lunes, 11 de marzo de 2019

Cómo se escribe una novela negra (¿Se puede freír un huevo sin romperlo?) Mariano Sánchez Soler


Cómo se escribe una novela negra (¿Se puede freír un huevo sin romperlo?)
Mariano Sánchez Soler

Aunque, como autor, he reflexionado poco sobre el acto creativo y sobre la técnica narrativa
que utilizo al escribir mis novelas, me veo en la obligación, debido a las intensas pesquisas
realizadas desde la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de mostrar la flor de mi secreto:
cómo se escribe una novela negra. Bien, la suerte está echada. Como dijo Jack el Destripador:
«Vayamos por partes».
1. La búsqueda de la verdad. Si el objetivo de cualquier aventura, de cualquier creación
artística, es la búsqueda de la verdad (y si no, que se lo pregunten a Alonso Quijano), la
novela negra es la expresión más nítida de esta indagación literaria. Su objeto narrativo nace
de la necesidad de desvelar un hecho oculto/misterioso que nos mantiene sobre ascuas. A
través de sus páginas, el autor se propone, además, desentrañar el impulso escondido que
mueve a los personajes y que justifica la existencia del relato desde el principio al fin.
2. La intriga: del quién al cómo. Una novela negra debe escribirse con esa voluntad de intriga,
de revelación; cada capítulo, cada página, tiene que conducir al lector hasta la conclusión final
sin concederle el más mínimo respiro. Sin embargo, a diferencia de la novela rompecabezas
clásica (Christie, Conan Doyle...), que cimentó la gloria de la novela policíaca desde los
inicios de la era industrial, en la novela negra escrita a partir de Hammett, con la corriente
hard-boiled (duro y en ebullición), tanto o más importante que saber quién o quiénes
cometieron un hecho criminal es descubrir cómo se llega hasta la conclusión. Ahí está
Cosecha roja, del gran Dashiell, cualquiera de las novelas de Chandler o el Chester Himes de
Un ciego con una pistola como ejemplos del cómo. También es importante el por qué, aunque
su respuesta puede resultar secundaria en una sociedad como la nuestra, en la que, como todo
el mundo sabe, es más rentable fundar un banco que atracarlo.
3. La acción esencial. Si en la definición clásica de Stendhal «una novela es un espejo a lo
largo de un camino», la novela negra es una narración itinerante que describe ambientes y
personajes variopintos mientras se persigue el fin, la investigación, la búsqueda. La acción
manda sobre los monólogos interiores, y la prosa, cargada de verbos de movimiento, se hace
imagen dinámica y emocionante. Es un camino urbano, ajeno a las miradas primarias y a las
mentes bienpensantes, donde la creación de personajes y la descripción de ambientes resulta
fundamental y exige al autor una planificación previa a la escritura. Aquí radica uno de los
rasgos esenciales de la novela negra, que la convierte, de este modo, en novela urbana, social
y realista por antonomasia.
4. El argumento. Veamos: aventura indagatoria, intriga, realismo, crítica social, espejo en
movimiento... Sin embargo, como diría Oscar Wilde, para escribir una novela (negra) sólo se
precisan dos condiciones: tener una historia (criminal) que contar y contarla bien. ¿Y qué
debemos hacer para conseguirlo? Antes de empezar a escribir, es preciso tener un argumento
desarrollado, una trama en ciernes, un esquema básico de la acción por la que vamos a
transitar. Saber qué historia queremos contar: su tema central. Después, al correr de las
páginas, los acontecimiento marcarán sus propios caminos, a veces imprevisibles, pero el
autor siempre sabrá hacia dónde dirige su relato. Un buen mapa ayuda a no perderse.
5. Lo accesorio no existe. La voluntad de contar una historia y atrapar con ella al lector
permite pocas florituras y ningún titubeo. Toda la narración ha de estar en función de la
historia que pretendemos escribir. Si leemos 1280 almas, de Jim Thompson, por ejemplo,
descubrimos que el novelista escribió una historia exacta, ajustada, sin ningún pasaje
prescindible. No en vano, es una obra maestra de la narrativa moderna. Es cierto: una novela
criminal puede contener todo tipo de elementos disgregadores de la trama, divagaciones
caprichosas, puede cambiar de espejo a lo largo del camino; pero entonces no nos
encontraremos ante una novela negra, aunque se mueva alrededor de la resolución de un
crimen o se describa un proceso judicial. En la novela negra, como en la poesía, lo accesorio
no existe. Un poema puede ser bellísimo, pero si quiere llamarse soneto tendrá que escribirse,
como mínimo, en endecasílabos. Es una regla fundamental del juego. Lo mismo ocurre con la
novela negra: hay que elaborarla en función de unas reglas (que aquí estoy disparando a
quemarropa) aceptadas a priori por el autor. Y para que sea buena literatura, hay que
escribirla bien.
6. La construcción de los personajes. Cuestión clave: antes de comenzar a escribir, conviene
saberlo todo sobre ellos. Su pasado, su psicología, su visión del mundo y de la vida... Si
conocemos a los personajes principales (y muy especialmente al narrador o conductor de la
historia, si es uno), el relato discurrirá fácilmente, se deslizará a través de las páginas como el
jabón sobre una superficie de mármol y el lector no podrá abandonar el libro hasta el párrafo
final. Para ello se aconseja realizar una biografía resumida de los personajes principales,
como si se tratara de una ficha policial o un currículum para obtener trabajos basura, dos
instrumentos de la vida real muy útiles en la creación literaria.
7. La fuerza de los diálogos. Cuando hablan, los personajes deben utilizar la jerga precisa, sin
abusar, con palabras claves, pero sin caer en un lenguaje incomprensible y cambiante. Vale la
pena utilizar de manera comedida palabras profesionales. Por ejemplo, si habla un policía,
cuando vigila a un sospechoso está marcándole; un confidente es un confite; cuando matan a
alguien, le dan matarile... Cada diálogo cuenta una historia, y muchos personajes que desfilan
por la novela negra se muestran a sí mismos a través de sus palabras. El diálogo es un
vehículo para mostrar su psicología y sus fantasmas. Un ejemplo clásico: Marlowe, en El
sueño eterno, se disculpa ante la secretaria de Brody, a la que ha golpeado:
-¿Le he hecho daño en la cabeza? -pregunta el detective.
-Usted y todos los hombres con los que me he tropezado -contesta la mujer.
8. Documentarse para ser verosímil. Para que el lector se crea el relato que se está contando,
el autor debe documentarse con el objetivo de no caer en mimetismos fáciles (especialmente
cinematográficos). Por ejemplo, en España los jueces no usan el mazo, como los
anglosajones, sino una campanita; los detectives españoles no investigan casos de homicidio
ni llevan pistola (salvo rarísimas excepciones). Hay que conocer las cuestiones de
procedimiento, no para convertir la novela en un manual, sino para no caer en errores de
bulto. La verosimilitud lo exige para que el lector se crea nuestra historia. Hay que saber de
qué se está hablando. Por ejemplo, de qué marca y calibre es la pistola reglamentaria de la
policía española, ¿una pistola es lo mismo que un revólver?, cómo se realiza en España un
levantamiento de cadáver..., y tantas otras dudas que surgen a lo largo de la acción.
9. El mundo del crimen. Si la trama que mueve una novela negra ha de ser creíble, los
métodos del crimen también. La conclusión de un hecho criminal ha de llegar por los caminos
de la razón. En el siglo XXI, los enigmas rocambolescos, los venenos exóticos y las
conspiraciones insólitas han sido reemplazados por la corrupción institucional, las mafias, los
delitos económicos vestidos de ingeniería financiera o el crimen de Estado. Vivimos en una
era post-industrial donde la novela negra es un testigo descarnado de las cloacas que mueven
el mundo, más allá del agente moralizador de la burguesía que campaba en las páginas de las
novelas-enigma tradicionales. Los tiempos han cambiado y no hay retorno posible. El
realismo y la denuncia imponen su rostro literario. Los mejores personajes de la novela negra
actual son malas personas, pero, como diría Orwell, algunas son más malas que otras.
Y 10. Advertencia final: nada de trucos. Poe, en "El doble crimen de la calle Morge",
inauguró el género policíaco y el género negro posterior al crack de 1929, porque, al escribir
esta historia, planteó al lector el juego de descubrir una verdad, en apariencia sobrenatural,
con las armas de la razón, a través de una investigación detectivesca. Esa voluntad del
novelista, esta complicidad con el lector, exige al escritor no hacer trampas en la construcción
de sus historias criminales y plantea, al mismo tiempo, una relación privilegiada con el
receptor de sus novelas. Divertir, entretener, emocionar, escribir para ser leído... ¿No es este
el objetivo de la Literatura? Hay que jugar limpio con el lector. ¡Las manos quietas o disparo!
Para freír un huevo, es preciso romper la cáscara. Siempre.

