lunes, 14 de octubre de 2019

Anne M. Kellor Mary Shelley. Movimiento literario: Romanticismo.





Anne M. Kellor

Mary Shelley

Su vida, su ficción, sus monstruos

Traducción: Ana Useros Martín
 La crítica ha relegado el valor literario de Mary Shelley durante muchos años al dejar su obra y su talento a la sombra de los de su esposo, Percy Bysshe Shelley, considerado como uno de los grandes poetas de las letras inglesas. El único título valorado por la crítica ha sido Frankenstein, pero con excepciones que incluso han llegado a poner en duda su autoría en favor de su cónyuge. Asimismo, apenas se ha prestado atención al resto de su producción, lo que ha conducido a que Mary Shelley haya sido excluida del panteón de los grandes escritores. Sin embargo, la fama mundial de Frankenstein no puede ser producto de la casualidad. Anne K. Mellor contribuye con esta biografía a revisar y poner en valor la vida, las inquietudes y toda la labor literaria de una mujer sorprendente; una historia vital construida desde la perspectiva femenina de Mary Shelley que aporta un enfoque nuevo al género biográfico toda vez que da a conocer a una mujer que, pese a gozar del éxito de su criatura Frankenstein, no sido ni valorada ni descubierta lo suficiente.
«Mary Shelley es una valiente y exhaustiva contribución al estudio de la vida y obra de esta enigmática mujer.»
New York Times Book Review
«La nueva biografía de Mellor asegura un lugar a Mary Shelley en el canon literario: merece un gran elogio como modelo de teoría crítica contemporánea.»
San Francisco Chronicle Review
«Anne Mellor une crítica biográfica y literaria para escribir el mejor libro sobre Mary Shelley hasta el momento. Lo más interesante es, quizá, el nuevo material biográfico y la discusión de sus obras de ficción menos conocidas. Con suerte este libro llamará la atención sobre otras obras de Mary Shelley.»
Library Journal
 
Frontispicio de Frankenstein, or The Modern Prometheus, Londres, Colburn and Bentley, 1831, British Museum Library.
Para Dorothy Gannett y Blake Mellor

 
 
PREFACIO

Durante la mayor parte del siglo XX, la obra de Mary Shelley se ha analizado principalmente por la luz que pudiera aportar sobre la evolución poética e intelectual de su esposo, Percy Bysshe Shelley. El completo estudio de Jean de Palacio sobre su pensamiento y su obra artística, Mary Shelley dans son oeuvre (1969), asume, como solía ser habitual, que ella era, en efecto, un producto de las ideas de Shelley y explora, «por supuesto, su obediencia intelectual al pensamiento de Shelley y el conocimiento íntimo que ella tenía de su obra»[1]. Y el reciente análisis freudiano/lacaniano de William Veeder, Mary Shelley and Frankenstein (1989), sobre la androginia y la bifurcación erótica, insiste en leer a Mary Shelley principalmente en relación con la personalidad y las ideas de su marido.
Con la única excepción de Frankenstein, ninguna de sus novelas ha recibido una atención crítica detallada, e incluso Frankenstein ha sido tradicionalmente excluida del canon establecido de la academia. Cuando George Levine y U. C. Knoepflmacher editaron en 1979 una brillante compilación de ensayos sobre Frankenstein, se sintieron obligados a defender la legitimidad académica de su proyecto frente a quienes creían torpemente que Frankenstein no era otra cosa más que «un tanteo adolescente que, de alguna manera, ha conseguido encajarse torpemente en la tradición popular» y ante aquellos «lectores más serios», que desdeñan el libro como un acto literario «inconsciente y accidental» (The Endurance of Frankenstein, pp. xii-xiii).
Pero, en los últimos quince años, la crítica psicoanalista y feminista, liderada por Ellen Moers y Marc Rubenstein y que culmina en la obra de Sandra Gilbert y Susan Grubar, de Mary Poovey y de Margaret Homans, ha revisado radicalmente tanto nuestra compresión de la originalidad y complejidad de Frankenstein como nuestra valoración crítica de su importancia. Frankenstein se está convirtiendo rápidamente en un texto esencial para la exploración de la conciencia femenina y de la técnica literaria.
Este libro es mi contribución a este proceso de revisión crítica. Examinando el conjunto de la biografía y los escritos de Mary Shelley espero que se comprenda mejor el desarrollo de su carrera, de sus fortalezas literarias y de sus inquietudes intelectuales. Al tomar en cuenta material de archivo aún no publicado, conservado en la Abinger Shelley Collection de la Bodleian Library, y al prestar más atención a las influencias culturales sobre su obra, espero contribuir a clarificar los modos sutiles mediante los cuales la ficción de Mary Shelley critica las ideologías romántica y patriarcal dominantes en su época. En lugar de estas, Mary Shelley ofrecía una ideología más sustentadora de la vida, basada en una nueva concepción de la familia burguesa como una estructura idealmente igualitaria. No obstante, su compromiso con la conservación de la familia burguesa planteaba problemas para las mujeres, unos problemas que su ficción reconoce.
Debido a sus circunstancias históricas, Mary Shelley fue privada durante su infancia de una familia nuclear amorosa. Buscó desesperadamente crear una familia así, tanto en su vida como en su ficción. En Frankenstein, analiza las desastrosas consecuencias de la ausencia de unos padres cariñosos o una familia comprensiva. En sus novelas siguientes idealizó la familia burguesa estructurada de manera benevolente y democrática. Pero, incluso mientras hacía eso, expresó la intuición contradictoria de que la familia igualitaria que ella anhelaba podría no ser posible, al menos no en el ámbito de la clase media inglesa del siglo XIX al que ella pertenecía. Defiendo aquí que la tensión fundamental de los escritos de Mary Shelley no es tanto «la ambivalencia con respecto a la autoafirmación femenina» –o el conflicto entre el deseo de ser una escritora romántica original y los requisitos sociales de ser una dama modesta y recatada–, que tan convincentemente ha descrito Mary Poovey en su estudio pionero The Proper Lady and the Woman Writer (1984), sino la contradicción más profunda inherente al propio concepto de familia burguesa igualitaria que se defiende en la ficción de Mary Shelley. Pues la familia burguesa se basa en la posesión y en la explotación legítima de la propiedad y en una ideología de la dominación –ya sea del género masculino sobre el femenino o de los padres sobre los hijos–, lo que la convierte en una institución intrínsecamente jerárquica.
Puesto que la crítica del romanticismo y de las ideologías patriarcales que hace Mary Shelley tiene unas implicaciones muy extensas, he tenido que basarme en análisis y métodos interpretativos procedentes de un amplio número de fuentes: la psicología del yo-en-relación (desarrollada en la obra reciente de Nancy Chodorow, Carol Gilligan y Jean Baker Miller), la teoría crítica feminista, la antropología cultural, el marxismo y el nuevo historicismo. He tratado de soldar estos enfoques, dispares pero a menudo mutuamente enriquecedores, en una teoría coherente sobre la vida y la obra de Mary Shelley. Frente a la reciente teoría crítica de la deconstrución, yo he seguido dando por sentado que no es el «lenguaje» quien habla sino que más bien son los «autores». Pero entiendo «autor», en el sentido de Bajtín, como el nexo de un «diálogo» de discursos ideológicos en conflicto o de las lealtades procedentes del sexo, la clase, la nacionalidad y de las condiciones económicas, políticas y familiares específicas. En este libro, por lo tanto, «Mary Wollstonecraft Godwin Shelley» es tanto una persona histórica perdida en el tiempo como un sujeto constituido por una configuración compleja de escritos de ficción, discursos no ficticios (cartas, diarios) y referencias intertextuales (al discurso de sus padres, de su marido, de sus amigos, de sus pares y de otros autores de textos literarios, políticos y científicos). Puesto que yo creo que el lenguaje responde y a la vez estructura una realidad material preexistente y que cualquier ideología es un sistema complejo y contradictorio de representaciones que condiciona nuestra experiencia consciente de nosotros mismos, tanto como sujetos individuales como participantes en diversas relaciones personales e instituciones sociales, he dedicado mucho espacio en este libro a rastrear las situaciones biográficas únicas que han producido esa ideología de la familia burguesa que tan problemáticamente elogia la ficción de Mary Shelley.
Comienzo con un relato de la infancia de Mary Shelley y su historia de amor con Percy Shelley, después paso a un examen de su primera novela, Frankenstein, prestando minuciosa atención en el tercer capítulo a los cambios que introdujo Percy Shelley en el manuscrito de su esposa. Después de sopesar los temas ideológicos que se ponen en juego en la mejor novela de Mary Shelley, me centro en sus últimas obras, identificando las maneras en las que Mathilda y El último hombre [The Last Man] lidian con sus obsesiones, tanto personales como políticas. El capítulo final se dedica a esas obras (Mathilda, Valperga, Lodore y Falkner), que manifiestan con mayor claridad las contradicciones inherentes en la idealización que hace Mary Shelley de la familia burguesa.
Una última nota con respecto a su nombre. Antes de su matrimonio con Percy Bysshe Shelley, el 30 de diciembre de 1816, Mary siempre se refería a sí misma como Mary Wollstonecraft Godwin. Después de su matrimonio, abandonó el nombre Godwin y, en un homenaje continuo a su madre, firmaba sus cartas como Mary Wollstonecraft Shelley o MWS. Las entradas del diario de su padre posteriores a 1817 también se refieren a su hija como MWS (con algunas significativas excepciones de las que hablaremos en el texto). Por lo tanto, he adoptado la práctica que inició Betty T. Bennett en su edición crítica de la correspondencia de Shelley y me refiero a la protagonista de este libro, a partir de su matrimonio a los diecinueve años, como Mary Wollstonecraft Shelley.
[1] J. de Palacio, Mary Shelley dans son oeuvre, París, Klincksieck, 1969, p. 16.

