sábado, 16 de octubre de 2021

Y LAS MONTAÑAS HABLARON Khaled Hosseini

 



Y LAS MONTAÑAS HABLARON

 

 

Khaled Hosseini

 

 


            Este libro está dedicado a Haris y Farah,

ambos la nur de mis ojos,

            y a mi padre, que se habría sentido orgulloso

 

 

            Para Elaine

 

 

 

 

            Más allá de cualquier idea
de buenas o malas obras
se extiende un campo.
Nos encontraremos allí.

 

            JALALUDDIN RUMI,
siglo XIII

 

 


Capítulo 1

 

 

Otoño de 1952

 

 

MUY bien, si queréis una historia, os contaré una historia. Pero sólo una. Que ninguno de los dos me pida más. Ya es tarde, y tú y yo tenemos un largo día de viaje por delante, Pari. Esta noche tendrás que dormir. Y tú también, Abdulá. Cuento contigo, hijo, mientras tu hermana y yo estemos lejos. Y tu madre también. Vamos a ver. Una historia. Escuchadme los dos, escuchadme bien y no me interrumpáis.

Había una vez, en los tiempos en que divs, yinns y gigantes vagaban por estas tierras, un granjero cuyo nombre era Baba Ayub. Vivía con su familia en una aldea llamada Maidan Sabz. Como tenía una numerosa familia que alimentar, Baba Ayub se dejaba la piel trabajando. Cada día, desde el alba hasta la puesta de sol, araba sin descanso, revolvía la tierra y cavaba y se ocupaba de sus escasos pistacheros. A todas horas podía vérselo en su campo, doblado por la cintura, con la espalda tan curvada como la hoz que blandía el día entero. Sus manos estaban siempre llenas de callos y a menudo le sangraban, y cada noche el sueño se lo llevaba en cuanto su mejilla tocaba la almohada.

Debo decir que, en ese aspecto, no era el único, ni mucho menos. La vida en Maidan Sabz era dura para todos sus habitantes. Hacia el norte había aldeas más afortunadas, situadas en valles con árboles frutales y flores, donde el aire era agradable y los arroyos traían aguas frescas y cristalinas. Pero Maidan Sabz era un lugar desolado que nada tenía que ver con la imagen que evocaba su nombre, Prado Verde. Estaba emplazada en una llanura polvorienta y rodeada por una cadena de escarpadas montañas. El viento era caliente y te arrojaba polvo a los ojos. Encontrar agua era una lucha cotidiana, porque los pozos de la aldea, incluso los más profundos, solían estar casi secos. Sí, había un río, pero los aldeanos tenían que caminar medio día para llegar hasta él y sus aguas discurrían lodosas todo el año. En aquel momento, tras diez años de sequía, también el río estaba prácticamente seco. Digamos pues que la gente de Maidan Sabz trabajaba el doble para arañar la mitad.

Sin embargo, Baba Ayub se consideraba afortunado, porque tenía una familia a la que adoraba. Amaba a su mujer y nunca le levantaba la voz, y mucho menos la mano. Valoraba sus consejos y su compañía le producía verdadero placer. En cuanto a hijos, Dios le había dado tantos como dedos tiene una mano, tres varones y dos niñas, y los quería muchísimo a todos. Las hijas eran obedientes y bondadosas, tenían buen carácter y eran muy decentes. A los varones, Baba Ayub les había enseñado ya valores como la honestidad, la valentía y el trabajo duro sin rechistar. Lo obedecían como hacen los buenos hijos, y ayudaban a su padre con la cosecha.

Aunque los quería a todos, en su fuero interno Baba Ayub sentía una debilidad especial por el más pequeño, Qais, de tres años. Qais tenía los ojos de un azul oscuro. Cautivaba a quienes lo conocían con su pícara risa. Era uno de esos niños que rebosan tanta energía que consumen la de los demás. Cuando aprendió a caminar, le gustó tanto que se dedicó a hacerlo el día entero, pero entonces, por inquietante que parezca, empezó a caminar también por las noches, mientras dormía. Se levantaba sonámbulo y salía de la casa de adobe para vagar por la penumbra iluminada por la luna. Eso preocupaba a sus padres, como es natural. ¿Y si se caía a un pozo, o se perdía o, peor incluso, lo atacaba una de las criaturas que acechaban en la llanura por las noches? Probaron muchos remedios, pero ninguno funcionó. Por fin, Baba Ayub encontró una solución muy simple, como suelen serlo las mejores soluciones: cogió un pequeño cascabel que llevaba una de sus cabras y se lo colgó del cuello a Qais. De ese modo, el cascabel despertaría a alguien si el niño se levantaba en plena noche. Al cabo de un tiempo dejó de caminar sonámbulo, pero le había cogido apego al cascabel y no quiso que se lo quitaran. Y así, aunque ya no cumpliera con su cometido original, el cascabel siguió sujeto al cordel que rodeaba el cuello del niño. Cuando Baba Ayub llegaba a casa tras una larga jornada de trabajo, Qais corría hasta hundir la cara contra el vientre de su padre, con el cascabel tintineando al compás de sus pequeños pasos. Baba Ayub lo cogía en brazos y lo llevaba al interior. Qais miraba con mucha atención cómo se lavaba su padre, y luego se sentaba a su lado en la cena. Cuando acababan de comer, Baba Ayub tomaba el té sorbo a sorbo, observando a su familia e imaginando que un día sus hijos se casarían y le darían nietos, y él se convertiría en orgulloso patriarca de una extensa prole.

Pero, ¡ay!, Abdulá y Pari, entonces los días de felicidad de Baba Ayub tocaron a su fin.

Resultó que un día llegó un div a Maidan Sabz. Se acercaba a la aldea desde las montañas y la tierra se estremecía con cada una de sus pisadas. Los aldeanos soltaron sus palas, azadas y hachas y huyeron corriendo. Se encerraron en sus casas y se acurrucaron con los suyos. Cuando los ensordecedores pasos del div se detuvieron, su sombra oscureció el cielo sobre Maidan Sabz. Según se dijo, de su cabeza brotaban unos cuernos curvos y tenía los hombros y la robusta cola cubiertos por un áspero pelo negro. Se dijo también que sus ojos eran rojos y brillantes. Comprenderéis que nadie supo si era así en realidad, al menos nadie que viviera para contarlo: el div se comía en el acto a quienes osaran mirarlo, aunque sólo fuera una rápida ojeada. Como lo sabían, los aldeanos tuvieron el buen tino de mantener la vista clavada en el suelo.

En la aldea todos sabían a qué había ido el div. Habían oído historias sobre sus visitas a otras aldeas, y sólo podían agradecer que Maidan Sabz hubiera pasado tanto tiempo sin atraer su atención. Quizá, supusieron, las vidas pobres y rigurosas que llevaban habían sido un punto a su favor, pues sus hijos no estaban bien alimentados y no tenían mucha carne en los huesos. Aun así, se les había acabado la suerte.

Todo Maidan Sabz temblaba y contenía el aliento. Las familias rezaban, suplicando que el div no se detuviera en su puerta, porque sabían que, si lo hacía, daría unos golpecitos en el techo y tendrían que entregarle un niño. El div metería entonces al niño en un saco, se lo echaría al hombro y se marcharía por donde había venido. Nadie volvería a ver nunca a aquel pobre crío. Y si una familia se negaba, el div se llevaba entonces a todos sus hijos.

