lunes, 9 de julio de 2018

ALBERT CAMUS. LA IRONÍA. LITERATURA DE RESCATE.


La ironía

Hace dos años conocí a una anciana. Padecía una dolencia que al principio creyó que iba a matarla. Se quedó completamente paralítica del lado derecho. Sólo le restaba en este mundo una mitad de su persona, mientras que la otra le era ya ajena. Una viejecita bullidora y charlatana, que quedó reducida al silencio y la inmovilidad. Al estar sola durante largas horas, al ser analfabeta y de no mucha sensibilidad, toda su vida se reducía a Dios. Creía en él. Y la prueba es que tenía un rosario, un cristo de plomo y, de escayola, un san José con el Niño en brazos. Le cabían sus dudas de que aquella enfermedad fuera incurable, pero lo afirmaba para que le hicieran caso y, en lo demás, se remitía a ese Dios al que tan mal quería.
Aquel día alguien le estaba haciendo caso. Un joven. (Creía que existía una verdad y sabía, por lo demás, que aquella mujer iba a morir, y no se preocupaba por resolver esa contradicción). Le había despertado un interés auténtico el aburrimiento de la anciana. Y ella lo había notado a la perfección. Y aquel interés era una bicoca para la enferma. Le contaba sus desdichas muy animada: había llegado al final del camino y no hay más remedio que cederles el sitio a los jóvenes. ¿Que si se aburría? Claro que sí. Nadie le hablaba. Estaba metida en un rincón como un perro. Más valía acabar de una vez. Porque prefería morirse a tener que depender de alguien.
Se le puso la voz beligerante. Era una voz de mercado, de regateo. Y, no obstante, el joven la entendía. Aunque opinaba que valía más depender de los demás que morirse. Pero eso sólo venía a demostrar una cosa: que seguramente nunca había tenido que depender de nadie. Y, precisamente, le estaba diciendo a la anciana —porque había visto el rosario—: «Le queda a usted Dios». Era cierto. Pero incluso en eso no la dejaban en paz. Si, por ventura, se quedaba un buen rato rezando, si se le perdía la mirada por algún dibujo del tapizado, su hija decía:
¡Ya está otra vez rezando!
¿Y a ti qué más te da? —le preguntaba la enferma.
Me da lo mismo. Pero acaba por crisparme.
Y la anciana se callaba, clavando en su hija una mirada prolongada y cargada de reproches.
El joven lo oía todo con una pena tremenda y desconocida, que le molestaba en el pecho. Y la anciana añadía:
Ya verá cuando sea vieja. ¡Ella también lo necesitará!
Se notaba a la anciana emancipada de todo menos de Dios, entregada por entero a ese mal postrero, virtuosa por necesidad, persuadida con excesiva facilidad de que lo que le quedaba era el único bien digno de amor, inmersa al fin y sin retorno en la miseria del hombre inmerso en Dios. Pero si renace la esperanza de vida, Dios no tiene fuerza bastante frente a los intereses del hombre.
Se sentaron todos a la mesa. El joven estaba invitado a cenar. La anciana no comía porque tomar algo por la noche le cae pesado al estómago. Se quedó en el rincón, a la espalda del que la había estado oyendo. Y él no comía a gusto porque notaba que lo estaban observando. Pero la cena avanzaba. Para que durase más la velada, decidieron ir al cine. Precisamente echaban una película divertida. El joven había aceptado irreflexivamente, sin acordarse de aquel ser que seguía existiendo a su espalda.
Los comensales se levantaron para ir a lavarse las manos antes de salir. Ni se planteaba, por supuesto, que la anciana fuera también al cine. Aunque no hubiera estado impedida, su ignorancia no le habría permitido enterarse de la película. Decía que no le gustaba el cine. La verdad era que no se enteraba. Y, por lo demás, estaba en su rincón y consagraba un intenso y vacuo interés a las cuentas del rosario. Tenía puesta en él toda su confianza. Aquellos tres objetos que tenía consigo le indicaban el punto material en que empezaba lo divino. Desde el rosario, el cristo o el san José y por detrás de ellos se abría un dilatada y honda oscuridad en donde tenía albergada toda su esperanza.
Ya estaban listos. Se acercaban a la anciana para darle un beso y las buenas noches. Ella ya se había dado cuenta de qué pasaba y apretaba con fuerza el rosario. Pero quedaba claro que el ademán podía obedecer lo mismo a la desesperación que al fervor. Ya le habían dado todos un beso. Sólo quedaba el joven. Le estrechó la mano a la anciana afectuosamente y ya le estaba volviendo la espalda. Pero la anciana veía que se le marchaba ese que le había hecho caso. No quería quedarse sola. Sentía ya el espanto de su soledad, el prolongado insomnio, el decepcionante encuentro a solas con Dios. Tenía miedo, no contaba ya sino con el hombre y, aferrándose al único ser que la había atendido, no le soltaba la mano, se la apretaba, dándole torpemente las gracias para justificar aquella insistencia. El joven se sentía violento. Ya miraban hacia atrás los otros para meterle prisa. La película empezaba a las nueve y era mejor llegar un poco antes para no tener que hacer cola.
Él se sentía encarado con la más espantosa desdicha que hubiera conocido jamás: la de una anciana impedida a la que abandonaban para ir al cine. Quería irse, escurrir el bulto, no quería saberlo, intentaba liberar la mano. Durante un segundo, le entró un odio feroz por aquella anciana y pensó en abofetearla violentamente.
Pudo al fin soltarse e irse mientras la enferma, medio incorporada en el sillón, veía con espanto cómo se desvanecía la única certidumbre a la que podía aferrarse. Ahora ya nada la amparaba. Y, entregada por completo al pensamiento de su muerte, no sabía exactamente qué la atemorizaba, pero notaba que no quería estar sola. Dios sólo le valía para arrebatarla de entre los hombres y conseguir que se quedara sola. No quería separarse de los hombres. Y por eso empezó a llorar.
Los demás ya estaban en la calle. Un remordimiento terco atenazaba al joven. Alzó la vista hacia la ventana iluminada, un ojo grande y muerto en la casa silenciosa. El ojo se cerró. La hija de la anciana le dijo al joven:
Siempre apaga la luz cuando está sola. Le gusta quedarse a oscuras.
El anciano parecía estar de enhorabuena, fruncía las cejas, movía un índice sentencioso. Decía:
A mí mi padre me daba cinco francos de mi jornal de la semana para mis gastos hasta el sábado siguiente. Bueno, pues me las apañaba para ahorrar unas perras. De entrada, para ir a ver a la novia me hacía a campo traviesa cuatro kilómetros a la ida y otros cuatro a la vuelta. Venga, venga, se lo digo yo, la juventud de ahora ya no sabe pasárselo bien.
Estaban sentados en torno a una mesa redonda; tres jóvenes y él, el viejo. Refería sus humildes aventuras: bobadas valoradas a lo grande, cansancios que elogiaba como victorias. No introducía pausas en el relato y, con prisa por contarles todo antes de que se fueran, seleccionaba en su pasado lo que le parecía adecuado para interesar a los oyentes. Conseguir que lo escucharan era su único vicio: se negaba a ver la ironía de las miradas y la burlona brusquedad con que lo agobiaban. Lo miraban como a ese anciano en cuya época sabido es que todo iba bien, siendo así que creía ser el respetado antecesor cuya experiencia tiene un peso. Los jóvenes no saben que la experiencia es una derrota y que hay que perderlo todo para saber un poco. El anciano había sufrido, pero no lo contaba. Queda mejor lo de parecer feliz. Y, además, aunque en esto se equivocara, mayor error habría sido pretender, por el contrario, conmover con sus desdichas. ¿Qué les importan los sufrimientos de un viejo a quienes están tan repletos de vida? Hablaba y hablaba, se extraviaba con deleite por la grisura de su voz amortiguada. Pero aquello no podía prolongarse. Su agrado exigía un final y la atención de los oyentes iba a menos. Ni siquiera era ya gracioso; era viejo. Y a los jóvenes les gustan el billar y las cartas, que no tienen nada que ver con el estúpido trabajo cotidiano.
