremos, como

si se tratara de la bandeja del té. Lamentaba haber llegado

demasiado tarde, y gritó con voz temblorosa: —Adiós, Mrs. Charles.

Que usted lo pase bien, y que Dios la bendiga.

Lilia sonrió y asintió con la cabeza, pero luego la absurda

imagen del calientapiés pudo más que ella, y se echó a reír de

nuevo.

—¡Oh, lo siento! —gritó—. Pero es que tiene un aspecto tan

divertido… ¡Oh, están todos tan divertidos agitando las manos! ¡Oh,

por favor! —Y riéndose inconteniblemente fue transportada hacia la

niebla.

—Muchos ánimos para empezar un viaje tan largo —dijo Mrs.

Theobald, frotándose los ojos.

Mr. Kingcroft hizo un gesto solemne con la cabeza para

manifestar su conformidad.

—Me hubiera gustado —dijo— que Mrs. Charles llevara su

calientapiés. Estos mozos londinenses no prestan ninguna atención

a los campesinos.

—Pero usted hizo todo lo posible —dijo Mrs. Herriton—. Y me

parece verdaderamente generoso de su parte que haya traído a

Mrs. Theobald desde tan lejos en un día como éste. —Entonces, un

poco precipitadamente, le estrechó la mano, y dejó que el joven

condujera de regreso a Mrs. Theobald.

FUENTE:

Donde los angeles no se aventuran. E. M. Forster.
Editorial. SUR.
Impreso en Argentina.
Encuadernación: tapa blanda.
Páginas. 153.

sábado, 4 de febrero de 2023

lyá Ehrenburg La fábrica de sueños Título original: Fabrika snov Traducción: Jorge Ferrer FRAGMENTO.

 




Ilyá Ehrenburg


La fábrica de sueños

Título original: Fabrika snov

Traducción: Jorge Ferrer


. . .

 

FUERA DEL CINEMATÓGRAFO, no se da otro caso de un arte que en tan poco tiempo haya logrado más firme apoyo del público. Ese mundo fabuloso y extravagante de “estrellas” y “astros” de magnitud casi mítica que él ha creado, resulta fuente perenne de curiosidad y apasionamiento que en esta notable obra de Ilyá Erenburg alcanza proyecciones insospechables. Hay un mundo cinematográfico de leyenda, cuyo pintoresquismo mantiene vivo las gacetillas publicitarias, y hay otro menos idílico y más real, que Will Hays, otrora “zar del cine”, definiera con estas certeras palabras: «En otro tiempo se decía: el comercio sigue a las banderas; ahora habría que decir: el comercio sigue a las películas». Fábrica de sueños descorre de manera maestra el telón que oculta la otra cara del cine: la que devora bellas ilusiones, la que pospone nobles proyectos, la que lo desvía de su verdadera misión en holocausto al dios mercancía. En este libro rico de información, ágil de estilo y pleno de humor —de un humor punzante que acentúa la crítica—, traza Erenburg un panorama Insuperable de ese proceso, tan certero, que en nada lo modifica el que algunos nombres hayan desaparecido actualmente de la escena, tanta identidad hay entre ellos y sus reemplazantes. Han cambiado los actores, pero queda el mismo argumento. Notable por su valor literario Fábrica de sueños es imprescindible, además, para formarse una imagen nítida de un cinematógrafo supeditado totalmente a la industria, particularmente el norteamericano y aquellos que siguen su tendencia. Y al mismo tiempo, al ponerla en evidencia, no deja de reivindicar sus enormes posibilidades como arte de masas.


Nota del editor

 

ILYÁ EHRENBURG (Kiev, 1891-Moscú, 1967) vivió una vida fascinante no exenta de polémicas. Poeta y propagandista soviético, Vladimir Nabokov dijo en una ocasión de él que no existía como escritor, pues era «periodista. Siempre fue un corrupto». Escritor y cronista lúcido de su tiempo, le tocó vivir una de las épocas más descarnadas de todos los tiempos —el grueso del siglo XX— con sus incompresibles y letales guerras mundiales, el genocidio judío y el auge de los totalitarismos, en particular, el que construyeron los bolcheviques sobre las ascuas de la Rusia de los zares.