¿Y adónde se los llevaba? Pues a su fortaleza, emplazada en la cima de una escarpada montaña. La fortaleza del div estaba muy lejos de Maidan Sabz. Para llegar hasta ella había que atravesar valles, varios desiertos y dos cadenas montañosas, ¿y qué persona en su sano juicio haría una cosa así, sólo para encontrar la muerte? Decían que allí había mazmorras con cuchillos de carnicero en las paredes y que grandes ganchos pendían de los techos. También que había hogueras y gigantescos pinchos para asar. Y era sabido que, si el div pillaba a un intruso, olvidaba su aversión a la carne de los adultos.

Supongo que ya adivináis en qué techo resonaron los temidos golpecitos del div. Al oírlos, un grito de angustia brotó de los labios de Baba Ayub y su esposa se desmayó. Los niños se echaron a llorar, de miedo y de pena, conscientes de que la pérdida de uno de ellos era inevitable. La familia tenía hasta el amanecer del día siguiente para hacer su ofrenda.

¿Qué puedo deciros sobre la angustia que Baba Ayub y su mujer padecieron esa noche? Ningún padre debería afrontar una elección como ésa. Sin que los niños los oyeran, ambos debatieron qué hacer. Hablaron y lloraron, hablaron y lloraron. Durante toda la noche se pasearon de aquí para allá, y cuando el alba se acercaba no habían tomado aún una decisión; quizá era eso lo que quería el div, pues su vacilación le permitiría llevarse a los cinco hijos en lugar de uno. Por fin, Baba Ayub salió de la casa y cogió cinco piedras de forma y tamaño idénticos. Sobre cada una de ellas garabateó el nombre de uno de sus hijos, y luego las metió en un saco de arpillera. Cuando le tendió el saco a su mujer, ella retrocedió como si contuviera una víbora.

—No puedo hacerlo —le dijo a su marido negando con la cabeza—. No puedo ser yo quien elija. No lo soportaría.

—Yo tampoco —repuso Baba Ayub, pero vio a través de la ventana que sólo faltaban unos instantes para que el sol asomara por las montañas del este.

Se les acababa el tiempo. Miró a sus cinco hijos, sintiéndose muy desdichado. Había que cortar un dedo para salvar la mano. Cerró los ojos y sacó una piedra del saco.

Supongo que también adivináis qué piedra sacó Baba Ayub. Cuando vio el nombre escrito en ella, levantó el rostro hacia el cielo y soltó un alarido. Con el corazón destrozado, cogió en brazos a su hijo más pequeño, y Qais, que tenía una confianza ciega en su padre, le echó los brazos al cuello, feliz. Entonces, cuando su padre lo dejó en el suelo fuera de la casa y cerró la puerta, el niño por fin comprendió que algo no iba bien. Baba Ayub, con los ojos cerrados y las lágrimas derramándose, permaneció de espaldas contra la puerta mientras su querido Qais la aporreaba con sus pequeños puños, llorando y pidiéndole que lo dejara entrar.

—Perdóname, perdóname —musitó Baba Ayub cuando la tierra retumbó con las pisadas del div.

Su hijo gritaba desesperado y el suelo siguió estremeciéndose mientras el div se marchaba de Maidan Sabz. Después, todo quedó inmóvil y reinó el silencio, un silencio sólo roto por Baba Ayub, que continuaba llorando y pidiéndole a Qais que lo perdonara.

Abdulá, tu hermana se ha quedado dormida. Tápale los pies con la manta. Así, muy bien. Quizá debería dejarlo aquí, ¿no crees? ¿Quieres que siga? ¿Estás seguro, hijo? De acuerdo.

¿Por dónde iba? Ah, sí. Tras esos hechos terribles hubo un período de cuarenta días de luto. Todos los días, los vecinos preparaban comida para la familia y velaban con ellos. La gente les llevaba todo lo que podía: té, dulces, pan, almendras, y les ofrecía sus condolencias y su compasión. Baba Ayub apenas era capaz de pronunciar una palabra de agradecimiento. Sentado en un rincón, lloraba a mares, como si con sus lágrimas pretendiera mitigar la sequía que sufría la aldea. Nadie le habría deseado un tormento y un sufrimiento como los suyos ni al más vil de los hombres.

Transcurrieron varios años. Seguía sin llover y Maidan Sabz se volvió aún más pobre. Muchos niños murieron de sed en sus cunas. El nivel del agua en los pozos bajó todavía más y el río se secó, pero no el río de la angustia creciente de Baba Ayub, cada vez más dolorosa. Ya no era útil para su familia. No trabajaba, no rezaba, apenas comía. Su esposa y sus hijos le suplicaban, pero no servía de nada. Los varones que le quedaban tuvieron que ocuparse de su trabajo, pues día tras día Baba Ayub no hacía otra cosa que sentarse en el linde de su campo, una figura solitaria y desdichada con la mirada fija en las montañas. Dejó de hablar con los aldeanos porque tenía la sensación de que murmuraban a sus espaldas. Decían que era un cobarde por haber entregado voluntariamente a su hijo, que no tenía aptitudes para ser padre. Un padre capaz se habría enfrentado al div, habría muerto defendiendo a su familia.

Una noche le comentó esas cosas a su mujer.

—No dicen nada de eso —respondió ella—. Nadie piensa que seas un cobarde.

—Pero yo los oigo —insistió él.

—Lo que oyes es tu propia voz, esposo mío —repuso su mujer.

No obstante, no le contó que los aldeanos sí andaban susurrando a sus espaldas, pero lo que decían era que quizá se había vuelto loco.

Y entonces, un día, Baba Ayub les demostró que así era. Sin despertar a su esposa ni a sus hijos, metió unos mendrugos de pan en una bolsa de arpillera, se puso los zapatos, se ató la hoz al cinto y partió.

Anduvo durante días y días. Caminaba hasta que el sol no era más que un leve resplandor rojizo en el horizonte. Pernoctaba en cuevas con el viento silbando fuera. Otras veces dormía en las riberas de los ríos, bajo los árboles y al abrigo de peñascos. Se acabó el pan y entonces comía lo que encontraba: bayas, hongos, peces que atrapaba con las manos en los ríos, y algunos días ni siquiera comía, pero continuó caminando. Si pasaba gente y le preguntaba adónde iba, él se lo contaba; algunos se reían, otros apretaban el paso temiendo que fuera un loco, y otros rezaban por él porque el div también les había arrebatado un hijo. Baba Ayub seguía caminando, cabizbajo. Cuando los zapatos se le deshicieron, se los ató con cordel a los pies, y cuando los cordeles se rompieron, siguió adelante descalzo. Y así cruzó desiertos, valles y montañas.

Por fin llegó a la montaña en cuya cima se emplazaba la fortaleza del div. Tan ansioso estaba por concluir su misión que no se detuvo a descansar, sino que emprendió de inmediato el ascenso, con la ropa hecha jirones, los pies ensangrentados y el cabello lleno de polvo, pero sin que su resolución se hubiera quebrantado un ápice. Las ásperas rocas le lastimaban los pies, unos halcones le picotearon la cara cuando pasó junto a su nido, y violentas ráfagas de viento amenazaban con arrancarlo de la ladera de la montaña. Mas él siguió trepando, de una roca a la siguiente, hasta que por fin se encontró ante las enormes puertas de la fortaleza del div.

Baba Ayub arrojó una piedra contra las puertas y entonces oyó el bramido del div:

—¿Quién osa molestarme?

