EL ESCRITOR COMO OTRO TIPO DE SOCIÓPATA
Fuente:
Repertorio CRC: Cine-Artes+ Cultura y Humanismo.
CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
EL ESCRITOR COMO OTRO TIPO DE SOCIÓPATA
Fuente:
Repertorio CRC: Cine-Artes+ Cultura y Humanismo.
"... luego, recobrás la conciencia del entorno después de haber navegado por varios nonasegundos en un universo paralelo de míticos deseos...".
Novela inédita. LA NOCHE DE LOS TRAIDORES.
( CUENTO )
Roberto Bolaño
.LA
SITUACIÓN ES ÉSTA: B y el padre de B salen de vacaciones a Acapulco. Parten muy
temprano, a las seis de la mañana Esa noche, B duerme en casa de su padre. No
tiene sueños o si los tiene los olvida nada más abrir los ojos. Oye a su padre
en el baño. Mira por la ventana, aún está oscuro. B no enciende la luz y se
viste. Cuando sale de su habitación su padre está sentado a la mesa, leyendo un
periódico deportivo del día anterior y el desayuno está hecho. Café y huevos a
la ranchera. B saluda a su padre y entra en el baño.
El coche del padre de B es un Ford Mustang del
70. A las seis y media de la mañana suben al coche y comienzan a salir de la
Ciudad. La ciudad es México Distrito Federal, y el año en que B y su padre
abandonan el DF por unas cortas vacaciones es el año de 1975. El viaje es, en
líneas generales, plácido. Al salir del DF, ambos, padre e hijo, tienen frío,
pero cuando abandonan el valle y comienzan a bajar en dirección a las tierras
calientes del estado de Guerrero, el calor se impone y tienen que quitarse los
suéters y abrir las ventanillas. El paisaje, al principio, ocupa toda la
atención de B, que tiende a la melancolía, pero al cabo de las horas las
montañas y los bosques se hacen monótonos y B prefiere dedicarse leer un libro
de poesía.
Antes de llegar a Acapulco el padre de B
detiene el coche delante de un tenderete de la carretera. En el tenderete
ofrecen iguanas. ¿Las probamos?, dice el padre de B. Las iguanas están vivas y
apenas se mueven cuando el padre de B se acerca a mirarlas. B lo observa
apoyado en el guardabarros del Mustang. Sin esperar respuesta, el padre de B
pide una ración de iguana para él y para su hijo. Sólo entonces B se mueve. Se
acerca al comedor al aire libre, cuatro mesas y un toldo que el viento escaso
apenas agita, y se sienta en la mesa más alejada de la carretera. Para beber,
el padre de B pide cervezas. Los dos llevan las camisas arremangadas y
desabotonadas. Los dos llevan camisas de colores claros. El hombre que los
atiende, por el contrario, lleva una camiseta negra de manga larga y el calor
no parece afectarlo.
¿Van a Acapulco?, dice el hombre. El padre de
B asiente. Ellos son los únicos clientes del tenderete. Por la carretera
brillante los coches pasan y no se detienen. El padre de B se levanta y se
dirige hacia la parte de atrás. Por un momento B cree que su padre va a orinar,
pero pronto se da cuenta de que se ha metido en la cocina para observar cómo
cocinan la iguana. El hombre lo sigue en silencio. B los oye hablar. Primero
habla su padre, después la voz del hombre y por último una voz de mujer a la
que B no ha visto. B tiene la frente perlada de sudor. Sus gafas están mojadas
y sucias. Se las quita y las limpia con el borde de la camisa. Cuando vuelve a
ponerse las gafas observa a su padre que lo está mirando desde la cocina. En
realidad, sólo ve la cara de su padre y parte de su hombro, el resto queda
oculto por una cortina roja con lunares negros, una cortina que a B, por
momentos, le parece que no sólo separa la cocina del comedor sino un tiempo de
otro tiempo.
Entonces B desvía la mirada y vuelve a su
libro, que permanece abierto sobre la mesa. Es un libro de poesía. Una
antología de surrealistas franceses traducida al español por Aldo Pellegrini,
surrealista argentino. Desde hace dos días B está leyendo este libro. Le gusta.
Le gustan las fotos de los poetas. La foto de Unik, la de Desnos, la de Artaud,
la de Crevel. El libro es voluminoso y está forrado con un plástico
transparente. No es B quien lo ha forrado (B nunca forra sus libros) sino un
amigo particularmente puntilloso. Así que B desvía la mirada, abre su libro al
azar y encuentra a Gui Rosey, la foto de Gui Rosey, sus poemas, y cuando vuelve
a levantar la mirada la cabeza de su padre ya no está.
El calor es sofocante. De buena gana B
volvería al DF, pero no va a volver, al menos no ahora, eso lo sabe. Poco
después su padre está sentado junto a él y ambos comen iguana con salsa picante
y beben más cerveza. El hombre de la camiseta negra ha encendido una radio de
transistores y ahora una música vagamente tropical se mezcla con el ruido del
bosque y con el ruido de los coches que pasan por la carretera. La iguana sabe
a pollo. Es más chiclosa que el pollo, dice B no muy convencido. Es sabrosa,
dice su padre y pide otra ración. Toman café de olla. Los platos de iguana se
los ha servido el hombre de la camiseta negra, pero el café lo trae la mujer de
la cocina. Es joven, casi tan joven como B, y va vestida con shorts blancos y
una blusa amarilla con estampado de flores blancas, unas flores que B no
reconoce y que tal vez no existen. Cuando están tomando café, B se siente
descompuesto, pero no dice nada. Fuma y mira el toldo que apenas se mueve, como
si un delgado hilo de agua permaneciera allí desde la última tormenta. Pero eso
no puede ser, piensa B. ¿Qué miras?, dice su padre. El toldo, dice B. Es como
una vena. Esto último B no lo dice, sólo lo piensa.
Al atardecer llegan a Acapulco. Durante un
rato vagan por las avenidas cercanas al mar. Las ventanillas del coche están
bajadas y la brisa les revuelve el pelo. Se detienen en un bar y entran a
beber. Esta vez el padre de B pide tequila. B se lo piensa un momento. También
pide tequila. El bar es moderno y tiene aire acondicionado. El padre de B
conversa con el camarero, le pregunta por hoteles cercanos a la playa. Cuando
vuelven al Mustang ya se ven algunas estrellas y el padre de B parece, por
primera vez en lo que va de día, cansado. Sin embargo aún recorren un par de
hoteles que, por un motivo u otro, no les satisfacen, antes de dar con el
elegido. El hotel se llama La Brisa y es pequeño, tiene piscina y está a cuatro
pasos de la playa. Al padre de B le gusta el hotel. A B también le gusta. Como
es temporada baja, está casi vacío y los precios resultan asequibles. La
habitación que les asignan tiene dos camas individuales y un pequeño baño con
ducha; la única ventana da al patio del hotel, en donde está la piscina, y no
al mar como era el deseo del padre de B. La ventilación, no tardan en descubrirlo,
no funciona. Pero la habitación es bastante fresca y no protestan. Así que se
instalan, deshacen cada uno su maleta, meten la ropa en los armarios, B deja
sus libros sobre el velador, se cambian de camisa, el padre de B se da una
ducha de agua fría, B sólo se lava la cara y cuando han terminado salen a
cenar.
En la recepción del hotel encuentran a un tipo
bajito y con dientes de conejo. Es joven y parece simpático, les recomienda un
restaurante cercano al hotel. El padre de B le pregunta por algún sitio
animado. B entiende a lo que se refiere su padre. El recepcionista no lo
entiende. Un sitio con acción, dice el padre de B. Un lugar donde se puedan
encontrar muchachas, dice B. Ah, dice el recepcionista. Durante un instante B y
su padre permanecen inmóviles, sin hablar. El recepcionista se agacha,
desaparece debajo del mostrador y luego vuelve a aparecer con una tarjeta que
le tiende al padre de B. Este la mira, pregunta si el establecimiento es de
confianza, y después extrae de la billetera un billete que el recepcionista
coge al vuelo.
Pero esa noche, después de cenar, vuelven
directos al hotel.
Al día siguiente B despierta muy temprano. Sin
hacer ruido se ducha, se lava los dientes, se pone el traje de baño y abandona
la habitación. En el comedor del hotel no hay nadie, por lo que B decide
desayunar afuera. La calle del hotel baja perpendicularmente hacia la playa.
Allí sólo hay un adolescente que alquila tablas. B le pregunta el precio por
una hora. El adolescente dice una cifra que a B le parece razonable, así que
alquila una tabla y se mete en el mar. Enfrente de la playa hay una pequeña
isla y hacia allí dirige B su embarcación. Al principio le cuesta un poco, pero
no tarda en dominarla. El mar, a esa hora, es cristalino y antes de llegar a la
isla B cree ver peces rojos bajo su tabla, peces de unos cincuenta centímetros
de longitud que se dirigen hacia la playa mientras él rema hacia la isla.
