Marqués de Sade
Diálogo entre un sacerdote y un moribundo
Sólo me dirijo a aquellos capaces
de entenderme; ellos me leerán sin peligro.
MARQUÉS DE SADE
PRÓLOGO
DE MAURICE HEINE[1] AL DIÁLOGO ENTRE UN SACERDOTE Y UN MORIBUNDO
A Jean Paulban, amistoso homenaje.
M. H.
El Ateo
es el hombre de la Naturaleza.
SYLVAIN
MARÉCHAL[2]
I
Quisiera haber podido citar al señor de Sade; tiene
mucho ingenio, razonamiento y erudición; pero sus infames novelas «Justine» y
«Juliette», lo hacen inaceptable para una secta en la que no se habla más que
de virtud. De este modo se expresa, en
1805, al término de su Segundo suplemento
al Diccionario de los ateos, el ilustre astrónomo José Jerónimo le Français
de Lalande.
Tal vez este buen señor se
preocupaba por no contrariar en lo más mínimo a su colega del Instituto
Nacional, a aquel Buonaparte que Sylvain Maréchal había osado nombrar
temerariamente cinco años antes en su Diccionario
de los ateos antiguos y modernos, y que más tarde llegó a convertirse en el
ungido del Señor. Sea como fuere, Napoleón estaba en el trono y el Marqués de
Sade en Charenton: no era entonces falta de coraje reconocer al prisionero la
razón… que la razón de Estado no le reconocía.
La objeción de Lalande, sin embargo,
habría debido parecer engañosa a todo espíritu filosófico. ¿Acaso el Barón de Holbach no la había previsto y
refutado en su Sistema de la Naturaleza?
(Londres, 1770, in-8º, t. II, cap. XIII, pág. 372). Frente a una labor sin defectos, no nos preocupemos por las costumbres
del operario que la realizó. ¿Qué le importa al universo que Newton haya sido
sobrio o intemperante, casto o libertino? A nosotros sólo nos importa saber si
ha raciocinado bien, si sus fundamentos son firmes, si las partes de su sistema
están bien hiladas, y si su obra encierra más verdades demostradas que ideas
aventuradas. Juzguemos, pues, del mismo modo los principios de un ateo… Sin
duda, pero en el alba del siglo XIX, el ateísmo había llegado a ser una secta
virtuosa, y los sectarios dejaron de
compartir la indulgencia de su maestro.
Por otra parte, los hombres que
hacían entonces profesión de fe atea —estas palabras no están enlazadas sin
intención— eran ya viejos en su mayor parte. Pertenecían a ese siglo XVIII del
que se constituyeron en ejecutores testamentarios. En su Discurso preliminar, o respuesta a la pregunta: ¿qué es un ateo? es
el mismo Sylvain Maréchal quien, en 1800, pone su obra bajo la invocación al
siglo de la filosofía. No puede ser,
exclamaba, que el último año del siglo
XVIII —un siglo tan memorable— transcurra sin que nadie haya osado publicar lo
que todas las mentes sanas piensan y guardan para sí… ¿Pero qué ateísmo
profesaban estos ateos?
Si bien el ateísmo tuvo
representantes en todo tiempo y en todo lugar dentro de las sociedades humanas,
su doctrina y su expresión distan mucho de haber permanecido invariables; sin
duda el ateo moderno, nutrido de las más recientes concepciones físico-químicas
de la materia, está más cerca del ateo medieval, alquimista por vocación, que
de aquel del siglo XVIII, sentimental adorador de la Naturaleza deificada… ¿Qué es en realidad un ateo? Es un hombre que destruye ilusiones dañosas
para el género humano, con el fin de atraer a los hombres a la naturaleza, a la
experiencia y a la razón. Es un pensador, que después de haber meditado sobre
la materia, su energía, sus propiedades y su modo de obrar, no necesita, para
explicar los fenómenos del universo y las operaciones de la naturaleza,
imaginar potencias ideales, inteligencias imaginarias, seres ficticios, que
lejos de permitirnos conocer mejor la naturaleza, no hacen más que presentarla
como caprichosa, inexplicable, irreconocible, e inútil para la felicidad de los
humanos. Esta definición del Barón de Holbach (op. cit., t. II, cap. XI, pág. 323) puede pasar por una de las más
claras y explícitas que su tiempo haya proporcionado. Pero estas aparentes
negaciones ¿recubren otra cosa que la concepción sentimental de una Naturaleza
útil a los hombres y preocupada por su felicidad? y, algunas páginas más
adelante, ¿no vamos a escuchar, como monótonas letanías, las invocaciones a
esas potencias ideales, a esas inteligencias imaginarias, tan
enérgicamente reprobadas bajo otros nombres? ¡OH NATURALEZA! Soberana de todos los seres; ¡oh vosotras! sus
adorables hijas, virtud, razón y verdad, sed para siempre nuestras únicas
Deidades; a vosotras solas son debidos todas las alabanzas y homenajes de la
tierra, (op. cit., t. II, cap. XIV, pág. 411).