domingo, 10 de marzo de 2019

El pie del diablo. Sir Arthur Conan Doyle


El pie del diablo
Sir Arthur Conan Doyle
Al relatar de vez en cuando algunas de las experiencias curiosas y los recuerdos interesantes
que asocio con mi amistad íntima y prolongada con Mr. Sherlock Holmes, me he topado
constantemente con las dificultades que me ha causado su aversión por la publicidad. Para su
carácter austero y cínico el aplauso popular siempre ha sido aborrecible, y nada le divertía
más al cerrar con éxito un caso que traspasar el mérito a algún oficial ortodoxo, y escuchar
con sonrisa burlona el coro general de felicitaciones equivocadas. Ha sido en realidad esta
actitud por parte de mi amigo, y no desde luego la falta de material interesante, lo que en los
últimos años me ha obligado a publicar muy pocos de mis relatos. Mi participación en algunas
de sus aventuras siempre ha sido un privilegio que me ha exigido discreción y reticencia.
Quedé, pues, enormemente sorprendido al recibir el martes pasado un telegrama de Holmes
-nunca se ha sabido de él que escribiera cuando bastaba un telegrama- en los términos
siguientes: “¿Por qué no contarles el horror de Cornualles, el más extraño caso que se me ha
encomendado?” Ignoro qué resaca de su cerebro había refrescado el caso en su memoria, o
qué antojo le había hecho desear que yo lo relatase; pero me apresuré, antes de que llegara
otro telegrama cancelando aquél, a rebuscar las notas que me darían los detalles exactos del
caso, y a exponerles el caso a mis lectores.
Fue en la primavera del año 1897, cuando en la férrea constitución de Holmes aparecieron
algunos síntomas de debilitamiento frente a un trabajo duro, constante y del tipo más
agotador, agravado, además, por sus propias imprudencias ocasionales. En marzo de aquel
año el doctor Moore Agar, de la calle Harley, cuya dramática presentación a Holmes quizá
cuente algún día, le io órdenes terminantes al famoso detective privado de dejar a un lado
todos sus casos y entregarse a un completo descanso, si quería evitar un colapso. Su estado de
salud no era asunto por el que Holmes se tomase el más mínimo interés, ya que tenía una gran
capacidad de abstracción mental, pero al final fue inducido, bajo la amenaza de quedar
inhabilitado para el trabajo de forma permanente, a buscarse un cambio total de escena y de
aires. Así fue como a principios de primavera de aquel mismo año nos trasladamos a una
casita de campo cerca de la bahía de Poldhu, en el extremo más alejado de la península de
Cornualles.
Era un lugar singular, especialmente adecuado para el humor sombrío de mi paciente. Desde
las ventanas de nuestra casita encalada, construida en lo alto de una colina muy verde,
dominábamos todo el siniestro semicírculo de la bahía de Mounts, esa antigua trampa mortal
para los veleros, con su hilera de negros acantilados y arrecifes azotados por las olas, contra
los que habían hallado la muerte innumerables marineros. Con viento del norte la bahía
permanece plácida y abrigada, invitando a las embarcaciones sacudidas por la tempestad a
virar hacia ella en busca de descanso y protección.
Pero luego vienen el súbito remolino de viento, las ráfagas huracanadas del sudoeste, el ancla
arrancada, la orilla a sotavento, y la última batalla en el rompiente espumoso. El marinero
prudente está siempre alejado de ese lugar maldito.
Por el lado de tierra nuestros alrededores eran tan sombríos como el mar. Era aquélla una
zona de páramos ondulantes, solitarios y grises, con un campanario aquí y allá para marcar el
emplazamiento de algún que otro pueblo de tiempos pasados. En cualquier dirección de los
páramos había vestigios de una raza ya desaparecida que no había dejado como constancia de
su paso sino extraños monumentos de piedra, túmulos irregulares que contenían las cenizas
incineradas de los muertos, y curiosas construcciones de tierra que apuntaban a la lucha
prehistórica. El embrujo y misterio de la región, con su siniestra atmósfera de naciones
olvidadas, apelaba a la imaginación de mi amigo, quien pasaba gran parte de su tiempo dando
largos paseos y sumiéndose en meditaciones solitarias en los páramos. La antigua lengua de
Cornualles también había atraído su atención, y recuerdo que se le metió en la cabeza la idea
de que era muy similar al caldeo y constituía una derivación directa del lenguaje de los
comerciantes de estaño fenicios.
Recibió un envío de libros de filología, y se disponía a consagrarse al desarrollo de su tesis
cuando de repente, para pesar mío y alborozo manifiesto de él, nos encontramos, incluso en
aquella tierra de sueños, sumergidos en un problema ocurrido a nuestra puerta, más intenso,
más absorbente e infinitamente más misterioso que cualquiera de los que nos habían hecho
salir de Londres. Nuestra vida sencilla y plácida, nuestra saludable rutina fueron
interrumpidas violentamente, y nosotros nos vimos precipitados en el centro de una serie de
sucesos que provocaron una excitación extrema no sólo en Cornualles, sino también en toda
la parte occidental de Inglaterra. Quizá muchos de mis lectores conserven algún recuerdo de
lo que se llamó entonces el “Horror de Cornualles”, aunque a la prensa de Londres no llegó
más que un relato muy incompleto del asunto. Ahora, trece años después, voy a dar a conocer
públicamente los auténticos detalles de aquel caso inconcebible.
Ya he dicho que unos cuantos campanarios diseminados indicaban la situación de los pueblos
que salpicaban aquella parte de Cornualles. El más cercano era la aldea de Tredannick
Wollas, donde las casas de unos doscientos habitantes se apiñaban en torno a una iglesia
antigua y cubierta de musgo. El vicario de la parroquia, Mr. Roundhay, tenía algo de
arqueólogo, y, como tal, había trabado amistad con Holmes. Era un hombre de mediana edad,
atractivo y afable, con un caudal considerable de erudición local. Invitados por él, fuimos un
día a tomar el té en la vicaría, conociendo asimismo a Mr. Mortimer Tregennis, un caballero
independiente que había incrementado los escasos recursos del sacerdote alquilando
habitaciones en su casa espaciosa y destartalada. El vicario, que era soltero, estaba encantado
de haber llegado a un acuerdo de este tipo, a pesar de no tener apenas nada en común con su
huésped, que era un hombre delgado, moreno, con gafas, y con un encorvamiento de espalda
que daba la impresión de una auténtica deformidad física. Recuerdo que durante nuestra corta
visita encontramos al vicario locuaz, y a su inquilino extrañamente reservado, con expresión
triste, y entregado a la introspección; todo el tiempo permaneció sentado con la mirada
perdida, aparentemente absorto en sus propios asuntos.
Esos fueron los dos hombres que entraron abruptamente en nuestra sala de estar el martes 16
de marzo, poco después de la hora del desayuno, cuando estábamos fumando juntos y
preparándonos para nuestra excursión diaria por los páramos.
-Mr. Holmes -dijo el vicario, con voz agitada-, durante la noche ha ocurrido un suceso de lo
más trágico y extraordinario. Es algo de verdad insólito. No podemos sino considerar como
un don de la providencia que esté usted aquí en estos momentos, porque en toda Inglaterra no
hay un hombre al que necesitemos más.
Clavé en el intruso vicario una mirada poco amistosa; pero Holmes se quitó la pipa de los
labios y se irguió en su silla, como un viejo sabueso que oye el grito de “¡Zorro a la vista!”
Señaló el sofá con el dedo, y el palpitante vicario, con su agitado compañero, se sentaron en
él, uno junto al otro. Mr. Mortimer Tregennis se dominaba más que el sacerdote, pero el
crispamiento de sus manos delgadas y el brillo de sus ojos oscuros delataban la emoción que
compartía con éste.
-¿Hablo yo, o lo hace usted? -preguntó al vicario.
-Bueno, como parece ser que es usted quien ha hecho el descubrimiento, sea lo que fuere, y el
vicario lo sabe todo de segunda mano, quizá será mejor que hable, Mr. Tregennis -dijo
Holmes.
Lancé una mirada al vicario, vestido apresuradamente, a su inquilino, sentado junto a él,
ataviado con toda formalidad, y me divirtió la sorpresa que había producido en sus rostros la
simple deducción de Holmes.
-Quizá será mejor que diga primero unas palabras -dijo el vicario-, y entonces usted mismo
juzgará si prefiere escuchar los detalles de Mr. Tregennis, o salir corriendo sin pérdida de
tiempo hacia el escenario de tan misterioso suceso. Explicaré, pues, que nuestro amigo aquí
presente pasó la velada de ayer en compañía de sus dos hermanos, Owen y George, y en la de
su hermana, Brenda, en su casa de Tredannick Wartha, que está cerca de la vieja cruz de
piedra de l páramo. Les dejó poco después de las diez, jugando a cartas en torno a la mesa del
comedor, de buen humor y con excelente salud. Esta mañana, como es hombre madrugador,
ha salido de paseo en esa dirección antes de desayunar, siendo alcanzado por el coche del
doctor Richards, quien le ha explicado que acababan de mandarle llamar urgentemente desde
Tredannick Wartha. Como es natural, Mr. Mortimer Tregennis ha ido con él. Al llegar a
Tredannick Wartha se ha encontrado con un estado de cosas extraordinario. Sus tres hermanos
estaban sentados en torno a la mesa, tal como él los había dejado, con las cartas aún
extendidas ante ellos y las velas consumidas hasta la base. La hermana estaba reclinada en su
silla, muerta, con los dos hermanos sentados a cada lado, riendo, gritando y cantando, con la
mente totalmente perturbada. Los tres, la mujer muerta y los dos hombres enloquecidos,
tenían en el rostro una expresión de horror desaforado, una convulsión de terror que daba
miedo mirarla. No había indicios de la presencia de nadie en la casa, excepto de Mrs. Porter,
la vieja cocinera y ama de llaves, que ha declarado que durmió profundamente y no oyó
ningún ruido durante la noche. No habían robado ni desordenado nada, y no existe ninguna
explicación sobre cuál pudo ser la visión espantosa que mató de pánico a una mujer e hizo
perder el juicio a dos hombres fuertes. Esta es, en dos palabras, la situación, Mr. Holmes; si
puede ayudarnos a esclarecerla habrá realizado un gran trabajo.
Yo esperaba poder engatusar de algún modo a mi compañero para continuar con la vida
tranquila que era el objetivo de nuestro viaje; pero una sola mirada a la expresión intensa de
su rostro y a sus cejas contraídas me indicaron lo vano de mi esperanza. Estuvo un rato
sentado en silencio, absorbido por el extraño drama que había venido a romper nuestra paz.
-Voy a estudiar el asunto -dijo, por fin-. A primera vista, parece tratarse de un caso
excepcional. ¿Ha estado ya allí, Mr. Roundhay?
-No, Mr. Holmes. Mr. Tregennis me lo ha contado todo al volver a la parroquia, y al instante
hemos corrido a consultarle a usted.
-¿A qué distancia está la casa donde ocurrió esa singular tragedia?
-A una milla tierra adentro, más o menos.
-En ese caso iremos caminando juntos. Pero, antes de salir, he de hacerle unas pocas
preguntas, Mr. Mortimer Tregennis.
El interpelado había permanecido callado todo el tiempo, pero yo había observado que su
excitación más controlada era incluso superior a la emoción agresiva del clérigo. Estaba
sentado con el rostro pálido y contraído, la mirada ansiosa clavada en Holmes, y sus manos
delgadas unidas convulsivamente. Sus labios pálidos habían temblado al escuchar la
espantosa experiencia que había vivido su familia, y en sus ojos oscuros parecía reflejarse
parte del horror de la escena.
-Pregunte lo que quiera, Mr. Holmes -dijo, anhelante-. Es un tema del que se me hace difícil
hablar, pero le contestaré la verdad.
-Hábleme de la noche pasada.
