viernes, 17 de septiembre de 2021

Marqués de Sade Zoloé y sus dos acólitas. Fragmento.

 


 

Marqués de Sade

Zoloé y sus dos acólitas

O

Unas semanas en la vida de tres bellas mujeres

 

 

 

 

 


 

 EL AUTOR A DOS LIBREROS

—Buenos días, señor. ¿Habéis leído mi manuscrito? ¡Excelente! ¡Delicioso! ¿No es así?

—¿El manuscrito de quién, de qué? Señor, no entiendo.

—¡Diablos, esta broma es nueva! Me pedisteis, anteayer, tres días para leer mi Zoloé y vos…

—¡Demontre, señor, he tenido tiempo de sobra de leer vuestra creación! Tomad, aquí tenéis vuestro repertorio de sandeces; que el cielo os ayude…

—Señor, vuestro rostro me inspira confianza; no dudo de que en vos he dado con alguien que me hará olvidar los modos indecentes de uno de vuestros colegas.

—Quizá. ¿De qué se trata, en dos palabras? Sólo dispongo de un minuto.

—Esto, señor, es un manuscrito interesante. Le ruego que tenga a bien leerlo. En cuanto al precio que merece, para fijarlo me remito a vuestra generosidad. Sólo quiero estipular que se imprima cuanto antes.

—¡Que compre y que imprima un manuscrito! Si me dedicara a tales negocios, mi establecimiento se convertiría en seguida en una trivial caseta de feria. No, señor, no. No compro manuscritos; me los dan, me tomo mi tiempo para leerlos y, con mis correcciones y mejoras, a veces les concedo el honor de imprimirlos.

—Os agradezco, señor, vuestra franqueza; y respecto al honor de que habláis, me lo procuraré yo mismo, y así no estaré en deuda con nadie.


 ZOLOÉ
Y SUS DOS ACÓLITAS

ACUERDO PROVISIONAL

—¿Qué tenéis, mi querida Zoloé? Vuestro ceño fruncido revela una triste melancolía. ¿La fortuna no ha sonreído lo bastante a vuestros deseos? ¿De qué carecen vuestra gloria y vuestro poder? Vuestro inmortal esposo ¿no es el sol de la patria? En la cúspide de los honores, ¿podrán alzarse hasta nosotros nubes sombrías?

—¡Lauréda, ah, cruel, con qué inhumanidad te burlas de mi amargura! Detén tu odiosa burla, o no te la perdonaré nunca.

—De acuerdo. Firmemos la paz.

Y abraza a Zoloé.

—¿Puede saberse al menos, querida, a qué hay que atribuir este aire negro e inquietante que ni siquiera mi presencia ha podido disipar?

—Ésta es —responde Zoloé mostrando un delgado volumen—; esta es la serpiente que me ha emponzoñado. ¡Maldito sea el vil delator que ha osado revelar a ojos de un vulgar profano los secretos misterios de nuestra alianza!

Lauréda, con un ágil movimiento, cogió el opúsculo.

—¿Será posible, Zoloé? ¡Cómo! ¡Esta creación efímera de un autor desarrapado es lo que ha alterado la tranquila circulación de tu sangre! La verdad, me darías pena si no me entraran ganas de reír. ¡Ja! No hagamos caso de las habladurías bobas de los virtuosos, los sarcasmos de los devotos, las sátiras de los envidiosos y las pequeñas traiciones de las mariposillas; volemos de un placer a otro, sin detenernos jamás. ¡Oh, cielos —miró su reloj—, son las dos; y la marquesa aún no ha llegado! ¡Adiós, pues, mi reina de la alegría!

Al abrir la puerta, se presenta Volsange; Lauréda vuelve a entrar con ella. Ambas niegan que Zoloé tenga razones para estar amargada y le reprochan que se preocupe de esas quimeras.

En resumen, dejan de hojear el librito, de reírse de él y permiten que el autor se las arregle como pueda con el público.


 RETRATOS

ZOLOÉ, al borde de los cuarenta años de edad, conserva la pretensión de atraer como a los veinticinco. Su crédito atrae a su paso una multitud de cortesanos, y suple, en cierto modo, las gracias de la juventud. A un humor muy fino, un carácter dócil u orgulloso —según las circunstancias—, un tono de voz insinuante, un disimulo hipócrita consumado; a todo lo que puede seducir y cautivar, ella añade un ardor por los placeres cien veces más vivo que Lauréda, una avidez de prestamista por el dinero que derrocha con la prontitud del jugador, y un lujo desenfrenado que engulliría las rentas de diez provincias.

Zoloé nunca fue bella; pero a los quince años su coquetería ya refinada, esa flor de juventud que suele servir de pasaporte para el Amor, y sus grandes riquezas habían atraído a un séquito, a un enjambre de adoradores.

Lejos de dispersarse por su matrimonio con el conde de Barmont, honorablemente conocido en la Corte, los dos juraron no ser desgraciados; y Zoloé, la sensible Zoloé, no puede consentir que se les haga violar su juramento. De esta unión nacieron un hijo y una hija, hoy unidos a la fortuna de su ilustre padre.

Zoloé tiene su origen en América. Sus posesiones en las colonias son inmensas. Pero los conflictos que han desolado esas minas fecundas para los europeos la han privado del producto de sus ricos dominios, que tan necesario le habría sido aquí para alimentar su prodiga magnificencia.

LAURÉDA justifica la opinión que se ha formado en el exterior acerca de la nación española; es toda fuego y amor. Hija de un conde de última hora, pero extremadamente rica, su fortuna le permite satisfacer todos sus antojos y su inclinación declarada por la singularidad. Tres moradas en diferentes barrios, de los más selectos de la capital, son los sucesivos santuarios en que Lauréda va a ofrecer sus sacrificios en el altar del placer. Entregada por igual tanto a las lubricidades de Ovidio como a los furores de Safo, ha exprimido todas las combinaciones de la voluptuosidad.

Lauréda sólo ha conservado de su primera belleza una figura envidiable, unos bonitos dientes y unos brazos encantadores; pero los años y, sobre todo, la fatiga de los placeres desbocados, han causado en su tez y sus rasgos unos estragos crueles que ni el arte del maquillaje ni la sabia mezcla de blanco y rojo pueden reparar. Sólo en el licor de las cenas íntimas siguen lanzando sus ojos esos destellos que inflaman el corazón de un amante.

Al levantarse, Lauréda parece tener treinta años; con sus mejores galas, diez menos. Pero lo que el tiempo no podría arrebatarle es un corazón generoso, un carácter servicial que se presta de buena gana a ayudar con su crédito e incluso de su bolsillo; es infinitamente amable con todo el mundo.

Uno podría persuadirse, al verla rodeada sin cesar de un cortejo de placeres, de que es feliz. Pero, ¡ay!, lleva en su seno un gusano devorador, el mortal lamento de haber admitido como esposo a un hombre que confundió antaño en la oscuridad de la servidumbre. En vano cubre Lauréda todos los días la frente de ese insolente advenedizo con ese adorno que sólo hiere a su amor propio; una ruptura amistosa y un divorcio consentido en aras de la paz común no podrían hacer olvidar a las malas lenguas que ella ha llevado el innoble nombre de Fessinot.