Amigo de Bujarin, con quien colaboró en actividades subversivas en 1905, emigró a una temprana edad a París y trabó amistad con Picasso, Apollinaire y Ferdinand Léger. Trabajó como corresponsal en el frente durante la Gran Guerra, luego regresó a Rusia pero, no sintiéndose a gusto, volvió a partir en 1921, esta vez hacia Berlín.

Cuando estalló nuestra guerra civil, Ehrenburg no dudó en acudir tras la noticia y conoció a Buenaventura Durruti. Durante la segunda guerra mundial, publicó una serie de artículos incendiarios sobre los soldados alemanes en la revista Estrella Roja que avivaron la ferocidad del Ejército Rojo en su conquista del III Reich. Entre 1943 y 1946, trabajó junto con Vasili Grossman en el Comité antifascista judío. Este fue el origen del Libro negro, obra de ambos, en el que se documenta el exterminio judío en Europa oriental; el libro no fue publicado hasta 1970 y no en Moscú sino en Jerusalén.

Al finalizar la guerra, Ehrenburg se convirtió en una personalidad destacada del régimen soviético. Tras la muerte de Stalin, escribió la novela El deshielo (1954), título que daría nombre a la nueva situación interna, generada por el proceso de «desestalinización» que se activó en la Unión Soviética.

La presente edición de La fábrica de sueños está basada en la versión que figura en las Obras Escogidas del autor, editadas en Moscú en 1966, un año antes de su muerte. La obra allí recogida, versión definitiva de La fábrica de sueños, difiere del texto anteriormente traducido al castellano en 1932 por José María Quiroga Pía para la Editorial Cénit —la única versión existente en nuestro idioma— tanto en la extensión como en el orden. Esta nueva traducción, pues, ofrece la que el propio Ehrenburg quiso que fuera la edición definitiva del libro: un texto más conciso y que sigue una línea narrativa más coherente que la exhibida por la edición publicada en Berlín en 1931.

El objeto de esta nueva edición estriba en rescatar para las jóvenes generaciones un texto portentoso en el que se narra la génesis de una de las industrias más revolucionarias de nuestro tiempo.

Se trata de un glosa mordaz y muy divertida sobre los entresijos del mundo del cine que no gustó a las autoridades soviéticas al considerar que no era lo suficientemente «socialista» y, sin duda alguna, tampoco debió de ser del agrado de los magnates capitalistas retratados sin ningún pudor en sus páginas: Adolph Zukor, Samuel Goldwyn, Alfred Hugenberg, George Eastman y tantos otros.

Resulta cuando menos sorprendente la vigencia de un texto escrito hace tanto tiempo pero, quizás, ello se explique porque Ehrenburg tuvo la oportunidad de vivir el nacimiento de la poderosa industria del cine y de extraer las conclusiones correctas: en la fábrica de sueños se imbrican intereses económicos de enorme calado así como estrategias políticas guiadas por una nueva razón de Estado. Aunque no hay que olvidar un tercer factor crucial: el cine y no la religión, tal y como apunta con una pizca de cinismo burlón nuestro autor, es el verdadero «opio de las masas», un paraíso simbólico de dos dimensiones en el que anhelamos zambullirnos cada noche para olvidar nuestras propias y efímeras vidas. Estos tres factores obedecen a una biopolítica dirigida a movilizar, instrumentalizar y neutralizar las nuevas sociedades de masas. Es éste un análisis sin duda trasladable a toda la ingente industria visual y a la del ocio electrónico contemporáneo en general. En La fábrica de sueños simplemente descubrimos los engranajes esenciales de una máquina panóptica que en ese momento todavía está en pañales pero que —tantos son los intereses en juego— no tardará mucho en adquirir la mayoría de edad.

Pasen y vean…


El cine

1. Una idea de Zukor

 