No tardó en quedarse solo, pese a sus esfuerzos y mentiras para que el relato resultase más atractivo. Los jóvenes se fueron, sin miramientos. Otra vez solo. Nadie lo escucha; eso es lo terrible cuando se es viejo. Lo condenaban al silencio y a la soledad. Le dejaban claro que pronto se moriría. Y un anciano que va a morirse es inútil, e incluso resulta molesto e insidioso. Que se vaya. O, por lo menos, que se calle: es lo menos que se le puede pedir. Y él sufre porque no puede callar sin acordarse de que es viejo. Se puso en pie no obstante y se fue, sonriendo a cuantos estaban en torno. Pero no encontró sino rostros indiferentes o entregados a un regocijo en el que no estaba autorizado a participar. Un hombre se reía: «Ésa será vieja, no digo que no, pero a veces las mejores sopas se hacen en los pucheros más viejos». Otro, más serio: «Nosotros no tenemos dinero, pero comemos bien. Ya ves, mi nieto come más que su padre. ¡A su padre hay que darle una libra de pan, pero él necesita un kilo! Y venga de salchichón, y venga de camembert. Cuando parece que ya ha acabado, dice: “¡Hum! ¡Hum!”, y sigue comiendo». El viejo se alejó. Y con su paso lento, un paso corto de asno en plena tarea, fue por las largas aceras cargadas de hombres. Se encontraba mal y no quería volverse a casa. Solía agradarle volver a la mesa y a la lámpara de petróleo y a los platos en donde, automáticamente, hallaban su lugar los dedos. Aún le agradaban la cena silenciosa, la vieja sentada enfrente de él, los bocados masticados mucho rato, la mente vacía, la mirada fija y muerta. Aquella noche, volvería más tarde. La cena servida y fría, la vieja en la cama ya, sin preocupación pues estaba hecha a sus retrasos imprevistos. Decía: «Le ha entrado la luna», y ya estaba todo dicho.
Seguía andando con el manso empecinamiento de su paso. Estaba solo y era viejo. Al final de la vida, la vejez nos vuelve convertida en náuseas. Todo va a desembocar en que no nos escuchan. Camina, da la vuelta a una esquina, tropieza y está a punto de caerse. Vi cómo sucedía. Es ridículo, pero qué se le va a hacer. Pese a todo, prefiere la calle; la calle, antes que esas horas, en su casa, cuando la fiebre le tapa a la vieja y lo aísla en su cuarto. Entonces, a veces, la puerta se abre despacio y se queda entornada por un instante. Entra un hombre. Va vestido de claro. Se sienta frente al anciano y se queda callado durante muchos minutos. No se mueve, igual que no se movía, hace un momento, la puerta entornada. De vez en cuando, se pasa una mano por el pelo y suspira bajito. Cuando ha estado ya mucho rato mirando al anciano con esa mirada preñada de tristeza, se va en silencio. Deja en pos el ruido seco que se desprende del picaporte. Y ahí se queda el viejo, espantado, con su miedo ácido y doloroso en el vientre. Mientras que en la calle no está solo, por muy pocas personas con las que se cruce. Canta la fiebre. Se le acelera el paso corto: mañana todo va a cambiar, mañana. De pronto cae en la cuenta de que mañana será igual, y pasado mañana, y todos los demás días. Y ese irremediable descubrimiento lo anonada. Son los pensamientos así los que matan. Se mata uno porque no los puede soportar: o, cuando somos jóvenes, los convertimos en frases.
Viejo, loco, borracho, a saber. Su final será un final digno, sollozante, admirable. Morirá espléndidamente; quiero decir: sufriendo. Le servirá de consuelo. Y, además, ¿adónde va a ir? Es viejo para siempre. Los hombres construyen su vejez por venir. A esa vejez, a la que asedian tantas cosas irremediables, quieren darle una ociosidad que los deja inermes. Quieren llegar a capataces para retirarse a una casita con jardín. Pero, ya entrados en edad, saben perfectamente que es mentira. Necesitan a los demás hombres para protegerse. Y éste precisaba que lo escucharan para creer en su propia vida. Ahora las calles estaban más oscuras y con menos transeúntes. Todavía pasaban voces. En el extraño apaciguamiento de la llegada de la noche se tornaban más solemnes. Aún quedaban fulgores diurnos tras las colinas que rodeaban la ciudad. Una imponente humareda, llegada a saber de dónde, apareció tras las cimas boscosas. Lentamente se elevó y se desplegó, escalonada como un pino. El viejo cerró los ojos. Ante la vida que se llevaba el retumbar de la ciudad y la sandia sonrisa indiferente del cielo, está solo, sin recursos, desnudo, muerto ya.
¿Es menester describir la otra cara de esta moneda? No cabe duda de que en una habitación sucia y sombría, la vieja sirvió la mesa; que la cena estaba lista; se sentó, miró la hora, esperó un poco más y empezó a comer con apetito. Pensaba: «Le ha entrado la luna». Todo estaba dicho.
Eran cinco en casa: la abuela, el hijo segundo, la hija mayor y los dos hijos de ésta. El hijo era casi mudo; la hija padecía una dolencia y le costaba pensar; y, de sus dos hijos, uno trabajaba ya en una compañía de seguros, y el menor estudiaba todavía. A los setenta años, la abuela seguía mandando en todos. Colgado encima de su cama, podía verse un retrato suyo, con cinco años menos, muy tiesa, luciendo un vestido negro cuyo cuello cerraba un medallón, sin una arruga, con enormes ojos claros y fríos, en el que tenía ese porte de reina del que no abdicó sino con la edad y que, a veces, hacía por recobrar en la calle.
A esos ojos claros le debía el nieto un recuerdo que aún lo hacía ruborizarse. La anciana esperaba a que hubiera visitas para preguntarle, clavando en él una mirada severa: «¿A quién quieres más, a tu madre o a tu abuela?». El juego tomaba más relevancia cuando estaba presente la hija. Pues, en todas las ocasiones, el niño contestaba: «A la abuela», guardando en el corazón un supremo arrebato amoroso por esa madre que siempre se quedaba callada. O también, cuando las visitas se asombraban de aquella preferencia, la madre decía: «Es que lo ha criado ella».
Lo que sucedía, además, es que la anciana pensaba que el amor es algo que se exige. Sacaba, de aquella conciencia suya de buena madre de familia, algo así como una rigidez y una intolerancia. Nunca engañó a su marido y le dio nueve hijos. Cuando murió, crió ella a los niños enérgicamente. Dejaron la casa de labor de los suburbios y fueron a dar a un barrio viejo y pobre, en el que vivían hacía mucho.
Y, desde luego, era una mujer que no carecía de virtudes. Pero, para sus nietos, que estaban en la edad de las opiniones tajantes, no era sino una comediante. Y sabían, por uno de sus tíos, una anécdota significativa. Iba éste un día a ver a su suegra y la divisó, ociosa, en la ventana. Pero lo recibió con un trapo en la mano y se disculpó por no hacer un alto en la tarea, pues las labores del hogar le dejaban muy poco tiempo libre. Y no queda más remedio que admitir que en todo era así. Tenía gran facilidad para desmayarse tras una discusión familiar. También padecía de penosos vómitos debidos a una enfermedad de hígado. Pero no ponía discreción alguna en el ejercicio de aquel padecimiento. En vez de intentar aislarse, vomitaba estruendosamente en el cubo de la basura de la cocina. Y, cuando regresaba entre los suyos, blanca y con los ojos cuajados de lágrimas debido al esfuerzo, si le rogaban que se fuera a acostar, sacaba a colación la comida que tenía por hacer y el papel que desempeñaba en el gobierno del hogar: «Aquí lo tengo que hacer yo todo». Y también: «¿Qué iba a ser de vosotros si yo faltase?».
Los nietos se acostumbraron a no tomar en cuenta aquellos vómitos, aquellos «ataques» como decía ella, ni las quejas de la abuela. Un día se metió en la cama y pidió que llamasen al médico. Lo hicieron para darle gusto. El primer día, el médico sólo habló de un simple malestar; el segundo, de un cáncer de hígado; y el tercero, de una grave ictericia. Pero el menor de los nietos se empecinó en no ver en todo aquello sino otra comedia más, un fingimiento más elaborado. No se preocupó. Aquella mujer lo había oprimido demasiado para que sus perspectivas iniciales pudieran ser pesimistas. Y hay, además, algo así como un coraje desesperado en la lucidez y la repulsa a sentir cariño. Pero es cierto que, a fuerza de hacerse el enfermo, puede uno enfermar: la abuela llevó el fingimiento hasta la muerte. El último día, cuando la estaban atendiendo los suyos, mientras echaba fuera las fermentaciones intestinales le dijo, con sencillez, al nieto: «Ya ves, me tiro pedos como un cochinito». Murió una hora después.
El nieto se daba cuenta ahora de que no había entendido nada. No podía quitarse de la cabeza la idea de que, en su presencia, la anciana había interpretado su postrera y más monstruosa simulación. Y se preguntaba qué pena sentía, y no notaba ninguna. Hasta el día del entierro no lloró, movido por el generalizado estallido de lágrimas, pero lo hizo con el temor de no estar siendo sincero y de mentir ante la muerte. Era un día de invierno hermoso, traspasado de rayos de luz. En el azul del cielo se intuía el frío cuajado de lentejuelas amarillas. Desde el cementerio se dominaba la ciudad entera y podía verse caer el sol, espléndido y transparente, sobre la bahía estremecida de luz que parecía un labio húmedo.