VOLSANGE se había casado con el marqués de Obzembak, capitán de los guardias suizos, noble y valiente como Tancredo, pero sin fortuna. Los vínculos de sangre con Zoloé reforzaron los lazos de la simpatía entre estas dos mujeres. Con tantos medios, cuando uno se lanza a la carrera de la intriga, cuando destaca en sociedad, o se abre camino en la administración, con las ventajas que se obtienen; uno se crea numerosos partidarios y adversarios.

Las hazañas de Volsange en las escaramuzas galantes sitúan su nombre por encima de los más famosos del género; se ha hecho merecedora, tanto por el número como por la variedad, y por la cantidad de aquellos a quienes ha hecho felices, de figurar con honor en la federación de Zoloé y Lauréda.

Pero ¿cuál es el punto de unión lo bastante fuerte para mantener una armonía tan perfecta entre tres mentes organizadas de manera tan dispar, entre estas sacerdotisas del amor, a menudo rivales? El placer. ¡Ah! ¿No es él, no es el interés personal aquello que se honra, en las tres cuartas partes de los hombres, con el nombre de amistad? Por lo demás, ¿qué no es capaz d’Orbazan? Él es el fuego regenerador del trío femenino; es algo así como su motor supremo: apacigua, irrita, entristece, anima, enfría y caldea a su antojo a estas almas versátiles en todas las pasiones que les sugiere.

Así se ve resuelto, mediante la destreza de este hábil mentor, el problema de tres mujeres perfecta y largamente unidas en la más estrecha amistad.

Discúlpensenos estos detalles: van a llevarnos a desentrañar lo más oscuro que presentan los hechos que se describen a continuación. Imitamos a los pintores: esbozamos los rasgos principales de los personajes antes de representarlos en acción.

Fuente:

Formato

Libro físico
Tema
Literatura francesa - narrativa -
Año
2006
N° páginas
127 + 128 págs.
Dimensiones
17 x 12. solapas.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

PRINCIPIOS NOCTURNOS. . NOVELA, Premio nacional de narrativa ALBERTO CAÑAS 2020. EDITORIAL EUNED. COSTA RICA. DE FUTURA PUBLICACIÓN.

 Autor: Jorge Méndez-Limbrick.




Marqués de Sade Diálogo entre un sacerdote y un moribundo.PRÓLOGO DE MAURICE HEINE[1]

 


 

 Marqués de Sade

Diálogo entre un sacerdote y un moribundo

 

 

 

 


 

  Sólo me dirijo a aquellos capaces de entenderme; ellos me leerán sin peligro.

MARQUÉS DE SADE


 PRÓLOGO DE MAURICE HEINE[1] AL DIÁLOGO ENTRE UN SACERDOTE Y UN MORIBUNDO

A Jean Paulban, amistoso homenaje.

M. H.


 El Ateo es el hombre de la Naturaleza.

SYLVAIN MARÉCHAL[2]

 I

Quisiera haber podido citar al señor de Sade; tiene mucho ingenio, razonamiento y erudición; pero sus infames novelas «Justine» y «Juliette», lo hacen inaceptable para una secta en la que no se habla más que de virtud. De este modo se expresa, en 1805, al término de su Segundo suplemento al Diccionario de los ateos, el ilustre astrónomo José Jerónimo le Français de Lalande.

Tal vez este buen señor se preocupaba por no contrariar en lo más mínimo a su colega del Instituto Nacional, a aquel Buonaparte que Sylvain Maréchal había osado nombrar temerariamente cinco años antes en su Diccionario de los ateos antiguos y modernos, y que más tarde llegó a convertirse en el ungido del Señor. Sea como fuere, Napoleón estaba en el trono y el Marqués de Sade en Charenton: no era entonces falta de coraje reconocer al prisionero la razón… que la razón de Estado no le reconocía.

La objeción de Lalande, sin embargo, habría debido parecer engañosa a todo espíritu filosófico. ¿Acaso el Barón de Holbach no la había previsto y refutado en su Sistema de la Naturaleza? (Londres, 1770, in-8º, t. II, cap. XIII, pág. 372). Frente a una labor sin defectos, no nos preocupemos por las costumbres del operario que la realizó. ¿Qué le importa al universo que Newton haya sido sobrio o intemperante, casto o libertino? A nosotros sólo nos importa saber si ha raciocinado bien, si sus fundamentos son firmes, si las partes de su sistema están bien hiladas, y si su obra encierra más verdades demostradas que ideas aventuradas. Juzguemos, pues, del mismo modo los principios de un ateo… Sin duda, pero en el alba del siglo XIX, el ateísmo había llegado a ser una secta virtuosa, y los sectarios dejaron de compartir la indulgencia de su maestro.

Por otra parte, los hombres que hacían entonces profesión de fe atea —estas palabras no están enlazadas sin intención— eran ya viejos en su mayor parte. Pertenecían a ese siglo XVIII del que se constituyeron en ejecutores testamentarios. En su Discurso preliminar, o respuesta a la pregunta: ¿qué es un ateo? es el mismo Sylvain Maréchal quien, en 1800, pone su obra bajo la invocación al siglo de la filosofía. No puede ser, exclamaba, que el último año del siglo XVIII —un siglo tan memorable— transcurra sin que nadie haya osado publicar lo que todas las mentes sanas piensan y guardan para sí… ¿Pero qué ateísmo profesaban estos ateos?

Si bien el ateísmo tuvo representantes en todo tiempo y en todo lugar dentro de las sociedades humanas, su doctrina y su expresión distan mucho de haber permanecido invariables; sin duda el ateo moderno, nutrido de las más recientes concepciones físico-químicas de la materia, está más cerca del ateo medieval, alquimista por vocación, que de aquel del siglo XVIII, sentimental adorador de la Naturaleza deificada… ¿Qué es en realidad un ateo? Es un hombre que destruye ilusiones dañosas para el género humano, con el fin de atraer a los hombres a la naturaleza, a la experiencia y a la razón. Es un pensador, que después de haber meditado sobre la materia, su energía, sus propiedades y su modo de obrar, no necesita, para explicar los fenómenos del universo y las operaciones de la naturaleza, imaginar potencias ideales, inteligencias imaginarias, seres ficticios, que lejos de permitirnos conocer mejor la naturaleza, no hacen más que presentarla como caprichosa, inexplicable, irreconocible, e inútil para la felicidad de los humanos. Esta definición del Barón de Holbach (op. cit., t. II, cap. XI, pág. 323) puede pasar por una de las más claras y explícitas que su tiempo haya proporcionado. Pero estas aparentes negaciones ¿recubren otra cosa que la concepción sentimental de una Naturaleza útil a los hombres y preocupada por su felicidad? y, algunas páginas más adelante, ¿no vamos a escuchar, como monótonas letanías, las invocaciones a esas potencias ideales, a esas inteligencias imaginarias, tan enérgicamente reprobadas bajo otros nombres? ¡OH NATURALEZA! Soberana de todos los seres; ¡oh vosotras! sus adorables hijas, virtud, razón y verdad, sed para siempre nuestras únicas Deidades; a vosotras solas son debidos todas las alabanzas y homenajes de la tierra, (op. cit., t. II, cap. XIV, pág. 411).