Baba Ayub pronunció su nombre y añadió:

—Vengo de la aldea de Maidan Sabz.

—¿Tienes ganas de morir? ¡Sin duda las tienes, si has venido hasta mi morada a importunarme! ¿Qué se te ofrece?

—He venido a matarte.

Hubo un breve silencio al otro lado de las puertas. Y entonces, con un chirriar de goznes, los batientes se abrieron y apareció el div, alzándose imponente sobre Baba Ayub en toda su espeluznante envergadura.

—No me digas —repuso con su voz de trueno.

—Así es —confirmó Baba Ayub—. De un modo u otro, uno de los dos va a morir hoy.

Por un instante pareció que el div iba a derribarlo y acabar con él de un solo mordisco con aquellos dientes afilados como dagas. Pero algo hizo titubear a la criatura, que entornó los ojos. Quizá fue la locura que traslucían las palabras de aquel anciano. Quizá fue su aspecto, con su atuendo hecho jirones, el rostro ensangrentado, el polvo que lo cubría de la cabeza a los pies, las heridas que le laceraban la piel. O quizá fue que el div no captó el menor miedo en los ojos de aquel hombre.

—¿De dónde dices que vienes?

—De Maidan Sabz —declaró Baba Ayub.

—Pues debe de estar muy lejos esa Maidan Sabz, por la pinta que tienes.

—No he venido hasta aquí para charlar. He venido a…

El div levantó una garra.

—Sí, sí. Has venido a matarme. Ya lo sé. Pero sin duda me concederás unas últimas palabras antes de acabar conmigo.

—De acuerdo —repuso Baba Ayub—. Pero que sean pocas.

—Te lo agradezco. —El div sonrió de oreja a oreja—. ¿Puedo preguntarte qué mal te he infligido para merecer la muerte?

—Me arrebataste mi hijo pequeño. Era lo que más quería en el mundo.

El div soltó un gruñido y se dio unos golpecitos en la barbilla.

—He quitado muchos niños a muchos padres —repuso.

Furioso, Baba Ayub empuñó la hoz.

—Entonces los vengaré a ellos también.

—Debo decir que tu valor me produce cierta admiración.

—Tú no sabes nada sobre el valor —replicó Baba Ayub—. Para que exista el valor tiene que haber algo en juego. Yo he venido aquí sin nada que perder.

—Aún puedes perder tu vida —le recordó el div.

—Eso ya me lo quitaste.

El div volvió a soltar un gruñido y estudió a Baba Ayub con expresión pensativa. Al cabo, dijo:

—De acuerdo. Te concederé batirte en duelo conmigo. Pero, primero, te pido que me sigas.

—Date prisa —repuso Baba Ayub—, se me ha acabado la paciencia.

El div se dirigía ya hacia un gigantesco corredor, así que no le quedó otra opción que seguirlo. Fue detrás del div a través de un laberinto de pasillos, de techos tan altos que casi rozaban las nubes y sostenidos por enormes columnas. Pasaron por muchos huecos de escaleras y cámaras suficientemente grandes para contener toda Maidan Sabz. Siguieron caminando hasta que por fin el div se detuvo en una espaciosa habitación, al fondo de la cual había una cortina.

—Acércate —pidió.

Baba Ayub así lo hizo, hasta que estuvo a su lado.

El div descorrió la cortina. Tras ella había un ventanal de cristal que daba a un gran jardín bordeado de cipreses y lleno de flores multicolores. Había estanques de azulejos azules, terrazas de mármol y exuberantes explanadas verdes. Baba Ayub vio setos bellamente recortados y fuentes que borboteaban a la sombra de granados. Ni en tres vidas enteras podría haber imaginado un lugar tan hermoso.

Pero lo que de verdad desarmó a Baba Ayub fue el espectáculo de los niños que corrían y jugaban felices en aquel jardín. Se perseguían unos a otros por los senderos y en torno a los árboles. Jugaban al escondite entre los setos. Baba Ayub buscó con mirada ansiosa y por fin encontró lo que buscaba. ¡Allí estaba! Su hijo Qais, vivo y con un aspecto inmejorable. Había crecido y tenía el cabello más largo de lo que su padre recordaba. Vestía una preciosa camisa blanca y unos bonitos pantalones. Y reía encantado mientras perseguía a un par de compañeros de juego.

—Qais —susurró Baba Ayub empañando el cristal con su aliento, y luego repitió el nombre de su hijo a pleno pulmón.

—No puede oírte —dijo el div—. Ni verte.

Baba Ayub empezó a dar saltos haciendo aspavientos con los brazos y golpeó con los puños el cristal, hasta que el div volvió a correr la cortina.

—No lo entiendo —dijo Baba Ayub—, creía que…

—Ésta es tu recompensa —interrumpió el div.

—Explícate —exigió Baba Ayub.

—Te sometí a una prueba.

—¿A una prueba?

—Una prueba de tu amor. Fue un reto muy severo, lo reconozco, y no creas que no sé lo mucho que te ha hecho sufrir. Pero has superado la prueba. Ésta es tu recompensa, y la suya.

—¿Y si no hubiera elegido? —exclamó Baba Ayub—. ¿Y si no hubiera querido saber nada de esa prueba tuya?

—Entonces todos tus hijos habrían muerto, pues habría caído sobre ellos la maldición de tener un padre débil; un cobarde que preferiría verlos morir a todos antes que llevar una carga en la conciencia. Has dicho que no tienes valor, pero yo lo veo en ti. Es necesario valor para hacer lo que has hecho, para que decidieras llevar esa carga sobre las espaldas. Y te honro por ello.

Baba Ayub blandió débilmente la hoz, pero se le escurrió de la mano y cayó al suelo de mármol con estrépito. Las rodillas le flaquearon y tuvo que sentarse.

—Tu hijo no se acuerda de ti —prosiguió el div—. Ésta es ahora su vida, y ya has visto qué feliz es. Aquí se le proporcionan la mejor comida y las mejores ropas, amistad y cariño. Se lo instruye en las artes y las lenguas, en las ciencias y en el ejercicio de la sabiduría y la caridad. No le falta nada. Algún día, cuando sea un hombre, es posible que decida marcharse, entonces será libre de hacerlo. Intuyo que cambiará muchas vidas con su generosidad y dará felicidad a quienes estén sumidos en la desdicha.

—Quiero verle —dijo Baba Ayub—. Quiero llevármelo a casa.

—¿De veras?

Baba Ayub alzó la vista hacia el div.

La criatura se acercó a un armario que había cerca de la cortina y de un cajón sacó un reloj de arena. ¿Sabes qué es un reloj de arena, Abdulá? Sí, lo sabes. Bueno, pues el div cogió el reloj de arena, le dio la vuelta y lo dejó a los pies de Baba Ayub.

—Permitiré que te lo lleves a casa —dijo el div—. Si ésa es tu decisión, nunca podrá regresar aquí. Si decides no llevártelo, serás tú quien no podrá volver nunca. Cuando toda la arena se haya vertido, vendré a preguntarte qué has decidido.

Dicho esto, el div salió de la habitación dejándolo ante otra dolorosa elección.

