lunes, 4 de septiembre de 2017

WILLIAM SHAKESPEARE. Poeta. Por: Harold Bloom.


WILLIAM SHAKESPEARE

 Si pudiera ser mejorada en tanto poesía, "Tom O'Bedlam" encontraría sus rivales en los sonetos y los dramas de Shakespeare. Más adelante me ocuparé de discutir con cierto detenimiento cómo leer Hamlet; aquí me vuelvo ahora hacia algunos Sonetos. Dado que, como dijo Borges, Shakespeare era todo el mundo y nadie, de los Sonetos podemos decir que son a la vez autobiográficos y universales, personales e impersonales, irónicos y apasionados, bisexuales y heterosexuales, íntegros y heridos. Éste es el momento apropiado para prevenir al lector contra el dogma literario cada vez más inútil según el cual el "yo" que habla en un poema es siempre una máscara o una persona y no un ser humano. El "yo" de los Sonetos de Shakespeare es el dramaturgo y actor William Shakespeare, creador de Falstaff, Hamlet, Rosalinda, Yago y Cleopatra. Cuando leemos los sonetos estamos escuchando una voz dramática, una voz a un tiempo similar y diferente a la de Hamlet. La diferencia consiste en que escuchamos al propio Shakespeare, que no es enteramente una creación de él mismo. Sin embargo sigue habiendo una similitud entre el "Will" de los Sonetos y Hamlet o Falstaff; compungido, labra toscamente su autopresentación, aun si no puede modelarla por completo. La meditativa voz de los Sonetos de Shakespeare se cuida muy bien de distanciarse de su sufrimiento, a veces incluso de su humillación. En el conjunto oímos una historia que podría tildarse de traición; pero nunca oímos hablar de la muerte del amor, aunque existen sobradas razones para que muera.
 De todos los fenómenos inquietantes de la literatura, no hay para mí ninguno más inquietante que el equilibrio de Shakespeare entre la autoalienación y la autoafirmación:

Mejor será ser malo que malestimado,
cuando el no serlo gana de serlo condena,
perdido el justo gozo, que no al propio agrado
de uno se mide, sino por mirada ajena.

Pues, ¿a qué van los ojos de otros con veneno
a hacer guiño a los brincos de mis fantasías,
o a ser de mis miserias míseros espías,
que hagan malo a su antojo lo que estimo bueno?

No, yo soy lo que soy; y los que me reprochen,
contando están sus propias faltas en mis sobras;
puedo ir derecho, aunque ellos de través atrochen;
Sus pútridas ideas no han de hacer mis obras;
Si no es que a todo extienden esta triste ley:
todo hombre es malo, y en su mal él es el rey. 7

 Éste es el soneto 121 de una secuencia de 154; ignoramos si el propio Shakespeare los dispuso en el orden presente, pero parece probable. Aquí nos vamos acercando al final de los 126 sonetos dirigidos a un apuesto noble joven, presumiblemente el patrono de Shakespeare (algunos creen que también su amante), el conde de Southampton. Me gustaría recomendarle este soneto al presidente William Jefferson Clinton, pero pienso que no tendré la oportunidad. Es la expresión más poderosa de nuestra lengua sobre la situación de ver la actividad erótica propia condenada por "los ojos de otros con veneno" ("false adultérate eyes", en el original); ojos de quienes se comportan "de través" ("themselves are betel"). Y ojalá hubiera podido leerse por televisión, a menudo y en voz alta, durante la reciente orgía nacional de virtud alarmada que se manifestó a través de voceros y congresistas. Pero, puesto que a mí me concierne cómo leerlo bien y por qué, paso ya a un examen atento de su dicción magníficamente cargada.
 Si bien es posible que por "malo" ("vile") Shakespeare se refiera a un estado de bajeza moral, la palabra (como él bien sabía) lleva en sí la noción de bajo valor o precio, y por lo tanto tiene ciertas connotaciones de inferioridad social. En parte, la complejidad del cuarteto inicial se centra en "se mide". ¿Se relaciona el giro con "malo" o con "el justo gozo"? Como Shakespeare lo mantiene en una deliberada ambigüedad, debemos leerlo de las dos maneras. La amarga ironía de "Mejor será ser malo que malestimado/ cuando el no serlo gana de serlo condena" significa, entre otras cosas, que poco importa que la conducta propia sea deplorada, porque aun si uno es realmente virtuoso los demás pueden pensar diferente. Pueden considerarlo malo, con lo cual uno se quedará sin el placer que debería darle el amor. Con todo, con su ironía amarga, la otra lectura es más interesante. Puede que tales observadores midan el "justo gozo", pero la medición o juicio será de ellos y no de Shakespeare, quien sabe que su amor es casto. No hay nada en las siguientes diez líneas del soneto que resuelva esta ambigüedad.

 7 Todas las traducciones de sonetos de Shakespeare que se reproducen son de Agustín García Calvo.

 Los burlones observadores se vuelven objeto de burla cuando, entrometidos, hacen "guiño a los brincos de mis fantasías" como si estuvieran animando el desempeño sexual de Shakespeare. De miseria más abundante que la que saludan con guiños en Shakespeare, son reos de mala voluntad, ya estén acusando de mala una relación inocente o moralizando contra una relación real. Una vez más Shakespeare se abstiene de decirnos exactamente qué quiere que creamos. A cambio nos sobresalta con una declaración asombrosa: "No, yo soy lo que soy". Ni a él ni a sus lectores podía pasar inadvertida la alusión al Éxodo, 3:14, donde Moisés le pregunta a Yahvé quién es, y éste dice "Yo soy el que soy". La frase en hebreo - ehyeh asher ehyeh - es un audaz juego de palabras con el nombre de Yahvé y literalmente significa "yo seré [siempre y en todo lugar] yo seré". Como es de presumir que Shakespeare no sabía esto, su "soy lo que soy" significa sobre todo "Soy como soy", pero por medio de una blasfemia considerable. Él nunca publicó los sonetos: tal vez el 121 sea un poema independiente sin referencia necesaria a la relación homoerótica con el apuesto joven noble. En todo caso no lo sabemos, y este desconocimiento fortalece el poema.
 Como en Medida por medida, su sublime y cáustico adiós a la comedia, Shakespeare no refrenda ni niega la sombría fórmula final: todo hombre es malo, y en su mal él reina.
 La ira se convierte en un furor controlado en el soneto 129, un lamento que sólo apunta a la traición de la famosa e innominada Dama Oscura:

Despilfarro de aliento en derroche de afrenta
es lujuria en acción; y hasta la acción, lujuria
es perjura, ultrajante, criminal, sangrienta,
brutal, sin fe, extremosa, presa de su furia;

disfrutada no más que despreciada presto;
más que es razón buscada, y no bien poseída,
más que es razón odiada, como cebo puesto
adrede a volver loco al que a beber convida,

en la demanda loco, loco en posesión,
habido, habiendo y en haber poniendo empeño;
gloria dada a probar; probada, perdición;
antes, gozo entrevisto, y después, un sueño.

Todo esto el mundo sabe, y nadie sabe modos
de huir de un cielo que a este infierno arroja a todos.

 La furiosa energía de estos versos es casi un redoble de tambor, una letanía por el deseo que no augura sino más deseo, y mayor desastre erótico. No hay personajes en el poema; el bello joven está muy lejos, y hasta la Dama Oscura sólo está presente por implicación. La lujuria es heroína y villana de esta pieza nocturna del espíritu: lujuria masculina por el "infierno" que se menciona al final, siendo "infierno" un término de argot isabelino - jacobino para vagina. En el soneto 129 llega a la apoteosis el antiguo tópico de la tristeza - después - del - coito, pero a mayor precio que el del despilfarro de aliento ("spirit"). El lenguaje está tan turbado que evade su aparente adhesión a la creencia renacentista de que cada acto sexual acorta la vida del hombre. En ese "infierno" el lector puede oír una reminiscencia de enfermedad venérea, anunciadora de una preocupación shakesperiana que aparecerá en muchas de las obras teatrales, Troilo y Crésida y Timón de Atenas en particular. Esa misma, se diría, es la carga final del más que irónico soneto 144:

Dos tengo amores de catástrofe y amparo,
como dos genios que me inspiran hora a hora:
mi mejor ángel es un hombre blondo, claro,
mi genio malo una mujer morena mora.

Para echarme al infierno ya, mi diablo hembra
tienta a mi ángel bueno a abandonar mi bando
y en mi santo malicias de demonio siembra,
su pureza con vil soberbia cortejando.

Y si se hará mi ángel diablo o no, conmigo
temerlo puedo, no decirlo a lo derecho;
mas siendo míos ambos y uno de otro amigo,
un ángel en infierno de otro me sospecho.

Pero eso nunca lo sabré, y en dudas peno,
hasta que el malo a purgatorio arroje al bueno.

"Me inspiran hora a hora" significa algo así como "me tientan perpetuamente". Está claro que el bello y joven "mejor ángel" no es célebre por su pureza, y "diablo del infierno" designa popularmente la cópula. "Sospecho" es lacónico, porque no hay en juego aquí sospecha alguna; mientras que "hasta que el malo a purgatorio arroje al bueno" se refiere menos al final de la aventura que a la transmisión de sífilis al joven por la Dama Oscura, con la sugerencia de que Shakespeare ya a ha recibido de ella el obsequio.
¿Por qué leer el soneto 144? No hay duda de que las ironías y el genio lírico de Shakespeare dan más placer al lector en muchas otras piezas de la serie; no obstante, el patetismo amortiguado pero aterrador de este poema es un valor estético único, perturbadoramente memorable y del todo universal en su poder de sugerencia. Los Sonetos son un elemento singular en el impresionante logro de Shakespeare. Es apropiado que el escritor central de Occidente, inventor de lo humano tal como lo conocemos hoy, sea también el lírico más penetrante y meditativo de la lengua inglesa. No creo que necesariamente lleguemos a conocer al Shakespeare más profundo o íntimo en los Sonetos, en donde parece velarse de modo tan enigmático como en las obras dramáticas. Como hemos visto, Walt Whitman nos ofrece tres metáforas de su ser: yo, mi alma, y el yo real o mí mismo. En los Sonetos hay casi tantas metáforas del ser de Shakespeare como sonetos. De alguna manera Shakespeare se las ingenia para que todas esas imágenes del yo sean persuasivas, aunque tentativas. La pregunta que, a modo de tributo, lanza al apuesto joven noble al comienzo del soneto 53, bien podría hacérsele a él:

¿Qué es lo que es tu sustancia? ¿De qué estás tu hecho
que mil ajenas sombras se te trasparecen?

domingo, 3 de septiembre de 2017

WALT WHITMAN. Por: Harold Bloom.


WALT WHITMAN

 Los monólogos dramáticos de Tennyson y Browning representan un modo mayor de la poesía, introspectivo y al cabo sin esperanza en nada excepto una personalidad fuerte con sus poderes de resistencia y desafío. Tanto "Ulises" como "Childe Roland a la Torre Oscura fue" están modelados por la tradición poética inglesa, desde el Hamlet de Shakespeare y el Satán de Milton hasta el romanticismo. Los dos grandes contemporáneos norteamericanos de Tennyson y Browning fueron Walt Whitman y Emily Dickinson, ambos originales y con una relación mucho más equívoca con la tradición inglesa. Si, como sostengo, una razón primordial para la lectura es el fortalecimiento de la propia personalidad, tanto Dickinson como Whitman son poetas esenciales. La religión norteamericana de la Confianza en Sí, invención crucial de Ralph Waldo Emerson, triunfa en ambos, aunque de formas asombrosamente diferentes. Emerson enseña la autoconfianza: no te busques fuera de ti mismo. El Canto a mí mismo de Walt Whitman es una consecuencia directa de esa exhortación. Más evasivamente, los poemas líricos de Emily Dickinson llevan la autoconfianza a un tono más alto de conciencia que el de cualquier otra poesía posterior a Shakespeare.
 Como he apuntado ya, en Shakespeare la conciencia extraordinaria descuella en la facultad de oírse a sí mismo, por así decirlo, sin quererlo: tales los casos de Hamlet, Yago, Cleopatra o Próspero. Dickinson mantiene este atributo, pero con frecuencia Whitman intenta ir más allá. El choque de oírse a uno mismo consiste en que uno captura una inesperada otredad. Sobre todo en Canto a mí mismo, y en la elegía "Mientras crecía con el Océano de la Vida", Whitman divide su ser en tres: "yo", el "yo real" o "mí mismo" y el "alma". Esta cartografía psíquica es altamente original, y difícil de asimilar al modelo freudiano o a cualquier otro mapa de la mente. No obstante, es una de las razones fundamentales por las que debemos leer a Whitman, poeta sutil y matizado que en nada se ajusta a lo que suponen de él la mayoría de sus exégetas.
 Aunque él se proclama poeta de la democracia, en su tono mejor y más característico Whitman es un poeta difícil, hermético y elitista. No es preciso que dudemos del amor que siente por los lectores que proyecta tener, pero a menudo su autorretrato es una persona, la máscara a través de la cual canta. No hay un único Walt Whitman real; con frecuencia el poeta (en tanto opuesto al hombre) es más autoerótico que homoerótico, y mucho más "el cantante solitario" que el celebrante de los humillados y ofendidos (aunque también se preocupa por ser esto). No quiero sugerir que Whitman es un prestidigitador, sino que aquello que da, su sentido de los panoramas democráticos, a veces lo retira: su arte es una lanzadera. Pero siempre hay una riqueza: entre los poetas norteamericanos, sólo Dickinson y él manifiestan la "florabundancia" que más tarde imitaría Wallace Stevens.
 Como mejor conocemos (o creemos conocer) a Whitman es bajo la identidad de "Walt Whitman, uno de los rudos, un americano", pero ese personaje o máscara es el bardo de Canto a mí mismo. Whitman hilaba mucho más fino; aunque diga otra cosa, es un poeta de una dificultad sorprendente. Puede que su obra parezca fácil, pero es delicada y evasiva.