El trayecto entre la playa y la isla dura
exactamente quince minutos. B no lo sabe, pues no tiene reloj, y el tiempo se
le alarga. La travesía entre la playa y la isla le parece que dura una
eternidad. Y justo antes de llegar unas olas imprevistas dificultan su
aproximación a la playa, una playa que puede apreciar de arena muy distinta a
la playa del hotel, pues en aquélla la arena, tal vez por la hora (aunque B no
lo cree así), era de un color de tonos dorados y marrones y la de la isla es
una arena blanca, refulgente, tanto que hace daño mirarla mucho rato.
Entonces B deja de remar y se queda quieto, a
merced del oleaje, y las olas comienzan a alejarlo paulatinamente de la isla.
Cuando por fin reacciona, la tabla ha retrocedido y está otra vez a medio
camino. Después de calcular las distancias, B opta por regresar. Esta vez la
singladura transcurre plácidamente. Al llegar a la playa, el muchacho que
alquila las tablas se le acerca y le pregunta si ha tenido algún problema.
Ninguno, dice B. Una hora más tarde, sin haber desayunado, B regresa al hotel y
encuentra a su padre sentado en el comedor, con una taza de café y un plato en
donde aún quedan restos de tostadas y huevos.
Las horas siguientes son confusas.
Vagabundean, observan a la gente desde el interior del coche, a veces bajan y
se toman un refresco o un helado. Esa tarde, en la playa, mientras su padre duerme
estirado en una tumbona, B lee otra vez los poemas de Gui Rosey y la breve
historia de su vida o de su muerte.
Un día un grupo de surrealistas llegan al sur
de Francia. Intentan obtener el visado para viajar a los Estados Unidos. El
norte y el oeste están ocupados por los alemanes. El sur está bajo la égida de
Pétain. El consulado norteamericano dilata la decisión día tras día. En el
grupo de surrealistas está Breton, está Tristán Tzara, está Péret, pero también
hay otros que son menos importantes. A este grupo pertenece Gui Rosey . Su foto
es la foto de un Poeta menor, piensa B. Es feo, es atildado, parece un oscuro
funcionario de ministerio o un empleado de banca. Hasta aquí, pese a las
disonancias, todo normal, piensa B. El grupo de surrealistas se reúne cada
tarde en un café cerca del puerto. Hacen planes, conversan, Rosey no falta a
ninguna cita. Un día, sin embargo (un atardecer, intuye B), Rosey desaparece.
Al principio, nadie lo echa de menos. Es un poeta menor y los poetas menores
pasan inadvertidos. Al cabo de los días, no obstante, comienzan a buscarlo. En
la pensión en donde vivía no saben nada de él, sus maletas, sus libros, están
allí, nadie los ha tocado, Por lo que resulta impensable que Rosey se haya
marchado sin pagar, una práctica común, por otra parte, en ciertas pensiones de
la Costa Azul. Sus amigos lo buscan. Recorren hospitales y retenes de la
gendarmería. Nadie sabe nada de él. Un día llegan los visados y la mayoría de
ellos coge un barco y salen para los Estados Unidos. Los que se quedan,
aquellos que no van a tener visado nunca, pronto olvidan a Rosey, olvidan su
desaparición ocupados en ponerse a salvo a sí mismos en unos años en donde las
desapariciones masivas y los crímenes masivos son una constante.
De noche, después de cenar en el hotel, el
padre de B propone ir a visitar un lugar en donde haya acción. B mira a su
padre. Es rubio (B es moreno), tiene los ojos grises y aún es fuerte. Parece
feliz y dispuesto a pasarlo bien. ¿Acción de qué tipo? dice B, que sabe
perfectamente a lo que se refiere su padre. La de siempre, dice el padre de B.
Trago y mujeres. Durante un rato B permanece en silencio, como si cavilara una
respuesta. Su padre lo mira. Se diría que en esa mirada hay expectación, pero
en realidad sólo hay cariño. Finalmente B dice que no tiene ganas de hacer el
amor con nadie. No se trata de ir a echar un polvo, dice su padre, sino de ir y
mirar y tomar y departir con los amigos. ¿Con qué amigos, dice B, si aquí no
conocemos a nadie? Uno siempre hace amigos en los picaderos, dice su padre. La
palabra picadero hace que B piense en caballos. Cuando tenía siete años su
padre le compró un caballo. ¿De dónde era mi caballo?, dice B. Su padre, que no
sabe de qué habla, se sobresalta. ¿Qué caballo?, dice. El que me compraste cuando
yo era chico, dice B, en Chile. Ah, el Zafarrancho, dice su padre y sonríe. Era
un caballo chilote, de Chiloé, dice, y tras pensar un instante vuelve a hablar
de los burdeles. Por su manera de evocarlos, se diría que habla de salas de
baile, piensa B. Pero luego ambos se quedan callados.
Esa noche no van a ninguna parte.
Mientras su padre duerme, B se va a leer a la
terraza del hotel, junto a la piscina. No hay nadie más que él. La terraza está
limpia y vacía. Desde su mesa B puede observar una parte de la recepción, en
donde el recepcionista de la noche anterior lee algo o hace cuentas, de pie
sobre el mostrador. B lee a los surrealistas franceses, lee a Gui Rosey. Y la
verdad es que Rosey no le parece interesante. Le gusta Desnos, le gusta Eluard,
mucho más que Rosey, aunque al final siempre vuelve a los poemas de éste y a
contemplar su fotografía, una foto de estudio en donde Rosey aparece como un
ser sufriente y solitario, con los ojos grandes y vidriosos, y una corbata
oscura que parece estrangularlo.
Seguramente se suicidó, piensa B. Supo que no
iba a obtener jamás el visado para los Estados Unidos o para México y decidió
acabar sus días allí. Imagina o trata de imaginar una ciudad costera del sur de
Francia. B aún no ha estado nunca en Europa. Ha recorrido casi toda
Latinoamérica, pero en Europa aún no ha puesto los pies. Así que su imagen de
una ciudad mediterránea está condicionada directamente por su imagen de
Acapulco. Calor, un hotel pequeño y barato, playas de arenas doradas y playas
de arenas blancas. Y ruidos lejanos de música. B no sabe que falta en su imagen
un ruido o un rumor determinante: el de las jarcias de las pequeñas
embarcaciones que suelen amarrar en todas las ciudades costeras. Sobre todo en
las pequeñas: el ruido de las jarcias en la noche, aunque el mar esté liso como
un plato de sopa.
De pronto alguien más entra en la terraza. Es
una silueta femenina que toma asiento en la mesa más retirada, en una esquina,
junto a dos grandes jarrones de pie. Al poco rato, el recepcionista se acerca a
la mujer con una bebida. Después, en lugar de regresar a la recepción, el
recepcionista se aproxima a B, que está sentado al borde de la piscina y le
pregunta qué tal lo están pasando su padre y él. Muy bien, dice B. ¿Les gusta
Acapulco?, pregunta el recepcionista. Mucho, dice B. ¿Qué tal el San Diego?,
pregunta el recepcionista. B no entiende la pregunta. ¿El San Diego? Por un
instante cree que le está preguntando por el hotel, pero de inmediato recuerda
que el hotel no se llama así. ¿Qué San Diego?, dice B. El recepcionista sonríe.
El club de putas, dice. Entonces B recuerda la tarjeta que el recepcionista le
dio a su padre. Aún no hemos ido, dice. Es un sitio de confianza, dice el
recepcionista. B mueve la cabeza en un gesto que podría ser interpretado de
muchas maneras. Está en la avenida Constituyentes, dice el recepcionista. En
esa misma avenida hay otro club, el Ramada, que no es de fiar. El Ramada, dice
B, mientras observa la silueta femenina inmóvil en el rincón de la terraza, en
medio de los enormes jarrones cuya sombra se alarga y adelgaza hasta perderse
debajo de las mesas vecinas, el vaso con la bebida en la mesa, aparentemente
intacto. Al Ramada es mejor que no vayan, dice el recepcionista. ¿Por qué?,
dice B por decir algo, en realidad él no tiene intención de ir a ninguno de los
dos clubes. No es de confianza, dice el recepcionista y sus dientes de conejo,
blanquísimos, brillan en la semipenurnbra que se ha apoderado repentinamente de
toda la terraza, como si alguien desde la recepción hubiera apagado la mitad de
las luces.
Cuando el recepcionista se va, B vuelve a
abrir el libro de poesía, pero las palabras ya son ilegibles, así que deja el
libro abierto sobre la mesa y cierra los ojos y no oye el rumor de las jarcias
sino un ruido atmosférico, de enormes capas de aire caliente que descienden
sobre el hotel y sobre los árboles que rodean el hotel. Tiene ganas de meterse
en la piscina. Por un instante cree que podría hacerlo.