«Me lo llevaré a casa», pensó Baba Ayub al instante. Era lo que más deseaba, con cada fibra de su ser. ¿No lo había imaginado mil veces en sus sueños? ¿Que volvía a abrazar al pequeño Qais, que lo besaba en la mejilla y volvía a sentir la suavidad de sus manitas entre las suyas? Sin embargo… Si se lo llevaba a casa, ¿qué clase de vida tendría en Maidan Sabz? Como mucho, la dura vida de un granjero, como la suya, y poco más. Eso si no moría por culpa de la sequía, como les pasaba a tantos niños en la aldea. «¿Podrías perdonarte entonces? —se dijo Baba Ayub—. ¿Sabiendo que lo arrancaste, por tus propias y egoístas razones, de una vida de lujo y oportunidades?» Por otra parte, si se marchaba sin Qais, ¿cómo soportaría saber que su hijo estaba vivo, saber dónde estaba y sin embargo tener prohibido verlo? ¿Cómo iba a soportar algo así? Baba Ayub se echó a llorar. Se sintió tan descorazonado que levantó el reloj de arena y lo arrojó contra la pared, donde se hizo añicos y derramó su fina arena por el suelo.

El div volvió a la habitación y encontró a Baba Ayub ante los cristales rotos, con los hombros hundidos.

—Eres una bestia cruel —declaró Baba Ayub.

—Cuando uno ha vivido tanto tiempo como yo, descubre que la crueldad y la benevolencia no son más que tonos distintos del mismo color. ¿Has tomado ya tu decisión?

Baba Ayub se enjugó las lágrimas, recogió la hoz y se la ató al cinto. Se dirigió lentamente hacia la puerta, cabizbajo.

—Eres un buen padre —dijo el div al verlo marcharse.

—Ojalá ardas en los fuegos del infierno por lo que me has hecho —repuso Baba Ayub con desaliento.

Había salido de la habitación y enfilaba ya el pasillo cuando el div lo alcanzó.

—Toma esto —dijo, tendiéndole un frasquito de cristal que contenía un líquido oscuro—. Bébetelo durante el viaje a casa. Adiós.

Baba Ayub cogió el frasquito y se marchó sin decir una palabra más.

Muchos días después, su esposa estaba sentada en el linde del campo de la familia buscándolo con la mirada, como había hecho Baba Ayub tantas veces esperando ver a Qais. Cada día que pasaba sus esperanzas de que su marido volviese menguaban. Los aldeanos ya hablaban de Baba Ayub en pasado. Ese día, estaba sentada allí en la tierra, con una plegaria en los labios, cuando vio una figura delgada que se dirigía a Maidan Sabz desde las montañas. Al principio lo confundió con un derviche perdido, un hombre flaco y harapiento, de ojos hundidos y semblante descarnado, y sólo cuando estuvo más cerca reconoció a su marido. El corazón le dio un vuelco de alegría y rompió a llorar de puro alivio.

Cuando se hubo lavado, y después de beber y comer lo suficiente, Baba Ayub guardó cama mientras los aldeanos lo rodeaban y le hacían preguntas.

—¿Dónde has estado, Baba Ayub?

—¿Qué has visto?

—¿Qué te ha ocurrido?

Él no podía contestarles, ya que no recordaba nada de su viaje, ni haber subido a la montaña del div o hablado con él, ni el magnífico palacio ni la gran habitación de las cortinas. Parecía haber despertado de un sueño ya olvidado. No recordaba el jardín secreto, ni a los niños, y sobre todo no recordaba haber visto a su Qais jugando en aquel jardín con sus amigos. De hecho, cuando alguien mencionó el nombre de Qais, Baba Ayub parpadeó desconcertado.

—¿Quién? —preguntó.

No recordaba haber tenido nunca un hijo llamado Qais.

¿Comprendes, Abdulá, que darle la poción que había borrado esos recuerdos fue un acto de piedad? Ésa fue la recompensa de Baba Ayub por haber superado la segunda prueba del div.

Aquella primavera, los cielos se abrieron por fin sobre Maidan Sabz. Lo que derramaron no fue la fina llovizna de los años anteriores, sino un aguacero en toda regla. Una tupida cortina de lluvia cayó del cielo, y la sedienta aldea se apresuró a recibirla con los brazos abiertos. Durante todo el día el agua tamborileó sobre los tejados y ahogó los demás sonidos del mundo. Gruesos goterones resbalaban de las puntas de las hojas. Los pozos se llenaron y el río creció. Las montañas del este reverdecieron. Brotaron flores silvestres y, por primera vez en muchos años, los niños jugaron sobre la hierba y las vacas pastaron ávidamente. Todos se sintieron jubilosos.

Cuando la lluvia cesó, hubo bastante trabajo que hacer en la aldea. Se habían desmoronado varias paredes de adobe, había tejados medio hundidos y tierras de cultivo convertidas en ciénagas. Pero, después de la devastadora sequía, la gente de Maidan Sabz no estaba dispuesta a quejarse. Volvieron a levantar las paredes, repararon los tejados y drenaron los canales de riego. Aquel otoño, Baba Ayub produjo la cosecha de pistachos más abundante de su vida, y al año siguiente y al otro sus cosechas no hicieron sino aumentar de tamaño y calidad. En las grandes ciudades donde vendía sus mercancías, Baba Ayub se sentaba orgulloso tras las pirámides de pistachos, sonriendo de oreja a oreja como el hombre más feliz del mundo. Nunca volvió a haber sequía en Maidan Sabz.

No queda mucho que contar, Abdulá. Aunque quizá te preguntarás si alguna vez pasó por la aldea un apuesto joven jinete, en su búsqueda de grandes aventuras. ¿Se detuvo quizá a tomar un poco de agua, que ahora abundaba en la aldea, y se sentó a partir el pan con los aldeanos, quizá con el mismísimo Baba Ayub? No sé decirte, muchacho. Lo que sí puedo asegurar es que Baba Ayub vivió hasta convertirse en un hombre muy, muy viejo. Y que vio casarse a todos sus hijos, como había deseado siempre, y que éstos le dieron a su vez muchos nietos, cada uno de los cuales lo llenó de felicidad.

Y también puedo decirte que algunas noches, sin motivo aparente, Baba Ayub no podía dormir. Aunque ya era muy mayor, aún podía andar ayudándose de un bastón. Y así, esas noches insomnes, se levantaba de la cama con sigilo para no despertar a su mujer, cogía el bastón y salía de la casa. Caminaba en la oscuridad, con el bastón repiqueteando ante sí y la brisa nocturna acariciándole la cara. Había una piedra plana en el linde de su campo, y allí se sentaba. A menudo se quedaba una hora o más contemplando las estrellas y las nubes que pasaban flotando ante la luna. Pensaba en su larga vida y daba gracias por toda la generosidad y todo el gozo que le habían concedido. Sabía que querer más, ansiar todavía más, sería mezquino. Exhalaba un suspiro de felicidad y escuchaba el viento que soplaba de las montañas, el gorjear de las aves nocturnas.

Pero de vez en cuando le parecía distinguir algo más entre esos sonidos. Era siempre lo mismo: el agudo tintineo de un cascabel. No comprendía por qué debería oír un sonido así, allí solo en la oscuridad y con todas las ovejas y cabras durmiendo. Unas veces se decía que eran imaginaciones suyas, y otras estaba tan convencido de lo contrario que le gritaba a la oscuridad: «¿Hay alguien ahí? ¿Quién es? ¡Sal y deja que te vea!» Pero nunca obtenía respuesta. Baba Ayub no lo comprendía. Como tampoco entendía que, siempre que oía aquel tintineo, sintiera una oleada de algo parecido al coletazo de un sueño triste, y que lo sorprendiera cada vez como una inesperada ráfaga de viento. Pero luego pasaba, como todo acaba siempre por pasar.