II
Esta mitología atea podía, de
alguna manera, relacionarse con la filosofía
natural expuesta en el Discurso
preliminar de la Enciclopedia: ella no molestaba, ciertamente, más que a
los filósofos académicos. En las obras publicadas bajo su nombre, Diderot y D’Alembert no son tiernos con el ateísmo de que
los sospechan sus peligrosos adversarios, ni con los ateos, esos fastidiosos
cuya brutal franqueza arriesga comprometer todo. ¿Qué es entonces el ateísmo
para los enciclopedistas? En un artículo extraído
de los papeles del Sr. Formey, secretario de la Academia Real de Prusia, he
aquí como responde este anciano pastor: Es
la opinión de los que niegan la existencia de un Dios autor del mundo. De modo
que la simple ignorancia de Dios no sería ateísmo. Para merecer el odioso título de ateo, hay que tener la noción de Dios, y rechazarla. El estado de duda
tampoco es ateísmo formal… Es justo
entonces tratar de ateos sólo a los
que declaran abiertamente que han tomado partido sobre el dogma de la
existencia de Dios, y que sostienen la negativa… El ateísmo no se limita a desfigurar la idea de Dios,
sino que la destruye por entero.
Aunque las mallas de esta
casuística sean lo bastante abiertas para dejar escapar buen número de ateos,
con aquéllos que rehúsan los medios de fuga que se les ofrece y se proclaman lo
que en realidad son, ¿qué debe hacerse? ¡Oh! la filosofía los abandona; más
aún, pronuncia su condenación, reclama su ejecución… El hombre más tolerante aceptaría que el magistrado tenga el derecho de
reprimir a los que osan profesar el ateísmo, así como de hacerlos perecer, si no puede liberarla sociedad de otro
modo… Si puede castigar a quienes hacen daño a una sola persona, tiene sin duda
el mismo derecho de castigar a aquellos que lo hacen a toda una sociedad
negando que haya un Dios… Se puede mirar a un hombre de esta clase como enemigo
de todos los otros, puesto que subvierte todos los fundamentos sobre los cuales
están principalmente establecidas su conservación y su felicidad. Un hombre así
podría ser castigado por cualquiera según el derecho natural. Cuando la Enciclopedia (1751, in-fº, t. I, pág.
815 y ss.) pronuncia tal veredicto, ¿se condenarán las circunspectas reservas
de un La Mettrie o la retractación de un Helvecio luego de la condenación de su
libro Del Espíritu? Uno y otro
pudieron temer los veredictos dictados por sus amigos según el derecho natural, tanto, por lo menos,
como a las anatemas del parlamento, dirigidos por sus adversarios. No es sin
razón que Sylvain Maréchal señalaba al naciente siglo XIX (Diccionario de los ateos, París, año VIII, in-8º, pág. 69) en qué medida el siglo XVIII con todas sus
luces o sus pretensiones, sus ideas liberales o sus audacias, fue todavía
servil y rutinario en sus opiniones.
III
Este duro juicio no tendría
apelación si el Marqués de Sade no hubiera existido o si su obra, perseguida
como su persona, no hubiese escapado en parte a la furia de sus detractores.
