Ludovico Ariosto
Sátiras
Título original: Satire
Ludovico Ariosto, 1534
Traducción: José María Micó
ARIOSTO
Y LA VERDAD[1]
Nunc itaque et versus et cetera,
ludicra pono:
quid verum atque decens, curo et
rogo et omnis in hoc sum.
HORACIO
En una carta del 3 de febrero de
1507, Isabella d’Este, recién parida, al agradecer desde Mantua los parabienes
de su hermano el cardenal Ippolito, se mostró muy contenta por la elección del
emisario, que la había solazado durante dos días «con la narración de la obra
que está componiendo». El enviado del cardenal era Ludovico Ariosto, que ya
llevaba algunos años pensando en zurcir y desarrollar la trama inacabada e
inacabable del Orlando innamorato,
semillero de aventuras caballerescas para el ocio de los ambientes cortesanos.
Desde que Boiardo hizo a los d’Este descendientes del paladín Ruggiero, la
corte de Ferrara («la primera ciudad moderna de Europa», dijo Jacob Burckhardt)
ostentaba, por decirlo así, la capitalidad del romanzo, y Ariosto aceptó con gusto el compromiso de trazar mil
fantasías nuevas para «le donne, i cavallier, l’arme, gli amori» y celebrar de
paso a la «generosa Erculea prole» de Ippolito. Porque Ariosto, nacido en 1474,
se había formado en la época más dulce de la corte estense, la del gobierno de
Ercole I, cuando florecían sin estorbo todas las artes, pero tuvo que madurar y
servir durante el gobierno de Alfonso I en circunstancias no tan halagüeñas: la
muerte de su padre en 1500 le obligó a hacer de cabeza de familia y a aceptar
algunas responsabilidades no previstas (por ejemplo, todavía bajo Ercole, la
capitanía de la fortaleza de Canossa); después, el talante del nuevo duque, las
revueltas internas y los conflictos con los estados rivales deslucieron algo la
vida cultural de una corte de la que el poeta, por razón del servicio, tendría
que alejarse a menudo. De todos modos, los catorce largos años en que sirvió al
cardenal Ippolito (de octubre de 1503 a septiembre de 1517) fueron también, casi
al completo, los de la escritura del Orlando
furioso, cuya primera edición, en cuarenta cantos, salió de la imprenta el
22 de abril de 1516. Isabella d’Este, ya convertida en personaje de la fábula,
fue una de sus primeras lectoras.
Ariosto debió de experimentar con
tristeza la transformación de la cortesanía en funcionarismo: un día recitaba
el prólogo de la comedia / suppositi,
estrenada con gran éxito en el palacio ducal, y otro día era comisionado por su
señor para disculpar ante el papa Julio II ciertos abusos de los d’Este; un día
escribía al marqués de Mantua para informarle de los avances del Orlando, y otro día, de nuevo en Roma,
se batía en retirada bajo las amenazas del mismo papa y perseguido por sus
esbirros. En ese período de estipendiario «atado al duro yugo» del cardenal
Ippolito (un período aderezado con viajes «por boyas y barrancas», legaciones
diplomáticas, campañas bélicas y pesadumbres familiares), Ariosto se sentía a
menudo como un «poeta arriero», y no resulta extraño que le acabasen llegando
las ocasiones necesarias para dar con uno de los grandes hallazgos de la
literatura moderna: la composición de las Sátiras.
En septiembre de 1517 se produjo
la ruptura con Ippolito: el cardenal decidió trasladarse con su corte al
obispado de Agria (hoy Eger, en Hungría), pero Ariosto, aduciendo razones
diversas, se negó a seguirle. Esa es la ocasión de la primera sátira, y las
otras seis tuvieron también la suya: un viaje a Roma para asegurarse ciertos
beneficios eclesiásticos, la experiencia con un nuevo patrón, el balance de un
año en Garfagnana, la boda de un primo, el deseo de encontrar un buen profesor
de griego para su hijo Virginio y el rechazo de un honroso cargo en la corte
papal. Pero urge decir que en tales ocasiones, y en su cohesión como estímulos
de un proyecto, sin duda unitario, de composición de las sátiras, no hubo
casualidad alguna: la experiencia de la obra propia y el ejemplo de la ajena
fueron decisivos.
