lunes, 11 de mayo de 2020

Philip Roth, 2001- ISAAC BASHEVIS SINGER



ISAAC BASHEVIS SINGER

 

[1976]

Unos meses después de haber leído por primera vez a Bruno Schulz, para en seguida tomar la decisión de incluirlo en la serie de Penguin titulada «Writers from the Other Europe» [Escritores de la otra Europa], supe que hace catorce años, cuando apareció en inglés su primera y autobiográfica novela, The Street of Crocodiles[9], Isaac Bashevis Singer publicó una crítica muy positiva de la obra. Dado que Schulz y Singer eran ambos nacidos en Polonia, de padres judíos, con doce años de diferencia —Schulz en 1892, en la ciudad provincial galitziana de Drohobycz; Singer en 1904, en Radzymin, una localidad próxima a Varsovia—, llamé por teléfono a Singer, con quien había coincidido antes en un par de ocasiones, y le pregunté si le parecía bien que nos viéramos para hablar de Schulz y de su vida en cuanto escritor judío que vivió en Polonia durante los decenios en que ambos fueron haciéndose artistas. Nuestro encuentro ocurrió a finales de noviembre de 1976, en el piso que Singer tiene en Manhattan[10].
ROTH: ¿Dónde leyó usted por primera vez a Schulz: aquí, en Estados Unidos, o en Polonia?
SINGER: Lo leí por primera vez aquí en Estados Unidos. Debo decirle que me ocurre lo mismo que a tantos otros escritores: siempre me acerco a la narrativa con algo de prevención. Dado que la mayor parte de los escritores no son verdaderamente buenos, cada vez que recibo un libro doy por sentado que no va a serlo. Y me quedé sorprendido en cuanto empecé a leer a Schulz. Me dije: aquí tenemos un escritor de primera categoría.
ROTH: ¿Había oído hablar de Schulz con anterioridad?
SINGER: No, no lo conocía ni de nombre. Yo salí de Polonia en 1935, y por aquel entonces Schulz no era conocido —o quizá lo fuera, pero el caso es que yo no lo conocía—. No sabía nada de él. Nunca había oído hablar de él. Mi primera impresión fue que escribía como Kafka. Hay dos escritores de quienes se dice que escriben como Kafka. Uno es Agnon, que pretendía no haber leído nunca a Kafka, aunque no falte quien ponga en duda esta afirmación. De hecho, por supuesto que no había leído a Kafka, no cabe la más mínima duda al respecto. Yo no diría que tiene influencia de Kafka: siempre existe la posibilidad de que dos o tres personas escriban dentro de las mismas líneas de estilo, con el mismo espíritu. Porque no todo el mundo es completamente único. Si Dios creó un Kafka, bien pudo crear otros dos o tres, si en un momento dado le apeteció hacerlo. Pero cuanto más leo a Schulz, quizá no debería decir esto… El hecho es que cuando lo leí llegué a afirmar que era mejor que Kafka. Hay relatos suyos que tienen más fuerza. También es muy fuerte en el ámbito del absurdo, pero no a lo tonto, sino inteligentemente. Me atrevo a decir que entre Schulz y Kafka existe lo que Goethe llama Wahlverwandtschaft, una afinidad espiritual electiva. Éste puede ser el caso en lo tocante a Schulz, pero también, hasta cierto punto, lo mismo puede decirse de Agnon.
ROTH: A mí lo que me parece es que Schulz no lograba apartar su imaginación de nada, incluida la obra de otros escritores, y más concretamente la de alguien tan especial como Kafka, con quien, en efecto, tiene grandes afinidades de formación y temperamento. En la propia Las tiendas de color canela reinventa Drohobycz para trocarla en un sitio terrorífico y maravilloso al mismo tiempo —en parte, como él mismo dice, para «liberarse de las torturas del aburrimiento»—; igualmente, a su manera, reinventa fragmentos y obras de Kafka para sus propios fines. Puede que Kafka le metiera unas cuantas ideas raras en la cabeza, pero Schulz las utiliza para otros fines, como bien queda de manifiesto en el hecho de que, en su libro, el personaje que se convierte en cucaracha no es el hijo, sino el padre. Imagínese usted a Kafka imaginando una cosa así. Ni pasársele por la cabeza. Ciertas predilecciones artísticas pueden ser similares, pero estas predilecciones actúan en conjunción con deseos tremendamente diferentes. Como bien sabe, Schulz tradujo El proceso al polaco, en 1936. No sé si Kafka estará traducido al yiddish.
SINGER: Que yo sepa, no. De joven leí en yiddish a muchos escritores del mundo entero. Kafka sólo podría haber sido traducido al yiddish en los años treinta, y en aquella época yo me habría enterado. Me temo que no hay traducción al yiddish. O quizá la haya y yo no la conozca, que también es posible.
ROTH: ¿Tiene idea de por qué escribió Schulz en polaco, y no en yiddish?
SINGER: Lo más probable es que se criara en una casa ya medio asimilada. Seguramente, sus padres hablaban polaco. Muchos judíos polacos —tras la independencia de Polonia, e incluso antes— educaron a sus hijos para que hablasen en polaco. Esto ocurrió incluso en la Polonia rusa, pero especialmente en Galitzia, la parte de Polonia que perteneció a Austria, donde los polacos gozaban de una especie de autonomía y no se les aniquilaba culturalmente. Es natural, hablando polaco ellos, que educaran en lo mismo a sus hijos, no sé si para bien o para mal. Pero, dado que el polaco era, por así decirlo, su lengua materna, Schulz no tenía elección, porque ningún escritor verdaderamente bueno escribirá nunca en una lengua aprendida, sino en la lengua que conoce desde la infancia. Y ni que decir tiene que la fuerza de Schulz está en el lenguaje. Lo leí primero en inglés, y pensé que la traducción era buena, pero fue cuando lo leí en polaco cuando me di perfecta cuenta de su fuerza.
ROTH: Schulz nació en Polonia, de padres judíos, en 1892. Usted nació en 1904. ¿Qué era lo más frecuente entre los escritores judíos polacos de aquella generación, escribir en polaco o escribir en yiddish, como usted?
SINGER: Había unos cuantos escritores judíos que escribían en polaco, y todos nacieron, más o menos, en los años noventa del siglo XIX. Antoni Slonimski, Julián Tuwim, Josef Wittlin… Todos ellos son más o menos de esa época. Eran buenos escritores, con talento, pero nada del otro mundo. Algunos, no obstante, poseían un excelente dominio del polaco. Tuwim fue un maestro de la lengua polaca. Slonimski era nieto de Chaim Zelig Slonimski, fundador del periódico hebreo Hatsefira, de Varsovia. A Slonimski lo convirtieron sus padres al catolicismo cuando era niño. Tuwim y Wittlin, en cambio, siguieron siendo judíos, aunque sólo de nombre. Tenían muy poco que ver con los escritores que utilizaban el yiddish. Mi hermano mayor, Israel Joshua Singer, nació más o menos al mismo tiempo y llegó a ser conocido en Polonia como escritor en yiddish, pero, desde luego, no tuvo relación alguna con Tuwim y Wittlin. Yo tampoco, cuando empezaba, en Polonia, tuve relación alguna con ellos. Los escritores en yiddish los teníamos por personas que habían desertado de sus raíces y su cultura para integrarse en la cultura polaca, que nosotros considerábamos más joven y puede que menos importante que la nuestra. Ellos, por su parte, pensaban que los escritores en yiddish escribíamos para ignorantes, para gente sin formación, mientras ellos lo hacían para universitarios. De modo que en ambos lados había buenas razones para despreciar al otro. Pero la verdad es que no había elección para nadie. Ellos no sabían yiddish, nosotros no sabíamos polaco. Aunque nací en Polonia, el polaco no me era tan familiar como el yiddish. Y lo hablaba con acento. De hecho, la verdad es que hablo todas las lenguas con acento.
ROTH: Menos el yiddish, según creo.
SINGER: También. Los litvaks[11] dicen que lo hablo con acento.
ROTH: Me gustaría que me hablase de la Varsovia de los años treinta. Schulz, de joven, estudió arquitectura en Lwow, pero luego, que yo sepa, volvió a la ciudad galitziana de Drohobycz, y empezó a dar clases de dibujo en el instituto de enseñanza superior, hasta el fin de sus días. Le dieron los treinta y cinco o cuarenta años antes de volver a ausentarse mucho tiempo de Drohobycz. Entonces fue a Varsovia. ¿Qué ambiente cultural encontraría en aquel momento?
SINGER: Hay dos cosas que tener en cuenta en lo que a Schulz se refiere. En primer lugar, que era una persona terriblemente modesta. El mero hecho de que permaneciera en su pueblo natal, alejado de todos los centros, nos pone ya de manifiesto su extraordinaria modestia; nos sugiere, incluso, un poco de miedo por su parte. Era como una especie de palurdo a quien asustaba desplazarse a la gran ciudad y encontrarse allí con personas que ya eran famosas. Temería, seguramente, que le tomasen el pelo o que lo ningunearan. Era un auténtico manojo de nervios, me parece. Padecía todas las inhibiciones que puede padecer un escritor. Viendo retratos suyos, se le viene a uno a la cabeza la idea de un hombre que nunca consiguió hacer las paces con la vida. No estaba casado. ¿Sabe usted, señor Roth, si tuvo alguna amiguita?
ROTH: Si sus dibujos significan algo, puede afirmarse que mantuvo extrañas relaciones con las mujeres. Un tema que aparece una y otra vez en los dibujos suyos que he visto es el de la dominación femenina y la sumisión masculina. Hay una insinuación erótica extrañísima, casi grotesca, en los dibujos: hombrecitos suplicantes, a los que no falta parecido con el propio Schulz, adolescentes medio desnudas, o esculturales, dependientas pintadas. Me recuerda un poco el mundo erótico «barato» de otro escritor polaco, Witold Gombrowicz. Como ocurre con Kafka, que tampoco llegó a casarse, de Schulz se cuenta que mantuvo largos e intensos intercambios epistolares con algunas mujeres, y que vivió una gran parte de su vida erótica por la vía epistolar. Su biógrafo, Jerzy Ficowski, que escribió el prólogo a la edición de Penguin, dice que Las tiendas de color canela tienen origen en una serie de cartas a una amiga íntima. Menudas cartas tuvieron que ser. Según Ficowski, fue esta misma mujer quien obligó a Schulz —que debía de ser, en efecto, una persona muy inhibida— a que viera en aquellas cartas una obra literaria. Pero, volviendo a Schulz y Varsovia: ¿Qué vida cultural conoció allí, a mediados de los años treinta? ¿Cuáles eran la ideología o la actitud dominantes en el ambiente literario e intelectual?
SINGER: Digamos que más o menos el mismo movimiento que hay ahora. De izquierdas. Lo cual también podía aplicarse a los escritores judíos que escribían en polaco. Todos eran izquierdistas, o en tal consideración los tenían los viejos escritores polacos, que miraban a aquellos escritores judíos como a auténticos intrusos.
ROTH: ¿Porque escribían en polaco?
SINGER: Porque escribían en polaco. Era como si dijeran: «Y estos tipos, ¿por qué no escriben en su propia jerigonza, en su propio yiddish? ¿Qué diablos quieren de nosotros, los polacos?». No obstante, estos escritores judíos adquirieron gran importancia en los años treinta, a pesar de sus enemigos. Primero, porque eran bastante buenos, aunque no llegaran a grandes escritores. Segundo, porque eran de izquierdas, y entonces ésa era la tendencia dominante. Y, tercero, porque eran gente con energía, publicaban con frecuencia en la revista Wiadomosci Literackie, escribían sobre el teatro de variedades, etcétera. A veces, esos escritores judíos llegaban a escribir cosas que a oídos judíos sonaban a antisemitismo. Yo, desde luego, no estoy de acuerdo, no creo que hubiera en ellos antisemitismo alguno, porque lo mismo dijo de mí una parte de la crítica. A pesar de que escribía en yiddish, me preguntaban: «¿Por qué tienes que escribir sobre ladrones judíos y prostitutas judías?». Y yo les contestaba: «¿Qué queréis, que escriba sobre ladrones españoles y prostitutas españolas? Hablo de los ladrones y las prostitutas que yo conozco».
ROTH: Cuando escribió usted alabando a Schulz, allá por 1963, también le puso ciertas reservas. Decía: «Si Schulz se hubiera identificado más con su gente, quizá no habría gastado tanta energía en la imitación, la parodia y la caricatura». No sé si tendrá usted algo que añadir al respecto.
SINGER: Escribí eso porque lo pensaba, y creo que sigo pensándolo. Hay mucha burla en la escritura de Schulz, y también en la de Kafka, aunque algo más oculta. Creo que Schulz tenía talento más que suficiente para haber escrito auténticas novelas serias, pero las más de las veces se inclinó por una especie de parodia. Y, sencillamente dicho, creo que desarrolló este estilo porque no se sentía en su casa, ni con los polacos ni con los judíos. En cierto modo, es también el estilo característico de Kafka, porque Kafka también se sentía sin raíces. Era un judío que escribía en alemán y que vivía en Checoslovaquia, donde se hablaba checo. Puede que Kafka estuviera más asimilado que Schulz, porque no vivía en una localidad judía como Drohobycz, llena de hasidim[12] y su padre era más asimilacionista que el padre de Schulz, pero la situación venía a ser, en lo esencial, la misma, y los estilos de ambos escritores son más o menos del mismo corte.
ROTH: La «falta de raíces» de Schulz también puede verse de otro modo: no como algo que le impedía escribir novelas serias, sino como condición de la que se nutrían su imaginación y su talento.
SINGER: Sí, claro, eso es verdad. Cuando el verdadero talento no puede nutrirse directamente de su propio suelo, acude a algún otro nutriente. Pero a mí me habría gustado más verlo desenvolverse como escritor en yiddish. No habría tenido tanto tiempo para la burla, ni para ser tan negativo.
ROTH: ¿No serán el aburrimiento y la claustrofobia, más que la burla y el negativismo, los que motivan a Schulz? Puede que se lance a lo que él llama una «contraofensiva de la fantasía» porque es un hombre de enormes dotes artísticas y de gran riqueza imaginativa, que lleva una existencia de profesor de instituto en una ciudad de provincia, en el seno de una familia de comerciantes. Luego, también era hijo de su padre, y su padre, según Schulz lo describe, era, al menos en los últimos años de su vida, un demente muy divertido, pero también terrorífico, un gran «heresiarca», fascinado, nos cuenta Schulz, por las «formas dudosas y problemáticas». Esto último podría ser una buena definición de Schulz, que a mí me parece perfectamente consciente de que su agitada imaginación podía llevarlo muy cerca de la locura o la herejía. No creo, en el caso de Schulz, ni en el de Kafka, que su mayor dificultad estribara en no sentirse como en casa con éstas o aquéllas personas, aunque ello supusiera un gravísimo inconveniente añadido. A juzgar por este libro, lo que parece es que Schulz a duras penas lograba identificarse con la realidad, y no digamos con los judíos. Se le viene uno a las mientes lo que dijo Kafka sobre sus afiliaciones comunitarias: «¿Qué tengo yo en común con los judíos? Apenas si tengo nada en común conmigo mismo, y lo que debo hacer es quedarme muy quieto en mi rincón, contentándome con poder respirar». Schulz no se habría quedado en Drohobycz si la ciudad le hubiera parecido tan sofocante. Siempre puede uno recoger sus bártulos y marcharse a otro sitio. Podría haberse quedado en Varsovia, una vez allí. Pero cabe la posibilidad de que el entorno claustrofóbico, aunque incapaz de satisfacer sus necesidades como hombre, fuera lo que infundiese vida a su modo de manifestar el arte. Fermentación es una de las palabras favoritas de Schulz. Puede que su imaginación sólo fermentara en Drohobycz.
SINGER: También creo que se consideró obligado a regresar a Drohobycz porque en Varsovia todo el mundo decía: «Y ¿quién es ese tal Schulz?». Los escritores no suelen morirse de ganas de recibir a un joven de provincias y decirle inmediatamente: «Eres nuestro hermano, nuestro maestro». No es ésa su inclinación. Lo más fácil es que digan: «Otro pesado con su manuscrito a cuestas». Y, además, era judío. Y los escritores judíos de Polonia, que eran quienes dirigían el cotarro, tenían muchísimo cuidado con eso de ser judíos.
ROTH: ¿En qué sentido tenían cuidado?
SINGER: Quienes los llamaban judíos eran sus adversarios, la gente a quien no le caían bien. Era el eterno reproche: «¿Qué hace usted, señor Tuwim, con ese apellido judío que tiene, escribiendo en polaco? ¿Por qué no se vuelve usted al gueto, con Israel Joshua Singer y el resto de la panda?». Así estaban las cosas. De modo que cuando se presentó otro judío escribiendo en polaco, los demás se sintieron incómodos. Porque les venía otro jovencito con problemas.
ROTH: Tengo entendido que en Varsovia era más fácil introducirse en los medios artísticos e intelectuales que en el mundo de la burguesía.
SINGER: Yo diría que era más difícil. Le contaré por qué. Si un abogado judío no se sentía a gusto llamándose Levin o Katz, se ponía Levinski o Kacinski y nadie se metía con él. Pero ante un escritor siempre salían con alguna pega. Decían: «No tienes nada que ver con nosotros». Creo que alguna pequeña similitud existe en Estados Unidos con los escritores judíos que escriben en inglés y cuya lengua materna es el inglés. A ningún escritor de aquí se le ocurriría decirle a Saul Bellow, ni a usted: «¿Por qué no escribes en yiddish, por qué no te vuelves al East Broadway?». Pero algo de ello persiste. Tiendo a pensar que tenemos aquí algún escritor o crítico conservador que llegarían al extremo de decir que las personas como tú no son en realidad escritores norteamericanos. No obstante, los escritores judíos, aquí, no se avergüenzan de ser judíos y no se pasan el rato pidiendo perdón. Allá, en Polonia, lo que privaba era pedir perdón. Y los escritores judíos ponían especial empeño en demostrar lo polacos que eran. Y, claro, trataban de hablar polaco mejor que los polacos, y se salían con la suya. Pero los polacos seguían diciéndoles que no tenían nada que ver con ellos… A ver si lo explico con más claridad. Supongamos que aparece aquí, en Estados Unidos, un goy escribiendo en yiddish. Si es un fracaso, lo dejaremos en paz. Pero si es un gran éxito, le diríamos: «¿Adónde vas con el yiddish? ¿Por qué no te vuelves con los goyim? No nos haces ninguna falta.»[13].
ROTH: En la generación a que usted pertenece, ¿tan bicho raro era un judío que escribiera en polaco?
SINGER: Casi. Y si hubiera habido muchos… Imagínese lo que sería si salieran seis goyim escribiendo en yiddish, y luego un séptimo…
ROTH: Sí, sí, lo está usted dejando muy claro.
SINGER: Iba yo una vez en el metro con el escritor judío S, que llevaba barba, y en aquella época, hace cuarenta años, había muy poca gente que llevara barba. Y al hombre le gustaban las mujeres, de modo que iba mirando a una chica que tenía sentada en frente, y parecía interesadísimo. Yo iba a su lado, y me estaba dando cuenta, sin que él me viera. De pronto, salió de cerca de nosotros otro barbudo, y se puso a mirar a la misma mujer. S, al ver al otro hombre con barba, se levantó y se fue. Había captado, de pronto, todo lo ridículo de su situación. Y aquella chica, al ver aparecer al otro individuo, debió de pensar: «¿Qué pasa aquí? Ya van dos barbas».
ROTH: Porque usted no llevaba barba.
SINGER: No, no. ¿Qué quiere, que no me falte detalle? ¿Calvo y con barba?
ROTH: Usted salió de Polonia a mediados de los treinta, pocos años antes de la invasión nazi. Schulz permaneció en Drohobycz, donde lo mataron los nazis, en 1942. Ahora, cuando me dirigía hacia aquí para hablar con usted, iba pensando en cómo usted, el escritor judío de la Europa oriental más enraizado en el mundo judío, casi atado a él, abandonó ese mundo para venirse a Estados Unidos, mientras los demás grandes escritores judíos de su generación —judíos más asimilados, más incursos en las corrientes contemporáneas de una cultura más amplia—, escritores como Schulz en Polonia, Isaac Babel en Rusia o, en Checoslovaquia, Jirí Weil, que escribió algunos de los relatos más horripilantes del Holocausto que yo haya leído, se vieron aniquilados, de una u otra espantosa forma, por el nazismo o por el estalinismo. ¿Puedo preguntarle qué lo llevó a usted a marcharse antes de que empezara el horror? A fin de cuentas, verse desterrado del propio país y de la lengua natal es una idea que produce espanto a todos los escritores, y que pocos pondrían en práctica voluntariamente. ¿Por qué lo hizo usted?
SINGER: Tenía todos los motivos del mundo para marcharme. Yo era muy pesimista. Vi que Hitler estaba en el poder, en 1935, que aquello suponía una amenaza de invasión para Polonia. Los nazis, como, por ejemplo, Göring, sólo venían a Polonia de vacaciones, o a cazar. Luego, está el hecho de que yo trabajaba para la prensa yiddish, y la prensa yiddish llevaba bastante tiempo, prácticamente desde que empezó, cayendo en picado. Y mi modo de vida se hizo muy frugal, apenas lograba subsistir. Y lo más importante: en Estados Unidos ya estaba mi hermano, que llevaba aquí dos años. De modo que tenía todos los motivos para venirme a Estados Unidos.
ROTH: Y, al dejar Polonia, ¿no tenía usted miedo de perder contacto con su materia prima literaria?
SINGER: Por supuesto que sí. Y más aún cuando llegué a este país. Llego aquí, y me doy cuenta de que todo el mundo habla inglés. Vaya, que iba a una reunión de Hadassah[14], esperando oír hablar yiddish, y me encontraba con doscientas mujeres y la única palabra que oía decir era «delicioso», «delicioso». No sabía lo que significaba, pero desde luego no era yiddish. No sé qué les dieron de comer aquel día, pero aquellas mujeres no paraban de decir «delicioso». Por cierto que ésa fue la primera palabra inglesa que aprendí. Y lo lejos que quedaba Polonia, entonces. Cuando alguien de nuestra intimidad se nos muere, en los primeros días de después de su muerte permanece alejado de nosotros, tan lejos como puede estar una persona próxima. Pero con los años se va acercando, hasta el punto de que llega uno casi a convivir con él. Eso me ocurrió a mí. Polonia, la vida judía de Polonia, están ahora más cerca de mí que antes.
Fuente:

Philip Roth

El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras

 

 Título original: Shop Talk: A Writer and his Colleagues and their Work

Philip Roth, 2001
Traducción: Ramón Buenaventura
Editor digital: German25
ePub base r1.2

domingo, 10 de mayo de 2020

Si quieres ser escritor, lo primero es hacer dos cosas...Stephen King. Mientras escribo.


1
Si quieres ser escritor, lo primero es hacer dos cosas: leer mucho y
escribir mucho. No conozco ninguna manera de saltárselas. No he visto
ningún atajo.
Yo soy un lector lento, pero con una media anual de setenta u ochenta
libros, casi todos de narrativa. No leo para estudiar el oficio, sino por gusto.
2 Tradicionalmente las musas eran mujeres, pero el mío es varón. Habrá
que acostumbrarse.
92
Cada noche me aposento en el sillón azul con un libro en las manos. Tampoco
leo narrativa para estudiar el arte de la narrativa, sino porque me gustan las
historias. Existe, sin embargo, un proceso de aprendizaje. Cada libro que se
elige tiene una o varias cosas que enseñar, y a menudo los libros malos
contienen más lecciones que los buenos-
Cuando iba a octavo encontré una novela de bolsillo de Murray
Leinster, un escritor de ciencia ficción barata cuya producción se concentra en
los años cuarenta y cincuenta, la época en que revistas como Amazing Stories
pagaban un centavo por palabra, Yo ya había leído otros libros de Leinster,
bastantes para saber que la calidad de su prosa era irregular. La novela a que
me refiero, que era una historia de minería en el cinturón de asteroides,
figuraba entre sus obras menos conseguidas. No, eso es ser demasiado
generoso; la verdad es que era malísima, con personajes superficiales y un
argumento descabellado. Lo peor (o lo que me pareció peor en esa época) era
que Leinster se había enamorado de la palabra zestful, «brioso». Los
personajes veían acercarse a los asteroides metalíferos con «briosas sonrisas»,
y se sentaban a cenar «con brío» a bordo de su nave minera. Hacia el final del
libro, el protagonista se fundía con la heroína (rubia y tetuda) en un «brioso
abrazo». Fue para mí el equivalente literario de la vacuna de la viruela: desde
entonces, que yo sepa, nunca he usadlo la palabra zestful en ninguna novela o
cuento. Ni lo haré, Dios mediante.
Mineros de asteroides (no se llamaba así, pero era un título parecido)
fue un libro importante en mi vida de lector. La mayoría de la gente se acuerda
de cuándo perdió la virginidad, y la mayoría de los escritores se acuerdan del
primer libro cuya lectura acabaron pensando: yo esto podría superarlo. ¡Cono,
si ya lo he aperado! ¿Hay algo que dé más ánimos a un aprendiz de escritor
que darse cuenta de que lo que escribe, se mire como se mire, es superior a lo
que han escrito otros cobrando?
Leyendo prosa mala es como se aprende de manera más clara a evitar
ciertas cosas. Una novela como Mineros de asteroides (o El valle de las
muñecas. Flores en el ático y Los puentes de Madison, por dar algunos
ejemplos) equivale a un semestre en una buena academia de escritura,
incluidas las conferencias de los invitados estrella.
Por otro lado, la buena literatura enseña al aprendiz cuestiones de estilo,
agilidad narrativa, estructura argumental, elaboración de personajes
verosímiles y sinceridad creativa. Quizá una novela como Las uvas de la ira
provoque desesperación y celos en el escritor novel («No podría escribir tan
bien ni viviendo mil años»), pero son emociones que también pueden servir de
acicate, empujando al escritor a esforzarse más y ponerse metas más altas. La
capacidad arrebatadora de un buen argumento combinado con prosa de calidad
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es una sensación que forma parte de la formación imprescindible de todos los
escritores. Nadie puede aspirar a seducir a otra persona por la fuerza de la
escritura hasta no haberlo experimentado personalmente.
Vaya, que leemos para conocer de primera mano lo mediocre y lo
infumable. Es una experiencia que nos ayuda a reconocer ambas cosas en
cuanto se insinúan en nuestro propio trabajo, y a esquivarlas. También leemos
para medirnos con los buenos escritores y los genios, y saber hasta dónde se
puede llegar. Y para experimentar estilos diferentes.
Quizá te encuentres con que adoptas el estilo que más admiras. No tiene
nada de malo. De niño, cuando leía a Ray Bradbury, escribía como él: todo era
verde y maravilloso, todo visto por una lente manchada por el aceite de la
nostalgia. Cuando leía a James M. Cain me salía todo escueto, entrecortado y
duro. Cuando leía a Lovecraft, mi prosa se volvía voluptuosa y bizantina.
Algunos relatos de mi adolescencia mezclaban los tres estilos en una especie
de estofado bastante cómico. La mezcla de estilos es un escalón necesario en
el desarrollo de uno propio, pero no se produce en el vacío. Hay que leer de
todo, y al mismo tiempo depurar (y redefinir) constantemente lo que se
escribe. Me parece increíble que haya gente que lea poquísimo (o, en algunos
casos, nada), pero escriba y pretenda gustar a los demás. Sin embargo, sé que
es cierto. Si tuviera un centavo por cada persona que me ha dicho que quiere
ser escritor pero que «no tiene tiempo de leer», podría pagarme la comida en
un restaurante bueno ¿Me dejas que te sea franco? Si no tienes tiempo de leer
es que tampoco tienes tiempo (ni herramientas) para escribir. Así de sencillo
Leer es el centro creativo de la vida de escritor. Yo nunca salgo sin un
libro, y encuentro toda clase de oportunidades para enfrascarme en él. El truco
es aprender a leer a tragos cortos, no sólo a largos. Es evidente que las salas de
espera son puntos de lectura ideales, pero no despreciemos el foyer de un
teatro antes de la función, las filas aburridas para pagar en caja ni el clásico de
los clásicos: el váter. Gracias a la revolución de los audiolibros, se puede leer
hasta conduciendo. Entre seis y doce de mis lecturas anuales son grabadas. En
cuanto a que te pierdas cosas fabulosas por la radio... A ver, ¿cuántas veces
puedes escuchar a los Deep Purple cantando Highway Star?
La gente bien considera de mala educación leer en la mesa, pero si
aspiras a tener éxito como escritor deberías poner los modales en el penúltimo
escalón de prioridades. El último debería ocuparlo la gente bien y sus
expectativas. De todos modos, SÍ adoptas la sinceridad como divisa de lo que
escribes, tus días como integrante de tan selecta colectividad están contados.
¿Dónde más leer? Pues en la cinta de correr, o en el aparato que uses
cuando vas al gimnasio. Yo, que procuro hacer una hora de aparatos al día,
creo que sin la compañía de una buena novela me volvería loco. Hoy en día,
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casi todas las instalaciones para el ejercicio físico (tanto domésticas como para
gimnasios) tienen tele instalada, pero la verdad es que la tele es lo que menos
falta le hace a un aspirante a escritor, ni haciendo gimnasia ni en cualquier
otro momento del día. Si sientes como algo imprescindible tener puestos a los
bocazas de la CNN dando las noticias mientras haces ejercicio, o a los bocazas
de la MSNBC hablando de la bolsa, o a los bocazas de la ESPN dando los
deportes, ya va siendo hora de que te preguntes por el grado de seriedad de tus
aspiraciones de escritor. Tienes que estar dispuesto a replegarte a conciencia
en la imaginación, y me parece que no es muy compatible con los
presentadores de los talk-shows de moda. Leer toma su tiempo, y el pezón de
cristal te roba demasiado.
Una vez destetada del ansia efímera de tele, la mayoría descubrirá que
leer significa pasar un buen rato. He aquí mi sugerencia: la desconexión de la
caja-loro es una buena manera de mejorar la calidad de vida, no sólo la de la
escritura. Además, ¿de cuánto sacrificio hablamos? ¿Cuántas reposiciones de
Frasier y Urgencias hacen para relizarte como norteamericano? ¿Cuántos
horas de teletienda? ¿Cuántas...? No sigo, que me sulfuraría.
Cuando mi hijo Owen tenía siete años se quedó prendado de la E Street
Band de Bruce Springsteen, sobre todo de Clarence Clemons, el saxofonista
corpulento del grupo. Entonces pensó que quería tocar como él. A mi mujer y
a mí su ambición nos divirtió y encantó. También reaccionamos como
cualquier padre: con la esperanza de que nuestro hijo revelara talento, y hasta
que fuera un niño prodigio. En Navidad te regalamos un saxo y lo apuntamos
a clases con Gordon Bowie, un músico de la zona. Después cruzamos los
dedos y esperamos que hubiera suerte.
A los siete meses le propuse a mi mujer que interrumpiéramos las clases
de saxo, siempre que Owen estuviera de acuerdo. Lo estuvo, y con alivio
patente. El no había querido decirlo, y menos después de haber pedido el saxo,
pero le habían bastado siete meses para darse cuenta de que no era lo suyo,
aunque estuviera apasionado por el sonido de Clarence Clemons. Dios no lo
había dotado de ese talento.
Yo ya me había dado cuenta, y no porque Owen ya no ensayara, sino
porque respetaba estrictamente el horario que le marcaba el señor Bowie:
media hora diaria después del colegio durante cuatro días y una hora el fin de
semana. No es que Owen tuviera ningún problema de memoria, pulmones o
coordinación entre la vista y la mano, porque dominaba las escalas y las notas,
pero nunca le habíamos oído ningún arrebato, ni se sorprendía a si mismo con
nada nuevo. Acabada la media hora de ensayo, metía el saxo en la funda y no
volvía a sacarlo hasta la clase o ensayo siguiente. La lección que extraje fue
que entre mi hijo y el saxo nunca habría música real, sino puro y simple
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ensayo, y eso no sirve. Si no te diviertes no sirve de nada. Vale más dedicarse
a otra cosa donde puedan ser mayores las reservas de talento, y más elevado el
cociente de diversión.
El talento priva de significado al concepto de ensayo. Cuando descubres
que estás dotado para algo, lo haces (sea lo que sea) hasta sangrarte los dedos
o tener los ojos a punto de caerse de las órbitas. No hace falta que te escuche
nadie (o te lea, o te mire), porque siempre te juegas el todo por el todo; porque
tú, creador te sientes feliz. Quizá hasta en éxtasis. La regla se aplica a todo:
leer y a escribir, tocar un instrumento, jugar a béisbol... Lo que sea. El
programa agotador de lectura y escritura por el que abogo (de cuatro a seis
horas diarias toda la semana) sólo lo parecerá si son actividades que ni te
gustan ni responden a ningún talento tuyo. De hecho, puede que ya estés
siguiendo uno parecido. Si no es así, y te parece que necesitas permiso de
alguien para leer y escribir cuanto te apetezca, considéralo dado en adelante
por un servidor.
La verdadera importancia de leer es que genera confianza e intimidad
con el proceso de la escritura. Se entra en el país de los escritores con los
papeles en regla. La lectura constante te lleva a un lugar (o estado mental, si lo
prefieres) donde se puede escribir con entusiasmo y sin complejos. También te
permite ir descubriendo qué está hecho y qué por hacer, y te enseña a
distinguir entre lo trillado y lo fresco, lo que funciona y lo que sólo ocupa
espacio. Cuanto más leas, menos riesgo correrás de hacer el tonto con el
bolígrafo o el procesador de textos.

sábado, 9 de mayo de 2020

MIENTRAS ESCRIBO. ACÁPITE 5. STEPHEN KING.


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¿Me haces el favor de bajar otra vez de la estantería el libro de antes?
Su peso revela una serie de cosas que también pueden captarse sin leer ni una
palabra. La extensión del libro es una, por supuesto, pero no la única: también
está la inversión de tiempo y trabajo que tuvo que hacer el autor para crear su
obra, y la que tiene que aceptar el lector para digerirla. No es que la extensión
y el peso sean una garantía de calidad, porque hay muchos relatos épicos que
son una mierda (épica, eso sí); que se le pregunten a mis críticos y seguro que
se quejan de los bosques canadienses que han tenido que talarse sólo para
imprimir mis gilipolleces. Tampoco lo breve, a la inversa, es forzosamente
bueno, como demuestra Los puentes de Madison. Ahora bien, lo que no se
puede negar es que haya una inversión, al margen de que el libro sea bueno o
malo y de que triunfe o fracase. Las palabras pesan. Si no, que se lo pregunten
a los que trabajan en el departamento de envíos de alguna editorial, o en el
almacén de una librería grande.
Las palabras crean frases, las frases párrafos, y a veces los párrafos se
aceleran y cobran respiración propia. Imaginémonos al monstruo de
Frankenstein estirado en el laboratorio. Salta un relámpago, pero no en el
cielo, sino en un párrafo humilde hecho con simples palabras. Puede que sea
el primer párrafo bueno que hayas escrito, tan frágil, pero tan preñado de
posibilidades, que te da hasta miedo. Tienes la misma sensación que debió de
tener Víctor Frankenstein cuando el conglomerado de partes cosidas abrió sus
ojos legañosos y amarillos. Te dices: ¡Increíble! ¡Respira! Quizá hasta piense.
¿Y ahora qué coño hago?
Pues lo más lógico: pasar al tercer nivel y ponerte a escribir narrativa de
verdad. ¿Porqué no? ¿De qué hay que tener miedo?
Después de todo, los carpinteros no construyen monstruos, sino casas, tiendas
y bancos; algunos con madera, tablón a tablón, y otros ladrillo a ladrillo. Tú
engarzarás párrafos, construyéndolos con tu vocabulario y tus conocimientos
de gramática y estilo básico. Mientras cepilles bien tus puertas, puedes
construir lo que te dé la gana; si tienes la energía necesaria, hasta mansiones
enteras.
¿Hay alguna razón para hacer casas enteras con palabras? Yo creo que
sí, y que los lectores de Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell, o de
Casa desolada, de Charles Dickens, la entienden: a veces, ni los propios
monstruos son monstruos. A veces son guapos, y nos enamoramos de la
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historia hasta un extremo al que no puede aspirar ninguna película o programa
de televisión. Hemos leído mil páginas y aún no tenemos ganas de abandonar
el mundo que nos ha regalado el escritor, o a la gente imaginaria que lo habita.
Si hubiera dos mil páginas, las acabaríamos con la misma sensación. Un
ejemplo perfecto es la trilogía de Tolkien sobre el Señor de los Anillos. Desde
la Segunda Guerra Mundial, sus mil páginas de hobbits no han saciado a tres
generaciones sucesivas de aficionados al género fantástico. Nadie ha tenido
suficiente, ni siquiera añadiendo aquel epílogo amazacotado que es El
Silmarillion. De ahí Terry Brooks, Piers Anthony, Robert Jordan, los conejos
viajeros de La colina de Watership y medio centenar de obras más. Los
autores de estos libros crean a los hobbits que seguían añorando; intentan
recuperar de los Puertos Grises a Frodo y Sam porque ya no está Tolkien para
hacerlo.
En sus aspectos más básicos, estamos hablando de una simple técnica,
pero ¿estamos o no de acuerdo en que las habilidades más básicas pueden dar
frutos que superen todas las expectativas? Hemos hablado de herramientas y
carpintería, de palabras de estilo... pero a medida que progresemos, convendrá
tener presente que también hablamos de magia.

viernes, 8 de mayo de 2020

La máquina de asesinar Gaston Leroux 1923 Narrativa, Novela, Misterio e Intriga ARGUMENTO



           
La máquina de asesinar
Gaston Leroux
1923
Narrativa, Novela, Misterio e Intriga

ARGUMENTO


Un barrio parisino vive asolado por el terror que siembran las apariciones de un misterioso galán que secuestra a una hermosa joven. Crímenes, misterio, suspense, personajes memorables. Son los ingredientes que sabiamente administrados cautivarán al lector.

