domingo, 21 de noviembre de 2021

NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS. FRAGMENTO. DE LOS TEMORES 1972.


 

De los temores

1972

Ya habían pasado treinta y tres años desde el pacto. Ya era famoso, se cumplían la mayoría de mis proyectos literarios, ocupaba la cúspide, en lo apoteósico de una vida

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como narrador que hacía palidecer de envidia al resto del grupo de La Prima Donna. La crítica era mayoritariamente favorable, las invitaciones y charlas en universidades de toda Latinoamérica las realizaba con un año de antelación, así como charlas y seminarios en universidades europeas. Tenía a mi haber un grupo de periodistas que, como acólitos, alababan mi figura de escritor e impedían, la mayoría de las veces, que se hicieran críticas adversas a mi obra. Anoto que, en cuanto a la calidad de mis novelas, no existía duda: era excepcional. Belfegor ponía todo su empeño, así como yo, en que lo creado en el scriptorium fuera lo jamás revelado por medio de la palabra al ser humano.

Todavía faltaban muchos proyectos que realizar; ciertamente, Astaroth había cumplido con el pacto y yo cumplía también; mas, me faltaban los pecados de la ira, la gula y la envidia. Sin embargo, todo había marchado en buenos términos durante los treinta y tres años de convivencia con los siete demonios. Ambas partes llegábamos siempre a lo pactado en los plazos que yo me prometía de pecado en pecado. Aun así, me aterraba la sola idea de que no pudiera llegar a lo acordado.

¿Cómo sería la condena, mi condena?

En ocasiones, cuando emprendía mis labores en la Rutland-Hall de Argentina y comenzaban a proyectarse las sombras crepusculares como las finas sedas de un cortinaje negro y escuchaba el reloj de péndulo en mi habitación o cuando despertaba, no podía dejar de pensar en que mis sirvientes, a los pocos minutos de enterarse de que ya me encontraba en el salón, empezarían sus recorridos de un lado para otro.

Me imaginaba a mis servidores sin hablar, desplazándose de salón en salón, furtivos, porque nadie deseaba perturbar mis inicios vespertinos con ruidos innecesarios. En ocasiones, me parecía verlos en mis primeras caminatas de la tarde por los diferentes pasadizos, como sombras velo296

ces y de seda que, en fuga, solo acariciaban el aire apenas respirable de la mansión.

Un quietismo agónico y delirante consumía aquellos minutos crepusculares.

En esos primeros momentos, los demonios no me hablaban; como en un ritual, esperaban que yo me posesionara de mi sillón preferido y, encendida una lámpara de pie, iban apareciendo con un orden y un protocolo establecidos... Y aquel aliento frío de sombras desaparecía por completo.

Pero, esta sensación, esta abulia –si se le puede llamar así–, esta agonía del inicio de todos los días, fraguaba el terror de lo insospechado, de lo no conocido por mortal alguno: una danza demoníaca que estaba ahí, aunque no lo quisiera aceptar. Lo maravilloso y armónico de una vida de luces en un teatro se encendían ante el público; pero, puertas adentro, lo apoteósico se volvía una lenta agonía por el temor a lo desconocido: ¿me condenaría? ¿Podría cumplir con el pacto?

En otras ocasiones –situaciones disímiles en pensamientos– salía en mi bata de levantarme y, antes de llegar al Salón de las Fuentes, recorría pocos metros y me instalaba en el scriptorium, para acomodar algunos textos que la noche anterior había dejado allí, y no percibía nada de malas premoniciones, ni de sombras fingidas o reales en Rutland-Hall.

Lo que deseo contar fue un sueño que se haría recurrente a partir de la mitad de los años pactados. Como ya lo señalé: una disciplina férrea siempre giraría a mi alrededor, patrocinada por Belfegor y mi persona. En el sueño, despertaba y me veía cobijado por una penumbra crepuscular. ¿Ruidos? Ninguno. Solo el tic tac del reloj de péndulo –obsequio de mis asistentes, al cumplirse el primer año de convivencia– me señalaba el fluir del tiempo y también el ocaso de mi simple vida mortal. Me levantaba y aquellas

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sombras oblongas y sigilosas que ya me había acostumbrado a observar de tanto en tanto y de hito en hito todas las tardes, en mis primeros minutos del despertar, no estaban allí. ¿Por qué no estaban?

No hacía ningún ruido e iniciaba una caminata por la mansión. No entendía, pero tenía una sensación del abandono que no podía aprehender, ni explicar, pero sospechaba de una fuga de mis asistentes. ¿A dónde se marchaban? ¿Por qué se fugaban como pilluelos? Imagino que las sombras fugaces de los fámulos, en los primeros minutos de todos los días, ya me eran muy familiares y, al no percibirlas esa tarde, me parecía extraño, un desequilibrio de lo cotidiano, algo que no poseía la armonía de una convivencia de rituales a la que yo estaba acostumbrado.

Iniciaba el recorrido, mi paseo, husmeando por el corredor que comunicaba mi habitación con la de los siete demonios. Tuve una esperanza tonta de mirarlos y de que la sensación de abandono fuera absurda: ellos tenían que cumplir con el pacto, como yo también tenía que hacerlo. Volví a mirar el corredor que comunicaba todas las habitaciones: en el pasadizo, un pasadizo de una luz azulada, tenue, no existían señales de mis servidores. Primero, sentí cólera de que se hubieran retirado sin anunciar razones o motivos de sus ausencias.

Pensé en una posibilidad: de tanto en tanto, los Arimanes se arrogaban mis presentaciones en actos protocolarios, para que yo pudiera descansar muchas horas más. El séquito mefistofélico pensaba en todo y pensar “en todo” incluía no perturbar mis horas de sueño. La segunda posibilidad era que en efecto el pacto se hubiera roto, por alguna razón demoníaca y que ahora fuese nulo, una nulidad salvadora de mi alma. Pero, estas teorías eran una ficción que yo me creaba por mis propios temores.

Terminaba de recorrer la mayoría de los pasadizos de la mansión y llegaba al salón principal: las sombras eran

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totales, por lo que encendía una lámpara, lámpara que era el aviso para mis sirvientes de que allí me encontraba y que se iniciarían nuestras labores. Esperaba su llegada, pero los fámulos no acudían al llamado de la luz.

Entonces, me decía que quizá estarían todos reunidos en el scriptorium, charlando, como sucedía en situaciones muy especiales. No entendía esa obsesión del aquelarre demoníaco que hacía que todos se reunieran en el scriptorium. Podían estar más cómodos en cualesquiera de las otras salas de Rutland-Hall, pero imagino que les agradaba aquella estancia medieval, como un referente de cuánto fueron perseguidos en ese período de la humanidad.

Llegaba al scriptorium y, al abrir la puerta de hierro, con un golpe de ojo, me parecía ver a Belfegor, quien leía de espaldas a mí. Él no notaba mi ingreso y, en un murmullo, profería para sí la frase “Lex dura, sed lex”.

No me aterraba la frase, sino cómo se veía Belfegor: desnudo, sentado en uno de los taburetes; con la mano izquierda, se sujetaba una cola de león y, de aquella misma mano, unas enormes uñas blandían el aire y las sombras. De su frente, emergían unos cuernos; sus orejas puntiagudas semejaban las orejas de los duendes. Me acerqué... No poseía cabello, pero su enorme chiva caía hasta el suelo. Miré sus pies: estaba descalzo y, en vez de pies, tenía las patas de un lobo, pero sus dedos se alargaban de manera desproporcionada. Con dificultad podía observar sus ojos entrecerrados.

Belfegor, al verse pillado como era en verdad, me miraba con ira, pero de inmediato transmutaba su ira en pudor y cubría sus partes pudendas con unos pergaminos. Más, sin que yo pudiera decir o cuestionar algo, el scriptorium perdía la luz de las velas y todo fue sombra total.

Al despertar, no comentaba nada a Belfegor, ni a los demás miembros del servicio. El sueño sería recurrente,

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pero con variaciones. Incluso, a veces, quien se veía como un demonio en el scriptorium era yo mismo.

José Luis García Barrientos Las figuras retóricas El lenguaje literario 2. (Fragmento).


 

PRESENTACIÓN

En la primera salida de El lenguaje literario prometía una segunda

entrega con el título de «Estilo y figuras». Al poco, cada término

de este bien avenido casamiento pedía separación de trato y

alojarse en cuadernos aparte. A pesar de la clara afinidad de

caracteres, no tuve más remedio que ceder ante dos argumentos:

que, por más que los adelgazase, no cabrían decorosamente en

un mismo volumen, y que el tono de cada uno -más teórico el del

«Estilo» y más práctico el de las «Figuras»- ganaría en nitidez

sonando a una distancia acorde.