 
 
AGRADECIMIENTOS

Todas las personas que estudian a las familias Godwin y Shelley adquieren una deuda inmensa con lord Abinger, que ha depositado generosamente su colección de manuscritos de Shelley y Godwin en la Bodleian Library de la Universidad de Oxford. Agradezco especialmente a lord Abinger el permiso para citar materiales aún no publicados de la Abinger Shelley Collection. La University of Wisconsin Press y la Indiana University Press han permitido generosamente reimprimir materiales de los capítulos 5 y 6 respectivamente. Y, una vez más, deseo agradecer a la John Simon Guggenheim Foundation el apoyo que me ha permitido afrontar la tarea de escribir este libro.
En mis esfuerzos por comprender la vida y los escritos de Mary Shelley he tenido la gran ayuda de varios académicos que han compartido generosamente su tiempo y su saber: Nina Auerbach, Margaret Homans, George Levine, Don Locke, Morton Paley, Donald H. Reiman, Patsy Stoneman, Alexander Welsh y, especialmente, William Veeder, Susan Wolfson y Ruth Bernard Yeazell. Amy Gustafson ha sido una valiosísima ayudante de investigación. Por su continuado apoyo y afecto doy una vez más las gracias a Ron Mellor. A las dos personas que más me han enseñado sobre la maternidad, mi madre y mi hijo, les dedico este libro con amor y gratitud.
 
CRONOLOGÍA

 1797

29 de marzo: Mary Wollstonecraft, de treinta y ocho años, se casa con William Godwin, de cuarenta y un años, en la iglesia de St. Pancras, en Londres.
30 de agosto: Mary Wollstonecraft Godwin da a luz a Mary Godwin.
10 de septiembre: Mary Wollstonecraft Godwin muere de fiebres postparto.

 1801

12 de diciembre: William Godwin se casa con la viuda Mary Jane Clairmont. Ella y sus dos hijos, Charles y Jane, se reúnen con William, Mary y Fanny Godwin, la hija de Mary Wollstonecraft y Gilbert Imlay, en la casa de los Godwin en el Polygon, Somers Town, un suburbio londinense.

 1805

William y Mary Jane Godwin fundan una editorial (M. Godwin and Co.) y una librería de literatura infantil.

 1810

La Godwin Juvenile Library publica el poema en verso de Mary Godwin, «Mounseer Nongtongpaw».

 1812

Enero: Percy Bysshe Shelley escribe una carta autopresentándose a Godwin, asumiendo el papel de discípulo del filósofo.
Junio: Mary viaja a Escocia para pasar un tiempo con la familia Baxter, conocidos de William Godwin.
Octubre: Percy Shelley y su esposa, Harriet, se presentan a la familia Godwin y cenan con ellos en la calle Skinner.
10 de noviembre: Mary regresa a Londres con Christy Baxter.
11 de noviembre: Primer encuentro entre Percy y Mary, cuando los Shelley cenan con los Godwin.

 1813

Mary de nuevo vive en Dundee, Escocia, con los Baxter.

 1814

30 de marzo: Mary regresa a Londres
5 de mayo: Percy Shelley cena en la calle Skinner y ve a Mary por segunda vez. Empiezan a pasar juntos prácticamente todo el día.
26 de junio: Mary declara su amor por Percy Shelley sobre la tumba de su madre en el cementerio de St. Pancras.
28 de julio: Mary y Percy huyen a Francia. La hermanastra de Mary, Jane (que después se llamará Claire), les acompaña. Godwin denuncia a su hija.
Agosto: Percy, Mary y Jane pasan a Francia desde Calais y llegan a Suiza. Los problemas financieros los obligan a regresar a Inglaterra.
13 de septiembre: Percy, Mary y Jane llegan a Inglaterra, donde los problemas de dinero los acosan. Cuando sir Bysshe, el abuelo de Percy, muere, Percy empezará las negociaciones sobre su herencia que durarán durante toda su vida.

 1815

22 de febrero: Mary da a luz prematuramente a una niña llamada Clara.
6 de marzo: El bebé de Mary muere.
Agosto: Percy y Mary envían a Claire a casa de unos amigos y se establecen solos en Bishopsgate.

 1816

24 de enero: Nace William, hijo de Mary.
Abril: Claire tiene éxito en su persecución de Lord Byron y se convierte en su amante.
3-14 de mayo: Mary, el pequeño William, Percy y Claire viajan a Suiza a reunirse con Lord Byron en el lago Ginebra, donde Byron y Shelley tienen su primer encuentro.
Junio: Lord Byron alquila la Villa Diodati en Coligny y el cortejo Shelley se muda a una casita cercana.
15-17 de junio: El grupo se enreda en discusiones sobre filosofía y el principio vital y se proponen las historias de fantasmas. El 16 de junio Mary ya ha tenido su «ensoñación», que se convertirá en el germen de Frankenstein, y ha empezado a escribir su relato.
8 de septiembre: Mary, William, Percy y Claire regresan a Inglaterra.
9 de octubre: Fanny Godwin se suicida y es enterrada anónimamente, habiéndose negado Godwin a identificar o reclamar el cadáver.
10 de diciembre: El cadáver de Harriet Shelley, con un embarazo muy avanzado, se descubre en el río Serpentine, donde se había suicidado.
30 de diciembre: Mary Godwin se casa con Percy Shelley en la iglesia de St. Mildred en Londres.

 1817

12 de enero: Claire da a luz a una niña, llamada Alba (más tarde bautizada como Allegra Alba).
17 de marzo: A Percy le deniegan la custodia de los dos hijos que tuvo con Harriet. No hay pruebas de que Percy volviera a verlos nunca más.
18 de marzo: Percy, Mary, William, Claire y Alba se mudan a Albion House, en Marlow.
14 de mayo: Mary termina Frankenstein.
1 de septiembre: Mary da a luz a su hija Clara Everina.
Diciembre: Mary publica History of A Six Weeks Tour.