Para empezar, estas siete piezas
no se entienden sin el Orlando, y no
solo por contraste (pues a ratos parecen un antídoto contra el elemento
cortesano y panegírico de los romanzi),
sino porque en ellas fructifica ese prodigioso modo de ironía que campea en el Furioso y que el bufo Margante y el tierno Innamorato desconocieron por completo.
Como en Cervantes, da la impresión de que esa ironía se debe más a una actitud
vital, de genio y de carácter, que a un presupuesto estético. Solo el apego,
casi supersticioso, a la confección de versos y octavas de una sonoridad y una
plasticidad magníficas aleja al Ariosto «épico» del mejor de sus discípulos,
que supo dar al Quijote la
naturalidad de una prosa conversacional que cien años antes era inconcebible.
Por otro lado, en la mutatio animi que desencadenó las
sátiras se refleja, vivacísimo, el ejemplo de Horacio. Non eadem est aetas, non mens: «‘Mi edad ya no es la misma, ni mi
espíritu… Ahora dejo la poesía y los demás juegos fútiles; qué es la verdad y
qué es el bien, eso es lo que inquiero y lo que ocupa todo mi ser» (Epístolas, I, i, 4 y 10-11). Después de
tanta invención, Ariosto quiere beber el áspero jarabe de la verdad, y lo hace
asumiendo el proceso horaciano (de los Sermones
a las Epistulae, porque «el autor de
epístolas es el ex poeta satírico», como resume con agudeza Claudio Guillén)
para fundirlo en una obra nueva, distinta de las anteriores, que no obedece
solo a impulsos circunstanciales, que se vincula e involucra explícitamente con
la experiencia real del poeta y de sus destinatarios: «L’Ariosto garantisce la
referenzialità di io identificando in
partenza tu con persone concrete» (Cesare Segre). La vieja polaridad entre la
sátira y la epístola (y que afectaba de un modo u otro a especies limítrofes ya
consolidadas por la terza rima, como
las elegías o los capitoli) se convierte
en identidad.
Esa mezcla había de ser muy
fértil en la literatura europea, pero pocas veces se dio en una combinación tan
armónica. El equilibrio de Ariosto se malogró en otras manos, y los poetas
posteriores cayeron, por lo general, de uno de los lados, o el de la sátira
intrascendente, que dio lugar a variadas muestras de comicidad, o el de un
moralismo pacato y apócrifo, que ofrecía un ideal de vida (o una vida ideal)
aprendido de los antiguos, pero que casi nunca trepidaba con la experiencia real
de un hombre. Además, la tradición literaria conocía muy bien esa doble
impostura: la burla de vicios y costumbres cuya perpetuación se confiaba a una
risotada meramente folclórica, o la alabanza hipócrita de virtudes que no se
practicaban y decisiones que no se tomaban. En ese contexto, la agridulce y
voluntariosa moralidad de Ariosto nos interesa porque no surge de la doctrina,
sino de la vida: es ejemplar porque es confesional y autobiográfica. Sin ese
deseo de confidencia a un amigo —claro está que en el tú cabemos todos y que el diálogo empieza estableciéndose con uno
mismo— no se entiende, por ejemplo, el humor descarado de algunos pasajes, que
debería sorprendernos menos, a la luz de la historia, que la descarnada
sinceridad de muchos otros en los que el autor reclama su libertad como artista
y su independencia como hombre.