-Verá, Mr. Holmes; cené allí, como le ha dicho el vicario, y mi hermano mayor, George,
propuso luego una partida de Whist. Nos sentamos a jugar a eso de las nueve. Eran sobre las
diez y cuarto cuando me puse en pie para marcharme. Les dejé en torno a la mesa, le más
alegres que imaginarse pueda.
-¿Quién salió a despedirle?
-Mrs. Porter ya se había acostado, así que salí yo solo. Cerré la puerta del vestíbulo desde
fuera. La ventana del salón estaba cerrada, aunque no habían echado la cortinilla. Esta mañana
no había ningún cambio ni en la puerta ni en la ventana, ni tampoco razón para creer que un
desconocido había entrado en la casa. Sin embargo allí estaban, totalmente enloquecidos por
el terror, y Brenda muerta de miedo, medio reclinada, con la cabeza colgando sobre el brazo
de la butaca. En toda mi vida no lograré borrar de mi memoria la escena que he contemplado
es esa habitación.
-Los hechos, tal y como usted los presenta, son sin duda extraordinarios -dijo Holmes-.
Supongo que no tendrá ninguna teoría propia capaz de explicarlos.
-Es algo demoníaco. Mr. Holmes; ¡demoníaco! -exclamó Mortimer Tregennis-. No es de este
mundo. Algo entró en esa habitación, que apagó de un soplo la luz de la razón que había en
sus mentes. ¿Qué fuerza humana podría hacer una cosa así?
-Me temo -replicó Holmes- que si el asunto está por encima de la humanidad, también estará
por encima mío. Pero en cualquier caso debemos agotar todas las explicaciones naturales
antes de apoyarnos en una teoría como ésta. En cuanto a usted, Mr. Tregennis, parece ser que
por alguna razón no estaba muy unido a su familia, ya que ellos vivían juntos y usted tiene
habitaciones aparte.
-Cierto, Mr. Holmes, aunque todo está pasado y olvidado. Éramos una familia de mineros de
estaño de Redruth que vendimos nuestro negocio a una empresa y nos retiramos con dinero
suficiente para vivir. No negaré que hubo, al repartir el dinero, ciertas desavenencias que nos
mantuvieron distanciados durante un tiempo; pero todo quedó perdonado y arreglado, y ahora
éramos los mejores amigos del mundo.
-Volviendo a la velada que pasaron juntos, ¿no ha quedado nada grabado en su memoria que
pudiera arrojar luz sobre la tragedia? Piense despacio, Mr. Tregennis; busque cualquier pista
que pueda ayudarme.
-No recuerdo nada en absoluto, señor.
-¿Sus hermanos estaban del humor habitual?
-Nunca les vi mejor.
-¿Estaban nerviosos? ¿En algún momento dieron muestras de aprensión ante un peligro
inminente?
-No, nada de eso.
-¿Entonces no tiene nada que agregar que pueda serme útil?
Mortimer Tregennis estuvo unos instantes meditando seriamente.
-Sólo se me ocurre una cosa -dijo por fin-. Cuando nos sentamos a la mesa yo me coloqué de
espaldas a la ventana y mi hermano George, que era mi compañero en la partida, de cara a
ella. Una vez le vi mirar con atención por encima de mi hombro, así que me di la vuelta y me
puse a mirar yo también. La cortinilla estaba levantada y la ventana cerrada, pero pude
vislumbrar los arbustos del prado, y por un instante me pareció que algo se movía entre ellos.
No podría ni siquiera afirmar si era una persona o un animal, sólo sé que había algo allí.
Cuando le pregunté a George qué estaba mirando, me comentó que él había tenido la misma
sensación. Eso es todo cuanto puedo decirle.
-¿No investigaron?
-No; no nos pareció importante.
-Así que les dejó sin ninguna premonición de la desgracia.
-Ninguna en absoluto.
-No acabo de comprender cómo se ha enterado de la noticia esta mañana temprano.
-Soy muy madrugador, y suelo dar un paseo antes del desayuno. Esta mañana, acababa de
salir cuando el doctor me ha alcanzado en su coche. Me ha dicho que la vieja Mrs. Porter le
había enviado un chico con un mensaje urgente. He subido de un salto al vehículo y hemos
seguido el viaje. Al llegar, hemos entrado en esa estancia espantosa. Las velas y el fuego del
hogar debían haberse apagado hacía horas, y ellos habían permanecido sentados en la
oscuridad hasta romper el día. El doctor ha dicho que Brenda llevaba muerta por lo menos
seis horas. No había señales de violencia. Estaba caída sobre el brazo de su butaca, con
aquella expresión en el rostro. George y Owen estaban cantando fragmentos de canciones y
gesticulando como dos grandes simios. ¡Oh, qué visión tan horrible! Yo no he podido
soportarlo, y el doctor estaba tan blanco como el papel. Incluso se ha desplomado en una silla,
como en una especia de desmayo, y casi hemos tenido que atenderle a él también.
¡Extraordinario! ¡Realmente extraordinario! -dijo Holmes, levantándose y asiendo su
sombrero-. Creo que quizá lo mejor será ir a Tredannick Wartha sin más dilatación. Confieso
que rara vez me he enfrentado con un caso que a primera vista presentara un problema más
singular.
Nuestras primeras gestiones no sirvieron apenas para avanzar en la investigación. Pero de
todos modos la mañana estuvo marcada, en su mismo inicio, por un incidente que produjo en
mi ánimo la más siniestra impresión. Se acerca uno al lugar de la tragedia por un sendero
campestre estrecho y serpenteante. Caminábamos por él cuando oímos el traqueteo de un
coche que venía hacia nosotros, y nos hicimos a un lado para dejarle paso. Al cruzarse con
nosotros pude entrever por la ventanilla cerrada un rostro horriblemente contorsionado y
sonriente que se nos quedaba mirando. Aquellos ojos desorbitados y brillantes, y aquellos
dientes que rechinaban pasaron junto a nosotros como una visión espantosa.
-¡Mis hermanos! -exclamó Mortimer Tregennis, lívido hasta los labios-. Se los llevan a
Helston.
Nos volvimos para mirar el negro carruaje, que se alejaba dando tumbos. Luego dirigimos
nuestros pasos hacia aquella casa malhadada donde les había sorprendido su extraña suerte.
Era una morada espaciosa y llena de luz, más mansión que simple casa de campo, con un
jardín de considerable extensión que, con el aire de Cornualles, abundaba ya en flores
primaverales. A este jardín se abría la ventana del salón, y, según Mortimer Tregennis, era por
allí por donde tenía que haberse acercado el ser maléfico que en un instante, mediante el
horror puro, había hecho estallar sus mentes. Holmes caminó despacio y pensativo por entre
los tiestos de flores y por el sendero que conducía al porche. Tan absorto estaba en sus
pensamientos, que recuerdo que tropezó contra la regadera, derramó su contenido e inundó
nuestros pies y también el sendero del jardín. Ya en la casa salió a recibirnos la anciana ama
de llaves cornualles, Mrs. Porter, que con la ayuda de una muchacha joven atendía a las
necesidades de la familia. Respondió de buen grado a todas las preguntas de Holmes. No
había oído nada durante la noche. Últimamente sus amos habían estado de un humor
estupendo, y nunca les había visto tan alegres y prósperos. Se había desmayado de espanto al
entrar por la mañana en la estancia y ver aquella reunión espantosa alrededor de la mesa. Tras
recuperarse había abierto la ventana de par en par para que pasara el aire, y había ido
corriendo hasta el camino principal, desde donde había enviado a un joven granjero en busca
del médico. La señorita estaba arriba en su cama, si deseábamos verla. Habían sido necesarios
cuatro hombres fuertes para meter a los hermanos en el coche del manicomio. Ella no pensaba
permanecer en la casa ni un día más; aquella misma tarde se iría a St. Ives, para reunirse con
su familia.
Subimos la escalera y examinamos el cadáver. Miss Brenda Tregennis había sido una
muchacha muy bonita, aunque ahora ya había entrado en la madurez. Su rostro de tez oscura y
rasgos bien dibujados era hermoso, incluso muerta, aunque aún se adivinaba en él algo de
aquella convulsión de horror que había sido su última emoción humana. Desde su dormitorio
bajamos al salón donde había ocurrido la extraña tragedia. En la chimenea se apiñaban las
cenizas carbonizadas del fuego de la noche. Seguían sobre la mesa las cartas, desparramadas
en su superficie. Las butacas habían sido colocadas contra la pared, pero todo lo demás había
quedado como la víspera. Holmes recorrió la estancia con paso ligero y rápido; se sentó en las
diversas sillas, acercándolas a la mesa y reconstruyendo sus posiciones. Comprobó cuanta
extensión de jardín se veía desde allí; examinó el suelo, el techo y la chimenea, pero ni una
sola vez percibí aquel súbito brillo en sus ojos ni la contracción de los labios que me
indicaban que veía un resquicio de luz en la oscuridad.
-¿Por qué fuego? -preguntó una vez-. ¿Lo tenían siempre encendido en las noches
primaverales, en una habitación tan pequeña?
Mortimer Tregennis le explicó que la noche era fría y húmeda. Por esa razón habían
encendido el fuego después de su llegada.
-¿Qué va a hacer ahora, Mr. Holmes? -preguntó.
Mi amigo sonrió y apoyó su mano en mi brazo, diciendo:
-Creo, Watson, que voy a reanudar esas sesiones de envenenamiento por tabaco que usted ha
condenado tan frecuente y justamente. Con su permiso, caballeros, vamos a volver a nuestra
casa, porque no me parece que aquí vaya a aparecer nada nuevo digno de atención. Voy a dar
vueltas en mi cabeza a todos estos hechos, Mr. Tregennis, y si se me ocurre algo desde luego
me pondré en contacto con usted y el vicario. Mientras tanto les deseo muy buenos días.
Hasta pasado un buen rato de nuestro regreso a Poldhu Cottage Holmes no rompió su
mutismo completo y ensimismado. Permaneció todo ese rato hecho un ovillo en su sillón, con
su rostro macilento y ascético apenas visible en el torbellino azul del humo de su tabaco, las
oscuras cejas fruncidas, la frente arrugada y la mirada vacía y perdida. Por fin, dejó a un lado
su pipa y se puso en pie de un salto.
-Es inútil, Watson -dijo, con una risotada-. Vayamos a caminar juntos por los acantilados en
busca de flechas de pedernal. Es más fácil encontrar eso que una pista en este asunto. Hacer
trabajar al cerebro sin suficiente material es como acelerar un motor. Acaba estallando en
pedazos. Brisa del mar, sol, y paciencia, Watson; todo se andará.
“Ahora definamos con calma nuestra posición -prosiguió mientras bordeábamos juntos los
acantilados-. Agarrémonos con firmeza a lo poquísimo que sabemos, para que cuando
aparezcan hechos nuevos seamos capaces de colocarlos en sus lugares correspondientes. En
primer lugar, daré por sentado que ninguno de los dos está dispuesto a admitir intrusiones
diabólicas en los asuntos humanos. Empecemos por borrar por completo de nuestra mente esa
posibilidad. Nos quedan pues tres personas que han sido gravemente lastimadas por un agente
humano, consciente o inconsciente. Ese es terreno firme. Bien, ¿y cuándo ocurrió eso?
Evidentemente, y suponiendo que su relato sea cierto, muy poco después de que Mr.
Mortimer Tregennis abandonase la estancia. Ese es un punto muy importante. Hay que
presumir que fue sólo unos minutos después. Las cartas aún estaban sobre la mesa. Era ya
más tarde de la hora en que solían acostarse, y sin embargo no habían cambiado de posición
ni apartado las sillas para levantarse. Repito, pues, que lo que fuera ocurrió inmediatamente
después de su marcha, y no después de las once de la noche.
“El siguiente paso obligado es comprobar, dentro de lo posible, los movimientos de Mortimer
Tregennis después de abandonar la estancia. No es nada difícil y parecen estar por encima de
toda sospecha. Conociendo como conoce mis métodos, habrá advertido, sin duda, la burda
estratagema de la regadora, mediante la cual he obtenido una impresión de las huellas de sus
pies, más clara que la que habría podido conseguir de otro modo. En el sendero húmedo y