¿Que todo esto no encaja? ¡Bonita verdad! Una mujer a la que abandonan para ir al cine, un anciano a quien nadie escucha ya, una muerte que no redime nada y, luego, del otro lado, toda la luz del mundo. ¿Qué más da, si lo damos todo por bueno? Se trata de tres destinos semejantes y, empero, diferentes. La muerte para todos, pero a cada cual su propia muerte. A fin de cuentas, pese a todo, el sol nos calienta los huesos.
Fuente:


Título original: L’envers et l’endroit & Discours de Suède


Albert Camus, 1958


Traducción: María Teresa Gallego Urrutia & Miguel Salabert


Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

domingo, 8 de julio de 2018

ALBERT CAMUS.LITERATURA DE RESCATE. Discurso de Suecia Al señor Louis Germain Discurso del 10 de diciembre de 1957[1]. PREMIO NOBEL.


ALBERT CAMUS (Mondovi, Argelia, 1913 - Villeblevin, Francia, 1960). Novelista, ensayista y dramaturgo francés, considerado uno de los escritores más importantes posteriores a 1945. Su obra, caracterizada por un estilo vigoroso y conciso, refleja la philosophie de l’absurde, la sensación de alienación y desencanto junto a la afirmación de las cualidades positivas de la dignidad y la fraternidad humana.

