viernes, 16 de junio de 2017

Carlos Fuentes. Cuentos. INQUIETA COMPAÑÍA. Calixta Brand


CALIXTA BRAND

Naturalmente,   a Pedro Ángel Palou

Conocí a Calixta Brand cuando los dos éramos estu-diantes. Yo cursaba la carrera de economía en la BUAP -Benemérita Universidad Autónoma de Pue-bla, ciudadela laica en ciudad conservadora y católi-ca-. Ella era estudiante en la Escuela de Verano de Cholula.
Nos conocimos bajo las arcadas de los portales en el zócalo de Puebla. Distinguí una tarde a la bella muchacha de cabello castaño claro, casi rubio, parti-do por la mitad y a punto de eclipsarle una mirada de azul intenso. Me gustó la manera como apartaba, con un ligero movimiento de la mano, el mechón que a cada momento caía entre sus ojos y la lectura. Como si espantase una mosca.
Leía intensamente. Con la misma intensidad con que yo la observaba. Levanté la mirada y aparté el mechón negro que caía sobre mi frente. Esta mí-mesis la hizo reír. Le devolví la sonrisa y al rato está-bamos sentados juntos, cada uno frente a su taza de café.
¿Qué leía?
Los poemas de Sor Juana Inés de la Cruz de la Nueva España y los de su contemporánea colonial en la Nueva Inglaterra Anne Bradstreet.
-Son dos ángeles femeninos de la poesía -co-mentó-. Dos poetas cuestionantes.
-Dos viejas preguntonas -ironicé sin éxito.
-No. Oye -me respondió Calixta seriamen-te-. Sor Juana con el alma dividida y el alma en confusión. ¿Razón? ¿Pasión? ¿A quién le pertenece Sor Juana? Y Anne Bradstreet preguntándose ¿quién lle-nó al mundo del encaje fino de los ríos como verdes listones...?, ¿quién hizo del mar su orilla...? No, en serio, ¿qué estudiaba ella?
-Lenguas. Castellano. Literatura comparada. ¿Qué estudiaba yo?
-Economía. "Ciencias" económicas, pomposamente dicho.
-The dismal science -apostrofó ella en inglés.
-Eso dijo Carlyle -añadí-. Pero antes Mon-tesquieu la había llamado "la ciencia de la felicidad humana".
-El error es llamar ciencia a la experiencia de lo imprevisible -dijo Calixta Brand, que sólo entonces dijo llamarse así esta rubia de melena, cuello, brazos y piernas largas, mirada lánguida pero penetrante e inteligencia rápida.

Comenzamos a vernos seguido. A mí me deleita-ba descubrirle a Calixta los placeres de la cocina po-blana y los altares, portadas y patios de la primera ciudad permanente de España en México. La capital
-¿México City? -inquirió Calixta- fue construida so-bre los escombros de la urbe azteca Tenochtitlan. Pue-bla de los Ángeles fue fundada en 1531 por monjes franciscanos con el trazo de parrilla -sonreí- que permite evitar esas caóticas nomenclaturas urbanas de México, con veinte avenidas Juárez y diez calles Ca-rranza, siguiendo en vez el plan lógico de la rosa de los vientos: sur y norte, este y oeste...
Por fin la llevé a conocer la suntuosa Capilla Ba-rroca de mi propia Universidad y allí le propuse ma-trimonio. Si no, ¿a dónde iba a regresar la gringuita? Ella fingió un temblor. A las ciudades gemelas de Minnesota, St. Paul y Minneapolis, donde en invier-no nadie puede caminar por la calle lacerada por un viento helado y debe emplear pasarelas cubiertas de un edificio a otro. Hay un lago que se traga el hielo aún más que el sol.
-¿Qué quieres ser, Calixta?
-Algo imposible.
-¿Qué, mi amor?
-No me atrevo a decirlo.
-¿Ni a mí? Yo ya soy licenciado en economía. ¿Ves qué fácil? ¿Y tú?
-No hay experiencia total.
-Entonces voy a dar cuenta de lo parcial.
-No te entiendo.
-Voy a escribir.
O sea, jamás me mintió. Ahora mismo, doce años después, no podía llamarme a engaño. Ahora mismo, mirándola sentada hora tras hora en el jardín, no po-día decirme a mí mismo "Me engañó..."
Antes, la joven esposa sonreía.
-Participa de mi placer, Esteban. Hazlo tuyo, como yo hago mío tu éxito.
¿Era cierto? ¿No era ella la que me engañaba?

No me hice preguntas durante aquellos primeros años de nuestro matrimonio. Tuve la fortuna de obtener trabajo en la Volkswagen y de ascender rápi-damente en el escalafón de la compañía. Admito ahora que tenía poco tiempo para ocuparme debidamente de Calixta. Ella no me lo reprochaba. Era muy inteli-gente. Tenía sus libros, sus papeles, y me recibía cari-ñosamente todas las noches. Cuidaba y restauraba con inmenso amor la casa que heredé de mis padres, los Durán-Mendizábal, en el campo al lado de la pobla-ción de Huejotzingo.
El paraje es muy bello. Está prácticamente al pie del volcán Iztaccíhuatl, "la mujer dormida" cuyo cuer-po blanco y yacente, eternamente vigilado por Popo-catépetl, "la montaña humeante", parece desde allí al alcance de la mano. Huejotzingo pasó de ser pueblo indio a población española hacia 1529, recién consu-mada la conquista de México, y refleja esa furia cons-tructiva de los enérgicos extremeños que sometieron al imperio azteca, pero también la indolencia moris-ca de los dulces andaluces que los acompañaron.

Mi casa de campo ostenta ese noble pasado. La fachada es de piedra, con un alfiz árabe señoreando el marco de la puerta, un patio con pozo de agua y cruz de piedra al centro, puertas derramadas en anchos muros de alféizar y marcos de madera en las venta-nas. Adentro, una red de alfanjías cruzadas con vigas para formar el armazón de los techos en la amplia estancia. Cocina de azulejos de Talavera. Corredor de recámaras ligeramente húmedas en el segundo piso, manchadas aquí y allá por un insinuante sudor tropi-cal. Tal es la mansión de los Durán-Mendizábal.
Y detrás, el jardín. Jardín de ceibas gigantes, muros de bugambilia y pasajeros rubores de jacaran-da. Y algo que nadie supo explicar: un alfaque, banco de arena en la desembocadura de un río. Sólo que aquí no desembocaba río alguno.
Esto último no se lo expliqué a Calixta a fin de no inquietarla. ¡Qué distintos éramos entonces! Bas-tante extraño debía ser, para una norteamericana de Minnesota, este enclave hispano-arábigo-mexicano que me apresuré a explicarle:
-Los árabes pasaron siete siglos en España. La mitad de nuestro vocabulario castellano es árabe...
Como si ella no lo supiera. Almohada, alber-ca, alcachofa -se adelantó ella, riendo-. Alfil... -culminó la enumeración, moviendo la pieza sobre el tablero.
Es que después de horas en la oficina de la VW regresaba a la bella casona como a un mundo eterno donde todo podía suceder varias veces sin que la pareja -ella y yo- sintiésemos la repetición de las co-sas. O sea, esta noticia sobre la herencia morisca de México ella la sabía de memoria y no me reprochaba la inútil y estúpida insistencia.
-Ay, Esteban, dale que dale -me decía mi madre, q.e.p.d.-. Ya me aburriste. No te repitas todo el día.
Calixta sólo murmuraba: -Alfil -y yo entendía que era una invitación cariñosa y reiterada a pasar una hora jugando ajedrez juntos y contándonos las nove-dades del día. Sólo que mis novedades eran siempre las mismas y las de ella, realmente, siempre nuevas.
Ella sabía anclarse en una rutina -el cuidado de la casa y sobre todo, del jardín- y yo le agradecía esto, la admiraba por ello. Poco a poco fueron desapareciendo los feos manchones de humedad, apare-ciendo maderas más claras, luces inesperadas. Calixta mandó restaurar el cuadro principal del vestíbulo de entrada, una pintura oscurecida por el tiempo, y prestó atención minuciosa al jardín. Cuidó, podó, distribu-yó, como si en este vergel del alto trópico mexicano ella tuviese la oportunidad de inventar un pequeño paraíso inimaginable en Minnesota, una eterna pri-mavera que la vengase, en cierto modo, de los crudos inviernos que soplan desde el Lago Superior.
Yo apreciaba esta precisa y preciosa actividad de mi mujer. Me preguntaba, sin embargo, qué había pasado con la ávida estudiante de literatura que reci-taba a Sor Juana y a Anne Bradstreet bajo las arcadas del zócalo.
Cometí el error de preguntarle.
-¿Y tus lecturas?
-Bien -respondió ella bajando la mirada, revelando un pudor que ocultaba algo que no escapó a la mirada ejecutiva del marido.
-¿No me digas que ya no lees? -dije con fingi-do asombro-. Mira, no quiero que los quehaceres domésticos...
-Esteban -ella posó una mano cariñosa sobre la mía-. Estoy escribiendo...
-Bien -respondí con una inquietud incom-prensible para mí mismo.
Y luego, amplificando el entusiasmo: -Digo, qué bueno...
Y no se dijo más porque ella hizo un movimien-to equivocado sobre el tablero de ajedrez. Yo me di cuenta de que el error fue intencional.

Se sucedieron las noches y comencé a pensar que Calixta cometía errores de ajedrez apropósito para que yo ganara siem-pre. ¿Cuál era, entonces, la ventaja de la mujer? Yo no era ingenuo. Si una mujer se deja derrotar en un cam-po, es porque está ganando en otro...
-Qué bueno que tienes tiempo de leer. Moví el alfil para devorar a un peón.
-Dime, Calixta, ¿también tienes tiempo de es-cribir?
-Caballo-alfil-reina.
Calixta no pudo evitar el movimiento de éxito, la victoria sobre el esposo -yo- que voluntariamen-te o por error me había expuesto a ser vencido. Dis-traído en el juego, me concentré en la mujer.
-No me contestas. ¿Por qué?
Ella alejó las manos del tablero.
-Sí. Estoy escribiendo.
Sonrió con una mezcla de timidez, excusa y or-gullo.
Enseguida me di cuenta de mi error. En vez de respetar esa actividad, si no secreta, sí íntima, casi pudorosa, de mi mujer, la saqué al aire libre y le di a Calixta la ventaja que hasta ese momento, ni profe-sional ni intelectualmente, le había otorgado. ¿Qué hizo ella sino contestar a una pregunta? Sí, escribía. Pudimos, ella y yo, pasar una vida entera sin que yo me enterase. Las horas de trabajo nos separaban. Las horas de la noche nos unían. Mi profesión nunca entró en nuestras conversaciones conyugales. La de ella, hasta ese momento, tampoco. Ahora, a doce años de distancia, me doy cuenta de mi error. Yo vivía con una mujer excepcionalmente lúcida y discreta. La indiscreción era sólo mía. Iba a pagarla caro.
-¿Sobre qué escribes, Calixta?
-No se escribe sobre algo -dijo en voz muy baja-. Sencillamente, se escribe. -Respondió jugando con un cuchillo de mante-quilla.
Yo esperaba una respuesta clásica, del estilo "escribo para mí misma, por mi propio placer". No sólo la esperaba. La deseaba.
Ella no me dio gusto.
-La literatura es testigo de sí misma.
-No me has respondido. No te entiendo.
-Claro que sí, Esteban -soltó el cuchillo-. Todo puede ser objeto de la escritura, porque todo puede ser objeto de la imaginación. Pero sólo cuando es fiel a sí misma la literatura logra comunicar...
Su voz iba ganando en autoridad.
-Es decir, une su propia imaginación a la del lector. A veces eso toma mucho tiempo. A veces es inmediato.
Levantó la mirada del mantel y los cubiertos.
-Ya ves, leo a los poetas españoles clásicos. Su imaginación conectó enseguida con la del lector. Quevedo, Lope. Otros debieron esperar mucho tiem-po para ser entendidos. Emily Dickinson, Nerval. Otros resucitaron gracias al tiempo. Góngora.
-¿Y tú? -pregunté un poco irritado por tanta erudición.
Calixta sonrió enigmáticamente.
-No quiero ver ni ser vista.
-¿Qué quieres decir?
Me contestó como si no me escuchara. -Sobre todo, no quiero escucharme siendo escuchada. Perdió la sonrisa.
-No quiero estar disponible.
Yo perdí la mía.
Desde ese momento convivieron en mi espíritu dos sentimientos contradictorios. Por una parte, el alivio de saber que escribir era para Calixta una pro-fesión secreta, confesional. Por la otra, la obligación de vencer a una rival incorpórea, ese espectro de las letras... La resolví ocupando totalmente el cuerpo de Calixta. La confesión de mi mujer -"Escribo"- se convirtió en mi deber de poseerla con tal intensidad que esa indeseada rival quedase exhausta.
Creo que sí, fatigué el cuerpo de mi mujer, la sometí a mi hambre masculina noche tras noche. Mi cabeza, en la oficina, se iba de vacaciones pensando.. .
"¿Qué nuevo placer puedo darle? ¿Qué posición me queda por ensayar? ¿Qué zona erógena de Calixta me falta por descubrir?"
Conocía la respuesta. Me angustiaba saberla. Tenía que leer lo que mi mujer escribía.
-¿Me dejas leer algunas de tus cosas?
Ella se turbó notablemente.
-Son ensayos apenas, Esteban.
-Algo es algo, ¿no?
-Me falta trabajarlos más.
-¿Perfeccionarlos, quieres decir?
-No, no -agitó la melena-. No hay obra perfecta.
-Shakespeare, Cervantes -dije con una sorna que me sorprendió a mí mismo porque no la desea-ba.
-Sí -Calixta removió con gran concentración el azúcar al fondo de la taza de café-. Sobre todo ellos. Sobre todo las grandes obras. Son las más im-perfectas.
-No te entiendo.
-Sí -se llevó la taza a los labios, como para sofocar sus palabras-. Un libro perfecto sería ilegi-ble. Sólo lo entendería, si acaso, Dios.
-O los ángeles -dije aumentando la sintonía de mi indeseada sorna.
-Quiero decir -ella continuó como si no me oyese, como si dialogase solitariamente, sin darse cuen-ta de cuánto me comenzaba a irritar su sabihondo monólogo-, quiero decir que la imperfección es la herida por donde sangra un libro y se hace humanamente legible...
Insistí, irritado. -¿Me dejas leer algo tuyo? Asintió con la cabeza.
Esa noche encontré los tres cuentos breves sobre mi escritorio. El primero trataba del regreso de un hombre que la mujer creía perdido para siempre en un desastre marino. El segundo denunciaba -no ha-bía otra palabra- una relación amorosa condenada por una sola razón: era secreta y al perder el secreto y hacerse pública, la pareja, insensiblemente, se separa-ba. El tercero, en fin, tenía como tema ni más ni menos que el adulterio y respaldaba a la esposa infiel, justificada por el tedio de un marido inservible...
Hasta ese momento, yo creía ser un hombre equi-librado. Al leer los cuentos de Calixta -sobre todo el último- me asaltó una furia insólita, agarré los preciosos papeles de mi mujer, los hice trizas con las manos, les prendí fuego con un cerillo y abriendo la ventana los arrojé al viento que se los llevó al jardín y más allá -era noche borrascosa-, hacia las montañas poblanas.

