lunes, 15 de abril de 2019

LAS VACACIONES DE MÍSTER LEDBETTER H. G. Wells


Herbert George Wells fue un escritor inglés. Fue prolífico en muchos géneros, escribiendo docenas de novelas, cuentos y obras de comentarios sociales, sátira, biografía y autobiografía, e incluso incluyó dos libros sobre juegos de guerra recreativos. Wikipedia
Nacido : 21 de septiembre de 1866, Bromley, Reino Unido.

LAS VACACIONES DE MÍSTER LEDBETTER

 

 

            H. G. Wells

            MI amigo míster Ledbetter es un hombrecillo de rostro rubicundo y ojos cuya dulzura natural queda notablemente incrementada por el reflejo de la luz sobre los cristales de sus gafas. Su voz imperiosa y profunda provoca nerviosismo en las personas irritables. De sus años de estudiante, conserva, incluso en el presbiterio que actualmente ocupa, una elocución escrupulosa y una firme voluntad de mostrarse preciso y correcto en todas las circunstancias de la vida, tanto si es necesario como si no.
            Es un apasionado del ajedrez y algunos sospechan que se dedica en secreto al cultivo de las matemáticas puras, ocupación honorable, además de divertida. Su conversación, siempre exuberante, abunda en detalles inútiles. A decir verdad, muchos de quienes lo tratan aseguran que su personalidad resulta abrumadora, para llamar las cosas por su nombre, y algunos me han otorgado el cumplido de extrañarse de que soporte su compañía. Mas, de otra parte, existe también quienes se maravillan de que se complazca en tener amistad con un tipo tan extravagante y antipático como yo.
            Muy pocos consideran ecuánimemente nuestra amistad. Pero es porque ignoran el vínculo que nos une y los amables lazos que contribuyen a asociarme, a través de una estancia en Jamaica, al pasado de míster Ledbetter, pasado cuya mención provoca siempre en él una ligera inquietud.
            —No sé qué sería de mí si aquello se divulgara —suele afirmar con aire convencido—. Verdaderamente no lo sé.
            A mi modo de ver, se limitaría a enrojecer hasta las orejas; pero ya volveré sobre eso más tarde. No hablaré todavía de nuestro primer encuentro, porque según la regla establecida —y que yo me siento inclinado a quebrantar con frecuencia—el final de una historia ha de situarse después y no antes del principio. Y el encuentro en cuestión constituyó el final del relato que me ocupa.
            Hace cosa de veinte años, gracias a una serie de complicadas y asombrosas maniobras, el destino puso, por así decirlo, a míster Ledbetter en mis manos. Yo me hallaba en Jamaica y míster Ledbetter ejercía de profesor eclesiástico en Inglaterra. Por aquel entonces destacaban ya en él las mismas características que ahora; tenía idénticas mejillas rubicundas, llevaba los mismos lentes, o al menos unos parecidos, y en su rostro se pintaba la misma expresión de vaga perplejidad. Cuando le vi por vez primera se hallaba en un estado no del todo presentable. Su cuello postizo estaba sucio y arrugado hasta el punto de haber perdido toda forma. Las circunstancias de nuestro primer encuentro vinieron a ser, por así decirlo, el puente que nos permitió franquear el golfo que nos separaba. Pero, como indiqué antes, ya hablaremos de eso a su debido tiempo.
            El episodio empieza en Hithergate en plenas vacaciones estivales. Decidido a disfrutar de un reposo del que tenía gran necesidad, míster Ledbetter había llegado a la localidad en cuestión, provisto, por todo equipaje, de una maleta oscura perfectamente limpia y marcada con las iniciales F. W. L., un sombrero nuevo, de paja blanca y negra, y dos pares de pantalones de franela. Experimentaba una alegría muy comprensible al verse libre de sus alumnos, a los que no profesaba una devoción particular.
            Luego de comer, entabló conversación con cierto caballero de carácter expansivo, instalado en la misma pensión en la que, por consejo de su tía, se alojaba Ledbetter. El caballero de referencia era el único huésped masculino de la misma. En su charla, ambos se dolieron amargamente de la desaparición de lo maravilloso y de lo raro, así como de la carencia del sentimiento de aventura y la muerte de la afición a los largos desplazamientos, por causa de la anulación de las distancias, gracias al vapor y la electricidad. Lamentaron también las vulgaridades de la propaganda, el envilecimiento de los seres humanos por la civilización y otros temas análogos.
            El locuaz caballero disertó con particular elocuencia acerca de la disminución del valor humano como consecuencia de cierto sentimiento de seguridad que míster Ledbetter deploró con tanta vehemencia como su interlocutor. Gozoso ante su recién lograda emancipación y deseoso de hacerse apreciar como buen compañero, míster Ledbetter abusó de manera quizás algo imprudente del excelente whisky que le ofrecía su amigo. Pero más tarde afirmó terminantemente que en ningún momento llegó a sentirse «nublado».
            Limitóse a expansionarse algo más que de ordinario, mientras su vivacidad acostumbrada se volvía algo más perezosa. Después de aquel largo panegírico sobre los felices tiempos pasados, y de prodigar sus expresiones de condolencia por las buenas cosas desaparecidas, salió solo a las calles bañadas de claridad lunar y emprendió el camino del acantilado bordeado de villas.
            Mientras ascendía la silenciosa cuesta, lamentaba interiormente la existencia que se veía obligado a vivir en su condición de pedagogo, tan escasa en acontecimientos relevantes. ¡Qué vida la suya, tan prosaica, incolora y sin objeto! En aquel metódico y apacible deslizarse del tiempo, entre primero de año y San Silvestre, ¿dónde encontrar una ocasión propensa al heroísmo? Soñaba con melancolía retrospectiva en aquellas épocas inciertas de la Edad Media, tan próximas y al propio tiempo tan lejanas, con sus guerras y sus treguas, sus torneos y sus constantes amoríos, sus espadachines y sus «condottieri», sus trovadores y sus bellas castellanas. ¡Ah! ¡De qué ocasiones se disfrutaba entonces para lanzar audaces desafíos, para desenvainar la espada o enristrar la lanza, picando espuelas en dirección al adversario!
            Mas de repente, una extraña duda surgió en su mente en el instante en que en la misma se mezclaban a las escenas de bravura, visiones de torres oscuras y húmedas, trampas, escotillones y calabozos, torturas y prolongados años de cautiverio. Aquella duda derrumbó totalmente el edificio que míster Ledbetter había ido levantando con tanto entusiasmo.
            ¿Era tan valiente como pretendía? ¿Le gustaría que los ferrocarriles, el telégrafo, el gas, la electricidad, la policía y los gendarmes, es decir, todo cuanto contribuye a la seguridad del ciudadano, desapareciera de improviso?
            El caballero expansivo había hablado de ciertos criminales en términos casi encomiásticos.
            —¡Ah! ¡El ladrón! —exclamaba—. He aquí el único aventurero de nuestros días. ¿Se imagina usted el combate que libra, uno contra todos, solo ante la sociedad civilizada que lo rodea?
            El joven profesor se había hecho eco de aquellas quejas.
            —Desde luego —aprobó—. Los ladrones extraen aún un poco de interés a la vida. Son los únicos que disfrutan de la misma. ¿Imagina usted la impresión que ha de causar trasponer una puerta prohibida?
            Su compañero había dejado escapar una sardónica risita. Ahora, solo consigo mismo, en la intimidad de aquel monólogo interior, trató de comparar su clase de valor con la del criminal inveterado, esforzándose en oponer afirmaciones categóricas a las sospechas insidiosas que atacaban su sinceridad.
            —Yo podría hacerlo también —se afirmaba míster Ledbetter—. Tan sólo necesito una ocasión…, pero por otra parte, no puedo ceder a mis impulsos delictivos. Mi valor moral se opone a ello.
            De este modo, al tiempo que hacía alarde de su valor, la duda le embargaba. Se encontró, de pronto, ante una amplia villa rodeada por todos lados de un espacioso jardín. Sobre un balcón desierto, fácilmente accesible, una ventana abierta dejaba entrever la oscuridad del interior. Mister Ledbetter apenas le prestó atención, pero el recuerdo de la misma se incrustó en su espíritu, mezclándose a sus pensamientos y haciéndole imaginar que escalaba aquel balcón plantándose de un brinco en la sombría y misteriosa vivienda.
            «¡Bah! No te atreverías», le desafiaba su tendencia a la Duda.
            «Mis deberes hacia el prójimo me lo prohíben», contestaba su amor propio.
            Eran muy cerca de las once. Ningún rumor, aparte del producido por el mar, llegaba hasta él. El mundo entero parecía dormir bajo la claridad plateada de la luna. Tan sólo una ventana iluminada en la parte más baja del camino, indicaba la presencia de alguien todavía despierto.
            Mister Ledbetter dio media vuelta y regresó con lentitud hacia la villa de la ventana abierta. En pie ante la puerta de barrotes que cerraba el camino del jardín, convirtiose por unos instantes en campo de batalla donde contendían motivos contradictorios.
            «¡Inténtalo!», le insinuaba la Duda. «Pon fin a esta intolerable indecisión y demuestra que eres capaz de introducirte ahí. Fuerza la casa sin llevarte nada. ¿Qué hay de malo en ello?»
            Mister Ledbetter empujó suavemente la puerta, volvió a cerrarla tras de sí y deslizose por entre las sombras espesas de los arbustos.