Vienen a mí los días y las noches y vuelven a marcharse
pero no son el Mí mismo.

Aparte del empujón y el tironeo está lo que yo soy,
divertido, complaciente, compasivo, ocioso, unitario,
que mira desde arriba, erguido, o inclina un brazo en descanso impalpable
para observar curioso qué vendrá a continuación, con la cabeza ladeada,
a la vez en el juego y fuera de él, y mirando y asombrado.

 Tan lleno de gracia como solitario, este encantador "mí mismo" está en paz, aunque una pizca receloso de posibles intrusiones. Whitman empieza Canto a mi mismo con un abrazo, más gimnosófico que homoerótico, entre su ser exterior y su alma, que en gran medida parece ser para él un enigma pero puede considerarse como carácter o ethos en contraste con la personalidad o la tosca identidad "masculina". Claro que el yo real o "mí mismo" sólo puede mantener con el alma whitmaniana una relación negativa:

Creo en ti, mi alma, el otro que soy no se rebajará ante ti
y tu no te rebajarás ante él.

 El sujeto de "creo" es el "yo" de Canto a mí mismo o personalidad poética de Whitman. El "otro que soy" es el "mí mismo": su personalidad verdadera, interior. Whitman teme que puede haber humillación mutua entre el personaje y su propio yo, en apariencia sólo capaces de entablar un vínculo amo - esclavo, sadomasoquista y al cabo destructivo para ambos. Al lector le cabe inferir que "Walt Whitman, uno de los rudos, un americano", nace para impedir una tan segura destrucción mutua. Whitman conoce muy bien a su  persona poética, ya que (según Vico) sólo conocemos aquello que hemos hecho nosotros mismos. También conoce a su yo interior o "yo real", pasmosamente bien si pensamos cuan pocos poseen ese conocimiento. Lo que Whitman apenas si conoce es eso que llama "mi alma"; "creer en" no significa conocer sino dar un salto de fe. El alma whitmaniana, de modo similar al alma de Norteamérica, es un enigma y, pese al armonioso abrazo que abre Canto a mí mismo, el lector nunca siente que Whitman esté cómodo con ella. Llegamos a pensar que el "mí mismo" es la parte mejor y más antigua de Whitman - que se remonta a antes de la Creación -, mientras que el alma pertenece a la naturaleza, o es el elemento desconocido de la naturaleza. Leyendo a Whitman aprendemos explícitamente lo que muchos norteamericanos parecen saber de manera implícita: que el alma norteamericana no se siente libre a menos que esté sola, o "sola con Jesús", como dicen nuestros evangelistas. Whitman, que era su propio Cristo, compartía sin embargo ese impulso del alma de su país y lo transformó en el que acaso sea el mayor de sus muchos y variados poderes: una fuerza que, al unísono con su alma, desafía la naturaleza.

Tremenda y deslumbrante, qué pronto me mataría la aurora
si yo no fuera capaz, ahora y siempre, de que de mí naciera la aurora.

Nosotros también ascendemos, tremendos y deslumbrantes como el sol,
formamos nuestra propia aurora, oh mi alma, en la paz y la frescura del alba.

 El movimiento desde el yo (el personaje Walt Whitman) al nosotros, mí mismo y alma juntos, es el triunfo de este amanecer sublime. Supremo escritor norteamericano (más grande aún que Emily Dickinson y Henry James), Whitman trasciende la limitación de considerar que su alma es incognoscible. Lo que se juega entre la naturaleza y él es el dominio, y aquí el resultado favorece al poeta. La indicación de cómo leer este pasaje debería hacer hincapié en la audacia del "ahora y siempre", una declaración inusitadamente titánica de autoconfianza. Ahora y siempre, la pregunta "¿Cómo leer?" me resulta cada vez más cautivante. Una lectura paciente y profunda de Canto a mí mismo nos ayuda a entrar en la verdad de que "el qué es incognoscible". Un niño le pregunta a Whitman: ¿Qué es la hierba? y el poeta no puede responder. "Yo tampoco lo sé", dice. Con todo, el no - saber estimula al poeta para lanzarse a una maravillosa serie de símiles:

Sospecho que es la bandera de mi carácter tejida con
esperanzada tela verde.
O el pañuelo de Dios,
una prenda fragante dejada caer a propósito,
con el nombre del dueño en alguna punta, para que
lo veamos y lo notemos y nos preguntemos, ¿de quién?

O sospecho que la hierba misma es un niño, el recién nacido de la tierra.
O un jeroglífico uniforme
que significa: crezco por igual en las regiones vastas y en las estrechas,
crezco por igual entre los negros y los blancos,
canadiense, piel roja, senador, inmigrante, a todos
me entrego y a todos los recibo.

Y ahora se me figura que es la cabellera suelta y hermosa de las tumbas.
Te usaré con ternura, hierba curva.
Acaso hayas brotado del pecho de los jóvenes,
acaso, si estuvieran aquí, yo los amaría,
acaso hayas brotado de los ancianos, o de niños arrancados
del regazo de la madre,
y ahora eres el regazo de la madre.

Esta hierba es demasiado oscura para haber brotado
de los cabellos blancos de las madres ancianas,
más oscura que las descoloridas barbas de los ancianos,
demasiado oscura para haber brotado de sus ásperos paladares. 6

 "La bandera de mi carácter tejida con esperanzada tela verde" lleva a pensar que el verdor lozano es un emblema de lo que Ralph Waldo Emerson había designado como "lo Nuevo": una afluencia trascendente de energía espiritual fresca. Para Whitman, "lo Nuevo" emerge del abrazo simbólico entre el yo que se da por sentado y el alma desconocida, abrazo con que se abre el poema y la obra de la vida. La relación que mantiene con el alma es esperanzada pero, a la manera epicúrea, consciente de sus límites. El enigmático título Hojas de hierba combina la hoja, metáfora central de la poesía de Occidente, aceptación homérica de la brevedad de la vida individual, con la imagen - proveniente de Isaías y los Salmos - de que toda carne, como la hierba, dura dolorosamente poco. No obstante, trasciende los sombríos presentimientos de mortalidad para convertirse en afirmación de una sustancia que hay en nosotros y prevalece. "Y son innumerables las hojas erguidas o dobladas en los campos", escribe Whitman poco antes de la serie de sospechas en torno a qué puede ser la hierba. El inmenso encanto de "el pañuelo de Dios, / una prenda fragante dejada caer a propósito" deja paso a visiones de la hierba misma como niña, como uniforme jeroglífico que disuelve las diferencias sociales y raciales, y a la espléndida - pero Homérica - originalidad del "Y ahora se me figura que es la cabellera suelta y hermosa de las tumbas".

 6 Traducción de Jorge Luis Borges. He modificado la traducción del verso "If I could not now and always...". La versión de Borges es: "si yo no fuera capaz, aquí y ahora..." (N. del T.)

 De la más surrealista de las transmutaciones de la hierba ("Esta hierba es demasiado oscura para haber brotado/ de los cabellos blancos de las madres ancianas") surge un estilo que prefigura el de Hemingway. Necesitamos leer a Whitman por la conmoción de perspectivas nuevas que nos proporciona, pero también porque sigue profetizando los enigmas no resueltos de la conciencia norteamericana. Y un mundo que se vuelve cada vez más norteamericano también necesita leerlo, no sólo para comprendernos sino para entender mejor en qué se está convirtiendo.

viernes, 1 de septiembre de 2017

ROBERT BROWNING. Poeta. Por: Harold Bloom.


ROBERT BROWNING

 A lo largo de muchos años enseñé que en la capacidad de oírse a sí mismos (como desde fuera, por así decirlo) radicaba la originalidad de los personajes mayores de Shakespeare, sin recordar dónde había encontrado esa noción. Mientras escribía el párrafo anterior de pronto me vino a la mente un contemporáneo de Tennyson, el filósofo John Stuart Mill, que en su ensayo «¿Qué es poesía?" (1833) dice acerca de un aria de Mozart: "La imaginamos oída al pasar". También la poesía, da a entender Mill, es algo que se oye como de pasada, o casualmente, más que en el sentido habitual de oír. Me vuelvo ahora hacia una obra maestra del verdadero rival de Tennyson, Robert Browning, hoy en día muy descuidado a causa de las auténticas dificultades que presenta. "Childe Roland a la torre oscura fue" toma el título de un fragmento de canción que canta Edgar en la escena cuarta del tercer acto de El rey Lear de Shakespeare:

Childe Rowland a la torre oscura fue
y dentro la voz decía: "Fim, fam, fem,
sangre británica ya se empieza a oler".

 Éste es Edgar en su abyecto disfraz de vagabundo "Tom el loco rabioso", un mendigo a la Tom O'Bedlam, a veces llamado hombre de Abraham. Se supone que Edgar está citando una balada antigua, pero nunca se ha encontrado esa balada y yo sospecho que la espantosa rima la escribió Shakespeare. Más adelante en este capítulo citaré y discutiré la más grande canción loca de la lengua inglesa, la anónima "Tom O'Bedlam", descubierta en un álbum literario de recortes de 1620, un poema tan magnífico que me gustaría poder atribuirlo a Shakespeare sólo para añadirle mérito. Como sea, escribiera o no Shakespeare la tonada de Edgar, ésta le inspiró a Browning el más asombroso de sus monólogos dramáticos:

I
Primero pensé que ese viejo tullido
mentía a mansalva, recelosos como estaban
sus malignos ojos de ver el efecto de su embuste
en los míos, y su boca apenas capaz de permitirse
reprimir el júbilo, que ceñía y hostigaba
los bordes, de haber cobrado una víctima más.

II
¿Qué otra cosa podía proponerse, con ese bastón?
Qué, sino detener con sus mentiras y enlazar
a los viajeros que lo encontraran clavado allí
y le preguntaran el camino? Imaginé qué risa
de calavera estallaría, qué muletas iban a gozar
escribiendo mi epitafio en la vía polvorienta.

III
Eso si a su consejo yo me desviaba
por esa senda ominosa que, todos concuerdan,
esconde la Torre Oscura. Y sin embargo accedí
a enfilar por donde él señalaba: no por orgullo
ni esperanza renovada de divisar el fin,
mas por alegría de que un final hubiera al menos.

IV
Pues, aunque con la arrancia por el ancho mundo,
con la búsqueda de largos años, mi esperanza
había menguado a fantasma incompetente ya para lidiar
con la dicha bullanguera que traería el éxito,
apenas pude ahora refutar el salto que el corazón
me dio al avistar en su horizonte el fracaso.

 ¿Quién es exactamente este personaje desesperanzado que nos habla con tal elocuencia desesperada? Un childe es un joven noble, aún no ungido caballero pero candidato a serlo; pero Roland sólo quiere ser apto para fracasar en la tradición de quienes lo han precedido en la búsqueda de la Torre Oscura. En ningún momento se nos dice quién o qué habita la Torre, aunque cabe presumir que sea el ogro cuyas palabras eran "Finí, fam, fem, / sangre británica empiezo a oler". Truculenta perspectiva, aunque no más sombría que la apabullante tierra baldía por donde avanza el negativamente heroico Childe Roland:

X
Seguí la marcha, pues. No había visto nunca, creo,
naturaleza más famélica e innoble; nada prosperaba:
ni una flor - ¡mucho menos cedros en un bosque! -,
sino espinos y cizaña propagaban sus especies
de acuerdo con ley propia, sin nadie, se hubiera dicho,
que les temiera; un abrojo se habría dado por tesoro.