Segunda parte de «La muñeca sangrienta» por motivos editoriales, ya que al parecer el autor escribió la obra continuada. Todas las virtudes de la primera parte están presentes en esta «continuación», añadiendo vigor, interés y suspense aún mayores, pero con la gran ventaja de resolver los puntos que quedan oscuros una vez terminada «La muñeca sangrienta». El estilo, más ligero que con su obra más conocida, «El fantasma de la ópera», resulta delicioso, sobre todo por los destellos de humor que acompañan a numerosos personajes. Recomendable para los amantes de la novela de suspense y que disfruten con el estilo de Leroux.


PRÓLOGO


«¡La máquina de asesinar!»… ¿Qué es este nuevo invento? Realmente, ¿se hacia sentir su necesidad?

Quizá, en fin de cuentas, no se trata nada más que del viejo invento salido de las manos de Dios en los más bellos días del Edén y que había de llamarse el Hombre.

En verdad, la Historia, desde los primeros dibujos en las paredes de tus cavernas hasta los más recientes estantes de nuestras bibliotecas, demuestra que aún no se ha encontrado mejor mecanismo para derramar la sangre.

Querer enmendar la plana al Creador es propio de un genio diabólico, es una nueva forma de la eterna lucha entre el Príncipe de las Luces y el Príncipe de las Tinieblas.

El Mal se desliza por donde quiere. Para quienes hayan leído «La muñeca sangrienta», que constituye el origen de este relato, no puede haber duda alguna de que se domicilió en la tienda del viejo relojero de la Ile-Saint-Louis, ni de que era él quien animaba con sus maleficios el triple misterio que en aquel barrio antiguo, aún grisáceo por el polvo de los siglos, hacía intervenir, por una parte, a la inquietante familia del viejo Norbert, el cual pasaba por buscar el movimiento continuo, ayudado de su hija, la bella Cristina, y de su sobrino, el disector Jaime Cotentin; por otra parte, al marqués de Coulteray, aquel ser eternamente joven, que no se sabia exactamente si tenía cuarenta o doscientos años y que al lado de la marquesa, su mujer, siempre pálida y agonizante, formaba un extraño tipo de vampiro; y, por otra parte, al terrible Benito Masson, el encuadernador artístico de la calle del Santísimo Sacramento, que acababa de ser condenado a muerte y ejecutado por haber quemado en su hornillo a media docena, cuando menos, de mujeres jóvenes y bonitas.

A este propósito, conviene citar aquí la última frase del anterior volumen, titulado La muñeca sangrienta. El autor calificaba de «sublime» la aventura de Benito Masson. ¿En qué podía consistir la sublimidad de una aventura que llevaba a su héroe a una muerte tan ignominiosa? Es que la aventura, según el autor, no hacia más que empezar… Afirmación que resultaba muy extraña aplicada a un hombre a quien se le acababa de cortar la cabeza… Por eso se necesitaba un segundo volumen, el presente, que hemos titulado La máquina de asesinar con objeto de que dicha afirmación quede explicada de una manera quizá temible, pero desde luego normal…

… Normal, si, porque está de acuerdo con la Ciencia, la cual nos protege, nos sostiene, nos alienta en esta incursión vertiginosa al borde del Gran Abismo…

— ¿La ciencia? —preguntará alguien—. ¿No se hablaba ahora mismo de Satanás?

— Está bien… Está bien… La verdad es que algún día se llegará a un acuerdo respecto al nombre que ha de darse a cuanto nos aleja del Primitivo Candor…
G. L.

1. LA «MANZANILLA» DE LA SEÑORITA BARESCAT


He aquí un callejón tranquilo, dormido hace dos siglos, donde el mayor acontecimiento del día para ciertos fósiles que acaban de secarse tras la puerta de su tienda o las cortinas de su balcón, es una pareja de turistas perdidos, una visita inesperada del vecino, la salida inopinada de una joven con vestido nuevo, las entradas repetidas de la señorita de la relojería en casa del encuadernador… De pronto, en el barrio se supo que el encuadernador había sido detenido por haber tostado a media docena de pobres mujeres que se convirtieron en humo, y se supo asimismo que había sido sorprendido en aquella tarea infernal por la misma hija del relojero, la cual escapó por un verdadero milagro a la muerte que le esperaba.

No es difícil figurarse la perturbación producida por aquel espantoso drama en las costumbres del rincón que era la Ile-Saint-Louis, y, particularmente, entre las relaciones de la señorita Barescat.

Desde el muelle de Béthune hasta la Estacado se vivía bajo el «régimen del terror», como decía la señora Langlois, ex asistenta del terrible. Benito.

Los cerrajeros de la Ile-Saint-Louis habían hecho el gran negocio durante los meses transcurridos entre la detención y la ejecución de Benito Masson. Nunca tuvieron las puertas más cerrojos; nunca fueron mejor cerradas por la noche.

¿Por miedo a qué?… ¿A que escapara Benito Masson?

Tal vez; pero había otra cosa…

Ya nadie iba a la relojería desde que se había concretado el rumor de que también allí había «un gran misterio», según el señor Birouste, dueño de una herboristería. «Un gran misterio —añadía— no aclarado en modo alguno por el proceso del encuadernador».

Unos hablaban a media voz de un secuestrado; otros, como Birouste, aseguraban que se trataba de un enfermo excepcional a quien el disector, ayudado por el relojero y su hija, trataba de una manera excepcional.

— Si lo guardan tanto —añadía—, quizá se deba a que es peligroso… Sólo puedo decirles que yo sé que el disector lo hace manipulaciones en el cráneo… ¡Deseemos, para bien del barrio, que no escape!…

Como se ve, las palabras del señor Birouste no eran nada tranquilizadoras en un momento en que la Íle-Saint-Louis no necesitaba, a decir verdad, que le dieran nuevos motivos de inquietud.

Sin embargo, la ejecución de Benito Masson en Melun había calmado muchos nervios. En ciertas trastiendas fueron reanudadas poco a poco las veladas. Así es que podremos asistir a la «manzanilla» que era servida los miércoles y los sábados, cuando habían dado las nueve, en San Luis de la Isla.

Aquélla no fue la más brillante de las «manzanillas». Solamente la honraron tres personas. Pero lo que en ella ocurrió, por su importancia inmediata y por sus consecuencias incalculables, la convirtió en una «manzanilla» histórica…

El primero en acudir fue el señor Birouste, vecino contiguo de la señorita Barescat y que, precisamente por su cualidad de herborista, le facilitaba la manzanilla a precio reducido. Fue seguido por la señora Caraus, que alquilaba sillas en la iglesia y que era protegida del señor Lavieuville, mayordomo de la misma iglesia y persona de importancia. Pero aquella noche el principal prestigio de la pequeña reunión fue, desde luego, la señora Langlois.

Como ya hemos podido ver, ésta, aunque asistenta, no era una cualquiera, pues había tenido posición. Luego de estar empleada en un almacén, se había casado y dirigido un pequeño negocio de modas, en el que pronto quebró, aunque muy honradamente. Muerto su marido, trabajaba como una mercenaria, pero «con la frente alta», para saldar con los últimos acreedores y recobrar el perdido honor. Aquella César Birotteau hembra se había quedado en el barrio teatro de su desastre para que asistiera a sus esfuerzos de hormiga, y, si Dios quería, a su triunfo.

Antes de lo sucedido a Benito Masson, cuyo pobre mobiliario tanto tiempo había limpiado la señora Langlois, ésta era apreciada en el barrio. Y para recobrar ese aprecio y demostrar que era la primera en regocijarse del castigo supremo que aguardaba al monstruo, había tenido el atrevimiento, a pesar de ser una débil mujer, de ir a Melun, debidamente informada sobro el día de la ejecución por el señor Lavieuville, en casa del cual trabajaba dos horas diarias, y que era íntimo amigo de un alto funcionario judicial. Y en Melun asistió desde primera fila, según ella decía, al suplicio del Barba Azul de Corbilléres.

El heroísmo demostrado por ella en semejante trance, y el relato, facilitado de visu, de un acontecimiento tan impacientemente esperado, casi la habían puesto «de moda», por lo cual no hay que asombrarse de que la señorita Barescat la hubiera invitado a su «manzanilla»…

Todos la hicieron objeto de grandes halagos, y hasta el gato de la paquetera le dedicó el más cariñoso de sus maullidos…

Así se llegó a las nueve y media, que era como acercarse al minuto histórico.

— Ignoro —dijo la señorita Baroscat— si esta noche tendremos el gusto de poseer al señor Tannegrin; pero no lo esperaremos mucho tiempo. El que tarde, que se fastidie. ¿Quién quiere manzanilla?

— Es una lástima —dijo la viuda de Camus, la que alquilaba sillas—. Tiene mucha simpatía… Pero dado el frío que hace, sentirá el reumatismo…

Luego de recordar así al señor Tannegrin, que ya se había retirado de la profesión de leguleyo, y que a la hora de los postres decía monólogos, se rindieron honores a la manzanilla de la señorita Barescat, que ésta sabía aderezar «con una miajita de anís estrellado», lo cual, según la que alquilaba sillas, contribuía a hacer «un brebaje exquisito».

— El té —explicaba la señorita Barescat— impide dormir, mientras que la manzanilla es digestiva y buena para el intestino… En cuanto al anís estrellado…

— Nombre vulgar de la badiana —espetó gravemente el señor Birouste, el herborista—, planta de la familia de las magnoliáceas, antiespasmódica, galactóloga, estimulante, indicada para las flatulencias…

— ¡Ya está usted con las palabras raras! —exclamó la viuda de Camus, que echaba de menos la presencia del señor Tannegrin, el que decía monólogos.

— Además —añadía el señor Birouste, que era un verdadero pozo de ciencia—, con el anís se elabora el… anís…

— A mí me gusta mucho —proclamó la señora Langlois, que hasta entonces no había dicho nada.

Se daba perfecta cuenta de su importancia y sabía que sus palabras eran muy esperadas. Así es que se reservaba. Se hacía rogar para referir la ejecución de Melun, como una señorita de la antigua pequeña burguesía para ponerse al piano.

Finalmente, a ruegos de todos, se decidió. Contó el heroico viaje en todos sus detalles. No olvidó nada. Con una recomendación del señor Lavieuville había ido seguidamente a casa del abogado general, «a quien había encontrado aún en la cama», y que la había recomendado al capitán de la gendarmería, el cual la había colocado en primera fila y la había recogido en sus brazos cuando cayó la cuchilla, pues entonces estaba «más muerta que viva».

Birouste insinuó:

— También él…

— ¿También él?…

— Sí; también él estaba más muerto que vivo…

— ¿Cómo es posible?… ¿Un capitán de la gendarmería?

— ¡No! Hablo del guillotinado…

— ¡Ah! ¡Hablando se entiende la gente!…

— Así es —dijo la señorita Barescat, interviniendo diplomáticamente— que usted, señora Langlois, se ha atrevido a mirarle cara a cara, ¿no es eso?… ¡Quieto. Mysti!… No sé qué le pasa esta noche al gato, que no puede estar tranquilo.

— Sí… Lo he mirado y nuestras miradas se han encontrado… Me ha reconocido… ¡Ay! ¡Cuántas cosas hemos dicho en un instante!… Me parece que no se alegrará…

— Es probable… —confirmó Birouste.

— No hay manera de hablar con usted —declaró la viuda de Camus, que lo tenía cierta ojeriza—. Si interrumpe tantas veces, no vamos a enterarnos en toda la noche…

— Mientras tanto —observó la señora Langlois sonriendo ácidamente—, el señor Birouste estaba tranquilamente en la cama.