            «Es una insensatez», murmuraba a su oído la Prudencia.
            «Ya sabía yo que tendrías miedo», le zahería la Duda.
            El corazón de míster Ledbetter latía como si quisiera salírsele del pecho. Mas la verdad es que no tenía miedo. ¡No! En absoluto. Sin embargo, permaneció largo rato indeciso, envuelto en las sombras, sin saber qué partido tomar.
            Evidentemente sería necesario franquear el balcón de un solo salto, ya que debido a la claridad reinante, se le vería con toda claridad desde la calle. Por fortuna, un emparrado por el que se encaramaban alegremente unos rosales jóvenes convertía la hazaña en un juego de niños. Además, era posible esconderse junto al pilón de la fuente, con sus piedras cubiertas de flores, en medio de espesas tinieblas, para inspeccionar a su sabor aquella brecha abierta en la fortificación de la morada.
            Mister Ledbetter se mantuvo tan inmóvil como la propia noche. Luego, de improviso, el licor ingerido hizo inclinar traidoramente la balanza. Avanzó de un salto. Con movimientos nerviosos, convulsivos, sin pensarlo más, puso pie en el emparrado, pasó una pierna sobre la barandilla del balcón y se dejó caer, jadeante, al otro lado, tal como había previsto.
            Estaba sudoroso y sin aliento, daba diente con diente y el corazón le latía descompuesto. Pero por otra parte, una gran alegría inundaba su ser. De no haber sentido tanto miedo, habría gritado de puro contento.
            Un bello verso del «Mefistófeles» de Wills acudió a su memoria.
            —Parezco un gato dueño de los tejados —murmuró.
            Aquella expedición estaba resultando más divertida de lo que imaginara. ¡Cómo compadecía a los pobres que ignoraban lo relativo a introducirse furtivamente en casa ajena! No había nada que temer. Su seguridad era total. Y, además, se estaba comportando con una valentía digna de todo encomio.
            Sólo quedaba franquear la ventana, para que su tarea fuese completa. Pero ¿sería preciso llevar su audacia tan lejos? Por la posición que aquel hueco ocupaba sobre la puerta principal, debía abrirse a un descansillo o un corredor. No entreveía cristales ni ningún otro detalle indicador de la presencia de algún dormitorio en el que alguien pudiera hallarse descansando.
            Míster Ledbetter avanzó a gatas, permaneció unos momentos escuchando y luego, elevando la cabeza, miró hacia el interior.
            Muy cerca, sobre un pedestal y con aspecto que le sobresaltó al verlo de improviso junto a sí, se encontraba la estatua de bronce de un personaje gesticulante, de tamaño casi natural. Míster Ledbetter volvió a agacharse en seguida; mas transcurrido un instante, se irguió otra vez. Pudo ver entonces un descansillo mal iluminado, y más lejos, ante otra ventana, una cortina de tejido con rayas negras, muy precisas, que destacaban vivamente. Bajo la misma, una amplia escalera se hundía en un océano de sombras, mientras otro tramo ascendía al segundo piso.
            Míster Ledbetter lanzó una mirada furtiva tras de sí. Pero nada turbaba la calma de la noche.
            —Es un crimen —murmuró con voz casi audible—. Un crimen.
            Sin perder un segundo, pasó una pierna sobre el alféizar de la ventana y cayó al otro lado. Sus pies se posaron sobre una gruesa alfombra. ¡Ya era todo un ladrón!
            Permaneció inmóvil con las rodillas flexionadas y el cuerpo hacia delante, escuchando. Fuera se oyó de repente el rumor de una carrera precipitada y un breve y ahogado tumulto. Míster Ledbetter volvió a arrepentirse de su atrevimiento. Pero unos maullidos le dieron a entender que algunos gatos se perseguían por el tejado. El ruido cesó y de nuevo se hizo el silencio. Sintió renacer su coraje. Se incorporó. Al parecer, todo el mundo dormía. ¡Qué fácil resultaba penetrar en una casa! Empezaba a sentirse encantado de haber hecho la prueba.
            Resolvió llevarse algún pequeño trofeo, con la sola intención de demostrar que no le había guiado la intención de quebrantar gravemente la ley. Luego se iría por donde había venido.
            Miró a su alrededor. De pronto, el espíritu de Crítica volvió a la carga. Los ladrones no se limitan a intrusiones tan simples; hacen más; penetran en los aposentos y fuerzan las cajas de caudales. Aquello era más grave. Pero no tenía miedo. Claro que no pensaba abrir ninguna caja, puesto que significaría una desconsideración extraordinaria hacía los dueños de la casa; pero sí entraría en las habitaciones, subiría la escalera. Repitiose otra vez que disfrutaba de seguridad total. Aquella casa desierta no provocaba en él temor alguno.
            Sin embargo, tuvo que apretar los puños y hacer acopio de toda su energía para emprender muy lentamente la ascensión de la tenebrosa escalera, parándose en cada peldaño.
            Arriba, en un descansillo cuadrado, vio algunas puertas, una de las cuales estaba abierta. En la casa seguía reinando un silencio total. Por un instante se preguntó qué ocurriría si de improviso alguien se despertara y apareciese súbitamente ante él.
            Al otro lado de la puerta vio un dormitorio iluminado por la luna, y una cama sin deshacer, con un cobertor blanco.
            Míster Ledbetter ocupó tres minutos, que la parecieron interminables, en introducirse en la habitación. Tomó una pastilla de jabón —¡su trofeo!—y se dispuso a partir por donde había venido, todavía con más cautela que a la ida. ¡Estaba resultando todo tan fácil!
            Pero de pronto…, ¡diantre!
            Oyó rumor de pasos en la grava del jardín…, tintineo de llaves…, una puerta que se abría y luego se cerraba…, el frotar de una cerilla en el vestíbulo inferior.
            Míster Ledbetter quedó como petrificado por la brusca revelación de su locura.
            «¿Cómo diablos voy a salir de aquí?», se preguntó.
            El resplandor de una vela iluminó el vestíbulo. Algo duro dio contra el paragüero. Luego los pasos sonaron en la escalera. ¡Le habían cortado la retirada!
            Míster Ledbetter permaneció unos instantes en actitud de total y profundo anonadamiento.
            —¡Bondad divina! ¡Qué estupidez he cometido!
            Volvió a meterse precipitadamente en el oscuro cuarto de donde había salido y temblando escuchó con atención. Los pasos llegaron al primer piso.
            De pronto una idea horrible acudió a su mente. ¿Se encontraría en el dormitorio del recién llegado? No podía perder ni un solo instante.
            Por fortuna, el amplio cobertor rozaba el suelo. Míster Ledbetter se puso a gatas y se metió; rápidamente bajo la cama. Todo había sido cuestión de segundos.
            La claridad de la vela se insinuó por entre el tejido del cobertor haciendo danzar a su alrededor toda una serie de alocadas sombras, que se inmovilizaron cuando la vela quedó asimismo inmóvil.
            —¡Dios mío! ¡Qué día he tenido! —rezongó el recién llegado, suspirando con fuerza.
            Depositó, ál parecer, algún pesado paquete sobre un mueble que, a juzgar por sus patas, debía ser un escritorio.
            Fue a cerrar la puerta; se aseguró de que las ventanas estuvieran cerradas también y bajó las persianas. Luego se acercó otra vez a la cama, sobre cuyo borde se dejó caer pesadamente.
            —¡Qué jornada, Cielo Santo!
            El desconocido volvió a suspirar y míster Ledbetter creyó adivinar que se enjugaba la cara. Calzaba sólidas y gruesas botas. A juzgar por la sombra de sus piernas sobre el cobertor, el personaje debía tener una corpulencia extraordinaria. Se quitó la chaqueta y el chaleco —o al menos, eso imaginó míster Ledbetter—y luego de arrojarlos sobre el barrote inferior de la cama, pareció respirar más aliviado, como si aquello lo librara de un gran peso.
            Rezongaba de continuo y cierta vez incluso lanzó una breve carcajada. También míster Ledbetter murmuraba para sí, pero desde luego no sentía el menor deseo de reír.
            —¡En buen lío me he metido! Y ahora ¿qué hago?
            Su opción resultaba extraordinariamente limitada.
            Por las mallas del cobertor pasaba un poco de luz, pero no la suficiente como para observar lo que estaba ocurriendo al otro lado. En cuanto a las sombras, aparte de las piernas que se dibujaban a la perfección, lo demás seguía resultándole enigmático, confundiéndose con el floreado de la tela. Un poco de alfombra se introducía bajo el cobertor, y, bajando la cabeza con infinitas precauciones, míster Ledbetter pudo notar que la alfombra en cuestión recubría todo cuanto podía ver del suelo. Era lujosa; el aposento, amplío y, a juzgar por el número de patas visibles, cómodamente amueblado.
            Míster Ledbetter seguía sin saber qué hacer. Esperar a que el corpulento individuo se hubiera acostado y aprovechar su sueño para deslizarse hacia la puerta, abrirla y lanzarse fuera, le parecía el único partido a adoptar. ¿Podría saltar al jardín desde el balcón? Tal vez resultara peligroso.
            Míster Ledbetter empezaba a desesperarse ante tamañas dificultades.
            Barajó la conveniencia de sacar la cabeza por donde el otro tenía las piernas e incluso atraer su atención mediante una ligera tosecilla. Luego, sonriendo y con frases bien meditadas, le explicaría los motivos de su extraña presencia en la casa. Pero la elección de palabras resultaba difícil por demás. «Sin duda, señor mío, juzgará usted singular mi aparición bajo su cama…», o bien: «Espero, señor, que quiera perdonar mi extraña presencia a sus pies». Esto fue todo cuanto pudo idear.