XI
¡No! Penuria, letargo y amargura, extrañamente
eran la dote de esa tierra. "Cierra los ojos
si no quieres ver", decía la naturaleza disgustada;
"si no hay quien lo remedie, mi caso está perdido.
La cura del lugar será el fuego del Juicio:
calcinará la tierra y librará a mis prisioneros."

XII
Si el tallo de algún maltrecho cardo descollaba
por sobre los demás, era decapitado; de lo contrario
los celos se imponían. ¿Qué originaba las grietas y carcomas
en las ásperas hojas de acedera, heridas como para hundir
toda esperanza de verdor? Como si un bruto hubiera andado
pisándoles la vida, con intenciones brutales.

XIII
La hierba, por su parte, era escasa como el pelo
de un leproso; flacas briznas secas asomaban
en el barro, cuyo sostén parecía sangre coagulada.
Llegado vaya a saberse cómo, un rígido caballo ciego,
en piel y huesos, se alzaba estupefacto.
¡Lo habrían jubilado de las cuadras del diablo!

XIV
¿Vivía? Lo mismo habría podido ser cadáver,
Con ese pescuezo rojo, endurecido, descarnado,
y los ojos cerrados bajo el cabestro herrumbroso;
rara vez convive así el dolor con lo grotesco;
nunca una bestia me despertó tanto odio;
ha de ser malvada para merecer tal pena.

 Si, de cabalgar al lado de Roland, nosotros veríamos un paisaje tan deforme y ruinoso como él, es materia de discusión. Si bien ese caballo horrendo, ni del todo vivo ni muerto, parece incontrovertiblemente descrito, ¿gritaríamos nosotros? "¡Lo habrían jubilado de las cuadras del diablo!" o pasaríamos a la pueril reflexión siguiente:

nunca una bestia me despertó tanto odio;
ha de ser malvada para merecer tal pena

 Nadie deja a un niñito solo con un gato herido, y uno se pregunta cuan seguro es dejar que Childe Roland viaje solo. Desesperado por su propia visión, Roland intenta convocar imágenes de sus precursores en la búsqueda de la Torre Oscura, pero sólo recuerda amigos queridos caídos en desgracia como traidores. "¡De vuelta pues a mi sendero en penumbras!", exclama; pero quizá convenga saber que el lector debería cuestionar lo que el joven noble ve. La inclemente Tierra baldía de T. S. Eliot parece hospitalaria comparada con este paisaje:

XX
¡Qué insignificante y despreciable a la vez!
achaparrados alisos se hincaban a todo lo largo;
sauces empapados caían sobre ellos en un arrebato
de desesperación muda, cual suicidas en tropel:
el río que les había causado todo el mal,
cualquiera fuese, corría sin inmutarse un ápice.

XXI
Cuando empecé a vadearlo, por los santos, cómo
temí apoyar el pie en la mejilla de un muerto,
o sentir que la vara que empuñaba para sondear pozos
se enredara en una cabellera o una barba. Tal vez
lo que ensarté fuese una rata de agua, pero ¡aj!
el grito que oí parecía de un recién nacido.

XXII
Me alegró mucho llegar a la otra orilla.
Pensé que sería una región mejor. ¡Vano presagio!
¿Quiénes eran los combatientes - y qué guerra libraban -
cuyas violentas pisadas podían hacer del suelo húmedo
semejante tremedal? Sapos en un estanque envenenado
o gatos salvajes en una jaula al rojo vivo.

XXIII
Tal habría debido ser la pelea en aquel caído circo.
¿Qué los agolpaba allí, teniendo libre todo el llano?
Ni una pisada conducía a las hórridas caballerizas,
ni una salía. Locas maquinaciones les afectaban
los sesos, sin duda, como a esos esclavos que los turcos
arrojan a un pozo, cristianos mezclados con judíos.

XXIV
Y como a un estadio de distancia, ¡todavía más!
¿Cuál era el uso dañino de esa rueda - o freno,
que no rueda -, de esa rastra apta para enrollar
cuerpos de hombres como seda? Tenía todo el aire
del tormento de Tofet, dejado en la tierra al descuido
o para que se le afilaran los dientes oxidados.

XXV
Luego venía una extensión de cepas, antaño un bosque,
después pantano, se habría dicho, y ahora mera tierra
desesperada y exhausta; (¡así el idiota se complace
en hacer una cosa y estropearla, hasta que cambia
de humor y empieza de nuevo!) Dentro de un acre,
marjal, arcilla, escombros, arena y simple muerte negra.

XXVI
Tan pronto filas de manchas, coloridas o sombrías,
como parches donde alguna delgadez del suelo
rompía en musgo o una sustancia como abscesos;
venía luego un roble con parálisis y una hendedura
como una distorsionada boca cuyo borde se parte
en un jadeo moribundo, y muere al retraerse.

 Aquello que somos, y que sólo nosotros podemos ver (reflexión Emersoniana ésta), impulsa al lector a encontrar en el Roland de Browning un buscador en tal estado de ruina que sería difícil descubrirle un equivalente literario. Durante la marcha por su infierno, Dante se cuida de evitar efectos tan atrozmente equívocos como "¡aj!/ el grito "que oí parecía de un recién nacido" La rastra de la estrofa xxiv podría ser un instrumento de tortura, pero el lector se siente cada vez más escéptico. Al parecer, es el propio Roland quien quebranta y deforma todo cuanto ve y quien, en consecuencia, no consigue divisar el objeto de su búsqueda hasta que es demasiado tarde:

XXVII
¡Y siempre igualmente lejos de la meta!
¡Nada en la distancia salvo el crepúsculo, nada
que orientara mis pasos adelante! Mientras pensaba así,
un gran pájaro negro, amigo del alma de Apolión,
pasó volando, el ancha ala de dragón imperturbable,
y me rozó la gorra: tal vez el guía que buscaba.

XXVIII
Pues al alzar los ojos, no sé cómo, a pesar
de la penumbra, vi que todo alrededor la llanura
había dejado lugar a unas montañas - palabra ésta que agracia
a las feas alturas y peñascos que ahora me cerraban
la vista. ¡Cómo me sorprendieron! ¡Qué dilema!
Salir del cerco aquél no era cuestión más fácil.

XXIX
Pero a medias me pareció reconocer una artimaña
dañina que había sufrido, sabe cuándo Dios
- en una pesadilla, acaso. Allí se terminaba, pues,
la posibilidad de avanzar por ese lado. Cuando, a punto ya
de abandonar, una vez más, se oyó un chasquido,
como cuando se cierra la trampa, ¡y uno está atrapado!

 De ningún modo parece posible que ese gran pájaro negro sea amigo del alma del Apolión que en la Revelación de San Juan el Divino (9:11) es caracterizado como "ángel del abismo sin fondo". En toda la poesía inglesa conozco poquísimos efectos tan sublimemente perturbadores como los de las estrofas que cierran este poema de Browning:

XXX
La idea me abrasó de pronto: ¡Ese era el lugar!
Las dos colinas de la derecha se agachaban
como toros en lucha trabados por los cuernos; mientras
que a la izquierda, una alta montaña pelada... Necio,
caduco, ¡adormilado en el gran momento
tras prepararte toda una vida para la visión!

XXXI
¿Qué había en medio sino la Torre misma?
La redonda torreta baja, ciega cual corazón de tonto,
hecha de piedra castaña, sin parangón
en todo el mundo. Así el elfo burlón de la tormenta
señala al piloto el invisible risco contra el cual
da la nave sólo cuando ya han saltado las cuadernas.

XXXII
¿No ver? ¿Tal vez a causa de la noche? ¡Bien,
si es por eso, volvió el día! Antes de que se marchara,
el sol agonizante alumbró a través de una grieta:
las colinas, como gigantes de caza, barbilla en mano
miraban a la presa acorralada. - ¡Y ahora acabemos
de una vez! ¡A clavarle la espada hasta la empuñadura!

XXXIII
¿No oír? ¡Cuando había ruido por doquier! Crecía
como un repique de campana. En mis oídos, nombres
de todos los aventureros extraviados, pares míos.
- Qué fuerte había sido uno, y otro audaz, y otro
afortunado; sin embargo, desde hacía tanto, ¡todos
perdidos! ¡Todos! Dobló en un instante un dolor de años.

XXXIV
Allí se alzaban, en línea en las laderas, reunidos
para verme por postrera vez, ¡marco viviente para
un último retrato! En una cortina de llamas los vi
a todos y los reconocí. Y no obstante, sin arredrarme,
me llevé el cuerno a los labios y soplé.
Childe Roland a la Torre Oscura fue.

 Desde "La idea me abrasó" - al comienzo de la estrofa xxx - hasta "En una cortina de llamas los vi/ y a todos los reconocí", uno está con Roland en lo que William Butler Yeats habría de llamar el Estado del Fuego. Después de haberse preparado toda la vida entera para reconocer el lugar último de su juicio, uno sólo acierta a comprender dónde está cuando ya es demasiado tarde. ¿Qué o quién es el ogro con el cual se enfrenta ahora Roland? Este majestuoso poema nos dice que no hay ogro alguno; sólo está la Torre Oscura: "¿Qué había en medio sino la Torre misma?" Y la torre es una especie de perplejidad kafkiana o borgiana; no tiene ventanas ("ciega cual corazón de tonto") y es por completo corriente y a la vez única. Si algo circunda a Roland en la Torre no son ogros, sino las sombras de sus precursores, la Banda de hermanos que emprendieron la búsqueda fatídica. Quizá sólo a medias consciente, Roland buscaba, no el mero fracaso, sino un enfrentamiento directo con todos los buscadores fracasados que lo precedieron. En el sombrío ocaso oye algo que parece el repique de una gran campana pero, magníficamente, reúne voluntad y coraje para lo que será su momento final. Desafiante, Roland hace sonar su cuerno (slug - born: en el siglo dieciocho, el jovencísimo poeta - falsificador Thomas Chatterton había escrito erróneamente slogan - "consigna" - para referirse a una trompeta), a la manera en que suena la "trompeta de una profecía" en las líneas finales de la "Oda al viento del oeste" de Shelley:

¡Lleva mis pensamientos muertos por el mundo
como hojas mustias para avivar un nuevo nacimiento!
Y, por el encanto de estos versos,

Esparce, como chispas y cenizas de una hoguera
inextinta, mis palabras entre la humanidad!
¡Sé por mis labios para la tierra que aún duerme

la trompeta de una profecía! Oh, Viento,
si el invierno llega, ¿puede tardar la primavera?

 Después de "y soplé", Browning no pone dos puntos sino punto, lo cual, es evidente, indica que el concluyente "Childe Rolanda la Torre Oscura fue" no es el mensaje de la trompa. Visto que la idea le vino en una pesadilla, acaso ese final signifique que el poema es cíclico y Roland debe soportarlo todo una y otra vez. Pero yo no creo que el lector común lo tome así, y el lector común tiene razón. El mayor monólogo dramático de Browning no se resuelve en una desesperación cíclica; aunque nihilista y responsable de su ruina, en el enfrentamiento final con todos los predecesores que fracasaron en la Torre Oscura el buscador recupera el honor. No hay ningún ogro; sólo hay otros individuos y un yo entre ellos. En las cuatro últimas estrofas despunta un aire exultante, y esta gloria es tanto del lector entregado como de Childe Roland. Pese a la desesperanza y el cortejo suicida del fracaso, hemos renovado y aumentado nuestra personalidad. La profundidad del descenso que lleva a cabo el poema legitima su música final de triunfo.

jueves, 31 de agosto de 2017

LOS POETAS:HOUSMAN, BLAKE, LANDOR, Y TENNYSON. Por: Harold Bloom.