Presento ahora como segunda parte la que, en secuencia lógica,

debiera ser tercera. La razón es estratégica o, si se quiere, retórica:

cambiar, recurriendo a la variatio, el hilo del discurso -que

fluía ya por cauces especulativos en la primera parte y debe volver

a hacerlo al tratar de unos supuestos rasgos generales de la «lengua

» de los textos «poéticos»- y refrescar así la atención con el

catálogo de los recursos expresivos particulares -«esquemas» o

«figuras»- que nuestra tradición cultural ha ido anotando y clasificando

desde los griegos hasta hoy mismo. Quiero creer además

que, después de la observación meticulosa de tales manifestaciones,

la discusión de unas «pautas» del lenguaje poético será más

provechosa y rica, y más fundada.

En este volumen se intensifican, si cabe, las pretensiones de

todos los de la serie: claridad, sencillez y utilidad, junto al máximo

de rigor y amenidad posible. Clarificar y ordenar el corpus de

figuras retóricas, elegir los ejemplos más expresivos e interesantes,

y facilitar al máximo la consulta han sido los objetivos que

han orientado una tarea tan modesta como laboriosa. Y que se

reduce, en definitiva, a pasar a limpio, actualizándola, esta pequeña

muestra del inmenso y espléndido legado de la cultura clásica.

La inclusión entre los ejemplos españoles de unos pocos (traducidos)

de obras de la Antigüedad no puede ser más intencionada.

LAS FIGURAS RETÓRICAS

Entenderemos aquí por «figura», en su acepción más amplia,

cualquier tipo de recurso o manipulación del lenguaje con fines

retóricos. Originariamente el modelo de discurso «figurado» fue

la oratoria, pero desde muy pronto la literatura compitió con ella

hasta desplazarla como campo privilegiado de observación y práctica

de las figuras. Hoy, con la oratoria en decadencia, es la publicidad,

tan pujante, la manifestación más desear(n)ada del lenguaje

figurado (véase, en esta misma colección, A. Ferraz, E l le n g u a je

de la p u b lic id a d , 19963), junto a la más secreta y delicada del discurso

poético, que es la que nos importa.

En el refinado sistema conceptual de la Retórica las figuras se

encuadran en el estudio de la e lo c u tio , una de las p a r te s a r t is o fases

de elaboración del discurso, que consiste en «poner en palabras»

las ideas producidas en la in v e n tio y estructuradas en la d is p o s itio ;

que serán retenidas luego en la m e m o ria y pronunciadas, por fin,

en la a c lio .

El tratamiento de la elocución comprende la «teoría de los

estilos» o g e n e ra e lo c u tio n is y las «cualidades» o «virtudes» elocutivas,

que son la corrección (p u r it a s ), la claridad (p e r s p ic u ita s ) y la

belleza ( o r n a t u s ) . Esta última, que se concibe como una suma de

adornos que se «añaden» al estilo lingüístico «normal», puede

derivar de la combinación de las palabras en el discurso (c om p o s itio

) o de la elección de las palabras: tro p o s (uso de términos en

acepción inapropiada) y f i g u r a s (empleo de términos en acepción

apropiada, pero que, por distintos motivos, se desvían de la norma

usual). Según afecten al plano del significante o del significado,

se distinguen la fig u r a s de d ic c ió n de las f i g u r a s de p e n s am ie n to .

Además de las «figuras» en sentido estricto, integran nuestro

repertorio los tropos, los m e ta p la sm o s (artificios fónicos y gráficos)

y algunos fenómenos de «composición». Es claro que no se conciben

ya como adornos «superpuestos» al lenguaje, sino como procedimientos

de éste orientados a potenciar la expresividad, eficacia

o belleza del discurso.

LAS FIGURAS RETÓRICAS 11

Es formidable el cúmulo de diferencias que arroja la tradición

retórica en número, terminología y clasificación de las figuras.

Nuestro catálogo, sin otro criterio restrictivo que el del valor «literario

», aspira a ser de los más amplios. El índice alfabético que

cierra la exposición sirve también para ampliar con una serie de

equivalencias terminológicas las denominaciones elegidas para

las figuras. Nuestra clasificación, en fin, adopta un criterio decididamente

lingüístico, que además de parecerme más claro, es sin

duda el más coherente con la colección en que aparece.

Resultan así agrupadas las figuras en cuatro clases: «fonológicas

», «gramaticales» y «semánticas», Según el plano del e n u n c ia d o

lingüístico inmediatamente manipulado, y «pragmáticas», que

afectan a la e n u n c ia c ió n , es decir, que implican otros componentes

de la situación comunicativa.

Los tres tipos de figuras de enunciado se clasifican sistemáticamente

en dos subclases: las «licencias» o infracciones, excepcionalmente

admitidas, de las normas lingüísticas, y las «recurrencias

» o refuerzo de tales normas mediante la repetición periódica

de fenómenos equivalentes (de forma que, como en la acepción

matemática del término, cualquier elemento de la secuencia se

puede calcular conociendo los precedentes). Las licencias se

agrupan, a su vez, según los tipos de modificación de la q u a tr ip a r -

t i t a r a t io (Quintiliano): «adición» (a d ie c tio ), «supresión» ( d e tr a c -

t io ) , «inversión» (t r a n s m u ta t io ) y «sustitución» (in m u t a d o ).

Las figuras pragmáticas manifiestan un doble carácter genuinamente

retórico: el dialéctico propio de sus orígenes forenses y

el «ficcional» (en el sentido de dicción ficticia) que tanto identifica

a la literatura. Se agrupan en cuatro apartados: las que precisamente

instauran una «ficción enunciativa» y las que se orientan,

respectivamente, a la realidad representada («referenciales»), al

hablante («expresivas») y a los destinatarios («apelativas»).

Si tenemos en cuenta que en los actos de lenguaje operan

simultáneamente los distintos planos lingüísticos y los diferentes

factores comunicativos, no resultará extraño notar interferencias

entre las figuras de unos y otros apartados. Así, por ejemplo,

serán pocas las que carezcan de implicaciones semánticas, y

menos aún las que no ostenten orientación pragmática alguna.

Nuestra clasificación no será al respecto más insatisfactoria que

las demás, incluida la tradicional; pero sí es, en conjunto, más sistemática

que la mayoría.

Fuente:

/l ARCO/LIBROS,S.L.

CUADERNOS DE

Lengua Española

Dirección: L. Gómez Torrego

© by Arco Libros, S.L., 1998

Juan Bautista de Toledo, 28. 28002 Madrid

ISBN: 84-7635-296-4

Depósito legal: M-l0.743-1998

Printed in Spain - Impreso por Gráficas Torrejón (Madrid).

miércoles, 17 de noviembre de 2021

PRINCIPIOS NOCTURNOS. FRAGMENTO. NOVELA. JORGE MÉNDEZ LIMBRICK


 

"Para esta época, escribí unas pocas obras de teatro. Acepto que de ningún modo fui prolífico en dramaturgia, ni en cuento. Mi fuerza creadora y arrolladora serían las novelas de “largo aliento”, como las llaman en forma cursi algunos críticos de literatura. ¿Por qué de esa obsesión en mí de tratar de hacer novelas tan extensas? La respuesta es sencilla: no me lo propuse, sino que, conforme iba desarrollando los temas, mi ojo de Elatreo me hacía ver, confabular y narrar historia tras historia.

Estando en Inglaterra, me aboqué a un nuevo proyecto que ya tenía pensado, como sucede siempre, mucho antes de finalizar mi última novela en aquel tiempo: La llama oculta, publicada en 1963; una novela policíaca y política a la vez, la cual criticaba las transnacionales y el espionaje político, tanto en México como en el resto de América Latina, por parte del Gobierno de Estados Unidos.

Sin embargo, la novela no tendría la acogida que yo pensé. El fenómeno de su aceptación total vendría diez años más adelante, cuando la geopolítica de nuevo tendría un viraje enorme y destaparía la corrupción y espionaje de los políticos norteamericanos, lo cual acabaría con la dimisión del presidente Nixon.

Deseaba, entonces, una novela total, pero contraria a Phantasmagoriana, una novela pequeña, no la descomunal y monstruosa Phantasmagoriana que todo lo quería devorar a su paso como un Leviatán.

Supe desde el inicio de los primeros borradores de esta nueva novela que yo tenía la necesidad de un ejercicio literario, buscar una temática donde el dominio absoluto sería una historia inacabada y donde el lector tendría que

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terminar la propia historia de la novela; que el lector se asumiera como un segundo narrador donde yo terminara de narrar. Y pensé que, quizás al igual que el soberbio que buscaría en la vida real para mi pecado, podría utilizar a este personaje en mi nueva novela. ¿Sería posible? ¡Un soberbio en mi novela como personaje principal! ¿Quién sería el soberbio? ¿Dónde podría encontrarlo? Buscaría una confluencia de paralelismos: el soberbio de la realidad y mi soberbio literario. Uno ayudaría a salvar mi alma, el otro ayudaría a que mi fama como narrador se acrecentara.