Creía conocer a Calixta. No tenía motivos para sorprenderme de su actitud durante la siguiente ma-ñana y los días que siguieron.
La vida fluyó con su costumbre adquirida. Ca-lixta nunca me pidió mi opinión sobre sus cuentos.
Jamás me solicitó que se los devolviera. Eran papeles escritos a mano, borroneados. Estaba seguro: no ha-bía copias. Me bastaba mirar a mi mujer cada noche para saber que su creación era espontánea en el senti-do técnico. No la imaginaba copiando cuentos que para ella eran ensayos de lo incompleto, testimonios de lo fugitivo, signos de esa imperfección que tanto la fascinaba...
Ni yo comenté sus escritos ni ella me pidió mi opinión o la devolución de las historias.
Calixta, con este solo hecho, me derrotaba.
Barajé las posibilidades insomnes. Ella me quería tanto que no se atrevía a ofenderme ("Devuélve-me mis papeles") o a presionarme (" ¿Qué te parecieron mis cuentos?"). Hizo algo peor. Me hizo sentir que mi opinión le era indiferente. Que ella vivía los largos y calurosos días de la casa en el llano con una plenitud autosuficiente. Que yo era el inevitable estorbo que llegaba a las siete u ocho de la noche desde la ciudad para compartir con ella las horas dispensables pero rutinarias. La cena, la partida de ajedrez, el sexo. El día era suyo. Y el día era de su maldita literatura.
"Ella es más inteligente que yo."
Hoy calibro con cuánta lentitud y también con cuánta intensidad puede irse filtrando un sentimien-to de envidia creciente, de latente humillación, hasta estallar en la convicción de que Calixta era superior a mí, no sólo intelectual sino moralmente. La vida de mi mujer cobraba sentido a expensas de la mía. Mis horarios de oficina eran una confesión intolerable de mi propia mediocridad. El silencio de Calixta me hablaba bien alto de su elocuencia. Callaba porque creaba. No necesitaba hablar de lo que hacía.

Era, sin embargo, la misma que conocí. Su amor, su alegría, las horas compartidas eran tan buenas hoy como ayer. Lo malo estaba en otra parte. No en mi co-razón secretamente ofendido, apartado, desconsiderado. La culpable era ella, su tranquilidad una afrenta para mi espíritu atormentado por la certidumbre creciente:
"Esteban, eres inferior a tu mujer."
Parte de mi irritación en aumento era que Calix-ta no abandonaba nunca el cuidado de la casa. La vieja propiedad de Huejotzingo se hermoseaba día con día. Calixta, como si su fría herencia angloescan-dinava la atrajese hacia el mediodía, iba descubrien-do y realzando los aspectos árabes de la casa. Trasladó una cruz de piedra al centro del patio. Pulió y destacó el recuadro de arco árabe de las puertas. Reforzó las alfanjías de madera que forman el armazón del techo. Llamó a expertos que la auxiliaran. El arquitecto Juan Urquiaga empleó su maravillosa técnica de mez-clar arena, cal y baba de maguey para darle a los mu-ros de la casa una suavidad próxima -y acaso superior- a la de la espalda de una hembra. Y el novelista y estudioso de la BUAP Pedro Ángel Palou trajo a un equipo de restauradores para limpiar el oscuro cuadro del vestíbulo.
Poco a poco fue apareciendo la figura de un moro con atuendo simple -el albornoz usado por ambos sexos- pero con elegancias de alcurnia, una pelliz de marta cebellina, un gorro de seda adornado de joyas... Lo inquietante es que el rostro de la pintura no era distinguible. Era una sombra. Llamaba la atención porque todo lo demás -gorro, joyas, piel de marta, blanco albornoz- brillaba cada vez más a medida que la restauración del cuadro progresaba.
El rostro se obstinaba en esconderse entre las sombras.
Le pregunté a Palou:
-Me llama la atención el gorro. ¿No era cos-tumbre musulmana generalizada usar el turbante?
-Primero, el turbante estaba reservado a los al-faquíes doctores que habían ido en peregrinaje a La Meca, pero desde el siglo XI se permitió que lo usa-ran todos -me contestó el académico poblano.
-¿Y de quién es la pintura?
Palou negó con la cabeza.
-No sé. ¿Siempre ha estado aquí, en su casa?
Traté de pensarlo. No supe qué contestar. A veces, uno pasa por alto las evidencias de un sitio preci-samente porque son evidentes. Un retrato en el vestíbulo. ¿Desde cuándo, desde siempre, desde que vivían mis padres? No tenía respuesta cierta. Sólo te-nía perplejidad ante mi falta de atención.
Palou me observó e hizo un movimiento miste-rioso con las manos. Bastó ese gesto para recordarme que esta lenta revelación de las riquezas de mi propia casa era obra de mi mujer. Regresó con más fuerza que nunca el eco de mi alma:
"Esteban, eres inferior a tu mujer."
En la oficina, mi machismo vulnerado comenzó a manifestarse en irritaciones incontrolables, órdenes dichas de manera altanera, abuso verbal de los infe-riores, chistes groseros sobre las secretarias, avances eróticos burdos.
Regresaba a casa con bochorno y furia en au-mento. Allí encontraba, plácida y cariñosa, a la cul-pable. La gringa. Calixta Brand.

En la cama, mi potencia erótica disminuía. Era culpa de ella. En la mesa, dejaba de lado los platillos. Era culpa de ella. Calixta me quitaba todos los apeti-tos. Y en el ajedrez me di cuenta, al fin, de lo obvio. Calixta me dejaba ganar. Cometía errores elementa-les para que un pinche peón mío derrotase a una magnánima reina suya.
Empecé a temer -o a desear- que mi estado de ánimo contagiase a Calixta. De igual a igual, al menos nos torturaríamos mutuamente. Pero ella per-manecía inmutable ante mis crecientes pruebas de frialdad e irritación. Hice cosas minúsculamente ofen-sivas, como trasladar mis útiles de aseo -jabones, espuma de afeitar, navajas, pasta y cepillo dentales, peines- del baño compartido a otro sólo para mí.
-Así no haremos colas -dije con liviandad.
Gradué la ofensa. Me llevé mi ropa a otra habi-tación.
-Te estoy quitando espacio para tus vestidos. Como si tuviera tantos, la campesina de Min-nesota...
Me faltaba el paso decisivo: dormir en el cuarto de huéspedes.
Ella tomaba mis decisiones con calma. Me sonreía amablemente. Yo era libre de mover mis cosas y sentirme cómodo. Esa sonrisa maldita me decía bien claro que su motivo no era cordial, sino perverso, infinitamente odioso. Calixta me toleraba estas pequeñas rebeldías porque ella era dueña y señora de la rebeldía mayor. Ella era dueña de la creación. Ella habitaba como reina la torre silenciosa del castillo. Yo, más y más, me portaba como un niño berrinchu-do, incapaz de cruzar de un salto la fosa del castillo.
Repetía en silencio una cantinela de mi padre cuando recibía quejas de los vecinos a causa de un coche mal estacionado o una música demasiado rui-dosa:

Ya los enanos ya se enojaron
porque sus nanas los pellizcaron.

El enano del castillo, pataleando a medida que se elevaba el puente sobre la fosa, observado desde el torreón por la imperturbable princesa de la magia negra y las trenzas rubias...
El deseo se me iba acabando. La culpa no era mía. Era del talento de ella. Seamos claros. Yo era incapaz de elevarme por encima de la superioridad de Calixta.
-Y ahora, ¿qué escribes? -le pregunté una noche, osando mirarla a los ojos.
-Un cuento sobre la mirada.
La miré animándola a continuar.
-El mundo está lleno de gente que se conoce y no se mira. En una casa de apartamentos en Chicago. En una iglesia aquí en Puebla. ¿Qué son? ¿Vecinos? ¿Viejos amantes de ayer? ¿Novios mañana? ¿Enemi-gos mortales?
-¿Qué son, pues? -comenté bastante irritado, limpiándome los labios con la servilleta.
-A ellos les toca decidir. Ese es el cuento.
-Y si dos de esos personajes viviesen juntos, ¿entonces qué?
-Interesante premisa, Esteban. Ponte a contar a toda la gente que no miramos aunque la tengamos enfrente de nosotros. Dos personas, pon tú, con las caras tan cercanas como dos pasajeros en un autobús atestado. Viajan con los cuerpos unidos, apretujados, con las mejillas tocándose casi, pero no se dicen nada. No se dirigen la palabra.
Para colmar el malestar que me producía la sere-na inteligencia de mi mujer, debo reiterar que, por mucho tiempo que pasase escribiendo, cuidaba con esmero todo lo relativo a la casa. Cuca, cocinera an-cestral de mi familia, era el ama del recinto culinario de azulejos poblanos y de la minuta escandalosamen-te deliciosa de su cocina -puerco adobado, frijoles gordos de xocoyol, enchiladas de pixtli, mole miahua-teco.
Hermenegilda, jovencita indígena recién llegada de un pueblo de la sierra, atendía en silencio y con la cabeza baja los menesteres menores pero indispensa-bles de una vieja hacienda medio derrumbada. Pero Ponciano, el jardinero viejo -como la casa, como la cocinera- se anticipó a decirme una mañana:
-Joven Esteban, para qué es más que la verdad. Creo que estoy de sobra aquí.
Expresé sorpresa.
-La señora Calixta se ocupa cada vez más del jardín. Poco a poquito, me va dejando sin quehacer. Cuida del jardín como la niña de sus ojos. Poda. Plana. Qué le cuento. Casi acaricia las plantas, las flores, las trepadoras.
Ponciano, con su vieja cara de actor en blanco y negro -digamos, Arturo Soto Rangel o el Nanche Arosemena- tenía el sombrero de paja entre las manos, como era su costumbre al dirigirse a mí, en señal de respeto. Esta vez lo estrujó violentamente. Bien maltratado que estaba ya el sombrerito ese.
-Perdone la expresión, patroncito, pero la doña me hace sentirme de a tiro un viejo pendejo. A veces me paso el tiempo mirando el volcán y di-ciéndome a mí mismo, ora Ponciano, sueña que la Iz-taccíhuatl está más cerca de ti que doña Calixta -con perdón del patrón- y que más te valdría, Ponciano, irte a plantar maguey que estar aquí plantado de güey todo el día...

Ponciano, recordé, iba todas las tardes de domin-go a corridas de toros y novilladas pueblerinas. Es increíble la cantidad enciclopédica de información que guardan en el coco estos sirvientes mexicanos. Pon-ciano y los toros. Cuca y la cocina. Sólo la criadita Hermenegilda, con su mirada baja, parecía ignorarlo todo. Llegué a preguntarle,
-Oye, ¿sabes cómo te llamas?
-Hermenegilda Torvay, para servir al patrón.
-Muy largo, chamaca. Te diré Herme o te diré Gilda. ¿Qué prefieres?
-Lo que diga su merced.
Sí, las mujeres (y los hombres) de los pueblos aislados de las montañas mexicanas hablan un purísi-mo español del siglo XVI, como si la lengua allí hu-biese sido puesta a congelar y Herme -decidí abreviarla- abundaba en "su merced" y "mercar" y lo mesmo y mandinga y mandado -para limi-tarme a sus emes.
Y es que en México, a pesar de todas las aparien-cias de modernidad, nada muere por completo. Es como si el pasado sólo entrase en receso, guardado en un sótano de cachivaches inservibles. Y un buen día, zas, la palabra, el acto, la memoria más inesperada, se hacen presentes, cuadrándose ante nosotros, como un cómico fantasmal, el espectro del Cantinflas tricolor que todos los mexicanos llevamos dentro, diciéndonos:
-A sus órdenes, jefe.

Jefe, Jefa, Jefecita. Así nos referimos los mexica-nos a nuestras madres. Con toda ambivalencia, vál-gase añadir. Madre es tierna cabecita blanca, pero también objeto sin importancia -una madre- o situación caótica -un desmadre-. La suprema in-juria es mandar a alguien a chingar a su madre. Pero, de vuelta, madre sólo hay una, aunque "mamacita linda" lo mismo se le dice a una venerable abuela que a una procaz prostituta.
Mi "jefa", María Dolores Iñárritu de Durán, era una fuerte personalidad vasca digna de la severa acti-tud de mi padre Esteban (como yo) Durán-Mendi-zábal. Ambos habían muerto. Yo visitaba regularmente la tumba familiar en el camposanto de la ciudad, pero confieso que nunca me dirigía a mi señor padre, como si el viejo se cuidara a sí mismo en el infierno, el cielo o el purgatorio. Y aunque lo mismo podría decirse de mi madre, a ella sí sentía que podía hablarle, contarle mis cuitas, buscar su consejo.
Lo cierto es que, a medida que se cuarteaba mi relación con Calixta, aumentaban mis visitas al ce-menterio y mis monólogos (que yo consideraba diá-logos) ante la tumba de doña María Dolores. ¡Cómo añoro los tiempos en que sólo le recordaba a mi ma-macita los momentos gratos, le agradecía fiestas y consejos, cuelgas y caricias! Ahora, mis palabras eran cada vez más agrias hasta culminar, una tarde de agos-to, bajo la lluvia de una de esas puntuales tempesta-des estivales de México, en algo que traía cautivo en el pecho y que, al fin, liberé:
-Ay mamacita, ¿por qué te moriste tú y no mi mujer Calixta?

