domingo, 24 de abril de 2022

Capítulo XLII De la desigualdad que existe entre nosotros. MONTAIGNE.

 



Capítulo XLII

De la desigualdad que existe entre nosotros

 

Dice Plutarco, en un pasaje de sus obras, que encuentra menos diferencia entre dos animales que entre un hombre y otro hombre; y para sentar este aserto habla sólo de la capacidad del alma y de sus cualidades internas. Yo, a la verdad, creo firmemente que Epaminondas, según yo lo imagino, sobrepasa en grado tan supremo a tal o cual hombre que conozco (y hablo de uno capaz de sentido común) que a mi entender puede amplificarse el dicho de Plutarco, diciendo que hay mayor diferencia de tal hombre a cual otro, que entre tal hombre y tal animal:


Hem!, vir viro quid praestat?[1]


y que existen tantos grados en el espíritu humano como razas de la tierra al cielo, y tan innumerables. Y a propósito del juicio que se hace de los hombres, es peregrino que, salvo personas, ninguna otra cosa se considere más que   -221-   por sus cualidades peculiares. Alabamos a un caballo por su vigor y destreza,


 

 

 

Volucrem

sic laudamus equum, facili cul plurima palma

fervet, et exsultat rauco victoria circo[2],


no por los arreos que le adornan; a un galgo por su rápida carrera, no por el collar que lleva; a un halcón por sus alas, y no por sus adminículos venatorios; ¿porqué no hacemos otro tanto con los hombres, estimándoles sólo por las cualidades que constituyen su naturaleza? Tal individuo lleva una vida suntuosa, es dueño de un hermoso palacio, dispone de crédito y rentas, pero todo eso está en su derredor, no dentro de él. Si tratáis de adquirir un caballo, le despojáis primero de sus arneses, le veis desnudo y al descubierto; o si tiene algo encima, como antiguamente se presentaban a nuestros príncipes cuando querían comprarlos, sólo les cubre las partes principales, cuya vista es menos necesaria para formar idea de sus cualidades, a fin de que no se repare en la hermosura del pelo o en la anchura de sus ancas, sino más principalmente en las manos, los ojos y el casco, que son los miembros que prestan al animal mayores servicios:


Regibus hic mos est: ubi equos mercantur, opertos

inspiciunt; ne, si facies, ut saepe, decora

molli fulta pede est, emptorem inducat hiantem,

quod pulchrae clunes, breve quod caput, ardua cervix[3]


¿por qué al poner nuestra atención en un hombre le consideramos completamente envuelto y empaquetado? Así no nos muestra sino las cosas que en manera alguna le pertenecen, y nos oculta aquellas por las cuales solamente puede juzgarse de su valer. Lo que se busca es el valor de la espada, no el de la vaina que la cubre; por aquélla no se daría quizás ni un solo ochavo si se viera desnuda. Es preciso juzgar al hombre por sí mismo, no por sus adornos ni por el fausto que le rodea, y como dice ingeniosamente un antiguo filósofo: «¿Sabéis por qué le creéis de tal altura? porque no descontáis los tacones.» «El pedestal no entra para nada en la estatua, medidle sin sus zancos; que ponga a un lado sus riquezas y honores, y que se presente en camisa. ¿Tiene el cuerpo bien dispuesto a la realización de todas sus funciones? ¿Goza de buena salud, y está contento? ¿Cuál es el temple de su alma? ¿Esta es hermosa, capaz,   -222-   y se halla felizmente provista de todas las prendas que constituyen un alma perfecta? ¿Es rica por sus propios dones, o por dones prestados? ¿La es indiferente la fortuna? ¿Es capaz de aguardar los males con presencia de ánimo? ¿Posee empeño en saber si el lugar por donde la vida nos escapa es la boca o la garganta? ¿Tiene el alma tranquila, constante y serena? He aquí todo cuanto es indispensable considerar para informarse de la extrema diferencia que existe entre los hombres. Es, como Horacio decía:


Sapiens, sibique imperiosus;

quem neque pauperies, neque mors, neque vincula terrent;

responsare cupidinibus, contemnere honores

fortis; et in se ipso totus teres atque rotundus,

externi ne quid valeat por laeve morari;

in quem manca ruit semper fortuna?[4]

 

 

Un hombre de tales prendas está a quinientas varas por cima de reinos y ducados. Él mismo constituye su propio imperio,


Sapiens... poi ipse fingit fortunam sibi[5]:

 

 

 

¿qué más puede desear?


Nonne videmus,

nil aliud sibi naturam latrare, nisi ut, quoi

corpore sejunctus dolor absit, mente fruatur

jucundo sensu, cura semotu metuque?[6]


Comparad con él la turba estúpida, baja, servil y voluble, que flota constantemente a merced del soplo de las múltiples pasiones que la empujan y rempujan, y que depende por entero de la voluntad ajena, y encontraréis que hay mayor distancia entre uno otro que la que existe del cielo a la tierra. Y sin embargo la ceguedad de nuestro espíritu es tal que en las cosas dichas no reparamos al juzgar a los hombres, allí mismo donde si comparásemos un rey y un campesino un noble y un villano, un magistrado y un particular, un rico y un pobre, preséntanse a nuestra consideración, por extremos diferentes, no obstante podría decirse que no lo son más que por el vestido que llevan.

El rey de Tracia distinguíase de su pueblo por modo bien característico y altanero; profesaba una religión distinta; tenía un dios para él solo, que a sus súbditos no les era permitido adorar, Mercurio, y desdeñaba las divinidades   -223-   a que sus vasallos rendían culto: Marte, Baco y Diana. Tales distinciones no son más que formas externas, que no establecen ninguna diferencia esencial, pues a la manera de los cómicos que en escena representan ya un duque o un emperador, ya un criado o un miserable ganapán, y ésta es su condición primitiva, así el emperador cuya pompa os deslumbra en público,


Scilicet et grandes viridi cum luce smaragdi

auro includuntur, teriturque thalassina vestis

assidue, et Veneris audorem exercita potat[7]:

 

 

 

vedle detrás del telón; no es más que un hombre como los demás, y a veces más villano que el último de sus súbditos: ille beatus introrsum est; istius bracteata felicitas est[8]; la cobardía, la irresolución, la ambición, el despecho y la envidia, le agitan como a cualquiera otro hombre:


Non enint gazae, neque consularis

summovet lictor miseros tumultus

mentis, et curas laqueata circum

tecla volantes[9]:


y la intranquilidad y el temor le dominan aun en medio de sus ejércitos.


