I.
Correr el tupido velo
Washington DC, viernes 23 de
abril de 1993
Cuaderno 63
Novela sobre
cartas literarias.
Muere un
escritor. Queda la hija solitaria worshipping at his shrine, carta de la
Universidad de Princeton diciéndole que tienen un paquete de cartas y diarios
íntimos que su padre había depositado en sus manos. Ella se extraña porque
creía que se habían vendido hacía mucho tiempo, para
comprarle la casa cuando se casó. Los vende ahora por el buen precio que le
indican y acepta la proposición de un biógrafo para hacer la biografía
concentrándose en los papeles. Ella se olvida de este permiso. Los papeles le
parecen demasiados, demasiado difíciles de leer y referente a gente que ella no
conoce ni le interesa. Su hijo va al pueblo y compra el libro. Se sienta bajo
un árbol a leer. Se horroriza. Los secretos más
nefastos sobre el abuelo admirado. Se enfrenta con su madre sin decirle nada.
Ella adivina lo de su padre con lo que nunca quiso enfrentarse, lo que ha oído
murmurar y ha olvidado. No lee el libro. Toma el auto y una pistola para ir a
asesinar al autor. El auto choca. Descubren que ella se ha pegado un tiro con
el auto a toda velocidad porque no puede soportar lo
que sabe.
Esta novela,
la de los papeles, sucede en Valparaíso o en Viña del Mar o Cachagua.
Es el diario
de vida que cuenta el reverso de todo lo que todo el mundo sabe sobre él, pero
sin jamás nombrar el pecado.
José Donoso.
Verano de 2006
Sentada en el bow-window de la casa de mi suegra, en Cachagua, descansan
sobre mis rodillas seis de los sesenta y cuatro tomos
de los diarios de mi padre. Tengo miedo. Los observo, calculo su peso, los
hojeo a la rápida y reconozco la letra de hormiga. Intuyo lo que pueden
contener, la posibilidad de encontrar las divagaciones, revelaciones de una
mente creadora que explora las angustias profundas del alma y que en esas páginas,
a las que debo enfrentarme, hay un mundo paralelo, oscuro, oculto, cercano al mundo de la muerte.
Los hojeo y
finalmente decido aventurarme en su lectura, aunque tal vez luego me
arrepienta: creo en el olvido como parte de la supervivencia.
Después de más
de diez años de ausencia no ha sido fácil descubrir, reconocer, aceptar y negar
sus huellas en mi vida. No es solamente el dolor que conlleva la pérdida de la
persona amada, es también el encuentro con lo
desconocido, con lo oculto, lo que está detrás del ser humano. La mirada de una
hija enfrentada a la verdad..., si es que existe una verdad. Pero sí es el
comienzo de una nueva historia, del encuentro de una nueva persona y el
desmoronamiento de una historia anterior, que no necesariamente invalida la
imagen que conservo, sino que le da una nueva mirada, más compleja, más amada y
más odiada.
Este proyecto
es un intento de novelar su propia vida después de su muerte, ya que al parecer
he logrado zafarme del fatal destino que él me asignó en su diario el 23 de
abril de 1993. Aunque nadie sabe si uno es realmente un personaje y ese
designio es insalvable.
Dudo también
de que la historia que yo escriba sea, en realidad, la proyección de la que él
quería que yo contara. ¿Pero importa? Tengo tanto que
decir sobre él, sobre mi madre, sobre mí misma, para rescatar del olvido.
Como hija, soy
protagonista de muchas versiones noveladas de la memoria creativa de mi padre:
soy mala, adorable, acusadora, ladrona, abnegada, asesina, ajena, protectora,
cruel, generosa, lapidaria, madre y muchos roles más que se entremezclan en una
relación amor-odio más allá de lo comprensible. Sigo
pasando las páginas de los diarios y, por momentos, decido no continuar, pero
se vuelve una necesidad; quiero saber más, meterme en esa mente atormentada por
la paranoia y el miedo a ser descubierto. Es aquella dualidad que demuestra al
esconderse y al dejar estos manuscritos para finalmente ser descubierto, o bien
manipulando al escribirlos para crear la imagen premeditada que quería que conservaran de él, amparado por la inmutabilidad de
la muerte, fuera de todo juicio e incomprensión; inalcanzable para su mayor
temor: el rechazo.