II POEMAS

INTRODUCCIÓN

 No he organizado esta sección por orden cronológico, sino temáticamente y por yuxtaposición, porque la poesía tiende a ser más libre respecto a la historia que la prosa de ficción o el drama. Y aun si hago más hincapié en el argumento poético que en el contexto social, no discuto la forma poética. Sobre toda cuestión relacionada con esquemas, pautas, formas, metros y rimas de la poesía inglesa, la autoridad indispensable es Rhyme 's Reason: A Guide to English Verse (La razón de la rima: una guía del verso inglés), de John Hollander, un libro fácilmente accesible en edición de bolsillo. Lo que me ocupa aquí, como en todo este libro, es cómo leer y por qué, lo cual en relación con los poemas, en lo general y en lo específico, para mí equivale a una búsqueda de las más amplias presencias creadas por la imaginación. La poesía es la culminación de la literatura imaginativa, a mi juicio, porque es un modo profético.
 Empiezo por ejemplos de lírica pura escritos por A. E. Housman, William Blake y Walter Savage Landor y un fragmento de "El águila", de Tennyson. Representan la poesía en su aspecto más económico y punzante, y me conducen a dos de los más grandes monólogos dramáticos: el elocuente "Ulises" de Tennyson y el extraordinario "Childe Roland a la Torre Oscura fue" de Robert Browning. A estos monólogos se yuxtapone a continuación el "Canto a mí mismo" de Walt Whitman, como ejemplo mayor del reemplazo norteamericano del monólogo dramático por la épica de la Confianza en Sí Mismo, para emplear la expresión de Emerson. Sigue la lírica de la Confianza en Sí Misma de Emily Dickinson, luego de lo cual regreso a la Inglaterra Victoriana para encontrar la fiera lírica del self de Emily Brönte, la visionaria de Cumbres Borrascosas. El humor y el espíritu de Brönte están vinculados con la llamada balada popular o balada de frontera. Yo analizo aquí mis dos baladas favoritas, "Sir Patrick Spence" y "La tumba sin sosiego", antes de volverme al más grande poema anónimo de nuestra lengua, el asombroso "Tom O'Bedlam", una enloquecida canción digna del propio Shakespeare.
 Esto me lleva a tres de los más poderosos sonetos de Shakespeare, que en las "Observaciones sumarias" que siguen al presente capítulo son confrontados con la poesía bastante diferente de Hamlet. En secuencia natural vienen luego los grandes sucesores de Shakespeare en la poesía inglesa: Milton y los románticos. Me habría gustado tener más espacio para El paraíso perdido, pero he esbozado cómo y por qué necesita ser leído y releído el Satán de Milton.
 A dos poemas líricos de Wordsworth, el verdadero inventor de la poesía moderna, sigue la ominosa Oda del marinero antiguo de Coleridge, y luego Shelley y Keats en sus momentos más cautivantes. He reservado una breve discusión de mis cuatro poetas modernos predilectos - W. B. Yeats, D. H. Lawrence, Wallace Stevens y Hart Grane - para el comienzo de las "Observaciones sumarias" a la sección pues, entre los cuatro, ellos heredan todos los elementos cruciales de los poemas que analizo antes.

HOUSMAN, BLAKE, LANDOR, Y TENNYSON

En mi corazón un aire letal
sopla de aquella región lejana:
¿Qué son las colinas azules del recuerdo?
¿Qué esos campanarios, qué esas granjas?

Es la tierra de la plenitud perdida;
de lleno la veo brillar:
caminos felices por donde me fui
y no podré regresar.

 Ésta es la decimocuarta pieza de Un muchacho de Shropshire (1896), de A. E. Housman. Como muchos poemas de su autor, hace sesenta años que lo llevo en la cabeza. Cuando era un niño de ocho años, solía pasear canturreando versos de Housman y de Blake, y si todavía lo hago es con menor frecuencia pero con fervor intacto. Acaso la mejor forma de empezar a discutir cómo ha de leerse un poema sea abordando a Housman, cuyo modo conciso y económico atrae en virtud de una simplicidad aparente. Bajo esa simplicidad, que es astuta, se oculta la reverberación que ayuda a definir a la gran poesía. "Un aire letal" es una ironía soberbia, ya que, bien como aria o como recordada sensación de una brisa, el canto o el aliento, que deberían impulsar la vida, paradójicamente matan. Nacido en Worcestershire, de muchacho Housman amaba Shropshire porque "sus colinas eran nuestro horizonte occidental". Las "colinas azules del recuerdo" del poema, parte de un todo, no representan sólo una Shropshire idealizada sino un "más allá" trascendente, una felicidad que el frustrado Housman no alcanzó nunca. Hay un doliente vaciamiento de la identidad en la declaración "Es la tierra de la plenitud perdida", ya que la plenitud no había sido más que una aspiración. Y sin embargo, en una afirmación sublime, el poeta insiste: "La veo brillar de lleno", como podría insistir un peregrino en que está contemplando Jerusalén. Esos "caminos felices" sólo pertenecían al futuro, y es por eso que Housman no puede regresar. El poema atrapa y mantiene a la perfección el acento de lo tardío en lo que, vemos al cabo, es una lírica amorosa de la especie más triste: la que recuerda un sueño juvenil.
 El estilo directo de Housman ayuda a sugerir un primer principio de cómo leer poemas: atentamente, porque una verdadera cualidad de cualquier poema bueno es que soportará la lectura más atenta y vigilante. He aquí a William Blake, mucho más grande que Housman, dándonos una lírica que también parece simple y llana. El poema es "La rosa enferma":

¡Rosa, estás enferma!
El gusano oscuro
que vuela en la noche,
en el trueno brusco,

descubrió tu lecho
de tan roja dicha
y su negro amor secreto
te destruye la vida.

 El tono de Blake, a diferencia del de Housman, es difícil de describir. "Negro amor secreto" se ha convertido en frase permanente para nombrar casi cualquier relación erótica clandestina y el tipo de destrucción que entraña. Las ironías de "La rosa enferma" son feroces, acaso crueles de tan implacables. Si bien lo que Blake pinta es sumamente natural, la perspectiva del poema hace de lo natural mismo un rito social en el que la amenaza fálica se contrapone a la autogratificación femenina (antes de ser descubierto por el gusano, el lecho de la rosa es de "tan roja dicha"). Como ocurre con la lírica de Shropshire de Housman, la mejor forma de leer "La rosa enferma" es en voz alta: se intuye así que es una especie de conjuro, un clamor profético contra la naturaleza y contra la naturaleza humana.
 Tal vez sólo William Blake haya sido capaz de poner en un poema tan breve (en inglés, apenas treinta y cuatro palabras) una carga visionaria tan oscura, pero hay algo en los poetas que se inclina a manifestar su exuberancia creativa apretando mucho en poco espacio. Por "visionario" entiendo un modo de percepción por el cual objetos y personas son vistos con una intensidad amplificada con dejos proféticos. Con frecuencia visionaria, la poesía intenta domesticar al lector para llevarlo a un mundo donde todo lo que mira tiene un aura trascendental.
 El poeta romántico Walter Savage Landor, cuyas asiduas disputas literarias y pleitos incesantes fueron confirmación irónica de su segundo nombre, compuso notables cuartetas plenas de un maravilloso autoengaño. Ésta, por ejemplo, titulada "Al cumplir setenta y cinco años":

Por nada me esforcé, pues nada lo valía.
Amé la naturaleza, y amé también el Arte:
Me calenté ambas manos ante el fuego de la vida;
ahora ella se hunde, y yo soy uno que parte.

 En caso de llegar a los setenta y cinco, el día que los cumpla a uno no le estará de más pasearse murmurando este epigrama, bien que, alegremente, sepa que es falso tanto para uno como para el salvaje Landor. Los buenos poemas cortos son especialmente memorables, y con esto he arribado a un primer punto crucial sobre cómo leer poemas: en lo posible, hay que memorizarlos. Antaño recurso central de la buena enseñanza, con el tiempo la memorización degeneró en repetición de loro y por eso fue abandonada - erróneamente. A las relecturas silenciosas de un poema breve que realmente nos ha encontrado debería seguir el recitado en voz alta, hasta descubrir en posesión del poema. Se podría empezar con "El águila", de Tennyson, dos tercetos deliciosamente orquestados:

Se aferra al peñasco con garras encorvadas;
cerca del sol, en tierras solitarias,
por un mundo de azur circundado se alza.

Abajo se agita el mar turbulento.
El mira desde los muros de su cerro
y luego se precipita como el trueno.

 Si el poema es un ejercicio (triunfante) de amalgama entre sonido y sentido, también presenta un aspecto sublime. El águila apela a nuestra capacidad imaginativa de identificación. Cierta vez, luego de un almuerzo, Robert Penn Warren, que componía asombrosos poemas líricos sobre águilas y halcones, me recitó el arrebatador fragmento de Tennyson y en seguida dijo: "Me gustaría haberlo escrito yo". Puede que si uno memoriza "El águila" llegue a sentir que lo ha escrito, tan universal es el altivo anhelo que impregna el poema.
 En una ocasión, cuando yo era en Yale un profesor más joven y bastante más paciente que ahora, persuadí a mi clase de Poesía Victoriana de que memorizáramos juntos el soberbio monólogo dramático de Tennyson titulado "Ulises", un poema que se presta a ser memorizado y a las iluminaciones críticas que la posesión por la memoria puede suscitar.
 Sobrevolando los márgenes de la apasionada meditación de Tennyson encontramos otras versiones de Ulises: desde la de La Odisea de Homero hasta la del Infierno de Dante, la de Troilo y Crésida de Shakespeare y la de Milton, que en los primeros libros de El paraíso perdido transforma a Ulises en Satán. Alusivo y contrapuntístico, el Ulises de Tennyson es de una elocuencia inolvidable y muy accesible a la memorización, acaso porque hay en muchos lectores algo que se deja tentar por la posibilidad de identificarse con el equívoco héroe, figura permanente y central de la literatura occidental. La ambivalencia, que Shakespeare llevó a la perfección, es el surgimiento en nosotros de sentimientos poderosos - positivos y negativos a un tiempo - hacia otro individuo. Según parece haber sido la intención de Tennyson, su Ulises representa la necesidad de seguir adelante con la vida, y ello pese a la extraordinaria pena del poeta por la muerte temprana de su mejor amigo, Arthur Henry Hallam. Gran parte de la mejor poesía de Tennyson consiste en elegías para Hallam, entre ellas In Memoriam y Moite d'Aittmr. No obstante, el monólogo de Ulises evoca una ambivalencia profunda, que comienza con lo que se nos antoja un áspero retrato del hogar, la esposa y los súbditos a quienes ha regresado después de tantas peripecias:

Poco provecho arroja que, monarca ocioso,
junto a un fuego quieto, entre riscos yermos,
con una esposa anciana, yo imponga y reparta
leyes desiguales a una raza salvaje
que se apiña, duerme, come y no me conoce.

 Da la impresión de que el último reproche es el centro del malestar de Ulises, y de que éste trasciende, tanto la descortés mención de la decadencia de la fiel Penélope, como el poco convincente lamento por las leyes que él mismo administra pero apenas desea mejorar. La tosca población de Itaca no conoce la grandeza y la gloria de Ulises - en su propia opinión únicos rasgos capaces de definirlo. Sin embargo, ¡que soberbia expresión de descontento memorable constituyen estos cinco versos iniciales! ¡Cuántos hombres maduros, a lo largo de los siglos, no han reflexionado en este tono, heroico para ellos mismos pero no necesariamente para otros! Claro que Ulises, por egoísta que sea, ya ha cobrado facundia y lo que viene a continuación no tarda en modificar nuestra respuesta negativa o muda:

No hay reposo para mí del viaje; beberé la vida
hasta las heces: en todo tiempo he gozado
grandemente, y he sufrido mucho, solo o con aquéllos
que me amaban; en la orilla o cuando
con raudas rachas las lluviosas Hiades humillaban
el mar tenue: me he convertido en un nombre;
vagabundo eterno de corazón hambriento,
he visto y conocido mucho; ciudades humanas,
costumbres, climas, concejos, gobiernos, y de todos
antes que menosprecio obtuve honra;
y allá en las planicies de la ventosa Troya
bebí delicias de batalla con mis pares.
Soy parte de todo cuanto he tenido ante mí;
pero toda experiencia es un arco a través del cual
destella el mundo aún no recorrido, cuyo margen
no deja de desvanecerse a medida que me muevo.
¡Qué insulso es detenerse, terminar, acumular
óxido sin ser lustrado, no relucir en el uso!
Como si respirar fuera vivir. Las capas de vida
apilada fueron poco, y de una de ellas poco
 me queda: mas de cada hora algo más se
salva del silencio, algo que es portador
de cosas nuevas; y sería una vileza
almacenarme por el lapso de tres soles,
y que este gris espíritu anhelante de deseo
persiguiera el saber como una estrella zozobrante
allende los confines del pensamiento humano.