arenoso se han dibujado admirablemente. La noche pasada también había humedad, como
recordará, y no era difícil, tras obtener un botón de muestra, distinguir sus pisadas entre otras
y seguir sus movimientos. Parece que se alejó rápidamente en dirección de la vicaría.
“Si Mortimer Tregennis había desaparecido de la escena, y alguna persona afectó desde el
exterior a los jugadores de cartas, ¿cómo podemos reconstruir a esa persona, y cómo es que
infundió en ellos tal sentimiento de horror? Podemos eliminar a Mrs. Porter. Se ve que es
inofensiva. ¿Hay alguna evidencia de que alguien se encaramó a la ventana del jardín y de un
modo u otro produjo a quienes la vieron un efecto tan terrorífico que les hizo perder la razón?
La única sugerencia es esa dirección fue expresada por el mismo Mortimer Tregennis, que
afirma que su hermano habló de cierto movimiento en el jardín. Eso es realmente extraño, ya
que la noche estaba lluviosa, encapotada y oscura. Cualquiera que tuviera el propósito de
asustar a esas personas estaría obligado a aplastar su cara contra el cristal antes de ser visto.
Hay un parterre de flores de tres pies fuera de la ventana, y sin embargo no hay en él ni la
sombra de una huella. De modo que es difícil imaginar cómo alguien ajeno a la familia pudo
producir en los tres hermanos una impresión tan terrible; y por otra parte no hemos hallado
ningún móvil para una agresión tan rara y complicada. ¿Se da cuenta de nuestras dificultades,
Watson?
-Demasiado bien -respondí, con convicción.
-Y sin embargo, con un poco más de material, quizá demostremos que no son insuperables
-dijo Holmes-. Me imagino que entre nuestros abundantes archivos, Watson, encontraríamos
algunos casos casi tan oscuros como éste. Mientras tanto, dejaremos el asunto a un lado hasta
que consigamos datos más concretos, y consagraremos el resto de la mañana a la persecución
del hombre neolítico.
Quizá haya hablado ya del poder de abstracción mental de mi amigo, pero nunca me
maravilló tanto como aquella mañana primaveral en Cornualles, cuando se pasó dos horas
platicando sobre celtas, puntas de flechas y restos diversos, con tanta despreocupación como
si no hubiera un misterio siniestro esperando a ser resuelto. Fue al regresar a casa por la tarde
y encontrar a un visitante aguardándonos, cuando nuestras mentes volvieron a concentrarse en
el asunto pendiente. Ninguno de los dos necesitamos que nadie nos dijera quién era nuestro
visitante. Aquel cuerpo imponente, aquel rostro agrietado y lleno de costurones, de ojos
llameantes y nariz de halcón, aquel cabello encrespado que casi rozacepillaba el techo de
nuestra casa, aquella barba dorada en las puntas y blanca junto a los labios, salvo por la
mancha de nicotina de su cigarrillo perpetuo, aquellos rasgos, en suma, eran tan conocidos en
Londres como en África, y sólo podían asociarse con la tremenda personalidad del doctor
Leon Sterndale, el gran explorador y cazador de leones.
Habíamos oído hablar de su presencia en la región, y en una o dos ocasiones habíamos
percibido su alta silueta en los caminos de los páramos. Sin embargo, ni él hizo nada por
trabar conocimiento con nosotros, ni a nosotros se nos había ocurrido trabarlo con él, ya que
era del dominio público que era su amor por el recogimiento lo que le impulsaba a pasar la
mayor parte de sus intervalos entre una expedición y otra en un pequeño bungalow sepultado
en el solitario bosque de Beauchamp Arriance. Allí, con sus libros y sus mapas, llevaba una
existencia totalmente solitaria, atendiendo él mismo a sus sencillas necesidades, y prestando
en apariencia poca atención a los asuntos de sus vecinos. Así que fue una sorpresa para mí
oírle preguntar a Holmes con voz anhelante si había algo en su reconstrucción del misterioso
episodio.
-La policía del condado está totalmente perdida -dijo-; pero quizá su vasta experiencia le haya
sugerido alguna explicación verosímil. Mi único derecho a reclamar su confianza es que
durante mis muchas residencias aquí he llegado a conocer muy bien a la familia Tregennis (en
realidad, podría llamarles primos por línea materna) y su extraño final me ha causado, como
es natural, un gran impacto.
“Estaba ya en Plymouth, camino de África, pero me he enterado de la noticia esta mañana y
he venido sin pérdida de tiempo para ayudar en la investigación.
Holmes arqueó las cejas.
-¿Y ha perdido el barco por eso?
-Tomaré el próximo.
-¡Caramba, esto sí que es amistad!
-Ya le digo que éramos parientes.
-Sí, sí; primos por parte de madre. ¿Estaba ya su equipaje a bordo?
-Algo de él había, pero la mayor parte estaba en el hotel.
-Comprendo. Pero no creo que el suceso haya sido publicado todavía en los periódicos
matutinos de Plymouth.
-No, señor; he recibido un telegrama.
-¿Puedo preguntar de quién?
Una sombra cruzó el demacrado rostro del explorador.
-Es usted muy inquisitivo, Mr. Holmes.
-Es mi trabajo.
Con un esfuerzo, el doctor Sterndale recuperó su enfurruñada compostura.
-No veo objeción para decírselo. Ha sido Mr. Roundhay, el vicario, quién me ha enviado el
telegrama que me ha hecho venir.
-Gracias -dijo Holmes-. En respuesta a su original pregunta puedo decirle que aún no tengo la
mente clara en relación con el caso, pero abrigo esperanzas de llegar a alguna conclusión.
Sería prematuro decir nada más.
-Quizá no le importaría decirme si sus sospechas apuntan en alguna dirección determinada.
-No puedo responder a eso.
-Entonces he perdido el tiempo, y no necesito prolongar mi visita. -El famoso doctor salió de
nuestra casa de un patente mal humor, y a los cinco minutos Holmes le siguió.
No volví a verle hasta después del anochecer, cuando volvió con un paso lento y una
expresión huraña, que me hicieron comprender que no había progresado mucho en su
investigación. Le echó una mirada al telegrama que le aguardaba, y lo tiró al hogar.
-Del hotel de Plymouth, Watson -dijo-. Me ha dado el nombre el vicario, y he telegrafiado
para asegurarme de que la historia del doctor Leon Sterndale era cierta. Parece ser que en
efecto ha pasado la noche allí, y que ha dejado parte de su equipaje camino a África, y ha
vuelto para estar presente en la investigación. ¿Que opina, Watson?
-Que está vivamente interesado.
-Vivamente interesado, sí. Hay en esto un hilo, que aún no hemos sabido encontrar, y que nos
guiaría por esta maraña. Anímese, Watson, porque estoy convencido de que aún no ha caído
en nuestras manos todo el material necesario. Cuando eso suceda, pronto quedarán atrás
nuestras dificultades.
Poco sabía yo entonces lo pronto que se harían realidad las palabras de Holmes, y lo extraño y
siniestro que sería el acontecimiento inminente que había de abrir ante nosotros una nueva
línea de investigación. A la mañana siguiente, me estaba afeitando junto a la ventana, cuando
oí ruido de cascos y, al levantar la vista, vi un dogcart que se acercaba a todo galope por la
senda. Se detuvo delante de nuestra puerta, y nuestro amigo el vicario se apeó de él
apresuradamente y se acercó corriendo por el sendero de nuestro jardín. Holmes ya estaba
vestido, y ambos salimos prestos a recibirle.
Nuestro visitante estaba tan excitado que apenas podía articular palabra, pero por fin, entre
jadeos y estallidos, salió la trágica historia de sus labios.
-¡Estamos poseídos por el diablo, Mr. Holmes! ¡Mi pobre parroquia está poseída por el
diablo! -gritó-. ¡El mismísimo Satanás anda suelto por ella! ¡Nos tiene en sus manos! -En su
agitación iba bailando de un lado para otro, salvándose sólo del ridículo por su rostro
ceniciento y sus ojos desorbitados. Por fin nos disparó la terrible noticia.
-Mr. Mortimer Tregennis ha muerto durante la noche, con idénticos síntomas que el resto de
su familia.
Holmes se puso en pie de un salto, todo energía en un instante.
-¿Cabríamos los dos en su dogcart?
-Sí.
-Entonces, Watson, tendremos que posponer el desayuno. Mr. Roundhay, estamos a su entera
disposición. Deprisa, deprisa, antes de que revuelvan las cosas.
El huésped ocupaba en la vicaría dos habitaciones, situadas una encima de la otra, que
formaban una de las esquinas. La de abajo era una amplia sala de estar y la de arriba el
dormitorio. Daban a un terreno de croquet que se prolongaba hasta las mismas ventanas.
Nosotros llegamos antes que el médico y la policía, así que todo estaba intacto. Permítaseme
describir la escena tal y como la vimos aquella mañana de marzo envuelta en bruma. Ha
dejado una impresión imborrable en mi memoria.
La atmósfera en la estancia era de asfixia horrible y deprimente. La criada que entró primero
abrió la ventana, de lo contrario aún habría sido más intolerable. Aquel ahogo podía deberse
en parte a que en la mesa central había una lamparilla ardiendo y humeando. Junto a ella
estaba sentado el muerto, apoyado en su silla, con la escueta barba proyectada hacia fuera, los
lentes subidos a la frente y el rostro, enjuto y moreno, vuelto hacia la ventana y
convulsionando por el mismo rictus de terror que había marcado los rasgos de su difunta
hermana. Tenía los miembros contorsionados y los dedos retorcidos como si hubiera muerto
en un auténtico paroxismo de miedo. Estaba totalmente vestido, aunque algunos indicios
mostraban que lo había hecho con prisas. Sabíamos ya que había dormido en su cama y que le
había sobrevenido su trágica muerte a primera hora de la mañana.
Podía adivinarse la energía al rojo vivo que se ocultaba debajo del exterior flemático de
Holmes, con sólo observar el cambio brusco que se operaba en él al entrar en el fatal
apartamento. En un instante se puso tenso y alerta, con los ojos brillantes, el rostro rígido y
los miembros temblando de actividad febril. Salió al césped, entró por la ventana, recorrió la
sala de estar y subió al dormitorio, como el osado sabueso registra la madriguera. Dio un
rápido vistazo por el dormitorio y acabó de abrir la ventana, lo que pareció proporcionarle un
nuevo motivo de excitación, ya que se asomó a ella con sonoras exclamaciones de interés y
júbilo. A continuación bajó la escalera apresuradamente, salió por la ventana abierta, se tiró
boca abajo en el césped, se puso en pie de un salto y volvió a entrar en la estancia, todo ello
con la energía de un cazador que le pisa los talones a la pieza. Examinó la lamparilla, que era
de las corrientes, con minucioso cuidado y tomando ciertas medidas en su depósito. Hizo, con
su lupa, un puntilloso escrutinio de la pantalla de talco que recubría la parte superior de la
misma, y rascó algunas cenizas que había adheridas a su superficie, poniendo algunas de ellas
en un sobre, que acto seguido se guardó en su cuaderno de bolsillo. Por fin, en el momento en
que hacían su aparición el médico y la policía oficial, llamó aparte al vicario y salimos los tres
al césped.
-Me complace decirles que mi investigación no ha sido del todo estéril -comentó-. No puedo
quedarme para discutir el asunto con la policía, pero le agradeceré mucho, Mr. Roundhay, que
le presente mis saludos al inspector y dirija su atención hacia la ventana del dormitorio y la
lamparilla de la sala de estar. Son sugerentes, por separado, y juntas casi concluyentes. Si la
policía necesita más información, me sentiré muy honrado de recibirles en mi casa. Y ahora,
Watson, creo que aprovecharemos mejor el tiempo en otro lugar.
Quizá a la policía le molestara la intrusión de un aficionado, o quizá imaginase haber
encontrado por sí sola una esperanzadora línea de investigación; el caso es que nada supimos
de ella en los dos días siguientes. Durante los mismos, Holmes pasó una parte de su tiempo en
casa, fumando y ensimismado, pero una parte mucho mayor la consagró a dar largos paseos