 II

Esta mitología atea podía, de alguna manera, relacionarse con la filosofía natural expuesta en el Discurso preliminar de la Enciclopedia: ella no molestaba, ciertamente, más que a los filósofos académicos. En las obras publicadas bajo su nombre, Diderot y D’Alembert no son tiernos con el ateísmo de que los sospechan sus peligrosos adversarios, ni con los ateos, esos fastidiosos cuya brutal franqueza arriesga comprometer todo. ¿Qué es entonces el ateísmo para los enciclopedistas? En un artículo extraído de los papeles del Sr. Formey, secretario de la Academia Real de Prusia, he aquí como responde este anciano pastor: Es la opinión de los que niegan la existencia de un Dios autor del mundo. De modo que la simple ignorancia de Dios no sería ateísmo. Para merecer el odioso título de ateo, hay que tener la noción de Dios, y rechazarla. El estado de duda tampoco es ateísmo formal… Es justo entonces tratar de ateos sólo a los que declaran abiertamente que han tomado partido sobre el dogma de la existencia de Dios, y que sostienen la negativa… El ateísmo no se limita a desfigurar la idea de Dios, sino que la destruye por entero.

Aunque las mallas de esta casuística sean lo bastante abiertas para dejar escapar buen número de ateos, con aquéllos que rehúsan los medios de fuga que se les ofrece y se proclaman lo que en realidad son, ¿qué debe hacerse? ¡Oh! la filosofía los abandona; más aún, pronuncia su condenación, reclama su ejecución… El hombre más tolerante aceptaría que el magistrado tenga el derecho de reprimir a los que osan profesar el ateísmo, así como de hacerlos perecer, si no puede liberarla sociedad de otro modo… Si puede castigar a quienes hacen daño a una sola persona, tiene sin duda el mismo derecho de castigar a aquellos que lo hacen a toda una sociedad negando que haya un Dios… Se puede mirar a un hombre de esta clase como enemigo de todos los otros, puesto que subvierte todos los fundamentos sobre los cuales están principalmente establecidas su conservación y su felicidad. Un hombre así podría ser castigado por cualquiera según el derecho natural. Cuando la Enciclopedia (1751, in-fº, t. I, pág. 815 y ss.) pronuncia tal veredicto, ¿se condenarán las circunspectas reservas de un La Mettrie o la retractación de un Helvecio luego de la condenación de su libro Del Espíritu? Uno y otro pudieron temer los veredictos dictados por sus amigos según el derecho natural, tanto, por lo menos, como a las anatemas del parlamento, dirigidos por sus adversarios. No es sin razón que Sylvain Maréchal señalaba al naciente siglo XIX (Diccionario de los ateos, París, año VIII, in-8º, pág. 69) en qué medida el siglo XVIII con todas sus luces o sus pretensiones, sus ideas liberales o sus audacias, fue todavía servil y rutinario en sus opiniones.

 III

Este duro juicio no tendría apelación si el Marqués de Sade no hubiera existido o si su obra, perseguida como su persona, no hubiese escapado en parte a la furia de sus detractores. Doce años consecutivos de detención arbitraria son empleados por el marqués para devorar los escritos de los filósofos, de los historiadores, de los novelistas: un vasto trabajo de documentación y de redacción resulta de los ratos libres que le concede la bondad del Rey; y mostrará cómo se sirve de ellos cuando, en posesión de la libertad que la Revolución le devuelve, lanza contra los despojos de una sociedad que lo oprimía, las páginas explosivas de La Filosofía en el Tocador, de La Nueva Justina y de Julieta. Es allí donde desarrolla a voluntad su ateísmo, y si aún no ha rechazado por completo la concepción general de su siglo, si todavía invoca a la naturaleza como a un personaje, ésta no es ya la amable deidad filantrópica del Sistema de la Naturaleza, que no gozaba aún del favor de Voltaire, sino la divinidad catastrófica que frecuenta el cráter del Etna. Cuanto más he buscado sorprender sus secretos —de este modo habla el químico Almani— más la he visto ocupada únicamente en perjudicar a los hombres. Seguidla en todas sus operaciones; siempre la encontraréis voraz, destructora y malvada, siempre inconsecuente, contradictoria y devastadora… ¿No se diría que su arte mortífero sólo ha querido hacer víctimas, que el mal es su único elemento, y que no es sino para cubrir la tierra de sangre, lágrimas y duelo que ha sido dotada de la facultad creadora? ¿Que no usa de su energía más que para desarrollar sus calamidades? Uno de vuestros filósofos modernos se decía el amante de la naturaleza; y bien, yo, amigo mío, me declaro su verdugo. Estudiadla, seguidla; no veréis jamás a esta naturaleza atroz crear sino para destruir, ni alcanzar sus fines por otro medio que el asesinato, ni cebarse, como el minotauro, más que de la desdicha y la destrucción de los hombres. (La Nueva Justina, t. III, pág. 62).

Téngase presente que Sade es un absoluto y que no vacila en llegar hasta el fin de su pensamiento, hasta el extremo límite de sus consecuencias lógicas. No le preocupa que estas últimas trastornen los prejuicios, las ideas recibidas, las convenciones sociales, las leyes morales. No se limita a escribir, cada vez que puede, que Dios no existe; piensa y actúa en ese sentido, hace testamento y muere consecuentemente; y esta inconmovible firmeza de su orgullo es seguramente lo que menos se le ha perdonado[3]. Pero es entonces cuando alcanza la cumbre y cuando sus imprecaciones valen por rezos. ¡Oh tú! quien, se dice, has creado todo lo que existe en el mundo; tú, de quien no tengo la menor idea; tú, a quien no conozco más que por referencias y por lo que hombres, que se engañan todos los días, pueden haberme dicho; ser extraño y fantástico al que llaman Dios, declaro formalmente, auténticamente, públicamente, que no tengo en ti la más ligera creencia, por la excelente razón de que no encuentro nada que pueda persuadirme de una existencia absurda, cuya realidad no es atestiguada por nada en el mundo. Si me equivoco, cuando yo no exista más, tú vendrás a probarme mi error; y entonces, si llegas a convencerme de esa existencia tuya (lo que está contra todas las leyes de lo verosímil y lo razonable) tan firmemente negada por mí ahora, ¿qué puede suceder? Que tú me hagas feliz o desdichado. En el primer caso, te admitiré, te querré; en el segundo, te aborreceré. Está entonces bien claro que ningún hombre razonable puede hacer otra reflexión que ésta: ¡cómo es posible, si realmente existes, que con el poder que debe ser el primero de tus atributos, dejes al hombre en una situación tan denigrante para tu gloria! (Historia de Julieta, t. II, pág. 318).