Doce años consecutivos de detención arbitraria son empleados por el marqués
para devorar los escritos de los filósofos, de los historiadores, de los
novelistas: un vasto trabajo de documentación y de redacción resulta de los
ratos libres que le concede la bondad del
Rey; y mostrará cómo se sirve de ellos cuando, en posesión de la libertad
que la Revolución le devuelve, lanza contra los despojos de una sociedad que lo
oprimía, las páginas explosivas de La
Filosofía en el Tocador, de La Nueva
Justina y de Julieta. Es allí
donde desarrolla a voluntad su ateísmo, y si aún no ha rechazado por completo
la concepción general de su siglo, si todavía invoca a la naturaleza como a un
personaje, ésta no es ya la amable deidad filantrópica del Sistema de la Naturaleza, que no gozaba aún del favor de Voltaire,
sino la divinidad catastrófica que frecuenta el cráter del Etna. Cuanto más he buscado sorprender sus secretos
—de este modo habla el químico Almani— más
la he visto ocupada únicamente en perjudicar a los hombres. Seguidla en todas
sus operaciones; siempre la encontraréis voraz, destructora y malvada, siempre
inconsecuente, contradictoria y devastadora… ¿No se diría que su arte mortífero
sólo ha querido hacer víctimas, que el mal es su único elemento, y que no es
sino para cubrir la tierra de sangre, lágrimas y duelo que ha sido dotada de la
facultad creadora? ¿Que no usa de su energía más que para desarrollar sus
calamidades? Uno de vuestros filósofos modernos se decía el amante de la
naturaleza; y bien, yo, amigo mío, me declaro su verdugo. Estudiadla, seguidla;
no veréis jamás a esta naturaleza atroz crear sino para destruir, ni alcanzar
sus fines por otro medio que el asesinato, ni cebarse, como el minotauro, más
que de la desdicha y la destrucción de los hombres. (La Nueva Justina, t.
III, pág. 62).
Téngase presente que Sade es un absoluto y que no vacila en llegar hasta
el fin de su pensamiento, hasta el extremo límite de sus consecuencias lógicas.
No le preocupa que estas últimas trastornen los prejuicios, las ideas
recibidas, las convenciones sociales, las leyes morales. No se limita a
escribir, cada vez que puede, que Dios no existe; piensa y actúa en ese
sentido, hace testamento y muere consecuentemente; y esta inconmovible firmeza
de su orgullo es seguramente lo que menos se le ha perdonado[3]. Pero es entonces cuando
alcanza la cumbre y cuando sus imprecaciones valen por rezos. ¡Oh tú! quien, se dice, has creado todo lo
que existe en el mundo; tú, de quien no tengo la menor idea; tú, a quien no
conozco más que por referencias y por lo que hombres, que se engañan todos los
días, pueden haberme dicho; ser extraño y fantástico al que llaman Dios,
declaro formalmente, auténticamente, públicamente, que no tengo en ti la más
ligera creencia, por la excelente razón de que no encuentro nada que pueda
persuadirme de una existencia absurda, cuya realidad no es atestiguada por nada
en el mundo. Si me equivoco, cuando yo no exista más, tú vendrás a probarme mi
error; y entonces, si llegas a convencerme de esa existencia tuya (lo que está
contra todas las leyes de lo verosímil y lo razonable) tan firmemente negada
por mí ahora, ¿qué puede suceder? Que tú me hagas feliz o desdichado. En el
primer caso, te admitiré, te querré; en el segundo, te aborreceré. Está
entonces bien claro que ningún hombre razonable puede hacer otra reflexión que
ésta: ¡cómo es posible, si realmente existes, que con el poder que debe ser el
primero de tus atributos, dejes al hombre en una situación tan denigrante para
tu gloria! (Historia de Julieta, t. II, pág. 318).
El ateísmo, en un hombre de este
temple, no podía revestir formas agradables y se comprende que el apacible
Lalande haya retrocedido en el momento de ponerlo en su panteón. No solamente
la anarquía de Sade es inconmensurable hasta con las magnitudes astronómicas;
su propia concepción del hombre haría estallar la bóveda de todos los templos.
IV
Tampoco hay que atribuir a esas
temibles desconocidas los motivos de tan prudente ostracismo respecto del más
riguroso de los ateos. El vicio fundamental que había podido descubrir en los
escritos de Sade la virtuosa lente de Lalande, es sin duda el carácter
deliberadamente anticristiano y habitualmente blasfematorio de sus discursos.
Considerar la existencia de Dios, negarla teóricamente desde un punto de vista
metafísico y abstracto, pero respetando la moral corriente hasta en sus
aplicaciones religiosas, y probando por sus actos que el hombre honesto, aun
siendo ateo, no habría de apartarse de ella en la práctica, tal debía ser la
actitud social de los ateos dignos de figurar en el Diccionario. Lalande mismo no deja de enorgullecerse de una cortés
controversia con el papa llegado a París para coronar al emperador. El papa me decía, el 13 de diciembre de
1804, que había sostenido que un astrónomo tan grande como yo no podía ser
ateo. Le respondí que las opiniones metafísicas no debían impedir el respeto
debido a la religión; que ella era necesaria, aunque no fuera más que una
institución política; que yo la hacía respetar en mi casa; que mi párroco me
visitaba; que allí encontraba auxilio para sus pobres; que había hecho hacer
este año la comunión a mis parientes pequeños; que había hecho grandes elogios
de los jesuitas; que había suministrado el pan bendito a mi parroquia; y cambié
de tema. (Segundo suplemento al Diccionario de los ateos, por J. Jerónimo
de Lalande, 1805, in-8º, pág. 88).