Re veraque metus hominum, curaeque sequaces

nec metuunt sonitus armorum, nec fera tela;

audacterque inter reges, rerumque potentes

versantur, neque fulgorem reverentur ab auro.[10]


La calentura, el dolor de cabeza y la gota, le asaltan como a nosotros. Cuando la vejez pesa sobre sus hombros, ¿podrán descargarle de ella los arqueros de su guardia? Cuando el horror de la muerte le hiere, ¿podrá tranquilizarse con la compañía de los nobles de su palacio? Cuando se halla dominado por la envidia o el mal humor, ¿le calmarán nuestros corteses saludos? Un dosel cubierto de oro y pedrería carece por completo de virtud para aliviar los sufrimientos de un doloroso cólico.

 

 

 

 

Nec calidae citius decedunt corpore febres,

textilibus si in picturis, ostroque rubenti

jactaris, quam si plebeia in vesto cubandum est.[11]



  -224-  

Los cortesanos de Alejandro Magno le hacían creer que Júpiter era su padre. Un día que fue herido, al mirar cómo la sangre salía de sus venas «Qué me decís ahora? dijo. No es esta sangre roja como la de los demás humanos? Es bien diferente de la que Homero hace brotar de las heridas de los dioses.» El poeta Hermodoro compuso unos versos en honor de Antígono, en los cuales le llamaba hijo del sol; éste contestó que no había tal, y añadió: «El que limpia mi sillón de servicio, sabe muy bien que no hay nada de eso.» Es un hombre como todos los demás,.y si por naturaleza es un hombre mal nacido, el mismo imperio del universo mundo no podrá darle un mérito que no tiene.


Puellae

nunc rapiant; quidquid calcaverit hic, rosa fiat.[12]

 

 

¿Qué vale ni qué significa toda la grandeza si es un alma estúpida y grosera? El placer mismo y la dicha no se disfrutan careciendo de espíritu y de vigor:


Haec perinde sunt, ut illius animus, qui ea possidet:

qui uti scit, ei bona; illi, qui non utitur recte, mala.[13]

 

 


 

Para gozar los bienes de la fortuna tales cuales son es preciso estar dotado del sentimiento propio para disfrutarlos. El gozarlos no el poseerlos, es lo que constituye nuestra dicha.


Non domus el fundus, non aeris acervus,

aegroto domini deduxit corpore febres,

non animo curas. Valeat possessor oportet.

Qui comportatis rebus bene cogitat uti:

qui cupit, aut metuit, juvat illum sic domus, aut res,

ut lippum pictae tabulae, fomenta podagram.[14]

 

 

Si una persona es tonta de remate, si su gusto está pervertido o embrutecido, no disfruta de aquéllos, del propio modo que un hombre constipado no puede gustar la dulzura del vino generoso, ni un caballo la riqueza del arnés que le cubre. Dice Platón que la salud, la belleza, la fuerza, las riquezas, y en general todo lo que llamamos bien, se convierte en mal para el injusto y en bien para el justo, y el mal al contrario. Además, cuando el alma o el cuerpo sufren, ¿de qué sirven las comodidades externas, puesto su que el más leve pinchazo de alfiler, la más insignificante   -225-   pasión del alma bastan a quitarnos hasta el placer que podría procurarnos el gobierno del mundo? A la primera manifestación del dolor de gota, al que la padece, de nada le sirve ser gran señor o majestad,


Totus et argento confiatus, totus et auro[15],

 

¿no se borra en su mente el recuerdo de sus palacios y de sus grandezas? ¿Si la cólera le domina, su principalidad le preserva de enrojecer, de palidecer, de que sus dientes rechinen como los de un loco? En cambio, si se trata de un hombre de valer y bien nacido, la realeza añade poco a su dicha:

 

Si ventri bene, si lateri est, pedibusque tuis, nil

divitiae poterunt regales addere majus[16];

 

 

verá que los esplendores y grandezas no son más que befa y engaño, y acaso será el parecer del rey Seleuco, el cual aseguraba que quien conociera el peso de un cetro no se dignaría siquiera recogerlo del suelo cuando la encontrara por tierra; y era ésta la opinión de aquel príncipe por las grandes y penosas cargas que incumben a un buen soberano. No es ciertamente cosa de poca monta tener que gobernar a los demás cuando el arreglo de nuestra propia conducta nos ofrece tantas dificultades. En cuanto al mandar, que parece tan fácil y hacedero, si se considera la debilidad del juicio humano y la dificultad de elección entre las cosas nuevas o dudosas, yo creo que es mucho más cómodo y más grato el obedecer que el conducir, y que constituye un reposo grande para el espíritu el no tener que seguir más que una ruta trazada de antemano, y el no tener tampoco que responder de nadie, más que de sí mismo:


Ut satius multo jam sit parere quietum,

quam regere imperio res velle.[17]

 

 

Decía Ciro que no pertenecía el mando sino a aquel que es superior a los demás. El rey Hierón, en la historia de Jenofonte, dice más todavía en apoyo de lo antecedente que en el goce de los placeres mismos son los reyes de condición peor que los otros hombres por el bienestar y la facilidad de los goces les quitan el sabor agridulce que nosotros encontramos en los mismos.


Pinguis amor, nimiumque potens, in taedia nobis

vertitur, et, stomacho dulcis ut esca, nocet.[18]

 


  -226-  

¿Acaso los monaguillos que cantan en el coro encuentran placer grande en la música? La saciedad la convierte para ellos en pesada y aburrida. Los festines, bailes, mascaradas y torneos divierten a los que no los presencian con frecuencia, a los que han sentido anhelo por verlos; mas a quien los contempla a diario lo cansan, son para él insípidos y desagradables; tampoco las mujeres cosquillean a quien puede procurárselas a su sabor; el que no aguarde a tener sed, no experimentará placer cuando beba; las farsas de los titiriteros nos divierten, pero a los que las representan los fatigan y dan trabajo. Y la prueba de que todo esto es verdad, es que constituye una delicia para los príncipes el poder alguna vez disfrazarse, descargarse de su grandeza, para vivir provisionalmente con la sencillez de los demás hombres:


Plerumeque gratae principibus vices,

mundaeque parvo sub lare pauperum

caenae, sine aulaeis et ostro,

sollicitam explicuere frontem.[19]

 

 