El ateísmo, en un hombre de este temple, no podía revestir formas agradables y se comprende que el apacible Lalande haya retrocedido en el momento de ponerlo en su panteón. No solamente la anarquía de Sade es inconmensurable hasta con las magnitudes astronómicas; su propia concepción del hombre haría estallar la bóveda de todos los templos.

 IV

Tampoco hay que atribuir a esas temibles desconocidas los motivos de tan prudente ostracismo respecto del más riguroso de los ateos. El vicio fundamental que había podido descubrir en los escritos de Sade la virtuosa lente de Lalande, es sin duda el carácter deliberadamente anticristiano y habitualmente blasfematorio de sus discursos. Considerar la existencia de Dios, negarla teóricamente desde un punto de vista metafísico y abstracto, pero respetando la moral corriente hasta en sus aplicaciones religiosas, y probando por sus actos que el hombre honesto, aun siendo ateo, no habría de apartarse de ella en la práctica, tal debía ser la actitud social de los ateos dignos de figurar en el Diccionario. Lalande mismo no deja de enorgullecerse de una cortés controversia con el papa llegado a París para coronar al emperador. El papa me decía, el 13 de diciembre de 1804, que había sostenido que un astrónomo tan grande como yo no podía ser ateo. Le respondí que las opiniones metafísicas no debían impedir el respeto debido a la religión; que ella era necesaria, aunque no fuera más que una institución política; que yo la hacía respetar en mi casa; que mi párroco me visitaba; que allí encontraba auxilio para sus pobres; que había hecho hacer este año la comunión a mis parientes pequeños; que había hecho grandes elogios de los jesuitas; que había suministrado el pan bendito a mi parroquia; y cambié de tema. (Segundo suplemento al Diccionario de los ateos, por J. Jerónimo de Lalande, 1805, in-8º, pág. 88).

Veamos ahora cómo Julieta relata su fabulosa entrevista con Pío VI. Fantasma orgulloso, respondí a ese viejo déspota, el hábito que tienes de engañar a los hombres, hace que trates de engañarte a ti mismo… Se estructuró en la Galilea una religión cuyas bases son: la pobreza, la igualdad y el odio a los ricos… Está vedado a los discípulos del culto hacer jamás ninguna provisión… Los primeros apóstoles de esta religión se ganan la vida con el sudor de su frente… Y bien, te pregunto ahora, ¿qué relación hay entre esas primeras instituciones y las inmensas riquezas que tú te haces dar en Italia? ¿Es gracias al Evangelio o a la bribonería de tus predecesores que posees tantos bienes?… ¡Pobre hombre! ¿Y crees embaucarnos todavía?… ¡Ah, puedan todos los pueblos desengañarse pronto de esos ídolos papales, que hasta el presente no les han procurado más que trastornos, indigencia y desdichas! Que todos los pueblos de la tierra, estremeciéndose ante los terribles efectos causados durante tantos siglos por estos malvados, se apresten a destronar al sucesor; derribando al mismo tiempo esa religión estúpida y bárbara, idólatra, sanguinaria e impía que pudo admitirlos o levantarlos por un momento. (Historia de Julieta, t. IV, pág. 269-284).

Y cuando Brisa-Testa es admitido en la Logia del Norte, en Estocolmo, ¿qué juramento pronunciará? Juro exterminar a todos los reyes de la tierra; hacer una guerra implacable a la religión católica y al papa; predicar la libertad de los pueblos; y fundar una República universal, (op. cit., t. V, pág. 119).

En boca de Dolmancé, el anticristianismo no es tanto una consecuencia del ateísmo como un argumento en su favor. Todo el pasaje del III diálogo de La Filosofía en el Tocador, que citamos a continuación, presta al Diálogo entre un sacerdote y un moribundo el desarrollo de un enérgico comentario. ¿Vuestra quimera teísta me aclara algo acaso? Desafío a que me lo puedan probar. Suponiendo que me equivoque respecto a las propiedades íntimas de la materia, no tengo al menos más que una sola dificultad, ¿Qué hacen ustedes ofreciéndome su Dios? No me proporcionan sino otra dificultad más. ¿Y cómo pueden pretender que yo admita, como causa de lo que no comprendo, algo que comprendo aún menos? ¿Podré acaso valerme de los dogmas de la religión cristiana —que examinaré— para representarme vuestro terrorífico Dios? Veamos un poco como ella me lo pinta… ¿Que veo en el Dios de este culto infame, si no a un ser inconsecuente y bárbaro; que crea hoy un mundo de cuya construcción se arrepiente mañana? ¡Veo sólo un ser débil que nunca puede hacer tomar al hombre el camino que le traza!… Me contestarás, sin duda, a esto, que si Dios lo hubiera creado así, el hombre no tendría ningún mérito. ¡Qué tontería! ¡Qué necesidad hay de que el hombre haga méritos ante su Dios! Si lo hubiese hecho totalmente bueno, este hombre jamás hubiera podido hacer el mal; y sólo en este caso sería obra digna de un Dios. Es tentar al hombre dejarle la elección. Pero Dios, con su premonición infinita, sabía bien lo que resultaría. Entonces, es sólo por placer que pierde la criatura que él mismo ha formado. ¡Qué Dios horrible es un Dios así! ¡Qué monstruo, qué malvado más digno de nuestro odio y de nuestra implacable venganza!… No abriguemos la menor duda: este culto indigno hubiera sido destruido sin remedio, desde su nacimiento mismo, si hubiésemos empleado contra él todas las armas del desprecio a que se hacía acreedor; pero en cambio se lo persiguió, con lo que se acrecentó más; el resultado era inevitable. Pero probemos todavía hoy cubrirlo de ridículo y se derrumbará. El hábil Voltaire no empleaba jamás otras armas, y es de todos los escritores el que se puede jactar de haber hecho más prosélitos.

También el cristianismo es lo que comienza por atacar el panfleto ¡Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos!, que en el V diálogo de La Filosofía en el Tocador, es leído por el caballero. Si, por desgracia para él, el francés continúa hundiéndose en las tinieblas del cristianismo, por un lado el orgullo, la tiranía, el despotismo del clero —vicios que renacen permanentemente en esta horda impura—, y por otro lado la bajeza, la estrechez de miras, la chatura de los dogmas y de los misterios de esa indigna y fabulosa religión, al embotar la altivez del alma republicana, la someterían muy pronto al yugo que su energía acaba de romper. No olvidemos que esta pueril religión fue una de las mayores armas en las manos de nuestros tiranos; uno de sus primeros dogmas fue dar al César lo que es del César; pero nosotros hemos destronado al César y no vamos a devolverle nada… Antes de diez años, por medio de la religión cristiana, de sus supersticiones, de sus prejuicios, vuestros curas, pese a sus juramentos, pese a su pobreza, reconquistarían el terreno que usurparan un día sobre las almas; os volverían a encadenar a reyes, porque el poder de los unos siempre estuvo ligado al de los otros; y vuestro edificio republicano se derrumbaría falto de bases… Aniquilad, pues, para siempre todo lo que amenaza destruir algún día vuestra labor. Pensad que estando el fruto de vuestro esfuerzo reservado a vuestros nietos, es vuestro deber, e incumbe a vuestra probidad no dejarles ninguno de esos peligrosos gérmenes que podrían volver a hundirlos en el caos, del que tanto trabajo nos costó salir. Ya nuestros prejuicios se disipan, ya el pueblo abjura de las absurdidades católicas, ya ha suprimido los templos, ha derribado los ídolos; está convencido que el matrimonio es sólo un acto civil; los confesionarios rotos alimentan los hogares públicos; los pretendidos fíeles, desertando del banquete apostólico, dejan a los ratones sus dioses de harina. Franceses, no os detengáis: la Europa entera, con una mano lista sobre la venda que ciega sus ojos, espera de vosotros el esfuerzo que deba arrancársela de la frente. Daos prisa… Ya no es a las rodillas de un ser imaginario, ni a las de un vil impostor que un republicano debe postrarse; sus únicos dioses han de ser ahora el coraje y la libertad. Roma desapareció cuando el cristianismo se predicó, y Francia está perdida si reaparece nuevamente. Examinemos con atención los dogmas absurdos, los misterios espantosos, las ceremonias monstruosas, la moral imposible de esta repugnante religión y veremos si ella puede convenir a una república.