Abro otro
cuaderno y contengo por un momento la respiración. Cada página es un encuentro
con emociones complejas, disímiles. Su lectura me exige una mirada global; no
dejarse llevar por la emoción que me despierta; esperar, leer todo y no desistir.
Mi padre
plasmó en sus sesenta y cuatro diarios (su última anotación es de 1995) su lado
más oscuro. En ellos muestra ciertas aristas de su personalidad que yo y creo
que casi todos ignorábamos, aunque de algún modo intuíamos: un mundo interno de
complejidad sin límites.
Detallo aquí
distintas citas que deben ser entendidas, más que como un hecho en sí, como el
devenir de una mente en contradicción constante, pues
la validez de cada idea muta, se transforma e incluso se anula hasta
desvanecerse por completo.
En la primera
página del cuaderno cincuenta y nueve, en letra muy grande, se encuentra la
siguiente advertencia:
Se perdió por
desgracia el cuaderno cincuenta y ocho que tenía medio escrito y temas muy
importantes. Comprado en Davis, USA, en 1989
(California).
Creo que me lo
robaron durante mi enfermedad, en la clínica, y tengo una idea, creo que
bastante clara, de quién me lo robó. Hice ponerle candado a mi estudio, pero
puede ser «too late» porque la ladrona tiene libre acceso a mi casa.
Esta frase
denota su rasgo de personalidad más evidente: la paranoia.
Con los años
irá en aumento.
Santiago, 30 de marzo de 1990
Acaba de venir
Pilarcita, me acompañó media hora, obsesivamente hablando de sí misma. Pero me
gustó estar con ella, me produjo placer; creo que, en esta etapa de mi vida, la
amo, que es la única persona en el mundo a quien amo realmente y a quien estoy
profundamente ligado, que siento mía, yo de ella, pero sin que me permita para
nada invadirla, aunque a mí ganas no me faltan, ni
ella tiene necesidad de invadirme a mí. Hay que hacer reservas para cuando
realmente la necesitemos —por salud— y dependamos mucho de ella.
Toronto, Canadá, 17 de
noviembre de 1991
Hablamos hoy
con la Pilarcita. El ser que más he amado en toda mi vida. ¿Raro, no? Raro que
me parezca raro. Y no me gusta nada el libro. Latoso. Beige de Bruce Chatwin In Patagonia.
Soy objeto de su amor, pero en otros momentos tomaré el papel
antagónico. Voy a tener que debatirme entre estas contradicciones a lo largo de
la lectura de todos sus diarios.
He sido una
persona que, por lo general, me he protegido y, al mismo tiempo, me ha costado
descubrir quién soy realmente. Mi realidad ha sido crecer bajo la sombra de un
gigante. Eso hace que la tarea se torne muy difícil, además
de ser objeto de una construcción premeditada de una realidad o personaje según
la ficción de mi propio padre. El hecho de no tener un origen biológico
conocido hizo que él fantaseara sobre esto y me criase haciéndome sentir un ser
marginal, aunque siempre tratando de transmitirme los beneficios de ser
«distinta». Era su propia disolución entre el ser marginal que llevaba dentro,
junto al burgués convencional que, a pesar de su
creación literaria, creía ser o estaba condenado a ser.
¿Habré querido
alguna vez ser «distinta»? ¿Tuve la opción de no serlo? ¿Fui un personaje
dentro de su vida del que aún no salgo?
Luego vendrá
una larga etapa —por lo menos tres años— en que yo, su hija, seré el centro de
sus obsesiones, de sus delirios de persecución, de su monomanía. Para mí esto ha sido una verdadera sorpresa. Siempre se mantuvo como
padre cariñoso, comprensivo, aunque lapidario frente a mis decisiones, pero
siempre presente, al fin y al cabo. Detrás, sin embargo, se escondían miedos,
rencores, odios, frustraciones. Al enfrentar cada página, cada párrafo, cada
línea, debo recomponer nuevamente las piezas rotas, una y otra vez, para
encarar la siguiente.