Nada hay tan molesto ni que tanto empache como la abundancia. ¿Qué lujuria no se asquearía en presencia de trescientas mujeres a su disposición, como las tiene actualmente el sultán en su serrallo? ¿Qué placer podría sacar de la caza un antecesor del mismo, que jamás salía al campo sin la compañía de siete mil halconeros? Yo creo que el brillo de la grandeza procura obstáculos grandes al goce de los placeres más dulces. Los príncipes están demasiado observados, en evidencia siempre, y se exige de ellos que oculten y cubran sus debilidades, pues lo que en los demás mortales es sólo indiscreción, el pueblo lo juzga en ellos tiranía, olvido y menosprecio de las leyes. Aparte de la inclinación al vicio diríase que los soberanos juntan el placer de burlarse y pisotear las libertades públicas. Platón en su diálogo Gorgias, entiende por tirano aquel que tiene licencia para hacer en una ciudad todo cuanto le place; por eso en muchas ocasiones la vista y publicidad de los monarcas es más dañosa para las costumbres que el vicio mismo. Todos los mortales temen ser vigilados; los reyes lo son hasta en sus más ocultos pensamientos, hasta en sus gestos; todo el pueblo eres tener derecho e interés en juzgarlos. Además, las manchas adquieren mayores proporciones según el lugar en que están colocadas; una peca o una verruga en la frente parecen mayores que en otro lugar no lo sería una profunda cicatriz. He aquí por qué los poetas suponen los amores de Júpiter conducidos bajo otro aspecto diferente del suyo verdadero; y de tan   -227-   diversas prácticas amorosas como le atribuyen, no hay más que una sola en que aparezca representado en toda su grandeza y majestad.

Pero volvamos a Hierón, el cual refiere también cuántas molestias su realeza le proporciona, por no poder ir de viaje con entera libertad, sintiéndose como prisionero dentro de su propio país, y a cada paso que da, viéndose rodeado por la multitud. En verdad, al ver a nuestros reyes sentados solos a la mesa, sitiados por tantos habladores y mirones desconocidos, he experimentado piedad más que ojeriza. Decía el rey Alfonso que los asnos eran en este punto de condición mejor que los soberanos; sus dueños los dejan pacer a sus anchas, y los reyes no pueden siquiera alcanzar tal favor de sus servidores. Nunca tuve por comodidad ventajosa, para la vida de un hombre de cabal entendimiento, el que tenga una veintena de inspeccionadores cuando se encuentra sentado en su silla de asiento; ni que los servicios de un hombre que tiene diez mil libras de venta, o que se hizo dueño de Casai y defendió Siena, fueran mejores y más aceptables que los de un buen ayuda del cámara lleno de experiencia. Las ventajas de los príncipes son casi imaginarias; cada grado de fortuna tiene alguna imagen de principado; César llama reyezuelos a los señores de Francia, que en su tiempo tenían derecho de justicia. Salvo el nombre de Sire, que los particulares no tenemos, todos somos poderosos con nuestros reyes. Ved en las provincias apartadas de la corte, en Bretaña, por ejemplo, el lujo, los vasallos, los oficiales, las ocupaciones, el servicio y ceremoniales de un caballero retirado, que vive entre sus servidores; ved también el vuelo de su imaginación; nada hay que más de cerca toque con la realeza; oye hablar de su soberano una vez al año, como del rey de Persia, y no la reconoce sino por cierto antiguo parentesco que su secretario guarda anotado en el archivo de su castillo. En verdad nuestras leyes son sobrado liberales, y el peso de la soberanía no toca a un gentilhombre francés apenas dos veces en toda su vida. La sujeción esencial y efectiva no incumbe entre nosotros sino a los que se colocan al servicio de los monarcas, y tratan de enriquecerse cerca de ellos, pues quien quiere mantenerse obscuramente en su casa, sabe bien gobernarla sin querellas ni procesos, es tan libre como el dux de Venecia. Paucos servitus, plures servitutem tenent[20]. Hierón insiste principalmente en la circunstancia de verse privado de toda amistad y relación social, en la cual consiste el estado más perfecto y el fruto más dulce de la vida humana. Porque, en realidad, puede decirse el monarca: «¿Qué testimonio de afecto ni de buena voluntad puedo yo   -228-   alcanzar de quien me debe, reconózcalo o no, todo cuanto es y todo cuanto tiene? ¿Puedo yo tomar en serio su hablar humilde cortés reverencia, si considero que no depende de él proceder de otro modo? El honor que nos tributan los que nos temen, no merece tal nombre; esos respetos tribútanse a la realeza, no al hombre:


Maximum hoc regni bonum est,

quod facta domini cogitor populus sui

quam ferre, tain laudare.[21]

 

 

¿No veo yo que esos honores reverencias se consagran por igual al rey bueno o malo, al que se odia lo mismo que al que se ama? De iguales ceremonias estaba rodeado mi predecesor; de idénticas lo será mi sucesor. Si de mis súbditos no recibo ofensa, con ello no me testimonian afección alguna. ¿Por qué interpretar su conducta de esta suerte, si se considera que no podrían inferirme daño aun cuando en ello pusieran empeño? Ninguno me sigue, ama, ni respeta por la amistad particular que pueda existir entre él y yo, pues la amistad es imposible donde faltan la relación y correspondencia; mi altura me ha puesto fuera del comercio de los hombres; hay entre éstos y yo demasiada distancia, demasiada disparidad. Me siguen por fórmula y costumbre, o más bien que a mí a mi fortuna, para acrecentar la suya. Todo cuanto me dicen y todo cuanto hacen no es más que artificio, puesto que su libertad está coartada por doquiera, gracias al poder omnímodo que tengo sobre ellos; nada veo en derredor mío que no está encubierto y disfrazado.»

Alabando un día sus cortesanos a Juliano el emperador porque administraba una justicia equitable, el monarca les contestó: «Enorgulleceríanme de buen grado esas alabanzas si viniesen de personas que se atrevieran a acusar o a censurar mis actos dignos de reproche.» Cuantas ventajas gozan los príncipes son comunes con las que disfrutan los hombres de mediana fortuna (sólo en manos de los dioses hombres reside el poder de montar en caballos alados y alimentarse de ambrosía), no gozan otro sueño ni apetito diferentes de los nuestros; su acero tampoco es de mejor temple que el de que nosotros estamos armados, su corona no les preserva de la lluvia ni del sol.

Diocleciano, que ostentó una diadema tan afortunada y reverenciada, resignola para entregarse al placer de una vida recogida; algún tiempo después, las necesidades de los negocios públicos exigieron de nuevo su concurso, y Diocleciano contestó a los que le rogaban que tomara otra vez las riendas del gobierno: «No intentaríais persuadirme con   -229-   vuestros deseos si hubierais visto el hermoso orden de los árboles que yo mismo he plantado en mis jardines y los hermosos melones que he sembrado.»

En opinión de Anacarsis, el estado más feliz sería aquel en que todo lo demás siendo igual, la preeminencia y dignidades fueran para la virtud, y lo sobrante para el vicio.