¿Para qué continuar con las citas? Sin insistir en el sentido profetice de la última, creemos que ésta sola basta para diferenciar en sus fundamentos políticos y sociales, el ateísmo profesado por Sade de aquel cuya expresión timorata nos transmitieron sus contemporáneos.

 V

El opúsculo del Marqués de Sade que publicamos aquí por primera vez, ofrece un doble interés de curiosidad: es, de sus obras literarias conocidas hasta el momento, la primera fechada con exactitud (1782), y también la única escrita en la misma forma dialogada que La Filosofía en el Tocador. Sabemos que la edición original de esta última lleva la fecha de 1795: la ausencia de todo manuscrito vuelve incierta la época inicial de su redacción. Pero de la primera a la segunda obra, solamente los sistemas políticos han sufrido cambios apreciables: entre las dos, la Revolución ha hecho del marqués un ciudadano. Pero conviene no equivocarse: la proclama patriótica y realista del moribundo y la proclama republicana y anarquista del caballero pueden no ser en el fondo —mutatis mutandi— más que una sola y misma precaución oratoria. Es, en efecto, menos de política de lo que se trata en estos dos ensayos, que de metafísica y moral y particularmente de ateísmo y erotología. Este último tema, que ocupa el primer plano en La Filosofía en él Tocador, está apenas insinuado en el Diálogo.

El manuscrito inédito que nos ha suministrado el texto del Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, se presenta como un cuadernillo con falsa tapa, de 23 hojas no recortadas de papel vergé azulado, escrito de ambos lados con la escritura tan personal del Marqués de Sade. Se componía primitivamente de 24 hojas, o sea de 6 hojas formato tellière, dobladas en cuatro y cosidas en un solo cuaderno de 48 páginas; midiendo 173 por 227 milímetros. Pero la primera hoja falta, por haber quedado suelta al desgarrarse la última; así lo atestiguan los dientes del papel y la disposición comparativa de las filigranas.

En el estado en que se halla actualmente, apareció en diversas oportunidades en las ventas públicas de París desde el 31 de enero de 1850, donde fue adjudicado luego del deceso de M. Villeuve, hombre de letras, por la irrisoria suma de 3,25 francos. Reaparece casi en seguida, el 25 de marzo de 1851 en la venta de la biblioteca de M. de C***. En último lugar, es catalogado en la colección de Mme. D***, dispersada en el hotel Druot el 6 de noviembre de 1920.

El Tema de Zélonide, comedia en cinco actos y en verso Ubre, comienza en la página 3, primera en el estado en que se encuentra el manuscrito, para terminar en la página 9. La página 10 está reservada a una Lista de los emperadores griegos, especie de resumen de historia, en dos columnas. Pensamientos y notas históricas ocupan la página 11 y la parte superior de la 12; en el medio de la cual comienza el Diálogo. Este prosigue sin interrupción hasta el final de la página 24. La Nota, con la que termina, ocupa las primeras cinco líneas de la página 25. El resto del manuscrito contiene notas históricas y citas, así como críticas literarias y pensamientos filosóficos, algunos muy interesantes. La página 48 y última lleva el título de Página de borrador y está dispuesta, como la pág. 10, en dos columnas.

En la parte inferior de la página 47, frontal de la última hoja, se lee en el margen externo la importante mención autografiada: terminado el 12 de julio de 1782. Es entonces al comienzo de sus 43 años de edad y al final del tercer año de cautiverio, según la orden de prisión en el castillo de Vincennes, cuando Sade redactó este opúsculo, tal como lo encontramos sobre su cuaderno de borrador. La escritura es firme, nítida, poco corregida. Dos notas marginales autógrafas que reproducimos indican el género y el lugar de la única adición hecha por el autor. La presente edición respeta la grafía original, con excepción de los evidentes lapsus calami; y la puntuación, arbitraria por cierto, se reproduce tan fielmente como la comprensión del texto lo permite.

 VI

La muerte de un ateo no inspiró, en el siglo de la filosofía, únicamente al sombrío genio de Sade. Sobre el mismo tema, Sylvain Maréchal, el viejo pastor Sylvain del Diccionario del amor, compuso una página encantadora. Quizás pueda apreciarse más su amable elocuencia comparándola con la aspereza polémica que el Diálogo revela.

¿Toca a término su existencia? Recoge todas sus fuerzas para gozar de los placeres que le quedan y cierra los ojos para siempre, pero con la certeza de dejar un recuerdo honroso y querido en el corazón de sus deudos, de quienes recoge los postreros testimonios de estima y devoción. Terminado su papel, se retira tranquilamente de la escena para dejar lugar a otros actores que lo tomarán por modelo. No hay dudas de que siente vivamente verse obligado a separarse de todo lo que ama, pero la razón le dice que tal es el orden inmutable de las cosas. Además, sabe que no muere enteramente, del todo. Un padre de familia es eterno: renace, revive en cada uno de sus hijos; y hasta las partículas de su cuerpo: nada puede aniquilarse. Anillo indestructible de la gran cadena de los seres, el hombre-sin-Dios la abarca en toda su extensión con el pensamiento, y se consuela al no ignorar que la muerte no es más que un desplazamiento de materia y un cambio de forma. En el momento de dejarla vida repasa en su memoria, si tiene tiempo, el bien que ha podido hacer así como las faltas cometidas. Orgulloso de su existencia, no se ha arrodillado más que ante el autor de sus días. Ha marchado sobre la tierra, con la cabeza en alto; con paso firme, igual a los demás seres; no teniendo cuentas que rendir a nadie que no fuera su conciencia. Su vida es plena como la Naturaleza: ECCE VIR. (Diccionario de los ateos, año VIII, pág. 23-25).

Si nos atenemos al testimonio emocionado de su amigo Lalande, Maréchal no se infligió el supremo desmentido de una muerte contraria a sus convicciones. Y el mismo Sade, de un carácter tan diferente, debía dar prueba de una no menos tranquila firmeza ante la muerte.

martes, 14 de septiembre de 2021

Guillaume Apollinaire El Marqués de Sade. (Fragmento)-.