            En su espíritu empezaban a insinuarse muy graves precauciones. Si aquel hombre no creía sus excusas ¿qué sería de él? ¿Ejercería alguna influencia su reputación, su pasado sin tacha? Teóricamente era un ladrón. Toda disputa sería inútil.
            Siguiendo el hilo de sus pensamientos, se veía ya en el banquillo de los acusados, elaborando una defensa convincente. «Me declaro culpable de un crimen teórico.» De pronto, el tipo corpulento se levantó y empezó a pasear por la estancia a grandes zancadas.
            Míster Ledbetter le oyó abrir y cerrar algunos cajones y, por unos instantes, abrigó la esperanza de que se desnudara. Pero no ocurrió precisamente así, sino que el desconocido se sentó al escritorio y se puso a trabajar. Rompió luego unos legajos y en seguida un olor a papel quemado se difundió por la habitación, mezclado al aroma de un cigarro.
            Más adelante, contándome su aventura, míster Ledbetter decía:
            —Mi situación era desastrosa desde cualquier lado que se la mirase. Un travesaño me obligaba a mantener baja la cabeza y a apoyar todo el peso de mi cuerpo sobre las manos. Al poco rato, empecé a notar en el cuello eso que creo que se llaman calambres. Por otra parte, la presión de mis palmas sobre la trama rugosa de la alfombra me resultaba intolerable. Las rodillas me dolían a causa de la tirantez de la tela del pantalón sobre ellas. En aquellos tiempos yo llevaba cuellos todavía más altos que ahora —dos pulgadas y media, exactamente—y pude notar en seguida cómo su borde se me iba clavando en el mentón. Pero lo que me molestaba más era cierta comezón en la cara que no podía aliviar más que a fuerza de muecas. Traté de levantar una mano, pero el roce del puño me causó vivo dolor. Bien pronto, tuve que renunciar a cualquier movimiento, dándome cuenta —a tiempo por fortuna—de que mis contorsiones faciales iban a terminar por desprenderme los lentes. Caso de suceder, el ruido del golpe traicionaría mi presencia. Menos mal que no llegaron a caer, contentándose con adoptar una posición oblicua de estabilidad más que dudosa. Para colmo, padecía un ligero resfriado y mis deseos de estornudar eran cada vez más fuertes. Mas no obstante tales inconvenientes y dificultades, tenía que permanecer donde me hallaba, procurando que mi presencia pasara inadvertida.
            »A1 cabo de un rato que se me hizo eterno, escuché tintineo de monedas, con ritmo sostenido; uno…, dos…, tres…, cuatro…, veinticinco tintineos; luego el golpe del montón sobre la mesa y un gruñido del hombre de las piernas robustas.
            Cualquiera hubiera dicho que contaba piezas de oro. La operación se fue repitiendo una y otra vez, despertando en míster Ledbetter una curiosidad extraordinaria.
            El enigmático personaje llevaba contados ya varios centenares de monedas.
            Por fin, míster Ledbetter no pudo contenerse más. Adoptando infinitas precauciones flexionó los brazos para bajar la cabeza y situar los ojos al nivel del piso, con la esperanza de ver algo por debajo del cobertor. Pero uno de sus pies efectuó un movimiento imprevisto, produciendo un ligero rumor.
            El tintineo se interrumpió. Míster Ledbetter se quedó rígido.
            El ruido de las monedas volvió a reanudarse, pero cesó de nuevo, reinando un silencio total. Sólo el corazón de míster Ledbetter latía desaforado, resonándose como un tambor dentro del pecho.
            Todo siguió así durante un buen rato.
            Se arriesgó una vez más a bajar la cabeza y pudo ver las gruesas piernas hasta la pantorrilla. Estaban absolutamente inmóviles. Los pies, echados hacia atrás bajo la silla, reposaban apoyando las puntas en el suelo.
            Seguía reinando el mismo inalterable silencio.
            Una insensata esperanza animó a míster Ledbetter. ¿Y si el desconocido hubiera sufrido un ataque repentino? ¿Y si hubiera muerto, con la cabeza apoyada sobre el escritorio?
            ¿Qué habría ocurrido? ¿A qué venía aquel silencio de muerte?
            El deseo de averiguar algo se hizo irresistible. Con toda la prudencia que pudo, adelantó una mano y, valiéndose de un dedo, empezó a levantar el cobertor hasta situarlo a la altura de su ojo derecho.
            Nada turbaba el silencio.
            Veía ya las rodillas del desconocido; luego la parte posterior del escritorio y después… el cañón de un revólver que le apuntaba por debajo del mueble.
            —¡Sal de ahí, canalla! —le ordenó el hombre con un tono que no dejaba lugar a dudas—. ¡Sal de ahí! ¡En seguida! ¡Y nada de trucos!… ¡Venga!
            Míster Ledbetter salió, quizás un poco a desgana, pero sin intentar jugarreta alguna, como se le ordenaba.
            —¡De rodillas! ¡Y arriba las manos!
            El cobertor volvió a caer tras de míster Ledbetter que, abandonando su postura a gatas, levantó las manos.
            —¡Lleva cuello de pastor! ¡Dios nos asista!… Y no tiene aire feroz. ¡Pícaro! ¿Qué le ha impulsado a cometer la tontería de ocultarse bajo mi cama?
            Pero sin esperar respuesta, empezó a expresar una serie de agresivos comentarios acerca del aspecto exterior de míster Ledbetter. No era un hombre en exceso corpulento, pero sí muy fuerte, y respondía en absoluto a la proporción que a su víctima le habían sugerido las gruesas piernas. Las facciones, de trazo suave, aparecían distribuidas por la amplia máscara pálida del rostro, adornada con una serie de sotabarbas. Hablaba en tono amenazador, pero procurando contener la voz.
            —¿Qué diantre le ha impulsado a esconderse debajo de mi cama? —insistió.
            Míster Ledbetter hizo un esfuerzo para sonreírle de manera inocente. Tosió un poco y empezó:
            —Comprendo perfectamente…
            —¿Eh? ¿Qué es eso?… ¡Una pastilla de jabón!… ¡Bandido! ¡No se mueva!
            —En efecto. Una pastilla de jabón —afirmó míster Ledbetter—. La he cogido de su lavabo. Pero si quisiera usted escucharme…
            —¡Basta de charlatanería! Veo perfectamente que se trata de una pastilla de jabón.
            —Si me permitiera explicarle…
            —¡Nada de explicaciones! No intente hacerme picar el anzuelo con historias. Además, no podemos perder tiempo… ¿Qué quería yo preguntar?… ¡Ah, sí!… ¿Tiene algún cómplice?
            —Sólo quisiera decirle que…
            —¿Tiene o no tiene cómplices, condenado cretino? No me irrite con su palabrería inútil porque soy capaz de disparar. ¿Tiene cómplices?
            —No.
            —Desde luego está mintiendo, pero se arrepentirá de sus enredos. ¿Por qué diablos no ha salido a mi encuentro francamente? Porque no pudo hacerlo, ¿eh? ¡Mira que esconderse debajo de la cama! Pero sea como quiera, está usted atrapado.
            —En efecto; no sé qué coartada ofrecer —confesó míster Ledbetter, tratando de demostrar con sus palabras que era hombre bien educado.
            Se produjo un silencio.
            Míster Ledbetter pudo ver sobre una silla un saco negro colocado sobre un montón de arrugados papeles, y en el escritorio, más papeles rasgados, o a medio quemar. Y ante los mismos, alineados metódicamente, montones y montones de pequeños discos dorados, que resplandecían heridos por la caridad de dos velas fijas en candelabros de plata. Aquello representaba una cantidad de oro mucho mayor que la que míster Ledbetter hubiera visto en cualquier otro momento de su vida.
            El silencio se prolongó.
            —Resulta fatigoso tener las manos en alto tanto tiempo —insinuó con persuasiva sonrisa.
            —No para mí —respondió el otro—. Pero lo cierto es que no sé qué hacer con usted.
            —Reconozco que mi situación es comprometida…
            —¿Comprometida? ¡Cielos! Comprometida y extraña. Roba usted una pastilla de jabón y lleva cuello de seis pulgadas. Para ladrón, tiene un aspecto muy raro.
            —Estrictamente hablando… —empezó míster Ledbetter.
            Las lentes se le cayeron al fin, dando contra los botones de su chaqueta.
            El tipo corpulento varió de actitud. Un relámpago de energía brilló en su rostro y algo golpeó en el revólver. Cogió el arma con la otra mano y luego fijó la mirada en míster Ledbetter, pasando a los lentes caídos al suelo.
            —Ahora está montado —anunció reponiéndose de una emoción pasajera—. Si llega a estarlo antes, fallece usted irremisiblemente. Puedo asegurarle que no se ha hallado nunca tan cerca de la muerte. Dé gracias a Dios de mi distracción al mantener puesto el seguro. En realidad, casi me alegro.
            Míster Ledbetter no respondió palabra, pero experimentó un pasajero vértigo.
            —Por un clavo, Martín perdió su caballo. Por fortuna para ambos, el revólver no podía disparar. ¡Cielos!
            El tipo corpulento suspiró ruidosamente.
            —Bueno. No vale la pena palidecer ni ponerse verde por una insignificancia semejante.
            —Puedo asegurarle, señor… —balbució míster Ledbetter haciendo un gran esfuerzo.
            —No existe alternativa. Si llamo a la policía me meteré en un lío y mi pequeño negocio se vendrá abajo. No hablemos, pues, de ello. Si le amarro a usted y lo dejo ahí, podrían hallarlo mañana mismo. Es domingo y pasado fiesta. Y cuento con estos tres días. Si disparo, será un crimen… castigado con la horca. Además, armaría demasiado revuelo… La verdad es que no sé qué hacer… ¡Diantre!