Una solución práctica. Hago al precedente razonamiento la siguiente acotación: no me sentí propiciador de ningún pecado... Al final, cada una de las personas que morían en los pecados utilizaban el libre albedrío, habían escogido y caían en los pecados por sus propias voluntades, así lo decidían y no porque los Arimanes o yo se lo hubiéramos impuesto. En este punto, mantenía la filosofía cristiana: el libre albedrío como forma de emancipación o de castigo infernal".

sábado, 13 de noviembre de 2021

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK. FRAGMENTO. NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS.


(

FRAGMENTO. NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS).

EUNED. 2021.

—Señora, usted posee una voz hermosa, gutural, con una sensualidad extraña, una voz que hace temblar a cualquier hombre, no por temor, sino por amor; la voz típica de una “contralto”. Porque, mi señora, aunque no lo crea, yo soy amante de la ópera y de la música clásica. ¿Acaso ha escuchado El trino del Diablo de Tartini? ¡Qué sonata, qué sonata, mi señora!... Pero, su voz, señora, es… ¿Cómo decirlo? —Y Belfegor, se extasiaba –eso me parecía– buscando en su retórica las palabras precisas y necesarias, mirando al cielo—. Una voz… Una voz única... —Y calló.

Goodfellow, que no cesaba en el intento de granjearse solo él las atenciones de la diva, aprovechó el impás en la perorata de Belfegor:

—Y, señora… —dijo y se detuvo para pensar las próximas frases, miró a los invitados y preguntó—: Pues, ¿le damos otro obsequio a la señora María Félix? ¿Sí?

—¡Síiiii!... —se escuchó un coro de voces.

—Veamos, veamos, veamos —decía Goodfellow, señor de la Envidia, mientras hurgaba, esta vez no en su pantalón, sino en su chaqué, hasta que, al inclinar su enorme cabeza hacia la derecha, en una especie de contrapeso ficticio, revisaba con la mano diestra el lado izquierdo de su levitón—. ¡Ajá, listo, listo! —Pero, antes de sacar el obsequio, comentó—: Señora mía, esta noche ha sido espléndida y mis compañeros, quienes servimos al escritor Deford, no me dejan mentir. Hoy, todas estas sorpresas y regalos han sido espontáneos, nos han salido del corazón, no fueron planeados por ninguno de nosotros y mucho menos por el señorito Deford, que tanto a su merced idolatra. Pero, este nuevo obsequio es... Es no solo de nosotros, sino también del joven Deford y también un obsequio de todos los presentes, mi señora. Es para usted…

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Y Goodfellow sacó una cajita de terciopelo negro que de inmediato abrió.

—¡Un zafiro! —Anunció—. Piedra de nobles, reyes, emperadores y obsequio de príncipes a sus amadas. Una piedra que simboliza la verdad, la sinceridad, guia del mundo, limpiadora de los ojos, de sus impurezas espirituales —terminó diciendo el Arimán.

—Pero, señores... No soy digna de tantos halagos, cuánta galantería... Señor Gorgus Black, no hace falta otro obsequio, otra joya; la que ustedes me han regalado sobrepasa lo material... Con el aprecio de ustedes me basta, ¿cierto?

Y decía esto último la Félix abanicándose con furia, mirando a todos mis sirvientes, mientras los flashes se disparaban en una seguidilla en el enorme sillón escarlata. Al advertir la diva mi presencia entre quienes escuchaban al séquito infernal, dijo:

—Escritor Deford, usted debería de prestarme a estos hombres tan galanes, me encantaría que estuvieran a mi servicio... ¡Pero, qué guapeza les embarga a todos ellos! ¿Cierto? Venga, Deford, le haremos un espacio a la par mía... Venga también usted, Villaurrutia... Por favor, que les traigan unas sillas… —solicitó María, al vernos de pie y cerca de mis secretarios, que estaban de frente y en semicírculo. Entonces, para no perturbar el orden establecido de mis acompañantes y María, dos sillas fueron colocadas completando un círculo perfecto.

—Señora, ¿y cuándo regresará a Francia? Porque, tenemos entendido que allá, en Francia, su señora tiene un séquito de admiradores —agregó a la conversación Esfria, quien abría una pitillera de oro macizo y le ofrecía un cigarro a la diva.

—¡Gracias! —dijo ella—. No acostumbro a fumar cigarros, conde Estruch; solo puros. Pero, viniendo de usted, imposible decir que no... Es cierto que tengo

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muchos admiradores en Francia, pero soy mexicana y mi pueblo me quiere y yo quiero a México... Soy de todos ustedes —Y señaló con su dedo índice a los asistentes—, del pueblo mexicano, por siempre, ¿verdad? ¡Francia es otra materia, otro tema, es como mi amante! —comentó, con aire mohíno y ensayado—. Además, estoy demasiada contenta con esta película dirigida por Villaurrutia y, por supuesto, qué gran texto, qué gran cuento, escritor Deford. Porque a mí —dijo, golpéandose levemente el pecho— me encanta estar rodeada de artistas, de escritores, como de su primo, joven Villaurrutia, el ya mítico Xavier Villaurrutia...

—Honor que me hace usted señora, hablar así de mi primo —contestó Efraín.

María, sin poner atención a Villaurrutia, continuó:

—Para mí ha sido un privilegio que la vida me ha otorgado estar rodeada de personas inteligentes, qué digo, de tanto artista que también son y han sido amigos míos, como Salvador Novo. Primero, fue mi enemigo —enfatizó la diva, que levantó el dedo índice en una especie de advertencia; hizo una pausa y agregó—: después nos hicimos amigos, amigos del alma. Periodista feroz, el Novo, pero nunca dijo “chafas”, como acostumbran decir los periodistas de mi vida… Me gusta rodearme de gente inteligente, como todos ustedes, en esta noche. Porque, aquí, hay periodistas, pero “mis periodistas”; no ese montón que, que, que ni saben mentir. —Hizo una segunda pausa—. Y no crean que solo de escritores me he rodeado, ¿eh? Recuerdo, en una de mis visitas a Europa, que conocí a Picasso... ¡Picasso! ¡Qué hombre más pesadote! ¡Inteligente, pero pesadote! —A lo que todos rieron en el salón—. Y también conocí a Salvador Dalí. Dalí, en la época en que me lo presentaron... Eh, pues, se hacía el loco; luego... ¡Se volvió loco de verdad el pobrecillo! Y es en serio —afirmó María que, arqueando las cejas, terminó

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de darle una última chupada al cigarro—. Y también acá he tenido muy buenos amigos pintores, no crean que no los he tenido, como los de aquellos cuadros que están en esa pared.

Todos voltearon hacia la pared que señaló la diva; en uno de los muros del salón, que daba a una enorme terraza, se hallaban tres o cuatro pinturas de la Félix. La que más llamó la atención a Aamón fue una que poseía varios elementos surrealistas. Y quizá –no lo sé– por hacer unos comentarios ácidos y burlescos sobre el cuadro, Aamón se atrincheró en una pose de conocedor de pintura. Aamón, quien no cesaba en su intento de desvirtuar la belleza de la Félix, así como su imagen de actriz y mujer, comentó:

—De los cuadros, el que más me agrada es la pintura aquella... —Y se frotó el anillo de hierro, una vez señalada la pared. Como ninguno de los invitados pudo acertar a cuál de los cuadros se refería Aamón, la pregunta de la anfitriona fue ineludible:

—Pero, ¿cuál dice usted, señor Fabiano Stirge?

Y el soberbio Aamón, el galán Aamón, me miró como cómplice de lo que vendría... Su ojo verde chispeó y dijo:

—Pues, el más interesante de todos.

Y de inmediato calló.

—¿El más interesante? Pues, pienso que todos son interesantes —comentó la Félix, para no desvirtuar la calidad de ninguna de las pinturas. Todos rieron, pero Aamón, muy serio, con su ojo verde chispeante, me miró de nuevo y volvió a acariciar el anillo de hierro. Aclaró:

—Pues, aquel, mi señora María... Donde está usted en una especie de caja de cristal. Muy interesante su simbolismo... ¿No le parece? ¡Extraño! En una urna de cristal y, mire usted, señora, ¿qué es lo que está afuera de la arqueta y de su alcance? Tres serpientes a la izquierda de la caja y a la derecha un escorpión que lee y otro que ronda con torpeza. Sin contar con los escarabajos que trepan maliciosa161

mente por el vidrio frontal. Y es curioso: ninguno de los insectos, ni las serpientes se dan cuenta de que el cristal está roto en su cara izquierda; muy interesante, porque la intención de los animalejos es estar con usted, señora. Y usted, mi señora, ¿qué hace dentro del arca de cristal? Sostiene, con elegante indiferencia ante el peligro –o la camaradería que le pudieran ofrecer los animalejos–, una botella. Y de la botella se deja escapar “algo”, una especie de aroma o hálito de su persona... ¿Acaso será su propia alma? ¡Un cuadro simple, en apariencia, pero cuidado!, ¿eh? ¡Y mucho simbolismo!