 



            

Guillaume Apollinaire

 

 El Marqués de Sade

 

 

 

 

 


            Título original: Le Marquis de Sade

 

            Guillaume Apollinaire, 1909

 

            Traducción: Hugo Acevedo

 

             


            No tengo la intención de escribir una biografía detallada del marqués de Sade, de modo que remito a los lectores a las obras que se presumen competentes: la de Paul Ginisty[1], la del doctor Eugen Duehren[2], la del doctor Cabanès[3], la del doctor Jacobus[4], la de Henri d’Alméras[5], etcétera. La biografía completa del marqués de Sade no se ha escrito aún. Pero no hay duda de que no está lejano el día en que, reunidos ya todos los materiales, ha de ser posible esclarecer los puntos de la existencia de un hombre notable que todavía permanecen en el misterio y acerca del cual han corrido y corren aún un número tan grande de leyendas.

            Los trabajos que estos últimos años se han emprendido en Francia y Alemania han disipado muchos errores. Pero todavía hay mucho por corregir.

            Donatien-Alphonse-Françoise, marqués y más tarde conde de Sade, nació en París el 2 de junio de 1740. Su familia era una de las más antiguas de Provenza y sus armas llevaban «gules con una estrella de oro ornada de un águila de sable cebo y coronada de gules». En la nómina de sus antepasados contábase Hugues III, que desposó a Laura de Noves, a quien Petrarca hizo inmortal.

            El marqués de Sade (seguiremos dándole este título, que la historia ha conservado) siempre profesó por el gran poeta una admiración que los biógrafos todavía no han señalado. El marqués de Sade era sensible a la poesía, y en Les Crimes de l’amour se encontrarán testimonios de su gusto por el lirismo de Petrarca. A las 10 años, el marqués de Sade fue inscrito en el colegio Louis-Grand. A los 14, entró en la caballería ligera, de la que pasó, como subteniente, al regimiento del Rey. Muy pronto fue teniente de carabineros, y durante la guerra de Siete Años ganó en el campo de batalla, en Alemania, el grado de capitán. Según Dulaure (Liste des ci-devant nobles, París, 1790), el marqués de Sade habría llegado en aquella época hasta Constantinopla. Dado de baja, regresó a París y se casó el 17 de mayo de 1763. Al año siguiente tuvo su primer hijo, Louis-Marie de Sade. Éste fue teniente en el regimiento de Soubise, en 1783; en 1791, emigró; cuando regresó a Francia hízose grabador, y en 1805 publicó una Historie de la Nation française que tenía algunos méritos y en la que demostró un conocimiento bastante profundo y bastante nuevo de la época céltica; luego, reincorporado al servicio, marchó a Friedland y murió asesinado en España, el 9 de junio de 1809, a mano de guerrilleros.

            El marqués de Sade habíase casado a disgusto con la señorita de Montreuil. Hubiera preferido casarse con la hermana menor de ésta. Como a la que amaba la internaron en un convento, él sufrió un gran despecho y una pena grande y se entregó a la corrupción. El marqués de Sade proporcionó muchos detalles autobiográficos de su infancia y su juventud en Aline et Valcour, donde se retrata con el nombre de Valcour. Quizá podrían hallarse en Juliette algunos detalles acerca de su estada en Alemania. Cuatro meses después de su casamiento fue encarcelado en Vincennes. En 1768 estalló el escándalo de la viuda Rose Keller. Parece que el marqués de Sade era menos culpable de lo que se pretendía. El caso no ha sido aún esclarecido. A este propósito, Charles Desmaze (Le Châtelet de París, Didier y Cía., 1863, p. 327) explica: «En los papeles de los comisarios del Châtelet se encuentra el sumario, redactado por uno de ellos, del informe hecho contra el marqués de Sade, acusado de haber desmenuzado en Arcueil, con un cortaplumas, a una mujer que había hecho desnudar y atar a un árbol, y de haber volcado sobre sus llagas vivas lacre ardiente».

            Y el doctor Cabanès, quien señaló este fragmento del libro de Charles Desmaze en la Chronique médicale (15 de diciembre de 1902), añade: «Es un expediente que sería útil encontrar y publicar, a fin de esclarecer el proceso siempre pendiente del divino marqués».

            Sea como fuere, ya en 1764 decía el inspector de policía Marais, en uno de sus informes: «Le he recomendado a la Brissaut, sin más explicación, que no le provea muchachas para que vayan con él a las casas de citas».

            Marais escribía, además, en su informe del 10 de octubre de 1767: «No ha de tardarse en oír hablar de los horrores del señor conde de Sade. Éste hace lo imposible para que la señorita Rivière, de la Ópera, se decida a vivir con él, y le ha ofrecido veinticinco luises por mes con la condición de que aquellos días en que ella no debo actuar vaya a pasarlos con él en su casita de Arcueil. Pero la nombrada señorita se niega».

            Su casita de Arcueil, la Pordiosería, habría cobijado, según el rumor público, orgías cuya escenografía debió ser, sin duda, espantosa, sin que él cometiera —creo— verdaderas crueldades. El caso Rose Keller implicó el segundo encarcelamiento del marqués de Sade. Fue encerrado en el castillo de Saumur y luego en la prisión de Pierre-Encise, en Lyon. Al cabo de seis semanas se le puso en libertad. En junio de 1772 tuvo lugar el caso de Marsella, que fue menos grave aún que el caso de la viuda Keller. No obstante, el Parlamento de Aix condenó al marqués, por contumacia, a la pena de muerte. Este juicio fue anulado en 1778. En vísperas de su segunda condena, el marqués huyó a Italia llevando consigo a la hermana de su mujer.

            Después de haber recorrido algunas grandes ciudades, quiso acercarse a Francia y fue a Chambéry, donde la policía sarda lo detuvo y encarcelo en el castillo de Miolans, el 8 de diciembre de 1772. Gracias a su joven mujer logró escapar en la noche del 1 al 2 de mayo de 1773. Después de una breve estada en Italia regresó a Francia y retomó, en el castillo de la Coste, su vida de corrupción. Iba con bastante frecuencia a París, y aquí, el 14 de enero de 1777, se le detuvo y fue conducido al torreón de Vincennes; de aquí se le trasladó a Aix, en donde el 30 de junio de 1778 un decreto anuló la sentencia de 1772. Un nuevo decreto lo condenó, por hechos de corrupción suma, a no ir a Marsella durante tres años, y a cincuenta libras de multa en beneficio de la obra de los prisioneros. No se le devolvió la libertad.