Yo no sé qué poderes puede tener el matrimonio morganático del deseo y la maldición. Qué espantosa culpa me inundó como una bilis amarga de la cabeza a las puntas de los pies, cuando regresé a la casa alum-brada, la mansión ancestral e iluminada por la pro-verbial ascua, más que por las luces, por el lejano barullo, el ir y venir, las ambulancias ululantes y los carros de la policía.
Me abrí paso entre toda esa gente, sin saber quié-nes eran -salvo los criados-: ¿doctores, enfermeros, policías, vecinos del pueblo? Estaban subiendo en una camilla a Calixta, que parecía inconsciente y cuya larga melena clara se arrastraba sobre el polvo, colgando desde la camilla. La ambulancia partió y la explicación llegó.
Calixta fue hallada bocabajo en el declive del alféizar. La encontró el jardinero Ponciano pero no se atrevió -dijo más tarde- a perturbar la volun-tad de Dios, si tal era -sin duda- lo que le había sucedido a la metiche patrona que lo dejaba sin quehacer. O quizás, dijo, tirarse bocabajo era una costumbre protestante de esas que nos llegan del norte.
La pasividad del jardinero le fue recriminada por la fiel cocinera Cuca cuando buscó a Calixta para pre-guntarle por el mandado del día siguiente. Ella dio el grito de alarma y convocó a la criadita Hermenegil-da, ordenándole que llamase a un doctor. La Herme-negilda -me dijo Cuca con mala uva- no movió un dedo, contemplando a la patrona yacente casi con satisfacción. Al cabo fue la fiel Cuca la que tuvo que ocuparse habiendo perdido preciosos minutos, que se convirtieron en horas esperando la ambulancia.
Ya en el hospital, el médico me explicó. Calixta había sufrido un ataque de parálisis espástica. Esta-ban afectadas las fibras nerviosas del tracto córtico-espinal.
-¿Vivirá?
El doctor me observó con la máxima seriedad.
-Depende de lo que llamemos vivir. Lo más pro-bable en estos casos es que el ataque provenga de una hipoxia o falta de oxígeno en los tejidos y ello afecte a la inteligencia, la postura y el equilibrio corporal.
-¿El habla?
-También. No podrá hablar. O sea, don Este-ban, su esposa sufre un mal que inhibe los reflejos del movimiento, incluyendo la posibilidad de hablar.
-¿Qué hará?

Las horas -los años- siguientes me dieron la respuesta. Calixta fue sentada en una silla de ruedas y pasaba los días a la sombra de la ceiba y con la mirada perdida en el derrumbe del jardín. Digo derrumbe en el sentido físico. El derrame del alféizar empezó a ocul-tarse detrás del crecimiento desordenado del jardín. El delicioso huerto arábigo diseñado por Calixta obedecía ahora a la ley de la naturaleza, que es la ley de la selva.
Ponciano, a quien requerí regresar a sus tareas, se negó. Dijo que el jardín estaba embrujado o algo así. A Cuca no le podía pedir que se transformara en jardinera. Y Hermenegilda, como me lo avisó Cuca una tarde cuando regresó del trabajo,
-Se está creyendo la gran cosa, don Esteban. Como si ahora ella fuera la señora de la casa. Es una alzada. Métala en cintura, se lo ruego...
Había una amenaza implícita en las palabras de Cuca: o Hermenegilda o yo. Prometí disciplinar a la recamarera. En cuanto al jardín, decidí dejarlo a su suerte. Y así fue: crecía a paso de hiedra, insensible y silencioso hasta el día en que nos percatamos de su espesura.
¿Qué quería yo? ¿Por qué dejaba crecer el jardín que rodeaba a Calixta baldada a un ritmo que, en mi imaginación, llegaría a sofocar a esa mujer supe-rior a mí y ahora sometida, sin fuerza alguna, a mi capricho?
Mi odio venía de la envidia a la superioridad intelectual de mi mujer, así como de la impotencia que genera saberse inútil ante lo que nos rebasa. Antes, yo estaba reducido a quejarme por dentro y cometer pequeños actos de agravio. Ahora, ¿había llegado el momento de demostrar mi fuerza? Pero, ¿qué clase de poderes podía demostrar ante un ser sin poder alguno?
Porque Calixta Brand, día con día, perdía poderes. No sólo los de su inteligencia comprobada y aho-ra enmudecida. También los de su movimiento físico. Su belleza misma se deslavaba al grado de que, acaso, ella también deseaba que la hierba creciese más allá de su cabeza para ocultar la piel cada día más grisá-cea, los labios descoloridos, el pelo que se iba encane-ciendo, las cejas despobladas sin pintar, el aspecto todo de un muro de jabelgas cuarteadas. El desarreglo ge-neral de su apariencia.
Le encargue a la Herme asearla y cuidarla. Lo hizo a medias. La bañaba a cubetazos -me dijo indignada la Cuca-, la secaba con una toalla ríspida y la devolvía a su sitio en el jardín.

Pedro Ángel Palou pasó a verme y me dijo que había visitado a Calixta, antigua alumna suya de la Escuela de Verano.
-No comprendo por qué no está al cuidado de una enfermera.
Suplí mi culpa con mi silencio.
-Creía que la recamarera bastaría -dije al cabo-. El caso es claro. Calixta sufre un alto grado de espasticidad.
-Por eso merece cuidados constantes.
En la respuesta del escritor y catedrático, hom-bre fino, había sin embargo un dejo de amenaza.
-¿Qué propone usted, profesor? -me sentí constreñido a preguntar.
-Conozco a un estudiante de medicina que ama la jardinería. Podría cumplir con las dos funciones, doctor y jardinero.
-Cómo no. Tráigalo un día de éstos.
-Es árabe y musulmán.
Me encogí de hombros. Pero no sé por qué tan "saludable" propuesta me llenó de cólera. Acepté que la postración de Calixta me gustaba, me compensaba del sentimiento de inferioridad que como un gusano maldito había crecido en mi pecho, hasta salirme por la boca como una serpiente.
Recordaba con rencor la exasperación de mis ata-ques nunca contestados por Calixta. La sutileza de la superioridad arrinconada. La manera de decirle a Es-teban (a mí):
-No es propio de una mujer dar órdenes.
Esa sumisión intolerablemente poderosa era aho-ra una forma de esclavitud gozosamente débil. Y sin embargo, en la figura inmóvil de mi mujer había una especie de gravedad estatuaria y una voz de reproche mudo que llegaba con fuerza de alisio a mi imagina-ción.
-Esteban, por favor, Esteban amado, deja de ver al mundo en términos de inferiores y superiores. Recuerda que no hay sino relaciones entre seres hu-manos. No tenemos otra vida fuera de nuestra piel. Sólo la muerte nos separa e individualiza por com-pleto. Aun así, ten la seguridad de que antes de mo-rir, tarde o temprano, tendremos que rendir cuentas. El juicio final tiene su tribunal en este mundo. Nadie muere antes de dar cuenta de su vida. No hay que esperar la mirada del Creador para saber cuánta pro-fundidad, cuánto valor le hemos dado a la vida, al mundo, a la gente, Esteban.
Ella había perdido el poder de la palabra. Lucha-ba por recuperarlo. Su mirada me lo decía, cada vez que me plantaba frente a ella en el jardín. Era una mirada de vidrio pero elocuente.
"¿Por qué no te gusta mi talento, Esteban? Yo no te quito nada. Participa de mi placer. Hazlo nuestro."

Estos encuentros culpables con la mirada de Calixta Brand me exasperaban. Por un momento, creí que mi presencia viva y actuante era insulto suficien-te. A medida que leía a Calixta me iba dando cuenta de la miseria pusilánime de esta nueva relación con mi mujer inútil. Esa fue mi deplorable venganza ini-cial. Leerle sus propias cosas en voz alta, sin impor-tarme que ella las escuchase, las entendiese o no.
Primero le leí fragmentos del cuaderno de redac-ción que descubrí en su recámara.
-Conque escribir es una manera de emigrar hacia nuestra propia alma. De manera que "tenemos que rendir cuentas porque no nos creamos a nosotros mismos ni al mundo. Así que no sé cuánto me queda por hacer en el mundo." Y para colmo, plumífera mía: "Pero sí sé una cosa. Quiero ayudarte a que no disipes tu herencia, Esteban..."
De modo que la imbécil me nombraba, se diri-gía a mí con sus malditos papeles desde esa muerte en vida que yo contemplaba con odio y desprecio crecientes...
"¿Tuve derecho a casarme contigo? Lo peor hu-biera sido nunca conocernos, ¿puedes admitir por lo menos esto? Y si muero antes que tú, Esteban, por favor pregúntate a ti mismo: ¿cómo quieres que yo, Calixta Brand, me aparezca en tus sueños? Si muero, mira atentamente mi retrato y registra los cambios. Te juro que muerta te dejaré mi imagen viva para que me veas envejecer como si no hubiera muerto. Y el día de tu propia muerte, mi efigie desaparecerá de la fotografía, y tú habrás desaparecido de la vida."
Era cierto.

Corrí a la recámara y saqué la foto olvidada de la joven Calixta Brand, abandonada al fondo de un ca-jón de calcetines. Miré a la joven que conocí en los portales de Puebla e hice mi mujer. A ella le di el nombre de alcurnia. Calixta de Durán-Mendizábal e Iñárritu. Tomé el retrato. Tembló entre mis manos. Ella ya no era, en la fotografía, la estudiante fresca y bella del zócalo. Era idéntica a la mujer inválida que se marchitaba día con día en el jardín... ¿Cuánto tar-daría en esfumarse de la fotografía? ¿Era cierta la pre-dicción de esta bruja infame, Calixta Brand: su imagen desaparecería de la foto sólo cuando yo mismo mu-riese?
Entonces yo tenía que hacer dos cosas. Aplazar mi muerte manteniendo viva a Calixta y vengarme de la detestable imaginación de mi mujer humillándola.
Regresé al jardín con un manojo de sus papeles en el puño y les prendí fuego ante Calixta y su mirada de espejo.
Esa impavidez me movió a otro acto de relajamiento. Un domingo, aprovechando la ausencia de Cuca la cocinera, tomé del brazo a la sirvienta Her-menegilda, la llevé hasta el jardín y allí, frente a Ca-lixta, me desabroché la bragueta, liberé la verga y le ordené a la criada:
-Anda. Rápido. Mámamela.
Hay mujeres que guardan el buche. Otras se tra-gan el semen.
-Herme, escúpele mi leche en la cara a tu pa-trona.
La criada como que dudó.
-Te lo ordeno. Te lo manda el patrón. No me digas que sientes respeto por esta pinche gringa.
Calixta cerró los ojos al recibir el escupitajo grueso y blancuzco. Estuve a punto de ordenarle a Herme-negilda:
-Ahora límpiala. Ándale, gata.
Mi desenfreno exacerbado me lo impidió. Que se le quedaran en la cara las costras de mi amor. Ca-lixta permaneció impávida. La Herme se retiró entre orgullosa y penitente. A saber qué pasaba por la cabe-za de una india bajada del cerro a tamborazos.
Me fui a comer a la ciudad y cuando regresé al atardecer en-contré al doctor Palou de rodillas frente a Calixta, limpiándole el rostro. No me miró a mí. Sólo dijo, con autoridad irrebatible:
-Desde mañana vendrá el estudiante que le dije. Enfermero y jardinero. Él se hará cargo de doña Ca-lixta.
Se incorporó y lo acompañé, sin delatar emo-ción alguna, hasta la salida. Pasamos frente al cua-dro del árabe en el salón. Me detuve sorprendido. El tocado de seda enjoyado había sido sustituido por un turbante. Palou iba retirándose. Lo detuve del brazo.
-Profesor, este cuadro...
Palou me interrogó con dureza desde el fondo de sus gruesos anteojos.
-Ayer tenía otro tocado.
-Se equivoca usted -me dijo con rigor el no-velista poblano-. Siempre ha usado turbante... Las modas cambian -añadió sin mover un músculo fa-cial...

El jardinero-enfermero debía llegar en un par de días. Se apoderó de mi ánimo un propósito desleal, hipócrita. Ensayaría el tiempo que faltaba para ha-cerme amable con Calixta. No quería que mi crueldad traspasara los muros de mi casa. Bastante era que Palou se hubiese dado cuenta de la falta de misericor-dia que rodeaba a Calixta. Pero Palou era un hombre a la vez justo y discreto.
Comencé mi farsa hincándome ante mi mujer. Le dije que hubiese preferido ser yo el enfermo. Pero la mirada de mi esposa se iluminó por un instante, enviándome un mensaje.
"No estoy enferma. Simplemente, quise huir de ti y no encontré mejor manera."
Reaccioné deseando que se muriera de una santa vez, liberándome de su carga.
De nuevo, su mirada se tornó elocuente para decirme: "Mi muerte te alegraría mucho. Por eso no me muero."
Mi espíritu dio un vuelco inesperado. Miré al pasado y quise creer que yo había dependido de ella para darme confianza en mí mismo. Ahora ella dependía de mí y sin embargo yo no la toleraba. Sospe-chaba, viéndola sentada allí, disminuida, indeciso entre desear su muerte o aplazarla en nombre de mi propia vida, que en ese rostro noble pero destruido sobrevivía una extraña voluntad de volver a ser ella misma, que su presencia contenía un habla oscura, que aunque ya no era bella como antes, era capaz de resucitar la memoria de su hermosura y hacerme a mí responsable de su miseria. ¿Se vengaría esta mujer inútil de mi propia, vigorosa masculinidad?
Por poco me suelto riendo. Fue cuando escuché los pasos entre la maleza que iba creciendo en el jar-dín arábigo y vi al joven que se acercó a nosotros.
-Miguel Asmá -se presentó con una leve in-clinación de la cabeza y la mano sobre el pecho.
-Ah, el enfermero -dije, algo turbado.
-Y el jardinero -añadió el joven, echando un vistazo crítico al estado de la jungla que rodeaba a Calixta.
Lo miré con la altanería directa que reservo a quienes considero inferiores. Sólo que aquí encontré una mirada más altiva que la mía. La presencia del llamado Miguel Asmá era muy llamativa. Su cabeza rubia y rizada parecía un casco de pelo ensortijado a un grado inverosímil y contrastaba notablemente con la tez morena, así como chocaba la dulzura de su mirada rebosante de ternura con una boca que apenas
disimulaba el desdén. La nariz recta e inquietante ol-fateaba sin cesar y con impulso que me pareció cruel. Quizás se olía a sí mismo, tan poderoso era el aroma de almizcle que emanaba de su cuerpo o quizás de su ropa, una camisa blanca muy suelta, pantalones de cuero muy estrechos, pies descalzos.
-¿Qué tal los estudios? -le dije con mi más insoportable aire de perdonavidas.
-Bien, señor.
No dejó de mirarme con una suerte de serena aceptación de mi existencia.
-¿Muy adelantado? ¿Muy al día? -sonreí chue-camente.
Miguel a su vez sonrió. -A veces lo más anti-guo es lo más moderno, señor.
-¿O sea?
-Que leo el Quanun fi attibb de Avicena, un libro que después de todo sentó autoridad universal en todas partes durante varios siglos y sigue, en lo esencial, vigente.
-En cristiano -dije, arrogante.
-El Canon de la medicina de Avicena y también los escritos médicos de Maimónides.
-¿Supercherías de beduinos? -me reí en su cara.
-No, señor. Maimónides era judío, huyó de Córdoba, pasó disfrazado por Fez y se instaló en El Cairo protegido por el sultán Saladino. Judíos y ára-bes son hermanos, ve usted.
-Cuénteselo a Sharon y a Arafat -ahora me carcajeé.
-Tienen en común no sólo la raza semita -prosiguió Miguel Asmá-, sino el destino ambulante, la fuga, el desplazamiento...
-Vagos -interpuse ya con ánimo de ofender.
Miguel Asmá no se inmutó. -Peregrinos. Mai-mónides judío, Avicena musulmán, ambos maestros eternos de una medicina destilada, señor Durán, esen-cial.
-De manera que me han enviado a un curan-dero árabe -volví a reír.
Miguel se rió conmigo. -Quizás le aproveche la lectura de La guía de perplejos de Maimónides. Allí entendería usted que la ciencia y la religión son com-patibles.
-Curandero -me carcajeé y me largué de allí.