—¿Le parece? ¿Y el señor Fabiano Stirge acaso nos querría dar una interpretación de la pintura? —dijo la Félix.

Pero, antes de que Aamón iniciara un discurso hiriente y venenoso en contra de la diva, interrumpió Goodfellow:

—Es sencilla su interpretación; digo, la del cuadro.

—Escucho; ya me siento tentada de escuchar su interpretación, señor Gorgus Black.

—Decía que es sencilla su interpretación: sospecho que las serpientes desean agredirla, mi señora; no me cabe duda de su agresión inminente, si no fuera usted protegida por el vidrio. Observe la actitud agresiva de los reptiles. Muy diferente a la actitud del escorpión lector, digo, el escorpión que tiene asida entre sus pinzas un pergamino en actitud de lectura. Todos –reptiles e insectos– buscan a la señora Félix. A diferencia del escorpión lector, que da consejos a la señora.

—¿Acaso son amigos los escorpiones? —dijo Nergal, haciendo segunda a lo comentado por su hermano.

—¿Amigos? —preguntó la Félix, que luego lució un tanto incómoda ante el comentario sardónico de Aamón, ya que este de nuevo se abrió paso en el diálogo entre la diva y Goodfellow:

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—Pues, claro, mi señora. Uno siempre, pero siempre debe tener aliados en el lado oscuro, una especie de vocero y consejero.

Y todos rieron en el salón.

—Ayayay, ayayay, usted ha tocado una tecla dura –como digo yo siempre—. Es cierto: a veces… No, no a veces, ¡siempre, pero siempre debemos tener nuestros aliados en el bando opuesto! ¿Verdad? Estrategia simple, pero eficaz.

Y la actriz mexicana, con inteligencia, no dio puerta para continuar con el tema de la pintura, al notar astutamente el sarcasmo de Aamón a los últimos comentarios acerca del cuadro. Así que exclamó:

—¡Me siento emocionada esta noche! Siento que la noche nos pertenece a todos nosotros, que gira algo mágico en el ambiente, como dice la gente cursi, jajaja. ¿No lo creen? Me siento halagada con tanto hombre que me rodea. Y no solo eso —dijo María Félix, arqueando la ceja—, sino también con tanta guapeza, con tanta belleza e inteligencia, porque una casa sin hombres no es una casa. —Pronunció la última frase alargando las vocales de la palabra “casa” y envolviéndolas a la vez con una voz ronca y andrógina. Continuó—: Escritor Deford, estos sus asistentes me están contagiando de una alegría que en mucho tiempo no había tenido...

—Gracias, señora —dije.

—Es un honor trabajar para Byron Deford. Y cuando me dijeron que trabajaríamos juntos, pues, fue un honor... Tenía tiempo en que no conocía a una persona tan especial —dijo Aamón, mi agregado diplomático, alias Fabiano Stirge en el mundo de los mortales, y volvió a mirarme, conocedor del daño causado a la actriz con sus últimos comentarios.

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—Entiendo, señor Stirge —dijo la diva—. ¿Y cómo fue que todos se conocieron e hicieron un equipo tan fabuloso?

A la pregunta de la diva María Félix, se hizo un silencio, que fue interrumpido por Nergal:

—Si me lo permite y hablando con la mayor sinceridad, pues, ha habido un poco de todo: azar, trabajo, misterio... Será y cierto es que... ¿cómo decirlo? ¡Fuerzas sobrenaturales confluyeron para que todos nos reuniéramos! —dijo Nergal y todos volvieron a reír en el salón.

—Es cierto, mi señora, es la verdad; ha existido un poco de “magia” con nuestro encuentro... Lo que es cierto y definitivo fue que todos nos encontramos en Inglaterra. ¿Azar, destino? ¡No lo sé! Lo cierto fue que allí todos coincidimos con el joven Deford —juró Goodfellow, balanceando su enorme cabeza de un lado para el otro...".

CRISTINA PERI ROSSI. LA NAVE DE LOS LOCOS. NOVELA. FRAGMENTO.

 


             

La nave de los locos es la culminación de la trayectoria narrativa de Cristina Peri Rossi. Al hilo del tapiz medieval de la Creación, sucesivas estampas engarzadas configuran un itinerario hacia ese sustrato último de la condición humana cuyo desvelamiento ha sido siempre don y privilegio de la autora. Ya sea en un transatlántico que cifra las mitologías y rituales del viaje, ya en la visión insólita de la infancia bajo la lluvia en un parque, ya en la pantomima lésbica de doble fondo entre una posible Marlene Dietrich y una posible Dolores del Río, La nave de los locos, a la vez que indaga en las estructuras tradicionales de la novela para abrir su propia zona de exploración, revela la secreta vulnerabilidad del ser humano y postula las áreas que en cada persona escapan a las aduanas de la racionalidad común o de la convención social\ para abrirse al espacio límpido de la libertad, es decir, de la verdadera poesía.

 

 


 

Cristina Peri Rossi

  La nave de los locos

 

 

 


 

La vida es un viaje experimental hecho involuntariamente.

Fernando Pessoa

El matrimonio de la razón y la pesadilla que dominó el siglo XX
 ha engendrado un mundo cada vez más ambiguo
.

J. G. Ballard

Nada nos destruye más certeramente que el silencio de otro ser humano.

George Steiner


EQUIS: EL VIAJE, I

En el sueño, recibía una orden. «La ciudad a la que llegues, descríbela». Obediente, pregunté: «¿Cómo debo distinguir lo significante de lo insignificante?».

Luego, me encontraba en un campo, separando el grano de la paja. Bajo el cielo gris y las nubes lilas, la operación era sencilla aunque trabajosa. El tiempo no existía: era una continuidad de piedra. Trabajaba en silencio, hasta que ella apareció. Inclinada sobre el campo, tuvo piedad de una hierba y yo, por complacerla, la mezclé con el grano. Luego, hizo lo mismo con una piedra. Más tarde, suplicó por un ratón. Cuando se fue, quedé confuso. La paja me parecía más bella y los granos, torvos. La duda me ganó.

Desistí de mi trabajo. Desde entonces, la paja y el grano están mezclados. Bajo el cielo gris el horizonte es una mancha, y la voz ya no responde.


 EQUIS: EL VIAJE, II

  «EY no angustiarás al extranjero: pues vosotros sabéis cómo se halla el alma del extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto».

(La Biblia, Éxodo 23, 9).

Extranjero. Ex. Extrañamiento. Fuera de las entrañas de la tierra. Desentrañado: vuelto a parir. No angustiarás al extranjero. Pues. Vosotros. Vosotros. Vosotros. Los que no lo sois. Sabéis. Vosotros sabéis. Nosotros empezamos a saber. Cómo se halla. Cómo. El alma del extranjero. Del extraño. Del introducido. Del intruso. Del huido. Del vagabundo. Del errante. ¿Alguien lo sabía? ¿Alguien, acaso, sabía cómo se encontraba el alma del extranjero? ¿El alma del extranjero estaba dolorida? ¿Estaba resentida? ¿Tenía alma el extranjero? Ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.

La sirena del barco había comenzado a aullar exactamente en el verso número dieciocho del canto VI de La Iliada. «¡Magnánimo Tídida! ¿Por qué me preguntas sobre el abolengo?». Era Glauco a punto de enfrentarse con Diomedes. Sirenas: doncellas fabulosas que moraban en una isla, entre la de Circe y el escollo de Escila, y que con su dulce voz encantaban a los navegantes. Lo recordó porque era el quinto día de navegación y la segunda escala; la Bella Pasajera se acercó hasta él, ya con el ronroneo de la gata blanca cansada de mar, y por decir algo, le preguntó:

—¿Qué está leyendo?

Existían otras traducciones, informó, solicito. En las otras, Glauco decía: «¿Por qué me interrogas sobre mis antepasados?». Y las sirenas, no eran las mismas, tampoco. Salvatore Quasimodo había iniciado una nueva traducción de los primeros cantos de La Iliada: no terminó la obra, pero allí estaban, cuatro bellos cantos. ¿Dónde eran que estaban? Ah, sí, en la bodega del barco, empaquetados, varios cientos de millas de mar en alguna dirección, este u oeste, norte o sur. Nunca fue ducho en geografía ni en océanos.

¿De veras es la primera vez que viaja? —le había preguntado la Bella Pasajera, al quinto día de navegación. Ojos verdes y ancho mar. Caderas semovientes, amplios costillares. El mar se bamboleaba, como el agua de un vaso. O era el barco El barco era el vaso y moviéndose en altamar. O baja. ¿Quién lo sabía?

—De veras —contestó él— Es la primera vez que viajo. Ahora tendría que ponerse a dar explicaciones.

—En cambio —le dijo, tratando de salvarse de algo: del pasado, del futuro, de otras preguntas, de la incertidumbre— he leído todos los viajes posibles en los libros.