            Cuando era conducido a Aix desde Vincennes, de nuevo escapó gracias a su mujer, y pocos meses después se le detuvo en el castillo de la Coste. En abril de 1779, de nuevo fue encerrado en Vincennes, donde tuvo un amor platónico con la señorita de Rousset, una amiga de su mujer, y de donde sólo habría de salir para entrar en la Bastilla, el 29 de febrero de 1784. Allí escribió la mayoría de sus obras. En 1789, a sabiendas de la Revolución en ciernes, el marqués de Sade comenzó a inquietarse; tuvo algunos altercados con el señor de Launay, gobernador de la Bastilla. El 2 de julio, ocurriósele valerse, a guisa de megáfono, de un largo tubo de hojalata, una de cuyas extremidades terminaba en embudo, que le habían proporcionado para que vaciara sus aguas en el foso a través de su ventana, que daba sobre la calle Saint-Antoine. Gritó repetidas veces que «a los prisioneros de la Bastilla se les degollaba y que había que liberarlos[6]». Por entonces había muy pocos prisioneros en la Bastilla, y es harto difícil llegar a descubrir las razones que excitaron la furia del pueblo y lo impulsaron justamente contra una prisión casi desierta. Pero no es imposible que hayan sido los llamados del marqués de Sade, así como los papeles que arrojaba por su ventana y en los que detallaba las torturas a que eran sometidos los prisioneros del castillo, los que, al ejercer cierta influencia en los ánimos ya excitados, desencadenaran la efervescencia popular y provocaran, por fin, la toma de la vieja fortaleza.

            El marqués de Sade ya no estaba en la Bastilla. El señor de Launay, asaltado por algunos temores bastante serios (y he aquí algo que no estaría contra la hipótesis de que el marqués de Sade fue la causa del 14 de julio), había solicitado que se le librara de su prisionero, y merced a una orden real fechada el 3 de julio el marqués de Sade había sido trasladado, el 4 de julio, a la 1 de la mañana, al asilo de locos de Charenton. Un decreto de la Asamblea Constituyente acerca de las cartas reales le devolvió al marqués su libertad. Salió de la casa de Charenton el 23 de marzo de 1790.

            Su mujer, que se había retirado al convento de Saint-Aure, no quiso volver a verlo y obtuvo, el 9 de junio del mismo año, una sentencia del Châtelet que establecía la separación de cuerpos y de viviendo. Esta desventurada mujer se entregó a la piedad y murió, el 7 de julio de 1810, en su castillo de Échauffour.

            En libertad, el marques de Sade llevó una vida regular y vivió de su pluma. Publicó sus obras e hizo representar algunas piezas en París, en Versalles y quizá en Chartres. Sufrió serias dificultades pecuniarias y en vano solicitó un puesto, cualquiera fuere: «Apto para las negociaciones, en las que su padre estuvo durante veinte años; conocedor de una parte de Europa; capaz de ser útil para la composición o la redacción de una obra cualquiera, o para la dirección o administración de una biblioteca, de un gabinete o un museo; en una palabra, Sade, que no carece de talento, implora vuestra justicia y vuestra merced, y os suplica le deis un destino» (carta al convencional Bernard [de Saint-Affrique], 8 de ventoso del año III [27 de febrero de 1795]). Asistía con asiduidad a las sesiones de la Sociedad Popular de su sección, la sección de Piques. A menudo fue su vocero. El marqués de Sade era un verdadero republicano, admirador de Marat, pero enemigo de la pena de muerte, y tenía ideas políticas propias. Expuso sus teorías en varias de sus obras. En su Idée sur le mode de la sanction des lois señala que él entiende que la ley deben proponerla los diputados y votarla el pueblo, porque hay que admitir «para la sanción de las leyes a la parte del pueblo más maltratada por la suerte, y puesto que es a ella a quien la ley golpea con más frecuencia, a ella compete, por ende, escoger la ley con que consiente ser golpeada». Su conducta bajo el Terror fue tan humana como benéfica; vuelto sospechoso, sin duda a causa de sus declamaciones contra la pena de muerte, fue detenido el 6 de diciembre de 1793, pero devolviósele la libertad, gracias al diputado Rovère, en octubre de 1794.

            Durante el Directorio, dejó el marqués de ocuparse de política. En su casa de la calle Pot-de-Fer-Saint-SuIpice, a la que habíase mudado, recibía a medio mundo. Una mujer pálida, melancólica y distinguida cumplía el oficio de dueña de casa. El marqués la llamaba, a veces, su Justina, y decíase que era hija de un desterrado. El señor de Alméras piensa que esta mujer era la Constance a la que Justine había sido dedicada. De cualquier manera, se carece por completo de informes acerca de esta amiga.

            En el mes de julio de 1800, el marqués dio a conocer Zoloe est ses deux acolytes, novela que provocó un enorme escándalo. En ella reconocíase al Primer Cónsul (d’Orsec, anagrama de Corse[7]), Josefina (Zoloé), madame Tallien (Laureda), madame Visconti (Volsange), Barras (Sabar), Tallien (Fessinot), etcétera. El marques habíase visto obligado a ser su propio editor. Su arresto se decidió el 5 de marzo de 1801; se le detuvo en casa de Bertrandet, un editor, a quien debía entregar un manuscrito corregido de Juliette, que sirvió de pretexto para arrestarlo. Se le encerró en Sainte-Pélagie, de donde fue trasladado al hospital de Bicêtre, en calidad de loco, y encerrado, por último, en el asilo de Charenton, el 27 de abril de 1803. Allí murió, a los setenta y cinco años de edad, el 2 de diciembre de 1814: había pasado veintisiete años —catorce de ellos en plena madurez— en once prisiones diferentes.

            Aún no se ha dado un retrato auténtico del marqués de Sade. Publicóse un medallón caprichoso proveniente de la colección del señor de La Porte que encabezaba el Marqués de Sade, de Jules Janin: La verdad acerca de los dos procesos criminales del Marqués de Sade, por el bibliófilo Jacob, todo precedido de la Bibliografía de las Obras del Marqués de Sade, París, en los comercios de novedades, 1833 (fecha falsa, pues el folleto publicóse más tarde), en folio mayor y en 62 páginas.

            «Otro retrato —dice el señor Octave Uzanne (introducción a la Idée des romans)—, en un círculo de demonios, nos presenta a Sade con un rostro juvenil; este ridículo grabado denuncia (pie proviene de la colección del señor H. de París. Es un retrato tan falso como los demás[8]».

            Existe otro retrato, naturalmente falso. Fue hecho bajo la Restauración por medio del medallón del señor de La Porte, al cual se le añadieron algunos faunos, un gorro de orate, un martinete y, al pie, el marqués en su prisión.

            Ha solido decirse que en su infancia tenía un rostro tan encantador, que las señoras volvíanse para mirarlo. Rostro redondo, ojos azules, cabellos rubios y ondeados. Sus movimientos eran perfectamente graciosos, y su armoniosa voz tenía acentos que tocaban el corazón de las mujeres.

            Algunos autores pretenden que poseía un aspecto afeminado y que fue desde su infancia un invertido pasivo. No creo que haya pruebas de este último aserto.

            Charles Nodier cuenta, en sus Souvenirs, Episodes et Portraits de la Révolution et de l’Empire, 2 tomos, París, Alphonse Levavasseur editor Palais-Royal, 1831 (t. II, Les Prisons sous le Consulat, primera parte, Le Dépot de la préfecture et le Temple), que lo vio en 1803 (en realidad, esto ocurrió en 1802, tal cual lo subraya el señor de Alméras). Durmieron en la misma celda, donde había cuatro presos.