Cuando Pirro intentaba invadir la Italia, Cineas, su prudente consejero, queriéndole hacer sentir la vanidad de su ambición, le dijo: «¿A qué fin, señor, emprendéis ese gran designio? -Para hacerme dueño de Italia», contestó al punto el soberano.» ¿Y luego, siguió el consejero, cuando la hayáis ganado? -Conquistaré la Galia y España. -¿Y después? -Después subyugaré el África; y por último, cuando haya llegado a dominar el mundo, descansaré y viviré contento a mi gusto. -Por Dios, señor, repuso Cineas al oír esto; decidme: ¿por qué no realizáis desde ahora vuestro intento? ¿por qué desde este momento mismo no tomáis el camino del asilo a que decís aspirar, y evitáis así el trabajo y los azares que vuestras expediciones acarrearán?»

 

 

 

Nimirum, quia non bene norat; quae esset habendi

finis, et omnino quoad crescat vera voluptas.[22]

 

Cerraré este pasaje con una antigua sentencia que creo singularmente adecuada al asunto de que hablo: Mores cuique sui fingunt fortunam[23].




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[1]  ¡Cuán superior puede ser un hombre a otro! TERENCIO, Eunuco, act. II, esc. 3, v. 1. (N. del T.)

[2]  Se estima un corcel arrogante y animoso, que muestra en la carrera su vigor hirviente; a quien nunca abate la fatiga, y que sobre la plata cubriose mil veces con el polvo que levantó su casco. JUVENAL, XIII, 57. (N. del T.)

[3]  Cuando los príncipes compran sus caballos acostumbran a examinarlos cubiertos, temiendo que si por ejemplo un animal tiene los remos defectuosos y hermoso el semblante, como acontece con frecuencia, el comprador no se deje seducir por la redondez de la grupa, la delicada cabeza o por el cuello levantado y apuesto. HORACIO, Sát., I, 2, 36. (N. del T.) 

[4]  ¿Es virtuoso y dueño de sus acciones?, ¿sería capaz de afrontar la indigencia, la esclavitud y la muerte?, ¿sabe resistir el empuje de sus pasiones y menospreciar los honores? Encerrado consigo mismo y semejante a un globo perfecto a quien ninguna aspereza impide rodar, ¿ha logrado que nada en su existencia dependa de la fortuna? HORACIO, Sát., II, 7, 83. (N. del T.)

[5]  El hombre prudente labra su propia dicha. PLAUTO, Trinummus, acto II, esc. II, v. 48. (N. del T.)

[6]  Oíd la voz de la naturaleza. ¿Qué es lo que de vosotros solicita?, un cuerpo exento de dolores; un alma libre de terrores o inquietudes. LUCRECIO, II, 16. (N. del T.)

[7]  Porque en sus dedos brillan engastadas en el oro las esmeraldas más grandes y del verde más deslumbrador; porque va siempre ataviado con ricas vestiduras al disfrutar sus vergonzosos placeres. LUCRECIO, IV, 1123. (N. del T.)

[8]  La felicidad del hombre cuerdo reside en él mismo. La exterior no es más que una dicha superficial y pasajera. SÉNECA, Epíst. 115. (N. del T.)

[9]  Ni los amontonados tesoros, ni las cargas consulares pueden libertarle de las agitaciones de su espíritu, ni de los cuidados que revolotean bajo sus artesonados techos. HORACIO, Od., III 16, 9. (N. del T.)

[10]  El temor y las preocupaciones, inseparable cortejo de la vida humana, no se asustan del estrépito de las armas; muéstranse ante la corte de los reyes, y sin respetos hacia el trono se sientan a su lado. LUCRECIO, II, 47. (N. del T.)

[11]  La fiebre nos os abandonará con mayor premura por estar tendidos sobre la púrpura, o sobre tapiz rico y costoso. Con la misma fuerza os dominará que el estuvierais acostados en plebeyo lecho. LUCRECIO, II, 34. (N. del T.)

[12]  Que las doncellas se lo disputen, que por doquiera nazcan las rosas bajo sus plantas. PERSIO, II, 38. (N. del T.)

[13]  Estas cosas son lo que su poseedor las trueca: bienes, para quien de ellas sabe hacer un uso acertado; males, para quien no. TERENCIO, Heautont, acto I, esc. III, v.21. (N. del T.) 

[14]  Esta soberbia casa, estas tierras dilatadas, estos montones de oro y plata ¿alejan las enfermedades y los cuidados de su dueño? Para disfrutar de lo que se posee precisa encontrarse sano de cuerpo y de espíritu. Para quien se encuentra atormentado por el temor y el deseo, todas esas riquezas son como el calor para un gotoso, o como la pintura para aquel cuya vista no puede soportar la luz. HORACIO. Epíst., I, 2, 47. (N. del T.)

[15]  Todo cubierto de plata, todo resplandeciente de oro. TIBULO, I, 2, 70. (N. del T.)

[16]  ¿Tienes el estómago en regla y el pecho robusto? ¿Te encuentras libre del mal de gota? Las riquezas de los reyes no podrían añadir ni un ápice a tu bienandanza. HORACIO, Epíst., I, 12, 5. (N. del T.)

[17]  Vale más obedecer tranquilamente que echarse a cuestas la pesada carga de los negocios públicos. LUCRECIO, V, 11126 (N. del T.)

[18]  El amor disgusta cuando recibe buen trato. Es un alimento grato, cuyo exceso daña. OVIDIO, Amor., II, 19, 25. (N. del T.)

[19]  Los grandes gustan de la variedad; bajo la humilde techumbre de pobre una comida frugal aleja los cuidados de sus pechos. HORACIO, Od., III, 29, 13. (N. del T.)

[20]  Pocos hombres están sujetos a la servidumbre; muchos más son los que a ella se entregan voluntariamente. SÉNECA, Epíst. 22 (N. del T.)

[21]  La ventaja mayor de la realeza consiste en que los pueblos están obligados no sólo a soportarla, sino también a alabar las acciones de sus soberanos. SÉNECA, Thyest, 1, acto II, esc. I, v. 30. (N. del T.)

[22]  No conocía los límites que deben sujetar los deseos; ignoraba hasta dónde puede llegar el placer verdadero. LUCRECIO, V, 1431. (N. del T.)

[23]  Cada cual se prepara a sí mismo su destino. CORN. NEP. Vida de. (N. del T.) 

sábado, 23 de abril de 2022

Capítulo XX De la fuerza de imaginación. MONTAIGNE.