CUESTA MÁS UN METRO CUADRADO en Broadway que una amplia hacienda situada en cualquiera de los estados más remotos del país. De hecho, se trata del suelo más caro de todo el mundo. Y en ese suelo más caro se alza el más caro de los templos. Para poder admirarlo en toda su envergadura, uno tiene que echar la cabeza hacia atrás. Así miraban antes los hombres a los dioses y las estrellas. La altura del templo de marras alcanza los ciento treinta metros. Lo corona una inmensa cúpula de cristal. En las noches, la cúpula emite señales de aviso a los aviones. De día, colma de orgullo los corazones de los transeúntes. La construcción de este templo costó la friolera de dieciséis millones de dólares. Cuenta con treinta y seis plantas. Y doce ascensores que discurren sin parar. Cuatro gigantescos relojes miran hacia otros tantos puntos del orbe. Son los encargados de mostrar la hora a Nueva York. El portal por el que se accede al templo supera en altura a los portales de todos los templos. Es mayor que sus similares de Nuestra Señora de París o la Catedral de San Pedro, en Roma. Adentro, pulula una muchedumbre de ajetreados empleados de uniforme. Adentro hay mármol, bronce y lienzos antiguos. Adentro, miles de máquinas de escribir Underwood entonan febril canto y hay arpas que despiden tiernas melodías.

Un malintencionado europeo podría pensar que ha entrado a la bolsa o a algún banco. Por algo es un europeo malintencionado. Mas no. Se trata, en efecto, de un templo, del sagrario de un nuevo culto, y está dedicado a su incansable apóstol, el gran Paramount, conocido en el mundo entero como Adolph Zukor.

El templo es espacioso y son muchos los negociados que acoge. Abajo, hay jóvenes anémicas que lloran las desgraciadas cuitas de dos enamorados. En la vigésimo cuarta planta, sofocados contables suman números de siete cifras. En el silencio de las cámaras más recónditas, hay leves sombras que lloran sobre sus literas: se trata de una clínica en la que reposan los empleados exhaustos. Y, por fin, en el más espacioso de todos los despachos, al que se accede a través de colosales puertas, mister Adolph Zukor ejercita su rara inteligencia cuatro días a la semana.

En tanto norteamericano, Zukor respeta la paz de los domingos; en tanto judío, observa el descanso sabatino. Por consiguiente, su descanso comienza los viernes. Descansa tres días. Trabaja cuatro. Hoy es martes, de manera que Zukor ha venido a trabajar. En este instante, repasa un montón de papeles. No hay espías en su despacho, así que Zukor no sonríe. Torcidos sus labios en un gesto de impaciencia, no se parece ahora su rostro al que reproduce su retrato, impreso en cien mil ejemplares. Si sonríe en presencia de testigos, lo hace para dar testimonio de su buen corazón y su firmeza como hombre de negocios. Ahora, en cambio, se muestra sombrío. Los hermanos Warner le han tomado la delantera. Zukor no creyó al principio en el cine sonoro. Y los hermanos Warner se tomaron en serio la patente de la Western Electric. Rodaron la película El cantante de jazz. Habían estado al borde de la bancarrota. Fueron una pequeña empresa que Zukor pudo haber comprado sin el menor esfuerzo. Pero ahora estaban comenzando a erguirse hasta alcanzar a la Paramount. Controlaban el First National. Están comprando cines a montones. ¡Y todo gracias a una sola película! Una, por cierto, bastante simplona: la historia de un niño judío a quien le destinan la carrera de rabino, pero que se resiste a ello porque, vaya usted qué cosa, quiere ser artista…

Adolph Zukor se hunde un instante en sus propias ensoñaciones. Ya no repasa los folios llenos de cifras, esos trofeos que se han llevado los hermanos Warner. Ante su mirada perdida pasan un pesado candelabro, los enrevesados rollos del Talmud y la enjuta y seca mano del rabino.

No se trata del guión de alguna nueva película: son sus recuerdos. Todo hombre tiene el derecho a recordar su niñez. Incluso alguien tan ocupado como mister Zukor y que no nació precisamente bajo una cúpula de cristal. Lo hizo, por el contrario, en la pequeña ciudad de Riese, en Hungría, entre judíos devotos y gansos chillones, rodeado de campos empobrecidos y preceptos divinos. Entonces, aún no existían esas mágicas cintas de celuloide que proporcionan a los hombres esperanzas y réditos. Aquellos devotos judíos vivían entonces, según las costumbres legadas por sus ancestros. El tío del pequeño Adolph, el señor Liebermann, ocupaba un cargo principalísimo: era la máxima autoridad en la sinagoga. Y era su deseo que su sobrino inculcara esperanzas en la gente, es decir, quería que se convirtiera en rabino titular. Así, sentaron a Adolph a estudiar el Talmud. Estudió qué carnes le está permitido ingerir a un buen judío y cuándo le está permitido ayuntarse con su legítima esposa. Reflexionó acerca de los pecaminosos paganos y el Jehová vengador. En torno a él alborotaban los húngaros. Bebían vodka de ciruelas, entonaban tristes baladas y ensartaban a pesados cerdos. Adolph se repetía una y otra vez unas palabras llenas de sabiduría: «El viento vuela hacia el sur y se vuelve hacia el norte, gira y gira mientras avanza y regresa el viento a entretenerse en sus giros». La escasa llama de un cirio amenaza con apagarse. Al otro lado de la ventana, graznaban los gansos.