— ¿Tiene usted noticias particulares de sus últimos momentos, de cómo se despertó en la prisión, por ejemplo? —se apresuró a preguntar la señorita Barescat, que sabía que su deber era impedir que a su alrededor se envenenase la discusión.

— ¡Oh, no me hable usted de eso!… Cuando le despertaron, porque dormía como una marmota, preguntó: «¿No es muy temprano?»…

La señorita Barescat volvió a interrumpir:

— ¿Ha leído usted los versos que ha dejado?

La señora Langlois respondió:

— Sí; los he leído en los diarios… Yo también tengo versos suyos, versos escritos de su mano…

— No…

— Sí… Además, los he traído… Pensé que tal vez me valieran dinero… Se los cogí de la carpeta un día que le limpiaba la mesa… ¡También estaban dedicados a Cristina!…

— ¡Es curioso! —exclamaron simultáneamente la Barescat y la Camus.

Mientras tanto, la señora Langlois sacaba de su bolso un papel que desplegó y que estaba cubierto de líneas desiguales —prueba de que eran versos—; pero escrito con una letra extraordinaria, de signos enormes, que parecían combatirse o confundirse en un caos multicolor, porque unos signos eran verdes, otros rojos, o azules, o amarillos, y alrededor de ellos había garabatos de fulgurante matiz morado. Los manuscritos de Barbey d'Aurevilly eran, al lado de aquello, los manuscritos de un niño cuidadoso.

He reunido mis pecados… (Los invitados: ¡No le faltaban, no!), los he amontonado delante de mí y he llorado… (¡No faltaba más, no faltaba más!) Hacia el cielo partía una caravana. Me he echado a la espalda mis pecados y la he seguido. Pero un ángel se me ha aparecido diciéndome: «Dónde vas tan lastimosamente con la carga que llevas, nunca llegarás al Paraíso». Y el ángel, Cristina, me ha ayudado a llevar la carga.

— Es definitivo, tiene gracia —concluyó la señorita Barescat—. Le ha ayudado a ir al Paraíso.

— ¡Qué letra! —exclamó la viuda de Camus—. ¡Nunca la olvidaré!

— Es una letra de asesino —sentenció Birouste, que se había colocado los lentes.

— Otra noticia —añadió la señora Langlois, mientras guardaba cuidadosamente el manuscrito—. La Escuela de Medicina ha reclamado su cabeza.

— Ya lo han dicho los periódicos.

— Pero ¿saben ustedes quién se la ha llevado?

— No.

— Pues alguien que no es desconocido en el barrio…, al menos yo Jo he conocido en seguida… Estaba a la puerta del cementerio como si temiera que le arrebatasen la mercancía.

— Apuesto cualquier cosa a que es Bautista —exclamó el señor Birouste.

— ¿Quién es ese Bautista? —pregunto la señorita Barescat.

— El empleado del anfiteatro de la Facultad de Medicina de quien ya les he hablado a ustedes, el ayudante de Jaime Cotentin…

— Ya lo recuerdo —exclamó a su vez la señorita Barescat—. Es aquel tipo repugnante que llevaba una caja bajo el brazo cuando iba por la noche a la relojería.

— Eso es.

— La última vez que lo vi —añadió la señorita Barescat— fue el mismo día en que ejecutaron al tal Benito… Serían las nueve y media o poco más. A la puerta de la relojería se detuvo un automóvil, cosa que recuerdo perfectamente, porque es extraordinario… Del automóvil bajó ese hombre… El coche se marchó inmediatamente… Se abrió la puerta de la relojería y apareció en ella el mediquillo para coger la caja que le traían… La puerta se cerró en seguida… Y desde entonces ya no volvió a abrirse la puerta de la tienda. Esa casa parece ahora una tumba.

— Continúa el misterio —dijo seriamente el señor Birouste.

Tras un silencio, preguntó la señorita Barescat:

— ¿Qué piensa usted de todo esto, señor Birouste?

— No pienso —declaró solemnemente Birouste—. Reflexiono…

— Dénos usted su opinión, señora Langlois —pidió la de Camus—, porque Birouste siempre se burla de nosotras.

La señora Langlois preguntó a su vez:

— ¿Está usted segura de que eso no ocurrió la misma mañana de la ejecución?

— Estoy segura de lo que digo.

— ¿Y ese Bautista llevaba la caja?

— La llevaba.

— Es que también la llevaba en Melun.

— Entonces —exclamó la de Camus—, es que ese Bautista llevó la cabeza al novio de Cristina.

— Con los médicos nunca sabe una a qué carta quedarse —sentenció la señora Langlois—. Yo lo digo porque he trabajado en casa de uno de ellos… Pues bien: en su despacho tenia una serie de verdaderas calaveras, que empleaba como pisapapeles… Semejantes sacrilegios debieran prohibirse…

Está usted diciendo niñerías —sentenció Birouste.

Y las tres callaron, porque a juzgar por el tono de aquellas palabras, habían comprendido que Birouste hablaba en serio, como hombre que tenía algo que decir.

Y he aquí lo que dijo:

— La ciencia se debe a esos sacrilegios…

No creemos calumniar a nadie diciendo que el señor Birouste era un cominero, un espíritu mezquino. Claro está que sólo nos referimos a aquel herborista, porque conocemos a otros herboristas que tienen verdadero ingenio y talento.

La naturaleza le había creado una posición mixta entre dos reinos: era más que el tendero de ultramarinos, pero menos que el farmacéutico. Por cierto que él, a pesar de ello, tenía amplias pretensiones. A pretexto de conocer las leyes que rigen la conservación de las plantas creía conocer las que regían la naturaleza entera. Y ante él no podía aludirse a la ciencia, a sus milagros, a lo que nos reserva en un próximo porvenir, sin que se irguiera como antaño el señor de Prudhomme en cuanto se trataba de la guardia nacional o de las grandes instituciones del país que había tenido el honor de «darle a luz».

Como él decía:

— No me asombra nada de lo que se hace en nuestros días.

Ya hemos visto también que nada asombraba a Jaime Cotentin, el cual, ciertamente, era un espíritu magnífico. Esto equivale a decir que los problemas profundos más importantes y que hacen que el término medio de las inteligencias se hurte a su consideración unen, sin embargo, a los espíritus mezquinos y a los espíritus magníficos, con la pequeña diferencia, no obstante, de que donde los espíritus magníficos demuestran todavía cierta inseguridad, los espíritus mezquinos afirman categóricamente. De ello puede sacarse la conclusión de que nunca se ha de sonreír de lo que diga un imbécil o un hombre de genio, porque, a veces, tienen ellos razón, mientras se equivocan las personas razonables…

La señorita Barescat, la viuda de Camus y la señora Langlois seguramente profesaban estas verdades elementales, porque estaban muy lejos de la sonrisa.

El conservador de la adormidera y del tomillo, del malvavisco y de la bardana, pasó revista a su auditorio. Auditorio que, por lo demás, despreciaba profundamente, según demostraban ciertas frases más o menos humorísticas e irrespetuosas para con el sexo al que pertenecía la madre del señor Birouste. Pero el caso es que aquellas damas le prestaban atención. Y mirándolas con severidad, dijo:

— No hablen nunca ligeramente de los hombres de ciencia… Me sacan ustedes de mis casillas cuando tratan despectivamente a Jaime Cotentin… Jaime Cotentin, señoras mías, es un hombre genial… Si ustedes no lo sabían, permítanme que se lo enseñe. Ha publicado artículos que ustedes no sabrían comprender, pero que a mí me han hecho reflexionar… Además, la Facultad de Medicina tiene puestos los ojos en él, y se espera de sus trabajos uno de esos milagros que hacen época en la historia de la Humanidad. ¿Cuál es? Eso ya no lo puedo precisar… ¿Tiene algo que ver con ello la presencia en la relojería de ese desconocido que, según la señora Langlois, se llama Gabriel?… Quizá. Un sobrino mío, Celestino, a quien ustedes conocen, que ha empezado trabajando en mi casa, que ahora estudia medicina, que hace prácticas en la Facultad y que conoce a Bautista, ha oído hablar de él como de un ayudante tan valioso como misterioso, encargado de poner a la disposición de Jaime Cotentin piezas anatómicas que le entregan ciertos profesores en condiciones completamente excepcionales…

Esas piezas anatómicas, que todavía tienen la palpitación de la vida, permiten, sin duda alguna, que el joven módico se entregue a experimentos in aninux vili seguramente relacionados con las teorías que solamente ha abordado en sus notables comunicaciones a la Nueva Revista de Anatomía y de Fisiología Humanas. Estas teorías plantean claramente la cuestión de dónde acaba la vida y dónde empieza la muerte. Y han de saber ustedes que con su posible restauración de la energía utilizable en los seres vivos podemos tener la esperanza de que llegará un momento en que suprimiremos la muerte.

— ¿Suprimiremos la muerte? —prorrumpió la señorita Barescat en un grito lleno de esperanza.

— ¡Oh! Todavía no hemos llegado a eso —repuso Birouste a manera de una ducha fría.

— Por desgracia —suspiraron las otras señoras.

— De todos modos, quizá no estemos lejos de ello —añadió Birouste corno si estuviera inspirado por un presentimiento—. ¿Qué hacemos hoy sino suprimir la muerte en casi todas las partes de la persona?… ¿Acaso la cirugía no rehace casi por completo al individuo?… La última guerra le ha dado una ocasión de rehacer por completo rostros humanos. Y por intervención de la mecánica, una locomoción artificial ha venido a añadir su milagro al de la cirugía. Se ha llegado a hacer que reviva un corazón muerto, lo cual, evidentemente, es cosa inaudita.

— ¿Cómo puedo ser eso tan portentoso? —exclamó la señorita Barescat anhelante, porque frecuentemente tenía ahogos y estaba convencida de que moriría del corazón.

— De la manera más sencilla, señorita. Se abre una puerta en las costillas.

— ¿Ya eso le llama usted sencillez?

— Por esa puerta, el cirujano ha practicado presiones rítmicas que han restablecido la circulación suspendida, es decir, ¡ha resucitado al muerto!

— ¡Dios mío! ¡Dios mío! —repetía la viuda de Camus, verdaderamente pasmada.

— Pues aún hay cosas más interesantes.

— ¡Ca! ¡No es posible!

— ¿Han oído ustedes hablar de Carrol?

— Los periódicos han llevado su nombro…

— Es uno de aquellos para quienes los norteamericanos han creado el Instituto Rockcfeller. Pues bien: eso Carrel ha conservado un corazón vivo en un frasco sumiéndolo en cierto suero que solo él conoce. Y el corazón vivo todavía.

— ¿Vivo todavía?

— Todavía… Lo mismo hace con un trozo de cerebro y lo mismo podría hacer con un cerebro entero.

— ¡Es increíble! —exclamó la señorita Barescat—. Entonces, ¿ese Jaime Cotentin es un sabio de esa clase?

— Yo, luego de haber leído de él lo que les he dicho y lo que no les he dicho, porque, repito, hay cosas que ustedes no podrían comprender, opino que algún día dejará muy atrás a todos los Carrel y a todos los Rockefeller del inundo…

— No lo creo… Entonces, ¿habrá hecho experimentos con Gabriel?

— Yo, señorita Barescat no conozco el secreto de los dioses o de los sabios, que son los dioses actúalos. Me he limitado a emitir hipótesis. El hombre de ciencia no vivo más que de hipótesis.

— No me extrañaría —aventuró la Barescat— que ese Gabriel fuera simplemente un mutilado de guerra al que pretendan arreglar un poco… ¿Quiere más manzanilla, señora de Camus?

— Muchas gracias, señorita Barescat.

— Gabriel es muy guapo —dijo la señora Langlois.