A partir de 1525, Ariosto no
escribió, que sepamos, más sátiras. Había pasado tres años como gobernador de
un territorio ingobernable y decidió volver a Ferrara. Allí se puso a la tarea,
nunca desdeñada, de «fare qualche cosetta» con su Furioso (añadió seis cantos en la edición definitiva de 1532) y
ajustar algunas cuentas personales (por ejemplo, formalizó en secreto su viejo
amor por Alessandra Benucci). También allí, en la «contrada Mirasole», compró
una casa que tardó en rehabilitar, pero conservó en su fachada una inscripción
latina cuyas primeras palabras han alcanzado celebridad: Parva, sed apta mihi. Todo lector de las Sátiras caerá en la cuenta de que esa inscripción en la sobria casa
de quien había escrito el Orlando furioso
(aquel libro colosal definido por Galileo como «una galleria regia», un «tondo
edificio» y un «palazzo» de maravilla) vale también como lema idóneo de esta
breve colección de versos: ‘Pequeña, pero buena para mí’.
J. M. M. J.
SÁTIRAS
SÁTIRA PRIMERA[2]
A MICER ALESSANDRO ARIOSTO Y A
MICER LUDOVICO DA BAGNO
Quiero que me digáis, compadre Bagno
y Alessandro fraterno, si en la corte
se acuerdan todavía de mis cosas;
si aún me acusa el señor, si algún amigo
me defiende diciendo por qué causa
han ido los demás, y yo me quedo;
o tan expertos sois en la lisonja
(el arte más usado entre nosotros),
que encima le ayudáis a maldecirme.
Necio del que a su amo contradice,
aunque afirme que ha visto a pleno día
mil estrellas y el sol a medianoche.
Ya decida alabar o ya burlarse,
se oye al instante el coro de las voces
armoniosas de cuantos lo rodean;
y el que por cortedad no se decide
a abrir la boca, aplaude con el rostro
y parece decir: «Estoy de acuerdo».
Criticarme podéis por otras cosas,
pero alabadme al menos por decirlo
a cara descubierta y sin engaño.
Ya he dado mil razones verdaderas,
y cada una de ellas bastaría
para justificar por qué me quedo.
Ante todo la vida, que no hay nada
mejor, y no la quiero yo más corta
de lo que el cielo o la Fortuna quieran.
En esta enfermedad que siento, un leve
empeoramiento acabará matándome,
si Valentino y Póstumo[3] no yerran.
Y, aparte su opinión, yo sé mis males
mejor que los demás, y diferencio
el remedio eficaz del que me daña.
Sé que a mi natural no le convienen
inviernos fríos, y es que allá en el polo
los tenéis más intensos que en Italia.
Y no me dañaría solo el frío:
el calor de la estufa[4] es tan nocivo,
que de él me aparto como de la peste;
y ahí todo el invierno hay que pasarlo
en el mismo lugar: se come, juega,
se duerme… y lo demás también se hace.
¿Y cómo va a aspirar quien de ahí salga
el aire atormentado por el soplo
de los montes Rifeos[5] que lo cercan?
Con el vapor que sube del estómago,
aturde la cabeza y baja al pecho,
sin duda me ahogaría cualquier noche.
Y el vino humoso[6], que es como un veneno
para mí, ahí se engulle en cada brindis:
sería un sacrilegio rebajarlo.
Todos los alimentos se aderezan
con pimienta, canela y mil aromas
que el doctor, por nocivos, me prohíbe.
Diréis que yo podría, junto al fuego
de algún hogar, tener un reservado
que no oliese a sobacos, pies ni eructos;
y que me adobarían las viandas
como quisiese yo, y que a mi gusto
podría aguarme el vino, o no beberlo.
¿Y estaríais vosotros siempre juntos,
y yo mañana y noche allá en mi celda
y a la mesa más solo que un cartujo?
Sería necesario comprar ollas,
vajillas y cubiertos y aun dotarme
de los enseres propios de una novia.
Si se aviniese a cocinarme aparte
el maestro Pasino[7] una o dos veces,
a la cuarta pondrá cara de perro.
Si quiero algún manjar de los que compra
Francesco de Siver[8] para la casa,
podré en cualquier momento conseguirlo.
Si digo al contador: «Cómprame esto,
que no enardece el húmedo cerebro;
esto no, que el catarro sutiliza[9]»,
por una vez o dos que me obedezca,
muchas más veces dejará de hacerlo,
temiendo que su gasto no se apruebe.