Hacía mucho, mucho tiempo de todo aquello. Cuarenta años enteros. Por aquel entonces, Adolph Zukor tenía rollizos mofletes y hermosos rizos que lo dotaban de un aire soñador. No obstante, no vale la pena dedicar tanto rato al pasado.

Zukor está demasiado ocupado como para permitírselo. En sus ratos de ocio, se entretiene jugando a cartas, golpeando una pelota con una raqueta o jugando al golf. Ahora está trabajando. El éxito de la Warner Bros, es algo provisional. ¡Jamás podrán con la Paramount! ¡Manos a la obra, pues!

En Inglaterra, tenemos el Plaza y el Carlton, en Londres, el Royal, en Manchester, y las salas Futurist y Scala, en Birmingham… «Sam Katz, nuestro representante en Inglaterra, informa sobre la disponibilidad de otras seis salas de cine en las afueras de Londres. Catorce mil lunetas…»

Bajo la cúpula de vidrio, el trabajo prosigue sin cesar.

Características principales

Título del libroLa fabrica de sueños
AutorIlya Ehrenburg
IdiomaEspañol
Editorial del libroMelusina

viernes, 3 de febrero de 2023

Esteban Echeverría El matadero y otros escritos FRAGMENTO.

 

         



«La vida no es más que una larga serie de pesares y un corto sueño de ilusiones y esperanzas», escribió Esteban Echeverría en alguna hoja de sus apuntes y diarios. Y es ése es el ritmo y el sazón de su vida, entregada a una empresa efervescente, la de escribir y conocer. Arrojado al destierro («la emigración es la muerte», dice en otro lado), Echeverría terminará sus días en medio de afanes y desesperanzas. No obstante, la fortaleza de su espíritu le permitirá ejercer una escritura que contribuirá a forjar toda una época en un país hasta entonces casi inhóspito. Para él es factible pensar y creer sinceramente: «La poesía es lo más sublime que hay en la esfera de la inteligencia humana» y, al mismo tiempo, luchar por ello a fin de entregar algo de poesía a los lectores de su país como un sencillo presente. A tal sentimiento responde «La cautiva», un largo «poema de la tierra», donde el autor rememora la lucha feraz de una comunidad por establecerse en un territorio intrincado y difícil. Así también, «El matadero», considerado por algunos como el primer cuento de la literatura argentina, y por último, los textos que completan este volumen: «Fondo y forma en las obras de imaginación», «Sobre el arte de la poesía», «Apología del matambre» y unos «Pensamientos», los cuales permiten comprender más cabalmente la obra y la vida de uno de los fundadores de la literatura argentina.

 

Esteban Echeverría

El matadero y otros escritos

Título original: El matadero y otros escritos

Esteban Echeverría, 2014

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2


La cautiva

ADVERTENCIA[1]

El principal designio del autor de «La cautiva» ha sido pintar algunos rasgos de la fisonomía poética del desierto, y para no reducir su obra a una mera descripción ha colocado, en las vastas soledades de la pampa, dos seres ideales o dos almas unidas por el doble vínculo del amor y el infortunio. El suceso que poetiza, si no cierto, al menos entra en lo posible; y como no es del poeta contar menuda y circunstanciadamente a guisa de cronista o novelador, ha escogido sólo, para formar su cuadro, aquellos lances que pudieran suministrar más colores al pincel de la poesía; o más bien, ha esparcido en torno de las dos figuras que lo componen, algunos de los más peculiares ornatos de la naturaleza que las rodea. El desierto es nuestro, es nuestro más pingüe patrimonio, y debemos poner conato en sacar de su seno, no sólo riqueza para nuestro engrandecimiento y bienestar, sino también poesía para nuestro deleite moral y fomento de nuestra literatura nacional.