— Me gustaría verlo de cerca —acabó declarando el ama de la casa.

jueves, 7 de mayo de 2020

LA CAJA DE HERRAMIENTAS. ACÁPITE 3. MIENTRAS ESCRIBO. STEPHEN KING


3
A pesar de la brevedad de su manual de estilo, William Strunk encontró
espacio para exponer sus fobias personales en cuestión de gramática y usos
lingüísticos. Odiaba, por ejemplo, la expresión «cuerpo de alumnos»; insistía
en que «alumnado» era más claro y no tenía las connotaciones truculentas que
le veía a aquélla. Tacha de pretencioso al verbo «personalizar». (Strunk
sugiere «hacerse un membrete» como sustituto de «personalizar el papel de
cartas».) También odiaba las expresiones como «el hecho de que» o «por el
estilo de».
Yo también tengo mis antipatías. Opino, por ejemplo, que habría que
poner de cara a la pared a cualquier persona que empleara la expresión «qué
legal», y que los usuarios de otras mucho más aborrecibles, como «en aquel
preciso instante» o «al final del día», se merecen acostarse sin cenar (o sin
papel para escribir). Tengo dos manías predilectas relacionadas con la
escritura al nivel más básico, y no quiero cambiar de tema sin desahogarme.
Los verbos pueden conjugarse en dos voces, activa y pasiva. El sujeto
de una frase con el verbo en voz activa hace algo, mientras que al de una frase
con el verbo en voz pasiva le están haciendo algo. El sujeto no interviene. Te
recomiendo evitar la voz pasiva. Y no soy el único en decirlo. The Elements of
StyIe contiene el mismo consejo.
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Los señores Strunk y White no formulan ninguna hipótesis sobre la
afición de muchos escritores a la voz pasiva, pero yo me atrevo. Me parece
que es una afición propia de escritores tímidos, igual que los enamorados
tímidos tienen predilección por las parejas pasivas. La voz pasiva no entraña
peligro. No obliga a enfrentarse con ninguna acción problemática. Basta con
que el sujeto cierre los ojos y piense en Inglaterra, parafraseando a la reina
Victoria. Creo, además, que los escritores inseguros también tienen la
sensación de que la voz pasiva confiere autoridad a lo que escriben, y puede
que hasta cierta majestuosidad. Supongo que es verdad, al menos en la medida
en que puedan parecer majestuosos los manuales de instrucciones y los
escritos jurídicos.
Escribe el tímido: «La reunión ha sido programada para las siete.» Es
como si le dijera una vocecita: «Dilo así y la gente se creerá que sabes algo.»
¡Abajo con la vocecita traidora! ¡Levanta los hombros, yergue la cabeza y
toma las riendas de la reunión! «La reunión es a las siete.» Y punto. ¡Ya está!
¿A que sienta mejor?
Tampoco propongo suprimir del todo la voz pasiva. Supongamos, por
ejemplo, que se muere alguien en la cocina, pero que acaba en otra habitación.
Una manera digna de explicarlo es «El cadáver fue trasladado de la cocina y
depositado en el sofá del salón.», aunque confieso que el «fue trasladado» y el
«fue depositado» siguen poniéndome los pelos de punta. Los acepto, pero no
los aplaudo. Preferiría «Freddie y Myra sacaron el cadáver de la cocina y lo
depositaron en el sofá del salón». Además, ¿por qué tiene que ser el cadáver el
sujeto de la frase? ¡Coño, si está muerto! Bueno, da igual.
Dos páginas seguidas de voz pasiva (las que hay en casi cualquier texto
comercial, y en kilos y kilos de narrativa barata) me dan ganas de gritar.
Queda fofo, demasiado indirecto, y a. menudo enrevesado. «El primer beso
siempre será recordado por mi memoria como el inicio de mi idilio con
Shayna.» ¿Qué tal? Un bodrio, ¿no? Hay maneras más sencillas de expresar la
misma idea, y con más ternura y más fuerza. Por ejemplo así: «Mi idilio con
Shayna empezó con el primer beso. No lo olvidaré.» No es que me encante,
por el doble «con», pero al menos nos hemos desmarcado de la voz pasiva
maldita.
También te habrás fijado en que, partida en dos ideas, la idea original es
mucho más fácil de entender. Es una manera de facilitarle las cosas al lector, y
siempre hay que pensar primero en el lector; sin él sólo eres una voz que pega
rollos sin que la oiga nadie. Tampoco creas que es tan fácil estar al otro lado,
el de la recepción, «Will Strunk ha visto que el lector casi siempre tiene
graves dificultades —dice E. B. White en su introducción a The Elements of
Style— que está como en arenas movedizas, y que cualquier persona que
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escriba en inglés tiene el deber de secar la ciénaga con la mayor celeridad y
poner al lector en tierra firme, como mínimo echarle un cabo.» Dicho queda.
El otro consejo pendiente antes de progresar hacia el segundo nivel de
la caja de herramientas es el siguiente: desconfía del adverbio.
Recordarás, por las clases de lengua, que el adverbio es una palabra que
modifica un verbo, adjetivo u otro adverbio. Son las que acaban en -mente.
Ocurre con los adverbios como con la voz pasiva, que parecen hechos a la
medida del escritor tímido. Cuando un escritor emplea la voz pasiva, ésta
suele expresar miedo a no ser tomado en serio. Es la voz de los niños que se
pintan bigote con betún, y de las niñas que intentan caminar con los tacones de
mamá. Mediante los adverbios, lo habitual es que el escritor nos diga que tiene
miedo de no expresarse con claridad y de no transmitir el argumento o imagen
que tenía en la cabeza.
Examinemos la frase «cerró firmemente la puerta». Reconozco que no
es del todo mala (al menos tiene la ventaja de un verbo en voz activa), pero
pregúntate si es imprescindible el «firmemente». Me dirás que expresa un
grado de diferencia entre «cerró la puerta» y «dio un portazo», y no es que
vaya a discutírtelo...pero ¿y el contexto? ¿Qué decir de toda la prosa
esclarecedora (y hasta emocionante) que precedía a «cerró firmemente la
puerta»? ¿No debería informarnos de cómo la cerró? Y, si es verdad que nos
informan de ello las frases anteriores, ¿no es superflua la palabra
«firmemente»? ¿No es redundante?
Ya oigo a alguien acusándome de pesado. Lo niego. Creo que de
adverbios está empedrado el infierno, y estoy dispuesto a vocearlo desde los
tejados. Dicho de otro modo: son como el diente de león. Uno en el césped
tiene gracia, queda bonito, pero, como no lo arranques, al día siguiente
encontrarás cinco, al otro cincuenta... y a partir de ahí, amigos míos, tendréis
el césped «completamente», «avasalladoramente» cubierto de diente de león.
Entonces los veréis como lo que son, malas hierbas, pero entonces, ¡ay!,
entonces será demasiado tarde.
Ojo, que yo también puedo ser comprensivo con los adverbios. En
serio. Con una excepción: las atribuciones en el diálogo. Te ruego que sólo
uses adverbios en el diálogo en ocasiones muy especiales, y sólo si no puedes
evitarlo. Examinemos tres frases, más que nada para estar seguros de que
hablamos de lo mismo.
—¡Suéltalo! —exclamó.
—Devuélvemelo —suplicó—. Es mío.
—No sea tonto, Jekyll —dijo Utterson.
80
En estas tres frases, «exclamó», «suplicó» y «dijo» son verbos de
atribución de diálogo. Veamos ahora las siguientes, y dudosas revisiones:
—¡Suéltalo! —exclamó amenazadoramente.
—Devuélvemelo —suplicó lastimosamente—. Es mío.
—No sea tonto, Jekyll —dijo despectivamente Utterson.
Las tres tienen menos fuerza que el original, por una razón que a pocos
lectores se les escapará. La mejor del grupo es «no sea tonto, Jekyll —dijo
despectivamente Utterson»; sólo es un tópico, al contrarío que las otras,
francamente risibles- Las atribuciones de esta clase también se llaman
«Swifties», en referencia a Tom Swift, el valiente héroe-inventor que
protagonizó una serie de novelas de aventuras escritas por Victor Appleton II.
El autor tenía afición por frases como: «¡Haced conmigo lo que queráis! —
exclamó valientemente Tom», o «Me ha ayudado mi padre con las ecuaciones
—dijo modestamente Tom». En mi adolescencia había un juego que consistía
en crear swifties ingeniosos (o simplemente idiotas), como: «Salgamos del
camarote —dijo encubiertamente», o «Hoy salgo de la cárcel —dijo
expresamente». Cuando tengas que decidir si plantas algún pernicioso diente
de león adverbial en la atribución, sugiero que te preguntes si te apetece
escribir algo que acabe como excusa para un juego.
Algunos escritores intentan esquivar la regla antiadverbios inyectando
esferoides al verbo de atribución. A cualquier lector de novelas baratas le
sonará el resultado:
—¡Suelte la pistola, Utterson! —graznó Jekyll.
—¡No pares de besarme! —jadeó Shayna.
—¡Qué puñetero! —le espetó Bill.
No caigas en ello. Te lo pido por favor. La mejor manera de atribuir
diálogos es «dijo». El que quiera verlo aplicado de manera estricta, que lea o
relea alguna novela de Larry McMurtry, el Shane de la atribución dialogística.
Parecerá una ironía pero lo digo con absoluta sinceridad. McMurtry ha dejado
que le crezca muy poco diente de león en el césped. Es un adepto del «dijo»,
hasta en los momentos de crisis emocional (y en sus novelas hay muchos).
Sigue su ejemplo. (Dijo el cura.)
¿Es un caso de «haz lo que te digo, no lo que me veas hacer»? El lector
tiene pleno derecho a preguntarlo, y yo el deber de darle una respuesta sincera.
Sí. Rotundamente sí. El que repase algunos títulos de mi producción se dará
cuenta enseguida de que soy un simple pecador. He sabido esquivar bastante
81
bien la voz pasiva, pero en mi época también me he deshecho en adverbios,
algunos (vergüenza me da decirlo) en diálogos. Suele ser por la misma razón
que los demás escritores: por miedo de que si no los pongo no me entienda el
lector.
Soy de la opinión de que los defectos de estilo suelen tener sus raíces en
el miedo, un miedo que puede ser escaso si sólo se escribe por gusto
(recuérdese que he hablado de timidez), pero que amenaza con intensificarse
en cuanto aparece un plazo de entrega (la revista del colé, un artículo de
periódico...). Dumbo consiguió volar gracias a una pluma mágica, y, por el
mismo motivo, es posible que un escritor sienta el impulso de recurrir a un
verbo en pasiva o un adverbio maléfico. Antes de sucumbir, acuérdate de que
a Dumbo no le hacia falta la pluma porque él también tenía magia.
Es probable que sepas de qué hablas, y que no haya ningún peligro en
fortalecer tu prosa con verbos activos. También es probable que tu relato esté
bastante bien narrado para confiar en que, si usas «dijo», el lector sepa cómo
lo dijo: rápidamente, lentamente, alegremente, tristemente... Puede ser que
esté el pobre en arenas movedizas; si es así, no dejes de echarle un cabo... pero
no hace falta dejarlo grogui con treinta metros de cable de acero.
A menudo, escribir bien significa prescindir del miedo y la afectación.
De hecho, la propia afectación (empezando por la necesidad de calificar de
«buenas» determinadas maneras de escribir, y otras de «malas») tiene mucho
que ver con el miedo. Escribir bien también es acertar en la selección previa
de herramientas.
En estas cuestiones no hay ningún escritor libre de pecado. Aunque E.
B. White cayera en las garras de William Strunk siendo un simple e ingenuo
estudiante de la universidad de Cornell (que me los den jovencitos y ya no
escaparán, ja, ja, ja), y aunque entendiera y compartiera el prejuicio de Strunk