Entonces la mujer del rincón se levanta y
comienza a caminar en dirección a las escalinatas que unen la terraza con la
recepción, aunque a medio camino se detiene, como si se sintiera mal, una mano
apoyada en un cantero en donde ya no hay flores sino maleza. B la observa. La
mujer lleva un vestido claro, holgado, de tela ligera, con un amplio escote que
deja desnudos sus hombros. B cree que la mujer seguirá su camino, pero ella no
se mueve, la mano fija en el cantero, la mirada baja, y entonces B se levanta,
con el libro en la mano, y se acerca. Su primera sorpresa se produce al
observar su rostro. La mujer debe tener, calcula B, unos sesenta años, aunque
él, de lejos, no le hubiera echado más de treinta. Es norteamericana y cuando B
se le aproxima levanta la vista y le sonríe. Buenas noches, dice ella un tanto
incongruentemente. ¿Le sucede algo?, dice B. La mujer no entiende sus palabras
y B tiene que repetírselas, pero esta vez en inglés. Sólo estoy pensando en
algo, dice la mujer sin dejar de sonreírle. B reflexiona durante unos segundos
en lo que la mujer le acaba de decir. Pensando en algo. Y de pronto percibe en
esa declaración una amenaza. Algo que se acerca por el lado del mar. Algo que
avanza arrastrado por las nubes oscuras que cruzan invisibles la bahía de
Acapulco. Pero no se mueve ni hace el más mínimo ademán de romper el encanto en
el que se siente sujeto. y entonces la mujer mira el libro que cuelga de la
mano izquierda de B y le pregunta qué es lo que lee y B dice: poesía. Leo
poemas. Y la mujer lo mira a los ojos, siempre con la misma sonrisa en la cara (una
sonrisa que es reluciente y ajada al mismo tiempo, piensa B cada vez más
nervioso) y le dice que a ella, en otro tiempo, le gustaba la poesía. ¿Qué
poetas?, dice B sin mover un sólo músculo. Ahora ya no los recuerdo, dice la
mujer y parece sumirse nuevamente en la contemplación de algo que sólo ella
puede vislumbrar. Sin embargo B cree que está haciendo un esfuerzo por recordar
y espera en silencio . Al cabo de un rato vuelve a posar en él su mirada y
dice: Longfellow. Acto seguido recita un texto con una rima pegajosa que a B le
parece similar a una ronda infantil, algo, en cualquier caso, muy lejano a los
poetas que él lee. ¿Conoce usted a Longfellow? dice la mujer. B niega con la
cabeza, aunque la verdad es que ha leído a Longfellow. Me lo enseñaron en la
escuela, dice la mujer con la misma sonrisa invariable Y luego añade: ¿no cree
que hace demasiado calor? Hace mucho calor, susurra B. Puede que se esté
acercando una tormenta, dice la mujer. Parece muy segura de sus palabras. En
ese momento B levanta la mirada: no ve ninguna estrella. Lo que sí ve son
algunas luces del hotel encendidas. Y en la ventana de su habitación ve una
silueta que los está mirando y que lo sobresalta como si de improviso se
hubiera desatado la lluvia tropical.
Al Principio no comprende nada.
Su padre está allí, al otro lado de los
cristales, enfundado en una bata azul, una bata que ha traído desde su casa y
que B no conoce, en cualquier caso no es un albornoz del hotel, y los está
mirando fijamente, aunque cuando B lo descubre se echa para atrás, retrocede
corno picado por una serpiente (levanta una mano en un tímido saludo) y
desaparece tras las cortinas.
La canción de Hiawatha, dice la mujer. B la
mira. La canción de Hiawatha, dice la mujer, el poema de Longfellow. Ah, sí,
dice B.
Después la mujer le da las buenas noches y
desaparece gradualmente: primero sube la escalinata hasta la recepción, allí se
detiene unos instantes, cruza unas palabras con alguien a quien B no puede ver
y finalmente se pierde, silenciosa, por el lobby del hotel, su figura delgada
enmarcada por las sucesivas ventanas hasta que dobla por el pasillo de la
escalera interior.
Media hora más tarde B entra en su habitación
y encuentra a su padre dormido. Durante unos segundos, antes de dirigirse al
baño a lavarse los dientes, B lo contempla (muy erguido, como dispuesto a
sostener una pelea) desde los pies de la cama. Buenas noches, papá, dice. Su
padre no hace la menor señal de haberlo escuchado.
Al segundo día de estancia en Acapulco, B y su
padre van a ver a los clavadistas. Tienen dos opciones: mirar el espectáculo
desde una plataforma al aire libre o entrar al restaurante-bar del hotel que
domina La Quebrada. El padre de B pregunta los precios. La primera persona a la
que interroga no lo sabe. El padre de B insiste. Por fin, un viejo ex
clavadista que está allí sin hacer nada, le dice dos cifras. Instalarse en el
mirador del hotel es seis veces más caro que hacerlo en la plataforma al aire
libre. El padre de B no lo duda: vamos al bar, dice, estaremos más cómodos. B
lo sigue. En el bar sus vestimentas desentonan con las del resto, turistas
norteamericanos o mexicanos con prendas claramente veraniegas. La ropa de B y
de su padre es la típica ropa de los habitantes del DF, una ropa que parece
salida de un sueño interminable. Los camareros se dan cuenta. Saben que esa
gente da poca propina y no los atienden con la prontitud necesaria. El
espectáculo, para colmo, no se ve nada bien desde donde se han sentado.
Hubiéramos hecho mejor en quedarnos en la plataforma, dice el padre de B.
Aunque esto tampoco está mal, añade. B asiente. Finalizada la sesión de saltos
y tras haberse bebido dos jaiboles cada uno, salen al aire libre y comienzan a
hacer planes para el resto del día. En la plataforma casi no queda nadie, pero
el padre de B distingue, sentado en un contrafuerte, al viejo ex clavadista y
se le acerca.
El ex clavadista es bajo y tiene las espaldas
muy anchas. Está leyendo una novela de vaqueros y no levanta la mirada hasta
que B y su padre están a su lado. Entonces los reconoce y les pregunta qué les
ha parecido el espectáculo. No ha estado mal, dice el padre de B, aunque en los
deportes de precisión es necesaria una experiencia mayor para hacerse una idea
cabal. ¿El caballero ha sido deportista? El padre de B lo estudia durante unos
segundos y luego dice: algo hemos hecho en la vida. El ex clavadista se pone de
pie con un movimiento enérgico, como si de pronto estuviera otra vez en el
borde de los acantilados. Debe tener, piensa B, unos cincuenta años, por lo
tanto no es mucho mayor que su padre, aunque la piel de la cara, con arrugas
que parecen heridas, le proporciona un aire de persona más vieja. ¿Los
caballeros están de vacaciones?, dice el ex clavadista. El padre de B asiente
con una sonrisa. ¿Y cuál es el deporte que el caballero ha practicado, si se
puede saber? El boxeo, dice el padre de B. Ah, caray, dice el ex clavadista,
pues sería en peso pesado, ¿no? El padre de B sonríe ampliamente y dice que sí.
Sin saber como, de pronto B se encuentra
caminando con su padre y con el ex clavadista hasta llegar a donde han dejado
aparcado el Mustang y luego los tres se montan en el coche y B oye como si
estuviera escuchando la radio las instrucciones que el ex clavadista le da a su
padre. El coche durante un rato se desliza por la avenida Miguel Alemán, pero
luego gira hacia el interior y pronto el paisaje de hoteles y restaurantes
dedicados al turismo se transforma en un paisaje urbano ligeramente tropical.
El coche, sin embargo, sigue subiendo, alejándose de la herradura dorada de
Acapulco, internándose por calles mal asfaltadas o sin asfaltar, hasta llegar a
una especie de restaurante o más bien casa de comidas corridas (aunque para ser
un establecimiento de comidas corridas es demasiado grande, piensa B) en cuya
acera polvorienta se detiene. El ex clavadista y su padre bajan de inmediato.
Durante todo el trayecto no han parado de hablar y en la acera, mientras lo
esperan y hacen gestos incomprensibles, siguen con su plática. B tarda un
momento en descender del coche. Vamos a comer, dice su padre. Es verdad, dice
B.
El interior del local es oscuro y sólo una
cuarta parte está ocupada por mesas. El resto parece una pista de baile, con un
estrado para la orquesta, enmarcada por una larga barra de madera basta. Al
entrar B no puede ver nada por el contraste de la luz. Luego observa a un
hombre, que se parece al ex clavadista, acercarse a éste y a su padre y tras
escuchar atentamente una presentación que B no comprende, darle la mano a su
padre y segundos después tendérsela a él. B extiende la mano y aprieta la del
desconocido. Este dice un nombre y estrecha la mano de B con fuerza. El gesto
es amistoso, pero el apretón resulta más bien violento. El hombre no sonríe. B
decide no sonreír. El padre de B y el ex clavadista ya están sentados a la
mesa. B se sienta junto a ellos. El tipo que se parece al ex clavadista y que
resulta ser su hermano menor se mantiene de pie, atento a las instrucciones.
Aquí, el caballero, dice el ex clavadista, fue campeón de los pesos pesados de
su país. ¿Extranjeros?, dice el hombre. Chilenos, dice el padre de B. ¿Hay
huachinango?, dice el ex clavadista. Hay, dice el hombre. Pues ponnos uno, un
huachinango a la guerrerense, dice el ex clavadista. Y cervezas para todos,
dice el padre de B, para usted también. Agradecido, murmura el hombre mientras
saca una libretita del bolsillo y apunta con dificultad un pedido que, a juicio
de B, resulta un juego de niños memorizar.