 


Capítulo XX

De la fuerza de imaginación

 

Fortis imaginatio generat casum[1], dicen las gentes disertas. Yo soy de aquellos a quienes, la imaginación avasalla: todos ante su impulso se tambalean, mas algunos dan en   -60-   tierra. La impresión de mi fantasía me afecta, y pongo todo esmero y cuidado en huirla, por carecer de fuerzas para resistir su influjo. De buen grado pasaría mi vida rodeado sólo de gentes sanas y alegres, pues la vista de las angustias del prójimo angustíame materialmente, y con frecuencia usurpo las sensaciones de un tercero. El oír una tos continuada irrita mis pulmones y mi garganta; peor de mi grado visito a los enfermos cuya salud deseo, que aquellos cuyo estado no me interesa tanto: en fin, yo me apodero del mal que veo y lo guardo dentro de mi. No me parece maravilla que la sola imaginación produzca las fiebres y la muerte de los que no saben contenerla. Hallándome en una ocasión en Tolosa en casa de un viejo pulmoníaco, de abundante fortuna, el médico que le asistía, Simón Thomas, facultativo acreditado, trataba con el enfermo de los medios que podían ponerse en práctica para curarle y le propuso darme ocasión para que yo gustase de su compañía; que fijara sus ojos en la frescura de mi semblante y su pensamiento en el vigor y alegría en que mi adolescencia rebosaba, y que llenase todos sus sentidos de tan floreciente estado; así decía el médico al enfermo que su situación podría cambiar, pero olvidábase de añadir que el mal podría comunicarse a mi persona. Galo Vibio aplicó tan bien su alma a la comprensión de la esencia y variaciones de la locura que perdió el juicio; de tal suerte que fue imposible volverle a la razón. Pudo, pues, vanagloriarse de haber llegado a la demencia por un exceso de juicio. Hay algunos condenados a muerte en quienes el horror hace inútil la tarea del verdugo; y muchos se han visto también que al descubrirles los ojos para leerles la gracia murieron en el cadalso por no poder soportarla impresión. Sudamos, temblamos, palidecemos y enrojecemos ante las sacudidas de nuestra imaginación, y tendidos sobre blanda pluma sentimos nuestro cuerpo agitado por sí mismo algunas veces hasta morir; la hirviente juventud arde con ímpetu tal, que satisface en sueños sus amorosos deseos:


Ut, quasi transactis saepe, omnibu, rebu, profundant

fluminis ingentes fluctus, vestemque cruentent.[2]

 

 

Aunque no sea cosa desusada ver que le salen cuernos por la noche a quien al acostarse no los tenía, el sucedido de Cipo, rey de Italia, es por demás memorable. Había éste asistido el día anterior con interés grande, a una lucha de toros, y toda la noche soñó que tenía cuernos en la cabeza; y efectivamente, el calor de su fantasía hizo que le salieran. La pasión comunicó al hijo de Creso la palabra, de que la naturaleza lo había privado. Antíoco tuvo recias calenturas a causa de la belleza de Stratonice, cuya hermosura   -61-   habíase sellado profundamente en su alma. Refiere Plinio haber visto cambiarse a Lucio Cosicio de hombre en mujer el mismo día de sus bodas. Pontano y otros autores, cuentan análogas metamorfosis ocurridas en Italia en los siglos últimos. Y por vehemente deseo, propio y de su madre,


Vota puer solvit, quae femina voverat, Iphis.[3]

 

 



En el Vitry, francés vi a un sujeto a quien el obispo de Soissons había confirmado con el nombre de Germán; todas las personas de la localidad le conocieron como mujer hasta la edad de ventidós años, y le llamaban María. Era, cuando yo le conocí, viejo, bien barbado y soltero, y contaba que, habiendo hecho un esfuerzo al saltar, aparecieron sus miembros viriles. Aun hoy hay costumbre entre las muchachas del Vitry de cantar unos versos que advierten el peligro de dar grandes brincos, que podría exponerlas a verse en la situación de María-Germán. No es maravilla encontrar con frecuencia el accidente referido, pues si la imaginación ofrece poder en cosas tales, está además tan de continuo y tan fuertemente identificada con ellas, que para no volver al mismo pensamiento y vivo deseo, procede mejor la fantasía al incorporar de una vez para siempre la parte viril en las jóvenes.

A la fuerza de imaginación atribuyen algunos las cicatrices del rey Dagoberto y las llagas de san Francisco. Otros el que los cuerpos se leven de la tierra. Refiere Celso que un sacerdote levantaba su alma en éxtasis tan grande, que su cuerpo permanecía largo espacio sin respiración ni sensibilidad. San Agustín habla de otro a quien bastaba sólo oír gritos lastimeros, para ser trasportado instantáneamente tan fuera de sí, que era del todo inútil alborotarle, gritarle, achicharrarle y pincharle hasta que recobraba de nuevo los sentidos. Entonces declaraba haber oído voces, que al parecer sonaban a lo lejos, y echaba de ver sus heridas y quemaduras. Que el accidente no era fingido sino natural, probábalo el hecho de que mientras era presa de él, la víctima no tenía pulso ni alentaba.

Verosímil es que el crédito que se concede a las visiones, encantamientos y otras cosas extraordinarias provenga sólo del poder de la fantasía; la cual obra más que en las otras en las almas del vulgo, por ser más blandas e impresionables. Tan firmemente arraigan en ellas las creencias, que creen ver lo que no ven.

Casi estoy por creer que esos burlones maleficios con que algunas personas suelen verse trabadas (y no se oye hablar de otra cosa) reconocen por causa la aprensión y el miedo. Por experiencia sé que cierta persona de quien puedo dar   -62-   fe como de mí mismo, en la cual no podía haber sospecha alguna, de debilidad ni encantamiento, habiendo oído relatar un amigo suyo el suceso de una extraordinaria debilidad en que el del cuento había caído cuando más necesitado se hallaba el vigor y fortaleza, el horror del caso asaltó de pronto la imaginación del oyente o hízole atravesar situación análoga. De entonces en adelante experimentó repetidas veces tan desagradable accidente, porque el importuno recuerdo de la historia le agobiaba y tiranizaba constantemente. Pero encontró algún remedio a la ilusión de que era víctima con otra parecida, y fue que declarando de antemano la calamidad que le amarraba, ensanchose la contención de su alma, pues considerando el mal como esperado y casi irremediable, pesábale menos la preocupación. Cuando tuvo ocasión, libremente (encontrándose su pensamiento despejado y a sus anchas, y su cuerpo en la situación normal), de comunicar y sorprender el entendimiento ajeno, quedo curado por completo. La desdicha de que hablo no debe temerse sino en los casos en que nuestra alma se encuentre extraordinariamente embargada por el deseo y el respeto, y también allí donde todo lo allanó la facilidad y la urgencia precisa. Yo sé de alguien a quien procuró medio el satisfacerse en otra parta para calmar los ardores de su furor, y que por la edad se encuentra menos impotente precisamente por ser menos potente; y de otro, a quien ha sido de utilidad grandísima el que un amigo le haya asegurado que se encuentra, provisto de una contrabatería de encantamientos, seguros a preservarle. Pero mejor será que refiera el caso menudadamente.