Este es el reflejo de sus obsesiones respecto del dinero:
Navidad
habitual familiar, esta vez en casa de Pablo y la Lucha. Miles —demasiados— de
regalos, totalmente de sociedad de consumo, una locura. Temor horrible por la
relación de Pilarcita con el dinero —el mío— y su relación viciada con el Toby.
Algo muy malo puede suceder y no dejo de tener miedo. ¿Por qué me mintió para
sacarme mil quinientos dólares? ¿Quiso comprarse al
Toby con mi dinero? Peligroso y angustiante, y puede acabar muy mal. Pero puede
ser, también, suspicacia de parte mía, y que la Lucha esté dispuesta, como yo,
a soltar otros mil quinientos dólares para completar el estudio de posgrado del
Toby.
Otro episodio:
Hoy ha sido un
día terrible. La Pilarcita llegó de la consulta de su doctora con la noticia de que tendrá que hacerse un tratamiento carísimo para
tener niños. Además de los mil quinientos dólares que acabo de darle, debo
darle como doscientos mil pesos mensuales para su tratamiento. Debo decir que
me asusté con la perspectiva y se lo dije, lo que me dejó muy culpabilizado, y
a ella llorando y desprotegida. Temo que esto no sea más que un modo para
engañarme y para sacarme plata, pero sé que no puede
serlo, y que su angustia por tener familia —otros hijos— es real. La verdad es
que yo mismo se lo decía cuando se casó, que debía tener mucha familia propia,
ya que como ella misma dice, no tiene lazos de sangre con nadie más que con la
Natalia. Me desespera verla llorar por algo tan real. Y me desespera tener las
prevenciones y los temores que con respecto a ella suelo tener.
Sigo
pensando —a pesar de que al decirlo herí profundamente a mi hija— que no tiene
por qué angustiarse por tener una sola hija. Pero el asunto está en que la
pobre niña se siente sola sin más hijos, desprotegida, y que si se gasta todo
lo que hay ahora, cuando yo me muera, lo que no veo como muy distante, no va a
haber dinero con el cual ella misma se pueda proteger. En todo caso, mi hija
está sufriendo por algo que María Pilar
necesariamente tiene que conocer y que la hace empatizar con la niña. Yo la
llamaré por teléfono para pedirle perdón. Y en la hora de las preguntas y
recriminaciones, que necesariamente vendrán, no sé, claro, cuál va a ser su
venganza, y cuál su manera de crucificarme... si en realidad tiene que hacerlo.
¿Será esta
biografía mi venganza? ¿Será una manera de mostrarle
al mundo quién era o quién podía llegar a ser? No. No lo creo. He logrado
rescatar tantas cosas suyas, su inteligencia, su agudeza, su visión, su humor,
su ironía, su entrega y su amor. Pero siempre me quedará la duda —y supongo que
al lector también— de si lo que plasmó en estas miles de páginas de sus diarios
es «él» o su propia ficción sobre sí mismo.
Desaparece un
cheque de ciento cincuenta dólares y vuelve a
sospechar que yo lo he robado. Son sus «tincas» respecto de mi falta de
honradez con el dinero. Siente que si él tuviera fuerza y tiempo, tomaría todas
las finanzas de nuevo en sus manos y así ya no tendría esas horribles ideas que
le quitan el sueño. La verdad es que yo me hacía cargo desde los dieciocho años
de las finanzas de la casa de mis padres: ir al banco, depositar, llevarles dinero o pagar sueldos. Me dieron un poder
sobre sus cuentas corrientes, por conveniencia o más bien por comodidad, pues
todo lo práctico se les hacía imposible de sobrellevar.
Admito que
durante los primeros años, cuando estaba recién casada —a los diecinueve años—,
eché al carro algunas cosas de más cada vez que les hacía las compras en el
supermercado: algo de leche, arroz... Sentía que, de
algún modo, aquello era un pago por ese trabajo tan tedioso que era realizar
los mandados de una casa que ya no era la mía, pero de ahí al robo... Duele
pensar que mi padre creía que yo era una especie de amenaza, de enemigo puertas
adentro.