Al día siguiente, Miguel, desde temprana hora, estaba trabajando en el jardín. Poco a poco la maleza desaparecía y en cambio el viejo Ponciano reaparecía ayudando al joven médico-jardinero, podando, tum-bando las hierbas altas, aplanando el terreno.
Miguel, bajo el sol, trabajaba con un taparrabos como única prenda y vi con molestia las miradas las-civas que le lanzaba la criadita Hermenegilda y la ab-soluta indiferencia del joven jardinero.
-¿Y usted? -interpelé al taimado Ponciano-. ¿No que no?
-Don Miguel es un santo -murmuró el an-ciano.
Ah, ¿sí? ¿A santo de qué? -jugué con el lenguaje.
-Dice que los jardineros somos los guardianes del Paraíso, don Esteban. Usted nunca me dijo eso, pa'qués más que la verdá.
Seductor de la criada, aliado del jardinero, cui-dador de mi esposa, sentí que el tal Miguel me empe-zaba a llenar de piedritas los cojones. Estaba
influyendo demasiado en mi casa. Yo no podía aban-donar el trabajo. Salía a las nueve de la mañana a Puebla, regresaba a las siete de la tarde. La jornada era suya. Cuando la Cuca comenzó a cocinar plati-llos árabes, me irrité por primera vez con ella.
-¿Qué, doña Cuca, ahora vamos a comer como gitanos o qué?
Ay, don Esteban, viera las recetas que me da el joven Miguelito.
-Ah sí, ¿cómo qué?
-No, nada nuevo. Es la manera de explicarme, patrón, que en cada plato que comemos hay siete ángeles revoloteando alrededor del guiso.
-¿Los has visto a estos "ángeles"?
Doña Cuca me mostró su dentadura de oro.
-Mejor todavía. Los he probado. Desde que el joven entró a la cocina, señor, todo sabe a miel, ¡viera usted!
¿Y con Calixta? ¿Qué pasaba con Calixta?
-Sabe, señor Durán, a veces la enfermedad cura a la gente -me dijo un día el tal Miguel.
Yo entendí que el efebo caído en mi jardín encan-dilara a mi servicio. Trabajaba bajo el alto sol de Pue-bla con un breve taparrabos que le permitía lucir un cuerpo esbelto y bien torneado donde todo parecía duro: pecho, brazos, abdomen, piernas, nalgas. Su única imperfección eran dos cicatrices hondas en la espalda.
Más allá de su belleza física, ¿qué le daba a mi mujer incapacitada?
La venganza. Calixta era atendida con devoción extrema por un bello muchacho en tanto que yo, su marido, sólo la miraba con odio, desprecio, o indife-rencia.
¿Qué veía en Calixta el joven Miguel Asmá? ¿Qué veía él que no veía yo? ¿Lo que yo había olvidado sobre ella? ¿Lo que me atrajo cuando la conocí? Aho-ra Calixta envejecía, no hablaba, sus escritos estaban quemados o arrumbados por mi mano envidiosa. ¿Qué leía Miguel Asmá en ese silencio? ¿Qué le atraía en esta enferma, en esta enfermedad?
Cómo no me iba a irritar que mientras yo la despreciaba, otro hombre ya la estaba queriendo y en el acto de amarla, me hacía dudar sobre mi voluntad de volverla a querer.

Miguel Asmá pasaba el día entero en el jardín al lado de Calixta. Interrumpía el trabajo para sentarse en la tierra frente a ella, leerle en voz baja pasajes de un libro, encantarla, acaso...
Un domingo, alcancé a escuchar vergonzosamen-te, escondido entre las salvajes plantas cada vez más domeñadas, lo que leía el jardinero en voz alta.
-Dios entregó el jardín a Adán para su placer. Adán fue tentado por el demonio Iblis y cayó en pecado. Pero Dios es todopoderoso. Dios es todo mise-ricordia y compasión. Dios entendía que Iblis procedía contra Adán por envidia y por rencor. De manera que condenó al Demonio, y Adán regresó al Paraíso perdonado por Dios y consagrado como primer hom-bre pero también como primer profeta.
Miró intensamente con sus ojos negros bajo la corona de pelo rubio y ensortijado.
-Adán cayó. Mas luego, ascendió.
De manera que tenía que vérmelas con un ilu-minado, un Niño Fidencio universitario, un embau-cador religioso. Me encogí, involuntariamente, de hombros. Si esto aliviaba a la pobre Calixta, tant mieux, como decía mi afrancesada madre. Lo que comenzó a atormentarme era algo más complicado. Era mi sorpresa. Mientras yo la acabé odiando, otro ya la estaba queriendo. Y esa atención tan tierna de Mi-guel Asmá hacia Calixta me hizo dudar por un instante. ¿Podría yo volver a quererla? Y algo más insistente. ¿Qué le veía Miguel a Calixta que yo no le veía ya?
De estas preguntas me distrajo algo más visible aunque acaso más misterioso. En pocas semanas, a las órdenes de Miguel Asmá y sus entusiastas colabo-radores -Ponciano el viejo jardinero, Hermenegilda la criada obviamente enamoriscada del bello intruso y aun la maternal doña Cuca, rebosante de instin-to-, el potrero enmarañado en que se había conver-tido el jardín revertía a una belleza superior a la que antes era suya.
Como el jardín se inclinaba del alfiz que enmar-caba la puerta de entrada al alfaque que Calixta ob-servaba el día entero como si por ese banco de arena fluyese un río inexistente, Miguel Asmá fue escalo-nando sabiamente el terreno a partir del patio con su fuente central, antes seca, ahora fluyente. Un suave rumor comenzó a reflejarse sutilmente, tranquilamen-te, en el rostro de mi esposa.

Con arduo pero veloz empeño, Miguel y su com-pañía -¡mis criados, nada menos!- trabajaron todo el jardín. Debidamente podado y escalonado, empe-zó a florecer mágicamente. Narcisos invernales, lirios primaverales, violetas de abril, jazmín y adormideras, flores de camomila en mayo convirtiéndose en bebi-da favorita de Calixta. Azules alhelíes, perfumados mirtos, rosas blancas que Miguel colocaba entre los cabellos grises de Calixta Brand, jajá.
Estupefacto, me di cuenta de que el joven Mi-guel había abolido las estaciones. Había reunido in-vierno, primavera, verano y otoño en una sola estación. Me vi obligado a expresarle mi asombro.
Él sonrió como era su costumbre. -Recuerde, señor Durán, que en el valle de Puebla, así como en todo el altiplano mexicano, coexisten los cuatro tiem-pos del año...
-Has enlistado a todo mi servicio -dije con mi habitual sequedad.
-Son muy entusiastas. Creo que en el alma de todo mexicano hay la nostalgia de un jardín per-dido -dijo Miguel rascándose penosamente la es-palda-. Un bello jardín nos rejuvenece, ¿no cree usted?
Bastó esta frase para enviarme a mi dormitorio y mirar la foto antigua de Calixta. Perdía vejez. Iba retornando a ser la hermosa estudiante de las Ciudades Gemelas de Minnesota de la que me enamoré siendo ambos estudiantes. Dejé caer, asombrado, el retrato. Me miré a mí mismo en el espejo del baño. ¿Me en-gañaba creyendo que a medida que ella rejuvenecía en la foto, yo envejecía en el espejo?
No sé si esta duda, transformándose poco a poco en convicción, me llevó una tarde a sentarme junto a Calixta y decirle en voz muy baja:
-Créeme, Calixta. Ya no te deseo a ti, pero deseo tu felicidad...
Miguel el jardinero y doctor levantó la cabeza agachada sobre un macizo de flores y me dijo:
-No se preocupe, don Esteban. Seguro que Calixta sabe que ya han desaparecido todas las amenazas contra ella...

Era estremecedor. Era cierto. La miré sentada allí, serena, envejecida, con un rostro que se empeñaba en ser noble pese a la destrucción maligna de la en-fermedad y el tiempo. Su mirada hablaba por ella. Su mirada escribía lo que traía dentro del alma. Y la pre-gunta de su espíritu a mí era: "Ya no soy bella como antes. ¿Es esta razón para dejar de amarme? ¿Por qué Miguel Asmá sabe amarme y tú no, Esteban? ¿Crees que es culpa mía? ¿No aceptas que tampoco es culpa tuya porque tú nunca eres culpable, tú sólo eres in-dolente, arrogante?"
Miguel Asmá completó en voz alta el pensamien-to que ella no podía expresar.
-Se pregunta usted, señor, qué hacer con la mujer que amó y ya no desea, aunque la sigue queriendo...
¡Cómo me ofendió la generosidad del muchacho! No sabía su lugar...
“Pon siempre a los inferiores en su sitio” -me aconsejaba mi madre, q.e.p.d.
-No entiendes -le dije a Miguel-. No entiendes que antes yo dependía de ella para tener confianza en la vida y ahora ella depende de mí y no lo soporta.
-Va a vengarse -murmuró el bello tenebroso.
-¿Cómo, si es inválida? -contesté exasperado aún por mi propia estupidez, y añadí con ferocidad-. Mi placer, sábetelo, nene, es negarle a Calixta inváli-da todo lo que no quise darle cuando estaba sana...
Miguel negó con la cabeza. -Ya no hace falta, señor. Yo le doy todo lo que ella necesita.
Enfurecí. -¿Cuidado de enfermero, habilidad de jardinero, condición servil?
Casi escupí las palabras.
Atención, señor. La atención que ella requiere.
-¿Y cómo lo sabes, si ella no habla?
Miguel Asmá me contestó con otra interrogante. -¿Se ha preguntado qué parte podría usted tener ahora de ella, habiéndola tenido toda?
No pude evitar el sarcasmo. -¿Qué cosa me permites, chamaco?
-No importa, señor. Yo he logrado que desapa-rezcan todas las amenazas contra ella...
Lo dijo sin soberbia. Lo dijo con un gesto de dolor, rascándose bruscamente la espalda.
-Ha carecido usted de atención -me dijo el joven-. Su mujer perdió el poder sobre las palabras. Ha luchado y sufrido heroicamente pero usted no se ha dado cuenta.
-¿Qué importa, zonzo?
-Importa para usted, señor. Usted ha salido perdiendo.
-¿Ah, sí? -recuperé mi arrogante hidalguía-. Ahora lo veremos.
Caminé recio fuera del jardín. Entré a la casa. Algo me perturbó. El cuadro me atrajo. La imagen del árabe tocado por un turbante se había, al fin, acla-rado, como si la mano de un restaurador artífice hu-biese eliminado capa tras capa de arrepentimientos, hasta revelar el rostro de mirada beatífica y labios crue-les, la nariz recta y la cabeza rizada asomándose sobre las orejas.
Era Miguel Asmá.
Ya no cabía sorprenderse. Sólo me correspondía correr escaleras arriba, llegar a mi recámara, mirar el retrato de Calixta Brand.
La imagen de mi mujer había desaparecido. Era un puro espacio blanco, sin efigie.
Era el anuncio -lo entendí- de mi propia muerte.
Corrí a la ventana, asustado por el vuelo de las palomas en grandes bandadas blancas y grises. Vi lo que me fue permitido ver.
La joven Calixta Brand, la linda muchacha a la que conocí y amé en los portales de Puebla, descan-saba, bella y dócil, en brazos del llamado Miguel Asmá.
Otra vez, como en el principio, ella hizo de lado, con un ligero movimiento de la mano, el rubio me-chón juvenil que cubría su mirada.
Como el primer día.

Abrazando a mi esposa, Miguel Asmá ascendía desde el jardín hacia el firmamento. Dos alas enor-mes le habían brotado de la espalda adolorida, como si todo este tiempo entre nosotros, gracias a una vo-luntad pesumbrosa, Miguel hubiera suprimido el empuje de esas alas inmensas por brotarle y hacer lo que ahora hacían: ascender, rebasar la línea de los volcanes vecinos, sobrevolar los jardines y techos de Huejotzingo, el viejo convento de arcadas plateres-cas, las capillas pozas, las columnas franciscanas, el techo labrado de la sacristía de San Diego, mientras yo trataba de murmurar:
-¿Cómo ha podido este joven robarme mi amor?
Algo de inteligencia me quedaba para juzgarme como un perfecto imbécil.
Y abajo, en el jardín, Cuca y Hermenegilda y Ponciano miraban asombrados el milagro (o lo que fuera) hasta que Miguel con Calixta en sus brazos desaparecieron de nuestra vista en el instante en que ella movía la mano en gesto de despedida. Sin em-bargo, la voz del médico y jardinero árabe persistía como un eco llevado hasta el agua fluyente del alfa,  que ayer seco, ahora un río fresco y rumoroso que pronosticaba, lo sé, mi vejez solitaria, cuando en días lluviosos yo daría cualquier cosa por tener a Calixta Brand de regreso.
Lo que no puedo, deseándolo tanto, es pedirle perdón.

jueves, 15 de junio de 2017

Carlos Fuentes. CUENTOS.(La buena compañía). Del libro: INQUIETA COMPAÑÍA.

LA BUENA COMPAÑÍA

A Enrique Creel de la Barra, For old time's sake

1

Antes de morir, la madre de Alejandro de la Guar-dia le advirtió dos co-sas. La primera, que el padre del muchacho, Sebastián de la Guardia, no había dejado más herencia que este apartamento délabré en la Rue de Lille. Era algo. Pero no bastaba para vivir. Podía seguir alquilándolo. Ser rentista era vieja ocupación de la familia. Nada grave u ofensivo en ello.
El problema era las tías. Las hermanas de la mamá de Alejandro. Los abuelos De la Guardia habían huido de México a los primeros estallidos de la Revolu-ción, confiados en que expropiadas sus haciendas pulque-ras por la reforma agraria zapatista, de todos modos vivirían bien en Europa gracias a sus oportu-nas inversiones allí. Propiedades inmobilia-rias, valo-res financieros, objetos... Cosas.
-Tu padre era un botarate. Fue uno de esos ni-ños aristócratas que se asimilaron a Francia aunque nunca perdieron el temor de ser vistos co-mo metecos, extranjeros indeseables en el fondo, sólo aceptados por-que tenían -y gastaban- dinero.
La ruina empezó con el abuelo, decidido a que los europeos lo acepta-ran si ofrecía grandes saraos, extravagantes fiestas de disfraces, no-ches de ballet ruso, vacaciones en yate... Disipó la mitad de la fortuna pulquera en veinte años locos y alegres.
El padre de Alejandro se encargó de tirar al aire la otra mitad. Llegó un momento en que sólo tenía un montoncito de centenarios de oro. La señora De la Guardia, madre de Alejandro, veía con resignación cómo el altero de monedas, cual fichas de casino en manos de un croupier deshonesto, iba disminuyendo.
-El día que se acabaron las monedas, tu padre ambuló desesperado por las calles. Lo encontraron muerto en la mañana. Al menos, tuvo esa de-cencia...