 Al lector se le ofrece la posibilidad de la identificación heroica, y encuentra muy difícil resistirla. El ethos aquí profetiza el código de Hemingway: vivir la vida propia hasta agotarla - si descontamos que los toreros y los cazadores apenas pueden competir con este héroe de héroes. El lector advierte que Ulises habla de "aquéllos que me amaban" pero nunca de aquéllos a quienes amaba o ama él. Cuánto conmueve sin embargo leer "me he convertido en un nombre", porque cualquier juicio de egoísmo desaparece cuando reflexionamos en que ese nombre es Ulises, grávido de innumerables evocaciones. "Antes que menosprecio obtuve honra" pierde los estigmas para fundirse en "soy parte de todo cuanto he tenido ante mí". Este verso de palabras cortas (en inglés son todos monosílabos, "I am part of allthat I have met") distribuye sus énfasis, de modo que los dos verbos en primera persona (en inglés dos "i") quedan atenuados en parte por el "todo" que el buscador ha perseguido y encontrado. En la ironía "Como si respirar fuera vivir" reverbera un vitalismo shakespeariano, un eco del temerario espíritu de Hamlet. Si el que habla aquí es un anciano, habla rechazando la sabiduría de la vejez.
 El poema nos está conduciendo al filo de un viaje postrero, no profetizado por el inquietante Tiresias cuando, en La Odisea, XI, 100 - 137, augura que el héroe morirá "rico y anciano,/ rodeado de la bendita paz de tus gentes". La fuente de Tennyson, tan contrario en espíritu a su monólogo dramático, es el canto XXVI del Infierno de Dante, donde se pinta a Ulises como un buscador transgresivo. El Ulises de Dante termina su larga permanencia junto a la hechicera Circe, no para volver a Itaca con Penélope, sino para navegar allende los límites del mundo conocido, para irrumpir desde el Mediterráneo en el caos del Océano Atlántico. Dante tiene callada conciencia de la identidad entre el viaje que él ha emprendido en la Comedia y la búsqueda final de Ulises, pero - poeta cristiano - se ve obligado a situar al griego en el octavo círculo del infierno. Muy cerca está Satán, arquetipo del pecado de Ulises en tanto consejero fraudulento. El Ulises de Tennyson lleva a cabo el enloquecido viaje final del pecador de Dante, pero no es un héroe - villano. El Ulises Victoriano descubre al Victoriano paradigmático en su hijo Telémaco, a quien se diría que describe como un mojigato:

He aquí a mi hijo, mi Telémaco,
a quien dejo la isla y el cetro: muy querido
para mí, cumplirá con buen discernimiento
la labor de suavizar con prudencia despaciosa
a un pueblo tosco, y por grados paulatinos
someterlo a lo útil y lo bueno.
Es impecable en grado sumo, centrado en la esfera
del deber común, lo bastante honrado
para no flaquear en sus tareas por blandura
y rendir adoración a los dioses del hogar
cuando yo ya no esté. Hace su trabajo, y el mío.

 El giro "muy querido" no convence demasiado, en especial si se lo compara con el poder expresivo de "Hace su trabajo, y el mío". El lector oye el alivio con que Ulises se aparta del virtuoso hijo para dirigirse al fin a sus envejecidos marineros, ésos que lo acompañarán en el viaje suicida.

He allí el puerto; el barco hincha la vela:
crecen las sombras en los anchos mares. Marineros míos,
almas que os habéis afanado y forjado junto a mí,
que conmigo habéis pensado, que con ánimo de fiesta
habéis recibido el sol y la tormenta y les habéis
opuesto frentes y corazones libres: sois viejos como yo;
con todo, la vejez tiene su honor y sus esfuerzos;
la muerte todo lo clausura: pero algo antes del fin
ha de hacerse todavía, cierto trabajo noble,
no indigno de hombres que pugnaron con dioses.
Ya se divisa entre las rocas un parpadeo de luces:
se apaga el largo día: sube lenta la luna: muchas voces
rodean los hondos gemidos. Venid, amigos míos,
aún no es tarde para buscar un mundo más nuevo.
Desatracad, y sentados en buen orden amansad
las estruendosas olas; pues mantengo el propósito
de navegar hasta más allá del ocaso, y de donde
se hunden las estrellas de occidente, hasta que muera.
Puede que nos traguen los abismos: puede
que toquemos al fin las Islas Felices y veamos
al grande Aquiles, a quien conocimos. Aunque
mucho se ha tomado, mucho permanece; y si bien
no somos ahora aquella fuerza que en los viejos tiempos
movía tierra y cielo, somos lo que somos;
un parejo temple de corazones heroicos, debilitado
por el tiempo y el destino, mas fuerte en voluntad
para esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse.

 "La muerte todo lo clausura" está más en la vena de Hamlet que en la de Dante (o la de Tennyson), y su fuerza como declaración crece cuando se la yuxtapone a la extraordinaria sensibilidad de Ulises frente a la luz y el sonido:

Ya se divisa entre las rocas un parpadeo de luces:
se apaga el largo día: sube lenta la luna: muchas voces
rodean los hondos gemidos.

 Tennyson termina con otra colisión entre voces antitéticas, una de ellas universalmente humana ("Aunque mucho se ha tomado, mucho permanece") y otra que remite inconfundiblemente al Satán de Milton: "para esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse". Satán hace una pregunta grandiosa: "Ser valiente es no rendirse ni someterse nunca: ¿y qué otra cosa es no sufrir derrota?". Dante - el más grande poeta católico - y Milton - el mayor poeta protestante - habrían hablado de rendirse a Dios, pero uno no supondría que el Ulises de Tennyson, tras una vida de batalla contra el dios - mar, fuera a someterse a ninguna divinidad. A la lectora y el lector, dondequiera que se sitúen en relación a Dios o a las posibilidades del heroísmo, la inhabitual elocuencia de Tennyson no puede sino conmoverlos, más allá del escepticismo que el poema nos suscita sutilmente respecto de Ulises.
 Algo se ha indicado sobre cómo leer el poema sublime; ¿pero por qué deberíamos seguir leyéndolo? Los placeres de la gran poesía son muchos y variados, y para mí el "Ulises" de Tennyson es una fuente inagotable de deleite. Sólo en muy contadas ocasiones - momentos raros, como el del enamoramiento - la poesía nos ayuda a comunicarnos con los otros; pensar lo contrario es bello idealismo. La marca más frecuente de nuestra condición es la soledad. ¿Cómo poblaremos esa soledad, entonces? Los poemas pueden ayudarnos a hablar más plena y claramente con nosotros mismos, y a oír esa conversación. De ese tipo de atención casual Shakespeare es el maestro supremo: sus personajes se oyen hablar consigo mismos; sus mujeres y hombres son precursores nuestros, y también lo es el Ulises de Tennyson. Hablamos con una otredad que hay en nosotros, o con lo que puede haber de mejor y más viejo. Leemos para encontrarnos, acaso más plenamente y con más sorpresa de la que habríamos esperado.

miércoles, 30 de agosto de 2017

ITALO CALVINO. OBSERVACIONES SUMARIAS del cuento. Por Haold Bloom.


ITALO CALVINO

 Otros maestros del cuento son tratados en distintos lugares de este volumen, bien como novelistas (Henry James y Thomas Mann), bien como poetas (D. H. Lawrence). La presente sección deseo cerrarla con otro gran fabulador italiano, Italo Calvino, quien murió en 1985. Mi favorito entre sus libros (en realidad un favorito universal) es Las ciudades invisibles. De hacerse adecuadamente, la descripción de la invención de Calvino debería mostrar a otros cómo y por qué el libro ha de leerse una y otra vez. El que cuenta historias sobre ciudades imaginarias es Marco Polo y su público el venerable Kublai Khan, pero también escuchamos nosotros. Pese a tener sólo una o dos páginas las historias son auténticos cuentos, más al modo de Borges o Kafka que al de Chéjov. Aunque las ciudades de Marco Polo no han existido nunca, ni podrían existir, la mayoría de los lectores irían a visitarlas si ello fuera posible.
 Las "ciudades invisibles" vienen en once rubros, dispersos más que agrupados: los hay de las ciudades y la memoria, el deseo, los signos, los ojos, el nombre, los muertos, los cambios y el cielo, así como de ciudades tenues, continuas y ocultas. Aunque mantener tanto en la cabeza puede dar mareos, no conviene pensar que todos estos lugares son en verdad uno solo. Considerando que todos llevan nombre de mujer, sería como decir que todas las mujeres son una sola, doctrina ésta del filósofo y novelista español Miguel de Unamuno pero no de Calvino. Sin duda, escuchando a Marco Polo, el Kublai Khan concordaría más con él y con Calvino que con Unamuno. Pues el Kublai, viejo y cansado del poder, encuentra en las visionarias ciudades de Marco Polo una pauta que perdurará cuando su propio imperio sea polvo.
 Nostalgia por las ilusiones perdidas, amores que no llegaron a ser del todo, felicidad apenas probada: he aquí las emociones que Calvino evoca. En Isidora, una de las ciudades de la memoria, "cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una tercera"; la pena es que sólo se llega a Isidora en la vejez. De Támara uno se marcha "sin haberla descubierto" y en Zirma ve "una muchacha que lleva un puma por una correa". Al cabo de muchos recitales, Kublai empieza a notar un aire de familia entre las ciudades, pero esto sólo significa que está aprendiendo a interpretar el arte narrativo de Polo: "No hay lenguaje sin engaño." En Armilla, una de las ciudades tenues, la única actividad parece ser la de las ninfas que se bañan: "Por las mañanas se las oye cantar". Esto es superado por: "Una vibración voluptuosa agita constantemente a Cloe, la más casta de las ciudades." Y a su vez esto guarda afinidad con uno de los principios narrativos de Marco Polo: "La falsedad no está nunca en las palabras; está en las cosas."
 El Kublai objeta que a partir de entonces las ciudades las describirá él y Marco Polo viajará a comprobar si existen. Pero Marco niega la ciudad arquetípica del Kublai y a cambio propone un modelo hecho únicamente de excepciones, exclusiones, incongruencias y contradicciones. Así despunta en el lector la comprensión de que la verdadera historia es el debate presente entre el visionario Marco y el escéptico Kublai, entre la juventud perpetua y la edad eterna. Y así continúa el recital: Esmeralda, donde "gatos, ladrones y amantes clandestinos se mueven por vías más altas y discontinuas y se dejan caer de una azotea a un balcón", o Eusapia, una ciudad de los muertos donde "una muchacha de calavera risueña ordeña una osamenta de vaquillona".
 Fatigado aun de este ejercicio, el Kublai le ordena a Marco que interrumpa los viajes y entable con él una interminable partida de ajedrez. Pero la artimaña no detiene a Marco; el movimiento de las piezas será el relato de las ciudades invisibles. Llegamos por fin a Berenice, la ciudad injusta, que contiene una ciudad de los justos, dentro de la cual hay a su vez una ciudad injusta, y así sucesivamente. Berenice es pues una sucesión de ciudades, alternativamente justas e injustas, pero todas las Berenices del futuro están presentes ya "en ese instante, envueltas una dentro de la otra, estrechas, apretadas, inextricables." Y como allí es donde vivimos todos, Marco Polo calla. No hay más Ciudades Invisibles.
 Queda sin embargo un diálogo final. ¿Dónde - pregunta el Kublai - están las tierras prometidas? ¿Por qué no ha hablado Marco de la Nueva Atlántida, de Utopía, de la Ciudad del Sol, de Nueva Armonía y otras ciudades de la redención? "Para esos puertos no sabría trazar la ruta en la carta ni fijar la fecha de llegada", replica Marco, pero ya el Gran Khan, alzando su atlas, da con las ciudades "que amenazan en las pesadillas y en las maldiciones": Babilonia, Yahoo, el Mundo Feliz. Desesperado, el anciano Kublai afirma su nihilismo: la corriente acaba por arrastrarnos a la ciudad infernal. Conmovedoramente, las últimas palabras corresponden a Marco, quien habla por lo que en el lector hay aún de esperanzado. Estamos por cierto en "el infierno de los vivos". Podemos aceptarlo, y así dejar de ser conscientes de él. Pero hay un camino mejor, y podemos decir que ese camino es la sabiduría de Calvino:

...buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.

 El consejo de Calvino nos está diciendo una vez más cómo leer y por qué: ser vigilantes, percibir y reconocer la posibilidad del bien, ayudarlo a que dure, darle espacio en la propia vida.