Bueno, ya está, hijo. Éste es el final. No tengo nada que añadir. Y ya se ha hecho muy tarde; estoy cansado, y tu hermana y yo tenemos que levantarnos al amanecer. Así que apaga la vela, apoya la cabeza y cierra los ojos. Que duermas bien, hijo. Nos diremos adiós por la mañana.

jueves, 14 de octubre de 2021

Mil Soles Espléndidos Khaled Hosseini.

 



Mil Soles Espléndidos


Khaled Hosseini



Título original: A Thousand Splendid Suns

Traducción: Gema Moral Bartolomé

Ilustración de la cubierta: Getty Images

Copyright © ATSS Publications, LLC, 2007

Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2007

Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.

Almogavers, 56, 7o 2a - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99

www.salamandra.info

Esto es una copia de seguridad de mi libro original en papel, para mi uso personal. Si ha llegado a tus manos, es en calidad de préstamo, de amigo a amigo, y deberás destruirlo una vez lo hayas leído, no pudiendo hacer, en ningún caso, difusión ni uso comercial del mismo.

IBN: 978-84-98388-122-1

Depósito legal: NA-2.383-2007

1ª edición, octubre de 2007

Printed in Spain

Impreso y encuadernado en:

RODESA – Pol. Ind. San Miguel. Villatuerta (Navarra)

Edición digital: Adrastea, Mayo 2008


 

Este libro está dedicado a Haris y Farah,

ambos la nur de mis ojos, y a las mujeres afganas.

 


Primera Parte


1

Mariam tenía cinco años la primera vez que oyó la palabra harami.

Fue un jueves. Tenía que ser un jueves, porque Mariam recordaba que había estado nerviosa y preocupada ese día, como sólo le ocurría los jueves, cuando Yalil la visitaba en el kolba. Para pasar el rato hasta que por fin llegara el momento de verlo cruzando el claro de hierba que le llegaba hasta la rodilla y agitando la mano, Mariam se había encaramado a una silla y había bajado el juego de té chino de su madre. El juego de té era la única reliquia que la madre de Mariam, Nana, conservaba de su propia madre, muerta cuando Nana tenía dos años. Nana adoraba cada una de las piezas de porcelana azul y blanca, la grácil curva del pitorro de la tetera, los pinzones y los crisantemos pintados a mano, el dragón del azucarero, que protegía de todo mal.

Fue esta última pieza la que le resbaló de los dedos a Mariam, cayó al suelo de madera del kolba y se hizo añicos.

Cuando Nana vio el azucarero, enrojeció y el labio superior empezó a temblarle, y sus ojos, tanto el perezoso como el bueno, se clavaron en Mariam, fijos, sin pestañear. Parecía tan furiosa que Mariam temió que el yinn volviera a apoderarse del cuerpo de su madre. Pero el yinn no apareció esa vez. Nana agarró a Mariam por las muñecas, la atrajo hacia sí, y con los dientes apretados le dijo:

Eres una harami torpe. Ésta es mi recompensa por todo lo que he tenido que soportar. Una harami torpe que rompe reliquias.

Mariam no lo entendió entonces. No sabía lo que significaba la palabra harami, «bastarda». Tampoco tenía edad suficiente para reconocer la injusticia, para pensar que los culpables son quienes engendran a la harami, no la harami, cuyo único pecado consiste en haber nacido. Pero, por el modo en que Nana pronunció la palabra, Mariam dedujo que ser una harami era algo malo, aborrecible, como un insecto, como las cucarachas que correteaban por el kolba y su madre andaba siempre maldiciendo y echando a escobazos.

Mariam lo comprendió al crecer, cuando se hizo mayor. Fue la manera de pronunciar la palabra, o más bien de escupirla, lo que más le dolió. Entendió entonces a qué se refería Nana, que una harami era algo no deseado, que Mariam era una persona ilegítima que jamás tendría derecho legítimo a las cosas que disfrutaban otros, cosas como el amor, la familia, el hogar, la aceptación.

Yalil nunca llamaba a Mariam por este nombre. Para Yalil ella era su pequeña flor. Le gustaba sentarla sobre su regazo y relatarle historias, como el día que le contó que Herat, la ciudad donde Mariam había nacido en 1959, fue en otro tiempo la cuna de la cultura persa, hogar de escritores, pintores y sufíes.

No podías estirar una pierna sin darle a un poeta un puntapié en el trasero dijo entre risas.

Yalil le refirió la historia de la reina Gauhar Shad, que en el siglo XV había erigido los famosos minaretes como tierna oda a Herat. Le describió los verdes trigales de la ciudad, los huertos, las vides cargadas de uvas maduras, los atestados bazares amparados bajo los soportales.

Hay un pistachero dijo un día Yalil, y debajo está enterrado nada menos que el gran poeta Jami. Se inclinó hacia ella y susurró—: Jami vivió hace más de quinientos años. Ya lo creo. Una vez te llevé a ver el árbol. Eras muy pequeña. No lo recordarás.

En efecto: Mariam no lo recordaba. Y aunque viviría los primeros quince años de su vida tan cerca de Herat que podría haber ido andando hasta allí, Mariam jamás vería el árbol de la historia. Jamás vería los famosos minaretes de cerca y jamás recogería la fruta de los huertos de Herat, ni pasearía por sus trigales. No obstante, siempre que Yalil le hablaba así, Mariam lo escuchaba con deleite. Admiraba a Yalil por su vasto conocimiento del mundo. Se estremecía de orgullo por tener un padre que sabía tales cosas.

—¡Menudas mentiras! espetó Nana cuando Yalil se fue. Un hombre rico contando grandes mentiras. Nunca te ha llevado a ver ningún árbol. Y no te dejes engatusar. Tu querido padre nos traicionó. Nos echó. Nos expulsó de su casa tan grande y elegante donde tú y yo no pintábamos nada. Y lo hizo sin pestañear.

Mariam la escuchaba obedientemente. Jamás se atrevió a decirle a Nana cuánto le desagradaba esa forma de hablar acerca de Yalil. Lo cierto era que, junto a su padre, Mariam no se sentía en absoluto como una harami. Durante un par de horas cada jueves, cuando Yalil la visitaba, entre sonrisas y regalos y palabras cariñosas, Mariam se sentía merecedora de toda la belleza y los obsequios que podía ofrecer la vida. Y por eso Mariam lo quería.

Aunque tuviera que compartirlo.

Yalil tenía tres esposas y nueve hijos, nueve hijos legítimos, a los que Mariam no conocía. Él era uno de los hombres más ricos de Herat. Era dueño de un cine, que Mariam nunca había visto, pero, ante su insistencia, Yalil se lo había descrito, de modo que sabía que la fachada estaba hecha de azulejos azul y marrón claro, que tenía palcos privados y un techo con un enrejado. Una doble puerta batiente conducía a un vestíbulo enlosado, donde los letreros anunciaban películas hindúes en vitrinas de cristal. Los martes, dijo Yalil un día, en el puesto de helados les daban uno gratis a los niños.

Nana sonrió con disimulo al oírlo. Esperó a que Yalil se fuera antes de reírse abiertamente.

A los hijos de los desconocidos les regala helados dijo. ¿Y qué te da a ti, Mariam? Historias sobre helados.