Yo me limito al pan, por eso ruge
la cólera, y así, a las dos palabras
mis amigos y yo nos peleamos.
Me diríais también: «Haz que tu mozo
se ocupe de comprar lo que requieras;
come tu pollo en tu espetón asado».
Yo, por mi mal servicio, no he podido
sacar del Cardenal tanto provecho
para hacer de su corte una hostería.
Gracias, Apolo; muchas gracias, santo
colegio de las Musas: lo que os debo
no alcanza para hacerme ni un manteo.
«Oh, si el señor te ha dado…»[10]. Lo concedo,
bastante para hacerme algunos mantos,
mas dudo que haya sido por vosotros.
Él ya lo ha dicho; y yo quiero que sepan
unos y otros que a mi antojo puedo
mis versos facturar al Culiseo.
No quiere que las loas que le escribo
tengan derecho a recompensa alguna,
pero sí la hay por ir de posta en posta.
Da a quien lo sigue al Barco[11] o a la villa,
lo viste o lo desnuda, a quien de noche
refresca el jarro para la hora nona[12]
o vela hasta que empieza el bergamasco 103
a forjar clavos[13], tanto, que a menudo
con la lumbre en la mano cae dormido.
Si mis versos le rinden alabanzas,
dice que lo hago por pasar el tiempo;
más grato fuera estar siempre a su lado.
Si en la cancillería de Milán
gracias a él soy socio de Costabili
y tengo el tercio de cualquier negocio[14],
es por las veces que espoleo, pico,
cambio bestias y bridas, cruzo montes
y barrancos burlando de la muerte.
Hazme caso, Marón[15]: si esperas fruto,
da a un retrete tus versos y la lira
y aprende un arte más reconocido.
Pero advierte que en cuanto lo consigas,
tu amada libertad habrás perdido
como si la jugases a los dados;
y que ya nunca más, aunque llegaseis
tú y él a la canosa edad de Néstor[16],
podrás modificar tu situación.
Y cuando intentes deshacer tal nudo,
confórmate si él, con paz y amor,
quiere recuperar lo que te ha dado.
A mí, que me he empeñado en no seguirlo
a ver Agria ni Buda[17], no me importa
que quiera recobrar lo que fue suyo
(aunque me corte las mejores plumas
que he ganado en la muda), sino verme
fuera de su merced y de su afecto,
y que sin fe ni amor diga mi nombre,
demostrando con gestos y palabras
que merece su odio y su desprecio.
Y por esta razón he decidido
no comparecer más en su presencia,
desde el día en que fui a excusarme en vano.
Si a tu progenie soy tan poco grato[18],
Ruggiero, si de nada me ha servido
cantar tu gran valor, tus grandes gestas,
¿qué voy a hacer ahí, si yo no sirvo
para trinchar perdices en el aire
ni poner lazo a gavilán ni a perro?
Jamás he hecho esas cosas ni sé hacerlas:
ya estoy mayor para adaptarme ahora
a quitar o poner botas y espuelas.
No aprecio las viandas y no valgo
para trinchante: debo ser del tiempo
en que el hombre vivía de bellotas.
No pretendo las cuentas de Gismondo[19];
ya no iré más a Roma a toda prisa
para aplacar la ira de Segundo[20];
y si hubiese que hacerlo, es mal momento,
pues con la enfermedad que cogí entonces
no conviene correr por los caminos.
Si ha de hacer tales cosas el que tiene
sed de oro y estar siempre a su lado
como hace el Boyero con la Osa[21],
antes quiero quietud que enriquecerme
o dedicarme tanto a otros encargos,
que el Lete[22] acabe por hundir mi estudio.
Aunque no puede dar sustento al cuerpo,
lo da a la mente con tan noble cebo,
que merece cultivo sin descanso.