Nada le compete anticipar sobre el fondo de su obra, pero hará notar que por una parte predomina en «La cautiva» la energía de la pasión manifestándose por actos, y por otra el interno afán de su propia actividad, que poco a poco consume y al cabo aniquila de un golpe, como un rayo, su débil existencia.

La marcha y término de todas las pasiones intensas, se realicen o no, es idéntica. Si satisfechas, la eficacia de la fruición las gasta, como el rozo los muelles de una máquina: si burladas se evaporan en votos impotentes o matan, porque el estado verdaderamente apasionado es estado febril y anormal, en el cual no puede nuestra frágil naturaleza permanecer mucho tiempo y que debe necesariamente hacer crisis.

De intento usa a menudo de locuciones vulgares y nombra las cosas por su nombre, porque piensa que la poesía consiste principalmente en las ideas, y porque no siempre, como aquéllas, no logran los circunloquios poner de bulto el objeto ante los ojos; si esto choca a algunos acostumbrados a la altisonancia de voces y al pomposo follaje de la poesía para sólo los sentidos, suya será la culpa, puesto que buscan, no lo que cabe en las miras del autor, sino lo que más con su gusto se aviene. Por desgracia esa poesía facticia, hecha toda de hojarasca brillante, que se fatiga por huir el cuerpo al sentido recto, y anda siempre como a caza de rodeos y voces campanudas para decir nimiedades, tiene muchos partidarios; y ella sin duda ha dado margen a que vulgarmente se crea que la poesía exagera y miente; la poesía ni miente ni exagera. Sólo los oradores gerundios y los poetas sin alma toman el oropel y el rimbombo de las palabras por elocuencia y poesía. El poeta, es cierto, no copia sino a veces la realidad tal cual aparece comúnmente en nuestra vista, porque ella se muestra llena de imperfecciones y máculas, y aquesto sería obrar contra el principio fundamental del arte que es representar lo bello: empero él toma lo natural, lo real, como el alfarero la arcilla, como el escultor el mármol, como el pintor los colores; y con los instrumentos de su arte lo embellece y artiza conforme a la traza de su ingenio, a imagen y semejanza de las arquetípicas concepciones de su inteligencia. La naturaleza y el hombre le ofrecen colores primitivos que él mezcla y combina en su paleta; figuras bosquejadas, que él coloca en relieve, retoca y caracteriza; arranques instintivos, altas y generosas ideas, que él convierte en simulacros excelsos de inteligencia y libertad, estampando en ellos la más brillante y elevada forma que pueda concebir el humano pensamiento. Ella es como la materia que transforman sus manos y anima su inspiración; el verdadero poeta idealiza. Idealizar es sustituir a la tosca e imperfecta realidad de la naturaleza el vivo trasunto de la acabada y sublime realidad que nuestro espíritu alcanza.

La belleza física y moral, así concebida, tanto en las ideas y afectos del hombre como en sus actos, tanto en Dios como en sus magníficas obras: he aquí la inagotable fuente de la poesía, el principio y meta del arte y la alta esfera en que se mueven sus maravillosas creaciones.

Hay otra poesía que no se encumbra tanto como la que primero mencionamos; que más humilde y pedestre viste sencillez prosaica, copia lo vulgar porque no ve lo poético, y cifra todo su gusto en llevar por únicas galas el verso y la rima. Una y otra separan y embelesan en la contemplación de la corteza; no buscan el fondo de la poesía porque lo desconocen y jamás, por lo mismo, ni sugieren una idea ni mueven ni arrebatan. Ambas, careciendo de meollo o sustancia, son insípidas como fruto sin sazón. El público dirá si estas Rimas tienen parentesco inmediato con alguna de ellas.

La forma, es decir, la elección del metro, la exposición y estructura de «La cautiva», son exclusivamente del autor, quien no reconociendo forma alguna normal en cuyo molde deban necesariamente vaciarse las concepciones artísticas, ha debido escoger la que mejor cuadrase a la realización de su pensamiento.