Ella guardó silencio, pero lo miró con curiosidad. Con una curiosidad tan atenta, tan incitante, que él se sintió inquieto.

—Hasta podría decirle —agregó con una petulancia que sólo la timidez podía justificar— que este viaje ya lo leí más de cinco veces.

El viaje leído: los pasillos estrechos del barco, pintados de ocre, tan semejantes a las galerías de los hospitales; el olor a mar; las cabinas de pasajeros con sus números pintados en las puertas, como habitaciones de enfermos; el bar de la clase turística con sus taburetes rojos de cuero y los focos de luz naranja, el podio para la pequeña orquesta que siempre desafinaba las mismas melodías. Una música vieja y nostálgica, sin lugar de origen, apropiada para cualquier edad, para cualquier viajero, para todo estado de ánimo. Polvo de estrellas, Algo para recordar, Vámonos a Cuba, Siboney y Bahía. Quizás éstos introducirían alguna novedad, quizá podían ejecutar, en el sentido literal del término, Diamantes para ti, Dominó y Michele.

El viaje leído: la Bella Pasajera, paseando por la borda su languidez vestida de verde, su falsa curiosidad que conducía, inevitablemente, al camarote oscuro; bailando, a la noche, con la gracia medida y la incitación justa un lento bolero de Los Panchos, prolongando los pasos como las «o» de «amooooor» y moviendo las caderas (el golpe preciso, como un bamboleo de mar) en una rumba que sólo sobre él tuvo un efecto depresivo: creyó estar viajando en el tiempo hacia atrás, no en un barco en el espacio.

El viaje leído: a la hora del desayuno, los pasillos que conducían al comedor repleto, gente apoyándose en las barandas, con caras de mal dormidos, porque anoche el mar estuvo picado y usted vio cómo se movía hasta el espejo, se desparramaron las cosas del bolso y no pude encontrar las pastillas para el mareo. Y a la hora de las comidas, la avidez mal disimulada de los viajeros, que quieren aprovechar bien el precio del billete y miran con ilusión una carta donde el menú siempre se repite, a la espera del postre insólito o el champagne que nunca llega.

El viaje leído: el baile nocturno en la pista que se prolonga hasta el amanecer, los oficiales dirigiendo sus miradas profesionales hacia las piernas y tobillos, hacia los muslos y caderas, mientras lentamente encienden un cigarrillo americano y repiten que el barco es una réplica, una maqueta del otro mundo (ése que está ausente durante quince días de navegación); una réplica mezquina, como todas las reproducciones a escala, pero igualmente regido por leyes, igualmente centrado en la cacería; con sus autoridades, sus clases sociales y su mercado. Ahora la orquesta ataca, ataca y ejecuta El tercer hombre, hay un modesto y bienintencionado juego de luces sobre la pista para iluminar al saxofonista, soliloquio de saxofón, sexo y ron, luz amarilla sobre las manos regordetas con un leve vello azul, algunas parejas se mueven morosas y lentas, el mareo del mar y del alcohol, de la incertidumbre, del agua, de los vínculos breves y fugitivos, el barco tiene algo de ghetto, algo de cárcel y la Bella Pasajera baila sola en el centro de la pista, no quiere pareja, por el momento, él acaba de pedir otro whisky y la mira, bajo las guirnaldas de papel y los farolitos chinos que le traen reminiscencias de su infancia, las guirnaldas que cuando la luz de salón se apaga quedan colgando, trofeos sin valor, testimonios tristes, luciérnagas moribundas[1].

La noche no circula libremente arriba del barco; tiene sus normas, su código, sus ritos que cumplir. Después de las doce, camareros poco amables (desprecian a los viajeros de clase turística, que no dejan propinas y siempre tienen hambre) depositarán sobre la larga mesa blanca del salón las fuentes con pizza; los agitados bailarines se lanzarán sobre los platos como exiliados hambrientos. No angustiarás al extranjero: pues vosotros. La pista queda vacía, con sus guirnaldas colgando: todos se concentran alrededor de la mesa y la salsa roja chorrea sobre el mantel. Sólo la Bella Pasajera no corre en dirección a los platos. Lo mira, inquisidoramente, desde lejos, y él recibe la mirada como un signo, la luz de altamar, el faro verde encendido en la noche que guía a los viajeros. Él siente que dentro del viaje, hay otro viaje.

Un marinero coloca el cartel de Actividades con el programa para mañana, sábado. A las siete: misa matutina. ¿Quién va a la misa de mar? La pareja de ancianos del camarote A 26, probablemente. Una vieja desdentada y su marido enfermo. Le tocó compartir la mesa con ellos, dos veces. Él se queja del estómago y casi todo lo que come le hace mal. Ella sonríe comprensivamente, mira a su alrededor, explica al resto de los viajeros (indiferentes, sumidos en sus propios platos):

—Es el mareo, ¿saben? Le hace mal el movimiento del mar.

¿Lo lleva a morir a su tierra? ¿Va a morir al pueblo donde nació? Tiene el rostro amarillo, ojeras verdes y no habla casi nunca. La vieja mastica lentamente, picotea el plato; sin prisa, sin ansiedad, termina siempre toda su comida, aunque sea la última en levantarse de la mesa, cuando ya el camarero la mira con impaciencia. Como un pájaro gris, la vieja devora todo lo que ponen ante ella. Él no puede. El viejo mira la comida y su rostro adquiere un tono ceroso de maniquí. «Come, come, hombre», insiste la vieja. Y la salsa de los fideos, roja, parece más agresiva, más insana que nunca. Hasta que él se cansó de ver el mismo espectáculo y le dijo, mientras los demás limpiaban el fondo del plato con un trozo de pan:

—Llévelo al médico de a bordo y pídale un menú especial.

La vieja lo miró con sorpresa. Después, contemplo al viejo como si por primera vez considerara seriamente la posibilidad de que estuviera enfermo, y eso tuera algo ofensivo, desvalorizador; algo que no tenía que ver estrictamente con el viejo, y que cambiaba el orden que ellos dos habían establecido. Luego volvió los ojos hacia el plato, lleno de una salsa roja humeante y salpicada de pimienta, pareció lamentar el desperdicio, y le dijo:

—No. Es el mar. Es el mar. Es el mareo del mar.

Él pensó con disgusto en un funeral a bordo.

De diez a doce, actividades varias. En la sala turística, los sillones tapizados de cuero marrón están ocupados por gente madura que dormita, de espaldas al mar. Dormitan con las cabezas echadas y las piernas abiertas, como muñecos desvencijados. En algunas mesas bajas se juega al dominó y a las cartas. Hay una sala de lectura vacía. Recorrió los estantes, el primer día, con cierta curiosidad; eran estantes de madera oscura, barnizada, cubiertos con vidrios, para que un movimiento brusco del barco no los arrojara al suelo. En la sala no había nadie, ni encontraría a alguien, en los días siguientes. Una hoja pegada a la pared indicaba las instrucciones a seguir en el caso —remoto— de que a un pasajero se le ocurriera leer un libro. Diríjase a un oficial de a bordo, cite su número de pasaporte y el título del libro que desea leer. Contra resguardo, le será entregado el volumen. «Historias de santos». «Robín Hood». «Manual de horticultura». «María». «Las pirámides de Egipto». «Las aventuras de un bergantín». «Los novios». «Hamlet». La sala tenía algo de íntimo y recogido; permaneció allí bastante tiempo. Había una mesa larga y ovalada, de madera oscura, con tres lámparas de melamina verde que proyectaban, sobre las elipses descritas en la superficie, una luz clara y agradable. Las paredes estaban cubiertas por láminas de barcos; había una fragata del siglo XVI, con sus vergas amarillas y sus velas desplegadas; un bergantín francés, una nave de dos puentes y sesenta cañones y una carabela del siglo XV, con una gran cruz roja de emblema. Aunque estaba vacía, le pareció una sala muy adecuada para leer, mientras el mar rumoroso acecha, para fumar una pipa y escribir un libro, un libro de largas travesías que empiezan incesantemente, sin terminar nunca. Había, además, planos de las cabinas y de los diferentes niveles del barco en que viajaban.

El viaje leído: nunca quiso viajar.

El sol ilumina o no la cubierta —lisa como una rampa— y siempre hay gente de la tripulación pintando un trozo de barco, con esmero, emparejando el color. Como esos artefactos de madera que en la Edad Media se usaban para asaltar las fortalezas; él tenía la sensación de que el barco era una mole de madera sobre un pedestal, que avanzaba lenta y pesadamente a través de las aguas que se abrían en abanico a su paso.

El viaje leído: la orquesta tocaba los últimos compases de Mi tonto corazón y él acababa de arrojar el cigarrillo al suelo, cuando la Bella Pasajera se acercó, y mirándolo tranquilamente con sus grandes ojos verdes, le dijo:

—Lo desafío a una partida de ajedrez.