            —Me permite…
            —Habla como un clérigo. No tiene aspecto de ladrón. Pero de todos modos, no estoy dispuesto a permitirle nada. No tenemos tiempo. Si empieza a despotricar de nuevo, le mando una bala al estómago y asunto concluido… Sin embargo, reconozco que estoy en un mal paso. ¿Qué hacer? Ante todo, quizá sea conveniente registrarle los bolsillos por si esconde algún arma. Y ahora escúcheme bien. Cuando le mande una cosa, no replique, sino obedezca en seguida.
            Dicho esto y adoptando las mayores precauciones, sin perderlo un instante de vista, le obligó a levantarse y lo registró concienzudamente.
            —¡Usted no es un ladrón! —acabó por declarar—. Ni siquiera un triste aficionado. No lleva pistolera en el pantalón… ¡No me replique!
            Una vez finalizada la inspección, ordenó a míster Ledbetter quitarse la chaqueta y arremangarse la camisa, y manteniendo el arma a la altura de su oreja le obligó a continuar el trabajo que debido a su presencia había tenido que interrumpir. A su modo de ver, era el único camino posible, ya que si procedía a ir formando montones y hacer paquetes con ellos, tendría que dejar el revólver en algún sitio. Por tal motivo, míster Ledbetter se vio precisado a manipular el oro desparramado sobre la mesa.
            Según me contó más tarde, la suma se elevaría a unas dieciocho mil libras entre el saco y el escritorio. Y vio también numerosos fajos de billetes de cinco.
            Aquel trabajo nocturno no dejaba de ser singular. Su antagonista abrigaba sin duda la idea de llevar personalmente los billetes, mientras las monedas quedaban distribuidas en su equipaje del modo menos aparente posible.
            Míster Ledbetter tuvo que envolver las monedas por cartuchos de veinticinco e irlos depositando luego en diversas cajas de cigarros, que a su vez fueron repartidas entre un baúl, una bolsa de mano y una sombrerera. Cosa de seiscientas libras pasaron a una caja de tabaco, que se encerró en una maleta.
            Diez libras en oro y los fajos de billetes ocuparon los bolsillos de su propietario, que de vez en cuando amonestaba enérgicamente a su ayudante por la poca maña demostrada en la tarea y le instaba a apresurarse. En varias ocasiones, incluso consultó la hora en el reloj de míster Ledbetter.
            Finalmente el baúl y la bolsa quedaron cerrados y míster Ledbetter hizo entrega de las llaves a su dueño.
            Eran las doce menos diez. Hasta la primera campanada de medianoche, míster Ledbetter tuvo que permanecer sentado sobre el baúl, mientras el otro lo contemplaba con actitud de superioridad, sin dejar de esgrimir el revólver, dispuesto a todo.
            Sin embargo, parecía no demostrar un aire tan agresivo como antes y luego de haber contemplado largamente a míster Ledbetter, incluso se permitió algunos comentarios.
            —A lo que veo —indicó encendiendo un cigarro—posee usted cierta educación. ¡No, no! ¡Nada de explicaciones! Se harían interminables. Y hace demasiado tiempo que practico el engaño yo mismo para fiarme de palabras ajenas. Digo que tiene usted educación. Ha sido una buena idea la de disfrazarse de pastor. Pasaría por uno de ellos, incluso entre personas de clase elevada.
            —El caso es que soy realmente un pastor, o cuanto menos…
            —O cuanto menos, trata de serlo, ¿verdad? Lo comprendo. Pero no debería usted dedicarse a estas actividades. No le cuadran, La verdad es que parece usted un cobarde.
            —¡Exacto! —exclamó míster Ledbetter, viendo un resquicio por el que colarse—. Y por dicho motivo…
            Pero el otro le interrumpió bruscamente.
            —Y por eso malgasta su talento, tratando de dedicarse al robo con escalo. Más valdría que se dedicara a timar o practicara el abuso de confianza. Mi especialidad es esto último. A fin de conseguir tanto oro, ¿qué otra cosa puede hacerse? Pero, escuche… Es medianoche; diez…, once…, doce… Siempre me resulta impresionante oír cómo dan las campanadas de manera tan lenta. El tiempo…, el espacio… ¡Cuántos misterios! Ha llegado el momento de actuar. ¡Póngase en pie!
            Con expresión tranquila, pero enérgica, invitó a míster Ledbetter a echarse la maleta a la espalda, mediante una correa, a ponerse el baúl sobre los hombros y, sin hacer caso de sus protestas, a coger con la mano la bolsa de viaje.
            Lastrado de tal modo, míster Ledbetter inició la peligrosa tarea de descender la escalera, mientras el otro, vistiendo gabán y llevando la sombrerera y el revólver, lo seguía a poca distancia no sin prodigar observaciones poco indulgentes sobre su falta de vigor, echándole una mano en los momentos difíciles.
            —Por la puerta trasera —le indicó.
            Míster Ledbetter dio un traspiés al tropezar con un invernadero, dejando tras de sí una ristra de macetas rotas.
            —No se preocupe de los destrozos —advirtió su acompañante—. Gracias a ellos vive el comercio. Esperaremos aquí un cuarto de hora. Puede dejar todo eso en el suelo.
            Míster Ledbetter se sentó sobre el baúl, jadeando con fuerza.
            —Anoche, dormía, yo tan tranquilo en mi cuarto —suspiró— sin soñar siquiera…
            —¡Vamos! Es inútil que trate de justificarse —le aconsejó el tipo corpulento, comprobando el seguro de su revólver.
            Luego empezó a canturrear.
            Míster Ledbetter pensó si valdría la pena intentar explicarse, pero llegó a la conclusión de que era mejor permanecer callado.
            Sonó entonces una campanilla, y míster Ledbetter recibió orden de ponerse en pie y avanzar hacia la puerta trasera, que tuvo que abrir.
            Un individuo rubio, con traje de patrón de yate, apareció ante él. Al ver a míster Ledbetter se estremeció ligeramente a la vez que se llevaba una mano a la parte posterior de la cintura. Pero pronto distinguió al otro.
            —¡Bingham! ¿Quién es éste? —preguntó.
            —Una pequeña fantasía filantrópica. Un ladronzuelo al que trato de convertir —respondió el aludido—. Acabo de descubrirlo escondido debajo de mi cama. No hay que temer nada. Es un asno con albarda. Va a sernos muy útil para el transporte de los bultos.
            La presencia de míster Ledbetter pareció contrariar al recién llegado, pero su compañero lo tranquilizó.
            —Está solo, no te preocupes. No existiría banda en el mundo capaz de soportarle. —Y dirigiéndose a Ledbetter añadió—: ¡No empiece a hablar otra vez!
            Los tres avanzaron por las tinieblas del jardín. El marino iba en cabeza, llevando la bolsa y empuñando una pistola; lo seguía míster Ledbetter, cual nuevo Atlas doblegado bajo el peso del «mundo» y la maleta y cerraba la marcha míster Bingham, con su abrigo, su sombrerera y su revólver.
            El jardín se prolongaba hasta el borde mismo del acantilado. Descendía por allí una vertiginosa escalera que terminaba en una caseta de baños, casi invisible en la playa. Más allá estaba amarrada una barca, guardada por un hombrecillo silencioso y oscuro.
            —Tan sólo una explicación —suspiró míster Ledbetter—. Puedo demostrarles…
            Un puntapié le impuso silencio.
            Tuvo que avanzar por el agua hasta la barca, cargado con el baúl. Lo izaron a bordo, cogiéndolo por los hombros y por los cabellos, prodigándole los epítetos de «canalla» y de «bandido» articulados por fortuna en voz baja, lo que evitó una publicidad excesiva a su ignominia.
            Lo embarcaron en un yate cuya tripulación estaba compuesta de orientales de caras extrañas y, desde luego, nada simpáticas. Fuera por haber dado un traspiés o acaso porque alguien lo empujara, desapareció por la crujía, yendo a caer a un recinto tenebroso y fétido, donde permaneció varios días, siéndole imposible calcular exactamente cuántos, porque el mareo le hizo perder toda noción del tiempo y de las cosas.
            Para comer le daban bizcocho y para beber un agua terriblemente cargada de ron, acompañando cada visita de palabras ininteligibles.
            En aquel recinto imperaban las cucarachas y por si fuera poco, al llegar la noche, se llenaba de ratas.
            Los orientales le vaciaron los bolsillos y le quitaron el reloj. Pero al enterarse, míster Bingham les obligó a que lo devolvieran, guardándolo para sí.
            Luego de cinco o seis intentos, los cinco «lascars», el chino y el negro que componían la tripulación consiguieron sacar de la bodega a míster Ledbetter, conduciéndolo a popa, con míster Bingham y su amigo. Tuvo entonces que participar forzosamente en una serie de partidas de naipes y escuchar sus historias y sus jactancias.
            Aquellos personajes le hablaban cual si tuviera tras de sí todo un pasado de crímenes, pero sin permitirle la menor explicación, aun cuando a juzgar por su actitud, lo considerasen el malhechor más gracioso que hubieran conocido. Por lo que a esto se refiere, no disimulaban en absoluto.
            El tipo rubio era de carácter taciturno y se enfadaba fácilmente al jugar. En cuanto a míster Bingham, libre ya de toda preocupación respecto al embarque de su «género», afectaba un aire de generosa filosofía, hablando del espacio y del tiempo, con citas constantes de Kant y de Hegel… o al menos eso decía él.