Cada día que
pasa siento más temor a la Pilarcita. ¿Por qué? ¿Es pura obsesión mía, pura
paranoia? Temo que nos vaya a desvalijar, a dejarnos
en la calle, que por un terrible y oscuro principio de agresión nos vaya a
hacer daño, su impulso por hacernos daño, que viene junto con el principio de
desvalorizarnos para valorizarse, para lograr valorizarse ella, que se odia a
sí misma, que no logra verse como un ser humano valioso. Horror. Todo es temor
y horror. Todo es desvalorizarme: ya me doy cuenta de que es neurosis mía y
paranoia, pero el dolor es idéntico a que si yo
pudiera estar seguro de que no nos odia, que nos ama. Este odio que siento de
ella es nuevo, sobre todo su odio por mí. Pero debido a sus orígenes —no
genéticos necesariamente, sino más bien psicológicos— siento que tiene que ser
una persona terriblemente confundida, con la identidad terriblemente
deteriorada. Y no sé qué hacer, quizás las cosas mejoren con el nacimiento de su nuevo hijo, pero también su propia
inseguridad puede crecer, y con ello crezca su necesidad de depredarnos y
hacernos daño de cualquier manera que pueda o se le ocurra hacerlo, porque
tiene causa, se dirá a sí misma, de más para hacerlo, incluso para el crimen.
Sí, sí, no
puedo sufrir tanto, tengo que aceptar que todo puede no ser más que pura
imaginación mía, pura paranoia, y nos ame y quiera
nuestro bien. ¡Pero por Dios, qué difícil debe ser ella, pobre criatura, y cómo
debe sufrir, y los venenos que tendrá adentro!
¿Adónde voy a
esconder este cuaderno para que nadie me lo encuentre? Es urgente hacerlo, pero
ella se ha metido en todo lo mío, todo lo mío me lo ha sacado, se ha metido en
mi caja chilota para sacarme papeles —la mayoría referentes a ella, es cierto, ¿pero si los quería por qué no me los pidió?—
de todas clases y ya no me queda nada. Me pregunto si no es ella la que me
quitó el otro cuaderno gemelo a éste. No sería imposible que así se hubiera
enterado de cosas de mi vida que yo quería que permanecieran en la oscuridad, o
por lo menos lejos de su mirada tan perturbada.
Es increíble
lo fea que se ha puesto y cómo se enfeece con ese
peinado y su colorido. También una agresión en contra de sí misma y en contra
de mí o de nosotros.
De repente,
debido a mis obsesiones, se me ocurre que se me puede estar produciendo un
Alzheimer.
A veces se me
ocurre que María Pilar puede tenerlo, por lo repetitiva y obsesiva que se ha
puesto, en realidad siempre lo fue, pero he notado que ahora último está
muchísimo peor en este sentido y esta es justamente
—la nuestra— la edad en que el Alzheimer se suele producir con mayor frecuencia.
No me puedo
quedar dormido. Voy a seguir leyendo a Bruce Chatwin a ver si logro conciliar
el sueño.
Nueva página
donde intenta analizarme:
Me pregunto si
la voracidad, la crueldad de Pilarcita con todo lo que sea plata no sea más que
una forma de temor: robos, la prosperidad de «otros»
chilenos, la decadencia y vejez nuestra; sí, sin duda es una forma de miedo, un
deseo de dibujar su silueta incompleta con lo material que le hemos aportado,
un huir fácil —y muy difícil— de todo lo que sea decadencia, vejez, simbolizado
en nosotros, en la fragilidad de mi salud, en las depresiones de María Pilar.
Prometerle más para más adelante. Ni un poco de ternura. No veo nuestra vejez apoyada por ella. Miedo a las borracheras de
María Pilar. Miedo a la leyenda negra sobre mí que le puede haber llegado desde
más de un lugar o dirección: Iván Vial, los Donoso Larraín, tantos otros
voceros. ¡Pobre hija mía! ¡Pobres de nosotros, viejos y pobres y en sus manos!