por el campo, siempre solo, regresando después de muchas horas sin comentar dónde había
estado. Un experimento me sirvió para comprender su línea de investigación.
Se había comprado una lamparilla idéntica a la que ardía en el dormitorio de Mortimer
Tregennis la mañana de la tragedia. La llenó con el mismo aceite que se utilizaba en la
vicaría, y cronometró con exactitud el tiempo que tardaba en consumirse. También realizó
otro experimento de cariz más desagradable, que no creo que consiga olvidar nunca.
-Observará, Watson -comentó una tarde- que sólo hay un punto común de similitud entre los
distintos informes que nos han llegado. Se trata del efecto producido por la atmósfera de
ambas estancias en las personas que primero entraron en ellas. Recordará que Mortimer
Tregennis, al describir el episodio de su última visita a casa de sus hermanos, nos contó que el
doctor se desplomó sobre una silla al entrar al salón. ¿Lo había olvidado? Bueno, pues yo le
aseguro que ocurrió así. Recordará también que Mrs. Porter, el ama de llaves, nos dijo que
había desfallecido al entrar en la estancia y luego había abierto la ventana. En nuestro
segundo caso (el de Mortimer Tregennis), no puede haber olvidado la terrible sensación de
asfixia que producía el aposento cuando llegamos nosotros, a pesar de que la criada había
abierto la ventana. Esa misma criada, según averigüé luego, se había encontrado tan mal que
había tenido que acostarse. Admitirá, Watson, que todos estos hechos son muy sugerentes. En
ambos casos tenemos evidencias de una atmósfera envenenada. En ambos casos también,
tenemos una combustión en la sala: un fuego en el primero, y una lamparilla en el segundo. El
fuego había sido necesario, pero la lamparilla fue encendida (como demostrará una
comparación con el aceite consumido) mucho después del alba. ¿Por qué? Sin duda porque
existe una relación entre las tres cosas; la combustión, la atmósfera asfixiante y la muerte o
locura de esos desdichados. Eso está claro, ¿no?
-Así parece.
-Por lo menos podemos aceptarlo como una hipótesis probable. Supongamos, pues, que en
ambos casos quemaron algo que produjo una atmósfera de extraños efectos tóxicos. Muy
bien. En el salón de los hermanos Tregennis esa sustancia fue colocada en la chimenea. La
ventana estaba cerrada, pero como es natural, parte del humo se perdió por el cañón de la
chimenea. De ahí que los efectos del veneno quedasen más atenuados que en el otro caso,
donde era más difícil que se escaparan los vapores. El resultado parece indicar que fue así, ya
que en el primer caso la mujer, que presumiblemente tenía un organismo más sensible, fue la
única que murió, siendo los otros presa de esa demencia pasajera o permanente que es, sin
duda, el primer efecto de la droga. En el segundo caso el resultado fue completo. De modo
que los hechos parecen corroborar la teoría del veneno activado por combustión.
“Con este hilo de razonamiento en mente registré la habitación de Mortimer Tregennis,
buscando restos de la sustancia venenosa. El lugar más obvio era la pantalla o guardahumos
de la lamparilla. Allí, como era de esperar, vi cierto número de cenizas escamosas, y alrededor
de los bordes una orla de polvo amarronado que aún no se había consumido. Como sin duda
observó, me guardé en un sobre la mitad de esas cenizas.
-¿Por qué la mitad, Holmes?
-Mi querido Watson, no soy quién para interponerme en el camino de la policía oficial. Les
dejo la misma evidencia que encontré yo. El veneno quedó en el talco, si fueron lo bastante
sagaces para encontrarlo. Y ahora, Watson, encendamos nuestra lamparilla, aunque
tomaremos la precaución de abrir antes la ventana, para evitar la defunción precoz de dos
meritorios miembros de la sociedad; usted se sentará en un sillón, cerca de la ventana abierta
a no ser que, como persona sensata, decida que no tiene nada que ver con este asunto. ¡Oh!
¿Así que quiere ver qué pasa? Sabía que conocía bien a mi Watson. Colocaré esta silla frente
a la suya, de forma que quedemos a la misma distancia del veneno, cara a cara. Dejaremos la
puerta entreabierta. Ahora estamos ambos en una posición que nos permite vigilar al otro e
interrumpir el experimento si los síntomas nos parecen alarmantes. ¿Está todo claro? Bien.
Entonces, sacaré el polvillo, o lo que queda de él, del sobre, y lo dejaré encima de la
lamparilla encendida. ¡Así! Ahora, Watson, sentémonos y esperemos acontecimientos.
No tardaron en producirse. Apenas me había arrellanado en mi asiento, cuando llegó hasta mí
un olor intenso, almizcleño, sutil y nauseabundo. A la primera bocanada mi cerebro y mi
imaginación perdieron por completo el control. Ante mis ojos se arremolinó una nube densa y
negra, y mi mente me dijo que en aquella nube, aún imperceptible, pero dispuesto a saltar
sobre mis sentidos consternados, se ocultaba, al acecho, todo cuanto había en el universo de
vagamente horrible, monstruoso e inconcebiblemente perverso. Había formas imprecisas
arremolinándose y nadando en el oscuro banco de nubes, todas ellas amenazas y advertencias
de algo que iba a ocurrir, del advenimiento en el umbral de un morador inefable, cuya sola
sombra haría estallar mi alma. Se apoderó de mí un terror glacial. Sentía que el pelo se me
erizaba, los ojos se me salían de las órbitas, la boca se me abría y la lengua se me ponía como
el cuero. Tenía tal torbellino en mi mente que sabía que algo iba a estallar. Intenté gritar, y
tuve una vaga conciencia de un gruñido ronco, que era mi propia voz, pero que sonaba
distante e independiente de mí. En aquel momento, al hacer un débil esfuerzo por escapar, mi
vista se abrió paso en aquella nube de desesperanza, y se posó un instante en la cara de
Holmes, blanca, rígida, y contraída de horror: la misma expresión de que había visto en los
rasgos de los fallecidos. Fue aquella visión lo que me proporcionó unos segundos de cordura
y fuerza. Salí disparado de mi asiento, rodeé a Holmes con los brazos y juntos franqueamos,
dando tumbos, la puerta; al instante siguiente nos habíamos dejado caer sobre el césped y
yacíamos uno junto al otro, conscientes sólo de los gloriosos rayos solares que se filtraban
bruscamente a través de la demoníaca nube de terror que nos había envuelto. Esta última se
fue levantando de nuestras almas, igual que la niebla del paisaje, hasta que regresaron la paz y
la razón, y nos sentamos en la hierba, enjugándonos las frentes pegajosas, y escudriñándonos
el uno al otro, para descubrir, con temor, las últimas huellas de la terrible experiencia que
acabábamos de vivir.
-¡Por todos los cielos, Watson! -dijo Holmes por fin, con voz insegura-; le debo mi
agradecimiento y también una disculpa. Era un experimento injustificado incluso para mí
solo, así que doblemente para un amigo. Le aseguro que lo siento de veras.
-Ya sabe -respondí, algo emocionado, porque hasta entonces Holmes nunca me había dejado
entrever tanto su corazón-, que es para mí una alegría y un gran privilegio ayudarle.
En seguida volvió a encauzarse en la vena mitad humorística y mitad cínica que constituía su
actitud habitual con quienes le rodeaban, y dijo:
-Sería superfluo hacernos enloquecer, mi querido Watson. Cualquier observador cándido
declararía sin duda ninguna que ya lo estábamos antes de embarcarnos en un experimento tan
irracional. Confieso que no imaginaba que sus efectos fueran tan repentinos y graves. -Entró a
toda prisa en la casa, y apareció de nuevo sujetando la lamparilla, que aún quemaba, con el
brazo extendido, y la tiró a un zarzal-. Hemos de esperar un poco a que se ventile la
habitación. Supongo, Watson, que no le quedará ni una sombra de duda sobre cómo se
produjeron las tragedias.
-Ninguna en absoluto.
-Pero el móvil sigue siendo tan oscuro como antes. Vayamos hasta esa glorieta y discutamos
juntos el asunto. Ese preparado infernal parece estar aún metido en mi garganta. Creo que
hemos de admitir que toda la evidencia apunta hacia Mortimer Tregennis, el cual podría haber
sido el criminal en la primera tragedia y la víctima en la segunda. Debemos recordar, en
primer lugar, que existe una historia de pelea familiar, con reconciliación posterior, aunque
ignoramos hasta qué punto fue cruda la pelea o superficial la reconciliación. Cuando pienso
en Mortimer Tregennis, con su cara de zorro y sus ojillos astutos y brillantes agazapados
detrás de sus gafas, no veo en él a un hombre predispuesto a perdonar. En segundo lugar,
tengamos presente que esa idea de que había algo moviéndose en el jardín, que distrajo de
momento nuestra atención de la auténtica causa de la tragedia, surgió de él. Tenía un motivo
para desorientarnos. Y por último, si no fue él quien echó esa sustancia al fuego en el
momento de abandonar la estancia, ¿quien lo hizo? El suceso ocurrió inmediatamente después
de su marcha. Si hubiera entrado alguna otra persona, sin duda la familia se habría levantado
de la mesa. Y además, en el pacífico Cornualles no llegan visitas pasadas las diez de la noche.
Así que podemos afirmar que todas nuestras evidencias señalan a Mortimer Tregennis como
culpable.
-¡Entonces su muerte fue un suicidio!
-Bueno, Watson, a primera vista no es una suposición absurda. Un hombre sobre cuya alma
pesaba el haber condenado a su familia a un final como éste podría, llevado por el
remordimiento, infligirse ese final a sí mismo. Sin embargo, existen poderosas razones en
contra. Por fortuna, hay un hombre en Inglaterra que lo sabe todo, y lo he dispuesto todo para
que podamos oír los hechos de sus labios esta misma tarde. ¡Ah! Llega con un poco de
adelanto. Le ruego que venga por aquí, doctor Leon Sterndale. Hemos estado realizando
dentro un experimento químico, que ha dejado la habitación poco adecuada para la recepción
de tan distinguido visitante.
Oí el rechinar de la verja del jardín y apareció en el camino la figura majestuosa del gran
explorador de África. Se volvió algo sorprendido hacia la rústica glorieta donde estábamos
sentados.
-Me ha hecho llamar, Mr. Holmes. He recibido su nota hará una hora, y aquí me tiene, aunque
en realidad no sé por qué he de obedecer a su requerimiento.
-Quizá podamos aclarar ese punto antes de separarnos -dijo Holmes-. Mientras tanto, le
agradezco sinceramente su cortés aquiescencia. Discúlpenos por esta recepción informal al
aire libre, pero mi amigo Watson y yo hemos estado a punto de aportar nuevo material para
un nuevo capítulo de lo que los periódicos llaman el “Horror de Cornualles”, y de momento
preferimos una atmósfera limpia. Quizá, ya que los asuntos que tenemos que discutir le
afectan personalmente y de forma muy íntima, será mejor que hablemos donde no puedan
oírnos.
El explorador se apartó el cigarro de los labios y miró a mi compañero con severidad.
-No acabo de comprender, señor -dijo-, de qué puede tener que hablarme que me afecte
personalmente y de forma muy íntima.
-Del asesinato de Mortimer Tregennis -dijo Holmes.
Por un momento deseé estar armado. La cara fiera de Sterndale se tornó purpúrea, sus ojos
centellearon y sus venas, agarrotadas y apasionadas, se le abultaron en la frente, mientras daba
un salto adelante, hacia mi amigo, con los puños cerrados. Entonces se detuvo y con un
esfuerzo violento adoptó una actitud de calma fría y rígida, que quizá presagiaba más peligro
que su vehemente arrebato.
-He vivido tanto tiempo entre salvajes y fuera de la ley -dijo-, que me he acostumbrado a
hacerme la ley yo mismo. Le suplico, Mr. Holmes, que no lo olvide, porque no deseo causarle
ningún daño.
-Tampoco yo tengo deseos de causarle daño a usted, Dr. Sterndale. La mejor prueba de ello