 1818

Marzo: se publica Frankenstein.
12 de marzo: El cortejo Shelley se marcha a Italia, por la salud de Percy y para entregar a Allegra Alba a Byron.
Abril-junio: El grupo finalmente se establece en Bagni di Lucca. Envían a Alba a Venecia con Lord Byron. Mary empieza a investigar para su novela sobre Castruccio, el príncipe de Lucca (publicada después como Valperga).
17 de agosto: Percy acompaña a Claire a Venecia a ver a Lord Byron y a su hija enferma.
31 de agosto: Mary sale apresuradamente de Bagni di Lucca porque Percy le pide que se reúna con él en Venecia.
24 de septiembre: Clara muere de una fiebre exacerbada por el apresurado viaje a través de Italia.
28 de diciembre: Elena Adelaide Shelley, la supuesta hija de Percy Shelley y de su doncella suiza Elise, nace en Nápoles.

 1819

7 de junio: William, el hijo de Mary, muere de malaria y es enterrado en el cementerio protestante de Roma.
Agosto: En Leghorn, Mary escribe Mathilda, que no se publicará hasta después de su muerte.
Octubre: Mary y Percy se mudan a Florencia.
12 de noviembre: Nacimiento de Percy Florence, el único de sus hijos que los sobrevivirá.

 1820

27 de enero: Los Shelley llegan a Pisa.
Septiembre: Mary empieza a escribir Valperga.

 1821

16 de enero: Edward y Jane Williams se instalan en Pisa y pronto se hacen íntimos de los Shelley. Durante este año Percy se encariña especialmente con Jane.
Enero-febrero: Percy intima con Emilia Viviani, para quién escribe «Epipsychidion».
Junio: Mary termina el segundo tomo de Valperga.

 1822

Abril: Allegra Alba muere de fiebres tifoideas.
Mayo: Los Shelley y Claire se mudan a Casa Magni, en La Spezia. Llega el barco de Shelley, el Don Juan.
16 de junio: Mary tiene un aborto en su quinto embarazo. Percy la salva de morir desangrada metiéndola en un baño de hielo.
8 de julio: Percy Shelley y Edward Williams salen a navegar durante una tormenta en el Don Juan y diez días más tarde se descubren sus cuerpos ahogados.
Septiembre: Mary se muda a Ginebra. Claire se reúne con su hermano Charles en Viena y pasará la mayor parte del resto de su vida en el continente, en diversos empleos como gobernanta y acompañante. Jane Williams regresa a Londres.

 1823

Agosto: Mary y Percy Florence llegan a Inglaterra y se mudan a una pensión en Brunswick Square. Mary visita a Jane Williams con frecuencia.
29 de agosto: Mary va a ver Frankenstein or the Demon of Switzerland, de H. M. Milner, en el Royal Coburg Theatre.
Septiembre-diciembre: Se publica Valperga. Mary recopila y edita los poemas no publicados de Shelley en un tomo, Posthumous Poems of Percy Bysshe Shelley y después, por insistencia de sir Timothy Shelley, reclama los ejemplares no vendidos.

 1824

Febrero: Mary empieza a escribir El último hombre.
19 de abril: Byron muere en Missolonghi, Grecia.
21 de junio: Mary se muda a Kentish Town para estar más cerca de Jane Williams.

 1825

Junio: Mary rechaza una propuesta de matrimonio de John Howard Payne, un actor y empresario americano amigo de Washington Irving.

 1826

Febrero: Se publica El último hombre.
Septiembre: El hijo de Harriet, Charles, muere y Percy Florence se convierte en el heredero de la fortuna familiar. La asignación que Mary recibe de sir Timothy Shelley se duplica a 200 libras al año.

 1827

Abril-junio: Jane Williams se va a vivir con Thomas Jefferson Hogg. Su hija, Mary Prudentia, nace en noviembre.
13 de julio: Mary descubre que Jane Williams ha traicionado su confianza.

 1828

Enero: Mary empieza a investigar y escribir The Fortunes of Perkin Warbeck.
Marzo: Mary escribe «The Sisters of Albano» para The Keepsake, el primero de 14 relatos que aparecerán en esa publicación anual entre 1828 y 1838. Percy Florence comienza su educación formal en la Academia de Caballeros de Edward Slater, en Kensington.
Abril: Mary visita a unos amigos en París y contrae la viruela.
Junio-julio: Mary se recupera junto al mar en Dover y Hastings.

 1829

Mayo: Mary se instala en Portman Square, donde se quedará hasta abril de 1833.

 1830

Mayo: Colburn and Bentley publica Perkin Warbeck.

 1831

Enero-febrero: Mary empieza a escribir Lodore.
Junio: Mary rechaza una semiseria propuesta de matrimonio de Edward Trelawny, un amigo de los días de Italia con Percy.
Noviembre: La edición revisada de 1831 de Frankenstein se publica en la serie Standard Novels de Colburn and Bentley.

 1832

29 de septiembre: Percy Florence ingresa en Harrow.

 1833

Abril: Mary se traslada a Harrow para reducir los gastos de alojamiento de Percy en el colegio y permitirle así que continúe su formación.

 1834

Mayo: Mary rescribe parte de Lodore, porque parte del manuscrito se ha perdido en el correo o en la oficina de los editores.

 1835

Febrero: Se publica el volumen I de la Lives of the Most Eminent Literary and Scientific Men of Italy, Spain and Portugal de la serie Cabinet Cyclopedia de Lardner. Mary contribuye con las vidas de Petrarca, Boccaccio y Maquiavelo.
Marzo: Se publica Lodore.
Octubre: Se publica el volumen II de las Lives of the Most Eminent Literary and Scientific Men of Italy, Spain and Portugal. Mary escribe las vidas de Metastasio, Goldini, Alfieri, Monti y Foscolo.

 1836

Abril: Mary contrata un tutor para Percy y regresa a Londres.
7 de abril: William Godwin muere de fiebre pulmonar y es enterrado junto a Mary Wollstonecraft en el cementerio de St. Pancras.

 1837

Saunders and Otley publican Falkner. Se publica el volumen III de las Lives of the Most Eminent Literary and Scientific Men of Italy, Spain and Portugal, incluyendo ensayos de Mary sobre Cervantes, Lope de Vega y Calderón.
10 de octubre: Percy ingresa en el Trinity College, Cambridge.

 1838

Julio: Se publica el volumen I de The Lives of the Most Eminent Literary and Scientific Men of France, con ensayos de Mary sobre Montaigne, Rabelais, Corneille, Rochefoucauld, Molière, La Fontaine, Pascal, Mme. de Sévigné, Racine, Boileau y Fénelon.

 1839

Enero-mayo: Se publican, a intervalos mensuales, los cuatro volúmenes de las Obras poéticas de Percy Shelley con notas de Mary Shelley. Se publica el volumen II de Lives of the Most Eminent Literary and Scientific Men of France, con ensayos de Mary sobre Voltaire, Rousseau, Condorcet, Mirabeau, Mme. Roland y Mme. de Staël.
Noviembre: Se publica la edición de Mary de los ensayos y la correspondencia de Percy Bysshe Shelley.

 1840

Junio-septiembre: Mary pasa dos meses en el lago de Como con Percy y sus amigos.

 1841

Enero: Percy se gradúa en la Universidad de Cambridge.

 1842

Junio: Percy y Mary pasan el verano en Alemania y el invierno y la primavera en Italia.

 1843

10 de julio: Mary regresa a Inglaterra con Percy y, de camino, visita a Claire en París.

 1844

Se publica Rambles in Germany and Italy. Sir Timothy Shelley muere y Percy Florence recibe una herencia con enormes deudas.

 1848

Junio: Percy Florence se casa con Jane St. John.

 1849

Mary se muda a Field Place, la casa de campo de los Shelley en Bournemouth, junto con Percy y Jane.

 1850

Mary pasa el invierno en Chester Square, sufriendo ataques nerviosos y una parálisis parcial. Percy y Jane la cuidan con cariño y diligencia.

 1851

1 de febrero: Mary Shelley muere a la edad de cincuenta y tres años. Se la entierra junto con los restos trasladados de su padre y de su madre, en el cementerio de St. Peter, Bournemouth.
Fuente:
Editorial: N.N.

domingo, 13 de octubre de 2019

LORD BYRON. DIARIOS. MOVIMIENTO LITERARIO: ROMANTICISMO.