Si el que imita a otro no es poeta, menos será el que, antes de darlo a luz, mutila su concepto para poderlo embutir en un patrón dado, pues esta operación mecánica prueba carencia de facultad generatriz. La forma artística está como asida al pensamiento, nace con él, lo encarna y le da propia y característica expresión. Por no haber alcanzado este principio los preceptistas han clasificado la poesía, es decir, lo más íntimo que produce la inteligencia, como el mineralogista los cristales, por su figura y apariencia externa, y han inventado porción de nombre que nada significan, como letrillas, églogas, idilios, etcétera, y aplicándolo a cada uno de los géneros especiales en que la subdividieron. Para ellos y su secta la poesía se reduce a imitaciones y modelos y toda la labor del poeta debe ceñirse a componer algo que, amoldándose a algún ejemplar conocido, sea digno de entrar en sus arbitrarias clasificaciones, so pena de cercarle, si contraviene, todas las puertas y resquicios de su Parnaso. Así fue como, preocupados con su doctrina, la mayor parte de los poetas españoles se empeñaron únicamente en llenar tomas de idilios, églogas, sonetos, canciones y anacreónticas, y malgastaron su ingenio en lindas trivialidades que empalagan y no dejan rastro alguno en el corazón o el entendimiento.

En cuanto al metro octosílabo en que va escrito este tomo, sólo dirá: que un día se apasionó de él, a pesar del descrédito a que lo habían reducido los copleros, por parecerle uno de los más hermosos y flexibles de nuestro idioma; y quiso hacerle recobrar el lustre de que gozaban en los más floridos tiempos de la poesía castellana, aplicándolo a la expresión de ideas elevadas y de profundos afectos. Habrá conseguido su objeto si el lector al recorrer sus Rimas no echa de ver que está leyendo octosílabos.

El metro, o mejor, el ritmo, es la música por medio de la cual la poesía cautiva los sentimientos y obra con más eficacia en el alma. Ora vago y pausado, remeda el reposo o las cavilaciones de la melancolía; ya sonoro y veloz, la tormenta de los afectos: con una disonancia hiere, con una armonía hechiza, y hace, como dice F. Schlegel, fluctuar el ánimo entre el recuerdo y la esperanza, pareando o alternando sus rimas. El diestro tañedor modula con él en todos los tonos del sentimiento, y se eleva al sublime concierto del entusiasmo y de la pasión.

No hay, pues, sin ritmo poesía completa. Instrumento del arte, debe en manos del poeta armonizar con la inspiración y ajustar sus compases al vario movimiento de los afectos. De aquí nace la necesidad de cambiar a veces de metro, para retener o acelerar la voz, y dar, por decirlo así, al canto las entonaciones conforme al efecto que se intenta producir.

El «Himno al dolor» y los «Versos al corazón» son de la época de Los consuelos, o melodías de la misma lira. Aun cuando parezcan desahogos del sentir individual, las ideas que contienen pertenecen a la humanidad, puesto que el corazón del hombre fue formado de la misma sustancia y por el mismo soplo.

—Female hearts are such a genial soil

For kinder feelings, whatsoe’er their nation,

They naturally pour the «wine and oil»,

Samaritans in every situation;

[En todo clima el corazón de la mujer es tierra

fértil en afectos generosos —ellas en cualquier

circunstancia de la vida saben, como la Samaritana,

prodigar el «óleo y el vino».]

Byron

LA CAUTIVA[1]

PRIMERA PARTE

EL DESIERTO

Ils vonl. L’espace est grand

Hugo

Era la tarde, y la hora

en que el sol la cresta dora

de los Andes. —El desierto

inconmensurable, abierto,

y misterioso a sus pies

se extiende —triste el semblante,

solitario y taciturno

como el mar, cuando un instante

al crepúsculo nocturno

pone rienda a su altivez.

Gira en vano, reconcentra

su inmensidad, y no encuentra

la vista, en su vivo anhelo,

do fijar su fugaz vuelo,

como el pájaro en el mar.

Doquier campos y heredades

del ave y bruto guaridas,

doquier cielo y soledades

de Dios sólo conocidas,

que Él sólo puede sondar.

A veces la tribu errante

sobre el potro rozagante,

cuyas crines altaneras

flotan al viento ligeras,

lo cruza cual torbellino,

y pasa; o su toldería[2]

sobre la grama frondosa

asienta, esperando el día

duerme, tranquila reposa,

sigue veloz su camino.

¡Cuántas, cuántas maravillas,

sublimes y a par sencillas,

sembró la fecunda mano

de Dios allí! —¡Cuánto arcano

que no es dado al mundo ver!