Camus nació en Mondovi (actualmente Drean, Argelia, entonces colonia francesa) el 7 de noviembre de 1913. Ingresó en la universidad de Argel, pero sus estudios pronto se vieron interrumpidos debido a una tuberculosis. Formó una compañía de teatro de aficionados que representaba obras para las clases trabajadoras; también trabajó como periodista y viajó mucho por Europa. En 1939

Discurso de Suecia

Al señor Louis Germain


Discurso del 10 de diciembre de 1957[1]

Al recibir la distinción con que su libre Academia ha querido honrarme, mi gratitud era tanto más profunda cuanto yo consideraba hasta qué punto esta recompensa excedía mis méritos personales. Todo hombre, y con más razón, todo artista desea ser reconocido. Yo también lo deseo. Pero al conocer su decisión no pude dejar de comparar su repercusión con lo que soy en realidad. ¿Cómo no iba a enterarse con una especie de pánico de un fallo que lo llevaba de golpe, solo y reducido a sí mismo en medio de una luz intensa, un hombre aún joven que sólo cuenta con sus dudas y una obra todavía en formación y habituado a vivir en la soledad del trabajo o el retiro de la amistad?
Yo sentí en mi fuero interno desasosiego y turbación. A fin de recobrar la paz, tuve que hacer un gran esfuerzo para poder sentirme a la altura de un destino demasiado generoso. Y puesto que no podía igualarme a él apoyándome únicamente en mis méritos, no encontré otra ayuda mejor que la que me ha sostenido siempre, a lo largo de toda mi vida, aun en las circunstancias más adversas: la idea que tengo de mi arte y del papel del escritor. Permítanme, pues, que, desde el agradecimiento y la amistad, les hable, tan sencillamente como pueda, de esta idea.
Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero nunca lo he situado por encima de todo. Al contrario, si lo necesito es porque no se separa de nadie y porque me permite vivir, tal como soy, en el plano de todos. El arte no es a mis ojos un placer solitario. Es un medio para conmover al mayor número posible de personas, al ofrecerles una imagen privilegiada de los sufrimientos y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no aislarse y lo somete a la verdad más humilde y más universal. Y quien a menudo ha escogido su destino de artista por sentirse diferente, no tarda en darse cuenta de que no nutrirá su arte y su diferencia, sino reconociendo su semejanza con todos. El artista se forma en esta perpetua ida y vuelta de sí a los demás, a medio camino entre la belleza, de la que no puede prescindir, y la comunidad, de la que no puede extirparse. Por esto es por lo que los verdaderos artistas no desprecian nada; se obligan a comprender en vez de a juzgar. Y si tienen que tomar partido en este mundo, no puede ser otro que el de una sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no reine ya el juez, sino el creador, sea trabajador o intelectual.
A la vez, el papel del escritor no está exento de difíciles deberes. Por definición, no puede ponerse hoy al servicio de los que hacen la Historia; está al servicio de los que la sufren. De no hacerlo así, se quedará solo y privado de su arte. Ni todos los ejércitos de la tiranía con sus millones de hombres le salvarán de la soledad, aun cuando consienta —menos aún en este caso— en alinearse con ellos. En cambio, el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones en el otro extremo del mundo, basta para sacar al escritor del exilio, al menos cada vez que logre, en medio de los privilegios de la libertad, no olvidar ese silencio y hacerlo resonar con los medios del arte.
Ninguno de nosotros es lo suficientemente grande para semejante vocación. Pero, en todas las circunstancias de su vida, oscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre de expresarse por un tiempo, el escritor puede reencontrar el sentimiento de una comunidad viva que lo justificará a condición de que acepte, en la medida de sus medios, las dos responsabilidades que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio de la verdad y el de la libertad. Puesto que su vocación es reunir al mayor número posible de personas, ésta no puede acomodarse a la mentira y a la esclavitud que, allí donde reinan, hacen proliferar las soledades. Cualesquiera que sean nuestras debilidades personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos compromisos difíciles de mantener: la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión.
Durante más de veinte años de una historia demencial, perdido sin auxilio, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones de la época, me he sentido sostenido por el oscuro sentimiento de que escribir era hoy un honor, porque este acto obligaba, y obligaba no sólo a escribir. Me obligaba particularmente a soportar con todos los que vivían la misma historia, tal como yo era y según mis fuerzas, la desdicha y la esperanza que compartíamos. Esos hombres, nacidos al comienzo de la Primera Guerra Mundial, que tenían veinte años cuando se instauraban a la vez el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, que se confrontaron luego, para completar su educación, con la guerra de España, con la Segunda Guerra Mundial, con el universo concentracionario, con la Europa de la tortura y de las prisiones, deben hoy educar a sus hijos y realizar sus obras en un mundo amenazado por la destrucción nuclear. Nadie, supongo, puede pedirles que sean optimistas. Y opino incluso que debemos comprender, sin cesar de luchar contra ellos, el error de los que, en una espiral de desesperación, han reivindicado el derecho al deshonor y se han precipitado a los nihilismos de la época. Pero ahí está el hecho de que la mayor parte de nosotros, en mi país y en Europa, hayamos rechazado esos nihilismos y nos hayamos dedicado a la búsqueda de una legitimidad. Hemos tenido que forjarnos un arte de vivir en tiempo de catástrofes para nacer por segunda vez y luchar luego, a rostro descubierto, contra el instinto de muerte que actúa en nuestra historia.
Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea acaso sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan las revoluciones caídas, las técnicas que han caído en la locura, los dioses muertos y las ideologías extenuadas, en la que mediocres poderes pueden hoy destruirlo todo pero no saben convencer, en la que la inteligencia se ha rebajado hasta hacerse la sirvienta del odio y de la opresión, esta generación ha debido restaurar, en sí misma y en torno a sí misma a partir de sus negaciones, un poco de lo que da la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que nuestros grandes inquisidores pueden establecer para siempre los reinos de la muerte, esta generación sabe que, en una especie de loca carrera contra el reloj, debería restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y rehacer con todos los hombres un arca de la alianza. No es seguro que pueda llegar a cumplir esta tarea inmensa, pero sí es seguro que a lo largo de todo el mundo hace ya su doble apuesta por la verdad y por la libertad, y que, si llega el caso, sabrá morir por ella sin odio. Es esta generación la que merece ser saludada y estimulada en todas partes, y sobre todo allí donde se sacrifica. Seguro de que estaréis en profundo acuerdo conmigo, es en esta generación, en todo caso, en la que quiero hacer recaer el honor que ustedes me han concedido.
Lo dicho hasta aquí supone, a la vez que resaltar la nobleza del oficio de escribir, poner al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros de lucha: vulnerable pero obstinado, injusto y apasionado por la justicia, construyendo su obra a la vista de todos, sin vergüenza ni orgullo, siempre en tensión entre el dolor y la belleza, y destinado, en fin, a extraer de su doble ser las creaciones que obstinadamente trata de edificar en el movimiento destructor de la historia. Dicho esto, ¿quién podría esperar de él soluciones redondas y hermosas moralejas? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre está por conquistar. La libertad es peligrosa, tan apasionante como difícil de vivir. Nosotros debemos marchar hacia esos dos objetivos, penosa pero resueltamente, sabedores de antemano de los desfallecimientos en que caeremos durante tan largo camino. ¿Qué escritor osaría entonces, con buena conciencia, erigirse en predicador de la virtud? En cuanto a mí respecta, tengo que decir una vez más que no soy nada de todo eso. Nunca he podido renunciar a la luz, a la dicha de existir, a la vida libre en la que he crecido. Pero, aunque esta nostalgia explique muchos de mis errores y de mis culpas, debo decir que me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y que me ayuda todavía a mantenerme ciegamente junto a todos esos hombres silenciosos que sólo pueden soportar en el mundo la vida que se les depara gracias al recuerdo o al retorno de breves y libres momentos de felicidad.
Reconducido así a lo que yo soy realmente, a mis límites, a mis deudas, así como a mi fe difícil, me siento más libre para reconocer la amplitud y la generosidad de la distinción que acaban de concederme, más libre también para decirles que yo querría recibirla como un homenaje rendido a todos los que, compartiendo el mismo combate, no han recibido ningún privilegio, sino, por el contrario, han sufrido desgracias y persecuciones.
Sólo me queda ya darles las gracias de corazón y hacerles públicamente, en testimonio personal de gratitud, la misma y antigua promesa de fidelidad que cada artista verdadero se hace a sí mismo, cada día, en el silencio.