Lord Byron
George Gordon, sexto lord Byron, murió en la ciudad griega de Missolonghi el 19 de abril de 1824, sangrado por «tres médicos incapaces» que, a fuerza de cortes y sanguijuelas, trataban de curarle unas fiebres. Aunque simpatizaba más con los turcos, había marchado a Grecia para unirse a la lucha por la liberación de un país que «ya era un honor sólo haber visitado», así como había tratado de liberar Italia (donde escribió el inacabado poema narrativo Don Juan) de «esos malditos carniceros de la corona y el sable» que constituían los poderes políticos y las autoridades pontificias. Allí había conocido a Teresa Guiccioli, una joven condesa para la que ejerció de «cavalier servente», o amante con permiso oficial, desde sus primeros encuentros en el carnaval de 1819, y de la que reconoció estar tan «furiosamente enamorado» como para abandonar por ella «todo concubinato promiscuo».
Curiosamente, aquellas disipaciones que habían jalonado su estancia en Venecia sirvieron para dar a sus obras un giro más reflexivo, vitalista y maduro, lejos del fantástico colorido de sus poemas anteriores –los célebres «cuentos turcos»–, de los que ya se había apartado definitivamente en 1816, en parte cansado de «adulterar el gusto de una época», en parte influido por sus conversaciones con el poeta Shelley en las proximidades del romántico «bosquet de Julie» paseado y soñado por Rousseau.
Bruselas y Suiza fueron los primeros paisajes que acogieron su exilio: sin embargo, ni el imponente escenario alpino ni la sensación de reconquistada libertad lograron atenuar el odio que sentía hacia su ex-mujer, Annabella Milbanke, la «Clitemnestra moral que destruyó mi fama», ni el cálido pero doloroso recuerdo de su hermana Augusta, con quien mantuvo una relación no sólo fraternal, y tal vez no tan secreta, en su época de mayor esplendor, cuando la demente enamorada Caroline Lamb lo definió como «mad, bad and dangerous to know» (malo, loco y peligroso de conocer). Para entonces, Byron disfrutaba del éxito gracias a obras como El corsario y Las peregrinaciones de Childe Harold, una especie de autoficción en rima spenseriana que moldeó su controvertida y, por lo general, mal entendida leyenda.
Fue un joven de «pasiones tumultuosas», siempre en busca de calma para sus encrespados paisajes interiores, pero condenado a verse una y otra vez a merced de la marea. Estudió en Cambridge acompañado por un oso amaestrado, practicó boxeo, natación y esgrima, protagonizó varias obras de teatro, fue un abnegado jugador de cricket y un nostálgico frecuentador de cementerios, donde nacerían los primeros versos que escribió, inspirados por la muerte de su prima Margaret. Educado en el calvinismo, lord sin tierras que adquirió el título por vía indirecta, hijo único de una rica heredera de tortuoso carácter y un disipado capitán conocido como Jack «el Loco», Byron nació en Londres el 22 de enero de 1788.
LORENZO LUENGO
(Fragmentos).