Además del cine, Yalil poseía tierras en Karoj y Fará, tres tiendas de alfombras, una tienda de paños y un Buick Roadmaster negro de 1956. Era uno de los hombres mejor relacionados de Herat, amigo del alcalde y el gobernador provincial. Tenía cocinero, chófer y tres amas de llaves.

Nana había sido una de sus amas de llaves. Hasta que su vientre empezó a abultarse.

Al ocurrir esto, decía Nana, el gemido ahogado de toda la familia de Yalil al unísono dejó Herat sin aire. Sus parientes políticos juraron que correría la sangre. Las esposas exigieron que la echara. El propio padre de Nana, un humilde carnicero de la aldea cercana de Gul Daman, renegó de ella. Deshonrado, recogió sus pertenencias, se subió a un autobús con dirección a Irán y nunca más volvió a saberse de él.

A veces dijo Nana una mañana temprano, mientras daba de comer a las gallinas en la puerta del kolba, desearía que mi padre hubiera tenido agallas para coger uno de sus cuchillos y hacer lo que le exigía el honor. Tal vez habría sido mejor para mí. Arrojó otro puñado de semillas al gallinero, hizo una pausa y miró a Mariam. Y quizá también para ti. Te habría ahorrado el dolor de saber lo que eres. Pero mi padre era un cobarde. No tenía dil; le faltaba valor.

Tampoco Yalil tenía dil, añadió Nana, para hacer lo que exigía el honor. Para enfrentarse a su familia, a sus esposas y parientes políticos, y aceptar la responsabilidad de sus actos. A puerta cerrada, se llegó rápidamente a un acuerdo para guardar las apariencias. Al día siguiente, Yalil la había obligado a recoger sus escasas pertenencias de las habitaciones de los criados, donde ella vivía, y la había echado de su casa.

—¿Sabes lo que les dijo a sus esposas para defenderse? Que yo lo había obligado. Que era culpa mía. Didi ¿Lo entiendes? Eso es lo que significa ser una mujer en este mundo.

Nana dejó el recipiente de grano para las gallinas y levantó el mentón de Mariam con un dedo.

Mírame, Mariam.

Ella lo hizo a regañadientes.

Aprende esto ahora y apréndelo bien, hija mía: como la aguja de una brújula apunta siempre al norte, así el dedo acusador de un hombre encuentra siempre a una mujer. Siempre. Recuérdalo, Mariam.

martes, 12 de octubre de 2021

II RAZÓN, CIENCIA, ARTE. Rafael Llopis Historia natural de los cuentos de miedo.

 


II

RAZÓN, CIENCIA, ARTE

Como he intentado demostrar en el artículo anterior, el cuento de miedo es

la —expresión de lo numinoso en un nivel de conciencia más elevado, en el que la

credulidad se ha tornado incredulidad. La base de la literatura fantástica —como la

de la magia, como la de los mitos— es el terror. Creencia y cuento de miedo

constituyen, pues, dos escalones —dos medidas— en la evolución de la vivencia y

expresión de un único sentimiento: lo numinoso.

Por tanto, en cierto sentido, el cuento de miedo es la negación de la

mitología; Hay por ello una diferencia esencial entre la literatura fantástica y el

irracionalismo. El contenido puede ser el mismo. La diferencia está en la forma y

expresa el grado de aceptación de ese contenido. En ambos casos el contenido es

irracional, pero, en el caso del irracionalismo, pretende pasar por verdad.

Dice Carnap que los metafísicos son en realidad músicos sin capacidad

musical. La metafísica es una concepción emotiva del mundo, es decir, expresa una

actitud emotiva ante la realidad. Para Carnap, el modo de expresión que

convendría mejor a esa emoción sería la música. En efecto, ¡qué grandiosos poemas

sinfónicos podría haber compuesto Nietzsche! ¡Qué lúgubres sonatas,

Schopenhauer! ¡Qué tristes, ora delicadas, ora fúnebres, baladas habría escrito

Kierkegaard! ¡El mismo Heidegger podría haber sido un segundo Bartok! Pero el

caso es que, al no saberse expresar en música, los metafísicos se expresan en

filosofía e incurren en el error de exponer sus emociones como ideas.

Sin embargo, las emociones existen, no como ideas, sino como tales

emociones. No deben proyectarse en el mundo, pero si pertenecen al yo. Carecen

de valor objetivo, pero no de un inmenso valor subjetivo. Por lo tanto, su expresión

es perfectamente válida si se efectúa a un nivel de arte y no de ciencia. Donde

Carnap dice música, yo diría arte, cualquier arte. Como dice Tolstoi, el arte es «un

medio de contagiar emocionalmente a los hombres». El arte es la expresión de

sentimientos en un nivel en el que los sentimientos perviven en toda su pureza

como tales sentimientos, pero sin interferir la visión objetiva de la realidad. El arte

permite la ciencia, como la ciencia permite el arte.

El arte y la ciencia constituyen una notoria pareja de opuestos. Son

contrarios, pero a la vez están en mutua dependencia. Sin un conocimiento preciso,

epicrítico, científico de la realidad, tampoco podría existir el arte, que, en cierto

modo, es un conocimiento oscuro y emocional del yo. Antes de escindirse ciencia y

arte, coexistían en un caos indiferenciado, masa confusa de yo y no-yo, como era,

por ejemplo, la magia, magma ciencia-arte que por no ser ciencia, tampoco era arte,

aunque llevase en sí el germen de ambos a la vez. Y a medida que de la concepción

mitológica del mundo se fue diferenciando la ciencia, se fue diferenciando el arte

también.

En su origen, la danza, la música, el teatro, la pintura, no eran artes. Eran

medios de manejar al mundo o de manejar a los vastos seres que manejaban el

mundo. Sólo cuando el hombre —al inventar medios realmente eficaces para

modificar la realidad— comprobó que los anteriores no servían para esa finalidad,

que mediante ellos no conseguía manejar nada, aparte sus propios estados

emocionales, y que tales estados emocionales eran de algún modo deseables por sí

mismos, se desglosaron el arte y la ciencia.

A medida, pues, que el hombre ha ido interiorizando sus mitos —es decir,

desmitificando la realidad—, ésta se ha ido captando con creciente pureza, sin

contaminaciones subjetivas. Y, al mismo tiempo, lo subjetivo ha ido exigiendo

expresión propia. Y esta expresión, limpia a su vez de pretensiones de objetividad,

es el arte. De manera que los cuentos de miedo son un medio adecuado de

expresar el terror numinoso vivido, sin por ello interpretar erróneamente la

realidad; en vez de proyectarse en formas de cuya existencia objetiva no se duda, el

terror se expresa en formas que de antemano se saben irreales pero que satisfacen

la necesidad de expresión que todo sentimiento lleva implícita.

En suma, pues, y en términos generales, cuando, en la evolución progresiva

de la conciencia humana, muere una creencia, renace a un nivel superior en forma

de estética. La creencia ya no se puede aceptar como creencia; pero el sentimiento

de base persiste en virtud de esa inercia propia de la vida psíquica oscura,

subcortical, de los sentimientos, y se labra una nueva vía de expresión. Esto se

puede aplicar, en líneas generales, a todo el arte. Pero en especial al cuento de

terror.

lunes, 11 de octubre de 2021

Rafael Llopis Historia natural de los cuentos de miedo. Fragmento.



Rafael Llopis

Historia natural de los cuentos de miedo

NOTA PRELIMINAR

Este libro es una recopilación de los artículos que, con el título genérico de

Los cuentos de miedo, he ido publicando desde julio de 1966 hasta diciembre de

1972[1].