            «Uno de estos señores se levantó muy temprano, pues iba a ser trasladado y se le había anoticiado. Primero, solo advertí en él una gran obesidad que obstaculizaba en mucho sus movimientos y le impedía desplegar hasta el último resto de su gracia y su elegancia, cuyas huellas aun podían distinguirse en el conjunto de sus modales. Sus ojos cansados conservaban, empero, no sé qué brillantez y finura que reanimábanse de tanto en tanto, como una chispa que muere en la brasa ya exhausta. No era un conspirador, y nadie podía acusarlo de haber tomado parte en asuntos políticos. Como sus ataques nunca habíanse dirigido sino a dos poderes sociales de importancia harto grande, pero cuya estabilidad dependía hasta en lo más mínimo de las instrucciones secretas de la policía, esto es, la religión y la moral, la autoridad acababa de concederle una indulgencia suma. Se le enviaba a orillas de las bellas aguas de Charenton, relegado bajo preciosas enramadas, para que se evadiera cuando quisiese. Algunos meses más tarde nos enteramos en la prisión de que el señor de Sade estaba a salvo.

            »No tengo una idea clara de lo que ha escrito, aunque observé sus libros. Como los devolví antes de hojearlos, no pude ver si el crimen se filtraba por doquier, de cabo a rabo. Pero he conservado de aquellas monstruosas torpezas una vaga impresión de asombro y horror; hay, sin embargo, un gran problema de derecho político que debe situarse junto al interés básico de la sociedad, tan cruelmente ultrajada en una obra cuyo título mismo se ha vuelto obsceno. Sade es el prototipo de las víctimas extra-judiciales de la alta justicia del Consulado y el Imperio. No se ha sabido de qué manera someter a los tribunales, a sus formas públicas y a sus debates espectaculares, un delito que ofendía de modo tal al pudor moral de la sociedad íntegra, que apenas podía caracterizárselo sin peligro, y cabe a la verdad decir que explorar los materiales de esas horrorosas actuaciones era más repugnante que explorar el harapo sanguinolento o el colgajo de carne magullada que ponen al descubierto un asesinato. Fue un cuerpo no judicial —el Consejo de Estado, creo— quien pronunció contra el acusado la pena de cadena perpetua, y la arbitrariedad no perdió la ocasión de basarse, como diríase hoy, en el precedente arbitrario…

            »… He dicho que el prisionero apenas pasó ante mis ojos. Sólo recuerdo que era cortés hasta la obsequiosidad y afable hasta la unción, y que hablaba respetuosamente de todo cuanto uno respeta».

            También Ange Pitou habría visto al marqués por la misma época. El retrato que traza de él parece bastante verídico. En efecto, siéntese que en Pitou se manifiesta por el marqués de Sade cierta simpatía, que el cantor realista no habría experimentado por un hombre al que no hubiera conocido, al que todo el mundo denigraba y al que también Pitou, para ponerse a la par del mundo, creyóse obligado a presentar como un monstruo, en el que descubre, no obstante, algunos rasgos de bondad.

            Este es el relato de Ange Pitou[9]:

            «Durante los dieciocho meses que pasé en Sainte-Pélagie, en 1802 y 1803, aguardando la orden de mi indulto, estuve en el mismo pasillo que el famoso marqués de Sade, autor de la obra más execrable que jamás haya inventado la perversidad humana. Este miserable estaba tan signado por la lepra de los más inconcebibles crímenes, que la autoridad habíalo rebajado más allá del suplicio y hasta más allá de la bestia, para ubicarlo en la nómina de los maníacos; la justicia no deseaba ensuciar sus archivos con el nombre de aquel ser, ni quería que el verdugo, al matarlo, le concediera la celebridad de que tan ávido estaba, y lo relegó a un rincón de la cárcel, dando permiso para que cualquier detenido la desembarazara de aquella carga.

            »La ambición de celebridad literaria fue el principio de la depravación de aquel hombre, que no era malo de nacimiento. Como no podía remontar el vuelo al nivel de los escritores morales de primer orden, había resuelto entreabrir el abismo de la iniquidad y precipitarse en él, a fin de reaparecer ataviado con las alas del genio del mal e inmortalizarse con la asfixia de toda virtud y la divinización pública de todos los vicios. No obstante, aún se advertían en él rasgos de cierta virtud, como la bondad. Aquel hombre se estremecía ante la idea de la muerte y sufría un síncope cuando veía sus canas. A veces lloraba y exclamaba, en un principio de arrepentimiento inconcluso: ¿Por qué seré tan horrendo? ¿Pero par qué el crimen es tan encantador? ¡Puesto que me inmortaliza, hay que hacer que reine en el mundo!

            »Aquel hombre tenía fortuna y nada le faltaba. A veces entraba en mi cuarto, y al encontrarme sonriendo, cantando y siempre de buen humor, comiendo a gusto y sin nostalgia mi pedazo de pan negro o mi sopa de preso, enrojecíasele de ira el rostro: ¿Acaso sois feliz?’, decía. ‘Sí, señor.’ ‘Feliz …’ ‘Sí, señor.’ Yo me ponía una mano sobre el corazón y dando un brinco le decía: ‘Nada tengo aquí que me pese. Yo soy un milord, señor marqués. Fijaos: llevo encajes en mi corbata y mi pañuelo; mis puños de punto no me han costado muy caro, y he de llevar, en vez de bordados, festones a la moda, o he de poner franjas a mis vestidos.’ ‘Estáis loco, señor Pitou.’ ‘Sí, señor marqués; pero en la miseria he encontrado la paz del corazón.’ Acercábase a mi mesa y proseguíamos la conversación: ‘¿Qué estáis leyendo?’ ‘La Biblia.’ ‘Tobías es un buen hombre, pero el tal Job sólo cuenta cuentos’. ‘Cuentos, señor, que deben ser realidades para vos y para mí.’ ‘¿Qué? ¿Realidades, señor? ¿Creéis en esas quimeras y aún podéis reíros? Ambos estamos locos, señor marqués. Vos, porque tenéis vuestras quimeras; yo, porque creo en mis realidades y sin embargo me río.’

            »Tal era el hombre que acaba de morir en Charenton… Ahora me siento libre…»

            También hay una mención del marqués de Sade en una obra[10] de P.-F.-T.-J. Giraud. Esta nota confirma lo que ya se sabía acerca de la tenacidad, de la voluntad, de la indomable energía del marqués: «De Sade, el abominable autor de la más horrible de las novelas, paso varios años en Bicêtre, Charenton y Sainte-Pélagie. Sostenía de modo incansable que él no había compuesto la infernal J…; pero M. de G., joven autor al que atacaba con frecuencia, hubo do probárselo de esta manera: Confesáis que Los crímenes del amor, que es una obra casi moral, lleva vuestro nombre; al título añadís: “Por el autor de Aline y Valcour”, y en el prólogo de esta última producción, peor aun que J…, os declaráis autor de aquella obra infame. Debéis resignaros.

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