Con las cervezas, el hermano del ex clavadista
les trae una botana de galletitas saladas y tres vasos no muy grandes de
ostiones. Son frescos, dice el ex clavadista mientras les pone chile a los
tres. Qué curioso, ¿verdad? Que esto se llame chile y que su país se llame
Chile, dice el ex clavadista mientras señala el frasco lleno de salsa picante
de color rojo intenso. En efecto, no deja de ser curioso, concede el padre de
B. A los chilenos, añade, esto siempre nos ha picado la curiosidad. B mira a su
padre con una incredulidad apenas perceptible. El resto de la conversación,
hasta que llega el huachinango, gira en torno a temas de boxeo y de clavadismo.
Después B y su padre se van del
establecimiento. El tiempo ha pasado deprisa, sin que ellos se den cuenta, y
cuando suben al Mustang ya son las siete de la tarde. El ex clavadista se sube
con ellos. Por un momento, B piensa que no se lo van a poder quitar de encima
nunca, pero cuando llegan al centro de Acapulco el ex clavadista se baja
delante de un local de billares. Cuando se quedan solos, el padre de B comenta
favorablemente el trato y los precios que han pagado por el huachinango. Si lo
hubiéramos comido aquí, dice señalando los hoteles del paseo costero, nos
habría salido por un ojo de la cara. Al llegar a su habitación, B se pone el
traje de baño y se va a la playa. Nada durante un rato y luego intenta leer
aprovechando la escasa luz del crepúsculo. Lee a los poetas surrealistas y no
entiende nada. Un hombre pacífico y solitario, al borde de la muerte. Imágenes,
heridas. Eso es lo único que ve. Y de hecho las imágenes poco a poco se van
diluyendo, como el sol poniente, y sólo quedan las heridas. Un poeta menor
desaparece mientras espera un visado para el Nuevo Mundo. Un poeta menor
desaparece sin dejar rastros mientras desespera varado en un pueblo cualquiera
del Mediterráneo francés. No hay investigación. No hay cadáver. Cuando B
intenta leer a Daumal la noche ya ha caído sobre la playa, cierra el libro y
vuelve lentamente al hotel.
Después de cenar, su padre le propone salir a
divertirse. B rechaza la invitación. Le sugiere a su padre que vaya solo, que
él no está para divertirse, que prefiere quedarse en la habitación y ver una
película en la tele. Parece mentira, dice su padre, que a tu edad te estés
comportando como un viejo. B observa a su padre, que se ha duchado y se está
poniendo ropa limpia, y se ríe.
Antes de que su padre se marche B le dice que
se cuide. Su padre lo mira desde la puerta y le dice que sólo va a tomarse un
par de tragos. Cuídate tú, dice y cierra suavemente.
Al quedarse solo B se quita los zapatos, busca
sus cigarrillos, enciende la tele y vuelve a tumbarse en la cama. Sin darse
cuenta, se queda dormido. Sueña que vive (o que está de visita) en la ciudad de
los titanes. En su sueño sólo hay un deambular permanente por calles enormes y
oscuras que recuerda de otros sueños. Y hay también una actitud suya que en la
vigilia él sabe que no tiene. Una actitud delante de los edificios cuyas
voluminosas sombras parecen chocar entre sí, y que no es precisamente una
actitud de valor sino más bien de indiferencia.
Al cabo de un rato, justo cuando la teleserie
se ha acabado, B se despierta de golpe, como impelido por una llamada, se
levanta, apaga la tele y se asoma a la ventana. En la terraza, semioculta en el
mismo rincón de la noche anterior, está la norteamericana delante de un vaso de
alcohol o de zumo de frutas. B la observa sin curiosidad y luego se aparta de
la ventana, se sienta en la cama, abre su libro de poetas surrealistas y trata
de leer. Pero no puede. Así que trata de pensar y para tal efecto se tiende en
la cama otra vez, cierra los ojos, deja los brazos estirados. Por un instante
cree que no tardará en quedarse dormido. Incluso puede ver, sesgada, una calle
de la ciudad de los sueños. No tarda, sin embargo, en comprender que sólo está
recordando el sueño y entonces abre los ojos y se queda durante un rato
contemplando el cielo raso de la habitación. Luego apaga la luz de la mesilla
de noche y vuelve a acercarse a la ventana. La norteamericana sigue allí,
inmóvil, y las sombras de los jarrones se alargan hasta tocar las sombras de
las mesas vecinas. El agua de la piscina recoge los reflejos de la recepción
que permanece, al contrario que la terraza, con todas las luces encendidas. De
pronto un coche se detiene a pocos metros de la entrada del hotel. B cree que
se trata del Mustang de su padre. Pero durante un tiempo excesivamente largo
nadie aparece por la puerta del hotel y B piensa que se ha equivocado. Justo en
ese momento distingue la silueta de su padre que sube las escalinatas. Primero
la cabeza, luego los hombros anchos, después el resto del cuerpo hasta acabar
en los zapatos, unos mocasines de color blanco que a B le disgustan
profundamente pero que en ese momento le producen algo similar a la ternura. Su
padre entra en el hotel como si bailara, piensa. Su padre hace su entrada como
si viniera de un velorio, irreflexivamente feliz de seguir vivo. Pero lo más
curioso es que, tras asomarse durante un instante a la recepción, su padre
retrocede y toma el camino de la terraza: desciende las escaleras, rodea la
piscina y va a sentarse en una mesa cercana a la de la norteamericana. Y cuando
por fin aparece el tipo de la recepción con una copa, tras pagarle y sin
esperar siquiera a que el recepcionista haya desaparecido del todo su padre se
levanta y se acerca, con la copa en la mano, hasta la mesa de la norteamericana
y durante un rato se queda allí, de pie, hablando, gesticulando, bebiendo,
hasta que la mujer hace un gesto y su padre toma asiento a su lado.
Es demasiado vieja para él, piensa B. Luego
vuelve a la cama, se acuesta, no tarda en darse cuenta de que todo el sueño que
tenía acumulado se ha evaporado. Pero no quiere encender la luz (aunque tiene
ganas de leer), no quiere que su padre pueda creer, ni por un segundo, que él
lo está espiando. Durante mucho rato, B se dedica a pensar. Piensa en mujeres,
piensa en viajes. Finalmente se duerme.
Durante la noche, en dos ocasiones, se
despierta sobresaltado y la cama de su padre está vacía. A la tercera vez ya
está amaneciendo y ve la espalda de su padre que duerme profundamente. Entonces
enciende la luz y durante un rato, sin salir de la cama, se dedica a fumar y a
leer.
Esa mañana B vuelve a la playa y alquila otra
vez una tabla. Esta vez no tiene ningún problema para llegar a la isla de
enfrente. Allí toma un zumo de mango y se baña durante un rato en un mar en
donde no hay nadie. Luego vuelve a la playa del hotel, le entrega la tabla al
adolescente que lo mira con una sonrisa y regresa dando un largo rodeo. En el
restaurante del hotel encuentra a su padre tomando café. Se sienta a su lado.
Su padre está recién afeitado y su piel despide un olor a colonia barata que a
B le gusta. En la mejilla derecha exhibe un arañazo desde la oreja hasta el
mentón. B piensa preguntarle qué ocurrió anoche, pero finalmente decide no
hacerlo.
El resto del día transcurre como entre brumas.
En algún momento B y su padre se marchan a una playa cercana al aeropuerto. La
playa es enorme y en los lindes abundan las cabañas con techos de cañizo en
donde los pescadores guardan sus artes. El mar está revuelto: durante un rato B
y su padre contemplan las olas que se estrellan contra la bahía de Puerto
Marqués. Un pescador que está cerca les dice que no es un buen día para
bañarse. Es verdad, dice B. Su padre, sin embargo, se mete en el agua. B se
sienta en la arena, con las rodillas levantadas y lo observa internarse al
encuentro de las olas. El pescador se lleva una mano de visera a la frente y
dice algo que B no entiende. Durante un momento la cabeza de su padre, los
brazos de su padre que nada hacia dentro desaparecen de su campo visual. junto
al pescador hay ahora dos niños. Todos miran hacia el mar, de pie, menos B que
sigue sentado. En el cielo aparece, de forma por demás silenciosa, un avión de
pasajeros. B deja de mirar el mar y contempla el avión hasta que éste
desaparece detrás de una suave colina llena de vegetación. B recuerda un
despertar, justo un año atrás, en el aeropuerto de Acapulco. El venía de Chile,
solo, y el avión hizo escala en Acapulco. Cuando B abrió los ojos, recuerda,
vio una luz anaranjada, con tonalidades rosas y azules, como una vieja película
cuyos colores estuvieran desapareciendo, y entonces supo que estaba en México y
que estaba, de alguna manera, salvado. Esto ocurrió en 1974 y B aún no había
cumplido los veintiún años. Ahora tiene veintidós y su padre debe andar por los
cuarentainueve. B cierra los ojos. El viento hace ininteligibles las voces de
alarma del pescador y de los niños. La arena está fría. Cuando abre los ojos ve
a su padre que sale del mar. B cierra otra vez los ojos y los vuelve a abrir
sólo cuando una mano grande y mojada se posa sobre su hombro y la voz de su
padre lo invita a comer huevos de caguama.
Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que
no se pueden contar, piensa B, abatido. A partir de este momento él sabe que se
está aproximando el desastre.
Las cuarentaiocho horas siguientes, no
obstante, transcurren envueltas en una suerte de placidez que el padre de B
identifica con "el concepto de las vacaciones" (y B no sabe si su
padre se está riendo de él o lo dice en serio). Van a la playa cada día, comen
en el hotel o en un restaurante de la avenida López Mateos que tiene precios
económicos, una tarde ambos alquilan una embarcación, un bote de plástico,
minúsculo, y recorren el perfil de la costa cercana a su hotel, navegando junto
a los vendedores de baratijas que se desplazan en tablas o en botes de ínfimo
calado, como funambulistas o marineros muertos, llevando sus mercaderías de
playa en playa. Al regreso, incluso, sufren un percance.
El bote, que el padre de B lleva demasiado
próximo a los roqueríos, vuelca. El incidente, por supuesto, no tiene mayor
importancia. Ambos saben nadar bastante bien y el bote está hecho para volcar,
no cuesta nada darle la vuelta y subirse a él otra vez. Y eso es lo que hacen B
y su padre. En ningún momento ha habido el menor peligro, piensa B. Pero
entonces, cuando ambos han vuelto a subir al bote, el padre de B se da cuenta
de que ha perdido la billetera y lo anuncia. Dice, tocándose el corazón:
"mi billetera", Y sin dudarlo un segundo se sumerge de cabeza en el
agua. A B le da un ataque de risa, pero luego, tirado en el bote, observa el
agua y no ve señal alguna de su padre y durante un instante se lo imagina
buceando o, aún peor, cayendo a plomo, pero con los ojos abiertos, por una fosa
profunda, fosa en cuya superficie se balancea su bote y él mismo, a mitad de
camino ya de la risa y de la alarma. Entonces B se yergue y tras mirar hacia el
otro lado del bote y no ver señales de su padre, procede a sumergirse a su vez
y sucede lo siguiente: mientras B desciende, con los ojos abiertos, su padre
asciende (y podría decirse que casi se tocan) con los ojos abiertos y la
billetera en la mano derecha; al cruzarse ambos se miran, pero no pueden
corregir, al menos no de manera instantánea, sus trayectorias, de modo que el
padre de B sigue subiendo silenciosamente y B sigue bajando silenciosamente.
Para los tiburones, para la mayoría de los
peces (excepto para los peces voladores), el infierno es la superficie del mar.
Para B (para la mayoría de los jóvenes de veintidós años), el infierno a veces
es el fondo del mar. Mientras baja recorriendo en sentido inverso la estela que
ha dejado su padre, piensa que precisamente ahora hay más motivos que nunca
para reírse. En el fondo del mar no encuentra arena, como su imaginación de
algún modo esperaba, sino sólo rocas, rocas que se sostienen unas en otras,
como si aquel lugar de la costa fuera una montaña sumergida y él estuviera en
la parte alta, apenas iniciado el descenso. Después sube y desde abajo
contempla el bote que por momentos parece levitar y por momentos parece a punto
de hundirse, con su padre sentado en el centro exacto, intentando fumar un
cigarrillo mojado.
Y luego se acaba el paréntesis, se acaban las
cuarentaiocho horas de gracia en las cuales B y su padre han recorrido algunos
bares de Acapulco, han dormido tirados en la playa, han comido e incluso se han
reído, y comienza un período gélido, un período aparentemente normal pero
dominado por unos dioses helados (dioses que, por otra parte, no interfieren en
nada con el calor reinante en Acapulco), unas horas que en otro tiempo, tal vez
cuando era adolescente, B llamaría aburrimiento, pero que ahora de
ninguna manera llamaría así, sino más bien desastre, un desastre peculiar, un desastre
que por encima de todo aleja a B de su padre, el precio que tienen que pagar
por existir.
Todo comienza con la aparición del ex
clavadista. B se da cuenta de inmediato que viene a buscar a su padre y no al,
llamémosle así, conjunto familiar que conforman ambos. El padre de B invita al
ex clavadista a tomarse una copa en la terraza del hotel. El ex clavadista dice
que conoce un lugar mejor. El padre de B lo mira y sonríe y luego dice órale.
Cuando ganan la calle comienza a atardecer y por un segundo B siente una
punzada inexplicable y cree que tal vez hubiera sido mejor quedarse en el
hotel, dejar que su padre se divirtiera solo. Pero ya es demasiado tarde. El
Mustang sube por la avenida Constituyentes y el padre de B saca de un bolsillo
la tarjeta que días atrás le diera el recepcionista. El picadero se llama San
Diego, dice. El ex clavadista arguye que ese lugar es demasiado caro. Tengo
dinero, dice el padre de B, vivo en México desde 1968 y ésta es la primera vez
que me doy unas vacaciones. B, que va sentado junto a su padre, busca el rostro
del ex clavadista en el espejo retrovisor y no lo encuentra. Así que primero
van al San Diego y durante un rato beben y bailan con chicas a las que por cada
baile hay que entregar un boleto que previamente compran en la barra. El padre
de B, al principio, sólo compra tres boletos. Este sistema, le dice al ex
clavadista, tiene algo de irreal. Pero luego se entusiasma y compra un fajo
entero. B también baila. Su primera pareja es una muchacha delgada y de rasgos
aindiados. La segunda es una mujer de grandes pechos que parece preocupada o
enfurruñada por algo que B jamás podrá comprender. La tercera es gorda y feliz
y al poco rato de estar bailando le confiesa al oído que está drogada. ¿Qué has
tomado?, dice B. Hongos alucinantes, dice la mujer y B se ríe. Su padre,
mientras tanto, baila con la muchacha que parece india y B los observa de tanto
en tanto. En realidad, todas las muchachas parecen indias. La que baila con el
padre de B tiene una bonita sonrisa. Hablan (de hecho hablan sin parar) aunque
B no oye lo que dicen. Después su padre desaparece y B se acerca a la barra
junto al ex clavadista. Ellos también se ponen a hablar. De los tiempos
pasados. Del valor. De las quebradas en donde rompe el mar. De mujeres. Temas
que a B no le interesan o que, al menos, no le interesan en ese momento. Y sin
embargo hablan.
Al cabo de media hora su padre vuelve a la
barra. Su pelo rubio está mojado y recién peinado (el padre de B se peina para
atrás) y tiene la cara enrojecida. Sonríe sin decir nada y B lo observa sin
decir nada. Hora de comer, dice. B y el ex clavadista lo siguen hasta el
Mustang. Cenan mariscos variados en un local oblongo como un ataúd. Mientras
comen, el padre de B mira a B como buscando una respuesta. B sostiene su
mirada. Telepáticamente le dice: no hay respuesta porque la pregunta no es
válida. La pregunta es imbécil. Después, sin saber cómo, B sigue a su padre y
al ex clavadista (que hablan todo el rato de boxeo) hasta un local en los
suburbios de Acapulco. El edificio es de ladrillo y madera, carece de ventanas
y en el interior hay un juke-box con canciones de Lucha Villa y Lola
Beltrán. De pronto B siente náuseas. Sólo entonces, mientras se separa de su
padre y busca un lavabo o el patio trasero o la salida a la calle, se da cuenta
de que ha bebido demasiado. También se da cuenta de algo más: unas manos
aparentemente hospitalarias no le han permitido salir a la calle. Temen que me
escape, piensa B. Luego vomita varias veces en un patio abierto en donde se acumulan
cajas de cerveza y en donde hay un perro atado, y tras aliviarse se pone a
contemplar las estrellas. No tarda en aparecer junto a él una mujer. Su sombra
se recorta más oscura que la noche. Su vestido, sin embargo, es blanco y eso
hace que B la pueda distinguir. ¿Te hago un guagüis?, dice. Tiene una voz joven
y aguardentosa. B se la queda mirando sin entender. La puta se arrodilla a su
lado y le abre la bragueta. Entonces B comprende y la deja, hacer. Cuando acaba
siente frío. La puta se levanta y B la abraza. juntos contemplan la noche.
Cuando B dice que quiere volver a la mesa de su padre, la mujer no lo sigue.
Vamos, dice B, tirando de su mano, pero ella se resiste. Entonces B se da
cuenta de que no ha visto apenas su rostro. Es mejor así. Sólo la he abrazado,
piensa, ni siquiera sé cómo es. Antes de volver a entrar se da vuelta y ve que
la puta se acerca al perro y lo acaricia.
En el interior, su padre está sentado a una
mesa junto al ex clavadista y otros dos tipos. B se le acerca por la espalda y
le susurra unas palabras al oído. Vámonos. Su padre está jugando a las cartas.
Voy ganando, dice, no puedo irme. Nos van a robar todo el dinero, piensa B.
Luego contempla a las mujeres que a su vez lo contemplan a él y a su padre con
una conmiseración palpable. Ellas saben lo que nos va a pasar, piensa B. ¿Estás
borracho?, le pregunta su padre mientras pide una carta. No, dice B, ya no.