está en que, sabiendo lo que sé, le he hecho llamar a usted y no a la policía.
Sterndale se sentó jadeante, intimidado quizá por primera vez en su aventurera vida. En las
maneras de Holmes había una serena afirmación de fuerza, a la que no podía uno sustraerse.
Nuestro visitante estuvo unos instantes balbuceando, cerrando y abriendo las manazas con
agitación.
-¿Qué quiere decir? -preguntó por fin-. Si es un farol, Mr. Holmes, ha escogido al hombre
equivocado para su experimento. Dejémonos ya de andarnos por las ramas. ¿Qué quiere
decir?
-Voy a decírselo -respondió Holmes- y la razón por la que se lo digo es que espero que la
franqueza engendre franqueza. Mi próximo paso dependerá por entero de la naturaleza de su
defensa.
-¿Mi defensa?
-Sí, señor.
-¿Mi defensa contra qué?
-Contra la acusación de haber asesinado a Mortimer Tregennis.
Sterndale se secó la frente con el pañuelo.
-Por vida mía, está usted progresando -dijo-. ¿Dependen todos sus éxitos de su prodigiosa
capacidad para farolear?
-Es usted -dijo Holmes, con tono severo- quien está faroleando, doctor Sterndale, no yo.
Como prueba le expondré algunos de los hechos sobre los que se basan mis conclusiones. De
su regreso desde Plymouth, dejando que gran parte de sus pertenencias zarparan sin usted
rumbo a África, diré tan sólo que fue lo primero que me hizo comprender que era usted uno
de los factores a tener en cuenta en la reconstrucción de este drama...
-Volví...
-He escuchado sus razones y me parecen fútiles y poco convincentes. Pero pasemos eso por
alto. Vino aquí a preguntarme de quién sospechaba. Me negué a contestar. A continuación,
fue a la vicaría, estuvo un rato esperando fuera, y por fin volvió a su casa.
-¿Cómo lo sabe?
-Le seguí.
-No vi a nadie.
-Eso es lo que le sucederá siempre que sea yo quien le siga. Pasó en su casa una noche
inquieta, y fraguó cierto plan, que puso en práctica a primera hora de la mañana. Abandonó su
morada al alba y se llenó el bolsillo de una gravilla rojiza que había amontonada junto a su
puerta.
Sterndale dio un respingo violento y miró atónito a Holmes.
-Luego recorrió a toda prisa la milla que le separaba de la vicaría. Llevaba, si me permite la
observación, el mismo par de zapatos de tenis con suela acanalada que calza en este momento.
Ya en la vicaría, cruzó la huerta y el seto lateral, saliendo debajo de la ventana del inquilino
Tregennis. Era ya pleno día, pero todos dormían en la casa. Se sacó del bolsillo parte de la
gravilla, y la lanzó contra la ventana superior.
Sterndale se puso en pie de un salto, y exclamó:
-¡Creo que es usted el mismísimo diablo!
Holmes sonrío al oír el cumplido, y prosiguió.
-Tuvo que tirar dos puñados o quizá tres, antes de que el inquilino saliera por la ventana. Le
hizo señal de bajar. Él se vistió apresuradamente y descendió a la sala de estar. Usted entró
por la ventana. Sostuvieron una breve entrevista, durante la cual usted estuvo caminando de
un lado a otro de la estancia. Luego salió, cerrando la ventana, y se quedó en el césped de
fuera fumando un cigarro y observando lo que ocurría. Por fin, tras la muerte de Tregennis, se
retiró por donde había venido. Y ahora, doctor Sterndale; ¿cómo justifica esa conducta, y
cuales son los motivos por los que actuó como lo hizo? Si miente o trata de jugar conmigo, le
aseguro que este asunto pasará a otras manos definitivamente.
A nuestro visitante se le había puesto la cara cenicienta mientras escuchaba las palabras de su
acusador. Estuvo un rato sentado meditando, con el rostro oculto entre las manos. Luego, con
un súbito gesto impulsivo, se sacó una fotografía del bolsillo superior y la tiró sobre la mesa
rústica que teníamos delante.
-Este es mi motivo -dijo.
En ella aparecía el rostro y el busto de una mujer muy hermosa. Holmes se inclinó para verla,
y dijo:
-Brenda Tregennis.
-Sí, Brenda Tregennis -repitió nuestro visitante-. La he amado durante años, Y durante años
me ha amado ella a mí. Ese es el secreto de mi recogimiento en Cornualles que tanto
sorprende a la gente: me ha acercado a la única persona en el mundo que quería de verdad. No
podía casarme con ella, porque tengo ya esposa; aunque me abandonó hace años, por culpa de
las deplorables leyes inglesas, no puedo divorciarme. Brenda estuvo años esperando. Yo
estuve años esperando. Y todo para llegar a este final. -Un terrible sollozo sacudió su
corpulenta masa, y se oprimió la garganta con la mano por debajo de su barba moteada.
Luego, haciendo un esfuerzo, se dominó y siguió hablando.
-El vicario lo sabía. Era nuestro confidente. Él le diría que Brenda era un ángel bajado a la
tierra. Por eso me telegrafió y regresé. ¿Qué me importaban ni mi equipaje ni Africa al
enterarme de que la mujer amada había muerto de aquella manera? Ahí tiene la clave que le
faltaba para explicar mi acto, Mr. Holmes.
-Prosiga -dijo mi amigo.
El doctor Sterndale se sacó del bolsillo un paquetito de papel y lo depositó sobre la mesa. En
el exterior había escrito: “Radix pedis diaboli”, con una etiqueta roja de veneno debajo.
Empujó el paquetito hacia mí.
-Tengo entendido que es usted médico, señor. ¿Ha oído hablar alguna vez de este preparado?
-¡Raíz del pie del diablo! No, nunca he oído hablar de él.
-Eso no va en menoscabo de su erudición profesional, porque creo que, exceptuando una
muestra en un laboratorio de Buda, no existe ningún otro espécimen en Europa. Todavía no
ha tenido acceso ni a la farmacopea ni a los libros de toxicología. Su raíz tiene forma de pie,
mitad humano, mitad caprino; de ahí el nombre fantástico que le dio un misionero botánico.
Es utilizada como veneno probatorio por los brujos de ciertas regiones del oeste de Africa,
que la guardan en secreto. Obtuve este espécimen en circunstancias extraordinarias, en el país
de los Ubanghi. -Abrió el papel mientras hablaba, mostrándonos un montoncito de un polvillo
parduzco, similar al rapé.
-¿Y bien, señor? -preguntó Holmes con tono grave.
-Voy a contarle lo ocurrido, Mr. Holmes, porque es tanto lo que ya sabe que evidentemente
me interesa que lo sepa todo. Ya le he explicado mi relación con la familia Tregennis. Por la
hermana era amable con los tres varones. Hubo una pelea por dinero que causó el alejamiento
de Mortimer, pero pareció que las cosas se arreglaban y volví a tratarme con él como con los
otros. Era un hombre taimado, sutil y calculador, y observé en él algunos detalles que
despertaron mis sospechas; pero no tenía motivo para un enfrentamiento.
“Un día, hace un par de semanas, vino a visitarme y le mostré algunas de mis curiosidades
africanas. Entre otras, le enseñé este polvillo y le hablé de sus extrañas propiedades, de cómo
estimula los centros cerebrales que controlan la emoción del miedo y cómo la muerte o la
locura es la suerte que corre el infortunado indígena que es sometido a un juicio probatorio
por el sacerdote de la tribu. Le conté también lo impotente que es la ciencia europea para
detectarlo. No puedo decirles de qué forma se lo apropió porque no salí de la estancia; pero no
hay duda de que mientras yo estaba abriendo armarios y encorvándome sobre cajas, se las
ingenió para sustraer parte de la raíz del pie del diablo. Recuerdo bien que me acosó a
preguntas relativas a la cantidad y tiempo necesarios para que surtiese efecto, pero ni por un
instante imaginé que pudiera tener razones personales para querer saber todo aquello.
“No pensé más en el asunto hasta recibir en Plymouth el telegrama del vicario. El rufián
pensaba que yo estaría mar adentro antes de que se publicase la noticia, y que permanecería
años perdido en África. Pero volví en seguida. Desde luego, no pude escuchar los detalles sin
quedar convencido de que se había utilizado mi veneno. Vine a verle de rondón, por si se le
había ocurrido cualquier otra explicación. Pero no podía haberla. Sabía que Mortimer
Tregennis era el asesino; que por dinero, y quizá con la idea de que si los demás miembros de
su familia enloquecían se convertiría en el único administrador de sus bienes conjuntos, había
usado contra ellos el polvo del pie del diablo, causando la demencia de dos de ellos, y la
muerte de su hermana Brenda, el único ser humano al que he amado y que me ha
correspondido. Ese era su crimen; ¿cuál había de ser su castigo?
“¿Debía recurrir a la justicia? ¿Dónde estaban mis pruebas? Sabía que los hechos eran ciertos,
¿pero lograría hacer creer aquella historia fantástica a un jurado de campesinos? Quizá sí y
quizá no; y no podía permitirme fracasar. Mi alma clamaba venganza. Ya le he dicho antes,
Mr. Holmes, que he pasado gran parte de mi vida fuera de la ley, y que he acabado por
hacérmela yo a mi manera. Y eso fue lo que hice esta vez. Decidí que debía compartir el
destino que había infligido a otros. O eso, o le ajusticiaría con mis propias manos. En toda
Inglaterra no hay en estos momentos un solo hombre que le tenga menos aprecio a su
existencia que yo a la mía.
“Ahora ya sabe todo. Usted mismo ha explicado el resto. Como ha dicho, tras una noche sin
descanso, salí por la mañana temprano de mi casa. Preví la dificultad de despertarle, así que
recogí grava del montón que ha mencionado, y la utilicé para tirarla contra la ventana. Él bajó
y me dio entrada por la ventana de la sala de estar. Le expuse su crimen y le dije que venía
como juez y como verdugo. El desdichado se hundió paralizado en una silla al ver mi
revólver. Encendí la lamparilla, puse el polvillo sobre ella y permanecí junto a la ventana,
dispuesto a cumplir mi amenaza de disparar si trataba de abandonar la estancia. Murió a los
cinco minutos. ¡Dios mío! ¡Y cómo murió! Pero mi corazón fue de piedra, porque no soportó
nada que mi amada Brenda no hubiera sentido antes que él. Esa es mi historia, Mr. Holmes.
Quizá si amase a alguna mujer habría hecho lo mismo. En cualquier caso, estoy en sus manos.
Puede dar los pasos que le plazca. Como ya le he dicho, no hay ningún ser viviente que pueda
temer menos a la muerte que yo.
Holmes permaneció un rato sentado en silencio.
-¿Qué planes tenía? -preguntó, por fin.
-Tenía la intención de sepultarme en el centro de África. Mi trabajo allí está a medio acabar.
-Vaya a acabarlo -dijo Holmes-. Yo, por lo menos, no pienso impedírselo.
El doctor Sterndale irguió su figura gigantesca, hizo una grave reverencia, y se alejó de la
glorieta. Holmes encendió su pipa y me alargó su tabaquera, diciendo:
-No nos vendrán mal, para variar, unos vapores que no sean venenosos. Creo que estará de
acuerdo, mi querido Watson, en que no es éste un caso en el que tengamos que interferir.
Nuestra investigación ha sido independiente, y también lo serán nuestras acciones. ¿Va usted
a denunciar a ese hombre?.
-Por supuesto que no -respondí.
-Nunca he amado, Watson, pero supongo que si lo hubiese hecho y el objeto de mi amor
hubiera tenido un final como éste, habría actuado igual que nuestro ilegal cazador de leones.
¿Quién sabe? Bueno, Watson, no ofenderé a su inteligencia explicándole lo que ya es obvio.
La gravilla en el alféizar de la ventana fue, desde luego, el punto de partida de mis pesquisas.
No había nada que encajara con ella en el jardín de la vicaría. Sólo cuando el doctor Sterndale
y su casa atrajeron mi atención di con el complemento que me faltaba. La lamparilla
encendida en pleno día y los restos del polvillo en la pantalla fueron eslabones sucesivos de
una cadena bastante clara. Y ahora, mi querido Watson, creo que podemos borrar este caso de
nuestras memorias y reanudar con la conciencia limpia el estudio de esas raíces caldeas que
sin duda encontraremos en la ramificación de Cornualles de la fantástica lengua céltica.