Él, manso, la siguió hasta la sala de juegos, que a esa hora de la noche, estaba vacía. Iba detrás, y el movimiento de sus caderas, felino, lo arrastraba como un olor.

Se sentaron frente a una cómoda mesita de tapete verde; al costado, por la ventana, el mar, espeso y negro, no se veía. Ella distribuyó las fichas con soltura. «He perdido», pensó él, enseguida. Todavía no había dispuesto las piezas en el tablero, pero ya no tenía posibilidades de triunfo. Con un sentimiento íntimo de derrota, colocó la hilera de desventurados peones que pronto iban a desertar. Ella tenía unos alfiles delicados, unos bronceados caballas que se movían con seguridad e inteligencia sobre el tablero. «Perderé», pensó. «Ya he perdido».

Entró un oficial con su uniforme blanco y se quedó mirando la partida; el oficial miraba a la mujer que miraba el tablero y las manos largas, finas y delicadas de la jugadora operaban con suma precisión; como un cirujano corta, abre la piel de un solo movimiento, ella hundía el alfil en la casilla vacía y extirpaba el peligro, avanzando, siempre avanzando. «Perderás. Ya has perdido. En el otro lado del juego ya has perdido», le pareció que le decía la mirada inteligente del oficial.

Realizó otro movimiento desconcertado, un movimiento de dama que sólo tenía una virtud disuasoria, y se quedó esperando. Vio cómo los ojos del oficial distinguían a la Bella Pasajera con una mirada apreciativa, que tenía en cuenta sus cabellos bien cortados y espesos, los hombros anchos, la espalda bronceada, las piernas firmes y las manos finas, al mismo tiempo que el brillo de la mirada y el estructurado juego de caballos.

Doblegó su rey antes de que el jaque fuera definitivo.

Al salir, el oficial la invitó a beber una copa, pero ella rechazó la invitación y lo cogió del brazo.

—¿De modo que es la primera vez que viajas? —le dijo, como si reiniciara una vieja conversación, y ahora estuviera dispuesta a seguirla en el camarote.

Cuando ella cerró la puerta y comenzó a quitarse el vestido, sin haberse despojado antes de los zapatos, él pensó que eso también ya lo había leído.

jueves, 11 de noviembre de 2021

PEDRO JOSÉ POSADA GÓMEZ. LÓGICA DIALÉCTICA Y RETÓRICA (EN ARISTÓTELES Y LAS TEORÍAS DE LA ARGUMENTACIÓN)

 




LÓGICA DIALÉCTICA Y RETÓRICA

(EN ARISTÓTELES Y LAS TEORÍAS DE LA ARGUMENTACIÓN)

PEDRO JOSÉ POSADA GÓMEZ

Colección Ciencias Sociales

Universidad del Valle

Programa Editorial

Título: Lógica, dialéctica y retórica (en Aristóteles y las teorías de la argumentación)

Autores: Pedro José Posada Gómez

Colección: Ciencias Sociales

Primera edición

Rector de la Universidad del Valle: Iván Enrique Ramos Calderón

Vicerrectora de Investigaciones: Angela María Franco Calderón

Director del Programa Editorial: Francisco Ramírez Potes

© Universidad del Valle

© Pedro José Posada Gómez

Diagramación y corrección de estilo: G&G Editores - Cali. Tel.: 371 25 62

Universidad del Valle

Ciudad Universitaria, Meléndez

A.A. 025360

Cali, Colombia

Teléfono: (+57) (2) 321 2227 - Telefax: (+57) (2) 330 88 77

editorial(S?uni valle. edu. co

Cali, Colombia - Agosto de 2015

AGRADECIMIENTOS

Al profesor Adolfo León Gómez, PhD. (Universidad del Valle), quien

discutió conmigo los borradores de este trabajo y me recomendó abundante

bibliografía.

CONTENIDO

Presentación 11

I. Dialéctica, Lógica y Retórica en Aristóteles 19

1. El concepto de ‘razonamiento’ en los Tópicos

y en las Refutaciones sofísticas 21

2. La concepción aristotélica de la lógica y sus relaciones

con la dialéctica 53

2.1. El orden cronológico de los libros del Órganon 53

2.2. Algunas pesquisas terminológicas 57

2.3. La versión aristotélica de la lógica 60

2.3.1. El carácter ontológico de la lógica aristotélica 64

2.3.2. La noción aristotélica de la verdad 66

2.4. La lógica en los Analíticos 68

2.5. Los primeros principios del razonamiento y de la demostración 70

2.6. Los vínculos entre Dialéctica y Analítica 77

2.7. Consideraciones finales sobre la lógica aristotélica

(la diferencia entre el silogismo válido y el demostrativo) 80

3. La retórica como antistrofa de la dialéctica 85

3.1. Sobre los inicios de la reflexión sobre la Retórica hasta Platón 85

3. 2. La Retórica de Aristóteles 100

II. La influencia del canon aristotélico en las teorías

de la argumentación (Perelman, Toulmin, Van Eemeren,

Habermas) 125

4. Valoración del canon aristotélico en la obra

de Perelman-Olbrechts 127

4.1. Nueva Retórica como continuación crítica de la tradición

aristotélica de la retórica y la dialéctica 128

4.2. Una postura crítica frente al racionalismo moderno

(desde Descartes hasta el positivismo lógico) apoyado en

el modelo analítico deductivo de la razón y el razonamiento 131

4.3. Las “pruebas retóricas” y las “pruebas analíticas” 134

4.4. Diferencias entre la argumentación en el lenguaje cotidiano

y la demostración en un sistema lógico 135

4.5. Algunas observaciones generales sobre la relación de la N ueva

Retórica con la lógica, la dialéctica y la retórica aristotélicas 141

5. S. E. Toulmin frente a la lógica formal 157

5.1. El objetivo de The uses o f argument 158

5.2. Toulmin frente a Aristóteles y a la lógica formal 162

5.3. La forma de los argumentos (El esquema de Toulmin) 175

5.4. Críticas al esquema de Toulmin 182

6. El modelo pragma-dialéctico de análisis de la argumentación 191

6.1. Orígenes, desarrollo y presupuestos teóricos

de la pragma-dialéctica 191

6.2. Sinopsis general del modelo pragma-dialéctico para

el análisis de la argumentación 200

6. 2. 1. Un punto de partida dialéctico: Puntos de vista

y diferencias de opinión 200

6.2.2. Argumentación y actos de habla 202

6.2.3. El óptimo pragmático y el mínimo lógico 209

6.3. Dialéctica, lógica y retórica en la teoría pragma-dialéctica 223

7. Teoría de la argumentación como acción comunicativa

(Habermas) 237

7.1. La argumentación como un tipo especial de acción

comunicativa 237

7.2. Los aspectos lógicos, dialécticos y retóricos del habla

argumentativa 250

7.3. Un modelo para la argumentación en el discurso

de la racionalidad práctica 259

7.4. Conclusiones provisionales sobre la propuesta de Habermas 267

8. Conclusiones 273

9. Bibliografía 291

PRESENTACIÓN

Después de más de medio siglo de su surgimiento, la teoría de la argumentación

se ha constituido en un sólido campo de investigación, enmarcable

en el llamado giro lingüístico y pragmático de la filosofía del lenguaje.

Desde la teoría de la acción comunicativa, Habermas ha planteado un reto

a los teóricos de la argumentación: el de dar cuenta de los aspectos lógicos,

dialécticos y retóricos del habla argumentativa. El trabajo que aquí se presenta

surgió como un intento de sopesar la viabilidad y pertinencia de esa

idea habermasiana.

Para ese propósito, se dividió el trabajo en dos partes. En la primera se

hace un repaso de las nociones aristotélicas de dialéctica, lógica y retórica,

y de sus posibles conexiones; en la segunda se analiza la influencia de las

tres disciplinas aristotélicas en cuatro teorías de la argumentación, las elaboradas

por Perelman-Olbrechts, S. E. Toulmin, F. van Eemeren y la del

mismo Habermas.

I. La revisión de los textos de A ristóteles estuvo guiada por un hecho ya

establecido y aceptado por los estudiosos: la prioridad de la Tópica sobre

la Analítica. Es decir, el reconocimiento de que la teoría dialéctica aristotélica

es anterior y fundadora de su teoría lógica. Este dato, ya señalado por

Pierre Aubenque, me permitió encontrar en los Tópicos y las Refutaciones

sofísticas, no solo los elementos de la dialéctica aristotélica sino también la

noción clave de su lógica analítica: el silogismo demostrativo (y la noción

correlativa de argumento didáctico). Aún más, la clasificación de los tipos

de razonamiento en esta obra seminal del estagirita se convirtió en la guía

para vislumbrar las conexiones entre las tres disciplinas aristotélicas. Comparando

la lista de razonamientos (ouXXoytopó^ en los Tópicos 100a 25)

y la lista de argumentos (Xóyrov yévn en las Refutaciones sofísticas, 165b)

se tiene una correspondencia entre los razonamientos demostrativos y los

argumentos didácticos, por un lado, y entre los razonamientos dialécticos

y los argumentos dialécticos y críticos, por el otro. Tal distinción entre el

campo de la demostración y el del razonamiento de lo verosímil volverá a

aparecer en los Analíticos y en la Re tórica.