***


ALBERT CAMUS (Mondovi, Argelia, 1913 - Villeblevin, Francia, 1960). Novelista, ensayista y dramaturgo francés, considerado uno de los escritores más importantes posteriores a 1945. Su obra, caracterizada por un estilo vigoroso y conciso, refleja la philosophie de l’absurde, la sensación de alienación y desencanto junto a la afirmación de las cualidades positivas de la dignidad y la fraternidad humana.

Camus nació en Mondovi (actualmente Drean, Argelia, entonces colonia francesa) el 7 de noviembre de 1913. Ingresó en la universidad de Argel, pero sus estudios pronto se vieron interrumpidos debido a una tuberculosis. Formó una compañía de teatro de aficionados que representaba obras para las clases trabajadoras; también trabajó como periodista y viajó mucho por Europa. En 1939

sábado, 7 de julio de 2018

JOSÉ AGUSTÍN. LA TUMBA. NOVELA. LITERATURA DE RESCATE.


José Agustín nació en Acapulco en 1944. Poco menos de dos décadas más tarde comenzó a publicar, colocándose a la vanguardia de su generación. Fue miembro del taller literario de Juan José Arreola, quien le publicó su primera novela, La tumba, en 1964. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores y de las fundaciones Fulbright y Guggenheim. Ha escrito teatro y guión cinematográfico, ámbito en el que dirigió diversos proyectos. Entre sus obras destacan De perfil (1966), Inventando que sueño (1968), Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973, premio Dos Océanos del Festival de Biarritz, Francia), El rey se acerca a su templo (1976), Ciudades desiertas (1984, premio de Narrativa Colima), Cerca del fuego (1986), El rock de la cárcel (1986), No hay censura (1988), La miel derramada (1992), La panza del Tepozteco (1993), Dos horas de sol (1994), La contracultura en México (1996), Cuentos completos (2001), Los grandes discos del rock (2001), Vida con mi viuda (2004, premio Mazatlán de Literatura) y Armablanca (2006). Ha publicado ensayo y crónica histórica, destacando los tres volúmenes de Tragicomedia mexicana (1990, 1992, 1998).
La tumba escrito por José Agustín en 1961 abre en México un nuevo estilo narrativo, con una sensibilidad diferente y escritura original. El escenario urbano, principalmente del Distrito Federal, es descrito de manera novedosa junto a los personajes jóvenes que representan las inquietudes y nuevas maneras de expresarse, conviertiéndose en símbolos de la época. 
En esta obra el autor narra la vida de un muchacho llamada Gabriel Guía, de clase media-alta y su manera de vivir, similar a la de muchos jóvenes contemporáneos, que se preguntan el sentido de su existencia 