Doña Lucía Escandón de De la Guardia puso en arrendamiento la casa de la Rue de Lille, vecina al Palacio de Beauharnais, y encontró una mansarda de tres piezas detrás de la Place St. Sulpice. Dio cursos de cocina exótica y crió a Alejandro, huérfano de padre a los nueve años de edad. Ahora, agotada, ensimismada, casi siempre silente como si la tristeza le hubiese secuestrado las palabras, doña Lucía recibió el aviso mortal -un mes, dos a lo sumo- y decidió hablar para decírselo y dar instrucciones finales a su  hijo Alejandro, producto casi heroico del sa-crificio materno, aprobado con lauros en el implacable examen de ba-chillerato, impedido de seguir una carrera, empleado secundario de la Oficina de Turismo del gobierno mexicano, dueño de un castellano per-fecto  que su disciplinada madre le había enseñado con rigor -"la letra con sangre entra"-, resignada de tiempo atrás a adaptarse y trabajar con los representantes  de la Revolución aunque negándoles trato social y menos, íntimo.
Fue su segunda advertencia.
-En México viven tus viejas tías, mis hermanas mayores. Ellas se las arreglaron para salvar propieda-des, tener divisas en bancos norteame-ricanos y, me sospecho, esconder joyas en su casa. Siempre vieron con irritación y desprecio los despilfarros de tu pa-dre. Jamás me ayudaron. "¿Para qué te casaste con ese manirroto?", me recriminaron.
La señora suspiró como si contara las gotas de aire que le quedaban en los pulmones condenados.
-¿Qué me propones, madre? ¿Qué viaje a Méxi-co y seduzca a las tías para que me hereden?
-Exactamente. No tienen a nadie más en la vida. Se quedaron a vestir santos. Engráciate con ellas.
Doña Lucía hizo una pausa en la que no se dis-tinguía la necesidad de reposo de la atención instruc-tiva.
-Son unas solteronas rencorosas.
-¿Cómo se llaman?
-María Serena y María Zenaida. No te dejes engañar por los nombres, hijo. Zenaida es la buena y Serena la mala.
-Quizás con el tiempo han cambiado, mamá.
-Sería un milagro. Las recuerdo de niña. Me torturaban, me ataban de pies y manos, me acerca-ban cerillos encendidos a los pies desnudos, me ence-rraban en el clóset...
Alejandro sonrió. -Quizás la edad las ha pacifi-cado.
-Árbol que crece torcido -murmuró doña Lucila.
Alejandro volvió a sonreír. Una sonrisa "moder-na", natural en él, ajeno a los agravios propios del Nuevo Mundo.
-Trataré de caerles bien a las dos.
-Inténtalo, Alejandro. Con la renta de la casa y el sueldito de la oficina, nunca pasarás de perico pe-rro...
Ella le acarició la mejilla. -Mon petit choux. Te voy a extrañar.
Alejandro sonrió aunque estas fueron las últimas palabras de su madre.

2

Es que él era un hombre joven y simpático. Se lo decía la gente. Se lo decía el espejo. Cabellera cobriza y rizada. Tez canela. Nariz recta. Ojos amarillentos. Boca inquieta. Mentón sereno. 1.79 de estatura. Se-tenta kilos de peso. Un guardarropa reducido pero selecto. Manos de pianista, le decían. Dedos largos pero no ávidos. Novias de ocasión. Más invitado que disparador. El primo de América, sí. El meteco acep-tado con una cordial sonrisa de patronazgo.

Muerta doña Lucila, Alex pensó que nada lo detenía en Francia. El em-pleo le disgustaba, la renta de la Rue de Lille era modesta, las novias, pasajeras sen-timentales... México, las tías, la fortuna. Ese era el hori-zonte que le excitaba.
Escribió a las tías. Había muerto doña Lucila. Era lo único que lo retenía en Francia. Quería, des-pués de tantos años de destierro hereditario, re-gresar a México. ¿Podía vivir con ellas mientras se ubicaba?
Incluyó en la carta una fotografía de cuerpo entero, para que no hu-biera sorpresas. Recibió dos cartas por separado. Una de María Serena Escandón y otra de María Zenaida del mismo apellido. Pero ambas lo recibirían con gusto. Ambas cartas eran idénticas.
"Querido sobrino. Te esperamos con gusto."
¿Por qué no firmaban las dos la misma y única carta? ¿Por qué dos cartas? Alejandro decidió no perturbarse por este misterio. Ni por otro cualquiera que lo esperase. Las tías eran dos ancianas excéntricas. Alex decidió inmunizarse de antemano ante cualquier ca-pricho de las seño-ritas.

En el aeropuerto lo esperaba un taxista portando un letrero con el nombre "Escandón".
-¿Es usted? Me dijeron por teléfono que vinie-ra a recibirlo.
El taxi del aeropuerto lo dejó frente a una vieja casa de la Ribera de San Cosme. Acostumbrado a la perfecta simetría del trazo parisino, el caos urbano del Distrito Federal lo confundió primero, lo disgus-tó ense-guida, lo fascinó al cabo. México le pareció una ciudad sin rumbo, en-tregada a su propia veloci-dad, perdidos los frenos, dispuesta a hacerle la com-petencia al infinito mismo, llenando todos los espacios vacíos con lo que fuese, bardas, chozas, rascacielos, techos de lámina, paredes de cartón, basureros pró-digos, callejuelas escuálidas, anuncio tras anuncio tras anuncio...
Las puntuaciones de la belleza -una iglesia ba-rroca aquí, un palacio de tezontle allá, algún jardín entrevisto- daban cuenta de la profundidad, opues-ta a la extensión, de la Ciudad de México. Esta era también -Alejandro de la Guardia lo sabía gracias a su hermosa, inolvidable ma-dre- una urbe de capas superpuestas, ciudad azteca, virreinal, neoclási-ca, moderna...
Por todo ello dio gracias de que la casa donde lo depositó el taxi fuese antigua. Indefinidamente anti-gua. Dos pisos y una fachada de piedra gris, elegan-te, descuidada -elegantemente descuidada, se dijo Alex- en la que faltaba una que otra loseta, el todo coronado por una azotea plana ya que los techos, se dio cuenta, no existían, en el sentido euro-peo, en la Ciudad de México. Lo vio desde el aire. Azo-teas y más azo-teas sin relieve, muchos tinacos de agua, ningún techo inclinado, nin-guna mansarda, ni siquiera las tejas coloradas del lugar común ho-llywoodense...
Una casa de piedra gris, severa. Tres escalones para llegar a una puerta de fierro negro. Dos ventanas enre-jadas a los lados de la puerta. Y dos rostros asomados entre las cortinas de cada una de las ventanas. Ale-jan-dro tomó las maletas. El taxista le advirtió:
-Me dejaron dicho que por favor entrara por la puerta de atrás.
-¿Por qué?
El taxista se encogió de hombros y partió.

María Serena y María Zenaida. Nunca vio fotografías actualizadas de las dos hermanas de su madre. Sólo fotos de niñas. No podía saber, en consecuen-cia, cuál de las dos era la señora vieja, bajita y regor-deta que le abrió la puerta trasera.
-Tía -dijo Alex.
-¡Alejandro! -exclamó la señora-. ¡Cómo no te iba a reconocer! ¡Si eres el vivo retrato de tu madre! ¡Jesús me ampare! ¡Benditos los ojos!
Alex se inclinó a darle a la mujer un beso en la mejilla coquetamente coloreada. Ella le murmuró al oído como si se tratara de un secreto:
-Soy tu tía Zenaida.
Su pelo era completamente blanco, pero la piel permanecía fresca y perfumada. En verdad, olía a ja-bón de rosas. Usaba un vestido florea-do, con cuello blanco de piqué, como de colegiala. Falda larga hasta los tobillos. Zapatos blancos con tacón bajo, como si temiese caerse de al-go más elevado. Y lucía tobilleras, blancas también, como de colegiala.
-Entra, entra, muchacho -le dijo con risa can-tarina al joven-. Estás en tu casa. ¿Quieres descan-sar? ¿Prefieres ir a tu recámara? ¿Te preparo un chocolatito?
La señorita hizo un gesto de invitación. Estaban en la cocina.
-Gracias, tía. El viaje desde París es pesado. Quizás puedo descansar un rato. Conocer a la tía María Serena. Quisiera invitarlas a cenar fue-ra...
Alejandro prodigaba sus sonrisas.
La tía iba perdiendo las suyas.
-Nunca salimos de la casa.
-¡Ah! Entonces saludaré a su hermana y lue-go...
-No nos hablamos -dijo María Zenaida con facciones de inminente pu-chero.
-Entonces... -Alex extendió las manos, resig-nado.
-Nos dividimos la sala -dijo cabizbaja la tía María Zenaida-. Ella recibe de noche. Yo de día. Déjame mostrarte tu recámara.
Volvió a sonreír.
-¡Niño de mis amores! Siéntete en tu casa. ¡Je-sús nos guarde!

3

La habitación que le reservaron en la parte trasera de la planta baja daba a ese parquecillo público descui-dado donde algunos niños de nue-ve a trece años ju-gaban fútbol. Más allá divisó el paso de un tren y es-cuchó el largo pitido de la locomotora.
Echó un vistazo a la recámara. Lujosa no era. La cama era más bien un catre. Las paredes estaban des-nudas, con excepción de un viejo calen-dario con fecha de quince años atrás y la reproducción de los volcanes, Popocatépetl e Iztaccíhuatl, encarnados en una mujer dormida y un guerrero que la vigila. La silla era de asiento de madera y formaba un todo con el pupitre escolar que Alex abrió para encontrarlo vacío.
El baño adyacente tenía lo indispensable, tina, retrete, lavabo, espejo...
En la recámara, una cortina se corría para revelar un improvisado clóset de donde colgaban media docena de ganchos de alambre.
Alex hubiese querido deshacer cuanto antes su maleta. El cansancio lo venció.
Eran las seis de la tarde y cayó rendido en el ca-tre. No sabía dormir en los aviones y jamás había hecho un viaje tan largo como este, tra-satlántico.

Despertó alarmado dos horas más tarde. Acudió al bañito contiguo a la recámara, se echó agua en la cara, se peinó, se ajustó la corbata y se puso el saco.
Salió a saludar a la tía María Serena, consciente de que ella recibía a esta hora.
La señora estaba rígidamente sentada en el cen-tro de un sofá igual-mente tieso que ocupaba como si fuese un trono. La sala era iluminada por velas. La tía lo esperaba -esa impresión le dio- inmóvil, apo-yando ambas manos sobre la cabeza de marfil -era un lobo- de su bastón. Vestida toda de negro, con una falda tan larga como la de su hermana María Zenaida, que le cubría hasta las puntas los botines negros. Usaba una blusa de olanes negros también, un camafeo como único adorno sobre el pecho y un sofocante negro alrededor del cuello.
El rostro blanco rechazaba cualquier maquillaje: el ceño entero lo decía a voces, las frivolidades no son para mí. Sin embargo, usaba una pelu-ca color caoba, sin una sola cana y mal acomodada a su cabeza. Su única coquetería -pensó Alex reprimiendo la sonri-sa- eran unos anti-cuados pince-nez -quevedos en castellano, tradujo, obedeciendo a su madre muerta, Alejandro-, esos lentes sin aro plantados con desa-fío sobre el caballete de la nariz. Alejandro, abonado a la Cinemateca Fran-cesa de la Rue d'Ulm, los asoció con los lentes rotos y sangrantes de la mujer herida en los escalones de Odessa del Acorazado Potemkin...
-Buenas noches, tía.
Ella no contestó. Sólo movió imperialmente una mano indicando el asiento apropiado a Alex.
-Voy al grano, sobrino, como es mi costum-bre. Nos distanció de tu ma-dre su errada decisión de casarse con un manirroto como tu padre. Cuando la Providencia te da los bienes de su cornucopia afren-tas a Dios dilapidándolos. Sufrimos por tu madre, déjame decirte. Nos dio gusto saber que venías a vernos.
-El gusto es todo mío, tía Serena.
-Desconozco tus proyectos...
-Quiero trabajar, quiero...
-No te apresures. Toma tu tiempo. Estás en tu casa.
-Gracias.
-Pero observa nuestras reglas. Te soy franca. Mi hermana y yo no nos llevamos bien. Caracteres dema-siado opuestos. Horarios distintos. En-tiende y respeta.
-Pierda usted cuidado.
-Segunda regla. Nunca entres o salgas por la puerta principal. Usa sólo la puerta trasera al lado de tu recámara, sobre el jardincillo público. Sal de la cocina al jardín.
-Sí, ya lo noté.
-Que nadie te vea entrar o salir.
-¿Horarios de comida? -dijo Alex para cam-biar un tema que le resultaba enojoso.
-Comida a las dos. Tú y mi hermana. Merien-da a las ocho. Tú y yo.
-¿Y el desayuno? Digo, no se preocupe. Estoy acostumbrado a hacér-melo yo mismo.
-Tú no te preocupes, niño -ella sonrió por vez primera-. Panchita viene a las seis de la mañana a hacer el aseo y preparar las comidas. Te ad-vierto. Es sordomuda.
Me miró, realmente, con cuatro ojos, como si los lentes tuvieran vida aparte de la mirada miope. Se levantó.
-Y ahora vamos a cenar tú y yo. Cuéntamelo todo.

Era una cena fría dispuesta en la mesa de un co-medor sombrío ilumina-do, como la sala, sólo por candelabros. La tía iba a servirse las carnes -jamón, rosbif, pechugas de pollo- cuando Alex se le ade-lantó y le sirvió el plato.
-Vaya con el caballerito -volvió a sonreír María Serena-. Y ahora, cuén-tame tu vida.