Y no es solo que la lógica aristotélica (es decir, su teoría sobre el silogismo

apodíctico y analítico) es una extensión o derivación de sus categorías

de “razonamiento demostrativo” y “argumento didáctico”, sino que la posterior

división de los razonamientos dialécticos en “ silogismos” y “comprobaciones”

(tradicionalmente llamados deducciones e inducciones) incluye

al razonamiento demostrativo como un caso de la argumentación dialéctica

y permite ver el enfoque dialéctico que Aristóteles le dio a su teoría analítica.

Aún más, los razonamientos silogísticos y comprobativos reaparecerán

como elementos integrantes de la retórica aristotélica.

Resumiendo:

1. El desarrollo de la teoría lógica aristotélica se deriva de su reflexión

sobre el diálogo y la dialéctica, como un caso especial de ella, aquel de

los razonamientos demostrativos y científicos, que parten de premisas

verdaderas y aplican las formas correctas de razonar.

2. Los argumentos dialécticos no se distinguen de los demostrativos por

su aspecto formal, sino por la calidad epistémica de sus premisas (el ser

verdaderas o el ser plausibles).

Este segundo aspecto es importante, pues parece ir en contra de una interpretación

(presente aún en la lectura que de Aristóteles hace Ch. Perelman)

que ve en la dialéctica aristotélica un enfoque opuesto y radicalmente

diferenciado de su lógica. La idea que se quiere resaltar aparece también en

esta observación con la que concluye Tricot su introducción a la traducción

francesa de los Tópicos.

En contra de la opinión de la mayoría de los intérpretes antiguos, la lógica de

lo probable (plausible) no sería ya un complemento de la lógica de lo necesario;

ella no sería una segunda lógica aplicable al dominio en el que la verdad

científica no sería alcanzable. Ella aparece más bien como una especie de

ejercicio preparatorio para la teoría de la demostración y de la ciencia, teoría

que, en la mente de Aristóteles, debería completar la dialéctica tradicional,

tal como Platón, los Sofistas y él mismo la habían practicado. (Tricot, 2004,

pp. 8-9)

Mi revisión de la lógica aristotélica permitió aclarar otros aspectos (además

de la génesis y el tratamiento dialécticos de la teoría analítica):

• Que para Aristóteles la lógica o analítica no es una ciencia, sino un

instrumento o propedéutica de la ciencia. Es decir, de la demostración

de los primeros principios de la ciencia que realiza el científico

ante su auditorio de aprendices. Primeros principios que son obtenidos

en el intercambio dialéctico.

• Que la “lógica”, “ analítica” o “apodíctica” aristotélica surge como

una ampliación o especificación del estudio del razonamiento iniciado

en los Tópicos; es decir, en la dialéctica aristotélica.

• Que Aristóteles mantiene una perspectiva dialéctica a lo largo de su

presentación del razonamiento analítico.

• Que cuando descubre el silogismo apodíctico, Aristóteles lo considera

como un instrumento aplicable a todo tipo de razonamiento, sea

este dialéctico, demostrativo o retórico.

El repaso de la lógica aristotélica permitió también constatar que Aristóteles

es menos formalista de lo que generalmente se ha entendido y que su

presentación de la lógica asume la forma de un sistema de reglas de inferencia

y no aquel de leyes o tautologías al que lo redujo Jean Lukasiewicz.

Esta primera parte concluye con la relectura de la Retórica aristotélica,

cuyo punto de partida es la conocida afirmación: “La retórica es una

antistrofa de la dialéctica, ya que ambas tratan de aquellas cuestiones que

permiten tener conocimientos en cierto modo comunes a todos y que no

pertenecen a ninguna ciencia determinada” (1354a 1-5).

El sentido de esta relación entre la dialéctica y la retórica se comprende

mejor a partir de la distinción de los tipos de “pruebas” que utiliza la retórica.

Después de su definición de la retórica como “ ...la facultad de teorizar

lo que es adecuado en cada caso para convencer” (1355b 25), Aristóteles

presenta los dos tipos de “pruebas por persuasión” (t c í o t s i^): las propias del

arte (s v t s x v o í ) y las ajenas al arte (axsxvoí):

Llamo ajenas al arte a cuantas no se obtienen por nosotros, sino que existían

de antemano, como los testigos, las confesiones bajo suplicio, los documentos

y otras semejantes; y propias del arte, las que pueden prepararse con

método y por nosotros mismos, de modo que las primeras hay que utilizarlas

y las segundas inventarlas (1355b 35).

El esfuerzo aristotélico por presentar una retórica filosófica (que se separe

del tratamiento de ella por los sofistas) le llevará a enfatizar la importancia

del componente lógico y dialéctico de la retórica, en sus tipos de pruebas

y en su tratamiento del tema.

Es ampliamente conocida la clasificación aristotélica de las pruebas por

persuasión que se obtienen mediante el discurso:

De entre las pruebas por persuasión, las que pueden obtenerse mediante el

discurso son de tres especies: unas residen en el talante del que habla, otras

en el disponer al oyente de alguna manera y, las últimas, en el discurso mismo,

merced a lo que éste demuestra o parece demostrar. (1356a)

Dice el filósofo que los tratadistas se han centrado o bien en las pruebas

ajenas al arte, o en las que se refieren al ^9o^ del orador y al ná9o^ del auditorio;

de allí su afán por destacar las pruebas basadas en el discurso mismo,

en el Xóyo^. La aplicación en la retórica de estas distinciones aristotélicas

ha dado lugar a innumerables debates. Me limito aquí a presentar una interpretación

que considero plausible para la tesis de que hay una conexión

sistemática entre la dialéctica, la lógica y la retórica aristotélicas.

Aristóteles describe el componente lógico de la retórica en analogía con

la dialéctica:

(...) en lo que toca a la demostración y la demostración aparente, de igual

manera que en la dialéctica se dan la inducción, el silogismo y el silogismo

aparente, aquí (en la retórica) acontece también de modo similar. En efecto,

por una parte, el ejemplo es una inducción; y, por otra parte, el entimema es

un silogismo; y, por otra parte, en fin, el entimema aparente es un silogismo

aparente. Llamo pues, entimema al silogismo retórico y ejemplo a la inducción

retórica. (1356b)

Mi conclusión en esta parte es que Aristóteles construye su versión de

la retórica teniendo como marco de referencia los tipos de razonamiento

que había estudiado en la dialéctica (Tópicos y Refutaciones sofísticas),

por lo cual su retórica no es opuesta al razonamiento dialéctico (y lógico)

sino que muestra un uso persuasivo de los razonamientos analizados en sus

obras previas. En este sentido, la retórica es homóloga de la dialéctica, un

“esqueje” de ella, y contiene un componente estrictamente racional en las

“pruebas” (tcíotsi^) propias del arte, que son los entimemas y ejemplos (los

primeros enfocados a la pretensión de validez universalizante del silogismo

y los segundos al uso retórico del caso particular).

II. En la segunda parte de este trabajo se presentan los elementos centrales

de cuatro teorías contemporáneas sobre la argumentación y, como ya

se dijo, en ella se analiza la influencia de las tres disciplinas aristotélicas en

la Nueva Retórica de Perelman-Olbrechts, en la teoría sobre la noción de

argumento de S. E. Toulmin, en la pragma-dialéctica o Nueva Dialéctica de

F. van Eemeren y Rob Grootendorst y en la teoría de la acción comunicativa

de J. Habermas. Se hace un resumen de las conclusiones de esta segunda

parte:

1. Perelman-Olbrechts presentan su teoría a partir de la distinción aristotélica

entre los razonamientos necesarios (demostrativos y analíticos) y

los razonamientos dialécticos (plausibles o verosímiles): “Nuestro análisis

se refiere a las pruebas que Aristóteles llama dialécticas, que examina

en los Tópicos y cuyo empleo muestra en la Retórica” (Perelman

y Olbrechts, 1958/1994, p. 35)1. Este énfasis en un elemento común a la

dialéctica y a la retórica aristotélicas explica que los autores consideren

que su teoría podría ser denominada tanto ‘Nueva R etórica’ como ‘Nueva

Dialéctica’.

Para Perelman-Olbrechts la noción de retórica ha estado ligada desde

sus inicios a la búsqueda de la adhesión, por lo que el concepto de auditorio

siempre ha sido central en ella: “Nuestro acercamiento (a la retórica)

pretende subrayar el hecho de que toda argumentación se desarrolla en

fu n c ió n de un auditorio” y agregan: “Dentro de este marco, el estudio de lo

opinable, en los Tópicos, podrá encontrar su lugar” (Perelman y Olbrechts,

1958/1994, p. 36). Así, partiendo de que tanto la retórica como la dialéctica

se ocupan de lo opinable, Perelman-Olbrechts consideran que la dialéctica

de los Tópicos puede quedar inserta en su Nueva Retórica.