HAMLET EN EL CAMERINO
Para comprender al Byron escritor de diarios (no al poeta ni al poseur, sino al hombre sentado en camisón ante su mesa) lo mejor es que nos acerquemos un momento al Byron escritor, prolífico escritor, de cartas, al huraño retratista amigo de la espuma y del trazo espontáneo al que tanto divertía su falta de cuidado1.
El cuidado, de hecho, no es algo que Byron apreciara o aprendiera con los años. Desde muy joven, sus cartas abundan en indiscreciones, confidencias y salidas de tono que no sólo lo comprometen a él, sagaz y hasta implacable narrador de los hechos, sino también a la fauna social que conforma el amplísimo mosaico de sus corresponsales. A la rapidez con que respondía a cada nueva entrega postal atribuía el poeta Thomas Moore –amigo íntimo y uno de los nombres más asiduos de su epistolario– la virtud de que sus cartas poseyeran un refrescante tono conversacional, esa familiaridad inmediata que envolvía a sus lectores en una telaraña de paradojas frívolas, hallazgos metafóricos, golpes de puro ingenio, citas literarias adaptadas para la ocasión y observaciones de especie epigramática, juegos cosméticos, generalmente encontrados por detrás de un comentario pasajero o al azar de una frase, que en manos de Byron no encubren las debilidades propias o ajenas, sino que parecen tener más bien el propósito de realzarlas. Enredados en ese encantamiento, sus corresponsales se nos muestran muchas veces igualmente proclives a la falta de cautela, aplicados en el minucioso desglose de sus almas con una ingenuidad que Byron destila a conciencia para extraer sus gotas más secretas y edificantes. Así, maridos engañados, doncellas –y no tan doncellas– de todo escalafón social, políticos y poetas laureados, ya sea de ofrendas florales o meras cornamentas, desfilan ante el curioso lector desprovistos de blindaje, configurando un zoológico humano en el que las criaturas que lo habitan se entremezclan sin concesiones a la alcurnia, unidas por el rasero común de sus debilidades y contradicciones, sus entrañables vilezas y sus flaquezas demasiado humanas. Al igual que Proust, Byron consideraba que un secreto compartido es un secreto que aspira a ser revelado, y a esa voluntad de exponer al aire libre la lavandería íntima de sus corresponsales y la suya propia debemos el que tanto sus cartas como sus diarios, además de seducir, sorprender y divertir a sus lectores, compongan un delicioso fresco de la sociedad de la Regencia y un admirable retrato en primera persona en el que su autor –en su siempre obstinado y muchas veces doloroso esfuerzo por buscar la verdad– prefiere mostrarse menos «complaciente que fidedigno»: «¡Cómo me divierte observar la vida tal y como es! Y yo mismo, al cabo, soy el peor de todos. Pero no importa: debo evitar el egotismo, que en este caso no significaría vanidad».
Por supuesto, no es una particularidad exclusiva de Byron este afán por recrearse en el detalle humano que anima buena parte de su obra confesional. Los años de la Regencia –periodo que se inicia con el traspaso de poderes de Jorge III a su hijo, el disoluto caballero Jorge IV, Príncipe Regente– nos han legado un abundante intercambio de secretos mayores y menores, peligrosos e inofensivos, por lo general inconfesables pero arbitrariamente confiados al papel, primer paso para que la confesión apenas bisbiseada a un solo oyente pasara a ser pasto del dominio público. Reputaciones sociales, políticas o conyugales podían quedar destruidas de la noche a la mañana por una cita robada a un corresponsal o arrancada de un diario privado, en un tiempo en que las alianzas personales se hallaban sometidas a los azarosos vientos que levantaba la política insular (sólo entre 1790 y 1820 diecinueve miembros del parlamento se suicidaron, y otros veinte fueron recluidos en manicomios), pero, aun así, pocos se sustraían a la tentación de traficar con sus secretos, a cambio por lo general de intimidades mucho más placenteras que las suyas (y mucho más interesantes, naturalmente, porque no eran suyas). Como un método para proteger a sus autores de filtraciones indeseadas, además del estratégico ocultamiento de nombres y apellidos bajo asteriscos significativos, existía la convención tácita de que las cartas no pertenecían a quienes las recibían, sino a quienes se habían tomado el trabajo de escribirlas: no hay más que echar un vistazo a la literatura de la época para asistir a un buen número de candorosas y divertidas escenas en las que un corresponsal traicionado exige la devolución de sus cartas a quien hasta entonces ha sido su amigo, su confesor o su amante.
Con todo, no siempre podía confiarse en la prudencia de los destinatarios, y menos aún en la honorabilidad de los amigos. Mientras rebuscaba en sus cornucopias en busca de documentos con que aprovisionar a Moore para su monumental biografía de Byron, Walter Scott se lamentaba del robo de algunas cartas que este le había hecho llegar desde su exilio en Venecia: «La que lamento en particular es la que me envió junto con una calavera. Alguna sabandija vil y poco hospitalaria la sustrajo de su mismo cuenco, pues un criado jamás pensaría que ese hurto merecería la pena»2. De esas sabandijas viles y poco hospitalarias estaba llena la alta sociedad inglesa: ladrones de Shady Hill que aprovechaban una visita al baño o la confusión de un encuentro más tumultuoso que de costumbre para prensar entre el chaleco y la camisa unos cuantos pliegos firmados por un réprobo. Pero si el robo de cartas era un ritual que se celebraba en secreto, la difusión de sus contenidos podía llegar a tener carácter público, con bujías a media luz y sillitas en círculo para el ávido respetable. En 1828, la condesa de Granville escribía una alarmada carta a su hermana tras enterarse de que algunos pasajes de su epistolario habían sido aireados entre sus más directos conocidos, en una lectura para entendidos que contó con su propia y festiva puesta en escena: «¿Cómo puedes preguntarme lo que pienso de la conducta de Francis Levenson? ¿Puede haber dos opiniones al respecto? […] Nuestras cartas fueron leídas bajo la consciente luna, el jardín iluminado por las lámparas, endulzado por la flor de los naranjos»3. El aparato escénico no es más que una pobre compensación del horror que la condesa debió de sentir al saber que sus secretos ya no pertenecían al marco de su vida privada, por más que la plateada luna, las lámparas y los naranjos nos inviten a pensar en secretos más bucólicos y fragantes que hediondos. Pero, en una medida u otra, sus temores eran compartidos por buena parte de la sociedad inglesa, que se sabía indefensa ante el uso que amigos y enemigos podían hacer de sus confesiones más intrépidas. En el prefacio a su Diario londinense, Boswell comentaba a su amigo Erskine «que un proyecto de este género [la confección de un diario] es peligroso pues, en su franqueza, una persona puede decir muchas cosas y descubrir muchos hechos susceptibles de perjudicarla no poco si el diario llegara a caer en manos de sus enemigos»4. John Cam Hobhouse, otro de los escasos íntimos de Byron, se escandalizaba de la ligereza con la que este trataba en sus cartas los asuntos carnales, en particular cuando aludía a intercambios de naturaleza homoerótica –«he empleado la mayor parte del día conjugando el verbo ‘amar’», le escribía desde Atenas en agosto de 1810, «pero [con Nicolo Giraud] debo llegar al pl & opt C»5–, una ligereza que no le abandonaría, sino que incluso aumentaría, con el paso de los años.
Desde un punto de vista puramente artístico, Byron tardó en advertir las posibilidades creativas que tenían tanto ese rasgo de su personalidad como el incisivo estilo coloquial de sus cartas y diarios, y hasta la composición de Beppo, en septiembre de 1817, no alcanzó un moderado equilibrio entre fondo y forma, entre esa inclinación por contemplar el mundo y sus flaquezas con corrosiva frivolidad y un modo de expresión que se ajustase convenientemente a la ligereza de su pensamiento, más propia de la prosa que de la poesía, o al menos de la poesía que había escogido como modelo. Él mismo era muy consciente de la falta de vuelo de que adolecían sus primeras sátiras –«a decir verdad», escribía a Moore en 1814, «mis sátiras no son tan traviesas»6– y, pese a su predilección por Pope, comprendía que la fórmula de la poesía augusta no parecía precisamente la más adecuada para un «manierista de mil demonios»7 como era él. Ese manierismo, que puede resumirse en una endiablada búsqueda de lo efectista, lo exagerado y lo exótico para satisfacer el gusto de los lectores (y un gusto, dicho sea de paso, que el propio Byron se había encargado de «adulterar» por medio de sus obras8), hacía resaltar por simple contraste la naturalidad con que sus trabajos en prosa, ya fueran cartas, artículos o pasajes de sus diarios, mostraban su verdadero carácter, eclipsado generalmente en el verso por la artificiosidad y las limitaciones del personaje byroniano. Aun así, y tras el deslumbramiento inicial que le supuso la composición de Beppo, donde por primera vez atraparía la frescura de su prosa en un adecuado molde métrico –«parte de mí se inclina por la prosa / pero escribiré en verso, que está algo más de moda»9–, Byron siguió insistiendo en que la única poesía realmente elevada había sido escrita en la época augusta, y admitía sentirse perplejo y hasta «mortificado por la inefable distancia en cuestión de sentido, armonía, efecto e incluso imaginación, pasión e invención, que existe entre el hombrecillo de la reina Ana [Pope] y nosotros los del Bajo Imperio»10.