Un conde de alcurnia distinguida, de quien yo era amigo íntimo, casó con una hermosa dama que antes había sido muy solicitada y requerida por uno de los que asistían a la bodas. El desposado hizo entrar en cuidado a sus amigos, principalmente a una dama de edad, parienta suya, en cuya casa tenía lugar la ceremonia, y que la presidía, mujer humorosa de estas brujerías, quien así me lo confesó. Por casualidad guardaba yo en mi cofre una piececita de oro delgada, que tenía grabadas algunas figuras celestes, y que era remedio eficaz contra las insolaciones y el dolor de cabeza, colocándola, en la sutura del cráneo; para que la medallita pudiera llevarse estaba sujeta a un cordón suficientemente largo que podía rodear la cara, y anudarlo junto a la garganta; ensueño es este idéntico al de que voy hablando. Santiago Pelletier[4], viviendo en mi casa, me había hecho tan singular presente. Ocurriome sacar de él algún partido, y dije al conde que también él podía correr peligro de impotencia a causa del encantamiento de algún rival, añadiendo   -63-   que se acostara en seguida, que yo me encargaba de prestarle un servicio de amigo, y que ponía a su disposición un milagro, cuyo poder de realizarlo residía en mis manos, siempre y cuando que por su honor me jurase guardar, el más profundo secreto, y que le recomendaba únicamente que durante la noche, cuando fuéramos a llevarlos la colación al lecho, si las cosas no habían ido a medida de sus deseos, me hiciera una señal, convenida previamente. Había tenido el alma tan intranquila y los oídos le chillaron tanto por mis palabras, que sufrió los efectos de su imaginación y me hizo la señal a la hora prescrita. Yo le dije entonces, sin que nadie nos oyera, que se levantara con el pretexto de echarnos de la alcoba, y que, como jugando, se apoderase de mi bata (éramos de estatura casi idéntica) y se cubriera con ella mientras practicaba la recomendación que le hiciera, lo cual ejecutó; añadí que cuando nos marcháramos saliera a orinar, recitara tres veces ciertas oraciones y ejecutara ciertos movimientos; que cada una de esas tres voces se ciñera el cordón que yo lo daba en la cintura y se aplicara la medalla que con él iba sujeta a los riñones, teniendo el cuerpo en determinada posición; y por último, que, después de haber practicado escrupulosamente todas mis instrucciones sujetara bien el cordón, a fin de que no pudiera desatarse ni moverse del lugar en que lo tenía, y que se dirigiese con tranquilidad completa a su labor, sin olvidarse de tender mi traje sobre la cama, de modo que los cubriera a los dos. Todas estas patrañas constituyen lo principal del efecto; nuestra mente no puede rechazar el que medios tan extraños no procedan de alguna ciencia abstrusa; su insignificancia misma los reviste de autoridad, y hace que se respeten. En conclusión; es lo cierto que los signos de la medalla se mostraron más venéreos que solares, más activos que prohibitivos. Fue un capricho repentino Y malicioso lo que me invitó a tal acción, alejado por lo demás de mi naturaleza. Soy enemigo de las acciones sutiles y fingidas; odio las finezas, no sólo las recreativas, sino también las provechosas. Si el acto en sí mismo no es vicioso, en cambio el procedimiento sí lo es.

Amasis, rey de Egipto, casó con Laodice, hermosísima joven griega. Mas el soberano, que se había mostrado vigoroso con las demás mujeres, no acertó a disfrutar de Laodice, y la amenazó con darla muerte, creyendo que la causa de su debilidad fuera cosa de brujería. Para remediar la desdicha recomendole la dama la práctica de actos devotos, y habiendo ofrecido a Venus ciertas promesas, encontrose divinamente fuerte la noche que siguió a las oblaciones y sacrificios. Hacen mal las mujeres en adoptar continente melindroso de contrariedad; todo eso nos debilita y acalora. Decía la suegra de Pitágoras que la mujer que se acuesta con un hombre debe con su chambra dejar   -64-   también la vergüenza y tomarla de nuevo con las enaguas. El alma del varón, intranquila por alarmas diversas, piérdese fácilmente; aquel a quien la imaginación hizo sufrir una vez tal percance (no acontece esto sino en los primeros ayuntamientos, por lo mismo que son más hirvientes y rulos; y también por el temor de que no salga el disparo, recelo que la vez primera es mucho más grande el sobrecogimiento). Y cuando se principia mal, el espíritu se altera y despecha del accidente, que persiste en las ocasiones sucesivas.

Los casados, como tienen por suyo todo el tiempo, no deben buscar ni apresurar el acto si no están en disposición de realizarlo. Preferible es incurrir en falta en el estreno de la cópula nupcial, llena de agitación y fiebre, y aguardar ocasión más propicia y menos revuelta, a caer en una perpetua miseria por la desesperación que acarrea el primer fracaso. Antes de la posesión debe el paciente de cuando en cuando hacer ensayos sin acalorarse ni extremarse para asegurarse así de sus fuerzas. Y los que son en este punto de naturaleza fácil, procuren por imaginación contenerse.