Tenía un gran
miedo a que yo lo descubriera... pero nuevamente estaba su contradicción al
dejar su vida plasmada en tinta.
Un día
desaparece un sobre lleno de fotografías antiguas y supone que he sido yo quien
me las he llevado sin ninguna explicación. Todo le parece como su cuento «Átomo
verde número cinco»:
¡Qué extraña
sensación de explotación! Tampoco pude encontrar mi escobilla de dientes
amarilla, y ni un solo tubo de pasta dentífrica en la casa.
Mi padre está
viviendo por esos años un largo período de «seca
literaria», asume que, en parte, se debe a que yo le ocupo todos sus
pensamientos y está, según él, profundamente paralogizado, espantado,
perturbado por los asuntos con respecto a mí y que por eso no escribe.
Habla con Hugo
Rojas, su psicoanalista, sobre el tema. Rojas le recomienda que yo «aparte» las
cosas que son mías, o a las que yo creo tener derecho, porque ellos nunca me han dicho «esto es tuyo» y «esto es
mío», sino «todo es nuestro», pero a él le parece una manera elegante de decir
algo feo:
¡Qué confusión
de vida! Veo algo patológico en ella, la compulsión, sobre todo, con la que no
tiene medida. Un momento muy tenso de mi vida, otro más que María Pilar no
comparte como tal, sino que se encierra en su optimismo, en su capacidad de
anular todo lo que no sea agradable, que es una de
las cosas que más me separa de ella y menos me gusta. Está leyendo a Clarice
Lispector, muy fascinada, lo que es positivo, me parece a mí, porque Lispector
no es lectura fácil.
Yo seré por
mucho tiempo el motivo de sus obsesiones y de los reflejos de sus propios
fantasmas que lo acechan más y más a medida que envejece: el tema económico, su
trabajo que cada día se le hace más pesado y que le
exige un gran esfuerzo. Sigue escribiendo:
¿Recordará a
José Ramón, Pilarcita? ¿Lo equiparará con Luis Morales Bellet, por ejemplo? No
creo. Todo lo que tiene relación con el pueblo (Calaceite) conserva para ella
un ámbito afectivo, de pureza, del paraíso perdido, aunque bien sé que, como la
insultaban por ser adoptada, fue cualquier cosa menos
un paraíso. Yo sé que sufrió mucho, cómo sufrió en Sitges debido a la estúpida
de la Pili Conde, que le contó a todo el mundo que mi hija es adoptada y se
reían de ella.
Como he dicho,
lo extraño de todo esto es que mi padre nunca me hizo sentir nada de lo que veo
reflejado en sus diarios. Menos, que llegaran a tal punto tanto sus
persecuciones conmigo como la importancia que yo tenía para
él en los períodos positivos, reflejo de un amor incondicional.
Tengo todo el
cuerpo —toda el alma— adolorido y no me queda fuerza para nada. ¿Cómo voy a
escribir con un drenaje tan importante y doloroso de todas mis fuerzas
interiores, de todos mis recursos? No puedo. Creo que lo único posible es vivir
fuera de Chile, fuera del alcance de la Pilarcita y de su maledicencia.
¡Maldito el día en que se me ocurrió regresar de
España! ¿A qué, para qué? Es bien poco, fuera del dolor, lo que obtengo de
vivir aquí. Esa gloria literaria, esa paternidad literaria que María Pilar estima
debiera ser mi mayor recompensa, no significa absolutamente nada para mí al
enfrentar todos los demás problemas.
En 1992 quedé
embarazada de mi segunda hija, Clara. Concebirla fue muy difícil para nosotros: cuatro años de tratamientos de fertilidad bastante
traumáticos y costosos. Para mi padre no existía, o no quería ver, esta nueva
realidad. En diarios posteriores jamás menciona a su segunda nieta, sólo a
Natalia, la primera, con quien creó cierto vínculo.