¿Estás drogado?, dice su padre. No, dice B. Entonces su padre sonríe y pide un
tequila y B se levanta y va hacia la barra y desde allí observa con ojos de
loco el escenario del crimen. En ese momento B sabe que aquél es el último
viaje que hará con su padre. Abre los ojos, cierra los ojos. Las putas lo miran
con curiosidad, una le ofrece un trago que B rechaza con un gesto. A veces,
cuando tiene los ojos cerrados, puede ver a su padre con una pistola en cada
mano saliendo de una puerta que está en un lugar en donde jamás debía estar una
puerta. Sin embargo su padre aparece por allí, de prisa, con los ojos grises
brillantes y el pelo despeinado. Nunca más volverán a viajar juntos, piensa B.
Eso es todo. Lucha Villa canta en el juke-box y B piensa en Gui Rosey,
poeta menor desaparecido en el sur de Francia. Su padre reparte las cartas, se
ríe, cuenta historias y escucha historias que rivalizan en sordidez. B recuerda
cuando volvió de Chile, en 1974, y fue a verlo a su casa. Su padre se había
roto un pie y estaba leyendo en la cama un periódico deportivo. Le preguntó
cómo le había ido y B le contó sus aventuras. Sucintamente: las guerras
floridas latinoamericanas. Estuvieron a punto de matarme, dijo. Su padre lo
miró y se sonrió. ¿Cuántas veces?, dijo. Por lo menos dos, respondió B. Ahora
su padre se ríe a carcajadas y B trata de pensar con claridad. Gui Rosey se
suicidó, piensa, o lo mataron, piensa. Su cadáver está en el fondo del mar.
Un tequila, dice B. Una mujer le pone un vaso
lleno hasta la mitad. No se emborrache otra vez, joven, dice. No, ya estoy
bien, dice B perfectamente lúcido. No tardan otras dos mujeres en acercarse a
él. ¿Qué quieren tomar?, dice B. Su papá de usted es muy simpático, dice una de
ellas, la más joven, de pelo largo y negro, tal vez la misma que me lo chupó
hace un rato, piensa B. Y recuerda (o trata de recordar) escenas en apariencia
inconexas: la primera vez que fumó en su presencia, a los catorce años, un
Viceroy, una mañana en que los dos esperaban la llegada de un tren de carga en
el interior del camión de su padre y hacía mucho frío; armas de fuego,
cuchillos; historias familiares. Las putas beben tequila con coca-cola. ¿Cuánto
rato estuve afuera vomitando?, piensa B. Parecía moto, dice una de las putas,
¿quiere un poquito? ¿Un poquito de qué?, dice B temblando pero con la piel fría
como un témpano. Un poquito de mota, dice la mujer, de unos treinta años, el
pelo largo como su compañera, pero teñido de rubio. ¿Golden Acapulco?, dice B
dando un trago de tequila mientras las dos mujeres se le acercan un poco más y
le acarician la espalda y las piernas. Simón, para tranquilizarse, dice la
rubia. B asiente con la cabeza y lo siguiente que recuerda es una nube de humo
que lo separa de su padre. Usted quiere mucho a su papá, dice una de las
mujeres. Pues no tanto, dice B. ¿Cómo no?, dice la morena. La que atiende la
barra se ríe. A través del humo, B observa que su padre da vuelta la cabeza y
durante un instante lo mira. Me está mirando con una seriedad de muerte,
piensa. ¿Te gusta Acapulco?, dice la rubia. El local, sólo en ese momento lo
percibe, está semivacío. En tina mesa hay dos tipos que beben en silencio y en
la otra están su padre, el ex clavadista y los dos desconocidos jugando a las
cartas. Todas las demás mesas están desocupadas.
La puerta del patio se abre y aparece una
mujer con un vestido blanco. Es la que me lo chupó, piensa B. La mujer aparenta
unos veinticinco años, aunque seguramente tiene muchos menos, tal vez dieciséis
o diecisiete. Tiene el pelo largo, como casi todas, y lleva zapatos con tacones
muy altos. Cuando cruza el local (se dirige al lavabo), B estudia con
detenimiento sus zapatos: son blancos y están sucios de barro en los lados. Su
padre también levanta la mirada y la estudia durante un momento. B mira a la
puta, que abre la puerta del baño, y luego mira a su padre. Entonces cierra los
ojos y cuando los vuelve a abrir la puta ya no está y su padre ha vuelto a
concentrarse en el juego. Lo mejor sería que se llevara a su papá de este
lugar, le dice una de las mujeres al oído. B pide otro tequila. No puedo, dice.
La mujer le mete la mano por debajo de la camisa holgada y con dibujos hawaianos.
Está comprobando si voy armado, piensa B. Los dedos de la mujer suben por su
pecho y se enroscan alrededor de su tetilla izquierda. Se la aprieta. Eh, dice
B. ¿No me crees?, dice la mujer. ¿Qué va a pasar?, dice B. Algo malo, dice la
mujer. ¿Como cuánto de malo?, dice B. No lo sé, pero yo que tú me largaría. B
sonríe y la mira a los ojos por primera vez: vente con nosotros, le dice
mientras bebe un trago de tequila. Ni que estuviera loca, dice la mujer. B
recuerda entonces una ocasión, antes de que él se marchara para Chile, en que
su padre le dijo "tú eres un artista y yo soy un trabajador". ¿Qué
quiso decir con eso?, piensa. La puerta del baño se abre y la puta vestida de
blanco vuelve a aparecer, esta vez con los zapatos impolutos, y atraviesa el
local hasta la mesa en donde juegan a las cartas y allí se queda, de pie, junto
a uno de los desconocidos. ¿Por qué tenemos que irnos?, dice B. La mujer lo
mira de reojo y no le contesta. Hay cosas que se pueden contar, piensa B, y hay
cosas que no se pueden contar. Cierra los ojos.
Como en sueños, regresa al patio trasero del
bar. La mujer teñida de rubio lo lleva de la mano. Esto ya lo he hecho, piensa
B, estoy borracho, no saldré jamás de aquí. Algunos gestos se repiten: la mujer
se sienta en una silla desvencijada y le abre la bragueta, la noche parece
flotar como un gas letal a la altura de las cajas de cerveza vacías. Pero
faltan algunas cosas: el perro ya no está, por ejemplo, y hacia el este ya no
cuelga la luna sino algunos filamentos de claridad que adelantan el amanecer.
Cuando acaban, atraído tal vez por los gemidos de B, aparece el perro. No
muerde, dice la mujer mientras el perro se detiene a pocos metros de ellos y
enseña los dientes. La mujer se levanta y se alisa el vestido. El lomo del perro
está erizado y por el hocico le cae una baba transparente. Quieto, Púas,
quieto, Púas, repite la mujer. Nos va a morder, piensa B mientras
retroceden hasta la puerta. Lo que sigue es caótico: en la mesa donde juega su
padre todos se han puesto de pie. Uno de los desconocidos grita a todo pulmón.
B no tarda en darse cuenta de que está insultando a su padre. Por precaución,
se acerca a la barra y pide una botella de cerveza que bebe a grandes sorbos,
ahogándose, antes de aproximarse. Su padre parece tranquilo, piensa B. Junto a
él hay una buena cantidad de billetes que coge uno por uno y luego se guarda en
el bolsillo. De aquí no vas a salir con ese dinero, grita el desconocido. B
mira al ex clavadista. Busca en su rostro por quién va a tomar partido. Probablemente
por el desconocido, piensa B. La cerveza le resbala por el cuello y sólo
entonces se da cuenta de que está ardiendo.
El padre de B termina de contar su dinero y
mira a los tres hombres que tiene enfrente y a la mujer vestida de blanco.
Bueno, caballeros, nosotros nos vamos, dice. Hijo, ponte a mi lado, dice. B
arroja al suelo lo que queda de cerveza y empuña la botella cogiéndola del
cuello. ¿Qué haces, hijo?, dice el padre de B. En su voz B percibe un cierto
tono de reproche. Vamos a salir tranquilamente, dice el padre de B y luego se
da vuelta y les pregunta a las mujeres cuánto se les debe. La de la barra mira
un papel y dice una cifra bastante alta. La rubia, que está de pie a medio
camino entre la mesa y la barra, dice otra cifra. El padre de B suma, saca el
dinero y se lo tiende a la rubia: lo tuyo y las consumiciones, dice. Luego
añade un par de billetes más: la propina. Ahora vamos a salir, piensa B. Los
dos desconocidos se plantan interfiriendo el paso. B no quiere mirarla, pero la
mira: la mujer de blanco se ha sentado en una de las sillas vacías y revisa con
las yemas de los dedos las cartas esparcidas en la mesa. No me estorbes,
susurra su padre y B tarda en comprender que le está hablando a él. El ex
clavadista se mete las manos en los bolsillos. El desconocido vuelve a insultar
al padre de B, lo insta a volver a la mesa, a volver a jugar. Ya no se juega
más, dice el padre de B. Durante un instante, mientras contempla a la mujer
vestida de blanco (que le parece, por primera vez, muy hermosa), B piensa en
Gui Rosey que desaparece del planeta sin dejar rastro, dócil como un cordero
mientras los himnos nazis suben al cielo color sangre, y se ve a sí mismo como
Gui Rosey, un Gui Rosey enterrado en algún baldío de Acapulco, desaparecido
para siempre, pero entonces oye a su padre, que le está recriminando algo al ex
clavadista, y se da cuenta de que, al contrario que Gui Rosey, él no está solo.