Con razón se ha advertido la indócil rebeldía de este órgano, que se subleva importunamente, cuando de ello no hemos menester, y se aplaca, más importunamente todavía, cuando tenemos necesidad de lo contrario. Tan imperiosamente se opone a nuestra voluntad, que rechaza con altivez y obstinación indomables lo mismo nuestras solicitaciones mentales que las manuales. Sin embargo de que se censura su rebelión y por ello se la condena, si estuviese yo encargado de defender su proceder, acaso hiciera cómplices a los otros miembros, sus compañeros, de haberle motejado por pura envidia de la importancia y dulzura de sus funciones; de haber todos juntos conspirado contra él y de hacerle cargar con la responsabilidad de una culpa común. Considerad, si no, si hay siquiera una sola parte de nuestro cuerpo que no se oponga con frecuencia más que sobrada a la determinación de nuestra voluntad. Cada cual tiene sus pasiones propias que la despiertan o adormecen sin nuestro con sentimiento. ¡Cuántas veces declara nuestro rostro los pensamientos que guardamos secretos y nos traiciona ante las personas que nos rodean! La causa misma que vivifica el órgano de que hablo anima también, sin que nos demos cuenta de ello, el corazón, el pulmón y el pulso; la vista de un objeto grato esparce imperceptiblemente en nosotros la llama de una emoción febril. ¿Acaso son sólo los músculos y las venas los que se aplacan o ponen rígidos, sin licencia, no ya sólo de nuestra voluntad, sino tampoco de nuestro pensamiento cabe? No ordenamos o nuestros cabellos que se ericen, ni a nuestras carnes que tiemblen por el deseo o el temor; la mano se dirige con frecuencia donde nosotros no la ordenamos   -65-   que vaya; la lengua enmudece y la voz se apaga cuando se las antoja; en ocasión en que no tenemos viandas ni agua a nuestro alcance prohibiríamos de buen grado a nuestro apetito la excitación y haríamos que nuestra sed se aplacara, pero no alcanza a tanto nuestro poder; nos ocurre lo mismo que con el otro apetito de que antes hablé; las ganas de comer nos abandonan cuando se les antoja. Los órganos que sirven a descargar el entre se dilatan o contraen por sí mismos, e igualmente los que desocupan los riñones. Lo que san Agustín escribe para demostrar el poderío de nuestra voluntad de alguien que ordenaba a su trasero expeler tantos pedos como quería, y que Vives, glosador del santo, apoya con otro ejemplo de su época, diciendo que algunos tienen la facultad de expeler vientos musicales, que concuerdan con el tono de voz que se les impone, no supone ninguna obediencia del trasero, pues en general, puede decirse que no hay órgano más impertinente y tumultuario. Sé de uno tan turbulento y rebelde, que lleva ya cuarenta años obligando a su dueño a peer constante e incesantemente y que le llevará así al sepulcro. Y a, Dios pluguiera que hubiese tenido noticia por las historias de semejante monstruosidad. ¡Cuantísimas veces, por oponernos a la salida de un solo pedo, nuestro vientre nos coloca en el dintel de una muerte angustiosísima! El emperador que nos dio libertad absoluta de peer[5] en todas partes, no nos hubiera podido otorgar lo mismo la facultad de hacerlo cuando lo tuviéramos por conveniente. Pero nuestra voluntad, a que acusamos de impotencia en este particular, podríamos igualmente censurarla de rebelión y sedición en otros puntos por su desorden y desobediencia. ¿Quiere en toda ocasión lo que desearíamos que quisiera? ¿No sucede muchas veces que anhela aquello que la prohibimos, precisamente lo que nos daña? ¿Acaso se deja conducir por los principios de nuestra razón? En conclusión diré, en beneficio de mi defendido[6]que me place considerar que su causa está inseparable e indistintamente unida a la de un consocio; y sin embargo, aquél sólo carga con los vidrios rotos, y por argumentos y cargos tales, vista la condición de las partes, no pueden en modo alguno pertenecer ni concernir a dicho consocio, pues el fin de éste es a veces invitar a destiempo, pero nunca oponerse, y también invitar sin esfuerzo, todo o cual es prueba palmaria de la animosidad e ilegalidad de los acusadores. De todos modos, protestando que los abogados y jueces pierden el tiempo al emitir quejas y formular sentencias, la naturaleza seguirá la marcha que le acomode y habrá obrado acertadamente aun cuando haya dotado a este miembro de algún privilegio particular, como   -66-   autora de la única obra inmortal entre los mortales. Por eso consideraba Sócrates la generación como acto divino, y el amor como deseo de inmortalidad y espíritu inmortal.

Hay quien a causa del efecto de su imaginación deja aquí las escrófulas[7]que su compañero llevará a España. Por eso, para tales casos acostumbraba a recomendarse que el espíritu se encontrara en buena disposición. Por idéntica razón preparan los médicos de antemano la fe de sus pacientes en los medicamentos, con tantas promesas falsas de curación, a fin de que el efecto de la fantasía supla la inutilidad de sus pócimas. Saben bien que uno de los maestros de su arte les dejó escrito que hubo personas a quienes hizo el efecto sólo la vista de la medicina. Hame venido lo apuntado a la memoria recordando la relación que me hizo un boticario que estaba al servicio de mi difunto padre, hombre sencillo, suizo de nación, que es un pueblo nada charlatán ni embustero. Contome haber tratado largo tiempo en Tolosa a un comerciante enfermizo, sujeto al mal de piedra, que tenía con suma frecuencia necesidad de darse lavativas y se las hacía preparar por los médicos, según las alternativas del mal; luego que le presentaban el líquido con todos los adminículos veía si estaba demasiado caliente, y héteme aquí a nuestro enfermo tendido boca abajo, con todos los preparativos admirablemente dispuestos, pero que en fin de cuentas no tomaba lavativa alguna. Alejado el médico de la alcoba, el paciente se instalaba como si realmente se hubiese aplicado el remedio y experimentaba efecto igual al que sienten los que le practican. Y si el facultativo consideraba que no se había puesto bastantes, recomdábale dos o tres más en forma idéntica. Jura mi testigo que para economizar el gasto, pues el enfermo pagaba como si las hubiera recibido, la mujer de éste le presentó varias veces sólo agua tibia; el efecto nulo descubrió el engaño, y por haber encontrado inútiles las últimas, fue necesario volver a las preparadas por la farmacopea.

Una mujer que creía haber tragado un alfiler con el pan que comía, gritaba y se atormentaba como si sintiera en la garganta un dolor insoportable, donde, a su entender, teníalo detenido; pero como no había hinchazón ni alteración en la parte exterior, una persona hábil que estaba junto a ella consideró que la cosa no era más que aprensión, que obedecía a algún pedacito de pan que la había arañado al pretender tragarlo; hizo vomitar a la mujer y puso a escondidas en lo que arrojó un alfiler torcido. La paciente, creyendo en realidad haberlo expulsado, sintiose de pronto libre de todo mal y dolor. Sé que un caballero   -67-   que había dado un banquete a varías personas de la buena sociedad se vanagloriaba, por pura broma, pues, la cosa no era cierta, de haber hecho comer a sus invitados un pastel de gato; una señorita de las convidadas se horrorizó tanto al saberlo que cayó enferma con calenturas, perdió el estómago y fue imposible salvarla. Los animales mismos vense como nosotros sujetos al influjo de la imaginación; acredítanlo los perros que se dejan sucumbir de dolor a causa, de la muerte de sus amos; vémoslos ladrar y agitarse en sueños, y a los caballos relinchar y desasosegarse. Todo lo cual puede explicarse por la estrecha unión de la materia y el espíritu, que se comunican entre sí sus estados mutuos; por eso la imaginación actúa a veces, no ya contra el propio cuerpo, sino también contra el ajeno. De la misma suerte que un cuerpo comunica el mal a su vecino, como se ve en a epidemias, en las bubas y en los males de los ojos, que pasan de unos en otros:


Dum spectan oculi laesos, laeduntur et ipsi;

multaque corporibus transitione nocent[8],


así la imaginación, vehemente sacudida, lanza dardos que alcalizan a otro cuerpo que no es el suyo. La antigüedad creía que ciertas mujeres de Escitia, cuando tenían a alguien mala voluntad, podían matarle con la mirada. Las tortugas y los avestruces incuban sus huevos con la vista sola, prueba evidente de que poseen alguna virtud ocular. Dícese que los brujos tienen dañina la mirada:


Nescio quis teneros oculus mihi fascinat agnos[9];

 

 

pero yo no doy crédito a la ciencia de mágicos y adivinos. Por experiencia vemos que las mujeres producen en el cuerpo de las criaturas que paren los signos de sus caprichos, como la que parió un moro. A Carlos, emperador rey de Bohemia, fue presentada una muchacha cubierta de pelos erizados, cuya madre decía haber sido así concebida a causa de una imagen de san Juan Bautista que tenía colgada junto al lecho.

Lo propio acontece a los animales, como vemos por las ovejas de Jacob y por las perdices que la nieve blanquea en las montañas. Poco ha viose en mi casa un gato que acechaba a un pájaro colocado en lo alto de un árbol; los ojos del uno estuvieron clavados en los del otro un corto espacio y luego el pájaro se dejó caer como muerto entre las patas del gato, bien trastornado por su propia imaginación, bien atraído por alguna fuerza peculiar del felino. Los amantes de la caza de halconería conocen el cuento del   -68-   halconero, que, fijando obstinadamente su mirada en la de un milano que volaba, apostaba que le hacía dar en tierra por virtud de la sola fuerza de su mirada, y ganaba la apuesta, según cuentan; pues debo advertir que las historias que traigo aquí a colación déjolas sobre la conciencia de aquellos en quienes las encontré. Mías son las reflexiones, que pueden demostrarse por la razón, sin echar mano de casos particulares. Cada cual puede acomodar a la doctrina sus ejemplos, y quien no los tenga, que no sea incrédulo, en atención a número y variedad de los fenómenos de la naturaleza. Si me sirvo de ejemplos que no cuadran exactamente con los asuntos de que hablo, que otro los acomode más pertinentes. De manera que, en el estudio que aquí hago de nuestras costumbres y transportes, los testimonios fabulosos, siempre y cuando que sean verosímiles, me sirven como si fuesen auténticos. Acontecido o no, en Roma o en París, a Juan o a Pedro, siempre será la cosa un rasgo de la humana capacidad que yo utilizo. Léolo y aprovécholo igualmente en sombra que en cuerpo; en los casos diversos que las historias citan me sirvo de los que son más raros y dignos de memoria. Hay autores cuyo único fin es relatar los acontecimientos; el mío, si a él acertara a tocar, sería escribir, no lo acontecido, sino lo que puede acontecer. Lícito es en las discusiones de filosofía atestiguar con cosas verosímiles cuando no existen las reales; yo no voy tan allá, sin embargo; y sobrepaso en escrupulosidad a las historias mismas. En los ejemplos que saco de lo que he leído, oído, hecho o dicho tengo por sistema no alterar ni modificar siquiera las más inútiles circunstancias: mi conciencia no falsifica ni una coma; de mi falta de ciencia no puedo responder lo mismo.

Creo yo que la ocupación de escribir la historia conviene bien a un teólogo o a un filósofo, y en general a los hombres prudentes, de conciencia exacta y exquisita. Sólo ellos, pueden deslindar su fe de las creencias del pueblo, responder de las ideas de personas desconocidas y mostrar sus conjeturas como moneda corriente. De las acciones que pasan ante su vista y que se prestan a interpretaciones varias opondríanse a prestar juramento ante un juez, y por íntimo trato que tuvieran con un hombre rechazarían igualmente el responder con plenitud de sus intenciones. Tengo por menos aventurado escribir sobre las cosas pasadas que sobre las presentes, entre otras razones porque en las primeras el escritor no tiene que dar cuenta sino de una verdad prestada.

Me invitan algunos a relatar los sucesos de mi tiempo, considerando que los veo con ojos menos desapacibles que los demás, y más de cerca, por la proximidad en que la fortuna me ha puesto de los jefes de los distintos partidos. Pero no saben aquéllos que por alcanzar la gloria de Salustio   -69-   no me procuraría ningún mal rato, como enemigo jurado que soy de toda obligación asidua y constante; ni que nada hay tan contrario a mi estilo como una narración dilatada. Falto de alientos, deténgome a cada momento. Ignoro más que una criatura los vocablos y frases que se aplican a las cosas más comunes; por eso he tomado a mi cargo el escribir sólo sobre aquellas materias que se acomodan a mis fuerzas. Si me impusiera un asunto determinado, mi medida podría faltar a la suya, y como la libertad mía es tan grande, emitiría juicios que, en mi sentir mismo y conforme a las luces de la razón, serían injustos y censurables.

Plutarco nos diría seguramente que en sus obras no es él responsable si todos sus ejemplos no son enteramente auténticos; que fueran útiles a la posteridad y estuvieran presentados de modo que nos encaminaran a la virtud, fue lo que procuro. No ocurre lo mismo que con las medicinas con los cuentos antiguos: en éstos es indiferente que la cosa pasara así, o de otro modo diferente.



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[1]  Una imaginación robusta engendra por sí misma los acontecimientos. (N. del T.)

[2]  El texto de Montaigne parafrasea estos dos versos de LUCRECIO (IV, 1029), en las dos líneas que los preceden. (N. del T.) 

[3]  Ifis pagó siendo muchacho las promesas que hizo cuando doncella. OVIDIO, Met., IX 793. (N. del T.)

[4]  Véase nota 791. (N. del T.)

[5]  Claudio, emperador romano. (N. del T.)

[6]  Montaigne parodia en este pasaje la forma de una oración forense. (N. del T.)

[7]  Es fama que los antiguos reyes de Francia tenían el privilegio de curar. (N. del T.)

[8]  Mirando los ojos de una persona que los tiene malos el mal se comunica a la que los mira, y las enfermedades pasan a veces de unos cuerpos a otros. OVIDIO, de Remedio amoris, V. 015. (N. del T.)

[9]  No sé quién fascina mis tiernos corderillos con su mirada maligna. VIRGILIO, Églog., III. 103. (N. del T.)

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