Creo que
cuando regrese la Pilarcita la voy a confrontar con su falta de amor por
nosotros. No sé si habrá pasado ya su tercer mes de
embarazo y por lo tanto la guagua esté firme y pueda recibir un choque
emocional. Espero que sí. Lo que sí voy a hacer en cuanto llegue es sacar
cuentas junto con ella y, ahí, interrogarla. Va a ser doloroso pero tengo que
hacerlo para aclarar la atmósfera. Que este silencio es un grito de guerra de
su parte —la causa es que yo me he dado cuenta de sus sinvergüenzuras— no me
cabe la menor duda, pero que tiene una compulsión
depredadora conmigo, o con nosotros, y que es invasora y que nosotros no
contamos para nada, y además de quitarnos una cosa detrás de otra, y de
rechazarnos una cosa detrás de otra, nos invade, ocupa nuestro lugar, nuestro
espacio, sin consultarnos; es decir, es otra manera de depredarnos, de
desvalijarnos.
Respecto de su
enfermedad, siente que no lo apoyo, que no me voy a
hacer cargo cuando envejezcan, o bien de mi madre, en el caso de que él muera
primero. Nunca fue así. Desde muy niña intuí que estos seres, en cierto modo
frágiles, etéreos, creativos, veían lo práctico como algo inentendible. Asumí,
siendo muy pequeña, el rol de madre de mis padres. Una vez, ya viejo, me dijo:
—Tú has sido
más madre mía que yo padre tuyo.
De modo que
con esta incertidumbre ante su propia vejez, escribe:
La Pilarcita
—a mí, por lo menos, a quien le resulta más difícil sacarle plata que a María
Pilar— no me quiere mucho. In fact, que me desprecia. Pero también es verdad
que esta sensación la tengo con casi toda la gente que conozco y a quienes
aprecio.
Mi padre teme
reencontrarse conmigo después de las vacaciones de verano de 1992, en las cuales me mantuve distante emocionalmente para así
conservar mi propio mundo. No quería ser invadida por sus constantes requerimientos
y exigencias, aunque en su caso el reencuentro no fue lo esperado:
Llegó la
Pilarcita, fea, narigona, ha engordado (está de cuatro meses), se peina mal,
pero estaba simpática y me pareció increíble pensar lo que he pensado de ella
estos últimos días. La Natalia, encantadora, y el
Toby, inerte. Yo, bastante sordo. Le leí Alicia en el
país de las maravillas a
mi nieta, que es demasiado pequeña para ese libro y, sin embargo, se tendió
conmigo por lo menos media hora para oírme traducir. Agradable, la quiero.
Como ya he
dicho, él me pidió directamente que escribiera su biografía. El modus operandi
era que nos sentáramos en su estudio largas horas
para que yo grabase lo que él contaba. Era una conversación absolutamente
guiada por él, diciendo lo que quería que pasara a la posteridad, jamás con
franqueza ni mostrando sus flaquezas ni con la mirada hacia la realidad. Su
idea era que yo escribiera lo que él me decía y nada más. Creo que él nunca
imaginó que yo sería capaz de emprender este proyecto como lo estoy abordando
ahora. Supongo, además, que me pensaba incapaz de
embarcarme en la lectura de sus cuadernos como en la historia que esbozó: Los papeles le parecen demasiados, demasiado difíciles de leer...
De hecho,
encuentro este comentario al respecto: Pilarcita, eternamente
limitada de mente.
Su obsesión
conmigo no termina ahí: también duda de mi impulso por ser madre; piensa que
sólo me he embarazado por segunda vez, después de
largos tratamientos, para probarme a mí misma que «puedo» y que una vez que lo
he logrado no me cuido porque, en realidad, el niño no me importa nada ni la
maternidad tampoco; que no me gustan los niños como, según él, yo admito.
Juicio
lapidario, como siempre. Cree, además, que mi matrimonio no va a durar nada.
Pero luego se contradice y señala que es mejor que tenga más hijos, pues hasta ese momento sólo tengo consanguinidad
con mi hija Natalia; piensa que estoy muy sola y por ello debo conformar una
familia grande.
En una carta
llena de amor, cuando está pasando una temporada en Washington, invitado por el
Wilson Center, me reconoce parte de sus paranoias y lo cruel que fue conmigo
antes de partir: dudaba si dejarme o no a cargo de las finanzas de su casa.