sábado, 9 de marzo de 2019

“A partir de la década de 1950..." 100 años de literatura costarricense. Tomo II.


(LA LÍRICA-.1950)
“A partir de la década de 1950 se da a conocer una nueva generación poética que seguirá publicando a lo largo del período y cuya obra completa la renovación de la lírica costarricense. Entre ellos se encuentran Virginia Grütter, Ana Antillón, Carmen Naranjo, Mario Picado, Jorge Charpantier, Carlos Rafael Duverrán, Rosita Kalina, Ricardo Ulloa Barrenechea, Antidio Cabal, Raúl Morales y Carlos Luis Altamirano.
En los poemas de esos años se profundizan algunos procedimientos poéticos propios de la escritura vanguardista: por ejemplo, la tendencia a espacializar a los participantes de la comunicación lírica”.
Pag. 581.
100 años de literatura
Costarricense                                                            
Tomo II
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica. Editorial UCR.

2018.

viernes, 8 de marzo de 2019

Cómo se escribe un cuento policiaco G. K. CHESTERTON


Cómo se escribe un cuento policiaco
G. K. CHESTERTON
Que quede claro que escribo este artículo siendo totalmente consciente de que he fracasado en
escribir un cuento policíaco. Pero he fracasado muchas veces. Mi autoridad es por lo tanto de
naturaleza práctica y científica, como la de un gran hombre de estado o estudioso de lo social
que se ocupe del desempleo o del problema de la vivienda. No tengo la pretensión de haber
cumplido el ideal que aquí propongo al joven estudiante; soy, si les place, ante todo el terrible
ejemplo que debe evitar. Sin embargo creo que existen ideales para la narrativa policíaca,
como existen para cualquier actividad digna de ser llevada a cabo. Y me pregunto por qué no
se exponen con más frecuencia en la literatura didáctica popular que nos enseña a hacer tantas
otras cosas menos dignas de efectuarse. Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida.
La verdad es que me asombra que el título de este articulo nos vigile ya desde lo alto de cada
quiosco. Se publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que no pueden
ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y encanto personal.
Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que resulta más evidente que no
pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero he aquí una muestra clara de
sencilla artesanía literaria, más constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto
punto e incluso aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde, creo
que esta demanda será satisfecha, en este sistema comercial en que la oferta responde
inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo esta frustrado al no poder conseguir
nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que habrá no sólo libros de texto
explicando los métodos de la investigación criminal sino también libros de texto para formar
criminales. Apenas será un pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la
vigorosa y astuta mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas
inventados por los sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la misma
indiferencia hacia los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia los tabúes de la Edad
Media. El robo se justificará al igual que la usura y nos andaremos con los mismos tapujos al
hablar de cortar cuellos que hoy tenemos para monopolizar mercados. Los quioscos se
adornaran con títulos como La falsificación en quince lecciones o ¿Por qué aguantar las
miserias del matrimonio?, con una divulgación del envenenamiento que será tan científica
como la divulgación del divorcio o los anticonceptivos.
Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos impacientarnos por la llegada de una
humanidad feliz y, mientras tanto, parece que es tan fácil conseguir buenos consejos sobre la
manera de cometer un crimen como sobre la manera de investigarlos o sobre la manera de
describir la manera en que podrían investigarse. Me imagino que la razón es que el crimen, su
investigación, su descripción y la descripción de la descripción requieren, todas ellas, algo de
inteligencia. Mientras que triunfar en la vida y escribir un libro sobre ello no requieren de tan
agotadora experiencia.
En cualquier caso, he notado que al pensar en la teoría de los cuentos de misterio me pongo lo
que algunos llamarían teórico. Es decir que empiezo por el principio, sin ninguna chispa,
gracia, salsa ni ninguna de las cosas necesarias del arte de captar la atención, incapaz de
despertar o inquietar de ninguna manera la mente del lector.
Lo primero y principal es que el objetivo del cuento de misterio, como el de cualquier otro
cuento o cualquier otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el
momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no simplemente
por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la oscura silueta de una nube que
descubre el brillo de ese instante en que se entiende la trama. Y la mayoría de los malos
cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los escritores tienen la extraña idea de
que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan confusos, no
importa si les decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto, también hace falta un
secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser anticlimático. No puede consistir en invitar al
lector a un baile para abandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el
primer albor de un amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier
forma artística, por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos
ocupemos de nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con
desorbitados ojos de búho, considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado
sentada en la oscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en
tanto acentúa dicha gran luz en la mente.
Siempre he considerado una coincidencia simpática que el mejor cuento de Sherlock Holmes
tiene un titulo que, a pesar de haber sido concebido y empleado en un sentido completamente
diferente, podría haber sido compuesto para expresar este esencial clarear: el título es
"Resplandor plateado" ("Silver Blaze").
El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no es la complejidad
sino la sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe ser simple. Esto también señala
las historias de más calidad. El escritor esta ahí para explicar el misterio pero no debería tener
que explicar la propia explicación. Ésta debe hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda
decirse con voz silbante (por el malo, por supuesto) en unas pocas palabras susurradas o
gritado por la heroína antes de desmayarse por la impresión de descubrir que dos y dos son
cuatro. Ahora bien, algunos detectives literarios complican más la solución que el misterio y
hacen el crimen más complejo aun que su solución.
En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el personaje que lo explican todo,
deben resultar familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero no como
criminal; tiene que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue el derecho
de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya he mencionado, "Resplandor
plateado". Sherlock Holmes es tan conocido como Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de
malo en desvelar, a estas alturas, el secreto de uno de estos famosos cuentos. A Sherlock
Holmes le dan la noticia de que un valioso caballo de carreras ha sido robado y el entrenador
que lo vigilaba asesinado por el ladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias personas y
todo el mundo se concentra en el grave problema policial de descubrir la identidad del asesino
del entrenador. La pura verdad es que el caballo lo asesinó.
Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema sencillez de la verdad. La verdad
termina resultando algo muy evidente. El caballo da título al cuento, trata del caballo en todo
momento, el caballo está siempre en primer plano, pero siempre haciendo otra cosa. Como
objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza. Verlo como el criminal es lo que
nos sorprende. Es un cuento en el que el caballo hace el papel de joya hasta que olvidamos
que una joya puede ser un arma.
Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, esta es la primera que sugeriría:
en términos generales, el motor de la acción debe ser una figura familiar actuando de una
manera poco frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que esté muy a la vista. De
otra manera no hay autentica sorpresa sino simple originalidad. Es inútil que algo sea
inesperado no siendo digno de espera. Pero debería ser visible por alguna razón y culpable por
otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribir cuentos de misterio es encontrar una
razón convincente, que al mismo tiempo despiste al lector, que justifique la visibilidad del
criminal, más allá de su propio trabajo de cometer el crimen. Muchas obras de misterio
fracasan al dejarlo como un cabo suelto en la historia, sin otra cosa que hacer que delinquir.
Por suerte suele tener dinero o nuestro sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado
la ley de vagos y maleantes mucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al punto
en que sospechamos de estos personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación
muy rápido. Por lo general, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace. El arte de
contar consiste en convencer, durante un momento, al lector no sólo de que el personaje no ha
llegado al lugar del crimen sin intención de delinquir si no de que el autor no lo ha puesto allí
con alguna segunda intención. Porque el cuento de detectives no es más que un juego. Y el
lector no juega contra el criminal sino contra el autor.
El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará, como a veces hace en una
obra seria o realista: ¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para vigilar el
jardín del medico? Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: ¿Porque el autor hizo que el
agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un agrimensor?. El
lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un agrimensor sin reconocer que el cuento
pueda necesitarlo. Es necesario justificar su presencia en el cuento (y en el árbol) no sólo
sugiriendo que lo envía el Ayuntamiento sino explicando por qué lo envía el autor. Más allá
de las faltas que planea cometer en el interior de la historia debe tener alguna otra
justificación como personaje de la misma, no como una miserable persona de carne y hueso
en la vida real. El lector, mientras juega al escondite con su auténtico rival el autor, tiende a
decir: Sí soy consciente de que un agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen
árboles y agrimensores. ¿Pero qué esta haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este
agrimensor en concreto trepase a este árbol en particular, hombre astuto y malvado?
Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no lo reconocerá como
práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que se apoya lo hacen parecer teórico.
Descansa en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos pertenecen a la gran y
alegre compañía de las cosas llamadas chistes. La historia es un vuelo de la imaginación. Es
conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es una forma artística muy artificial
pero prefiero decir que es claramente un juguete, algo a lo que los niños juegan. De donde se
deduce que el lector que es un niño, y por lo tanto muy despierto, es consciente no sólo del
juguete, también de su amigo invisible que fabricó el juguete y tramó el engaño. Los niños
inocentes son muy inteligentes y algo desconfiados. E insisto en que una de las principales
reglas que debe tener en mente el hacedor de cuentos engañosos es que el asesino
enmascarado debe tener un derecho artístico a estar en escena y no un simple derecho realista
a vivir en el mundo. No debe venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los
negocios de la trama. No se trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se
trata de los motivos que tiene el autor para que la visita ocurra. El cuento de misterio ideal es
aquel en que es un personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por impulsar la
historia en otras áreas necesarias y después descubriremos que está presente no por la razón
obvia y suficiente sino por las segunda y secreta. Añadiré que por este motivo, a pesar de las
burlas hacia los noviazgos estereotipados, hay mucho que decir a favor de la tradición
sentimental de estilo más lector o más victoriano. Habrá quien lo llame un aburrimiento pero
puede servir para taparle los ojos al lector.
Por último, el principio de que los cuentos de detectives, como cualquier otra forma literaria,
empiezan con una idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles.
Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde fuera el escritor
debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipo empieza con una buena idea,
una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que el escritor es capaz de recordar y el lector
puede olvidar. Pero en cualquier caso la historia debe basarse en una verdad y, por más que se
le pueda añadir, no puede ser simplemente una alucinación.