            En varias ocasiones, míster Ledbetter consiguió empezar:
            —Mi presencia bajo su cama…
            Pero no pasaba de allí; le era preciso cortar los naipes, servir el whisky o atender cualquier urgente requerimiento de tal clase. El rubio parecía esperar la famosa frase para echarse a reír a la vez que exclamaba, dándole palmadas en la espalda:
            —¡Ah, vamos! La vieja historia. ¡Valiente ladrón eres tú!
            Aquello se vino repitiendo durante muchos días; quizá veinte o más. Una tarde entregaron a míster Ledbetter provisiones consistentes en latas de conservas y se le depositó en un islote rocoso donde existía un manantial. Míster Bingham le acompañó en la barca, prodigándole durante el trayecto toda clase de saludables consejos, pero eludiendo cuidadosamente cuantas tentativas hizo para explicarle su presencia en la casa.
            —La verdad es que no soy ningún ladrón…
            —Ni lo será usted nunca —afirmó míster Bingham—. Esa profesión no le va. Me alegra que empiece a comprenderlo. Para escoger profesión hace falta conocerse muy bien; estudiar el propio temperamento; de lo contrario, más tarde o más temprano se fracasa. Fíjese en mí, por ejemplo: me he pasado la vida en los Bancos e incluso llegué a ser director de uno. Pero ¿acaso me sentí feliz alguna vez? ¡No! ¿Y por qué motivo? Porque dicho trabajo no cuadraba con mis aficiones. Tengo demasiado espíritu de aventura; me gustan los cambios. Por tal motivo abandoné dicha actividad y creo que jamás volveré a hacerme cargo de la dirección de ningún Banco. Desde luego, muchos se alegrarían de dar conmigo, pero he comprendido la lección que supe extraer de mi propio temperamento. En cuanto a usted es evidente que su carácter no está hecho para estas fechorías…, del mismo modo que el mío no compagina con las situaciones honorables. Ahora que le conozco bien no me atrevo siquiera a aconsejarle la práctica del fraude. Vuelva al buen camino, amigo mío. Lo suyo es la filantropía. Con una elocuencia así, debería fundar una sociedad para el Perfeccionamiento de la Elocución Infantil, o algo por el estilo. Reflexiónelo bien. Esa isla a la que vamos carece de nombre… o al menos no consta en los mapas. Podrá idear uno, mientras viva en ella, al tiempo que medita sobre cuanto le he dicho. Hay agua potable y pertenece al grupo de las Granadinas, en el archipiélago de Sotavento. Esas que se ven más allá entre la niebla, son otras islas del grupo. Su número es elevado, pero la mayoría no se ven desde aquí. Con frecuencia me he preguntado para qué servirán estas islas. Ahora me doy cuenta de su utilidad. Ésta, cuando menos, queda reservada para usted. Más tarde o más temprano, algún honrado indígena vendrá a recogerle. Podrá explicarle todo cuanto desee de su aventura, e incluso hablar mal de nosotros. Pero esta isla solitaria nos preocupa muy poco. Tome esta moneda; es un medio soberano. No la malgaste tontamente a su regreso a la civilización. Bien empleada, podrá asegurarse una buena posición social. ¡No es preciso que encalléis la barca! Puede desembarcar aquí mismo… No desperdicie en pensamientos temerarios las preciosas horas de soledad que tiene en perspectiva; por el contrario, aprovéchelos y constituirá una bella etapa de su vida. No pierda el tiempo ni el dinero, y morirá rico. Lamento tener que pedirle que lleve su lío de ropa hasta tierra. El agua no es profunda… ¿Otra vez con su dichosa explicación? No puedo perder tiempo. ¡No! No pienso escucharle. ¡Salte por la borda!
            Al caer la noche, míster Ledbetter, aquel mismo Ledbetter que se quejaba de que la época de las aventuras se hubiese acabado, permanecía sentado entre sus latas de conservas, con el mentón sobre las rodillas, contemplando a través de sus lentes, con expresión taciturna y desesperada, la superficie resplandeciente y desierta del mar.
            A los tres días fue recogido por un pescador negro que lo condujo a Saint Vincent, desde donde, gracias a sus propios recursos, pudo llegar a Kingston, en Jamaica.
            Hubiera podido suceder muy bien que se quedara allí para siempre, con lo que su fracaso habría sido total, ya que es hombre que aún no ha aprendido a valerse por sí mismo, y además, en aquel tiempo, era un pobre ser desamparado e indefenso, sin la menor idea de los medios a emplear para salir del paso. Al parecer, se limitó a visitar a los pastores que descubrió en la isla y a rogarles que le prestaran el dinero necesario para su regreso. Pero su aspecto era tan sórdido, su lenguaje tan incoherente y su historia tan inverosímil, que no pudo convencer a ninguno.
            Fue entonces cuando nos conocimos por pura casualidad.
            Era una hora bastante avanzada de la tarde y yo me paseaba después de la siesta por el camino de la Batería, cuando me crucé con él. Afortunadamente, yo disponía de tiempo libre, sin más ocupación que la de rumiar un aburrimiento mortal. Míster Ledbetter vagaba tristemente por la ciudad. Su rostro ajado y el corte de su traje atrajeron mi atención. Nuestras miradas se cruzaron. Vaciló.
            —Señor —dijo por fin con voz entrecortada—. ¿Querría sacrificar unos minutos para escuchar mi historia que, no me cabe duda, le parecerá increíble?
            —¿Increíble? —pregunté.
            —¡Por completo! —repuso con calor—. Nadie la cree por más que atenúe sus detalles. Y sin embargo, puedo asegurarle, señor…
            Se interrumpió anonadado por la desesperación. Hablaba en un tono que no pudo menos que intrigarme, y me causó el efecto de un personaje singular.
            —Tiene ante usted a uno de los hombres más desgraciados de la tierra —continuó.
            —Entre otras cosas —le dije—, me parece que no ha comido aún, ¿verdad?
            Se me acababa de ocurrir una repentina idea.
            —Llevo varios días sin probar bocado —me respondió.
            —En este caso, podría contarme sus aventuras mientras comemos.
            Le obligué a entrar en un establecimiento con pocas pretensiones, donde su presencia no atraería la atención de nadie. Fue allí donde me enteré de lo sucedido, aparte de ciertas omisiones que me detalló después.
            Al principio me mostré incrédulo, pero luego de que el vino lo fue animando poco a poco, la especie de bajeza que implicaba todo aquello, se fue suavizando y empecé a dar crédito a sus desventuras. Al final me sentí tan convencido de su sinceridad, que le procuré cama para la noche, y a la mañana siguiente, luego de solicitar a mi banquero de Jamaica que verificara la autenticidad del establecimiento que me había dado como referencia, lo llevé a algunas tiendas donde se vistió y equipó con vistas a su próximo viaje.
            Poco después llegó la referencia deseada, que era cierta. La sorprendente historia resultaba, pues, verídica. No me extenderé sobre nuestra amistad de entonces. Tres días más tarde embarcaba hacia Inglaterra.
            «No sé cómo voy a poder agradecerle todas las bondades que ha dispensado a un hombre que le era totalmente desconocido…», decía en la carta que me escribió a su llegada.
            La misiva proseguía en ese tono durante algunos párrafos:
            «…si no hubiera acudido usted tan generosamente en mi ayuda, no habría podido regresar a Inglaterra a tiempo para reanudar mis tareas profesionales, con lo que esa temporada de aislamiento hubiera podido resultarme fatal. Me he visto obligado a una serie de explicaciones extrañas y de vagas referencias para explicar a los demás el tinte moreno de mi piel y el empleo de este tiempo. Desgraciadamente me he enredado en dos o tres versiones distintas sin prever los inconvenientes que ello podía reportarme. Pero no me atrevo a confesar la verdad a nadie. Los manuales de Derecho que he consultado en él Museo Británico no me permiten abrigar la menor duda: he sido cómplice, aunque forzado, de una odiosa fechoría. La he favorecido y he pertenecido a ella. He podido enterarme de que ese miserable Bingham fue director de la Banca de Hithergate y ha cometido los mayores desfalcos. Le suplico que, una vez leída, queme esta carta. Tengo plena confianza en usted. Lo más grave es que ni mi tía ni su amiga que dirige la pensión donde me alojaba parecen demostrar la menor credulidad hacia el relato circunspecto que les he ofrecido. Me suponen el héroe de alguna deplorable aventura. Pero ¿qué clase de aventura? Esto es lo que no he logrado averiguar. Mi tía ha asegurado que me lo perdonará todo, siempre y cuando le revele exactamente lo ocurrido. Lo bueno del caso es que le he contado detalles incluso exagerados; pero no los cree. Como es natural, no voy a descubrirle la verdad. Les he narrado que fui objeto de una celada y arrojado a una playa. Pero mi tía insiste en saber el objeto de esta acción y por qué motivo se me tuvo que embarcar en un yate. No sé qué contestarle. ¿Puede usted sugerirme alguna explicación verosímil? Yo no doy con ninguna. Cuando me conteste, tenga la bondad de escribirme dos cartas. En una, que enseñaré a mi tía, declare usted que este verano estuve en Jamaica, donde me depositó un navío. Me prestará un señalado servicio. Será una nueva obligación que contraeré con usted y mucho me temo que jamás lograré saldar una deuda tan extraordinaria. Entretanto, si la gratitud…»
            Seguía en el mismo tono, terminando por suplicarme una vez más que quemara la carta.