Yo pensaba que estos artículos me iban a haber servido de borrador para,

tomándolos como base o esquema, escribir una extensa y exhaustiva Historia

natural de los cuentos de miedo. Pero sucede que, una vez terminado y publicado el

borrador por entregas, he quedado tan harto del tema que no me apetece en

absoluto volver sobre él. Son cosas que pasan.

En tales condiciones, prefiero que estos artículos se republiquen como están,

porque a pesar de todo tienen —creo— cierto interés. En primer lugar constituyen

—que yo sepa— el primer intento que se hace en el mundo de establecer una

historia sistemática de la literatura fantástica. También he intentado poner en

relación los hechos literarios con los distintos ambientes socio-culturales en que se

han producido, aunque siempre he procurado resaltar que el ambiente no

determina sino la forma y el estilo del relato, pues su meollo —la vivencia de lo

numinoso— es una constante humana que nos llega a través de antiquísimas

tradiciones y sobre cuyo origen sólo se pueden hacer conjeturas.

En los últimos capítulos quedan varias puertas abiertas al futuro y apunto la

posibilidad de que los famosos dos planos —el real y el imaginario—, en cuya

tajante separación tanto insisto, puedan llegar a aproximarse. En efecto, en esta

época de profunda crisis que vivimos —tal vez la más importante de la historia de

la humanidad—, lo fantástico y lo real parecen a veces confundirse

peligrosamente. Sin embargo, es también posible que esta permeabilidad entre los

dos planos —que sin duda reviste el máximo peligro epistemológico— produzca

frutos positivos en el futuro, modelando quizá y enriqueciendo la sensibilidad

humana (o posthumana, que dirían los aficionados a la ciencia-ficción) en un

sentido de mayor apertura a lo insólito. En teoría al menos, lo que ha alcanzado la

máxima separación está maduro para sintetizarse (que no confundirse) en una

unidad que contenga a los opuestos.

También quiero recordar al lector (para que sea indulgente) que este libro

cojea mucho por estar compuesto de artículos publicados mensualmente a lo largo

de siete años. Hay toda clase de repeticiones que ahora, al leer el libro entero de un

tirón, me resultan muy farragosas y pesadas. También, de unos capítulos a otros,

pueden advertirse cambios notables de punto de vista, de metodología y hasta de

opinión. ¡Es que han pasado años —llenos de vivencias y de lecturas— de unos

capítulos a otros! Ahora mismo no estoy muy de acuerdo con varias de las

afirmaciones que hago en algunos de ellos. Otros fueron escritos a toda prisa

porque el Boletín estaba ya en la imprenta y se notan poco meditados.

En lo que respecta a la novela gótica, tenía proyectado escribir de nuevo el

capítulo correspondiente, porque de entonces a acá he leído varios excelentes

tratados sobre el tema, especialmente Le roman gothique anglais, de Maurice Lévy

(Association des Publications de la Faculté des Lettres et Sciences Humaines,

Toulouse, 1968), pero también The haunted castle, de Eino Railo (Humanities Press,

Nueva York, 1964), y The gothic quest, de Montague Summers (Russell & Russell,

Nueva York, 1964). Sin embargo, como he dicho, no me apetecía volver sobre el

asunto. Que lo hagan otros, porque —según veo— ya hay varios jóvenes ensayistas

españoles interesados en la literatura fantástica.

Quiero advertir, asimismo, que parte de los capítulos dedicados al cuento de

miedo victoriano y a M. R. James han sido utilizados por mí para componer el

prólogo a las Trece historias de fantasmas, de James (Alianza Editorial, Madrid, 1973).

Lo siento. Entonces no pensaba publicar estos artículos en forma de libro.

Al título inicialmente pensado —Historia natural de los cuentos de miedo—

antepongo ahora un Esbozo de una, que sirve explícitamente para poner las cosas en

su sitio. He añadido también unas pocas notas bibliográficas a pie de página.

Madrid, marzo de 1974

I

INTRODUCCIÓN EPISTEMOLÓGICA

Acabo de terminar la serie de artículos dedicada a los naipes. E

inmediatamente empiezo otra que trata de un tema aparentemente muy lejano del

anterior, pero con el cual mantiene, sin embargo, importantes puntos de contacto.

En efecto, como los naipes, el cuento de miedo es un producto de desintegración

de la creencia.

He insistido muchas veces en que las creencias nunca mueren de repente y

del todo. En la muerte de una creencia hay a la vez continuidad y discontinuidad.

La creencia es un conocimiento de base emocional. Desde un punto de vista

biológico, el conocer se inicia con el vivir, y su evolución —paralela a la de la

vida— es un abrirse de la subjetividad hacia la objetividad, de la emoción a la

razón. En la forma de vida más elevada que se conoce —el hombre— también el

conocimiento, como es natural, evoluciona hacia grados de objetividad cada vez

mayores. La creencia, pues, como conocimiento de base emocional, es un

conocimiento relativamente primitivo.

En ella se pueden distinguir dos elementos. El elemento básico,

fundamental, profundo, es la emoción: el deseo, el miedo que necesitan vestirse de

un ropaje plausible. El elemento formal es la estructura racionalizada —que no

racional—, el ropaje que se da a esa emoción. La racionalización es el inicio, el

primer indicio, de la razón, pero, al contrario que ésta, va siempre a remolque de

los sentimientos.

La práctica, el roce cotidiano con la realidad durante siglos, hace que se

abandonen los ropajes caducos, los ropajes que han hecho patente su inadecuación

a una realidad que se ha ido modificando. Muere la creencia en el sentido de que

muere su elemento formal, lógico, racionalizado. Pero sobrevive la emoción de

base que le dio origen y que, al momento, se estructura en otra forma nueva.

Así, pues, hay discontinuidad en cuanto al elemento superestructural,

racionalizado, que da un salto y se transmuta en una forma más racional y

cualitativamente distinta de la anterior. Y hay continuidad en el elemento básico,

emocional, que posee una gran inercia y va evolucionando muy lentamente, por

grados, en forma cuantitativa.

El hombre primitivo se encontró con lo aterrador, con lo desconocido

potencialmente hostil, con lo insólito, con el misterio. En una palabra, el primitivo,

ante el mundo enemigo y terrible, experimentó un complejo de emociones que ha

sido descrito magistralmente por Rudolph Otto con el nombre de «lo numinoso».

Este complejo de emociones constituye la base de las creencias mitológicas, a las

que ensarta como hilo conductor.

El hombre primitivo —quizá aún prehombre— vivía en un mundo

antropomórfico y antropocéntrico. Como aún carecía de conciencia del yo, su yo

estaba desparramado en las cosas del mundo. No lo reconocía en sí mismo, en el

sujeto, pero, al percibirlo oscuramente, lo proyectaba en el objeto. Y así surgió el

animismo. Las cosas eran en sí buenas o malas según fuesen favorables o

desfavorables para él, pues el hombre primitivo las dotaba de intencionalidad.

La historia del hombre es la historia de cómo manejar a las cosas. El hombre

ha ido inventando medios para luchar contra el terror de las cosas. La historia del

hombre es también la historia del fracaso de los medios que ha ido empleando

sucesivamente para manejar al mundo terrible y numinoso.