miércoles, 6 de marzo de 2019

Notas sobre el arte de escribir cuentos fantásticos H. P. Lovecraft


Notas sobre el arte de escribir cuentos fantásticos
H. P. Lovecraft
La razón por la cual escribo cuentos fantásticos es porque me producen una satisfacción
personal y me acercan a la vaga, escurridiza, fragmentaria sensación de lo maravilloso, de lo
bello y de las visiones que me llenan con ciertas perspectivas (escenas, arquitecturas, paisajes,
atmósfera, etc.), ideas, ocurrencias e imágenes. Mi predilección por los relatos sobrenaturales
se debe a que encajan perfectamente con mis inclinaciones personales; uno de mis anhelos
más fuertes es el de lograr la suspensión o violación momentánea de las irritantes limitaciones
del tiempo, del espacio y de las leyes naturales que nos rigen y frustran nuestros deseos de
indagar en las infinitas regiones del cosmos, que por ahora se hallan más allá de nuestro
alcance, más allá de nuestro punto de vista. Estos cuentos tratan de incrementar la sensación
de miedo, ya que el miedo es nuestra más fuerte y profunda emoción y una de las que mejor
se presta a desafiar los cánones de las leyes naturales. El terror y lo desconocido están
siempre relacionados, tan íntimamente unidos que es difícil crear una imagen convincente de
la destrucción de las leyes naturales, de la alienación cósmica y de las presencias exteriores
sin hacer énfasis en el sentimiento de miedo y horror. La razón por la cual el factor tiempo
juega un papel tan importante en muchos de mis cuentos es debida a que es un elemento que
vive en mi cerebro y al que considero como la cosa más profunda, dramática y terrible del
universo. El conflicto con el tiempo es el tema más poderoso y prolífico de toda expresión
humana.
Mi forma personal de escribir un cuento es evidentemente una manera particular de
expresarme; quizá un poco limitada, pero tan antigua y permanente como la literatura en sí
misma. Siempre existirá un número determinado de personas que tenga gran curiosidad por el
desconocido espacio exterior, y un deseo ardiente por escapar de la morada-prisión de lo
conocido y lo real, para deambular por las regiones encantadas llenas de aventuras y
posibilidades infinitas a las que sólo los sueños pueden acercarse: las profundidades de los
bosques añosos, la maravilla de fantásticas torres y las llameantes y asombrosas puestas de
sol. Entre esta clase de personas apasionadas por los cuentos fantásticos se encuentran los
grandes maestros -Poe, Dunsany, Arthur Machen, M. R. James, Algernon Blackwood, Walter
de la Mare; verdaderos clásicos- e insignificantes aficionados, como yo mismo.
Sólo hay una forma de escribir un relato tal y como yo lo hago. Cada uno de mis cuentos tiene
una trama diferente. Una o dos veces he escrito un sueño literalmente, pero por lo general me
inspiro en un paisaje, idea o imagen que deseo expresar, y busco en mi cerebro una vía
adecuada de crear una cadena de acontecimientos dramáticos capaces de ser expresados en
términos concretos. Intento crear una lista mental de las situaciones mejor adaptadas al
paisaje, idea, o imagen, y luego comienzo a conjeturar con las situaciones lógicas que pueden
ser motivadas por la forma, imagen o idea elegida.
Mi actual proceso de composición es tan variable como la elección del tema o el desarrollo de
la historia; pero si la estructura de mis cuentos fuese analizada, es posible que pudiesen
descubrirse ciertas reglas que a continuación enumero:
1) Preparar una sinopsis o escenario de acontecimientos en orden de su aparición; no en el de
la narración. Describir con vigor los hechos como para hacer creíbles los incidentes que van a
tener lugar. Los detalles, comentarios y descripciones son de gran importancia en este boceto
inicial.
2) Preparar una segunda sinopsis o escenario de acontecimientos; esta vez en el orden de su
narración, con descripciones detalladas y amplias, y con anotaciones a un posible cambio de
perspectiva, o a un incremento del clímax. Cambiar la sinopsis inicial si fuera necesario,
siempre y cuando se logre un mayor interés dramático. Interpolar o suprimir incidentes donde
se requiera, sin ceñirse a la idea original aunque el resultado sea una historia completamente
diferente a la que se pensó en un principio. Permitir adiciones y alteraciones siempre y cuando
estén lo suficientemente relacionadas con la formulación de los acontecimientos.
3) Escribir la historia rápidamente y con fluidez, sin ser demasiado crítico, siguiendo el punto
(2), es decir, de acuerdo al orden narrativo en la sinopsis. Cambiar los incidentes o el
argumento siempre que el desarrollo del proceso tienda a tal cambio, sin dejarse influir por el
boceto previo. Si el desarrollo de la historia revela nuevos efectos dramáticos, añadir todo lo
que pueda ser positivo, repasando y reconciliando todas y cada una de las adiciones del nuevo
plan. Insertar o suprimir todo aquello que sea necesario o aconsejable; probar con diferentes
comienzos y diferentes finales, hasta encontrar el que más se adapte al argumento. Asegurarse
de que ensamblan todas las partes de la historia desde el comienzo hasta el final del relato.
Corregir toda posible superficialidad -palabras, párrafos, incluso episodios completos-,
conservando el orden preestablecido.
4) Revisar por completo el texto, poniendo especial atención en el vocabulario, sintaxis, ritmo
de la prosa, proporción de las partes, sutilezas del tono, gracia e interés de las composiciones
(de escena a escena de una acción lenta a otra rápida, de un acontecimiento que tenga que ver
con el tiempo, etc.), la efectividad del comienzo, del final, del clímax, el suspenso y el interés
dramático, la captación de la atmósfera y otros elementos diversos.
5) Preparar una copia esmerada a máquina; sin vacilar por ello en acometer una revisión final
allí donde sea necesario.
El primero de estos puntos es por lo general una mera idea mental, una puesta en escena de
condiciones y acontecimientos que rondan en nuestra cabeza, jamás puestas sobre papel hasta
que preparo una detallada sinopsis de estos acontecimientos en orden a su narración. De
forma que a veces comienzo el bosquejo antes de saber cómo voy más tarde a desarrollarlo.
Considero cuatro tipos diferentes de cuentos sobrenaturales: uno expresa una aptitud o
sentimiento, otro un concepto plástico, un tercer tipo comunica una situación general,
condición, leyenda o concepto intelectual, y un cuarto muestra una imagen definitiva, o una
situación específica de índole dramática. Por otra parte, las historias fantásticas pueden estar
clasificadas en dos amplias categorías: aquellas en las que lo maravilloso o terrible está
relacionado con algún tipo de condición o fenómeno, y aquéllas en las que esto concierne a la
acción del personaje con un suceso o fenómeno grotesco.
Cada relato fantástico -hablando en particular de los cuentos de miedo- puede desarrollar
cinco elementos críticos: a) lo que sirve de núcleo a un horror o anormalidad (condición,
entidad, etc,); b) efectos o desarrollos típicos del horror, c) el modo de la manifestación de ese
horror; d) la forma de reaccionar ante ese horror; e) los efectos específicos del horror en
relación a lo condiciones dadas.
Al escribir un cuento sobrenatural, siempre pongo especial atención en la forma de crear una
atmósfera idónea, aplicando el énfasis necesario en el momento adecuado. Nadie puede,
excepto en las revistas populares, presentar un fenómeno imposible, improbable o
inconcebible, como si fuera una narración de actos objetivos. Los cuentos sobre eventos
extraordinarios tienen ciertas complejidades que deben ser superadas para lograr su
credibilidad, y esto sólo puede conseguirse tratando el tema con cuidadoso realismo, excepto
a la hora de abordar el hecho sobrenatural. Este elemento fantástico debe causar impresión y
hay que poner gran cuidado en la construcción emocional; su aparición apenas debe sentirse,
pero tiene que notarse. Si fuese la esencia primordial del cuento, eclipsaría todos los demás
caracteres y acontecimientos, los cuales deben ser consistentes y naturales, excepto cuando se
refieren al hecho extraordinario. Los acontecimientos espectrales deben ser narrados con la
misma emoción con la que se narraría un suceso extraño en la vida real. Nunca debe darse por
supuesto este suceso sobrenatural. Incluso cuando los personajes están acostumbrados a ello,
hay que crear un ambiente de terror y angustia que se corresponda con el estado de ánimo del
lector. Un descuidado estilo arruinaría cualquier intento de escribir fantasía seria.
La atmósfera y no la acción, es el gran desiderátum de la literatura fantástica. En realidad,
todo relato fantástico debe ser una nítida pincelada de un cierto tipo de comportamiento
humano. Si le damos cualquier otro tipo de prioridad, podría llegar a convertirse en una obra
mediocre, pueril y poco convincente. El énfasis debe comunicarse con sutileza; indicaciones,
sugerencias vagas que se asocien entre sí, creando una ilusión brumosa de la extraña realidad
de lo irreal. Hay que evitar descripciones inútiles de sucesos increíbles que no sean
significativos.
Éstas han sido las reglas o moldes que he seguido -consciente o inconscientemente- ya que
siempre he considerado con bastante seriedad la creación fantástica. Que mis resultados
puedan llegar a tener éxito es algo bastante discutible; pero de lo que sí estoy seguro es que, si
hubiese ignorado las normas aquí arriba mencionadas, mis relatos habrían sido mucho peores
de lo que son ahora.

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