contra la imprecisión de estilo, y la de pensamiento que la precede, él mismo
reconoce: «Debo de haber escrito mil veces "el hecho de que" en el ardor de la
redacción, y luego, al revisar el texto fríamente, debo de haberlo tachado unas
quinientas. A estas alturas de la liga me entristece tener un promedio tan bajo,
y no ser capaz de batear una pelota que viene tan derecha.» A pesar de ello, E.
B. White siguió escribiendo muchos años después de la revisión inicial del
«librito» de Strunk, hecha en 1957. Yo tampoco pienso abandonar la literatura
sólo por haber tenido lapsus tan tontos como «Seguro que no lo dices en serio
—dijo incrédulamente Bill», y espero lo mismo de tí. Por fácil que parezca un
idioma, siempre está sembrado de trampas. Sólo te pido que te esfuerces al
máximo, y ten presente que escribir adverbios es humano, pero escribir «dijo»
es divino.
82
4
Levanta la bandeja superior de la caja de herramientas (los trastos del
vocabulario y la gramática). La capa de debajo corresponde a los elementos
estilísticos que ya he abordado. Strunk y White ofrecen las mejores
herramientas (y reglas) que quepa desear, y las describen de manera sencilla y
clara. Las ofrecen con un rigor refréscame, empezando por reglas básicas,
como la de formación de posesivos, y acabando con ideas sobre la colocación
más oportuna de las partes esenciales de la frase.
Antes de abandonar los elementos básicos de la forma y el estilo, habría
que dedicar unos minutos al párrafo, la forma de organización que sigue a la
frase. Para ello coge una novela de la estantería, una que no hayas leído, si
puede ser. (Lo que explico vale para casi toda la prosa, pero, como soy
novelista, cuando pienso en escribir suelo pensar en narrativa.) Ábrela por la
mitad y elige dos páginas cualesquiera. Observa la forma visual: los
renglones, los márgenes, y sobre todo los espacios en blanco que
corresponden al principio o final de cada párrafo.
¿Verdad que no hace falta leer el libro para saber si has escogido uno
fácil o difícil? Los fáciles contienen gran cantidad de párrafos cortos
(incluidos los de diálogo, que pueden tener sólo una o dos palabras) y mucho
espacio en blanco. Son como algunos helados que llevan mucho aire. Los
libros difíciles, con densidad de ideas, narración o descripción, presentan un
aspecto más macizo, más apretado. El aspecto de los párrafos es casi igual de
importante que lo que dicen. Son mapas de intenciones.
En la prosa expositiva los párrafos pueden ser ordenados y utilitarios, v
hasta conviene que lo sean. El patrón ideal de párrafo expositivo contiene una
frase-tema seguida por otras que la explican o amplían. Para ejemplificar esta
manera de escribir, sencilla pero con fuerza, reproduzco dos párrafos de la
clásica redacción de instituto, cuya popularidad no decae.
A los diez años me daba miedo mi hermana Megan. Era
incapaz de entrar en mi habitación sin romperme como
mínimo uno de mis juguetes preferidos, casi siempre el que
me gustaba más de todos. Su mirada tenía poderes
destructores casi mágicos sobre el celo: sólo tenía que mirar
un póster y a los pocos segundos se caía solo de la pared.
También desaparecían prendas queridas del cajón. No es que
se las llevara (yo al menos no lo creo), pero las hacía
desaparecer. Normalmente, la camiseta o las Nike tan
lloradas reaparecían debajo de la cama varios meses después,
83
tristes v abandonadas en el polvo del fondo. Con Megan en
mi habitación fallaban los altavoces, se enrollaban de golpe
las persianas y casi siempre se me apagaba la lámpara de la
mesa.
También era capaz de una crueldad consciente. Una vez
me tiró zumo de naranja en los cereales. Otra, mientras me
duchaba, me puso pasta de dientes en el fondo de los
calcetines. Y aunque ella nunca lo admitiera, estoy
convencido de que siempre que me quedaba dormido en el
sofá durante la media parte de los partidos de béisbol que
daban por la tele los domingos por la tarde, Megan me
enredaba cosas en el pelo.
En general, las redacciones son una cosa tonta y sin sustancia; escribir
chorraditas así no enseña nada de provecho en el mundo real. Las ponen los
profesores cuando no se les ocurre ninguna otra manera de hacer perder el
tiempo a sus alumnos. Ya se sabe cuál es el tema más famoso: «Mis
vacaciones de verano.» Yo, durante un año, impartí escritura en la
Universidad de Maine, y reñía una clase llena de deportistas y animadoras.
Les gustaban. las redacciones, porque era como volver al instituto. Me pasé
todo un semestre reprimiendo el impulso de pedirles que entregaran dos
páginas sobre el tema «Qué pasaría si Jesús estuviera en mi equipo». Me
contenía la certeza, absoluta y terrible de que la mayoría le habría puesto
mucho entusiasmo. Hasta habría alguno que llorara en plena labor creativa.
A pesar de lo dicho, la fuerza de la forma básica del párrafo puede
apreciarse hasta en las redacciones. La secuencia «frase-tema más descripción
y profundización» le exige al escritor organizar sus ideas, además de
protegerlo de las divagaciones. En las redacciones no pasa nada si se divaga;
de hecho es casi de rigor, pero en registros más formales causa muy mal
efecto. La escritura es pensamiento depurado. El que haga una tesis y le salga
igual de organizada que una redacción de instituto sobre el tema «Por qué me
excita Shania Twain», que sepa que lo tiene crudo.
Dentro de la narrativa, el párrafo está menos estructurado; en vez de
melodía es ritmo. Cuanta más narrativa se lee, más se da uno cuenta de que los
párrafos se forman solos. Como tiene que ser. Al escribir conviene no pensar
demasiado en dónde empieza y termina el párrafo. El truco es dejar que sigan
su curso. Después, sí no te gusta el resultado, lo arreglas y listos. Es lo que se
llama revisar. Veamos ahora lo siguiente:
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La habitación de Big Tony no era como esperaba Dale. La luz
tenía un tono amarillento un poco raro, que le recordó los
moteles baratos donde había estado, los que casi siempre
acababan deparándole una vista del párking. No había
ningún cuadro, sólo la foto torcida de miss Mayo, puesta con
una chincheta. Debajo de la cama asomaba la punta de un
zapato negro y lustroso.
—No sé por qué preguntas tanto sobre O’Leary —dijo Big
Tony—.¿Qué te crees, que voy a modificar mi versión?
—Tú sabrás —dijo Dale.
—Cuando algo es verdad no cambia. Pasan los días y
siempre es el mismo bodrio.
Big Tony se sentó, encendió un cigarrillo, se pasó la mano por
el pelo.
—Al cabrón ese no lo he visto desde el verano pasado. Le
dejaba estar conmigo porque me hacía reír. Una vez me
enseñó algo que había escrito sobre qué pasaría si tuviera a
Jesús en su equipo; tenía un dibujo de Cristo con casco,
rodilleras y todo, pero ¡qué plasta acabó siendo! Ojalá no lo
hubiera visto en mi vida.
Este fragmento, tan breve, ya daría ocasión para cincuenta minutos de
clase de escritura. Abordaríamos la atribución en el diálogo (que, si se sabe
quién habla, sobra; otro ejemplo de la reía diecisiete, omitir palabras
innecesarias), la coloquialidad, el empleo de la coma (en «cuando algo es
verdad no cambia» no he puesto ninguna porque quería que saliera todo a
chorro, sin pausa)... Y no nos moveríamos de la bandeja superior de la caja de
herramientas.
Pero bueno, sigamos un poco con el párrafo. Fijémonos en su fluidez, y
en que es el propio relato el que dicta dónde empiezan y dónde acaban. El
primero tiene una estructura clásica, con frase-tema inicial y otras de apoyo.
No obstante, hay otros párrafos que sólo sirven para diferenciar las
intervenciones de Dale y Big Tony.
El párrafo más interesante es el quinto: «Big Tony se sentó, encendió un
cigarrillo, se pasó la mano por el pelo.» Sólo tiene una frase, mientras que los
párrafos expositivos casi siempre tienen más. Técnicamente hablando, ni
siquiera es una frase demasiado buena. Para ser perfecta en términos
normativos, pediría una conjunción. Otra cosa: ¿qué objetivo tiene?
En primer lugar, puede que la frase tenga fallos técnicos, pero dentro
del contexto del fragmento, funciona. Su brevedad y estilo telegráfico
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diversifican el ritmo y hacen que no pierda frescura el estilo. Es una técnica
que usa muy bien el novelista de suspense Jonathan Kellerman. Escribe en
Survival of the Fittest: «El barco consistía en diez lustrosos metros de fibra de
vidrio con ribeteado gris. Largos mástiles con las velas atadas. En el casco,
pintado en negro con borde dorado, Satori.»
Se trata de un recurso del que se puede abusar (como hace a veces el
propio Kellerman), pero la fragmentación es muy útil para estilizar la
narración, generar imágenes nítidas y crear tensión, además de infundir
variedad a la prosa. La sucesión de frases gramaticales puede volverla más
rígida y menos maleable. No es una idea que sea del agrado de los puristas,
que la negarán hasta el final de sus días, pero es cierta. El lenguaje no está
obligado a llevar permanentemente corbata y zapatos de cordones. El objetivo
de la narrativa no es la corrección gramatical, sino poner cómodo al lector,
contar una historia... y, dentro de lo posible, hacerle olvidar que está leyendo
una historia. El párrafo anterior de frase única se parece más al habla que a la
prosa escrita, y bien está. Escribir es seducir. La seducción tiene mucho que
ver con hablar con gracia. Si no, ¿por qué hay tantas parejas que empiezan
cenando juntas y acaban en la cama?
Las demás funciones del párrafo son la dirección de escena subrayar
(poco, pero provechosamente) los personajes y el marco, y generar un
momento crucial de transición. Big Tony empieza defendiendo la veracidad de
su historia y pasa a exponerlo que recuerda de O’Leary. Dado que la fuente
del diálogo no cambia, el hecho de que Tony se siente y encienda un pitillo
podría incluirse en el mismo párrafo y retomar el diálogo justo después, pero
el autor prefiere otra opción. Como Big Tony cambia el enfoque de sus
palabras, el escritor parte el diálogo en dos párrafos. Es una decisión tomada
al vuelo de la escritura, una decisión que se basa exclusivamente en el ritmo
que tiene en la cabeza el autor. El ritmo en cuestión se lleva en los circuitos
genéticos (si Kellerman fragmenta mucho es porque «oye» así), pero también
es el resultado de las miles de horas que ha tenido que pasar escribiendo el
narrador, y de las decenas de miles que puede haber dedicado a la lectura de
textos ajenos.
Yo soy del parecer de que la unidad básica de la escritura es el párrafo,
no la frase. Es de donde arranca la coherencia, y donde las palabras tienen la
oportunidad de ser algo más que meras palabras. La aceleración, suponiendo
que en algún momento se produzca, ocurrirá a nivel de párrafo. Es un
instrumento fantástico, flexible. Puede tener una palabra o durar varias
páginas (en la novela histórica Paradise Falls, de Don Robertson, hay un
párrafo de dieciséis páginas, y en El árbol de la vida, de Ross Lockridge, se
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acercan varios a ese número). Para escribir bien hay que aprender a usarlo
bien. El secreto es practicar mucho. Hay que aprender a oír el ritmo.