            Y así termina la notable historia de míster Ledbetter y de sus vacaciones. Las preocupaciones de su tía no duraron mucho; la respetable dama le perdonó antes de morir.

domingo, 14 de abril de 2019

UN CRIMEN EXCEPCIONAL Jean Richepin

Jean Richepin , (nacido el 4 de febrero de 1849, Médéa , Argelia, falleció el 12 de diciembre de 1926 en París , Francia), poeta, dramaturgo y novelista francés que examinó los niveles más bajos de la sociedad en un lenguaje fuerte y audaz. Cuando Émile Zola revolucionó la novela con su naturalismo , Richepin hizo lo mismo con la poesía francesa durante ese período.

https://www.britannica.com/biography/Jean-Richepin 

UN CRIMEN EXCEPCIONAL 

 

            Jean Richepin

            SU nombre de pila era Oscar y su apellido Lapissotte. Aunque pobre y sin talento, se creía genial.
            Su primer cuidado al iniciar sus pasos por la vida, fue el de adoptar un seudónimo; el segundo, el de cambiarlo por otro, y así sucesivamente en el transcurso de diez años usó todos los vocablos suscitados por su fantasía para anular la curiosidad de sus contemporáneos.
            Sin embargo, esta curiosidad que él simulaba temer y que por el contrario anhelaba con todas sus fuerzas, nunca pretendió penetrar las profundas tinieblas de su existencia. No obstante todos sus nombres prestados, tanto si se hacía llamar Jacques de la Mole, como Antoine Guirland, como Tildy Bob o Gregorius Hanpska; no obstante sus pretendidos títulos de nobleza o sus designaciones de plebeyo, sus apelativos extranjeros, románticos o modernos, siguió siendo siempre el más desconocido de los plumíferos, el más oscuro de los incomprendidos, el más pobre entre todos los literatos existentes. La gloria, no quería tratos con él.
            «E pur si mouve! Yo llevo algo aquí dentro», insistía con gran convencimiento, señalándose la caja craneana, que a él le parecía profunda porque sonaba a hueco.
            Las aberraciones a que puede inducir la vanidad literaria son imprevisibles. Existen hombres de verdadero talento a quienes dicha vanidad ha obligado a cometer espantosos ridículos e incluso actos abominables e indignos. Su desenfreno no tiene límites cuando ataca a gentes míseras, de nulidad probada. La paciencia en trance de agotarse, el amor propio herido, la impotencia perenne, una existencia amargada por inútiles y quebradizas esperanzas, son vehículo fácil para prestar impulso a la idea del suicidio e incluso la de cometer un crimen.
            Oscar Lapissotte carecía de valor para darse la muerte. Por esta causa, sus aspiraciones a la superioridad intelectual encontraron campo abonado en la idea de cometer un crimen. Llegó a la conclusión de que su genio había seguido hasta entonces una ruta equivocada al aplicarse a sueños artísticos, y que estaba destinado a la violencia y a la acción. Por otra parte, aquel crimen le reportaría una auténtica fortuna y la riqueza iluminaría por fin, de un modo deslumbrante, su espíritu lleno de elevación y sumido hasta entonces en la mediocridad y en la pobreza. El incomprendido se convenció a sí mismo de que artística y moralmente sólo alcanzaría la plenitud cometiendo un delito.
            Lo cometió. Y como si la realidad quisiera darle la razón, por vez primera en su vida realizó una obra maestra.
            Cosa de diez años antes de convertirse en un facineroso, Oscar Lapissotte había habitado en el sexto piso de una casa de la rue Saint-Denis. Perdido entre una treintena de otros inquilinos, conocido por uno de sus numerosos pseudónimos, tan sólo pudo contraer amistad con una vieja sirvienta charlatana que lo ponía al corriente de todas sus cuitas. Atendía a una viuda de edad avanzada, delicada de salud y muy rica. Lapissotte no vivió en aquella casa más que un mes.
            Cierta tarde, luego de haber visitado a un amigo interno en la Piedad, al pasar por una de las salas, camino de la puerta, reconoció a la sirvienta que se hallaba moribunda. Le. contó que no trabajaba en casa de la viuda desde hacía tres semanas, y que había sido sustituida momentáneamente por una sirvienta; que su ama estaba demasiado delicada para ir a verla y que aquello le resultaba insoportable.
            —Lo comprendo muy bien —admitió Oscar—. Querría usted que viniera, ¿no es cierto?
            —No se trata sólo de eso, sino de que tengo miedo de que, caso de morir aquí, mi ama lea las cartas que he dejado en su casa y me aborrezca después de fallecida.
            —¿Y por qué ha de aborrecerla?
            —Voy a contárselo todo: usted es el único amigo que he tenido en el mundo. En el curso de mi vida he conocido a mucha gente, pero la amistad de usted ha sido una de las que más aprecio. Es artista y hombre de mundo, y me profesó verdadero afecto. Pero en la casa donde serví vivía también un hombre de mi condición, un cochero con el que tuve relaciones. Y si mi ama se entera, será mi perdición. ¡He cometido tantas tonterías por él! Siempre estuvo prometiendo que reconocería al chiquillo y se casaría conmigo. Ahora me doy cuenta de que todo era palabrería; pero no importa. El pequeño vivirá bien con lo que le dejo, y madame es tan buena que cuidará de él. Porque le he explicado lo ocurrido, ¿sabe usted? Tengo la carta aquí, debajo de la almohada, y quiero que le sea entregada cuando haya dejado de existir. Pero antes es preciso quemar esos papeles. Si no lo consigo, no le enviaré la carta. No quiero que madame se entere de ciertas cosas. Odiaría al pequeño, si supiera que es hijo de un golfo y de una ladrona.
            —Vamos, vamos, amiga mía —le animó Oscar—. Explíqueme lo sucedido con claridad. Habla demasiado de prisa; lo embrolla todo. Si quiere que le preste ese servicio ha de ponerme al corriente de la situación de manera completa.
            En aquellos momentos, Oscar no soñaba siquiera en cometer un crimen. Se dejaba llevar simplemente por su curiosidad de hombre de letras; husmeaba un relato interesante y se disponía a aprovecharlo para sus fines.
            —¡Bien! —suspiró la criada—. Se lo explicaré todo. Intentaré ser clara y sincera. Me puse enferma de repente, en plena calle, con un ataque de apoplejía y me han traído al hospital. Madame no ha podido hacer nada por mí porque es imposible trasladarme a su casa. Le he escrito y me ha contestado. La asistenta vino a verme de su parte. Pero ni a la una ni a la otra he podido confiar lo que tanto me atormenta. Tengo un paquete de cartas de ese cochero y en las mismas se cuentan toda una serie de cosas indignas; los robos que me aconsejaba cometer y sus frases de agradecimiento cuando los había llevado a cabo. Porque he robado; sí, he robado a mi ama para él. Debí haber quemado las condenadas cartas. Pero en ellas figuran también palabras cariñosas y promesas de matrimonio y la seguridad de que acabaría reconociendo al pequeño. Por eso las guardaba. Un día, el muy canalla, me amenazó con llevárselas para comprometerme. Yo rehusaba entregarle dinero, y me hizo comprender que una vez dueño de esas cartas, haría de mí. lo que quisiera. Tuve un miedo espantoso. Pero aun así, no quise separarme de ellas, y, diciéndole que eran documentos familiares, las entregué a mi ama, quien las guardó en un cajón de su escritorio, de cuya llave me hizo entrega. Sé muy bien que bastaría decirle que tengo necesidad de esos papeles. Pero no me fío de la asistenta porque podría leerlos por el camino. Por algunas palabras que le he sorprendido, creo que el cochero y ella son muy buenos amigos. Es un sinvergüenza, y le hace carantoñas para apoderarse de las cartas, cuyo escondrijo conoce. Comprenda usted mi situación. ¡Oh! ¡Si fuera bueno y quisiera hacerme este favor! Sé que no lo merezco, pero ¡cuánto se lo agradecería!
            —¿De qué favor se trata?
            —De traerme las cartas.
            —¿Cómo quiere que las consiga?
            —Es bien sencillo. Por la noche, sobre las diez, madame toma su somnífero de doral y a partir de entonces su sueño es muy profundo. La asistenta no está, porque se marcha a las siete, después de la cena. Madame no le ha confiado nunca que toma somníferos por temor a que la robe. Tan sólo yo estoy enterada de ello. Siempre confió en mí, la pobre. Entra usted en la casa, sin que se dé cuenta, se apodera de las cartas y me las trae. Ya sabe que existen dos entradas. Si utiliza la de servicio, el portero no se enterará siquiera. ¡Oh! Por favor. Hágalo por mí.
            —¿Está usted loca? ¿Cómo voy a abrir el escritorio? ¿Y cómo entro en el piso?
            —Tengo llaves dobles de ese mueble que me hice fabricar para robar a madame. Las guardo aquí, junto con la del cajón, Y esta otra sirve para entrar en el piso por la cocina, que da a la escalera de servicio. Se lo suplico. No sé por qué, pero usted me inspira confianza. Estoy segura de que me hará ese favor para que muera en paz.
            Oscar Lapissotte tomó las llaves. Tenía la mirada fija y una súbita palidez cubría su rostro. Leves contracciones nerviosas le estremecían los delgados labios. De repente, había entrevisto la posibilidad de un crimen. Aquella mujer moriría sin remisión. ¡Era tan fácil!
            —¡Oh! ¡Me ahogo! ¡Me ahogo! —gimió la enferma—. ¡Dadme algo de beber!
            El dormitorio estaba en la penumbra, iluminado sólo por una vela. En las camas vecinas todo el mundo dormía. Oscar incorporó un poco a la enferma, retiró la almohada y se la puso sobre
            la boca, apretando fuertemente durante diez minutos. Tuvo la espantosa sangre fría de consultar su reloj.
            Cuando retiró la almohada, la enferma había muerto por asfixia, sin haber podido hacer un movimiento ni proferir un grito. Parecía haber sucumbido de un ataque. Lapissotte colocó otra vez la almohada en su sitio, y subió el cobertor hasta tocar el mentón del cadáver. La mujer parecía dormida.
            Como la cama se hallaba bastante cerca de la puerta, el asesino salió sin ser notado. Recorrió el pasillo de los internos, pasó por una puerta a la rue de la Pitié y se encontró fuera sin despertar la curiosidad de nadie.
            Eran las nueve y veinte.
            Sin perder un minuto, decidido a ejecutar su proyecto en el plazo más breve posible, el miserable se dirigió a grandes zancadas hacia la rue Saint-Denis, penetrando en la casa hacia las diez.
            Por el camino había madurado totalmente su plan.
            Entró en la cuadra, donde debían hallarse las pertenencias del cochero, y encontrando una corbata, rasgó un fragmento de la misma y se lo metió en el bolsillo.
            Luego subió de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera de servicio. La vivienda estaba en el primer piso y le fue fácil llegar hasta la misma sin ser visto.