OBSERVACIONES SUMARIAS

 Es útil considerar el cuento moderno como dividido en dos tradiciones rivales, la chejoviana y la kafkiano - borgiana.
 Pese a las apariencias, Flannery O'Connor pertenece a la tradición de Chéjov tanto como Italo Calvino a la de Kafka y Borges. El cuento chejoviano no es del orden de la fantasía, por muy extravagante que se vuelva en el caso de Flannery O'Connor. Hemingway, que quería ser Tolstoi, es sumamente chejoviano, como lo es el Joyce de Dublineses aunque negara haber leído a Chéjov. Los cuentos chejovianos se ponen en marcha de golpe, terminan elípticamente y no se preocupan por llenar los huecos que uno esperaría encontrar cubiertos en los relatos (sobre todo los más largos) de Henry James. Con todo, Chéjov confía en que uno crea en su realismo, esa fidelidad a la existencia ordinaria. Kafka, y tras él Borges, ponen su confianza en la fantasmagoría; no nos dan lamentos por la vida no vivida.
 No siempre es fácil distinguir un estilo del otro, porque ninguno de los dos se interesa necesariamente por contar una historia a la manera en que, acabada y fehacientemente, cuenta Tolstoi la vida y muerte de Hadji Murad, el héroe checheno de la novela breve que lleva su nombre. Chéjov y Kafka crean a partir de un abismo o un vacío; el soberbio sentido de la realidad de Tolstoi lo persuade a uno como sólo son capaces de hacerlo Shakespeare y Cervantes. Pero, sean de una u otra especie, los cuentos, como señaló Borges, constituyen una forma esencial. Los mejores exigen muchas relecturas que constituyen también una recompensa. Henry James observó que el cuento se sitúa "en el punto exquisito en donde acaba la poesía y empieza la realidad." Esto los coloca entre los poemas y las novelas; sus personajes, siguiendo todavía a James, tienen que ser "extraña, fascinantemente particulares y a la vez reconocibles en general."
 Por tradición, las obras de teatro imitan acciones; con frecuencia los cuentos no. Eudora Welty, probablemente la mejor cuentista estadounidense viva, comentó una vez que los personajes de D.H. Lawrence "no dicen en realidad sus palabras; no conversan; no están hablando en la calle sino exhalando sonidos como las fuentes, irradiando como la luna o encrespándose como el mar, y cuando callan su silencio es el silencio de las rocas malvadas." Lawrence es un extremista visionario, pero el elocuente argumento de Welty podría ajustarse a todos los grandes cuentos, que deben encontrar siempre una forma propia, sea chejoviana o kafkiana. En los cuentos de primer orden, la realidad se vuelve fantástica y la fantasmagoría desconcertantemente mundana. Tal vez sea por eso que hoy en día muchos lectores rehuyen los libros de cuentos y prefieren comprar novelas, aún si los cuentos son de mucha mayor calidad.
 El cuento favorece lo tácito; obliga al lector a entrar en actividad y discernir explicaciones que el escritor evita. Como ya he dicho, el lector debe reducir la velocidad, con toda deliberación, y ponerse a escuchar con el oído interior. Una atención de este tipo nos permite captar de pasada lo que dicen los personajes, además de escucharlos; piensa en ellos como si fueran tus personajes, y reflexiona no tanto sobre lo que se nos cuenta acerca de ellos sino sobre lo que está sugerido o implícito. Al contrario de lo que ocurre con la mayoría de las figuras novelísticas, el primer plano y el fondo dependen en gran medida del lector, de su aprovechamiento de los indicios que el escritor proporciona sutilmente.
 De Turguéniev a Eudora Welty y otros posteriores, los cuentistas se abstienen de emitir juicios morales. Middlemarch, la obra maestra de George Eliot - una de las más grandes novelistas que ha habido - rebosa de observaciones morales fascinantes. Pero los cuentistas más diestros son tan elípticos en materia moral como en la continuidad de la acción o en los detalles del pasado de los personajes. Como lector uno deberá decidir si el juicio moral es relevante y después tendrá que juzgar por su cuenta.
 Los vacíos significativos que proporcionan tanto el modo chejoviano como el borgiano resultan en beneficios inmensos para el lector. Al mismo tiempo hay que ser cauteloso con el supuesto simbolismo, que en el cuento magistral está más a menudo ausente que presente. Ni siquiera el gran relato de terror "El Horla" ofrece abiertamente al Horla como símbolo, si bien he sugerido que acaso haya cierta relación entre la obsesión del protagonista innominado y la locura sifilítica de Maupassant. Hasta cierto punto, el simbolismo es tan ajeno al buen cuento como debería serlo la alusión literaria; pero dentro del intento de formular una Ley de Bloom de la ficción breve, Nabokov constituye una excepción escandalosa y soberbia. A menudo es alusivo aunque raramente simbólico. El simbolismo es peligroso para los cuentos; en la novela hay tiempo y mundo suficientes para enmascarar los emblemas bajo un aire naturalista, pero al cuento, por necesidad más abrupto, le es difícil hacerlos discretos.
 Concluyo este epílogo a cómo y por qué leer cuentos ofreciendo el doble aserto de que nunca habrá de preferirse una de las dos maneras a la otra. Las necesitamos a ambas, pero por razones diferentes; si la manera chejoviano - hemingwayana nos satisface el apetito de realidad, la kafkiano - borgiana nos enseña cuan ávidos seguimos estando de lo que hay más allá de la realidad supuesta. Es claro que a cada escuela la leemos de una forma distinta; buscamos la verdad con Chéjov o el reverso de la verdad con los borgianos. Cuando el Gogol de Landolfi destruye la muñeca de goma que tiene por esposa, la impresión que sentimos es tan honda como cuando el estudiante de Chéjov se detiene junto a la hoguera de las dos mujeres desconsoladas y les cuenta la historia de San Pedro. Las energías de nuestras reacciones tienen cualidades distintas, pero ambas son igualmente intensas.

martes, 29 de agosto de 2017

TOMMASO LANDOLFI. Por: Harold Bloom.


TOMMASO LANDOLFI

 "Todos salimos de debajo del capote de Gogol", es fama que dijo Dostoievski. "El capote" es un cuento sobre un mísero escribiente a quien le roban un abrigo nuevo. Desdeñado por las autoridades, ante quienes protesta debidamente, el pobre sujeto muere de frío y su fantasma continúa la infructuosa búsqueda de justicia. Pero, por bueno que sea, ese cuento no es el mejor de Gogol. No puede compararse a "Terratenientes antiguos" ni al demencial "La nariz", que empieza cuando un peluquero, durante el desayuno, descubre el apéndice nasal de un cliente suyo dentro de un panecillo recién horneado por su mujer. El espíritu de Gogol, sutilmente vivo en mucho de lo escrito por Nabokov, alcanza la apoteosis en el triunfal "La mujer de Gogol", del cuentista italiano Tommaso Landolfi, tal vez el relato breve más gracioso y enervante que he leído en mi vida.
 El narrador, amigo y biógrafo de Gogol, nos cuenta "reticentemente" la historia de la esposa del escritor ruso. El Gogol real, un religioso obsesivo, no se casó nunca y a los cuarenta y tres años más o menos se dejó morir de hambre, deliberadamente, después de haber quemado sus manuscritos inéditos. Pero el Gogol de Landolfi (que parece un invento de Kafka o de Borges) se ha casado con un globo, una espléndida muñeca inflable que adopta diversas formas y tamaños según el capricho del marido. Muy enamorado de la mujer en una u otra de sus formas, Gogol goza de relaciones sexuales con ella y, por razones que sólo él conoce, le otorga el nombre de Caracas, en homenaje a la capital de Venezuela.
 Por unos años todo marcha bien, hasta que Gogol contrae sífilis y bastante injustamente le echa la culpa a Caracas. Con el tiempo crece sostenidamente en él la ambivalencia hacia su silenciosa compañera. Como la acusa de autogratificación y hasta de traición, ella se vuelve amarga y excesivamente religiosa. Por último, el encolerizado Gogol infla (adrede) a Caracas de tal modo que la hace reventar. El gran escritor recoge los restos de madame Gogol y los quema en la chimenea, donde comparten el destino de sus obras inéditas. Al mismo fuego echa otro muñeco de goma, el hijo de Caracas. Después de la catástrofe final, el biógrafo defiende a Gogol del cargo de maltrato a su mujer y saluda la memoria de su alto genio.
 Como preludio (o epílogo) al cuento de Landolfi, lo mejor es leer algunos cuentos de Gogol, sobre la base de los cuales no pondremos en duda la realidad de la infeliz Caracas. Es lo más parecido a la amada que Gogol habría podido descubrir (o inventar) para sí. De otro lado, Landolfi difícilmente habría podido componer una historia semejante con el título de "La mujer de Maupassant", no digamos ya "La mujer de Turguéniev". No, tenía que ser Gogol y nadie más que Gogol, y a mí rara vez se me ocurre dudar de la historia de Landolfi, sobre todo cuando acabo cada relectura. Caracas posee una realidad que Borges no busca ni alcanza para su Tlön. Como única compañera posible para Gogol, ella me parece la parodia culminante de la insistencia de Frank O'Connor en que la voz solitaria que clama en el cuento moderno es la de la Población Sumergida. ¿Existirá acaso un ser más sumergido que la mujer de Gogol?
Fuente:
    HAROLD BLOOM

CÓMO LEER Y POR QUÉ

Traducción de Marcelo Cohen

    Grupo Editorial Norma
         Primera edición,
      Santa Fe de Bogotá,
       2000



lunes, 28 de agosto de 2017

JORGE LUIS BORGES. Por: Harold Bloom.

JORGE LUIS BORGES

 El cuento moderno, en tanto permanece en la órbita de Chéjov, es impresionista; esto es tan cierto respecto del James Joyce de Dublineses como de Hemingway o Flannery O'Connor. Percepción y sensación, centros de la estética de Walter Pater, lo son también del cuento impresionista, incluidas en este rubro las mejores piezas cortas de Thomas Mann y de Henry James. Algo muy diferente ingresó en el arte moderno del relato con las fantasmagorías de Franz Kafka, precursor principal de Jorge Luis Borges, de quien puede decirse que reemplazó a Chéjov como influencia mayor en la cuentística de la segunda mitad del siglo veinte. Hoy los cuentos tienden a ser chejovianos o borgianos; sólo en raras ocasiones son ambas cosas.
 Al contrario que las miradas impresionistas de Chéjov a las verdades de la existencia, las obras de ficción de Borges siempre insisten en un consciente carácter de artificios. Convendrá que, cuando vaya al encuentro de Borges y sus muchos seguidores, los lectores sepan albergar expectativas muy distintas a las que tienen frente a Chéjov y su vasta escuela. Ya no se oirá la voz solitaria de un elemento sumergido en la población, sino una voz habitada por una plétora de voces literarias precedentes. La gran proclama con que Borges profesa su alejandrinismo es que no hay para un Dios gloria mayor que ser absuelto del mundo. Si en los cuentos de Chéjov hay un Dios, no puede ser absuelto del mundo, como tampoco podemos serlo nosotros. Pero para Borges el mundo es una ilusión especulativa, o un laberinto, o un espejo que refleja otros espejos.
 Necesariamente, entender cómo debe leerse a Borges es más una lección en la forma de leer a sus precursores que un ejercicio de autocomprensión. No quiero decir que Borges sea menos entretenido o iluminador que Chéjov, sino que es muy diferente. Para Borges, Shakespeare es todo el mundo y a la vez nadie: es el laberinto vivo de la literatura misma. Para Chéjov, Shakespeare es obsesivamente el autor de Hamlet, y el príncipe Hamlet se convierte en el barco en el cual Chéjov navega (del modo más literal en "En el mar", el primer cuento que publicó bajo su propio nombre). El relativismo de Borges es un absoluto; el de Chéjov es condicional. Cautivado por Chéjov y sus discípulos, el lector puede gozar de una relación personal con cada cuento, pero Borges lo cautiva en el campo de las fuerzas impersonales, donde la memoria de Shakespeare es un vasto abismo en donde uno puede tambalearse y perder los restos de individualidad que le queden.
 Cada lector confeccionará una lista selecta de las ficciones de Borges; la mía consta de "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", "Pierre Menard, autor del Quijote", "La muerte y la brújula", «El Sur", "El Inmortal" y "El Aleph". De esta media docena, aquí me concentraré sólo en la primera, y con cierto detalle, para ayudar a culminar esta sección sobre cómo leer cuentos y por qué necesitamos seguir leyendo los mejores ejemplos que encontremos.
 "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" empieza con una frase desarmante: "Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar." Esto es puro Borges: añádase a la enciclopedia y el espejo un laberinto y se tendrá su mundo. De todas las ficciones de Borges, ésta es la más sublimemente exorbitante. No obstante, el lector sucumbe a la seducción y busca encontrar creíble lo increíble, porque Borges tiene la habilidad de emplear personas y lugares reales (sus amigos mejores y más literarios, por un lado, y por otro una vieja mansión de campo, la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, un hotel familiar). Uno le concede la misma realidad natural al ficticio Herbert Ashe que al real Bioy Casares, mientras que Uqbar y Tlön, aunque fantasmagorías, resultan poco más maravillosas que la Biblioteca. Una enciclopedia que trata enteramente de un mundo inventado es algo muy distinto que la verificación de un mundo porque figura en una enciclopedia, obra a la cual solemos dar autoridad.
 De hecho esto es desconcertante, pero de una manera sesgada. A medida que los objetos y conceptos tlönianos se propagan por las naciones, la realidad "cede". En ningún momento la seca ironía de Borges es más imponente:

Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden - el materialismo dialéctico, el antisemitismo, al nazismo - para embelesar a los hombres.

 Borges, firme oponente tanto del marxismo como del fascismo argentino, incrimina lo que llamamos "realidad", pero no esa fantasía que es Tlön, parte del laberinto vivo de la literatura imaginativa.

Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por los hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.