miércoles, 6 de mayo de 2020

Gaston Leroux El castillo negro Rouletabille - 4


            

Gaston Leroux

 El castillo negro

 

 

            Rouletabille - 4


           





            Título original: Rouletabille à la guerre: Le château noir

            Gaston Leroux, 1916

            Traducción: Francesc Almela i Vives

             


 PRIMERA PARTE

 

            EL CORAZÓN DE IVANA




 CAPITULO PRIMERO

 

            ¡AMOR!… ¡AMOR!…

            Miré… ¡Aún se ve la cicatriz!…
            Rouletabille se inclinó sobre el desnudo cuello que se doblaba con gracia, y al borde del casto descote, junto al hombro ambarino de Ivana, distinguió la muy precisa línea blanca que había dejado la puñalada. El joven, confuso y ruborizado, hizo un gesto con la cabeza. Había visto bastante.
            Y con emoción murmuró:
            —¡Qué salvajes!
            —¡Chss! En Bulgaria —observó ella con sonrisa que descubría sus dientes de lobezna— todos somos aún algo salvajes; pero nos hace poca gracia que nos lo digan.
            —¡Sí; saben ustedes disimular! —replicó el repórter señalando con un gesto rápido a las muy correctas personas que evolucionaban por el salón del general Vilitchkov, sentábanse a una mesa de bridge o hablaban en los rincones.
            La mayoría de los hombres llevaban guerrera blanca, cortada de través por la bandolera que sostenía la espada, y pantalón obscuro; otros oficiales iban metidos en
            [FALTA UNA PÁGINA]