Y el primer medio de manejarlo fue la magia, que era el método operativo

propio de un umbral de credulidad correspondiente al animismo. A medida que la

práctica ha ido demostrando la ineficacia de esos métodos, el umbral de la

credulidad —que no es sino el nivel de conciencia— ha ido aumentando. El

hombre primitivo, que se hallaba totalmente fundido con el medio hasta el punto

de dotarle de alma, proyectaba en él toda su vida psíquica, todo su yo. Totalmente

ignorante, se consideraba, por esa misma razón, omnisciente. Él era el centro del

universo. La práctica le hizo ver que esto no era cierto. Y el hombre lo aceptó, pero

con la condición de suponer la omnisciencia sólo en unos pocos elegidos: los

brujos. También se demostró que esto era falso y entonces el hombre creyó que ya

era falso, pero que anteriormente había sido cierto. Surgieron así los tótems, los

antepasados míticos que viven en un reino espiritual. Y en este punto la magia da

un salto y se convierte en religión. El hombre abdica de su omnipotencia. Reconoce

que no puede él manejar las cosas. Abandona su actitud operativa: las cosas son

manejadas por otros seres, magníficos, aterradores y caprichosos, a los que hay que

implorar y propiciar para que ellos las manejen por él.

La historia del conocimiento humano es, pues, la historia de una continua

retirada. Al correr de los siglos, el hombre va retirando su yo del mundo. Y, al

hacerlo, el mundo se va percibiendo cada vez con más claridad, más como es en sí,

desprovisto ya de emociones y de intencionalidad. Pero, paralelamente, esas

emociones e intenciones se van integrando en el yo del hombre, de donde

proceden. A medida que crece el yo y se hace más fuerte, va reconociendo como

suyos aquellos de sus contenidos que, hasta entonces, iba proyectando en las cosas.

Y así, en el progreso del conocer, cada vez es más objeto el objeto y cada vez yo soy

más yo.

En esta evolución, jalonada por los fracasos del hombre en su intento de

manejar el misterio numinoso del mundo, van quedando osamentas vacías de

creencias muertas. Sin embargo, siempre lo numinoso ha ido encarnando en otras

formas menos irracionales, más compatibles con el nivel de conciencia alcanzado,

que conseguían superar el umbral de credulidad impuesto por la praxis y la ciencia

humanas en su continuo avance.

Llega así un momento en que muere todo un ciclo mitológico de creencias: el

que se inició con la magia en el alba de la humanidad. Pero aún vive la emoción de

base que le dio origen. Todo sentimiento necesita expresarse. Y para expresarse en

un ropaje que no le niegue la ciencia, lo numinoso se estructura en una forma que

ya no pretende ser conocimiento de la realidad objetiva: el cuento de miedo. La

creencia se ha convertido en estética. El pathos se ha retirado del mundo y se ha

integrado en el yo.

domingo, 10 de octubre de 2021

Cuentos morales Leopoldo Alas.

 


Cuentos morales

Leopoldo Alas

 

Prólogo

 

Muy corto. Me paso la vida disertando acerca de materia estética, pero no me gusta hacerlo tratándose de mis propias obras. Esto no es un programa literario, ni defensa de escuela, tendencia o cosa por el estilo; es, sencillamente, una breve explicación del título de este libro. No digo Cuentos morales en el sentido de querer, con ellos, procurar que el lector se edifique, como se dice; mejore sus costumbres, si no las tiene inmejorables; y declaro que no aspiro a esos laureles que ciertas gentes, que confunden la ética con la estética, tienen reservados para las buenas intenciones.

Yo soy, y espero ser mientras viva, partidario del arte por el arte, en el sentido de mantener como dogma seguro el de su sustantividad independiente. No hay moda literaria, ni reacción que valgan para sacarme de esta idea. Sigo opinando que los libros no pueden ser morales ni inmorales, como los Estados no pueden ser ateos ni católicos, a no ser en el   -VI-   mundo de los tropos peligrosos. Aun reduciendo el significado de moral a la virtud que una cosa pueda tener para moralizar a los que cabe que sean seres morales (los individuos racionales), diré que mis cuentos no son morales en tal concepto. Los llamo así, porque en ellos predomina la atención del autor a los fenómenos de la conducta libre, a la psicología de las acciones intencionadas. No es lo principal, en la mayor parte de estas invenciones mías, la descripción del mundo exterior, ni la narración interesante de vicisitudes históricas, sociales, sino el hombre interior, su pensamiento, su sentir, su voluntad.

Al dar ese tinte general a estos cuentos (como lo tienen otros antes publicados y muchos que se publicarán, si Dios quiere, más adelante) no sigo inspiración ajena, ni tendencias de escuela, ni pruritos de la moda, ni nada que se le parezca: no sigo más que naturales impulsos que la edad imprime en quien llega a la mía y es, por vocación y hasta por oficio, inclinado a reflexionar un poco. Ya lo han dicho muchos escritores insignes: el lado moral de la vida preocupa al hombre amigo de pensar, más que cuando la vida empieza, o está en su florecimiento, cuando nos vamos haciendo ricos de experiencia del mundo... para aprender a dejarlo dignamente. Tal vez esto   -VII-   contribuya a que el progreso moral no sea tan rápido como otros: los que más tienen que hacer en el mundo todavía, los jóvenes, no saben lo que deben hacer; y a los viejos, los que ya saben algo de la vida... lo que más les importa es morirse.

Yo no soy viejo todavía; pero, como si lo fuera... porque ya no soy joven. Si en la juventud hubiese sido poeta, en el fondo de mis obras se hubiera visto siempre una idea capital: el amor, el amor de amores, como dice Valera, el de la mujer; aunque tal vez muy platónico. Como en la edad madura soy autor de cuentos y novelillas, la sinceridad me hace dejar traslucir en casi todas mis invenciones otra idea capital, que hoy me llena más el alma (más y mejor ¡parece mentira!) Que el amor de mujer la llenó nunca. Esta idea es la del Bien, unida a la palabra que le da vida y calor: Dios. Cómo entiendo y siento yo a Dios, es muy largo y algo difícil de explicar. Cuando llegue a la verdadera vejez, se llego, acaso, dejándome ya de cuentos, hable directamente de mis pensares acerca de lo Divino.

Hay quien nace para joven y quien nace para viejo. Yo confieso que soy de los últimos; pues, aunque tuve algún tiempo el orgullo de ser uno de los más puros rumiantes de amor platónico, jamás las cosas raras y profundas   -VIII-   que el amor de mujer me hizo sentir en la juventud, fueron algo tan dulce, tan suave, tan de las entrañas, tan mío, como esto que ahora siento y pienso a veces, y que no va con ella, sino con Dios y el Universo suyo. Mi leyenda, mis ensueños de la Idea Divina, ya empezaron cuando empezaban mis ensueños amorosos, de don Juan por dentro... y a todas mis Dulcineas las he ido siendo infiel; y mi leyenda de Dios queda, se engrandece, se fortifica, se depura; y espero que se acompañe hasta la hora solemne, pero no terrible, de la muerte.

He hablado tanto de mí mismo y tan poco de los intereses generales literarios, porque la razón de ser de mis cuentos como son, se funda en cosas mías, no en influencias ni propósitos escolásticos.

Hágame el público el favor, aunque le aconsejen otra cosa algunos críticos, de no ver en este libro y otros que escriba y que se le parezcan, un prurito de novedad (valiente novedad), un amaneramiento exótico. Tanto valdría llamar amanerado al otoño, la estación más filosófica del año... y de la vida.

 

CLARÍN.

 

Noviembre de 1895.

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FILOSOFÍA Y LITERATURA

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