 En otras palabras, Tlön es un laberinto benigno, en cuyo final no hay Minotauro que espere para devorarnos. La literatura canónica no es una simetría ni un sistema, sino una enciclopedia vastamente proliferante del deseo humano, un deseo por ser más imaginativo en lugar de hacer daño a otra individualidad. Aunque no se trata de que Tlön nos hechice o nos hipnotice, no se nos da información suficiente para descifrarlo. Precisamente, Tlön queda como una vasta cifra a ser resuelta sólo por todo el universo literario de la fantasía.
 El cuento de Borges comienza cuando él y su amigo más íntimo (y en ocasiones colaborador), el novelista argentino Bioy Casares, después de cenar en una quinta que han alquilado, sienten que los "acecha" la presencia de un espejo al fondo de un corredor. Entonces Bioy recuerda que "uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres." No se nos revela nunca el nombre de ese asceta gnóstico, que indefectiblemente es el mismo Borges, pero Bioy cree haber leído la frase en un artículo sobre Uqbar incluido en lo que se presenta como reedición (con otro título) de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El artículo no aparece en los volúmenes que hay en la casa alquilada. Al día siguiente Bioy lleva su propio y relevante volumen, que contiene cuatro páginas sobre Uqbar. La geografía y la historia de Uqbar son igualmente vagas; la localización del país parece ser transcaucásica, mientras que su literatura es totalmente fantástica y se refiere a territorios imaginarios, entre ellos Tlön.
 En este punto el cuento, que apenas empieza, se acabaría de no ser por Herbert Ashe, un reticente ingeniero inglés con quien, a lo largo de dieciocho años, Borges dice haber mantenido desganadas conversaciones en un hotel que ambos frecuentaban. Tras la muerte de Ashe, Borges encuentra un volumen que el ingeniero ha dejado en el bar del hotel: A First Encyclopaedia of Tlön. Vol. XI. Hlaer to Jangr. El libro no lleva fecha ni lugar de publicación y consta de 1001 páginas, en clara alusión a Las mil y una noches. Absorto en esas páginas míticas, Borges descubre buena parte de la naturaleza (por así llamarla) del cosmos que es Tlön, en donde la ley primordial de la existencia es el idealismo feroz del obispo Berkeley, con su convicción de que nada puede ser como una idea salvo otra idea. En ese cosmos no hay causas ni efectos; predominan la psicología y la metafísica de la fantasía absoluta.
 Hasta aquí el "artículo" titulado "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" que, dice Borges, incluyó en su Antología de la literatura fantástica publicada en 1940. Una "posdata" de 1947 expande la fantasmagoría. Se explica Tlön como una benigna conspiración de hermetistas y cabalistas a lo largo de tres siglos, que en 1824 cobró un giro decisivo cuando "el ascético millonario" Ezra Buckley propuso convertir un país imaginario en un universo inventado. Borges sitúa la propuesta en Memphis, Tennessee, haciendo así de lo que hoy conocemos como Elvislandia un lugar tan misterioso como la Menfis del antiguo Egipto. Los cuarenta volúmenes de la First Encyclopaedia of Tlön se completan en 1914, año en que estalla la Primera Guerra Mundial. En 1942, en medio de la Segunda Guerra, empiezan a aparecer los primeros objetos de ese universo: una brújula cuyas letras corresponden a uno de los alfabetos de Tlön, un cono metálico de peso insoportable, un juego completo de la Encyclopaedia. Otros objetos, hechos de materiales no terrestres, inundan luego las naciones. La realidad cede y con el tiempo el mundo será Tlön. Escasamente alterado, Borges permanece en su hotel revisando lentamente una "indecisa traducción quevediana" del Urn Burial de Sir Thomas Browne, del que mi frase favorita sigue siendo: "La vida es pura llama, y vivimos de un Sol invisible que está en nosotros."
 Borges, visionario escéptico, nos encanta aun cuando hayamos aceptado su advertencia: la realidad cede con demasiada facilidad. Puede que las fantasías de cada uno de nosotros no sean tan complejas ni abstractas como Tlön; pero Borges ha esbozado una tendencia universal y cumplido un anhelo fundamental en relación con las razones por los cuales leemos.
Fuente:
    HAROLD BLOOM

CÓMO LEER Y POR QUÉ

Traducción de Marcelo Cohen

    Grupo Editorial Norma
         Primera edición,
      Santa Fe de Bogotá,
       2000

domingo, 27 de agosto de 2017

VLADIMIR NABOKOV. Por: Harold Bloom.


VLADIMIR NABOKOV

 Voy ahora a ocuparme de un soberbio cuento de Vladimir Nabokov, "Las hermanas Vane", porque me refresca pasar de un enfoque de espiritualidad - por - la - violencia a un esteticismo que juega con lo espiritual. Nabokov solía lamentar que su inglés americano no pudiera compararse a la riqueza de su nativo estilo ruso, lamento que parece irónico cuando uno se enfrenta con las texturas profusamente barrocas de "Las hermanas Vane". Nuestro innominado narrador, de origen francés, enseña literatura francesa en una universidad para mujeres de Nueva Inglaterra. Nabokoviano de una pieza, el hombre es un esteta maniático, versión inofensiva del Dorian Gray de Oscar Wilde. Las hermanas Vane son Cynthia y Sybil, cuyo nombre y suicidio son préstamos de la victimada novia de Dorian Gray; si bien ambas son jóvenes, por su personalidad evanescente e indirecta, son más jamesianas que wildianas. Profesor de Sybil y distanciado amigo íntimo de Cynthia, el innominado francés no fue amante de ninguna de las dos.
 El relato empieza cuando el narrador se entera por casualidad de que Cynthia ha muerto de infarto. En medio de su habitual paseo de tarde de domingo, se para "a contemplar cómo una familia de carámbanos brillantes gotean desde el alero de una casa de madera." A dichos carámbanos dedica un largo párrafo y más adelante señala que "el escuálido fantasma, la prolongada sombra proyectada por un parquímetro sobre un parche de nieve húmeda tenía un extraño tinte rubicundo." Al final del cuento despierta de un vago sueño con Cynthia, pero no logra desentrañarlo:

Podía aislar, conscientemente, muy poco. Todo parecía difuso, amarillento de nubes, intangible. Los ineptos acrósticos de ella, sus lacrimógenas evasiones, sus teopatías: cualquier reminiscencia formaba olitas de significado misterioso. Todo parecía amarillentamente borroso, ilusorio, perdido.

 Aquí la autoparodia del estilo de Nabokov atestigua que los acrósticos de Sybil no son tan ineptos como los de Cynthia. Si decodificamos el acróstico formado por las letras iniciales de este pasaje obtendremos:

Icicles by Cynthia, meter from me, Sybil.
  Carámbanos de Cynthia, (parquí) metro desde mí, Sybil.

 O sea que al narrador lo obsesionan las dos mujeres; pero ¿por qué? Probablemente porque las hermanas Vane pasaron por su propia existencia planeando como fantasmas; la muerte apenas puede alterarlas. ¿Pero por qué el profesor de francés es objeto de estas sombras encantadoramente dañinas? Puede que el narrador, siendo una autoparodia de Nabokov, esté recibiendo el castigo que merecen el esteticismo y el escepticismo de éste. Muy diferente de "El Horla", que representa una locura creciente, "Las hermanas Vane" es un verdadero cuento de fantasmas altamente original.
 El día siguiente al examen parcial de literatura francesa, dado por el narrador, Sybil Vane se mata porque la ha abandonado su amante, un hombre casado. Tras su muerte empezamos a conocer un poco más a Cynthia, la hermana mayor. Cynthia es pintora y espiritualista, y ha desarrollado una "teoría de las auras intervinientes", auras de los difuntos que ejercen una acción benigna en los vivos. Una vez que el escepticismo del narrador aleja a Cynthia - con toda precisión ella lo tilda de engreído y esnob— él rompe con ella y la olvida hasta que le cuentan que ha muerto. Discretamente ella lo persigue, hasta que sobrevienen el indescifrable sueño culminante y el acróstico final que podemos descifrar.
 Aunque breve, el cuento de Nabokov rebosa de alusiones literarias - desde la contemplación transparente de Emerson (en Naturaleza) hasta Coleridge y su Porlock (el personaje que supuestamente interrumpió la composición del "Kubla Khan"). También hay vividas manifestaciones de Oscar Wilde y de Tolstoi en una sesión de espiritismo y una extraordinaria atmósfera general de preciosismo literario. Lo que hace de "Las hermanas Vane" una pieza mágica es que el curioso encanto de esas mujeres afables, de existencia tan tenue como sus auras póstumas, triunfa sobre el escepticismo del lector. Podemos sentir rechazo por la petulancia del narrador, pero no necesariamente por su escepticismo. En el plano pragmático, sin embargo, aquí el escepticismo importa poco. Si esos fantasmas persuaden es porque no se proponen persuadir. Uno no piensa que el autor de Pálido fuego y Lolita sea un autor chejoviano. Nabokov adoraba a Nikolai Gogol, hombre de espíritu más feroz (y más lunático) que Chéjov. Pero Cynthia y Sybil Vane estarían a gusto en casa de Chéjov; como tantas de sus mujeres, representan el pathos de la vida no vivida. Nabokov, a quien el pathos no le interesaba gran cosa, las prefiere como fantasmas juguetones.

sábado, 26 de agosto de 2017

FLANNERY O´ CONNOR. Por: Harold Bloom.


FLANNERY  O´ CONNOR

 D. H. Lawrence, soberbio escritor de cuentos, dio al lector una sabiduría permanente en una observación brevísima: "Confía en el cuento, no en quien lo cuenta." Me parece que este principio es esencial para leer a Flannery O'Connor, quien acaso haya sido la narradora de cuentos más original de Estados Unidos después de Hemingway. Su sensibilidad era una mezcla extraordinaria de gótico sureño y catolicismo romano. O'Connor es de un moralismo tan feroz que el lector necesita precaverse de su intransigencia: el designio de conmovernos con la violencia para despertarnos una sed de fe tradicional es demasiado palpable. Como cuentista era muy astuta; pero creo que sus mejores cuentos son más astutos que ella, y no imponen más moralidad que la de una imaginación moral avivada.
 El sur de O'Connor es de un protestantismo salvaje; y no se trata del protestantismo europeo sino de la autóctona religión americana, ya se llame bautista, pentecostal o lo que sea. A los profetas de esa religión - "encantadores de serpientes, cristianos librepensadores, profetas independientes, estafadores, locos y a veces auténticos inspirados" - O'Connor los llamaba "católicos naturales". Exceptuando al puñado de éstos, quienes abarrotan los maravillosos cuentos de Flannery O'Connor son los condenados o malditos, una categoría en la que ella alegremente incluía a la mayor parte de sus lectores. La mejor manera de leer estos relatos, creo, es reconociendo primero que uno forma parte de sus condenados; luego puede pasar a disfrutar de un arte narrativo grotesco e inolvidable.
 Una espléndida introducción a O'Connor sigue siendo "Un hombre bueno es difícil de encontrar". Durante un viaje en coche, una abuela, el hijo, la nuera y los tres nietos se encuentran con un preso que acaba de fugarse, el Inadaptado, y sus dos matones subalternos. En cuanto ve al Inadaptado, la abuela proclama tontamente su identidad, condenándose así con toda su familia. Mientras los matones se llevan a los demás para matarlos, la anciana le suplica al Inadaptado que no lo haga; pero en este asesino, que es un teólogo natural, O'Connor consuma una de sus obras maestras. Al resucitar a los muertos en un cosmos donde "no hay placer sino mezquindad", declara el Inadaptado, Jesús lo desequilibró todo. Entre el mareo y la alucinación, la aterrorizada abuela toca al Inadaptado mientras murmura: "Pero tú eres uno de mis niños. ¡Eres uno de mis hijos!" El hombre retrocede, le pega tres tiros en el pecho y pronuncia el epitafio: "Habría sido una buena mujer si a cada minuto de su vida hubiera habido alguien que le disparara."
 Aquí confluyen el cuento y quien lo cuenta, porque claramente el Inadaptado habla en nombre de algo feroz y gracioso que habita a O'Connor. Lo que nos da ella es una anciana banal e hipócrita y un asesino que, en su visión, es un instrumento de la gracia católica. La situación intenta ser escandalosa y sin duda lo es porque, condenados como estamos, nos escandaliza a nosotros. O'Connor piensa que seríamos buenos si a cada minuto de nuestra vida hubiera alguien que nos disparara.
 ¿Por qué el palpable designio de O'Connor no nos irrita? Parte de la respuesta, sin duda, reside en su genio cómico; a alguien capaz de entretenernos tan hondamente le permitimos que nos condene todo lo que se le antoje. En "La buena gente del campo" conocemos a la desdichada Joy Hopewell 3, poseedora de un doctorado en filosofía y una pata de palo además del elaborado primer nombre de Hulga, que se ha dado ella misma. Un desenvuelto joven vendedor de biblias, cuyo implausible nombre fálico es Manley Pointer 4, tumba a Hulga en una parva de heno y huye tras despojarla de la pata de palo. Hulga tiene precisa conciencia de pertenecer a los condenados (¿no es filósofa, acaso?), y respecto a su destino cruelmente cómico nosotros podemos deducir la moraleja que queramos. ¿Diremos de ella por ejemplo: "Habría sido una buena mujer de haber tenido alguien que a cada momento de la vida huyera con su pata de palo"?