4

Alex durmió profundamente y se levantó temprano. Se aseó y fue a la cocina. Panchita ya tenía hervido el café de olla y listo un plato de pan dulce. Alex la sa-ludó con una inclinación de la cabeza. Panchita no le respondió. Era una india seca, de edad indetermina-da, con el pelo re-sueltamente negro, jalado hasta for-mar un chongo en la nuca. Alex sorprendió una sonrisa cuando la sirvienta se acercó a calentar tortillas en un viejo brasero. Panchita no tenía dientes y quizás por eso y por ser muda mantenía la boca cerrada. Era baja, igual que sus patronas, pero enteca, correosa.
Alex la miró con ojos sonrientes. Ella le contestó con una mirada de tristeza y resignación. Se lavó las manos. Se quitó el delantal. Se cruzó el pecho con el rebozo. Abrió la puerta trasera. Se volteó y miró al hombre joven con una insondable cara de alarma y advertencia. Salió. Alex se quedó bebiendo el café y mirando hacia el parque público donde los niños ju-gaban fútbol.
De las tías, ni señas.

Alex salió al parque, dio la vuelta a la casa y en-contró la calle principal, la Ribera de San Cosme.
Notó un gran abandono. Ya no había casas vie-jas, como la de las tías. Lo llamativo era que los edifi-cios que podían suponerse "modernos" mostraban ventanas sin vidrios o con vidrios rotos, paredes cuar-teadas, puertas obstruidas por bolsas negras llenas de basura, puertas que invitaban a penetrar largos patios flanqueados por dos pisos de habitaciones. Entró a una de ellas.
Las mujeres recargadas en los pasillos con baran-dales de fierro lo mi-raron con indiferencia. O quizás no lo miraron.
Otra vez afuera, comenzó a distinguir el ajetreo citadino, el paso de transeúntes y de automóviles, los comercios baratos -ferreterías, len-cerías, mis-celáneas, dulcerías, tiendas perfumadas de queso y leche.
Gente ocupada. Nadie volteaba a verlo. Intentó saludar.
-Buenos días.
Nadie le respondió. Miradas esquivas.
Regresó a la casa por la parte indicada. La puerta trasera.
María Zenaida estaba en la cocina, preparando el almuerzo.
-Niño de mis ojos -le plantó un beso en la frente-. ¿Qué vas a hacer hoy?
-Bueno -caviló Alejandro-. No conozco la ciudad. Quizás empiece por hacer turismo.
Sonrió. Ella no le devolvió la sonrisa.
-La ciudad se ha vuelto muy peligrosa, Ale-jandro. No camines. Puede pasarte alguna desgra-cia.
-Tomaré un autobús. Un taxi.
-Te pueden secuestrar -Zenaida cortaba mi-nuciosamente los tomates, las cebollas, las zanahorias en una tablita.
Rió. -Nadie pagaría el rescate.
-Eres muy distinguido. Bien vestido. Guapo. Pareces riquillo.
-¿Quiere usted que me ponga jeans y una su-dadera para disimular?
-Seguirías siendo bello. De raza le viene al gal-go.
-No exagere, tía.
-Deseable -dijo con los ojos llenos de lágri-mas.
-¿Me deja ayudarla? Las cebollas...
-Ya sé -sonrió la tía y negó con la cabeza.
Alex esperó sin nada que hacer, recostado en la cama, hasta las dos de la tarde, cuando bajó a comer con la tía María Zenaida.
Esta vez, el plato único estaba servido. Una sopa de verduras abun-dante.
-Alex. Cuando termines de comer, sal a darte una vuelta.
-Ya salí en la mañana. No vi nada de interés, tía. Además, usted misma me advirtió que...
-No me hagas caso. Soy una vieja collona.
-Bueno, con mucho gusto me daré una vuelta.
-¿Sabes? -la tía levantó la mirada del plato-.
Los vecinos creen que nadie vive aquí. Como nosotras nunca salimos...
-Querida tía. Yo soy su huésped -dijo Alex cortésmente-. Dispongan de mí. Usted y su hermana.
-Ay chiquilín, no sabes lo que dices...
-¿Perdón?
-Muéstrate en la calle. Que crean que alguien... que nosotras... segui-mos vivas...
Alex hizo cara de sorpresa.
-Siguen, tía? ¿Alguien cree que están muertas?
-Perdón, Alejandro. Quise decir, que estamos vivas...
-No la entiendo. ¿Quiere que salga para que la gente crea que usted y su hermana están -o siguen-vivas?
-Sí.
-Entonces, ¿por qué me obligan a salir por la puerta de la cocina? Así, nadie se va a enterar...
Zenaida bajó la cabeza y se soltó llorando.
-Todo esto me confunde terriblemente -so-llozó-. Serena es más inteli-gente que yo. Que te lo explique ella.
Se levantó intempestivamente y se fue dando sal-titos, como una cone-jita.

Alex leyó toda la tarde. Este inesperado arribo a un país y a una casa nuevos y sin exigencias inmedia-tas de trabajo era oportunidad delecta-ble para leer y él traía consigo, como un cordón umbilical que lo ligaba a París, las Confesiones de un hijo del siglo de Alfred de Musset. La educación francesa le permitía, gracias a Musset, entrar a una época romántica, post-napoleónica, que Alejandro de la Guardia, en secre-to, hubiese querido vivir. Fantasiosamente se imaginaba vestido, peinado, ajuareado como un dan-dy de la época. Leía:
Quand la passion emporte l'homme, la raison le suit en pleurant et en l'avertissant du danger: mais des que l'homme s'est arrété... la passion lui crie: "Et moi, je vais donc mourir?"

Esa excitación pasional ya no existía en Francia. Seguramente, en Méxi-co tampoco. Alejandro de la Guardia reiteró su única certidumbre juve-nil: la re-signación.
Sí, en Musset se encontraba la mejor recreación de una época. Pero Alex también traía, para alternar lecturas -era costumbre suya- una edición de bol-sillo de La vérite sur Bébé Donge de Simenon. Musset le daba el pecho a su tiempo, para el amor y para la guerra. Simenon miraba por una cerradura al suyo. Alex se sintió un poco hijo de ambos.
Salió a las ocho a cenar con la tía Serena. Es de-cir, pasó de la recámara junto a la cocina al comedor donde lo esperaba ya, sentada a la cabecera, la vieja tía. Le sirvió a Alejandro, apenas tomó asiento el so-brino, una taza de chocolate espeso y humeante. Un platón de pan dulce completaba la merienda. Quizás el joven esperaba una cena más abundante y su mirada decepcionada no escapó a la atención de la tía.
-Esto es lo que en México llamamos una merienda, sobrino. Una cena ligera para dormir ligero. Estamos a más de dos mil metros de altura y una cena pesada te daría, perdón, pesadillas.
Alex sonrió cortésmente. -Seguiré la costum-bre del país, comme il le faut.
Serena lo miró severamente, como si esperase una pregunta que no llegaba.
-¿Nada más? -dijo la tía.
Alex leyó la mirada y recordó.
-Ah sí, doña Zenaida me repitió que debía en-trar y salir por la puerta trasera, nunca por la principal.
-Así es -Serena sopeó una campechana en el chocolate.
-Me dijo también que debía mostrarme en la calle.
La imitó. Pan y chocolate.
-Para que crean que ustedes están vivas.
Las palabras le salieron con dificultad. Doña Se-rena tragó con energía el pedazo de bizcocho.
-Mi hermana se expresa mal. Pobrecita. Cuando dice "para que crean" que estamos vivas, sólo quiere decir "vivas" en el sentido de "la casa no está deshabi-tada". Es todo.
Alex insistió. El bachillerato francés es racional y metódico.
-Entonces, ¿para qué quieren que entre y salga a escondidas, por atrás, evitando la puerta principal?
La vieja le miró multiplicadamente. Es decir, le observó con sus anti-cuados quevedos y detrás de ellos nadaba su mirada miope, pero de-trás de ésta se aso-maba otra más, la mirada de su alma, se dijo el jo-ven, aunque era de tal modo una mirada sombría e inson-dable que él hubiese querido asomarse, por un se-gundo, al espíritu de esta mujer.
-Es un enigma -dijo Serena cuando deglutió la campechana.
Alex sonrió socialmente. -Los enigmas suelen ser tres en los cuentos, doña Serena. Y el que los re-suelva, al cabo recibe un premio.
-Tú tendrás el tuyo -dijo con una sonrisa desagradable la vieja.

Alex no durmió bien esa noche, a pesar de la "li-gera merienda". Le bastó un día en la casa de la Ribe-ra de San Cosme para que la imagina-ción diera el paso de más que nos obliga a preguntarnos ¿dónde estoy?, ¿qué hay en esta casa?, ¿normalidad, secreto, miedo, misterio, alucina-ciones mías, razones que escapan a las mías?
Era como si cada una de las tías, cada una por su lado, le hubiese su-surrado al oído "¿Qué prefieres en nuestra casa? ¿Normalidad, secreto, miedo, misterio?"
Cerró los ojos y regresó a su mente la palabra "pesadilla". Se le quedó en la cabeza más que nada por fea. Cauchemar es una bella palabra, también nig-htmare. Pesadilla indicaba indigestión, malos humores, en-fermedad... Palabra malsana.
-¿Qué prefieres en nuestra casa? Normalidad, secreto, miedo, miste-rio...
Alex cerró los ojos.
-Que suceda lo que suceda.
Y añadió, casi como en un sueño:
-Escoger es una trampa.

Zenaida se presentó a la hora del desayuno en la co-cina, minutos des-pués de que Pancha la india se fuese... Alex no oyó ni a la una ni a la otra. Sonrió saboreando los huevos rancheros. Aquí todas se mo-vían de puntitas, casi como en el aire. É, como para corroborar su idea, pegó duro con los tacones sobre las baldosas de la cocina. Algo se quebró. Este piso de frágiles baldosas no resistió. El fino ladrillo se había roto. Alex sintió culpa y se agachó para unir las mitades quebradas.
Fue cuando entró doña Zenaida sin hacer ruido. -Chamaquito de mi corazón, ¿qué haces allí en cuatro patas?
Alex levantó, sonrojado, la mirada.
-Creo que cometí un estropicio.
Zenaida sonrió -Todos los niños rompen co-sas. Es normal. No te preo-cupes.
Señaló con la mano hacia el jardín polvoso, donde los muchachos juga-ban fútbol.
-Míralos. Qué felices. Qué inocentes.
Pero no los miraba a ellos. Miraba al sobrino. -¿No se te antoja salir a jugar con ellos?
-¡Tía! -exclamó Alex con fingida sorpresa-. Ya estoy muy grandecito.
-¿Los niños grandes no juegan fútbol?
-Bueno -Alex recobró la calma-. Sí. Claro que sí. Pero generalmente son profesionales.
-¡Ay, santo mío! -suspiró la vieja-. ¿Nunca sientes ganas de salir a ju-gar con los niños?
Alex reprimió la respuesta irónica que ella no hubiera entendido. En esta época de pedófilos... La inocente mirada de la tía Zenaida le veda-ba al sobri-no bromas e ironías.
-Creo que debo pensar seriamente en encon-trar trabajo.
Ella acercó la cabecita blanca al hombro de Alex.
-No hay prisa, mocosito. Toma tu tiempo. Acostúmbrate a la altura...
Alex casi rió al escuchar esta razón. La siguiente le borró la sonrisa.
-Estamos tan solas, tu tía Serena y yo... Alex le acarició la mano. No se atrevió a tocarle le cabeza.
-No se preocupe, tía Zenaida. Todo a su debido -tiempo.
-Sí, tienes razón. Hay tiempo para todo.
-Tiempo para vivir y tiempo para morir -citó Alex con una sonrisa.
-Y tiempo para amar -suspiró la tía, acari-ciando la cabeza de Alex.
La tía se retiró. Se volteó antes de cruzar la puer-ta y le dijo al sobrino "adiós" con los dedos de una mano, juguetona y regordeta.

Alejandro de la Guardia se quedó cavilando. ¿Qué iba a hacer el día entero? No podía alegar más la excusa del jet-lag. Y las palabras de la tía Zenaida -"tiempo para amar"-, lejos de tranquilizarlo, le producían una leve inquietud. Casi la zozobra. Des-pués de todo, él era un extraño -para las tías, para la casa, para la ciudad- y acaso ellas tenían razón, él debía salir a la calle, ambientarse, saludar a la gente, jugar fútbol con los niños del parque...
Pero sólo debía salir por la puerta de atrás para que la gente supiera que las señoritas Escandón "seguían vivas", es decir, enmendando a doña Zenaida y acudiendo a las razones de doña Serena, "para que crean que la casa no está deshabitada".
La mente cartesiana de este antiguo alumno de liceo no conseguía con-ciliar la contradicción. Si querían que la gente supiera que ellas estaban vivas, que la casa no estaba deshabitada, lo natural es que él sa-liese por la puerta principal. No a hurtadillas, por detrás, como Panchita la criada sordomuda.
Decidió poner la contradicción a prueba. Abrió la puerta trasera y salió al polvoso parque público donde un grupo de niños jugaba fútbol. Ape-nas pisó campo, los muchachos detuvieron el juego y miraron fijamente a Alex. El recién llegado les sonrió. Uno de los chicos le aventó la pelo-ta. Alex, instintivamente, le dio una patada al balón. Lo recibió uno de los chicos. Se lo devolvió. Alex distinguió los endebles postes de la meta. Con un fuerte puntapié, dirigió la pelota a la portería.
-¡Gol! -gritaron al unísono los chicos.
Alex se dio cuenta de que no había portero en el arco. Su triunfo había sido demasiado fácil. Pero este simple acto lo unió sin remedio al juego infantil del barrio. Incluso se sintió contento, recompensado, como si esta situación imprevista le diese una ocu-pación inmediata, lo salvase de la abulia que parecía dominar la casa de las señoritas Escandón, le diese -se sorprendió pensándolo- una misión en la vida. Jugar fútbol. O simplemente, jugar.
Cuando recibió la pelota con un cabezazo, tuvo que levantar la vista.
La tía Serena lo observaba, con la cara adusta desde una ventana del segundo piso.
Desde otra ventana, también lo miraba la tía Zenaida. Pero ella sonreía beatíficamente.

Más tarde, cuando se disponía a almorzar con doña Zenaida, llegó al vestíbulo y escuchó el terrible rumor que venía del segundo piso. Se detuvo al pie de la escalera. No entendió lo que pasaba. Sí, las dos an-cianas disputaban, pero sus voces eran como un eco lejano o las del fondo de un túnel. Alex escuchó dos portazos, un lejano sollozo. Supo que la tía Ze-naida, esta vez, no lo acompañaría a almorzar.
Se dirigió al comedor. El servicio estaba puesto. Un caldo de hongos bajo la tapadera de metal de la sopera más el habitual platón de carnes frías, amén de otro lleno de las deliciosas frutas, que él nunca había probado antes, del trópico mexicano.
Regresó a la recámara después de comer, leyó a Musset y sintió la tentación de escribir algo, inspirado por las Confesiones de un hijo del siglo. Se sentó en el pupitre. Sabía que estaba vacío. Pero un movi-miento normal en el asiento le bastó para darse cuenta de que algo se movía bajo la tapa del escritorio.
La levantó. Había allí unos cuadernos. Los revisó rápidamente. Eran li-bros infantiles para colorear. Es más, los crayones estaban, sueltos, dentro del pupitre.
Alex sonrió. Qué ocurrencia. Y qué nuevo mis-terio. ¿Se había equivoca-do ayer, agobiado por el jet-lag, cuando revisó el pupitre? ¿Una de las hermanas -seguramente Zenaida- había devuelto a su lugar estos cua-dernos y lápices? ¿Para qué? En esta casa nunca habían vivido niños.
Y los cuadernos -los hojeó- eran modernos, impresos hace apenas quince años, lo vio en la página de edición.
El autor era él.
Aventuras de un niño francés en México por Ale-jandro de la Guardia.
Las hojas estaban en blanco.