LA TUMBA. FRAGMENTO.
A Juan José Arreola
Miré hacia el techo: un color liso, azul claro. Mi cuerpo se revolvía bajo las sábanas. Lindo modo de despertar, pensé, viendo un techo azul. Ya me gritaban que despertase y yo aún sentía la soñolencia acuartelada en mis piernas.
Me levanté para entrar en la regadera. El agua estaba más fría que tibia, pero no lo suficiente para despertarme del todo. Al salir, alcancé a ver, semioculto, el manojo de papeles donde había escrito el cuento que pidió el profesor de literatura. Me acerqué para hojearlo, buscando algún error, que a mi juicio no encontré. Sentí verdadera satisfacción.
Al ver el reloj, advertí lo tarde que era. Apresuradamente me vestí para bajar al desayuno. Mordiscos a un pan, sorbos a la leche. Salir. Mi coche, regalo paterno cuando cumplí quince años, me esperaba. Subí en él, para dirigirme a la escuela.
Por suerte, llegué a tiempo para la clase de francés. Me divertía haciendo creer a la maestra que yo era un gran estudioso del idioma, cuando en realidad lo hablaba desde antes. En clase, tras felicitar mis adelantos, me exhortó a seguir esa línea progresiva (sic), pero un amigo mío, nuevo en la escuela, protestó:
-—¡Qué gracia!
—¿Por qué? —preguntó la maestra—, no es nada fácil aprender francés.
-—Pero él ya lo habla.
—¿Es verdad eso, Gabriel?
—Sí, maestra.
Gran revuelo. La maestra no lo podía creer, casi lloraba, balbuceando tan solo:
—Regardez l'enfant, quelle moque rie!
Mi amigo se acercó, confuso, preguntando si había dicho alguna idiotez, mas para su sorpresa, la única respuesta que obtuvo fue una sonora carcajada. Al fin y al cabo, poco me importaba echar abajo mi farsa con la francesita.
Salí al corredor (aunque estaba más que prohibido), y al observar que se acercaba el maestro de literatura, entré en el salón. El maestro llegó, con su característico aire de Gran Dragón Bizco del Ku-Klux-Klan, pidiendo el cuento que había encargado. Entregué el mío al final, y como supuse, lo hojeó un poco antes de iniciar la clase. Su cara no reflejó ninguna expresión al ver mi trabajo.
Al terminar la clase, Dora se acercó con sus bromas estúpidas. Entre otras cosas, decía:
—Verás si no le digo al maestro que el cuento que presentaste es plagiado.
Contesté que me importaba muy poco lo que contara, y comprendiendo que no estaba de humor para sus bromas, se retiró.
En la tarde, me encerré en mi cuarto para escribir el intrincado conflicto de una niña de doce años enamorada de su primito, de ocho. Pero aunque bregué por hacerlo, dormí pensando en qué me había equivocado al escribir ese cuento.
En mi sueño, Dora y el maestro de literatura, escondidos bajo el escritorio, reían salvajemente al corear:
—Ahora es tu turno, ven acá.
En la siguiente clase de literatura, vi que Dora susurraba algo al maestro y que después me miraba. Inmediatamente supe que Dora había hecho cierto su chiste. A media clase, el maestro me dijo:
—Mira, Gabriel, cuando no se tiene talento artístico, en especial para escribir, es preferible no intentarlo.
—De acuerdo, maestro, pero ¿eso en qué me concierne?
-—Es penoso decirlo ante tus compañeros, mas tendré que hacerlo.
—Dígalo, no se reprima.
—Después de meditar profundamente, llegué a la conclusión de que no escribiste el cuento que has entregado.
—Ah, y ¿cómo llegó a esa sapientísima conclusión, mi muy estimado maestro?
—Pues al analizar tu trabajo, me di cuenta.
—¿Nada más?
—Y lo confirmé cuando me lo aseveró una de tus compañeritas.
—Dora, para ser más precisos.
—Pues, sí.
—Y, ¿de quién considera que plagié el cuento, profesor?
—Bueno, tanto como plagiar, no; pero diría que se parece mucho a Chéjov.
—¿De veras a Chéjov?
—Sí, claro —aseguró, molesto.
—Pues yo no diría, veredicto que jamás pensé que llegara a creer lo que le dice cualquier niña estúpida.
—Luego, entonces, ¿afirmas no haber, eh, plagiado, digamos, ese cuento?
—Por supuesto, y lo demostraré en la próxima clase. Tendré muchísimo gusto en traer las obras completas de Chéjov.
—Ojalá lo hagas.
Salí furioso de la escuela para ir, en el coche, hasta las afueras de la ciudad. Quería calmarme. Esa Dora, me las pagará. Tenía deseos de verla colgada en cualquiera de los árboles de por allí.
En la siguiente clase, me presenté con las obras completas de Chéjov. Pero, como era natural, el maestro no quiso dar su brazo a torcer y afirmó que debía haberlo plagiado (ahora sí, plagiado) de otro escritor: no me consideraba capaz de escribir un cuento así.
Sus palabras hicieron que mi ira se disipase para ceder lugar a la satisfacción. Como elogio había estado complicado, pero a fin de cuentas era un elogio a todo dar.
Comme un fou il se croit Dieu, nous nous croyons mortels.


Delalande


En aquel momento me dedicaba a silbar una tonadilla que había oído en alguna parte. Estaba hundido en un sillón, en la biblioteca de mi casa, viendo a mi padre platicar con el señor Obesodioso, que aparte de mordiscar su puro, hablaba de política (mal).
Mi padre me miraba, enérgico, exigiendo mi silencio, y como es natural, no le hice caso. Tuvo que soportar mis silbidos combinados con la insulsa plática de don Obesomartirizante.
Decidiendo dejarlos por la paz, murmuré un con permiso que no contestaron, y subí a mi recámara. El reloj marcaba las once y media: maldije por levantarme tan temprano. Puesto un disco (Lohengrin), lo escuché mirando el proceso de las vueltas. Vueltas, vueltas. Las di yo también. Al escucharse un clarín, me desplomé en la cama, viendo el techo azul.
Mi cuerpo se agitaba como un torrente. Todo era vueltas. En la lámpara del techo se formó el rostro de Dora y eso detuvo el vértigo. Odié a Dora, con deseos de despellejarla en vicia. No había logrado verla desde el incidente con el maestro de literatura.
Me sentí tonto al estar tirado en la cama a las once del día, mirando el techo azul y
—¡Pensando en esa perra!
Telefoneé a Martín: no estaba, pero recordé que había ido a nadar a su casa de campo. Tras tomar una chamarra roja y mi traje de baño, salí apresuradamente.
Partí a gran velocidad hacia las afueras del Distrito. Encendí la radio: hablaban de Chéjov. Sonreí al pensar otra vez: ¡No está mal si mis cuentos son confundidos con los de Chéjov!
La gran recta de la carretera se perdía al dibujarse una curva a lo lejos, en una colina. Un coche esport me retaba a correr. Hundí el acelerador y el esport también lo hizo, pasándome. Sentí una furia repentina al ver la mancha roja del auto frente a mí. El chofer traía una gorrita a cuadros. Está sonriendo el maldito. Furioso, proseguí la carrera con ardor. Había pasado la casa de Martín, pero insistí en alcanzar al esport.
Llegamos a la curva. El rival se mantenía adelante al dar la vuelta. Yo, temiendo darla tan rápido, disminuí la velocidad. El esport no lo hizo y la dio a todo vapor.
Un estruendo resonó en mis oídos, mientras la llamarada surgía como oración maléfica. Frené al momento para ir, a pie, hasta la curva. El esport se había estrellado con un camión que transitaba en sentido contrario. Una ligera sonrisa se dibujó en mi cara al pensar: Eso mereces.
Di media vuelta.
Al llegar a casa de Martín, estacioné el coche y caminé hasta la sala. Martín, preparando bebidas, alzó los ojos.
—¡Hola, Chéjov!
—Detén tu chiste, que no estoy dispuesto a soportarlo.
—Calmaos, niñito.
—Es que ya me cansó esa tonada.
—Pues desahógate —y agregó, con aire de complicidad—: ahí está Dora.
—¿Palabra?
—Yep. ¿Cómo te suena?
—Interesante.
—¿Qué quieres beber?
—No sé, cualquier cosa.
Con un coctel en la mano, entré en un cuarto para ponerme el traje de baño. Desde la ventana vi a Dora, nadando con los amigos, aparentemente sin preocupaciones. Maldita esnob, pensé. Vestía un diminuto bikini que le quedaba bien. Tras morder mis labios, aseguré vengarme.
Salí con lentitud de la casa y me detuve un momento en el jardín, en pose. Ella, al verme, se volvió, aullando:
—¡Hooola, Chéjov!
Saludé a todos, incluyéndola, y sin más me tiré al agua. Dora también lo hizo y nadamos el uno hacia el otro hasta encontrarnos en el centro de la alberca. Éramos la expectación general. Todos habían dejado de hablar y nos miraban. Por tercera vez, mis labios sintieron el contacto de los dientes. Nos miramos. Ella tenía esa sonrisa sarcástica (¿sardónica?) tan característica en su rostro.
—Nadas bien, Chéjov.
—No nado bien ni me llamo Chéjov, querida.
—¿Qué te pasa? No juegues al enfadado.
—¿Me crees enfadado?
—Pues, viéndote ahora, sí.
—Y, ¿qué opinas de eso?
—Que te ves graciosísimo.