 3 Algo así como Alegría Buenaespera. (N. del T.)

 O'Connor habría desdeñado mi escepticismo y comprendo bien que esta parodia es defensiva. Pero sus cuentos tempranos, aunque vivaces, no son sus mejores. La grandeza viene en obras posteriores como "Una vista de los bosques" y "La espalda de Parker", y en su segunda novela, Los profetas (The Violent Bear it Away). "Una vista de los bosques" es una historia de una fealdad sublime que presenta al señor Fortune, de setenta años, y su nieta Mary Fortune Pitts, de diecinueve. Los dos son horrendos: egoístas, testarudos, malignos, huraños monumentos al orgullo. Al final del cuento, una desagradable pelea entre los dos se salda con la muerte de la chica, cuando el abuelo la estrangula y le parte la cabeza contra una piedra. Excitado y exhausto, ya bajo los efectos de un infarto, el señor Fortune tiene una final "vista de los bosques". Todo esto impresiona de un modo truculento, pero ¿cómo interpretarlo?

 4 Varonil Puntero. (N. del T.)

 O'Connor comenta que Mary Fortune Pitts obtuvo la salvación y el señor Fortune fue condenado, pero no puede explicar por qué: ambos son personas igualmente abominables y la lucha a muerte podría haber acabado al revés. Es magnífico que O'Connor fuera tan dada a indignarse, porque nuestro escepticismo la indignaba y le servía de inspiración artística. Con todo, esa espiritualidad obsesiva, esos juicios morales absolutos, no pueden sostenerse únicamente a expensas del lector. Pero mientras pienso esto, recuerdo de pronto cuan cerca estaban sus gustos literarios de los míos: para ella Mientras agonizo, de Faulkner, y Miss Lonelyhearts, de Nathanael West, estaban en la cumbre de toda la ficción norteamericana moderna; y para mí también. Leyendo los cuentos de O'Connor y Los profetas me siento estimulado casi hasta el miedo, algo que también me ocurre con las grandes obras de Faulkner y West y con El meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, un libro que, de haber vivido para leerlo, sin duda O'Connor habría admirado. Turguéniev y Chéjov, Maupassant y Hemingway, no eran ideólogos, y es cierto que la tradición principal del cuento moderno les pertenece a ellos y no a O'Connor. Y sin embargo su brío y su empuje, el ímpetu propulsor de su espíritu cómico, son apabullantes. Si lo medimos por el efecto estético de las ficciones que escribió, su catolicismo bien puede considerarse un Santo Oleaje. Allí podemos localizar su astucia natural: por más que parodiemos a esos religiosos americanos condenados y dementes, la parodia nunca tocará el seguro catolicismo romano de la autora. Más que simple comediante de genio, O'Connor entrevió con lucidez que la religión de sus coterráneos no era el opio sino la poesía de un pueblo.

viernes, 25 de agosto de 2017

IVAN TURGUÉNIEV. Por: Harold Bloom.


IVAN TURGUÉNIEV

 Frank O'Connor pone los Apuntes del álbum de un cazador (1852) de Turguéniev, por encima de cualquier otro volumen individual de cuentos. Un siglo después de haber sido compuestos, los Apuntes permanecen asombrosamente frescos, aunque la actualidad que tenía en esa época, la necesidad de emancipar a los siervos, se haya doblegado bajo todos los desastres de la historia rusa. Los cuentos de Turguéniev son de una belleza inquietante; tomados en conjunto, están entre las mejores respuestas que conozco a la pregunta de por qué leer (siempre dejando aparte a Shakespeare). Turguéniev, que amaba a Shakespeare y a Cervantes, dividía a toda la humanidad (del tipo de los que buscan) en Hamlets y Quijotes. Habría podido añadir a los Falstaffs y los Sancho Panzas, dado que junto con los otros dos estos forman un paradigma cuádruple de otros tantos seres ficticios.
 Aunque es difícil escoger cuentos particulares de los veinticinco Apuntes de Turguéniev, me uno a otros críticos en la predilección por "Prado de Bezin" y "Kasian, el de las tierras bellas". "Prado de Bezin" empieza una hermosa mañana de julio, con Turguéniev en el campo cazando urogallos. El cazador se extravía y por la noche llega a un prado donde hay cinco muchachos campesinos alrededor de dos hogueras. Turguéniev se une a ellos y nos los presenta. Tienen entre siete y catorce años y todos creen en los duendes, unas "gentecitas" con las cuales comparten su mundo. Sabiamente, el arte de Turguéniev permite que los chicos hablen entre ellos mientras él escucha sin entrometerse. Se nos revela entonces una vida de trabajo arduo (son hijos de siervos), superstición y leyendas de aldea, en la que no faltan Trishka, el Anticristo inminente, incitantes sirenas que capturan almas, muertos vivientes y vivos signados por la muerte. Uno de los muchachos, Pavlusha, se destaca del resto por su inteligencia y atractivo. Demuestra su coraje al lanzarse inerme a ahuyentar unas siluetas que podrían ser lobos y amenazan a los caballos que el grupo debe cuidar durante la noche.
 Al cabo de unas horas Turguéniev se deja vencer por el sueño y despierta poco antes del alba. Los muchachos siguen durmiendo, pero Pavlusha se levanta para echar una última e intensa mirada al cazador. Turguéniev parte hacia su casa, describe la hermosa mañana y acaba el boceto añadiendo que en ese mismo año, unos meses más tarde, Pavlusha murió al caer de un caballo. Sentimos la pena con Turguéniev, pero el patetismo de la muerte no se comunica como tal. Hay un continuo que nos cautiva: la belleza del prado y el amanecer, la vividez de la creencia de los chicos en lo sobrenatural; el destino ineludible que arrebata a Pavlusha. ¿Y el resto? Es el Turguéniev pragmático y aun así quijotesco, que caza sus urogallos y boceta en su álbum el paisaje y los muchachos.
 ¿Por qué leer "Prado de Bezin"? Por lo menos para conocer mejor nuestra realidad, nuestra vulnerabilidad ante el destino, mientras también aprendemos a apreciar estéticamente el tacto y la distancia sólo aparente de Turguéniev como cuentista. Si hay en este boceto una ironía, pertenece al destino mismo, un destino casi tan inocente como el paisaje, los muchachos y el cazador. Turguéniev es un escritor altamente shakesperiano pues, como Shakespeare, se abstiene de formular juicios morales; también sabe que un favorito como Pavlusha puede morir en un accidente repentino. No hay un argumento interpretativo único para llevarse del prado de Bezin. La voz que narra no se distingue de la personalidad de Turguéniev, que es sabiamente pasiva, amorosa y cuidadosamente observadora. En esa personalidad, como en la de Pavlusha, radica parte del valor del cuento. En la mayoría de los que lo leemos hay algo que quiere estar allí, con los muchachos, los caballos, con el compasivo cazador - escritor, hablando de trasgos y náyades tentadoras en un tiempo perfecto, en el prado de Bezin.
 Para alcanzar la simplicidad aparente de los bocetos de Turguéniev se necesita un talento de los más altos, de una especie similar a la del genio de Shakespeare para redescubrir lo humano. Turguéniev también nos muestra algo que acaso haya estado siempre allí pero que sin él no podríamos ver. Observando a Yago, majestad satánica de todos los nihilistas, Dostoievski aprendió de Shakespeare a crear nihilistas supremos como Svidrigáilov y Stavroguin. Turguéniev, al igual que Henry James, aprendió de Shakespeare algo más sutil: el misterio del aparente lugar común, la transmisión de una realidad en perpetuo aumento.
 A continuación de "Prado de Bezin" viene "Kasian, el de la tierras bellas", donde Turguéniev nos ofrece un personaje totalmente milagroso, el enano Kasian, siervo místico y sanador por la fe, quizá una secta de un solo miembro. De regreso de una cacería, a la carreta del autor se le parte un eje. En una aldea cercana (que es ninguna aldea), Turguéniev y el hosco carretero se encuentran con

un enano de unos cincuenta años, rostro pequeño, moreno y arrugado, naricita pintada, ojitos castaños apenas discernibles y un abundante y crespo pelo negro que le coronaba anchamente la cabeza diminuta como la sombrilla de una seta corona el tallo. Todo el cuerpo era extraordinariamente fino y frágil.

 De continuo se nos recuerda cuan chocante e inusitado es realmente Kasian. Aunque su voz es de una suavidad y dulzura invariables, condena severamente la caza como cosa reñida con Dios y nunca depone ni la fortaleza de su dignidad, ni la pena del exilio al que lo han forzado las autoridades que, al desplazarlo, lo privan además de las "tierras bellas" de la comarca del Don. En Kasian todo es paradójico; el carretero de Turguéniev explica que el enano es un santo conocido como La Pulga.
 Mientras reparan el eje, cazador y curandero se van juntos a pasear por el bosque. Kasian camina a los saltos, recoge hierbas, murmura entre dientes y habla en el lenguaje de los pájaros, pero a Turguéniev no le dice una palabra. Obligados por el calor a buscar reparo en unos arbustos, disfrutan ambos de un ensueño silencioso hasta que Kasian pregunta qué justificación existe para cazar aves. Cuando Turguéniev le pregunta a su vez de qué se ocupa él, Kasian responde que captura ruiseñores para dárselos a otros, que sabe leer y escribir y que tiene el poder de curar. Y aunque afirma ser un hombre sin familia, su secreto se revela cuando de pronto aparece en el bosque su hija natural, una muchacha llamada Anushka. La chica es tímida y hermosa y viene de recoger setas. Si bien Kasian niega su paternidad, ni a Turguéniev ni a nosotros nos convence; y una vez que Anushka se marcha, en el resto del cuento Kasian apenas abre la boca.
 Nos quedamos con varios enigmas que el carretero de Turguéniev difícilmente puede aclarar; para él, Kasian es un montón de contradicciones: algo "indecible". No se cuenta nada más y Turguéniev vuelve a casa. Lo que piensa de Kasian no se expresa. ¿Pero acaso lo necesitamos? El campesino sanador vive en un mundo propio; no la Rusia de los siervos sino una visión rusa del mundo bíblico, si bien por completo diferente de las visiones bíblicas rivales de Tolstoi y Dostoievski. Aunque se retraiga de la rebeldía, Kasian ha rechazado la sociedad rusa para volver a las artes y maneras del pueblo. No permitirá que su hija permanezca en presencia del benigno Turguéniev, quien admira su belleza. No hay que idealizar a Kasian, su astucia y sus percepciones campesinas excluyen buena cantidad de valores, pero encarna verdades del folklore que él apenas sabe que conoce.
 La atmósfera dominante de los apuntes de Turguéniev es la belleza del paisaje experimentada en el clima ideal. Claro que hay una amplia diferencia entre la belleza natural compartida por Turguéniev y los muchachos en "Prado de Bezin" y algo menos que la comunión que sobreviene entre el autor y Kasian a la sombra del bosque. Si es imposible resistir el destino de Pavlusha—sólo es posible aceptarlo -, a su modo sutil Kasian es un señor mágico de la realidad no muy distinto del Próspero de Shakespeare. El mundo natural mágico de Kasian no es afín a la naturaleza estéticamente aprehendida de Turguéniev, ni siquiera mientras el santo y el cazador - escritor descansan uno junto al otro. Kasian tampoco le abre a Turguéniev su secreto ni le permite un intercambio momentáneo con ese hermoso elfo que tiene por hija. Al fin llegamos a ver que Kasian sigue siendo "el de las tierras bellas" por más que haya perdido el hogar originario cerca del Don. "Las tierras bellas" pertenecen a la tradición folklórica cerrada, de la cual Kasian es una especie de chamán. Leemos "Kasian de las tierras bellas" para acceder a la visión de una otredad cerrada a casi todos nosotros, y cerrada así mismo para Turguéniev. La lectura del cuento nos premia admitiéndonos - muy brevemente - en una realidad alternativa a la que el mismo Turguéniev sólo entró por un momento, y que sin embargo recuperó de modo sublime en sus Apuntes.
Fuente:
    HAROLD BLOOM

CÓMO LEER Y POR QUÉ

Traducción de Marcelo Cohen

    Grupo Editorial Norma
         Primera edición,
      Santa Fe de Bogotá,
       2000

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