La humilde yerba, el insecto,

la aura aromática y pura;

el silencio, el triste aspecto

de la grandiosa llanura,

el pálido anochecer.

Las armonías del viento

dicen más al pensamiento,

que todo cuanto a porfía

la vana filosofía

pretende altiva enseñar.

¡Qué pincel podrá pintarlas

sin deslucir su belleza!

¡Qué lengua humana alabarlas!

Sólo el genio su grandeza

puede sentir y admirar.

Ya el sol su nítida frente

reclinaba en occidente,

derramando por la esfera

de su rubia cabellera

el desmayado fulgor.

Sereno y diáfano el cielo,

sobre la gala verdosa

de la llanura, azul velo

esparcía, misteriosa

sombra dando a su color.

El aura moviendo apenas

sus alas de aroma llenas,

entre la yerba bullía

del campo que parecía

como un piélago ondear.

Y la tierra contemplando

del astro rey la partida

callaba, manifestando,

como en una despedida,

en su semblante pesar.

Sólo a ratos, altanero,

relinchaba un bruto fiero

aquí o allá, en la campaña;

bramaba un toro de saña;

rugía un tigre feroz,

o las nubes contemplando,

como extático y gozoso,

el yajá,[3] de cuando en cuando,

turbaba el mudo reposo

con su fatídica voz.

Se puso el sol; parecía

que el vasto horizonte ardía:

la silenciosa llanura

fue quedando más oscura,

más pardo el cielo, y en él,

con luz trémula brillaba

una que otra estrella, y luego

a los ojos se ocultaba,

como vacilante fuego

en soberbio chapitel.

El crepúsculo entretanto,

con su claroscuro manto,

veló la tierra; una faja

negra como una mortaja

el occidente cubrió:

mientras la noche bajando

lenta venía; la calma

que contempla suspirando

inquieta a veces el alma,

con el silencio reinó.

Entonces, como el rüido

que suele hacer el tronido

cuando retumba lejano,

se oyó en el tranquilo llano

sordo y confuso clamor;

se perdió… y luego violento,

como baladro espantoso

de turba inmensa, en el viento

se dilató sonoroso,

dando a los brutos pavor.

Bajo la planta sonante

del ágil potro arrogante

el duro suelo temblaba,

y envuelto en polvo cruzaba

como animado tropel,

velozmente cabalgando;

víanse lanzas agudas,

cabezas, crines ondeando,

y como formas desnudas

de aspecto extraño y cruel.

¿Quién es? ¿Qué insensata turba

con su alarido perturba

las calladas soledades

de Dios, do las tempestades

sólo se oyen resonar?

¿Qué humana planta orgullosa

se atreve a hollar el desierto

cuando todo en él reposa?

¿Quién viene seguro puerto

en sus yermos a buscar?

¡Oíd! —Ya se acerca el bando

de salvajes, atronando

todo el campo convecino;

¡mirad! —Como torbellino

hiende el espacio veloz.

El fiero ímpetu no enfrena

del bruto que arroja espuma;

vaga al viento su melena,

y con ligereza suma

pasa en ademán atroz.

¿Dónde va? ¿De dónde viene?

¿De qué su gozo proviene?

¿Por qué grita, corre, vuela,

clavando al bruto la espuela,

sin mirar alrededor?

¡Ved!, que las puntas ufanas

de sus lanzas, por despojos,

llevan cabezas humanas,

cuyos inflamados ojos

respiran aún furor.

Así el bárbaro hace ultraje

al indomable coraje

que abatió su alevosía;

y su rencor todavía

mira, con torpe placer,

las cabezas que cortaron

sus inhumanos cuchillos,

exclamando: «Ya pagaron

del cristiano los caudillos

el feudo a nuestro poder.

»Ya los ranchos[4] do vivieron

presa de las llamas fueron,

y muerde el polvo abatida

su pujanza tan erguida.

¿Dónde sus bravos están?

Vengan hoy del vituperio,

sus mujeres, sus infantes,

que gimen en cautiverio,

a libertar, y como antes,

nuestras lanzas probarán».

Tal decía, y bajo el callo

del indómito caballo,

crujiendo el suelo temblaba;

hueco y sordo retumbaba

su grito en la soledad.

Mientras la noche, cubierto

el rostro en manto nubloso,

echó en el vasto desierto

su silencio pavoroso,

su sombría majestad.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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