—Mmmm... Oye, permíteme hacer una pregunta con conmovedora ingenuidad.
—Di.


—¿Por qué le armaste ese cuento al de literatura?


—Esa clase es muy monótona, mi estimado Chejovín, necesitaba un poco de emoción.
—Vaya...
—Además, tú me dijiste niña estúpida.
—Pero eso no está tan apartado de la realidad.
—Ahora soy yo la del vaya...
—Lo cual me agrada.
—Entonces, ¿amigos?
—¿Qué hemos dejado de serlo?


—No sé, pero de cualquier manera es bueno ratificarlo.
—Sea.
Decidí terminar esa húmeda conversación haciendo un guiño al nadar hacia la orilla. Martín se acercó preguntando si había consumado mi venganza. Le contesté que habíamos ratificado nuestra amistad.
—¡Caramba! —rio—. ¡Ésa sí es venganza!
Cuando se aburrieron de nadar, pasamos a la sala. Tras la repartición de bebidas, se empezó a bailar. Yo tomé mi vaso, decidido a encerrarme en un completo mutismo, pero no lo logré: Dora vino hacia mí, riendo. Intercambiamos sandeces y nos levantamos para bailar. Una ensordinada trompeta hacía un solo mientras nosotros nos deslizábamos al compás del low-jazz. Dora había estado bebiendo y cínicamente soltaba incongruencias y palabrotas. Realmente me divertía, bailaba muy bien y su cuerpo era fuego. Al fin, rompió el silencio.
—¿No propones nada? —¿Eh?


—Que si no propones nada, Chejovito.
—¿Yo? No, no sé.
—Cómo eres bruto. Toma un hectolitro de whisky y vamos al jardín.
Con una botella birlada, salimos. El ocaso se mostraba esplendoroso y así se lo hice saber. Ella rio.
—No seas cursi, Chéjov.
Nos sentamos tras unos arbustos, y bebiendo con rapidez pentatlónica, inquirió:
—¿Así vamos a estar? —¿Eh?


—¿Qué demonios esperas para besarme?
Sintiéndome humillado, respiré profundamente antes de rozar sus labios con suavidad, con timidez. De nuevo soltó su carcajada y me besó con ardor.
El match duró poco. Yo sentía miedo. Algo inexplicable se apoderó de mí. Aunque ése no era mi estreno, me sentía extraño a todo, sin percibir nada y comportándome como idiota.
Dijo que estaba imposible y que ya sería otra vez.
Cuando volvimos a la sala, todos se retiraban. Dora cantó La marsellesa a tutti volumen. Le narré el incidente con el esport y comentó que el estrellado debí ser yo, por imbecilito. Eso no me molestó, pues era cierto. Y al llegar a la ciudad, dijo que la llevara directamente a su casa, lo que tampoco me indignó, pero me hizo sentir humillado. Me dijo adiós con sus carcajadas, y tambaleándose, entró en su casa.
Su risa estuvo en mi cabeza toda la noche.
Desperté con los ojos anegados de lágrimas. No comprendí la razón, pero las gotitas saladas escurrían. Estaba pesado y sin flexibilidad.
Nuevamente, mi brumosa mirada vio primero el techo. El color azul permanecía. Tuve una ligera esperanza de que se transformase en un tono malva, o algo así. El azul se adueñaba de todo formando círculos a mi alrededor. Debo estar mareado, pensé al levantarme; pero no lo estaba.
Como de costumbre, era tarde, y solo haciendo un considerable esfuerzo quise apurarme para llegar a tiempo, pero no lo logré. (Rien, c'est la chose qui vient.) Al estacionar el coche frente a la escuela, tenía ya media hora de retardo. Sentado, con la mirada fija en el volante, fingía reflexionar y llegué a la inexorable resolución de no entrar a clases. Lentamente encendí el motor para salir sin dirección fija, avanzando muy despacio. Un grito me hizo volver. Dora me llamaba desde una esquina. Metí la reversa, dirigiéndome hacia allá.
—No seas flojín, Chéjov, entra a clases.
—Lo mismo te digo.
Risas.
—¿Hacia dónde te diriges?
—A ninguna parte.
—Alors, ¿a dónde me llevarás?
—Al diablo.
—Eres imposible.
—Claro.
—¿Vamos al drive-in?
—Vamos.
Fuente:
2010, derechos de edición mundiales en lengua castellana: Random House Mondadori, S. A. de C. V. Av. Homero núm. 544, colonia Chapultepec Morales, Delegación Miguel Hidalgo, C.P. 11570, México, D.F.

jueves, 5 de julio de 2018

H E N R I M I C H A U X LA VIDA EN LOS PLIEGUES. (Fragmento).