Pero las dificultades a la hora de abordar cada nueva obra no se limitaban tan sólo a cuestiones de forma y de estilo. Byron no tenía reparos en reconocer que el aburrimiento «es parte de mi naturaleza» («nunca consigo hacer que la gente entienda que la poesía es la expresión de las pasiones excitadas, y que no hay tal cosa como una vida de pasión, así como no existe un continuo terremoto o una fiebre eterna. Además, ¿quién podría siquiera afeitarse en tal estado?»11) y, ciertamente, sólo hay que echar un vistazo a su correspondencia para observar cómo desde muy joven se lamentaba de ese estado de apatía constante que le hacía contemplar la escritura no como un fin en sí mismo, ni siquiera como un esfuerzo digno o una «verdadera vocación»12, sino como un mal menor e incluso un «penoso consuelo»13 ante la imposibilidad de llevar una vida más activa. Escribir era, si no el único, sí al menos el mejor medio que tenía a su alcance para dar salida a las tensiones derivadas de una existencia que siempre parecía tomar el rumbo menos deseado, aunque el carácter generalmente extremo de tales conflictos le impedía entregarse a esa labor de autodisección sobre el papel a la manera desahogada y feliz en que, a su juicio, parecía hacerlo la casi totalidad de la «hermandad poética». Dos días antes de iniciar el diario de Rávena, y en respuesta a una carta de Moore en la que este mostraba su asombro por la exaltación con que cierto amigo suyo se entregaba a la confección de versos con un divertido símil –«[para mí, escribir] es como lo que el marido francés dijo cuando encontró a un hombre haciendo el amor con su esposa (la del francés): ‘Cómo, señor, ¡y sin estar obligado!’»14–, Byron explicaba que se sentía
exactamente como tú respecto a nuestro «arte», pero a mí me sobreviene de vez en cuando en una especie de ataque […] si no escribo entonces para vaciar mi mente, me vuelvo loco. Respecto a ese constante e ininterrumpido amor por la escritura que describes en tu amigo, no me cabe entenderlo. Para mí es una tortura de la que debo librarme, pero nunca un placer. Al contrario, pienso que componer es muy doloroso.15
Esta confesión, que también despunta con obsesiva regularidad en muchas de sus cartas y diarios, resulta tanto más sorprendente al contrastarla con la abundante obra que Byron escribió en los casi veinte años que abarca su carrera literaria –si tomamos como punto de referencia su primer libro publicado, Fugitive Pieces, que apareció en noviembre de 1806–, a la que hay que sumar un vastísimo epistolario, varios proyectos diarísticos, decenas de cuentos y poemas destruidos o desaparecidos y sus hoy perdidas memorias, un conjunto de textos, no pocas veces trabajados en las antípodas de la tranquila vida doméstica, que nos presentan la imagen de un Byron casi en permanente contacto con el papel, por más que en sus manifestaciones públicas y privadas abjurara del «inútil linaje de los escritores». Sin embargo, su propósito al acumular tan abultada obra escrita no era precisamente hacer carrera literaria –de hecho, y pese a las deudas que lo atosigaban, hasta su exilio en Venecia se negó a cobrar los beneficios adquiridos por la venta de sus obras, y, a la manera de Dante o de (su denostado) Petrarca, siempre mostró un enorme desprecio por quienes tildaba de «escritores de oficio»–, sino algo tan humilde y humano como evitar verse acorralado por la melancolía y el aburrimiento. No cabe duda de que Byron es un poeta melancólico (si nos atenemos a su poesía lírica más conocida y al carácter de sus personajes hasta Beppo y Don Juan). Pero no es menos cierto que el Byron más dueño de su talento y sus recursos es el que se ampara detrás de esa mirada frívola, humorística y bastante a menudo paradójica que posaba sobre «las pequeñas cosas de este mundo», tan frecuente en sus cartas y diarios pero que aún tardaría en penetrar en su obra poética.
No sin asombro, pero con aún más reservas, Byron era muy consciente del lugar que sus lectores le habían asignado como protagonista de las experiencias que relataba en sus poemas –«Hobhouse me ha contado algo bastante curioso: que yo soy el verdadero Conrad, el corsario real, y que parte de mis viajes hay quien supone los he realizado en corso»–, asunto que se repetiría con cada nuevo libro que enviaba a su editor y que con el tiempo se resignaría a aceptar: «Ni siquiera ahora –escribía a Moore desde Venecia en 1817, un año después de su ruptura con Annabella Milbanke– soy ese misántropo y lúgubre caballero por el que se me toma, sino un compañero bastante divertido que se lleva bien con aquellos con los que intima, y tan locuaz y propenso a las risas como para parecer un tipo mucho más listo»16. Pero, frente a la artificiosidad que sin duda abunda en su obra en verso (y de la que sólo se aleja en sus poemas de madurez, donde por fin quedan establecidas las distancias respecto al héroe byroniano), las cartas y los diarios nos ofrecen un documento de primera mano para conocer a Byron desde el otro lado de sus versos, ese Byron introspectivo y solitario al que casi oímos morderse las uñas en las reuniones de sociedad («y de esta forma medio Londres pasa lo que llamamos vida. Mañana hay fiesta en casa de lady Heathcote. ¿Iré? –se pregunta, a lo que responde de inmediato–: Sí: para castigarme por no tener ninguna ocupación») o mientras aguarda una revolución que nunca llega, pero sobre todo a ese Byron de mirada lúcida –y lúdica– que busca en los claroscuros de la realidad un motivo para la carcajada. Peter Quennell ha descrito muy acertadamente esa vastísima cantidad de páginas confesionales –alrededor de diez mil folios de obra conocida– en las que «se nos muestra a Byron detrás del escenario. No es que se abandonase [en ellas] del todo», más que con el «autocontrol de un actor en la soledad de su camerino»17; unas palabras que no quedan muy lejos de lo que el propio Byron afirmaba de sus memorias, un libro en el que había resuelto omitir «tantas cosas importantes» que el experimento se le antojaba algo similar «a una representación de Hamlet ‘con el papel de Hamlet suprimido por deseo particular’»18. En todos sus escritos de naturaleza confesional, desde las cartas y los diarios hasta los breves (y en muchos casos divertidísimos) pasajes de sus memorias que han llegado hasta nosotros, encontramos a ese Hamlet en el camerino, que «desviste ante nuestros ojos su portentosa mente»19 y ahonda en sus misterios inspirado por un desasosiego que, ya que no otra cosa, al menos le permite comprobar que hay algo en él que es «más que la apariencia»: ese Byron que purga su alma o la vuelca sin miramientos sobre la página en blanco no es ya el corsario, ni el peregrino sentimental, sino un hombre en su más inmediata desnudez, que puede permitirse incluso ser «un necio que duda», aunque sin envidiarle a nadie «la confianza en una autoacreditada sabiduría».
LA REDACCIÓN DE LOS DIARIOS
Pese a la frase con que arranca su primer diario, escrito en Londres entre 1813 y 1814 («si esto lo hubiera empezado hace diez años, y lo hubiera seguido fielmente […]»), existe al menos un testimonio que apuntaría a que Byron comenzó un diario, o un cuaderno de memorias juveniles, antes del largo tour oriental que emprendió junto a Hobhouse el 2 de julio de 1809 y concluyó en solitario el 14 de julio de 1811. Tras la muerte de Byron en Missolonghi, George Finlay, un joven erudito que se unió a la causa griega y que llegaría a escribir una procelosa Historia de Grecia en siete volúmenes, afirmó que Byron «había llevado un diario muy preciso acerca de cada circunstancia de su vida, y de muchos de sus pensamientos de juventud, que había dejado ver en Albania al señor Hobhouse, el cual al final le persuadió de que lo quemase. [Byron] decía que Hobhouse había robado un placer al mundo». En la segunda edición de su obra Greece in 1823 and 1824, publicada en 1825, el coronel Leicester Stanhope, destinatario de la carta en la que Finlay hacía pública esa cuando menos curiosa confidencia de Byron, aporta un poco más de información y precisa que «fue Hobhouse –o eso se decía– quien destruyó el manuscrito, al haber en él pasajes censurables, pensando que resultaría dañino permitir que se difundiese algún extracto»20. Por su parte, Hobhouse, el único que podía acreditar o refutar el relato de Finlay, sólo tenía palabras de elogio para el retrato que este había hecho de Byron en un pequeño fragmento titulado Reminiscencias, y ni siquiera se defendió de las acusaciones lanzadas por Finlay en los últimos volúmenes de la Historia de Grecia, dedicados a la revolución de 1824, a menos que, como sugiere Doris Langley Moore, «[Hobhouse] nunca hubiera llegado a enterarse de lo que en última instancia Finlay escribió sobre él»21, en particular su responsabilidad en los retrasos y los gastos que Byron se vio obligado a afrontar durante su frustrada campaña en Grecia. Si realmente no llegó a conocer estas palabras de Finlay (escritas en 1861, cuando Hobhouse ya había sido nombrado lord y llevaba diez años de vida política), es posible que tampoco supiera lo que Finlay le contó a Stanhope en relación a la quema del presunto primer diario de Byron, algo a lo que sin duda hubiera sido no poco sensible dada la más que directa implicación que sí tuvo en la desaparición de sus memorias, asunto en el que puede verse un intento no ya de proteger la reputación de su autor como la suya propia22. Sea como fuere, cabe entender, por su correspondencia de 1811, que al menos en su viaje por tierras de Oriente Byron no había «llevado diario alguno»23, y tampoco en sus escritos posteriores, ya sean cartas o reflexiones privadas, hace mención al diario que Hobhouse supuestamente habría destruido en Albania. El texto más cercano a esa fecha que puede asemejarse a una anotación diarística (pero sin pasajes previos ni continuidad) es el sucinto prontuario que escribió a bordo de la fragata Volage el 22 de mayo de 1811, titulado Cuatro o cinco razones a favor de un cambio (que luego, en un ejemplo de arbitrariedad byroniana, se ampliarían a siete), cuando ya ponía rumbo a Inglaterra después de dos años de peregrinación oriental:
1º A los veintitrés lo mejor de la vida ha pasado y sus amarguras se recrudecen.
2º He visto a la humanidad en diferentes países y en todos ellos la encuentro igual de despreciable, en todo caso la balanza se inclina a favor de los turcos.
3º Estoy asqueado.
Me jam nec faemina...
Nec Spesanimi credula mutui
nec certare juvat Mero24.
4º Un hombre que está cojo de una pierna se encuentra en un estado de inferioridad corporal que aumenta con los años y habrá de hacer su vejez más desagradable e insoportable. En cualquier caso, en otra existencia espero tener dos si no cuatro piernas como compensación.
5º Me estoy volviendo egoísta y misántropo, algo así como el «jovial Miller»: «Nadie me importa, no a mí, y a nadie le importo yo.»
6º Mis asuntos en casa y en el extranjero son lo bastante deprimentes.
7º He saciado todos mis apetitos y muchas de mis vanidades, ay, incluso la vanidad de ser autor.25
Fuera de este fragmento, no hay ninguna evidencia, al margen de la indemostrable afirmación de Finlay, que nos haga pensar en la existencia de una memoria o un texto diarístico escrito con anterioridad a 1811, de modo que debemos considerar el cuaderno de Londres como el primer diario propiamente dicho en el que Byron se decide a dejar constancia tanto de su vida cotidiana como de algunos episodios de su pasado, y eso cuando, ya de entrada, considera que en su vida hay «demasiadas cosas que desearía no tener que recordar». El asunto no deja de ser contradictorio. Pero, desde este momento, haríamos bien en no olvidar que la verdadera esencia de la personalidad de Byron no es la angustia ni la melancolía, sino la contradicción.
LONDRES
Byron inicia la redacción de su cuaderno londinense el 14 de noviembre de 1813, coincidiendo con el final de una serie de peripecias sentimentales que, casi inadvertidamente, lo abocan a un estado de melancólica introspección, antesala de la persistente depresión de ánimos que lo azota en rachas intermitentes y a la que tampoco parece poner remedio su reciente consagración como «autor de éxito». Aunque veladamente, las razones que motivan su redacción asoman en una carta fechada diez días atrás, donde Byron desgrana un episodio de la última aventura amorosa en la que se ha visto envuelto para reconocer, ya de paso, la necesidad de «vaciamiento por la rima» que interviene en su labor literaria:
Los últimos tres días los he pasado casi en pleno encierro; a causa de sucesos pasados y presentes mi mente se ha encontrado en tal estado de fermentación que, como siempre, me he visto obligado a vaciarla mediante la rima, y ya estoy inmerso en otro cuento oriental, algo según el molde de El Giaour, aunque no será tan sombrío y sí mucho más truculento. Este es mi recurso habitual: de no contar con una ocupación semejante para dispersar mis pensamientos durante la inacción, creo de veras que me volvería loco bastante a menudo.26
Un eco de esta reflexión lo encontramos en la carta que dirige una semana después a William Gifford, editor y crítico de la revista Quarterly Review y, pese a las opiniones políticas y literarias que los separan, ferviente admirador de la obra de Byron: «[El poema] lo escribí […] en un estado mental originado por circunstancias que en ocasiones nos afectan a ‘nosotros los jóvenes’ y que en mi caso hacían necesario que aplicara mi mente en algo, cualquier cosa excepto la realidad: bajo esta no muy brillante inspiración es como lo compuse»27. Dado que las circunstancias que Byron insinúa en su carta no hubiera sido sensato llevarlas al papel (al menos con vistas al conocimiento del público, pues su naturaleza es mucho más escabrosa de lo que Gifford se hubiera atrevido siquiera a imaginar), cabe suponer que la redacción del diario no coincide por casualidad con la culminación del poema mencionado a ambos corresponsales –Zuleika, que finalmente recibirá el ambiguo título de La novia de Abydos–, y que dicho proyecto es en realidad una prolongación del acto compensador de escribir aunque distanciado esta vez de la poesía, esa «lava de la imaginación cuya erupción evita un terremoto»28.
Ya en la intimidad de su diario, Byron insistirá en esta idea recurrente, que por fin queda destilada en su expresión más significativa: «separar mi yo de ha sido siempre mi único, mi absoluto, mi más sincero motivo para dedicarme a la escritura», una disociación que sin embargo no admite la usurpación de la experiencia personal por parte de la fantasía pura. En abril de 1817, inmerso en la reconstrucción del tercer acto de Manfred, «un alocado drama»29 en cuyo origen Byron reconocía una inspiración mucho más sustanciosa de lo que sus críticos podían «inventar o adivinar»30, manifestaba su rechazo hacia «las cosas que son total ficción […] hasta la más etérea de las estructuras debe tener siempre un fundamento en los hechos: la invención pura no es más que el talento de un mentiroso»31. Paradójicamente, esa intención de desmarcarse del predio de la imaginación desatada para mezclar en los intersticios de sus obras el detalle biográfico supondría para Byron un motivo de constante preocupación, y buena parte de sus esfuerzos a la hora de defender ante crítica y público cada nueva producción poética que «lanzaba a la arena»32 –pues publicar le suponía casi siempre el inicio de una encarnizada batalla «contra todo y contra todos»– los dedicaba a refutar las presuntas similitudes entre él y sus personajes, aunque esa tentativa de borrar sus propias huellas sólo servía a la larga para alimentar las sospechas de que Byron y sus creaciones, si de veras no conformaban un todo inseparable, sí al menos se complementaban y explicaban por puro contraste.
Byron comprendió esto muy pronto, e incluso trató de desalentar a futuros intérpretes en vísperas de la publicación de Childe Harold. El prefacio a los dos primeros cantos del poema, fechado en febrero de 1812, contiene un alegato sobre el carácter ficticio de su héroe que resultaría del todo innecesario de no mediar el temor a verse identificado con los manierismos de un personaje hacia el que tampoco él miraba con mucha simpatía, al menos de cara al lector. Esos temores habrían sido infundidos por su círculo más cercano33 y, de hecho, el párrafo exculpatorio por el que se desentiende de cualquier parecido con Harold es una refundición del contenido de una carta escrita tres meses atrás, en respuesta a algunas consideraciones que Robert Charles Dallas, pariente lejano reconvertido por obstinación propia en agente literario, había hecho sobre la naturaleza de su personaje. Así se expresaba Byron con palpable fastidio:
De ningún modo pretendo identificarme con Harold, es más, niego toda conexión con él. Si en algunas partes puede pensarse que lo he dibujado a semejanza mía, créeme que no es sino en partes, y ni siquiera eso lo admito. En cuanto al «hogar monástico», etc., pensé que esas circunstancias encajarían con él tanto como con cualquiera, y que podría describir lo que había visto mejor que cuanto pudiera inventar. Yo no sería un tipo como he hecho a mi héroe para el mundo.34
Aun así, muchas de las cartas que Byron recibió durante los siguientes meses iban encabezadas por un más que elocuente «querido Childe Harold», entre otras expresiones «de gran admiración y consejos para que fuese feliz»35, prueba todo ello de que las precauciones tomadas para evitar la identificación entre autor y personaje habían sido ignoradas por sus lectores.
Pero las sospechas de que Byron se retrataba de manera soterrada en sus poemas resultarían pocas veces tan bien fundadas como en el caso de La novia de Abydos. Todo tenía que ver con una historia de amor, pero qué historia. Creo que cualquiera está en condiciones de imaginar la farsa que habría podido inspirar el «pequeño volcán» de lady Caroline Lamb, «la más lista, amena, absurda, adorable, desconcertante y peligrosamente fascinante criaturita viva, o que debe haber vivido en los últimos dos mil años»36, o las églogas y los romances en honor de esa lady Oxford que era capaz de hacer sentir a un hombre «como los dioses en Lucrecio». Pero este era un amor que iba más allá de los géneros (Byron tuvo que escribir dos cuentos en verso, un diario, varios poemas líricos y posiblemente una novelita en prosa para poder atraparlo: no logró hacerlo). Estaban las semejanzas, la sombra del Paraíso, las convenciones burladas y aplastadas. Estaban la noción del pecado y los monstruos que acechan en el encuentro de una misma sangre. Es verdad que Byron apenas conocía a su hermana, Augusta Leigh. También lo es que sólo eran hermanos por parte de padre y que apenas habían tenido otro trato que el epistolar hasta julio de 1813. Pero nada de aquello suavizaba las implicaciones de semejante aventura, y Byron debió de sentirse razonablemente alarmado al constatar que su intimidad con Augusta empezaba a desbordar las orillas del escarceo esporádico para convertirse en un amor genuino, aunque desde luego poco fraternal. Tal era su desconcierto, su inquietud por que aquello realmente estuviera ocurriendo, que decidió confiar los pormenores de su relación a lady Melbourne, y quizá también a lady Caroline Lamb, como más adelante se los confiaría –posiblemente en mayo de 1814– a Thomas Moore, a quien ya había dejado caer alguna insinuación al respecto en una carta fechada el 22 de agosto de 1813:
Percibo que he escrito una carta frívola y bastante insensible; bueno, dejémoslo pasar. Tampoco he dicho nada del bello sexo; pero lo cierto es que, en estos momentos, estoy en un lío mucho más serio, y enteramente nuevo, de los que he tenido en los últimos doce meses. Y ya es decir mucho.37
Tal y como el propio Byron registra en su diario –en lo que casi parece una copia al trasluz de algunas de sus cartas de noviembre–, La novia de Abydos fue escrito «en cuatro noches para distraer mis sueños de Augusta. De no haber sido por eso, ni lo habría escrito; y de no haber hecho algo entonces me habría vuelto loco». El 12 de noviembre añadió algunas correcciones al poema y posteriormente lo remitió a Gifford y Francis Hodgson para tantear su opinión sobre lo que no era sino «el trabajo de una semana, y escrito stans pede in uno (el único pie, por cierto, sobre el que puedo apoyarme)»38. Ante otros corresponsales describía el poema como una obra menor, adelantándose a lo que tres años después afirmaría sobre su colección de cuentos turcos, pues «no cabe tener en mucha estima unos versos que pueden ser encadenados tan aprisa como los minutos»; pero, añadía, «es mi historia y mi oriente», lo cual por sí solo justificaba su creación –«la imaginación es un alivio […] pensar tanto en aquellos que están lejos de nosotros es una prueba inútil de cariño, y algo tan doloroso como vano»39–, aunque en la intimidad de su diario se mostraba bastante menos tímido al defenderlo; en él admitía, nada menos, que «componerlo es lo que me ha permitido seguir vivo», una afirmación que podría parecer exagerada, pero que responde a sus esporádicas, y no siempre ocultas, inclinaciones suicidas, y a esos sentimientos de desconcierto y de culpa que aparentemente produjeron en él sus relaciones con Augusta. En cualquier caso, y si bien los préstamos de la vida privada de Byron a su obra apenas pueden rastrearse en la versión definitiva del poema, no sucede lo mismo en sus primeros borradores (todavía bajo el título provisional de Zuleika), acerca de cuyos contenidos nos aporta una reveladora clave la carta que dirige el 15 de diciembre al profesor Edward Daniel Clarke, dos semanas después de la publicación del libro:
Como usted bien sabrá, ninguna otra cosa puede llevar [en Oriente] a ese grado de intimidad que origina el amor auténtico, así que casi hice ser mucho más próximos [a los protagonistas][…] pero la época y el norte me indujeron a alterar su consanguinidad y dejarlos como primos.40
Considerando el temor que Byron sentía a verse confundido con los héroes de sus poemas, y teniendo en cuenta que al menos dos personas conocían su secreto –y Caroline Lamb no era precisamente de las que se resignaban a guardar silencio: véase Glenarvon (1816)–, no es de extrañar que decidiese retocar el «truculento» parentesco entre Selim y Zuleika en lugar de entregar el poema a las llamas o al resguardo de su escritorio. A fin de cuentas, Byron no contemplaba otra opción que la de publicar cuanto escribía: lo contrario, señalaba, «es físicamente imposible», sin duda «por la acción que [publicar] suscita en la mente, que de otro modo se encierra en sí misma». Cabe entender, pues, que ese tortuoso proceso de vaciado que para Byron suponía componer un poema no terminaba en su escritura, sino que se prolongaba –y con suerte culminaba– en el momento de su publicación.
Sin embargo, aquel trabajo de cuatro noches no parece que tuviera el efecto deseado, y casi de inmediato da comienzo a la redacción del diario, al tiempo que se plantea «expectorar una novela, o mejor un cuento en prosa», proyectos que no llegaría a finalizar ante la imposibilidad de «igualar a la realidad» con los artificios de la ficción. El diario pasa a ser de este modo una actividad ideal para poder meterse libremente «en realidades», pues su carácter privado debía permitir el recuento de sucesos sin la necesidad de maquillarlos con los afeites de la «invención pura»; aún así, y ya desde la primera entrada, Byron no puede sino reconocer en ello una nueva limitación, y tan pronto como las primeras reflexiones y los indicios confesionales se acercan a ese «nombre querido, sagrado» de su hermana Augusta, repara en que, «incluso aquí, mi mano temblaría al escribirlo». Ciertamente, es muy improbable que Byron hubiera decidido abordar la redacción del diario con el propósito de hacer un más o menos riguroso seguimiento de la relación que mantenía con su hermana, pero no resulta menos cierto que tanto esta relación como la incapacidad de Byron para confiarse en otro medio con meridiana libertad le confieren el primer impulso para volcarse en la hoja en blanco y examinar el curioso reflejo que le ofrecen sus actos antes de su disolución en el pasado, único momento en el que estos apenas «soportan la retrospección». En otras palabras, el diario puede perder el pulso que mantiene con su propósito inicial –en realidad, lo pierde desde el momento en que lo escribible se revela como no publicable–, pero sólo para ahondar, a cambio, en una más amplia introspección confesional: poco a poco, sus páginas se transforman en un inquieto oscilógrafo por el que Byron evalúa sus cambiantes estados de ánimo, sus recuerdos más tiernos o melancólicos, sus profundas zozobras o sus malestares más o menos cotidianos, que a menudo quedan fijados mediante citas transcritas de memoria y –como sucede en sus cartas– adaptadas para la ocasión. Los sucesos de cada día conforman así un pretexto para desgranar sus opiniones acerca del «oficio de escribir» –una labor de quisquillosos, aunque también un consuelo doloroso pero necesario–, o abundar en divagaciones sobre lo inútil de decidir entre las alternativas que la vida propone porque, al fin y al cabo, no es menos rudimentaria y absurda que «el verano de un lirón». Pero, pese a la inanidad que le supone ese otro oficio no menos doloroso que es vivir, Byron deja fluir sus reflexiones con un empeño creciente y en ocasiones hasta adictivo, convencido de que «este diario es un alivio. Cuando estoy cansado –como me ocurre por lo general– saco esto, y lo demás viene solo», aunque él mismo admite que cada nueva entrada responde únicamente al capricho del momento:
No puedo releerlo, y Dios sabe qué contradicciones albergará. Si soy sincero conmigo mismo (pero me temo que uno se engaña a sí mismo más que a los demás), cada página habrá de confutar, refutar y abjurar por completo de su predecesora.
Palabras que reflejan como pocas el conflictivo carácter de Byron, construido sobre cimientos tan inestables y arbitrarios como la mayoría de sus opiniones, y que hallarán una acertada cristalización en la carta enviada a su editor, John Murray, en mayo de 1817, cuando, con sólo veintinueve años, comienza ya a contemplar su vida con una suerte de «sensación póstuma»: «Las opiniones están para que las cambiemos, ¿o cómo, si no, podemos alcanzar la verdad? No llegamos a ella manteniéndonos sobre una sola pierna»41.
Entre otros síntomas de aburrimiento, las entradas pierden fluidez a partir de la segunda semana de diciembre y se interrumpen entre el 19 de diciembre y el 18 de febrero de 1814, un silencio que sólo rompe la anotación del 16 de enero. Quizá tras constatar que el diario no se presta por completo a sus fines, Byron inicia el 18 de diciembre la composición de El Corsario –«escrito con amore, y mucho procede de la existencia»–, que se prolongará hasta el 16 de enero, un día antes de partir rumbo a Newstead junto con Augusta, embarazada de seis meses. Para redondear su felicidad, un temporal de nieve los recluye en la abadía familiar hasta el 6 de febrero, desde donde Byron escribe a lady Melbourne en unos términos que incluso a una confidente tan libre y atrevida como ella no dejarían de alarmarla:
Te mencioné ayer que Augusta está aquí, lo cual hace todo mucho más agradable, pues nunca bostezamos ni discutimos, y reímos mucho más de lo que sería apropiado en una mansión tan seria, y la timidez propia de nuestra familia nos hace ser el uno para el otro una compañía más divertida de lo que seríamos para cualquiera.42
El 15 de abril, Augusta da a luz en Six Mile Bottom a una niña que será bautizada como Medora, nombre sofisticado y hasta audaz para la época que resulta no menos osado al saber que Medora es la amante de Conrad en El Corsario, lo que para los iniciados en el secreto se antojaba una provocativa alusión al vínculo que existía entre Byron (recordemos, «el verdadero Conrad») y Augusta. Quizá para no dar más pistas que pudieran «paralizar a la posteridad», el nacimiento de la niña no aparece registrado en el diario: cuatro días antes, Byron ha puesto punto final a sus páginas con una exclamación del rey Lear, ese «¡oh bufón! Me voy a volver loco» en el que resume el escaso éxito de su «cuaderno de bitácora» como amuleto protector contra los altibajos de la cordura.
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Ficha técnica.
Traducción, introducción y notas de:
Lorenzo Luengo.
https://www.zendalibros.com/diarios-de-lord-byron/

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