El papel de la lógica y su valoración en la Nueva Retórica de Perelman-

Olbrechts, pasó por varias etapas: 1) una de oposición, que se puede ver en

el libro Logique et Rhétorique (1950), 2) otra de complementariedad, como

se expresa en algunos pasajes del Tratado (1958), y 3) una de inclusión de

la lógica en la retórica, como lo aclara L. Olbrechts-Tyteca en una nota al

pie del artículo de 1963: Rencontre avec la rhétorique: “Creo que, en este

momento, nuestras investigaciones tenderían más a hacer de la lógica una

parte de la retórica” (p. 17). Esto se entiende si se recuerda que en un primer

momento la Nueva Retórica se opone al intento de reducir el razonamiento

humano al cálculo lógico-matemático; en el segundo, la Nueva Retórica se

presenta como organón de la razón práctica, complementario del dominio

del pensamiento lógico formalizable; y en el tercer momento, la N ueva R e tórica

subsume al lenguaje lógico-formal como un caso especial suyo, aquel

en el cual la reducción de las diferencias y la estandarización del lenguaje y

las reglas de inferencia permiten el proceso lógico-deductivo.

A pesar de ello, la teoría de la argumentación de Perelman-Olbrechts

parece haberse desarrollado principalmente con la idea de oposición y complementariedad

entre análisis lógico y análisis argumentativo (o “retórico”).

1 Por el análisis previo se puede recordar que en los Tópicos y las Refutaciones también se analizan

los argumentos demostrativos y erísticos, y que ellos, además de los dialécticos, son empleados

en la lógica y la retórica de Aristóteles.

Como queda reflejado 1) en el hecho de que tanto en el Tratado (1958)

como en el Imperio (1978) casi todos los capítulos comienzan con la distinción

tajante entre esos dos tipos de ‘p ruebas’, 2) en la afirmación enfática

de que la Nueva Retórica abarca “ el campo inmenso del pensamiento no

formalizado” (Imperio Retórico, p. 211), y 3) en la eliminación del criterio

de validez lógico-formal para la valoración de los argumentos denominados

“cuasilógicos” .

2. En el quinto capítulo se examina la propuesta de Toulmin para el análisis

de los argumentos. Que no fue planteada en principio como una teo ría

de la retórica o de la argumentación sino como una revisión crítica

del desarrollo de la lógica hacia el formalismo y su alejamiento de la

argumentación cotidiana. A pesar de ello, el análisis que hace Toulmin

de la estructura de los argumentos se ha constituido en un modelo de

análisis argumentativo.

Contra la absolutización del criterio de validez lógico-formal (la configuración),

Toulmin propone evaluar los argumentos en términos del p ro cedimiento

que los hace posibles. Para él, la congruencia y la coherencia

(lógicas) son apenas “prerrequisitos de la evaluación racional” o, dicho en

otros términos: “las consideraciones lógicas no son sino consideraciones

formales” (Toulmin, 1958/2007, p. 223), es decir, son consideraciones que

tienen que ver con las formalidades preliminares de la expresión de un argumento

y no con los méritos reales de argumento o proposición alguna.

No obstante sus valiosas críticas al modelo lógico analítico y sus intentos

por encontrar un análisis más amplio de los argumentos cotidianos, no podríamos

pedirle a la teoría de Toulmin una reinterpretación de la retórica o

la dialéctica antiguas. El esquema del argumento desarrollado por Toulmin

deja poco o nulo espacio para los aspectos vinculados con el ^ 00^ del orador

(o de los dialogantes) y con el ná0o^ del auditorio. Su aplicabilidad inmediata

parece restringida a una ampliación del análisis lógico de la estructura

de los argumentos, y en un análisis más ambicioso de la argumentación

tendrá que ser complementado con otros modelos teóricos.

3. En el capítulo 6 se revisa el modelo pragma-dialéctico de análisis de

la argumentación. Un ambicioso programa de investigación que se encuentra

en desarrollo. Los principales logros de este modelo, a nuestro

juicio, son: 1) un enfoque dialéctico de la argumentación como intento

de resolver una diferencia de opinión, 2) un decálogo de reglas que

permiten evaluar de manera racional el procedimiento dialéctico de la

disputa y que, a la vez, 3) permiten sistematizar de una forma novedosa

el tema de las falacias que se presentan en las argumentaciones.

El modelo pragma-dialéctico intenta incluir los aspectos lógicos y retóricos

de la argumentación. Los primeros, incluyendo la “corrección lógica”

como una de las reglas de la disputa racional, y los segundos, incorporando

el tema de las “maniobras estratégicas” en el modelo de análisis. Ambos

elementos, sin embargo, no parecen haber sido desarrollados de forma satisfactoria

en la pragma-dialéctica: El aspecto lógico, porque los autores

pretenden escapar a lo que llaman el “deductivismo” lógico-formal, pero

sin haber aportado una alternativa clara a él. Y el aspecto retórico, porque

los autores mantienen una concepción de la retórica como “maniobras” que

se agregan como elementos adicionales al proceso dialéctico, con el único

objeto de ganar la disputa a toda costa. En su momento se dijo que esta concepción

de la retórica parece coincidir mejor con lo que Aristóteles llamaba

la erística, en su teoría dialéctica.

En este capítulo se concluye que el modelo habermasiano posee dos características

que lo distinguen de otras teorías de la argumentación: su intento

de integrar las perspectivas de la lógica, la dialéctica y la retórica, y

su carácter de modelo ideal o formal. La primera característica parece darle

una ventaja en relación con otras teorías que (como la de Toulmin o la de

Perelman) se han construido sobre la separación del aspecto lógico respecto

de los aspectos retóricos y dialécticos. Esta separación, inspirada en la distinción

aristotélica entre los razonamientos apodícticos y los dialécticos,

tiende a olvidar que para Aristóteles era posible y necesario percibir el carácter

lógico de ambos tipos de razonamiento. En esta separación se asume,

primero, la reducción positivista de la lógica a su forma de cálculo axiomatizado

de leyes, y se la opone a la dialéctica y la retórica. Si se tuviera en

mente la presentación de la lógica como un sistema de reglas de inferencia,

se vería mejor el carácter complementario de la lógica, en relación con las

otras dos esferas. No debe olvidarse que por su génesis y por su función

de herramienta de análisis de la validez y coherencia de los argumentos, el

sistema de reglas de inferencia posee una tradición que desborda su forma

meramente calculística.

El segundo aspecto de la propuesta habermasiana, su énfasis en los presupuestos

ideales que deben satisfacer las argumentaciones — especialmente

en los aspectos del procedimiento dialéctico y el proceso retórico— , puede

ser justificado si se piensa en una teoría que tendría esencialmente una

función crítica o evaluativa de los argumentos reales; sería una especie de

ideal regulativo de la argumentación. Pero, si se pretende una teoría que

además pueda describir la argumentación cotidiana, se tendría que avanzar

en la reconstrucción, no solo de los presupuestos formales de la argumentación

sino, además, de las desviaciones y patologías argumentativas. Esto

permitiría refinar los criterios para evaluar la fuerza de los argumentos (eficacia

y validez), y para distinguir el modo como la persuasión de auditorios

particulares puede pretender (explícita o implícitamente) el convencimiento

de un auditorio universal mediante sus pretensiones de validez; es decir,

el modo como “una opinión puede transformarse en saber” . La distinción

habermasiana entre ‘discurso’ y ‘crítica’ refleja esta tensión entre los aspectos

universalistas y particularistas de la argumentación.

Finalmente, y ya en las conclusiones del trabajo, se presentan algunas

ideas sobre cómo se podría enriquecer la propuesta habermasiana para el

análisis de la argumentación, retomando aportes de las otras teorías consideradas.

A este modelo de análisis propongo llamarlo “dinámica de la acción

argumentativa” , pues vista como una actividad, la argumentación presenta

un aspecto dinámico que se podría descomponer en tres momentos:

el momento del pre-acuerdo epistemo-lógico; el momento del desenlace

dialéctico del desacuerdo y el debate, y el momento de la evaluación “retórica”

del acuerdo logrado.

Esta p ropuesta tiene aún varios problemas por resolver: ¿qué concepción

de la lógica y qué herramientas formales son más adecuadas para el análisis

de los argumentos en general, académicos y cotidianos?, ¿cómo distinguir

los procedimientos dialécticos enfocados en el acuerdo cooperativamente

alcanzado de aquellos realizados de forma competitiva, agonística o erística?,

y, sobre todo, ¿qué criterios orientan el “proceso retórico” al momento

de evaluar las pretensiones de validez de cada argumentación y su posible

universalización? Por el momento solo tengo respuestas parciales y aproximadas

a estos interrogantes.

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