            Rouletabille, enardecido por la clara risa de la joven, provocóla diciendo:
            —¿Se atreverá a decir que no la quiero?
            Se desafiaban con sonrisas, pero estaban tan juntos que hubiera podido creerse que iban a besarse. Entonces Ivana separóse de pronto, porque había percibido el cálido aliento del joven. Y Rouletabille se pasó la mano por la frente, procurando recobrar un poco de sangre fría. Luego fue a reunirse con la muchacha, que detrás de un balcón, con la cortina levantada, contemplaba la ciudad bajo la noche. Y le habló en voz baja, con ansia y con cierto apasionado atrevimiento. Ella le oía atentamente, inmóvil, muda, sin volver la cabeza.
            —¿Quiere pruebas de que usted también me ama?… ¿Acaso no lo es la alegría que hemos experimentado al encontramos?… ¿Y el paseo de ayer a caballo, por fuera de las murallas?… ¿Recuerda aquel momento, cerca del puente de piedra, en que la sostuve cuando su caballo se encabritó?… La tuve en mis brazos… Pero ¡sólo fue un instante! Y ¿se acuerda de nuestra turbación y de nuestro silencio? ¿No es amor todo eso? Hace unos instantes, cuando nuestros alientos se han mezclado…
            —¡Calle! Jamás he de ser su esposa.
            —¿Por qué? Déme una razón… Me parece que no ha dicho eso muy convencida. Pero ¿tiene algún compromiso? ¿Hay alguien que pueda llamarse novio suyo?
            Ivana negó con su bella cabeza y explicó, no sin cierto esfuerzo:
            —Nadie puede llamárselo, amigo mío… No quiero casarme… Y —añadió con grave y enigmática sonrisa— voy a decirle por qué… Cierto día paseaba yo con mi padre por el Balkán… Como es natural, era muy pequeñita, ya que mi padre fue asesinado cuando yo tenía seis años… Y aquello ocurrió varios meses antes de su muerte… El caso es que se nos acercó una vieja gitana, me leyó las rayas de la mano y me dijo: «¡Ten cuidado, pequeña, con tu boda!» ¿Qué tal? Como usted comprenderá, no voy a tener ningún interés en casarme.
            —¡Oh! —exclamó él—. Si sólo es eso…
            Pero al mirar el rostro de Ivana quedó estupefacto. El rostro de \a joven se había convertido en mármol. Y Rouletabille desconocía aquellos ojos duros, aquella mirada tenebrosa y hasta a aquella mujer que estaba ante él.
            —¿Qué le pasa, Ivana?
            —Me pasa «que nadie debe pensar en casarse conmigo». Hace un ratillo le enseñé la cicatriz de una herida de kandjar que sufrí a los seis años, ¿no?… Precisamente para evitar una segunda herida me ha hecho viajar tanto mi tío; por eso he ido a estudiar medicina a París. ¡Ya conoce la causa de mi destierro!… No es una razón heroica, pero si bastante romántica… ¡Confiéselo!
            —Pero —exclamó el repórter— ¿es posible que no hayan sido olvidadas las viejas historias de los compañeros de Panitza y de los asesinos de Veltchef?… ¡Caramba! Ya han sido bastante vengadas sus sombras sangrientas a costa de Stamboulov y de los suyos, de los de ustedes…
            —Parece ser que no —dijo Ivana volviéndose hacia el joven y escrutando la emoción sincera y profunda de éste—. Aquí los odios son eternos; nunca hay que fiarse de ningún perdón.
            —¡Oh! —exclamó Rouletabille—. Entonces ¿de quién y de qué puede fiarse uno en su país, Ivana? Y, sobre todo, ¿por qué ha vuelto usted?
            —Porque tal vez haya guerra—musitó ella entre sus labios pálidos, de los que parecía haberse retirado toda la sangre—. ¿Comprende usted?… Mi vida no vale nada. Y además, ¿qué es la vida?
            Ivana agarró con su fría mano la mano ardiente del repórter, y, refiriéndose a los invitados de su tío, dijo:
            —Y en último término, ¿qué es una cuchillada?… Quizá no hay ni uno de esos graves varones, sobre todo los viejos, que no pueda mostrar bajo la ropa varias cicatrices como la que ha parecido emocionarle antes… Mire… Ese caballero de corbata blanca y lentes, que baña el labio rasurado en la taza de té y que parece un probo funcionario retirado…
            —Es muy inteligente —interrumpió Rouletabille—. Hace poco le oí hablar de los hombres de ahora. Los deshacía como un relojero la máquina de un reloj.
            —Sí; ve el fondo de las cosas como a través del agua límpida… Es Stancho, campesino en tiempos pasados y vicepresidente de nuestra Sobranié. Fue uno de los cinco que acompañaron a Zacarías Stoianov en su última aventura a Troïan, antes de la guerra de la Liberación. Estuvo quince días errando por un bosque, sin más alimento que acedera silvestre y caracoles. Al día siguiente fue presa de una partida de bachi-buzuks. Los turcos descubrieron que era un «comité». ¡Buena le esperaba! Y los zeptiés, antes de ahorcarle, le pusieron una corona de flores y le decían: «¡Cuánto gustarás a las hermosas hijas de Troïan!» Y le ahorcaron…
            —¡Imposible!
            —Posible… Al colgarlo dispararon sobre él. Y eso le salvó, porque una bala cortó la cuerda. Como tenía otras cinco balas en el cuerpo, le dieron por muerto.
            —Entonces vuelve del otro mundo, ¿eh? —observó Rouletabille asombrado.
            —En mi tierra —dijo Ivana con cierto orgullo— todos volvemos del otro mundo. Fíjese en esos cuatro que están jugando al bridge en esa mesa. Todos se han asesinado entre sí más o menos. El que sólo tiene cuatro dedos en la mano derecha, perdió el quinto cuando asesinaron a Stamboulov. Los dos que están enfrente de él son primos de Karavélov, a quienes Stamboulov apresó, hizo desnudar y mandó que les azotaran hasta el desvanecimiento. Seguramente formaban parte del complot en que pereció Stamboulov y en que sucumbieron asesinados mi padre y mi madre.
            —¿Y los recibe usted en su casa?
            —¡Oh!… No han intervenido directamente en el atentado…
            —¡Bello país! —bromeó el repórter.
            —Al fin y al cabo, vamos a tener guerra—dijo Ivana con voz sorda—. ¡Y nuestro deber es olvidar todas nuestras rencillas y nuestros rencores domésticos!
            —Bien—repuso Rouletabille—. Por eso mismo no la comprendo cuando usted me dice, a pesar de la guerra inminente, que está constantemente en peligro de ser la víctima de esos odios…
            —Es que en mi caso hay mezclado un pomak —explicó la joven dulcemente, con triste sonrisa.
            —¿Qué es un pomak?
            —Un búlgaro que se haya hecho musulmán. Le aseguro que no tenemos más terrible enemigo.
            —¡Sí que debe ser una cosa delicada! —dijo Rouletabille moviendo la cabeza—. ¿Y cómo se llama ese pomak? ¿Puedo saberlo?…
            —¡Se llama Gaulow!…

            El repórter había conservado la mano de Ivana en la suya. Y notó que la mano se estremecía mientras la joven pronunciaba en voz muy baja aquel nombre.

fUENTE: epub.

martes, 5 de mayo de 2020

MIENTRAS ESCRIBO. (LA CAJA DE HERRAMIENTAS). STEPHEN KING.


2
En la bandeja superior de la caja de herramientas también debe estar la
gramática, y no me vengas con quejas de que no entiendes de gramática, que
nunca la has entendido, que cateaste lengua en el instituto, que escribir es
divertido pero la gramática es un palizón...
Tranquilo. Que no cunda el pánico. No vamos a dedicarle mucho
tiempo, por el simple motivo de que no hace falta. Los principios gramaticales
de la lengua materna, o se absorben oyendo hablar y leyendo, o no se
absorben. La asignatura de lengua hace (o pretende) poca cosa más que poner
nombres a las partes.
Y aquí no estamos en el instituto. Ahora que ya no tienes que
preocuparte de a) llevar la falda demasiado larga o demasiado corta, y que se
rían las demás, b) no ser aceptado en el equipo de natación de la universidad,
c) acabar el bachillerato virgen y con granos (y hasta morirse de la misma
manera, vete tú a saber), d) que el profesor de física no ponga las notas según
el nivel de la clase, o e) no ser querido por nadie (ni haberlo sido nunca...),
ahora que nos hemos quitado de encima toda esa mierda superfina puedes
estudiar determinadas disciplinas académicas con un grado de concentración
imposible en los días del manicomio educativo. Además, cuando empieces te
darás cuenta de que ya lo sabes casi todo. Ya he dicho que se trata más que
nada de desoxidar las brocas y afilar la hoja de la sierra.
Y... menos cuento, joder. Si eres capaz de acordarte del contenido del
bolso, de la alineación de los Yankees de Nueva York o los Oilers de Houston,
o del sello donde apareció el Hang On Sloopy de los McCoys, también puedes
acordarte de las diferencias entre el gerundio y el participio.
He reflexionado muy a fondo sobre la posibilidad de incluir en el librito
una sección pormenorizada sobre gramática, y me ha costado tiempo y
esfuerzo decidirme. A una parte de mí le gustaría, porque es una disciplina
que impartí fructíferamente en el instituto (oculta bajo el nombre de «inglés
comercial»), y con la que disfruté siendo estudiante. La gramática americana
no es tan robusta como la inglesa (un publicista británico con buena formación
es capaz de hacer que un anuncio de condones estriados suene igual que la
Carta Magna de los cojones), pero, dentro de su desgaliche, tiene cierto
encanto.
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Al final me he decidido por el no, sin duda por la misma razón que
William Strunk para no recapitular lo básico en la primera edición de The
Elements of Style: porque el que no lo sepa ya no está a tiempo de aprenderlo.
Además, a la gente que sea refractaria del todo al aprendizaje de la gramática
(como yo a aprender determinados riffs y progresiones de guitarra) tampoco
va a interesarles un libro así, o no mucho. En ese sentido, predico a conversos.
A pesar de ello, pido permiso para avanzar un poco más.
El vocabulario, oral o escrito, se reparte en siete categorías lingüísticas
(ocho si contamos las interjecciones, como «¡ah!», «¡uy!», «¡caray!»). El
mensaje que se construye con ellas debe organizarse de acuerdo con unas
reglas consensuadas de gramática. Infringirlas significa romper o dificultar la
comunicación. Una gramática defectuosa genera frases defectuosas, como:
«En tanto que madre de cinco hijos, y con otro en camino, mi tabla de
planchar siempre está abierta.»
Las dos partes indispensables de la escritura son los nombres y los
verbos. Sin el concurso de ambos no existiría ningún grupo de palabras que
mereciera el apelativo de frase, porque frase, por definición, es un grupo de
palabras que contiene sujeto (nombre) y predicado (verbo). Las cadenas de
palabras así definidas empiezan con mayúscula, acaban con punto y,
combinadas, forman
un pensamiento completo, que nace en la cabeza del escritor y salta a la del
lector.
¿Siempre hay que hacer frases completas? ¿Sin excepción? ¡Dios nos
libre! Si lo que escribes está hecho de fragmentos y cláusulas sueltas, no
vendrá la brigada gramatical a detenerte. El propio William Strunk, una
especie de Mussolini de la retórica reconoció la deliciosa flexibilidad del
idioma. Escribe: «Según consta desde antiguo, a veces los mejores escritores
se saltan las reglas de la retórica.» No obstante, añade la siguiente
observación, que te aconsejo tomar en cuenta: «A menos que esté seguro de
actuar con acierto, probablemente [el escritor] haga bien en seguir las reglas.»
En este caso, la cláusula reveladora es «a menos que esté seguro de
actuar con acierto». ¿Cómo estarlo sin una noción, por rudimentaria que sea,
de cómo se convierten las partes del discurso en frases coherentes? Es más:
¿cómo reconocer los errores? La respuesta es obvia: no se puede. La persona
que tiene nociones básicas de gramática descubre en su núcleo una
simplicidad reconfortante, donde lo único imprescindible son los nombres,
palabras que designan, y los verbos, palabras que actúan.
Juntando un nombre cualquiera con un verbo cualquiera siempre se
obtiene una frase. No falla. «Las piedras explotan», «Jane transmite», «Las
montañas flotan». Son todas frases perfectas. En muchos casos, las ideas
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obtenidas tienen poco sentido racional, pero hasta las más raras (¡«Las ciruelas
deifican»!) seducen por lo que podríamos llamar su peso poético. La
simplicidad de la construcción nombre-verbo es útil, porque como mínimo
suministra una red de seguridad a la escritura. Strunk y White alertan contra el
exceso de frases simples encadenadas, pero las frases simples proporcionan un
camino al que tiene miedo de perderse en el laberinto de la retórica, con su
proliferación de cláusulas restrictivas y no restrictivas, sus complementos
circunstanciales, sus yuxtaposiciones, sus subordinadas... Si te parece un flipe
ver una extensión tan grande de territorio inexplorado (al menos por ti), ten
presente que las piedras explotan. Jane transmite y las ciruelas deifican. La
gramática es algo más que una lata. Es un bastón para poner de pie a las ideas
y hacer que caminen. Además, ¿a que a Hemingway le fueron bien las frases
simples? El muy cabrón era un genio, hasta cuando agarraba turcas de órdago.
Si quieres repasar la gramática, ve a una librería de segunda mano y
busca un buen manual, como Warriner’s English Grammar and Composition,
el libro que nos llevamos casi todos a casa para forrarlo con papel de estraza
cuando hacíamos bachillerato. Creo que te aliviará descubrir que casi todo lo
que hace falta está resumido en las guardas del principio y el final.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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