            Abrió la puerta, entró sin ruido, se metió en el dormitorio y estranguló a la anciana dormida. También en esta ocasión tuvo la sangre fría de apretarle la garganta durante un cuarto de hora.
            Abrió luego el mueble-escritorio. En el cajón central vio paquetes de acciones y obligaciones; en el de la izquierda, billetes de banco; en el de la derecha, cartuchos de monedas. Escogió los títulos al portador, quedándose con ellos, y desechó los otros. En total, comprendiendo títulos, monedas y billetes, habría reunido ciento cuarenta mil francos, que se guardó en los bolsillos.
            En seguida se ocupó de las cartas. Las encontró fácilmente en el cajón donde la sirvienta le había dicho que se hallaban.
            Las quemó en la chimenea, pero teniendo buen cuidado de dejar legibles algunos fragmentos que pudieran comprometer al cochero y a la sirvienta. Entre todos ellos se podría reconstruir la historia del niño, de las coacciones para inducir a la mujer al robo y de las fechorías de todo género cometidas hasta entonces. Colocó aquellos fragmentos junto al fuego, de modo que fueran
            fácilmente visibles y contribuyeran a incrementar la creencia de haber sido quemados a toda prisa, teniendo que dejarlos allí antes de que quedaran completamente consumidos.
            Puso luego el fragmento arrugado y rasgado de corbata en la mano crispada de la muerta.
            Luego salió del piso dirigiéndose velozmente a la calle, y una vez en ésta, empezó a caminar con el aire tranquilo y distraído de un trasnochador.
            Decididamente, Oscar Lapissotte no se había engañado al considerarse un genio. Poseía el genio del crimen y en aquella ocasión se había comportado como un auténtico maestro.
            En realidad, un crimen no puede considerarse obra de arte más que si queda impune. Y por otra parte, dicha impunidad no es absoluta más que cuando la justicia condena a un inocente considerándolo autor del hecho y quedando en libertad, el auténtico culpable.
            Oscar Lapissotte disfrutó de impunidad total.
            La justicia no vaciló un solo instante en señalar al asesino. Evidentemente había sido el cochero. Los fragmentos de carta eran indicios incontrovertibles. ¿Quién, aparte del amigo de la sirvienta, podía conocer tan a fondo ciertos hechos que justificaban el asesinato? ¿Quién sino él podía tener en su poder las llaves del mueble y del cajón? ¿No existía ya el precedente de los robos a que indujo a la criada? ¿No resultaba lógico que hubiera franqueado el breve trecho que separaba el robo del asesinato? Por otra parte, el fragmento de corbata resultaba conclusivo. Para colmo de sospechas, el cochero tenía pésimos antecedentes. Y por si ello no bastara, no pudo justificar el empleo de su tiempo durante la hora fatal. De nada le sirvió negar y protestar. Todo estaba en contra suya y no contaba con un solo factor favorable.
            Fue juzgado, condenado a muerte y ejecutado. Jueces, jurados, abogados, periodistas, público; todo el mundo quedó con la conciencia tranquila a este respecto. Tan sólo un punto no aparecía demasiado claro: el dinero, que no se pudo recuperar. Se llegó a la conclusión de que el malhechor lo había ocultado en lugar seguro. Pero desde luego nadie dudó de que lo había robado.
            En resumen: si alguna vez existió un criminal reconocido como indudable autor de un hecho delictivo, éste fue el desgraciado cochero.
            Se asegura que la conciencia de una buena acción proporciona una gran paz espiritual. Pero una impunidad perfecta procura también ciertas satisfacciones, aunque no logre acallar totalmente los remordimientos.
            Oscar Lapissotte pudo disfrutar plenamente de las consecuencias de su doble crimen y saborear los frutos del mismo. No experimentaba miedo alguno a las consecuencias. El único cambio que observó en su personalidad fue el de sentirse dominado por un inmenso orgullo. Un orgullo de artista. La perfección de su obra llegó a hacerle olvidar los aspectos morales de la misma. Había realizado una tarea impecable.
            Su sed de superioridad quedó saturada hasta la embriaguez.
            Por lo demás, continuaba siendo el hombre mediocre, oscuro y desconocido de siempre. Intentó valerse del dinero para trasponer la puerta de periódicos y revistas, y captarse la benevolencia de la crítica; pero no logró atraerse la atención de nadie. Sus versos, su prosa, sus ensayos teatrales quedaban marcados por el sello de la nulidad y de la ineficacia. Los iniciados en el oficio conocían algo de Anatole Desroses, el escritor aficionado, con más dinero que talento; pero el lector se reía de él y todo el mundo estaba de acuerdo en no reconocerle ni un ápice de mérito. Finalmente tuvo que reconocer su fracaso.
            «Y sin embargo…, si yo quisiera…», solía decirse con un brillo extraño en los ojos. «Si contara a alguien mi obra maestra… Porque la he realizado. No existe duda alguna. Anatole Desroses quizá sea un cretino, pero Oscar Lapissotte posee verdadero genio. Resulta odioso pensar que algo tan perfectamente maquinado, tan bellamente concebido, tan vigorosamente ejecutado y realizado tenga que permanecer desconocido. ¡Ah! Aquel día tuve una de esas inspiraciones gracias a las cuales se logran resultados magníficos. El abate Prévost ha escrito más de cien novelas detestables, pero sólo existe una Manon Lescaut. Bernardin de Saint-Píerre no dejará más que su Pablo y Virginia. Son muchos los genios singulares que sólo producen una obra. Pero ¡qué obra! Queda como un monumento en la literatura de un país. Yo pertenezco a esa clase de espíritus. Sólo he realizado una obra bien hecha, pero vivida y no escrita. Si la relatase me haría famoso. Ofrecería un relato que todos querrían leer por ser único. He cometido un crimen al que puedo denominar ”obra maestra”.»
            Semejante idea acabó por transformarse en obsesión.
            Durante diez años estuvo batallando contra ella. Le devoraba el desasosiego de no haber antepuesto el sueño a la acción; más tarde fue el deseo de narrar dicha acción como un sueño. Más que una perversidad semejante a la de los personajes de Edgar Poe, que les impele a proclamar su secreto, se sentía anonadada por la preocupación literaria, el afán de renombre, el prurito de gloria.
            Como un sutil consejero que refuta una tras otra las objeciones y atrae la atención hacia argumentos capciosos, su idea fija le perseguía con mil razonamientos diferentes.
            «¿Por qué no escribes la verdad? ¿Qué temes? Anatole Desroses se encuentra por completo al margen de toda complicación con la justicia. El crimen se cometió hace tiempo y todo el mundo lo ha olvidado. Su autor es conocido y yace enterrado con el cráneo entre las piernas. Tu relato parecerá la artística adaptación de un antiguo caso judicial. Podrás introducir en él los oscuros pensamientos, los rencores y agravios que te indujeron al crimen; tu habilidad en cometerlo; todas aquellas circunstancias que te ha proporcionado ese maravilloso inventor que se llama el azar. Sólo tú conoces el secreto de la obra y nadie podrá adivinar que seas su autor real. En tu relato nadie verá otra cosa que el esfuerzo de una imaginación extraordinaria. Y sólo entonces serás el que quieres ser: el gran escritor que se revela tarde, pero de un modo admirable. Gozarás con tu crimen, como malhechor alguno ha podido jamás gozar del suyo. Habrás conseguido no sólo la fortuna, sino también los laureles de la gloria. Y ¿quién sabe? Luego de este primer éxito, cuando te hayas hecho famoso, tal vez se lean tus otras obras y se revise la injusta opinión que se tiene de ti. En el camino de la celebridad, tan sólo el primer paso es difícil. ¡Ánimo! Recobra un poco de aquella audacia que demostraste en cierta época de tu existencia. Ya ves cómo te ha beneficiado. No puede fallarte tampoco ahora. Supiste aprovechar una ocasión y aún te beneficias de ella. ¿Vas a dejarla escapar? Sabes perfectamente que la obra es bella. Cuéntala sin tapujos, valientemente, en todo su majestuoso horror. Y si quieres creerme, llega hasta el mismo fondo de tu orgullo, sé totalmente sincero y renuncia al pseudónimo que parece tu nombre, para adoptar tu nombre, que parece un pseudónimo. No se trata ahora de Jacques de la Mole, ni de Antoine Guirland, ni de Anatole Desroses, ni de ningún otro de esos individuos sin talento a los que pretendes destacar. Sé tú mismo: Oscar Lapissotte.»
            Cierta tarde, Oscar se sentó ante una hoja de papel blanco, con la cabeza ardiente y la mano febril, como un gran poeta que se dispone a crear una obra perenne, y narró de un tirón la historia de su crimen.
            Contó los comienzos miserables de Oscar Lapissotte, su vida de bohemio, sus múltiples fracasos, su mediocridad y su pobreza, sus odios terribles, las ideas de suicidio y de crimen que turbaban su cerebro, la agitación de un alma engañada por múltiples quimeras y ansiosa de vengarse, en una novela de psicología penetrante, que no era otra cosa sino la misma anatomía de su espíritu. Luego, con trazos sobrios, de una espantosa claridad, describió la escena de la rue Saint-Denis, la muerte del falso culpable y el triunfo del verdadero criminal. A continuación, con una sutileza de detalles satánica y cruda, analizaba las causas que habían decidido al autor a publicar su crimen. Y finalizaba con una apoteosis de Oscar Lapissotte. Fue estampada su firma al pie de aquella confesión.
            «Un crimen excepcional» apareció en la Revue des Deux Mondes obteniendo un prolongado éxito.
            Puede tenerse una idea del mismo repasando los extractos de algunas críticas aparecidas con motivo de su publicación.
            Todo el mundo sabe que bajo el seudónimo de Oscar Lapissotte, de fantasía quizás excesivamente gala, se oculta un autor que se complace en disimular su verdadera personalidad. Nos referimos a M. Anatole Desroses, quien luego de haber desperdiciado durante mucho tiempo su talento en el periodismo de bajos vuelos, acaba de darnos la auténtica medida de su genio. La novela está extraída del sumario de un caso acaecido hace alrededor de diez años en la rue Saint-Denis. Pero la imaginación del autor ha sabido transformar un vulgar asesinato en una obra sorprendente. Ni siquiera el pobre Gaboriau hubiera demostrado una habilidad como la del escritor que nos ocupa. En nuestro número del domingo próximo publicaremos íntegro el relato «Un crimen excepcional».
            Philippe Gille
            LE FIGARO