Veamos ahora cómo Julieta relata
su fabulosa entrevista con Pío VI. Fantasma
orgulloso, respondí a ese viejo déspota, el hábito que tienes de engañar a los
hombres, hace que trates de engañarte a ti mismo… Se estructuró en la Galilea
una religión cuyas bases son: la pobreza, la igualdad y el odio a los ricos…
Está vedado a los discípulos del culto hacer jamás ninguna provisión… Los
primeros apóstoles de esta religión se ganan la vida con el sudor de su frente…
Y bien, te pregunto ahora, ¿qué relación hay entre esas primeras instituciones
y las inmensas riquezas que tú te haces dar en Italia? ¿Es gracias al Evangelio
o a la bribonería de tus predecesores que posees tantos bienes?… ¡Pobre hombre!
¿Y crees embaucarnos todavía?… ¡Ah, puedan todos los pueblos desengañarse
pronto de esos ídolos papales, que hasta el presente no les han procurado más
que trastornos, indigencia y desdichas! Que todos los pueblos de la tierra,
estremeciéndose ante los terribles efectos causados durante tantos siglos por
estos malvados, se apresten a destronar al sucesor; derribando al mismo tiempo
esa religión estúpida y bárbara, idólatra, sanguinaria e impía que pudo
admitirlos o levantarlos por un momento. (Historia de Julieta, t. IV, pág. 269-284).
Y cuando Brisa-Testa es admitido
en la Logia del Norte, en Estocolmo, ¿qué juramento pronunciará? Juro exterminar a todos los reyes de la
tierra; hacer una guerra implacable a la religión católica y al papa; predicar
la libertad de los pueblos; y fundar una República universal, (op. cit., t.
V, pág. 119).
En boca de Dolmancé, el
anticristianismo no es tanto una consecuencia del ateísmo como un argumento en
su favor. Todo el pasaje del III diálogo de La
Filosofía en el Tocador, que citamos a continuación, presta al Diálogo entre un sacerdote y un moribundo
el desarrollo de un enérgico comentario. ¿Vuestra
quimera teísta me aclara algo acaso? Desafío a que me lo puedan probar.
Suponiendo que me equivoque respecto a las propiedades íntimas de la materia,
no tengo al menos más que una sola dificultad, ¿Qué hacen ustedes ofreciéndome
su Dios? No me proporcionan sino otra dificultad más. ¿Y cómo pueden pretender
que yo admita, como causa de lo que no comprendo, algo que comprendo aún menos?
¿Podré acaso valerme de los dogmas de la religión cristiana —que examinaré—
para representarme vuestro terrorífico Dios? Veamos un poco como ella me lo
pinta… ¿Que veo en el Dios de este culto infame, si no a un ser inconsecuente y
bárbaro; que crea hoy un mundo de cuya construcción se arrepiente mañana? ¡Veo
sólo un ser débil que nunca puede hacer tomar al hombre el camino que le
traza!… Me contestarás, sin duda, a esto, que si Dios lo hubiera creado así, el
hombre no tendría ningún mérito. ¡Qué tontería! ¡Qué necesidad hay de que el
hombre haga méritos ante su Dios! Si lo hubiese hecho totalmente bueno, este
hombre jamás hubiera podido hacer el mal; y sólo en este caso sería obra digna
de un Dios. Es tentar al hombre dejarle la elección. Pero Dios, con su
premonición infinita, sabía bien lo que resultaría. Entonces, es sólo por
placer que pierde la criatura que él mismo ha formado. ¡Qué Dios horrible es un
Dios así! ¡Qué monstruo, qué malvado más digno de nuestro odio y de nuestra
implacable venganza!… No abriguemos la menor duda: este culto indigno hubiera
sido destruido sin remedio, desde su nacimiento mismo, si hubiésemos empleado
contra él todas las armas del desprecio a que se hacía acreedor; pero en cambio
se lo persiguió, con lo que se acrecentó más; el resultado era inevitable. Pero
probemos todavía hoy cubrirlo de ridículo y se derrumbará. El hábil Voltaire no
empleaba jamás otras armas, y es de todos los escritores el que se puede jactar
de haber hecho más prosélitos.