La razón lo abandonó por completo. Es más, sin razón, sintió miedo. Se recostó en el catre. Se cubrió los ojos con la almohada. Se tranquilizó. Esperó la hora de la cena. Todo se aclararía.
La tía Serena no acudió a la cena. Alex esperó diez minutos. Quince... Sentado a la mesa, sólo vio los restos de la comida del mediodía. La sopa estaba fría. Las carnes también, pero tenían el aspecto desagra-dable de ser sobras, comidas a medias, pedazos de grasa arrancados con garras al lomo de algún ani-mal y desechados con asco.
Se sintió alarmado. Un grave silencio embarga-ba la casa. El joven se encaminó a la escalera con pa-sos tímidos. Nunca había subido al se-gundo piso. Ellas no lo habían invitado. Él era un chico bien educado.
-Los niños deben ser vistos pero no oídos -le había enseñado su mamá-. Children should be seen but not heard.
Subió con paso lento e inseguro al segundo piso. Se detuvo entre las dos puertas únicas, enfrentadas, del corto pasillo.
Al pie de cada puerta, sendas bandejas espera-ban ser recogidas.
Los platillos se enfriaban.
-Es que ellas comen carnes frías -se dijo Ale-jandro razonablemente.
¿Cuándo las comen? ¿Para qué las comen arriba si hasta ahora me han acompañado abajo? ¿Y quién les ha traído las bandejas, si la Pancha se va muy de mañana? ¿Cada una le trajo la cena a la otra? ¿No que se detestaban entre sí? ¿De cuándo acá tan ser-viciales?
Bajó la mirada.
Levantó la tapa del platón frente al cuarto de Zenaida. Los insectos de-voraban las carnes. ¿Qué eran? Arañas, cucarachas, alimañas, simples hormigas... Se movían.
Tapó apresuradamente el platillo.
Se deslizó al levantar la tapadera de la otra co-mida.
Sólo había una sopa servida. ¿Sopa de tomate? ¿Sopa de betabel, borsch...?
No resistió meter el dedo en la sopa y luego chu-parlo.
Sopa de sangre.
Estuvo a punto de gritar.
Chupó sangre.
No gritó porque lo detuvo el sollozo, mínimo pero pertinaz, del otro lado de la puerta de Serena. Levantó el brazo. Iba a tocar. Iba a preguntar. -Tía, ¿qué pasa?
Se detuvo a tiempo. No tenía derecho. Una ra-zón absurda le cruzó por la mente. ¿Por qué iba a tocar en esta puerta, la del sollozo de Serena? ¿Por qué no en la otra, la del silencio de Zenaida?
Se sintió confundido, quizás amedrentado. Lo salvó su buena educa-ción. Sí, no tenía derecho a en-trometerse en la vida privada de unas viejas soltero-nas, excéntricas, al cabo un poco locas, pero sangre de su sangre. Y que le ofrecían hospitalidad.
Bajó como subió, en silencio, sin hacerse sentir, a la recámara.
Sobre la almohada descansaba un chocolate envuelto en papel platea-do, como en los hoteles.
Alejandro no lo desenvolvió. Admitió que sintió miedo. En un arranque de violencia poco acostum-brada en él, debida acaso a las tensiones acumuladas y sujetas a rienda como un perro enojado, abrió la ventana y arrojó el dulce al parque.
Eran las diez de la noche.
Volvió a vencerlo el sueño, más que la imagina-ción.

6

Sólo al despertar, metiendo la mano debajo de la al-mohada con un gesto matutino que le era habitual, Alejandro de la Guardia tocó un pa-ño que desconocía.
Apartó la almohada y encontró un pijama que no era suyo. Desconcer-tado, lo extendió sobre la cama. La prenda era muy pequeña. Como para un enano. O un niño. Alex miró la etiqueta en el cuello de la cami-sa. Claramente indicaba S, small.
No supo qué hacer con el pijama entre las manos. ¿También este regalo inútil de las tías (pues na-die más tenía acceso a la recámara) lo arroja-ría al parque, para que lo recogiera uno de los niños pobres que allí se reunían a jugar después de la escuela?
Pensó que lo más sutil sería dejar el pijamita donde lo encontró, debajo de la almohada. Eso sí que desconcertaría a las tías. Lo frenó el uso del plural. Las hermanas no se hablaban, salvo para pelearse como ayer. Entonces, ¿cuál de las dos estaba haciendo estas bromas? Empezó a creer que una de ellas, más que excéntrica, estaba loca.
Pasó al baño para el aseo de la mañana. Usó la incomoda bañera y añoró una buena ducha. Se secó con una toalla, incómoda también, ya que era de tela como la que se emplea para limpiar y secar platos, sin el confort de la moderna toalla absorbente. Claro, las tías se habían quedado detenidas en otra época.
Tomó la crema de rasurar y empezó a untarla en el mentón y las meji-llas, como todas las mañanas desde que tenía quince años. Automáti-camente buscó el reflejo del espejo.
Ya no había espejo.
Había sido retirado.
Quedaba la sombra del espejo, el cuadro lívido del espacio ocupado por ese nuestro extraño y entra-ñable doble al cual ningún misterio le atri-buimos. Un objeto de uso cotidiano. Recordó con cierta emo-ción poética los espejos del Orfeo de Cocteau, una película vista y revista por el joven Alex en la Cine-mateca Francesa. Espejos que podíamos atravesar como si fuesen agua. Un líquido vertical, penetrable para pasar de una realidad a otra. En verdad, de la vida a la muerte.

Esa mañana, Panchita no estaba en la cocina. Con delantal bien puesto, era doña Zenaida quien lo atendía.
-Dormiste bien, angelito de mi alma? -pre-guntó la solícita señorita.
Alejandro asintió y recibió con sospecha el plato de huevos rancheros, la taza de barro de café con ca-nela, la campechana...
-Gracias por el chocolate que me dejaron -dijo con cara de expresa normalidad Alejandro...
-Te gustó? -preguntó Zenaida sin levantar la cara hacendosa.
-Claro -dijo Alex con un tono neutro.
-Sobrino -Zenaida siguió ocupada-. Quie-ro que sepas una cosa. Cuando éramos jovencitas, Serena y yo nos adorábamos. Nos mimábamos, nos acariciábamos, sabes, era una costumbre romántica que las mujeres se mimaran y acariciaran. Una cos-tumbre que ella y yo heredamos...
Alex se animó. -Sí, lo sé. He leído novelas in-glesas del siglo XIX. Era propio de mujeres mimarse y acariciarse entre sí -rió-. Hoy causaría es-cándalo
Se detuvo. Una sombra había descendido sobre los ojos de la tía.
-De vieja, la vida se ve distinta. Una ya no busca compañía. Se la im-ponen a una. Queda una en manos ajenas. Manos extrañas. Todo por el pecado de ser vieja.
Alejandro dejó que pasara como una sombra la asociación indeseada. El estaba aquí porque se lo pidió a las tías y ellas escribieron encantadas de recibirlo.
Pero cada una escribió por separado. No fue una respuesta común co-mo naturalmente debió ser. Y doña Zenaida continuaba hablando con tranquili-dad.
-Quiero que sepas una cosa, m'hijito. A pesar de las apariencias yo amo a tu tía Serena. Mientras la tenga a ella, nadie ocupará su lugar.
-Me da gusto saberlo, tía Zenaida.
-Yo diría -prosiguió ella con un tono desacos-tumbrado para Alex- que nuestra crueldad es parte de nuestro amor.
Se limpió las manos con el delantal y Alex sintió un brote de compasión hacia estas dos solitarias mu-jeres.
-Tía Zenaida... Me gustaría acompañarla. ¿No quiere darse una vuelta por la calle conmigo? ¿Que la lleve a un cine? ¿O a un restorán?
-¿No te he dicho que es peligroso caminar por las calles de México? -dijo ella con alarma-. Asal-tantes, secuestradores, mirones, léperos. Una señori-ta no está a salvo...
-La protejo yo -dijo Alex, decidido a ser un huésped simpático.
-No, no -agitó la cabeza blanca doña Zenai-da-. Nadie protege a nadie... Mira por la ventana.
Alex se asomó al parque público en el momento en que un policía dete-nía a un hombre viejo, andra-joso, con alarde de fuerza.
-¿Ves? -murmuró Zenaida.
-Cómo no, tía. Ya ve. La ciudad no es tan inse-gura como usted dice.
La señorita dio la espalda al parque e hizo una bola con el delantal.
-Si no la ven a una, entonces sí, es segura...
-¿No cree que usted... y su hermana... bueno, exageran esto del en-cierro?
Zenaida abrió tremendos ojos.
-Chamaquito de mi vida, ¿no te das cuenta? Nosotras no estamos en-cerradas. Ellos, los que andan por la calle, ellos son los que están en-cerrados...
-¿Perdón? -Alex casi soltó la taza.
-Sí, amorcito corazón, ¿no te has dado cuenta? Toda esa gente que va y viene por la calle, pues... bueno... Esa gente no existe, Alex. Son fantasmas. Pero no lo saben.
Seguramente, pensó Alejandro, toma mucho tiempo -y mucho aisla-miento- llegar a hablar de esta manera y crear metáforas, a la vez, tan simples y tan misteriosas. Intentó regresar a la normalidad. Se dio cuenta, en el acto, de que en esta casa la normali-dad estaba exiliada.
-Tía, en todo caso, puedo quedarme a acom-pañarla aquí, esta maña-na...
-No. Perdería las horas.
-Pero podríamos compartirlas, tiíta.
-Tonto. Ya no serían las horas del abandono...

Salió de la cocina y Alex no tuvo mejor ocurrencia, impulsado acaso por cuanto había sucedido durante el desayuno, que salir a darse un paseo para exorcizar el encierro de la casa. Eran las diez de la mañana. Duda-ba que a él lo atacaran a pleno sol.
Apenas puso un pie en el parque, se topó con el cadáver de un perro muerto. Era uno de esos canes sin dueño, sarnosos y despistados, co-mo si temiesen revertir al lobo. Un perro muerto.
Y al lado del perro, la envoltura inconfundible del chocolatito que Alex, esa mañana, arrojó por la ventana. La envoltura vacía. Una baba negra corría por el hocico del animal.
Reprimió el asco. Sofocó el miedo y la angustia. Él pudo haber comido ese dulce. Lo habrían encon-trado muerto en la cama. Era inconcebible. ¿Por qué, por qué? Un relámpago le cruzó la mente. Por más peligrosas que fuesen las calles de México, más peli-grosa era la casa de las tías.
Dio la vuelta al parque, cavilando pero incapaz de darle concierto a sus ideas. Encontró la avenida de la Ribera de San Cosme. Aparte de la fealdad de las construcciones y la mediocridad de los comercios, no vio nada fuera de lo común. La gente iba y venía, entraba a tiendas, com-praba periódicos, se sentaba a comer en restoranes modestos...
Súbitamente, una construcción milagrosa apa-reció ante la mirada de Alex.
Era un edificio colonial de gran portada barroca. Una larga fachada de piedra cuya sobriedad elegante hablaba muy alto del arte del barroco, de su otra faz, la de un sigilo sorpresivo que no entrega la belleza que atesora de un solo golpe, sino que demanda aten-ción y cariño. Algo ha-bía en el edificio que consigna-ba seguridad y belleza.
Alex leyó la placa inscrita a la entrada. Aquí ha-bía funcionado la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad de México hasta 1955. El edificio -decía la placa- era conocido como "Mascarones". Alex subió los tres o cuatro peldaños de la entrada y se detuvo admirado ante un patio amplio, armónico, de proporciones preciosas, con dos pisos comunicados por una gran escalera de piedra.
Se detuvo en el centro del patio del colegio. Poco a poco, con suma cautela, el espacio se fue llenando de voces y las voces, de tonos varia-dos, reían, discu-tían, recitaban, murmuraban, siempre en aumento, pero siempre claras, distintas, tan claras que en medio del coro rumo-roso Alejandro de la Guardia distin-guió su propia voz, inconfundible, riendo, viva pero invisible, terrible por invisible y también porque es-tando seguro de que era su voz, no era su voz, atra-yéndole hacia un misterio que no le pertenecía pero que lo amenazaba, lo amenazaba terriblemente...
Salió apresurado del patio, del edificio, corrió hacia la calle sin mirar al tranvía que se le vino enci-ma y lo mató instantáneamente.
Abrió los ojos. No había tranvías en la Ribera de San Cosme. Alejandro estaba allí, de pie, aturdido, a media calle. Bajó la mirada. Allí estaba la huella in-confundible de antiguos rieles de tranvía, desapareci-dos, que el paso de miles y miles de automóviles no había logrado borrar del to-do...
Sudó frío. Como si hubiese resucitado. Miró su reloj. Ya eran las dos de la tarde. La tía Zenaida lo esperaría para comer. Alex se rebeló. Quería comer solo. Quería comer fuera.
La hora del almuerzo iba convocando a la gente que salía de oficinas, tiendas, escuelas... Fondas, loncherías, puestos de carnitas, taquerías... La aglomeración de la larga avenida fue empujando a Alex hacia las ca-lles laterales, devolvién-dolo, a su pesar, a la única morada que tenía en esta hidra de ciudad. La casa de las tías.
Sólo que ahora, después del incidente del perro muerto, sentía miedo de sentarse a comer con Zenai-da o con Serena. Metió las manos en los bolsillos y se dio cuenta de algo más. Atenido a la hospitalidad de las señoritas Escandón, no traía dinero mexicano. Regresó al parque e hizo algo insólito, algo que estre-meció su alma porque era un acto imposi-ble, un acto que su espíritu rechazaba con horror. Quizás por eso lo cometió. Porque lo consideró no un acto espantoso, sino un acto fatal, dictado por algo o alguien que no era él.
Metió la mano en un gran bote de basura. Hur-gar allí en busca de co-mida. Lo hizo. Lo hacía cuando otra mano tocó la suya. Alejandro retiró la mano con miedo. Levantó la mirada para encontrar la del viejo clo-chard detenido esa mañana por un policía. Cuando las manos se toca-ron, cada uno retiró la suya. Alejandro miró al viejo. El viejo no podía mirarlo a él. Era un ciego, uno de esos ciegos enfermos con la mirada borrada como por una nube interna que sólo le ofrece al mundo un par de ojos disueltos en un espeso esperma legañoso.
-Mataron a mi perro -dijo el viejo-. Me detuvieron. Creen que yo lo maté. ¿Cómo voy a ma-tar a mi única compañía?, el perro que me guia-ba por las calles en busca de comida, dígame nomás... Mi perro Mira-món.
Buscó a Alex con la mirada perdida.
-¿Usted nunca ha comido carne de perro, com-pañero? Viera que no sa-be mal.
Rió sin dientes.
-L'hambre mata. L'hambre manda.
Alex no dijo palabra. Tuvo un temor. Si se mani-festaba ante el pepena-dor ciego, éste se espantaría. Si era ciego, que creyese haber encon-trado a un mudo.
-Nadie más que yo sabe de este basurero. Es el mejor del barrio. Esta gente no ha de comer nada. Lo tiran todo a la basura.
Señaló, con la certeza de la costumbre, a la casa de las tías.
-Han de vivir de aire -cacareó el anciano an-tes de sumirse en la melan-colía-. Voy a extrañar a Miramón. ¡Guau, guau! -ladró alejándose.