LITERATURA DE RESCATE.
H E N R I M I C H A U X

LA VIDA

EN LOS PLIEGUES

LIBERTAD DE ACCIÓN
LA SESIÓN DE BOLSA
Escupo sobre mi vida. Me desolarizo en ella ¡
¿Quién no es mejor que su vida?
La cosa empezó cuando era niño. Había un gran adulto
Inoportuno.
¿Cómo vengarme de él? Lo puse én una bolsa. Allí
podía golpearlo n mi antojó. Gritaba, pero yo me hacía
el sordo. No era Interesante.
Conservé cuidadosamente esa costumbre de mi infancia. Desconfiaba de las posibilidades de intervención que
uno adquiere al volverse adulto, además de que éstas
no llegan lejos.
A quien está en la cama no se le ofrece una silla. *
Esta costumbre, he dicho, la conservé justamente, y
hasta hoy la mantuve en secreto. Era más seguro.



Su inconveniente —puesto que hay uno— es que gra*
cías a ella soporto a gente imposible con demasiada facilidad.
Sé que los espero en la bolsa. Eso es lo que da una
maravillosa .paciencia.
A propósito, dejo durar situaciones ridiculas y demorarse a los que no me dejan vivir
La dicha que me ocasionaría ponerlos de patitas en
la calle en realidad es contenida en el momento de la
acción por las delicias incomparablemente mayores de
tenerlos próximamente en la bolsa.- En la bolsa donde
los muelo a palos impunemente y con un ardor que
cansaría a diez hombres robustos que se turnaran metó­
dicamente.
Sin este artecito de mi propiedad, ¿cómo habría pasado mi vida desalentadora, a menudo pobre, siempre
agobiado por los demás?
¿Cómo habría podido continuarla, decenas de años a
través de tantos sinsabores, bajo tantos amos, próximos
o lejanos, bajo dos guerras, dos largas ocupaciones por

un pueblo en armas y que cree en las cosas inmutables,
bajo otros innumerables enemigos?
Pero la costumbre liberadora me salvó. Cierto es que
por un pelo, y resistí a la desesperación que al parecer
no iba a dejarme nada. Mediocres, pelmas, una bestia
de la que habria podido deshacerme cien veces, me los
guardaba para la sesión de bolsa.


LAS GANAS SATISFECHAS
No he hecho daño a nadie en la vida. Sólo tenía las
ganas. Pronto ya no tenía más. ganas. Había satisfecho
mis ganas.
En la vida uno nunca realiza lo que quiere. Por más
que con un asesinato feliz haya suprimido usted a sus
cinco enemigos, éstos todavía le crearán problemas. Y
eso es el colmo, proveniendo de muertos y para cuya
muerte uno se tomó tanto trabajo. Además, en la ejecución siempre hay algo que no estuvo perfecto, en cambio
a mi manera puedo matarlos dos veces, veinte veces y
más. Cada vez, el mismo hombre me entrega su jeta
aborrecida que le hundiré en los hombros hasta que
muera, y, una vez consumada dicha muerte y ya frío
el hombre, si me molestó un detalle, acto seguido lo
levanto y lo vuelvo a asesinar con los retoques apropiados.



Por eso en lo real, como se dice, no hago daño a nadie;
ni siquiera a mis enemigos.
Los guardo para mi espectáculo, donde, con el cuidado
y el desinterés deseado (sin el cual no existe el arte)
y con las correcciones y ensayos convenientes, les ajusto las cuentas.
Por eso, muy poca gente tuvo que quejarse de mí, a
menos que hayan venido groseramente a ponerse en mi
camino. Y aún así
Vaciado periódicamente de su malevolencia, mi corazón se abre a la bondad, y casi sería posible confiarme
a una niñita durante algunas horas. Sin duda, no le
sucedería nada enojoso. ¿Quién sabe? hasta me dejaría con pesar


LA BODEGA DE LOS SALCHICHONES
Me encanta amasar
Te agarro un mariscal y te lo trituro de tal modo que
pierde la mitad de sus sentidos, pierde su nariz en cuyo
olfato creía y hasta su mano, que no podrá llevar más
a su quepis, ni siquiera si todo un cuerpo de ejército
fuera a saludarlo.
Sí, por trituraciones sucesivas, lo reduzco, lo reduzco,
salchichón en adelante incapaz de intervención.
Y no me contento con los mariscales. En mi bodega
tengo una cantidad de salchichones que en otros tiempos
fueron personajes considerables, y aparentemente fuera
de mi alcance.
Pero mi infalible instinto de júbilo venció las dificultades.
Si luego todavía hacen algún escándalo, realmente no
es culpa mía. No hubieran podido ser más amasados.


L I B E R T A D DE A C C I O N 13
Me aseguran que algunos siguen agitándose. Los diarios
lo imprimen. ¿Es real? ¿Cómo lo seria? Están enrollados.
El resto es un epifenómeno como se lo encuentra en la
naturaleza, suerte de misterio del orden de los reflejos y
las exhalaciones y cuya importancia no haría faltar exagerar. No, no hace falta.
En mi bodega yacen, en profundo silencio.

LA HONDA DE HOMBRES
También tengo mi honda de hombres. Se los.puede lanzar lejos, muy lejos. Hay que saber agarrarlos. -
No obstante, difícilmente se los lanza bastante lejos.
A decir verdad nunca se los lanza bastante lejos. Vuelven cuarenta años después a veces, cuando uno por fin
se creía tranquilo, mientras que ellos lo están, volviendo
con el paso regular del que no se apura, que se habría
encontrado allí hace cinco minutos todavía y para volver
inmediatamente después.

Fuente:

H E N R I M I C H A U X

LA VIDA

EN LOS PLIEGUES

traducción de
Vieron G o l d s t e i n
§ f
Ediciones Librerías Fausto
;
Título del original francés
L a VIE DANS LES PLIS
Éditions Gallimard
D iseño de la tapa
O s c a r D íaz
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
© by e d ic io n e s l i b r e r í a s f a u s t o Buenos Aires - 1976
Impreso en la Argentina Printed in Argentina

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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