También el cristianismo es lo que
comienza por atacar el panfleto ¡Franceses,
un esfuerzo más si queréis ser republicanos!, que en el V diálogo de La Filosofía en el Tocador, es leído por
el caballero. Si, por desgracia para él,
el francés continúa hundiéndose en las tinieblas del cristianismo, por un lado
el orgullo, la tiranía, el despotismo del clero —vicios que renacen
permanentemente en esta horda impura—, y por otro lado la bajeza, la estrechez
de miras, la chatura de los dogmas y de los misterios de esa indigna y fabulosa
religión, al embotar la altivez del alma republicana, la someterían muy pronto
al yugo que su energía acaba de romper. No olvidemos que esta pueril religión
fue una de las mayores armas en las manos de nuestros tiranos; uno de sus
primeros dogmas fue dar al César lo que es del César; pero nosotros hemos destronado al César y no vamos a devolverle nada…
Antes de diez años, por medio de la religión cristiana, de sus supersticiones,
de sus prejuicios, vuestros curas, pese a sus juramentos, pese a su pobreza,
reconquistarían el terreno que usurparan un día sobre las almas; os volverían a
encadenar a reyes, porque el poder de los unos siempre estuvo ligado al de los
otros; y vuestro edificio republicano se derrumbaría falto de bases… Aniquilad,
pues, para siempre todo lo que amenaza destruir algún día vuestra labor. Pensad
que estando el fruto de vuestro esfuerzo reservado a vuestros nietos, es
vuestro deber, e incumbe a vuestra probidad no dejarles ninguno de esos
peligrosos gérmenes que podrían volver a hundirlos en el caos, del que tanto
trabajo nos costó salir. Ya nuestros prejuicios se disipan, ya el pueblo abjura
de las absurdidades católicas, ya ha suprimido los templos, ha derribado los
ídolos; está convencido que el matrimonio es sólo un acto civil; los
confesionarios rotos alimentan los hogares públicos; los pretendidos fíeles,
desertando del banquete apostólico, dejan a los ratones sus dioses de harina.
Franceses, no os detengáis: la Europa entera, con una mano lista sobre la venda
que ciega sus ojos, espera de vosotros el esfuerzo que deba arrancársela de la
frente. Daos prisa… Ya no es a las rodillas de un ser imaginario, ni a las de
un vil impostor que un republicano debe postrarse; sus únicos dioses han de ser
ahora el coraje y la libertad. Roma desapareció cuando el cristianismo se
predicó, y Francia está perdida si reaparece nuevamente. Examinemos con
atención los dogmas absurdos, los misterios espantosos, las ceremonias
monstruosas, la moral imposible de esta repugnante religión y veremos si ella
puede convenir a una república.
¿Para qué continuar con las
citas? Sin insistir en el sentido profetice de la última, creemos que ésta sola
basta para diferenciar en sus fundamentos políticos y sociales, el ateísmo
profesado por Sade de aquel cuya expresión timorata nos transmitieron sus
contemporáneos.
V
El opúsculo del Marqués de Sade
que publicamos aquí por primera vez, ofrece un doble interés de curiosidad: es,
de sus obras literarias conocidas hasta el momento, la primera fechada con
exactitud (1782), y también la única escrita en la misma forma dialogada que La Filosofía en el Tocador. Sabemos que
la edición original de esta última lleva la fecha de 1795: la ausencia de todo
manuscrito vuelve incierta la época inicial de su redacción. Pero de la primera
a la segunda obra, solamente los sistemas políticos han sufrido cambios
apreciables: entre las dos, la Revolución ha hecho del marqués un ciudadano.
Pero conviene no equivocarse: la proclama patriótica y realista del moribundo y
la proclama republicana y anarquista del caballero pueden no ser en el fondo —mutatis mutandi— más que una sola y
misma precaución oratoria. Es, en efecto, menos de política de lo que se trata
en estos dos ensayos, que de metafísica y moral y particularmente de ateísmo y
erotología. Este último tema, que ocupa el primer plano en La Filosofía en él Tocador, está apenas insinuado en el Diálogo.
El manuscrito inédito que nos ha
suministrado el texto del Diálogo entre
un sacerdote y un moribundo, se presenta como un cuadernillo con falsa
tapa, de 23 hojas no recortadas de papel vergé
azulado, escrito de ambos lados con la escritura tan personal del Marqués
de Sade. Se componía primitivamente de 24 hojas, o sea de 6 hojas formato tellière, dobladas en cuatro y cosidas
en un solo cuaderno de 48 páginas; midiendo 173 por 227 milímetros. Pero la
primera hoja falta, por haber quedado suelta al desgarrarse la última; así lo
atestiguan los dientes del papel y la disposición comparativa de las
filigranas.