Después su padre camina un poco encorvado
hacia la salida y B le concede espacio suficiente para que se mueva a sus
anchas. Mañana nos iremos, mañana volveremos al DF, piensa B con alegría.
Comienzan a pelear.
fin
Si esta propuesta ha conseguido sobresalir entre toda la
producción literaria de esta novelista es porque su contenido refiere a una
época oscura que atormentó, en distintas épocas, a millones de ciudadanos de
países latinoamericanos.
Según
se puede advertir al conocer la biografía de esta mujer, el cuento “La rebelión
de los niños” fue elaborado en 1971, algunos meses antes de que su creadora se
exiliara en España. Por ese entonces, en su tierra natal no se habían producido
secuestros de menores por parte de la dictadura militar que gobernó el país
hasta 1985.
Sin
embargo, ciertas creencias y sospechas de Peri Rossi llevaron a la escritora a
adelantarse en el tiempo y construir un relato en el cual el narrador es un
niño que duda acerca de su origen y teme no pertenecer a la familia.
El
resultado de ese ejercicio literario es “La rebelión de los niños”, un texto al
cual, en una entrevista, la uruguaya presentó como “uno de los más terribles
que he escrito en mi vida”.
Lamentablemente,
el horror que ella había imaginado a la hora de redactar ese cuento que
llegaría a darle nombre a una colección, se cumplió. Por ese motivo, leer hoy,
a la distancia, el contenido de ese material es descubrir que Cristina Peri
Rossi presentía el plan macabro que pondrían en marcha los militares respecto
al secuestro de mujeres embarazadas y el posterior apropiamiento de los bebés.
Si
todavía no han tenido oportunidad de leer obras de Cristina Peri Rossi,
conseguir un ejemplar de “La rebelión de los niños” constituye un buen comienzo
para iniciarse en la lectura de sus trabajos.
Cristina Peri Rossi
La
rebelión de los niños
Ella
miró la cuchara con aversión. Era una cuchara de metal, oscura, con una pequeña
filigrana en el borde y de sabor áspero.
—Abre
la boca, despacio, des-pa-cii-iiiiiiito, como los pajaritos en el nido —dijo
él, tratando de aproximar la cuchara hacia ella. Odiaba las cucharas. Desde
pequeño, le habían parecido objetos despreciables. ¿Por qué se veía ahora en la
obligación de blandiría, llena de sopa, de intentar introducirla en la boca de
aquella pequeña criatura, como sus padres habían hecho con él, como seguramente
los padres de sus padres habían hecho, si es que en aquel tiempo se usaban las
cucharas, si es que algún estúpido ya las había inventado? Tenía que conseguir
una enciclopedia y averiguar en qué año se había confeccionado la primera
cuchara. Tenía que conseguir una enciclopedia para aprender todo lo que le
hacía falta para seguir viviendo. Cuchara: Utensilio
de mesa que termina en una patita cóncava y sirve para llevar a la boca las
cosas líquidas.
Lo
que más le molestaba era la palita. Por eso no tenía la menor intención de
abrir la boca, por más que él insistiera. Se distrajo, contemplando una figura
bordada que había en el mantel. Eran hilos rojos y verdes, entrelazados,
formando una flor. No podía soportar el ruido de la cuchara raspando el plato.
Desde pequeño odió las cucharas. Todas: las de metal, las de plástico, las de
fórmica, las de madera y las de laca. ¿Por qué esa criatura no quería abrir la
boca? Llevaba más de media hora en la delicada operación de hacerle tomar la
sopa. La sopa se había enfriado varias veces, él la había vuelto a calentar y
había cambiado el plato, a lo mejor lo que no le gusta es el dibujo del fondo
—pensó—. Había oído decir que a veces los niños no comen porque no les gusta el
dibujo del plato. Existían varios platos en la casa, según le había informado
su esposa, antes de abandonarlo: plato con coneja en la cama, las grandes
orejas sobresaliendo del lecho, ideal para papillas y cremas. Un plato con un
bosque pintado, donde se veía a una pareja de niños juntando moras. Este plato
a él no le gustaba nada. Empezando, porque en su vida había visto un árbol de
moras, y estaba en contra de la colonización cultural. En segundo término,
porque ambos niños parecían excesivamente robustos y un poco antiguos, niños
ingleses o niños holandeses del siglo pasado. Algo bastante desagradable. ¿Qué
niño se iba a identificar con esos dos? Otro plato tenía un dibujo abstracto,
muy coloreado. Seguramente su esposa lo había comprado convencida de que hay
que acostumbrar a los niños desde pequeños a las formas de arte de vanguardia.
Aunque el informalismo había dejado de ser vanguardia hacía mucho. Seguramente
su esposa no tuvo tiempo de saberlo, o ya había comprado el plato. Primero,
probó con la coneja, y luego con el dibujo informal. (La niña seguía sin abrir
la boca).
No
podía soportar el peso de la cuchara en la mano indefinidamente. ¿Por qué la
apuntaba con aquel objeto metálico, provisto de una palita cóncava que servía
para llevar a la boca las cosas líquidas? Cómo hacen las enciclopedias, eso me
gustaría saber. Cómo las escriben. Por ejemplo: era muy inteligente eso de no
poner «utensilio de metal», puesto que para desgracia de la humanidad, había
cucharas de madera, de plástico, de vidrio, de hule, de cerámica, de hilo y
hasta de espuma de mar. Cómprese un colchón de. Él había querido probar el
nuevo colchón de agua, pero a ella le pareció una inversión excesiva. Inversión
no —corrigió él—, gasto. Sobre aquel colchón acuático hubieran podido bogar
toda la vida, apenas meciéndose, remando —los brazos en cruz, por favor, cruz,
los brazos extendidos en, forma de, cruz, sacrificio, las manos apenas
inclinadas, el ara de los homenajes, dioses menos perversos que tú, las piernas
suavemente abiertas, así, manos inclinadas brazos extendidos ara del sacrificio
gesto ritual— balanceándose, ora hacia un lado —a babor— ora hacia el otro, yo
arriba, tú abajo, yo abajo, tú arriba, y la nave siempre meciéndose, yo al
costado, tú en cuclillas, yo de pie, tú arrodillada, yo inclinado, tú de
espaldas, tú de pie, yo zozobrando. ¿Por qué no quería abrir la boca?