            Después de hablar del arroz de gallina, permítanme afirmar que la lectura de «Un crimen excepcional» me ha puesto carne de gallina. Existe en el análisis de los sentimientos del protagonista cierto matiz metafísico que estropea un poco la fantasía realmente extraordinaria del relato. Pero ¿existe obra sin defecto? El atrevimiento de tantos detalles sutiles deja un regusto agradable. Grimod de la Reuniere y Restif de la Bretonne poseen también algo de estas oscuridades agradables. M. Anatole Desroses pertenece a su misma familia. Igual que ellos, ha escrito un montón de cosas desconocidas; cincuenta páginas verdaderamente únicas. No cabe duda de que será el más célebre de los «olvidados» y de los «desdeñados» de nuestra época.
            Charles Monselet
            EVENEMENT

            El autor de esta novela no es un lírico a la manera que nosotros entendemos dicha definición; pero tampoco un escritor realista. Su genio fantástico posee los amplios vuelos de la oda. Cabe afirmar que Anatole Desroses es más un producto de las Euménides, de las furias cubiertas de sangre que ladran sobre las huellas de Orestes, asesino de la gran Clitemnestra, que hijo de las Gracias de esbelta garganta. Mas ¿qué importan los medios siempre y cuando se haya hecho acreedor a los laureles de la fama?
            Théodore de Banville
            NATIONAL

            ¡Ni el menor síntoma de remordimiento! Es el crimen de un ser sin conciencia. Si un rayo de fe cristiana rasgara esas tinieblas, M. Anatole Desroses podría pasar por el Dante de un infierno moderno. Pero no es más que un Didéri. Un maestro de la fotografía en colores. Posee talento. Sabe escribir. Sabe incluso analizar. Quizá llegue a afectar la mente de su generación, bien enferma por cierto.
            Louis Veuillot
            UNIVERS

            Una obra maestra, ese «Crimen excepcional». La pluma del autor posee el brillo de una espada y el filo de un escalpelo. Propina estocadas terribles a la impavidez del crimen y despedaza su anatomía, adornándola con una aureola de rayos multicolores. Todo se ve perfectamente claro, aunque con esa claridad sulfurosa que arrojan las pupilas del diablo. Y es también el dedo del diablo, o acaso el dedo colérico de M. Anatole Desroses, el que despoja al crimen de su ropaje, mostrando el corazón humano sin tapujos. Me complace este M. Anatole Desroses, que debería llamarse Desépines o Desorties. Me atrae como atrae un vicio.
            J. Barbey d’Aurevilly
            CONSTITUTIONEL

            Seyarc pronunció en el Boulevard des Capucines una conferencia acerca del «Crimen excepcional». Estableció comparaciones con Hoffman y Edgar Poe; citó el arte dramático, relacionándolo con los preliminares psicológicos que conducían al crimen; hizo una digresión sobre el vodevil y otra sobre la escuela normal y una tercera acerca de la esencia de la digresión, y finalmente concedió al autor una cuarta parte de genio verdadero, mientras le propinaba golpecitos familiares en el estómago.
            En resumen, el relato provocó un concierto de elogios, aparte de las críticas adversas de los envidiosos, de los tontos, de los mezquinos y de otros elementos secundarios del periodismo activo.
            Sin embargo, en todas las reseñas, incluso las más halagadoras, se notaban dos tendencias que irritaban profundamente a Lapissotte.
            La primera era el empeño en tomar su verdadero nombre por un pseudónimo, llamándole Anatole Desroses.
            La segunda, que todo el mundo hablaba de su imaginación sin sospechar siquiera la posibilidad de que el relato fuera cierto.
            Aquellos dos fallos lo atormentaban hasta tal punto que le hicieron olvidar toda la felicidad ocasionada por su gloria en ciernes. Los artistas están hechos de tal forma que incluso cuando la crítica los mece en un lecho de rosas padecen con sólo observar una arruga en cualquiera de los pétalos.
            Así fue como cierto día, cuando alguien felicitaba al gran hombre, envolviéndolo en nubes de incienso, aquél le contestó muy irritado:
            —Muy otras serían sus palabras si supiera usted ciertas cosas. Mi relato no es imaginario, sino que ha sucedido de verdad. El crimen se cometió como lo cuento. Y su autor fui yo mismo. Mi verdadero nombre es Oscar Lapissotte.
            Lo dijo fríamente con aire de gran convencimiento, pronunciando bien las frases como quien desea ser creído sin ningún género de duda.
            —¡Ah! ¡Magnífico! —exclamó su interlocutor—. Esa broma tan lúgubre hace pensar en lo mejor de Baudelaire.
            A la mañana siguiente todos los periódicos relataban la anécdota. Los lectores encontraron deliciosa aquella tentativa de mixtificación por medio de la cual Anatole Desroses pretendía hacerse pasar por un malvado. Tratábase de algo sumamente original, digno de cautivar al atención de París.
            Oscar Lapissotte se puso furioso. Al efectuar su terrible confesión había obrado de manera hasta cierto punto maquinal. Ahora experimentaba la necesidad de ser creído por alguien.
            Renovó su confesión a cuantos amigos encontró en el boulevard, Al principio, aquello se acogió con extrañeza; luego se empezó a pensar en que Desroses era muy monótono en la exposición de su farsa; al tercer día el relato era considerado ya enojoso, y al cabo de una semana se llamaba a su autor «imbécil» sin ambages.
            Anatole no sabía mantenerse al nivel de su reputación de gran hombre. Sus más entusiastas partidarios empezaron a reírse de él.
            Aquel principio de hundimiento lo exasperó.
            —¡Qué falta de comprensión! —se quejaba en los cafés—. Nadie toma de buena fe mis palabras. Nadie quiere reconocer que no sólo he escrito, sino también ejecutado mi «crimen excepcional». Pues bien, no estoy dispuesto a consentirlo. Mañana todo París sabrá quién es Oscar Lapissotte.
            Se fue en busca del juez de instrucción que había llevado el proceso de la rue Saint-Denis.
            —Monsieur —le dijo—. Vengo a entregarme. Me llamo Oscar Lapissotte.
            —No siga usted —le atajó el juez con expresión afable—. He leído su novela y le felicito muy de veras. Estoy también al corriente de la excentricidad en que viene incurriendo desde hace ocho días. Otro en mi lugar, quizá se enfadara por el modo en que complica usted a la justicia en esta broma. Pero soy un amante de las letras y no lamento que trate de ensayar también conmigo su farsa, porque gracias a ella he tenido el placer de conocerle.
            —¿Cómo? —exclamó Oscar irritado por aquella reacción—. No es ninguna broma ni excentricidad. Le juro que soy Oscar Lapissotte, y que cometí el crimen. Y se lo voy a demostrar.
            —Bien —repuso el magistrado—. Tengo buen carácter, como podrá comprobar. Por simple curiosidad voy a prestarme a ese juego. Le aseguro, además, que es para mí una dicha observar cómo un espíritu tan sutil como el suyo trata de convencerme de semejante absurdo.
            —¿Absurdo? ¡Cuanto he contado es la verdad absoluta! El cochero era inocente. Fui yo quien…
            —Ya creo haberle dicho, mi querido señor, que he leído su novela. Pero si le complace contármela, me resultará sumamente grato oírla de sus propios labios. Sin embargo, no demostrará nada, aparte de lo ya demostrado, a saber: que posee usted una imaginación exuberante.
            —Sólo la tuve para cometer el hecho.
            —Dirá usted para escribirlo, distinguido señor; para escribirlo. Voy a confiarle lo que pienso exactamente del relato. Quizá haya usted puesto en él un exceso de imaginación; tal vez haya traspasado los límites de la mera fantasía incurriendo en detalles que pecan de inverosímiles.
            —Le digo a usted que…
            —¡Permítame! Permítame. ¿No tendrá inconveniente en reconocerme cierta competencia en estos asuntos, ¿verdad? Pues bien, le aseguro con la mano sobre el corazón, que las circunstancias de ese crimen no combinan de manera natural. La entrevista entre la criada y el asesino en el hospital resulta algo forzada. El doral que la anciana empleó como somnífero es duro de digerir. Y otras detalles por el estilo. Como obra literaria, su novela es una obra de arte encantadora, original, bien planeada, emocionante. Admito que como escritor hizo usted buen uso de la facultad de fantasear un poco. Pero ese crimen resulta imposible. Mi querido señor Desroses, lamento decepcionarle en este aspecto, pero si bien lo admiro como hombre de letras, en modo alguno puedo tomarlo en serio como criminal.
            —¿Ah, sí? ¡Pues voy a demostrar que se equivoca! —gritó Oscar Lapissotte abalanzándose furioso contra el magistrado.
            Tenía los labios húmedos de saliva, los ojos inyectados en sangre y su cuerpo se estremecía de cólera. Hubiera estrangulado al juez si éste no hubiera pedido auxilio a voz en grito.
            Se pudo reducir a aquel energúmeno, amarrarlo y encerrarlo.
            Cinco días después era conducido al manicomio de Charenton.
            —Ya veis adonde conduce la práctica de la literatura —comentaba al día siguiente cierto cronista—. Anatole Desroses ha logrado crear, por casualidad, una obra admirable. Pero le ha trastornado de tal modo el juicio, que terminó por creerse autor del hecho. Es la vieja fábula de Pigmalión enamorado de su estatua. El pobre Mürger me dijo cierto día…, etc.
            Pero lo más espantoso de todo fue que Oscar Lapissotte no se había vuelto loco. Por el contrario, su razón seguía incólume, lo que incrementaba hasta lo inconcebible su tortura.
            «Todas las desdichas se acumulan sobre mí», reflexionaba. «Nadie quiere aceptar mi verdadero nombre ni creer en mi crimen. Cuando muera, pasaré por un escritorzuelo que creó una única obra digna de tenerse en cuenta. Y en cambio, se aceptará como personaje imaginario a Oscar Lapissotte, a mi auténtico yo, a ese hombre de sangre fría, decidido, enérgico, héroe de la ferocidad, negación viviente del remordimiento. ¡Oh! Preferiría que me guillotinaran, pero que se supiera la verdad de lo ocurrido. Aunque sea por un minuto antes de colocar mi cuello en el tajo; aunque sea por un segundo antes de que la cuchilla caiga; aunque sea, sólo un instante, quiero gozar con la certeza de mi gloria y la visión de mi fama inmortal.»
            Pero tales momentos de exaltación eran apaciguados mediante duchas frías.
            Finalmente, a fuerza de vivir con semejante idea fija en la mente, rodeado de locos, acabó por perder también la razón.
            Y fue precisamente entonces cuando le dieron de alta.
            Oscar Lapissotte había terminado por creer que era Anatole Desroses y que nunca había asesinado a nadie.

            Y murió con la convicción de haber imaginado su obra y no haber sido el protagonista principal de la misma.

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