En el estado en que se halla
actualmente, apareció en diversas oportunidades en las ventas públicas de París
desde el 31 de enero de 1850, donde fue adjudicado luego del deceso de M.
Villeuve, hombre de letras, por la irrisoria suma de 3,25 francos. Reaparece
casi en seguida, el 25 de marzo de 1851 en la venta de la biblioteca de M. de
C***. En último lugar, es catalogado en la colección de Mme. D***, dispersada
en el hotel Druot el 6 de noviembre de 1920.
El Tema de Zélonide, comedia en cinco actos y en verso Ubre, comienza
en la página 3, primera en el estado en que se encuentra el manuscrito, para
terminar en la página 9. La página 10 está reservada a una Lista de los emperadores griegos, especie de resumen de historia,
en dos columnas. Pensamientos y notas históricas ocupan la página 11 y la parte
superior de la 12; en el medio de la cual comienza el Diálogo. Este prosigue sin interrupción hasta el final de la página
24. La Nota, con la que termina,
ocupa las primeras cinco líneas de la página 25. El resto del manuscrito
contiene notas históricas y citas, así como críticas literarias y pensamientos
filosóficos, algunos muy interesantes. La página 48 y última lleva el título de
Página de borrador y está dispuesta,
como la pág. 10, en dos columnas.
En la parte inferior de la página
47, frontal de la última hoja, se lee en el margen externo la importante
mención autografiada: terminado el 12 de
julio de 1782. Es entonces al comienzo de sus 43 años de edad y al final
del tercer año de cautiverio, según la orden de prisión en el castillo de
Vincennes, cuando Sade redactó este opúsculo, tal como lo encontramos sobre su
cuaderno de borrador. La escritura es firme, nítida, poco corregida. Dos notas
marginales autógrafas que reproducimos indican el género y el lugar de la única
adición hecha por el autor. La presente edición respeta la grafía original, con
excepción de los evidentes lapsus calami;
y la puntuación, arbitraria por cierto, se reproduce tan fielmente como la
comprensión del texto lo permite.
VI
La muerte de un ateo no inspiró,
en el siglo de la filosofía, únicamente al sombrío genio de Sade. Sobre el
mismo tema, Sylvain Maréchal, el viejo pastor Sylvain del Diccionario del amor, compuso una página encantadora. Quizás pueda
apreciarse más su amable elocuencia comparándola con la aspereza polémica que
el Diálogo revela.
¿Toca a término su existencia? Recoge todas sus
fuerzas para gozar de los placeres que le quedan y cierra los ojos para
siempre, pero con la certeza de dejar un recuerdo honroso y querido en el
corazón de sus deudos, de quienes recoge los postreros testimonios de estima y
devoción. Terminado su papel, se retira tranquilamente de la escena para dejar
lugar a otros actores que lo tomarán por modelo. No hay dudas de que siente
vivamente verse obligado a separarse de todo lo que ama, pero la razón le dice
que tal es el orden inmutable de las cosas. Además, sabe que no muere
enteramente, del todo. Un padre de familia es eterno: renace, revive en cada
uno de sus hijos; y hasta las partículas de su cuerpo: nada puede aniquilarse.
Anillo indestructible de la gran cadena de los seres, el hombre-sin-Dios la
abarca en toda su extensión con el pensamiento, y se consuela al no ignorar que
la muerte no es más que un desplazamiento de materia y un cambio de forma. En
el momento de dejarla vida repasa en su memoria, si tiene tiempo, el bien que
ha podido hacer así como las faltas cometidas. Orgulloso de su existencia, no se
ha arrodillado más que ante el autor de sus días. Ha marchado sobre la tierra,
con la cabeza en alto; con paso firme, igual a los demás seres; no teniendo
cuentas que rendir a nadie que no fuera su conciencia. Su vida es plena como la
Naturaleza: ECCE VIR. (Diccionario de los ateos, año VIII, pág. 23-25).
Si nos atenemos al testimonio
emocionado de su amigo Lalande, Maréchal no se infligió el supremo desmentido
de una muerte contraria a sus convicciones. Y el mismo Sade, de un carácter tan
diferente, debía dar prueba de una no menos tranquila firmeza ante la muerte.