Alex pasó la tarde leyendo y preparándose para la cena con la tía Sere-na. Algo le decía que esta vez la señorita no faltaría al rendezvous. Y en efecto, allí lo esperaba, con las acostumbradas viandas que Alejan-dro había decidido comer sin temores, seguro de que su único recurso era comportarse normalmente, como si no pasara nada, sin asociarse a la bruma creciente del misterio propiciado, se daba cuenta, por las her-manas enemigas. Eso tenían en común: la capacidad de trastocar la normalidad. El encierro -decidió Ale-jandro- las había trastornado.
-Siéntate, Alejandro -le dijo con suma for-malidad doña Serena-. Perdo-na las inquietudes de anoche.
Suspiró.
-Sabes, cuando dos viejas solteronas viven jun-tas y sin compañía tan-tos años, se vuelven un poco maniáticas...
-¿Un poco? -dijo con sorna domeñada el so-brino.
-Es muy extraño, muchacho. Salvo Panchita, que es sordomuda, nadie entra en la casa. Eso tiene que provocar inquietudes públicas, ¿sabes? Al princi-pio le dije a mi hermana, vamos saliendo a la calle de vez en cuando. Ella me dijo, no podemos abandonar la casa. Alguien tiene que estar siempre aquí, cuidán-dola.
Masticó unos segundos. Deglutió. Se limpió los labios con la servilleta. Es el acto que Alejandro espe-raba para comer del mismo platón de car-ne, sin temor de morir envenenado...
-Entonces -prosiguió la anciana- le dije a Zenaida que podíamos alter-nar los paseos. A veces saldría ella y yo me quedaría aquí a guardar la casa. Otras veces sería al revés. ¿Sabes lo que me contestó?
Alejandro negó suavemente.
-Que si veían a una sola, iban a creer que la otra se había muerto.
-Pero si veían a ambas, así fuese por separado, sabrían que eso no era cierto, tía.
-En cuanto nos vieran separadas, creerían que una había matado a la otra.
-No es posible, tía, No es razonable. ¿Qué motivo habría?
-Para quedarse con la herencia.
Alejandro no dio crédito a una respuesta a la vez tan inesperada y tan convencional. Decidió seguir el juego.
-¿Qué, es mucho dinero?
-Es algo que no tiene precio.
-Ah -alcanzó a emitir el sobrino.
-¿Sabes por qué te prohibimos usar la puerta principal?
-Lo ignoro y me intriga, sí.
-Nadie debe saber si mi hermana y yo estamos vivas o muertas. La presencia de un huésped...
-¿Por qué? -la interrumpió Alex bruscamente.
-No te adelantes. La curiosidad es una pasión demasiado inquieta, mu-chacho.
-No hago más que seguir sus palabras, tía Sere-na.
La tía lo miró con unos ojos hermanados tanto a la locura como al or-gullo.
-Afuera creen que somos fantasmas... La pre-sencia de un huésped los hubiese desengañado.
Alejandro suprimió una sonrisa, temiendo ofen-der a la tía.
-He oído decir que cada habitante de una casa tiene su pareja fantas-ma, tía.
-Así es. Pero el precio es muy alto y más vale no averiguarlo.
Se apoderó de ella una risa convulsiva. Agitó los brazos. Una mano sin gobierno chocó contra la copa de vino tinto. El vino se derramó. No dejó mancha sobre el blanco mantel.
Ella miró al sobrino con ojos de súplica.
-Por favor. Créeme. Nuestra crueldad es parte de nuestro amor.
-¿Quiere usted decir, el amor entre usted y su hermana, a pesar de las desavenencias ocasionales?
-No, no -dijo con la cabeza reclinada hacia atrás, como si se ahogara-. Nuestro amor por ti...
Alex se levantó a socorrerla.
-¿Se siente mal doña Serena? ¿Puedo ayudarla? ¿Llamo a un médico?
La mirada de Serena se volvió con furia contra Alejandro.
-¿Un doctor? ¿Estás loco? Regresa inmediatamente a tu cuarto. Estás castigado. Anda. Vete. Quédate sin cena.
-Tía Serena -Alex trató de sonreír.
-¡Madre! -gritó la vieja-. ¡Madre, no tía!
Alejandro iba a contestar con firmeza, "mi madre Lucila acaba de morir en París, le ruego que respete su memoria". No valía la pena. Se retiró perturbado a la recámara, saboreando, a pesar de él mismo, la calidad, a la vez etérea y corpórea, del vino servido.
¿Qué nueva locura aquejaba a doña Serena? ¿Se creía, virgen y estéril como era, madre putativa de Alejandro de la Guardia? ¿No sabía per-fectamente que Alex nació en París veintisiete años atrás, cuando las señoritas Escandón ya estaban encerradas en su casa de la Ribera de San Cosme en México?
Alejandro imaginó escenas de novela decimonó-nica. Él, parido por la tía Serena en México. Él, en-viado secretamente a París al cuidado de su supuesta madre, Lucila Escandón de De la Guardia. Él, niño abandonado a la puerta de un hospicio o de una igle-sia, bajo la nieve. El novelista, pensó Alex, podía volverse loco ante el repertorio de razones y desenlaces que se le ofrecían a una acción dramática cualquiera. En el liceo era obligatorio leer un libro maravilloso, Jacques el fatalista de Diderot, donde los personajes -Jacques y su amo- al llegar a un cruce de caminos deben escoger entre un repertorio de posibilidades para continuar no sólo la ruta, sino la narración. Separarse, seguir unidos, visitar un monasterio, embo-rracharse con un prelado, dormir en un albergue...
Algo así le pasaba esta noche a él. Podía excusarse con las tías, aban-donarlas, buscar un cuarto de hotel, cambiar sus cheques de viajero por pesos mexicanos, olvidarse de la casa de la Ribera de San Cosme y sus excéntricas inquilinas.
Se detuvo cuando pasó junto a la sala y escuchó a las tías conversando. Sorprendido, no se avergonzó de quedarse afuera, espiando.
-...debemos estar agradecidas, Serenita. Luci-la pensó en nosotras antes de morir. Nos envió a este niño encantador, un regalo para nuestra vejez, una linda compañía, no lo niegues...
-Qué sabia fue nuestra hermana. Mira que mandarnos a un muerto para hacerle compañía a dos muertas.
-No te adelantes, hermanita. Él todavía no lo sabe.
-Ella tampoco lo sabía. Llevábamos tantos años sin comunicarnos...
Ahora ella debe estar satisfecha...
-En el cielo, hermana...
-Desde luego. Desde allí debe vernos.
-Él no sabe que está muerto, pobrecito.
-Ni lo recuerdes, Zenaida. Morir así, atropellado   por un tranvía en ple-na Ribera de San Cosme.
-¡Qué horror! Y tan jovencito. A los once años.
-Cálmate. Con nosotras va a recuperar la paz. -Necesita compañía para jugar.
-Tú lo sabes. De nosotras depende.
-Siempre y cuando tú y yo estemos en paz tam-bién, hermana.
-¿Crees que te voy a disputar un fantasma?
-De ti lo puedo esperar todo, envidiosa. Ya ves, la otra noche lo querías para ti...
-¿Envidiosa yo? El comal le dijo a la olla.
-Sí, tú, Zenaida. Todo me lo has disputado. El amor, los novios, la ma-ternidad. Todo lo que me tocó a mí y a ti no, rencorosa.
-Cállate la boca, idiota.
-No, no me callo. No sé por qué he cargado contigo todos estos años. Me he sacrificado por ti, por lo buena gente que soy, para ayudarte a sobrelle-var tu pecado.
Zenaida se soltó llorando.
-Eres una mujer muy cruel, Serena. Da gracias de que en compensa-ción a nuestra soledad el destino nos ha enviado a un muchacho com-pañero.
-¡No existe! -gruñó con amargura Serena-. ¡No es nuestro!
"No existo", se dijo a sí mismo, atónito, Alejan-dro de la Guardia. "No existo" esbozó una sonrisa pri-mero forzada, enseguida franca, al borde de la carcajada.
-¡No existo! -rió y se encaminó a la recáma-ra-. ¡Yo no existo!
No volteó a mirar, asomadas al dintel de la sala, a las señoritas Escan-dón viéndole alejarse, Zenaida apo-yada en Serena, Serena apoyada en su bastón con ca-beza de lobo. Ambas sonriendo, satisfechas de que Alex hubiese escuchado lo que ellas acababan de decir...

7

Alejandro entró a su recámara, dispuesto a marcharse al día siguiente. Cansado, cómodo a pesar de todo, estúpidamente desprovisto de di-nero, hubiese queri-do largarse desde ya.
Entró a la recámara y prendió la luz.
Un pequeño pijama estaba tendido sobre la cama.
Y sobre la misma cama, sobre el armario, en el piso, se acumulaban los objetos de una niñez. Osos felpudos, tigres rellenos de paja, títeres y alcancías de cochinito, trenes de juguete sobre vías bien dispues-tas, autos de carrera miniatura, todo un ejército in-glés de casacas rojas y bayonetas caladas, patines, un globo terráqueo, trompos y baleros, na-da femenino, sólo juguetes de niño...
Abrió la puerta del baño. El agua corría en la tina, a punto de desbor-darse. Un pato de juguete flotaba en la bañera. Una sirena de plástico le hacía compañía.
De la sirena emanó una música que se apoderó de Alejandro, lo inmovi-lizó, lo sedujo, lo sometió a una atracción irresistible. Era un canto sur-gido del fondo del mar, como si esta vieja bañera fuese en verdad una parcela de océano salado, fresco, invitante, reposo de las fatigas del día, renovación relajada, lo que él más necesitaba para recuperar el or-den men-tal, para que la locura de la casa no lo contagiase...
Se desvistió lentamente para introducirse en la bañera. Entró al agua tibia, cerró los ojos, encontró el jabón sin perfume y comenzó a reco-rrer con él su propio cuerpo.
Se sentó en la bañera con un sobresalto.
Al enjabonar las axilas, sintió que algo se iba. El pelo. Se enjabonó el pubis. Quedó liso como un niño.
Iba a salir horrorizado del agua cuando las dos señoritas, Zenaida y Serena, se asomaron sonriendo.
-¿Ya estás listo?
-¿Quieres que te sequemos?
Alex se incorporó automáticamente, temeroso de que si metía la cabeza bajo el agua verdigris, ya nunca volvería a emerger. Pudoroso al incor-porarse, ocul-tando el sexo con las manos, atendido por las tías que lo cubrieron con la toalla, lo secaron amorosamente, lo llenaron de mi-mos.
-Amorcito corazón...
-Niñito del alma mía...
-Lindo bebé...
-Vida de mi vida...
-Santito nuestro...
-Niñito travieso.
-Distraído, distraído...
-¿No te advertimos que tuvieras cuidado al cru-zar la avenida?
-¡Cuidado, chamaco, cuidado con el tranvía!
Entonces condujeron a Alex fuera de la recáma-ra, por los pasillos, hasta la puerta del sótano. Alex sentía que perdía la razón pero que el resto de razón que le quedaba le permitía entender que las tías reunidas no sólo dejaban de pelear entre sí, no sólo dejaban de ser cariñosas con él.
Se volvían amenazantes.
Abrieron la puerta que conducía al sótano.
Se dio cuenta de la razón de las prohibiciones. -No uses la puerta de-lantera.
-Que no sepan que estamos vivas.
No. Que no sepan que él estaba aquí. Que su presencia en la casa sea un misterio, le dijo un rayo fulminante de razón.
Descendieron. El olor de musgo era insopor-table, irrespirable. Se acu-mulaban los baúles de otra época. Las cajas de madera arrumbadas. La tétrica luz de esta hora de la noche. ¿Por qué no encendían la luz eléc-trica? ¿Por qué lo conducían a un espacio apartado pero descombrado del sóta-no?
-¿Para qué saliste? -dijo Zenaida.
-¿No te dijimos que las calles eran peligrosas? -repitió Serena.
-¿Que te podía atropellar un tranvía?
-¿Y matarte?
-Ahora vas a descansar -dijo Zenaida seña-lando hacia un féretro abier-to, acolchado de seda blanca.
-Ahora eres nuestro niño -susurró Serena.
-¿Nuestro? -alcanzó a decir Alejandro-. ¿De cuál de las dos?
-Ah -suspiró Serena-. Eso nadie lo sabrá nunca...
-Está bien -murmuró Alejandro-. Basta de bromas pesadas. Vamos arriba. Mañana me marcho. No se preocupen.
-¿Mañana? -sonrió afablemente Zenaida-. ¿Por qué? ¿Acaso no somos buena compañía?
-¿Mañana? -le hizo eco Serena, indicando un segundo cajón de muerto.
-Siempre. Alejandro, mañana no. Siempre. Nuestro angelito necesita compañía.
-Anda, Alejandro, ocupa tu lugar en la camita de al lado.
-Es cómoda, amorcito. Está acolchada de seda.
-Entra, Alex. Recuéstate, santito. Duerme, duerme para siempre. Acompaña a nuestro hijito. Gracias, monada.
-Ay, Alex. Hubieras comido el chocolatito. Nos hubiéramos evitado esta escena. Las luces se apagaron poco a poco.

Archivo del blog

MANUAL DE CREATIVIDAD LITERARIA DE LA MANO DE LOS GRANDES AUTORES FRAGMENTO

  Literatura y vida Prólogo de Alicia Mariño Espuelas   Leer para vivir, como decía Gustave Flaubert, y como reza al comienzo de este libr...

Páginas