Hace que sienta menos la pobreza;
que no desee la riqueza tanto
que mi libertad deje por buscarla;
que no ambicione cosas imposibles,
que el desprecio o la envidia no me coman
si el señor llama a Celio o a Marón[23],
pues no espero, en las noches de verano,
cenar con el señor para ser visto:
no me deslumbran esas vanidades;
yo voy solo y a pie donde me lleva
mi deseo, y si quiero ir a caballo
le amarro las alforjas a la grupa.
Me parece que hay menos culpa en esto
que en tener que pagar si le encomiendo
al príncipe la causa de un vasallo,
o en litigar pidiendo beneficios
sin razón y que vengan los vicarios
rogando y ofreciendo donaciones.
Hace que quiera levantar al cielo
las manos por vivir tranquilo en casa,
ya sea entre villanos o burgueses;
y que, sin otras artes, con los bienes
paternos, sin vergüenza de mi gente,
puedo pasar la vida que me queda.
Pero para que no digas que debo
darte cinco monedas que no tengo[24],
regresaré al principio de mi fábula.
Para quedarme tengo mis razones:
la primera ya está; para las otras
ni una hoja ni dos serán bastante.
Diré solo una más: no debería
tolerar que mi casa y mi familia,
al quedar sin sostén, se arruinasen.
De cinco hermanos, Carlo vive donde
los turcos capturaron a Cleandro,
y allí tiene intención de estar un tiempo;
Galasso intenta en la ciudad de Evandro
ponerse sobre el manto algún manteo;
tú, Alessandro, te has ido con el amo.
Queda Gabriel, pero ¿qué quieres que haga,
si su mala fortuna, siendo niño,
de pies y manos lo dejó impedido?;
nunca ha estado en la plaza ni en la corte,
que es asunto crucial para quien debe
cuidarse del gobierno de una casa.
Pronto se casará la quinta hermana:
aún está en casa y es tarea nuestra
entregarle la dote conveniente[25].
La edad de nuestra madre[26] me atraviesa
el corazón; resultaría infame
que todos la dejásemos de golpe.
Soy el mayor de diez, me siento viejo
a los cuarenta y cuatro[27], y hace tiempo
que he de esconder la calva en el bonete.
Paso la vida lo mejor que puedo,
pero tú, que tardaste dieciocho
años más en querer salir del vientre,
vuelve con alemanes y con húngaros
a zaga del señor con sol y frío,
sírvele por los dos, purga mis faltas.
Si quiere que le sirva (sin sacarme
del corrillo) con pluma y con tintero,
puedes decir: «Señor, mi hermano es vuestro».
Yo, desde aquí, con cristalina trompa
haré su nombre resonar más alto
de lo que se elevó paloma alguna.
A Filo llegaría, a Cento, a Ariano,
a Caito[28], pero nunca hasta el Danubio,
que no tengo los pies para tal salto.
Pero si a mi telar volver pudiesen
los quince años en que le he servido,
no dudaría en vadear la Tana[29].
Si piensa que por darme al cuatrimestre
mis veinticinco escudos (tan inciertos
que muchas veces se me han discutido)
me puede encadenar como a un esclavo,
obligarme a que sude, a que tirite,
muera o enferme sin respeto alguno,
no le dejéis creerlo por más tiempo,
y decidle que antes que ser siervo
llevaré con paciencia la pobreza.
Hubo una vez un asno[30], todo huesos
y nervios, tan delgado, que entró un día
por una grieta a un almacén de grano;
tanto llegó a comer, que la barriga
se le llenó como un tonel enorme
(aunque no fue de golpe)[31] hasta saciarlo.
Temiendo que los huesos le molieran,
quiso salir de donde había entrado,
pero ya no cabía por el hueco.
Mientras pugnaba por huir en vano
le dijo un ratoncillo: «Compañero,
para salir has de vaciar la tripa:
ahora es necesario que vomites
lo que has tragado para enflaquecerte;
no hay otro modo de pasar la grieta».
Digo, en fin, que si el sacro cardenal
cree haberme comprado con sus dones,
no me aflige tener que devolvérselos
y recobrar mi libertad primera.