Había
conseguido distraerse mirando el dibujo verde y rojo mientras él iba hasta la
cocina, pero ahora ya volvía otra vez, volvía paciente, volvía terco y sereno y
ella quiso sonreírle, estaba dispuesta a hacer las paces y a soltar una de sus
risas favoritas, esas que a él le gustaban, pero de pronto del interior del
plato —donde había naufragado— volvió a aparecer la cuchara, la terrible
cuchara de metal terminada en una palita cóncava que sirve para llevar a la
boca las cosas líquidas. Y ella apretó fuertemente los labios. Si no habían
comprado el colchón de agua era porque ella no quiso. Seguramente ya entonces
no lo amaba, por eso no le entusiasmó la idea del colchón flotante, donde yacer
como en un bote en perpetuo movimiento. Él la hubiera mecido allí como a una
diosa del agua, como a una estatua sumergida en el mar, la hubiera amado como a
una virgen flotante, vestal de espuma, rodeada de algas y de líquenes, le
habría construido un santuario en el mar, lleno de conchas, estrellas,
hipocampos, moluscos y medusas. Seguramente los antiguos tenían una diosa del
mar. Los antiguos tenían dioses para todo. ¿La madre de Aquiles no era una
divinidad acuática? Él hubiera conseguido trofeos marinos, crustáceos y peces
pequeños. «Navegaremos la vida entera», le dijo. «Tendrás un lecho de agua como
las esponjas y los corales». Como la ulva
lactuca, que es como la enciclopedia llama a la lechuga de mar. Buena para
el cutis. Un náufrago, había leído una vez en un diario, sobrevivió dos meses
comiendo sólo lechugas de mar. Y una mujer rejuveneció como veinte años
frotándose el rostro todos los días con la ulva
lactuca. Cosas así salían en los periódicos a cada rato. Pero ella no quiso
comprar el colchón de agua y ahora la niña no abría la boca delante de la
cuchara por nada del mundo. La apuntaba rigurosamente. El borde metálico
avanzaba cortando despiadadamente el aire. Hizo como que no la veía, miró hacia
otro lado, disimulando. El borde helado le rozó la mejilla. Si soplaba fuerte,
todo el líquido se volcaría y se iría para otro lado. Había realizado esta operación
varias veces. Había dejado que la terrible palita cóncava se acercara, y cuando
la tuvo próxima, casi tocándola con su frialdad, sopló muy fuerte, con todos
sus pulmones, y el líquido había ido a parar al suelo, al mantel o a la
servilleta. Los líquidos rodaban, eso era lo que tenían los líquidos. Ella no
podía soplar la cuchara, para apartarla de sí, pero en cambio podía conseguir
que el líquido se fuera al diablo con el aliento de sus pulmones. Sin embargo,
no se animaba a repetir la operación. Una vez, su padre y su madre habían reído
mucho cuando el líquido se fue rodando hasta el suelo, manchando el mosaico y
la alfombra. A ella también le pareció muy gracioso que de pronto el contenido
de la cuchara resbalara y quedara vacía, como una cuna sin niño. Pero la
próxima vez que lo hizo su madre rezongó mucho, agitó los brazos, levantó la
voz y dijo una serie de cosas que ella no entendió, pero que evidentemente
tenían que ver con el hecho de que la cuchara estaba vacía y el líquido en el
suelo. En cuanto a él, también festejó un par de veces su soplido, pero —no se
sabía por qué— a partir de determinado momento comenzó a fastidiarse con el
asunto y ya no pareció disfrutarlo más, por el contrario, se ofendía y ponía
furioso como si el líquido y el suelo fueran cosas personales. Y todos los días
del mundo había cucharas, todos los días del mundo apuntaban hacia ella,
siempre tenían los bordes fríos y siempre servían para llevar a la boca cosas
líquidas. Si no quiso el colchón de agua, era que ya no lo quería. En la vida
cotidiana hay síntomas así, sólo que uno no los ve porque vienen disfrazados de
otras cosas razonables y un día cualquiera uno descubre que las pautas de la
catástrofe estaban allí, que en realidad la catástrofe había comenzado hacía
mucho tiempo, era una amiga en la casa, la tercera persona no incluida en la
pareja, la catástrofe estaba con ellos desde antiguo, desde el día en que se
conocieron, tal vez, pero ambos disimularon, ambos la escondieron, buscaron
lugares secretos y muy ocultos para no verla, para disimularla, para ignorar su
presencia. Para disuadirla. Catástrofe: Suceso
desgraciado que produce grave trastorno. Y el suceso desgraciado había
ocurrido, provocando un grave trastorno. Catástrofe: cataclismo. Un tren se
había estrellado en alguna parte, un maremoto inundó la casa, la habitación,
los objetos naufragaron, las sillas se perdieron, un terremoto sacudió las
paredes, los cimientos, las instalaciones, el viento se llevó los techos, la
marea hundió puertas y ventanas, las cosas familiares de pronto dejaron de
serlo (odiaba las cucharas y los relojes) y otras, otras cosas familiares de
pronto se volvieron intolerables. Todo estaba preparado desde entonces, pensó,
desde que nos conocimos. La cuchara se hundió en la superficie líquida. Ella
aprovechó para cambiar de posición en la silla de comer. No tenía gran libertad
de movimientos, la silla era una celda para aprisionarla mientras comía. Por un
lado y por otro había maderas que la sujetaban, que la acorralaban; intentó
morderlas, cortarlas con los dientes, arañarlas, pero la madera era dura,
resistente; como un perro, horadó los bordes, rasqueteando. «Esta niña es
incapaz de tomar la sopa, pero en cambio se tragará la silla», comentó un día
su padre en voz alta. Manías de niños. Volvió a surgir, llena de sopa. La
palita cóncava que sirve para llevar a la boca las cosas líquidas.
—Estoy
seguro de que no será feliz. No puede
ser feliz. No podrá serlo —dijo el hombre empuñando la cuchara. Ascendió
mansamente. Ella la vio subir como un lento animal metálico que dulce y pesado
se levanta. Eleva el vuelo. Con angustia, esperó que ganara altura.
Él
le había pedido que le dejara a la niña, aunque fuera durante el primer tiempo,
para sentirse menos solo. Accedió, en un gesto comprensivo y tolerante que le
dolió como un golpe bajo. Le enseñó a preparar las papillas, a lavarla, a
curarle las escaldaduras. Dejó un cuaderno lleno de prolijas y correctas
anotaciones acerca de cada cosa. Había una hora para despertarla y otra para
hacerla dormir. En cualquier caso, mientras él estuviera trabajando, vendría
una joven estudiante todas las tardes a ocuparse de la niña. No olvides arrojar
la bolsa de los residuos cada noche en el incinerador. Hervir rigurosamente la
leche antes de ponerla en el biberón. Sopa diaria de verduras. El teléfono del
pediatra de la niña y las instrucciones para quemaduras, resfriados e
indigestiones. No será nunca feliz. No podrá serlo. La dirección de la
lavandería más económica. Para reparaciones de artefactos eléctricos, llame al
2423315. Urgencias: 999. Policía: 002. Si se atraganta, sacudirle la espalda,
suavemente, con pequeños golpecitos. (Ah los desvanecimientos de tus manos. La
languidez de tu rostro. Geografías diversas que recorrí, explorador, y quedé
clavado, clavado para siempre de la cruz. Envarado en los brazos extendidos,
para siempre perpendiculares. Pendiente de los gestos de tus manos,
profetizadoras, para siempre, pendiente, de.) Colocar cada cosa en su lugar,
para no perder tiempo. Dejar un juego de llaves en casa de mamá, por si olvidas
las tuyas. Jamás será feliz.
La
cuchara se elevó, como un pájaro que lento gana altura. La vio venir de lejos.
Desde lejos venía, siempre arribando, como la marea. Dar cuerda al despertador
todas las noches. No la despiertes si gime en sueños, eso no es bueno. Llegaba
desde la calle como si fuera la primera vez. Quedó un momento en suspenso, en
el aire, humeante. Volvió la cabeza, con cuidado, como si algo en su cuello
fuera a quebrarse. La leche, colada. El caldo, también. Fíjate que el teléfono
esté bien conectado, al pasar la aspiradora a veces se desconecta. He olvidado
cómo es vivir solo. Cómo es despertarse en medio de la almohada vacía. Si no
estuviera encerrada en la silla de comer, podría mirar por la ventana y aburrirse
un poco menos. Todas las tardes, cuando regreses del empleo, acuérdate de
entrar la botella de la leche. No dejes objetos cortantes a su alcance. Ningún
objeto cortante, más que su mirada de hielo cuando se fue. Ah qué lápida de
Carrara. Recuerda que los ruidos muy intensos la ponen nerviosa. Respiró hondo.
La niña no quería abrir la boca. Desde hacía más de media hora, no quería abrir
la boca. Una dieta balanceada.
—Despacito,
despacito —le dijo—; mira qué conejo tan bonito hay en el fondo del plato.
Nadie
podría saber nunca si era un conejo o una coneja. Sin embargo, su esposa había
dejado indicado claramente que se trataba de una coneja. Si no quiere la sopa
en el plato de los niños en el bosque, cámbialo por el plato de la coneja.
Enfundada en las sábanas del lecho, ¿quién podía saber si se trataba de un
conejo o de una coneja? Con sólo un pequeño esfuerzo, podría pararse en la
silla de comer, inclinarse hacia atrás y tumbarla al suelo. Haría mucho ruido y
nadie más se acordaría de la sopa. Estoy seguro de que no conseguirá ser feliz,
pensó. Volvió a hundir la cuchara en el líquido. Hay tres grupos de esponjas:
calcáreas, silíceas y córneas. La gran mayoría de las esponjas se reproducen
vegetativamente. El líquido humeaba. Empujando todo el cuerpo hacia atrás,
apenas conseguía que la silla se moviera. Sólo en caso de urgencia llama a casa
de mamá. Ella te dirá dónde encontrarme. ¿Por qué su madre sabía dónde estaba
—seguramente también con quién— y él
no? Solamente las propias madres merecen cariño. Todas las demás son
detestables. No se trata de un complot contra ti, dijo ella. Levantó la cuchara
y la dirigió hacia la niña. La vio venir desde lejos. Desde lejos venía,
siempre arribando, como la marea. Metálica y de bordes afilados, siempre venía,
como si se tratara de la primera vez. Tomó empuje. No permitas que te domine,
debe obedecerte. No cedas a todos sus caprichos. ¿Por qué no quería abrir la
boca? La coneja dormía en su lecho blanco, en el fondo del plato. Una coneja de
grandes orejas claras. Acercó la cuchara a la cara de la niña, y con dos dedos,
la asió por la nuca. Así la tendría sujeta. No quise nunca oprimirte. Una
posesión sin límites. El gesto ritual del abandono. La puerta que no abrirás.
Se sintió atenazada por unos dedos grandes, poderosos.
No
te haré daño. Sólo quiero que extiendas los brazos en cruz, y en el lecho de
agua naveguemos como dos barcos mecidos por la marea. Comprendió que no podía
zafarse. Así. La cuchara, en punta, cruzaba el espacio con su carga líquida.
Las piernas abiertas y la cabeza girando, llena de espinas. Quiso pensar, para
aliviar la angustia, que sólo era un juego. Acentuó la presión y ella quiso
rechazarlo, tuvo miedo. Él se acercaba más y más. Estaba sin aliento, por eso
aspiró con fuerza y trató de apartarlo de sí. Se dio cuenta de que tenía los
ojos llenos de lágrimas, que iba a sollozar en el orgasmo de la pena, no
grites, por favor, no grites, ella aspiró profundamente, quédate así, un minuto
más, y sopló con todas sus fuerzas sobre la cuchara, sobre el líquido pegajoso,
sobre el mantel de la sábana y la sábana blanca como un mantel.
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