CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
domingo, 18 de diciembre de 2016
Richard Jenkyns. Un paseo por la literatura de Grecia y Roma.
Richard Jenkyns es profesor emérito en la Universidad de Oxford. Es autor de Virgil’s Experience y de The Victorians and Ancient Greece, descrito como «magistral» por History Today.
Sus intereses en la investigación están centrados en la tradición clásica, sobre todo en el siglo XIX, Poesía latina, épica. Actualmente trabaja en un libro sobre Dios, el espacio y la ciudad en la imaginación romana.
Sus obras más importantes son aparte de la mencionada: Three Classical Poets: Sappho, Catullus and Juvenal (1982), Dignity and Decadence: Victorian art and the classical inheritance (1991), Classical Epic: Homer and Virgil (1992), (ed) The Legacy of Rome: a new appraisal (1992), Virgil’s Experience: Nature and History, Times, Names and Places(1998), Westminster Abbey (2004) y A Fine Brush on Ivory: an appreciation of Jane Austen(2004).
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HOMERO
¡Cólera! La literatura europea no empieza con el gemido de la infancia, sino con un estallido. Porque «cólera» es la primera palabra de la Ilíada de Homero. De hecho no sabemos si la Ilíada es el primer poema griego que tenemos; los propios griegos debatían sobre quién tenía prioridad, Homero o Hesíodo. Pero fue importante para la vida y cultura griegas que durante mil años y más esta imponente obra de arte encabezase su literatura. Naturalmente, semejante obra no surgió de la nada: es la cúspide de una montaña sumergida, la culminación de una larga tradición poética de la que poco podemos saber.
La primera civilización que afloró en el continente europeo fue la micénica, así denominada por Micenas, su ciudad más grande. Estaba en su cénit a mediados del segundo milenio a. C., y la Ilíada conserva algunos recuerdos de aquel tiempo. Los micénicos hablaban griego y conocían el uso de la escritura, aunque sólo la emplearan con fines prácticos. No obstante, con el declive de esta cultura la escritura desapareció para no volver a aparecer de nuevo hasta el siglo VIII. Hasta entonces, los versos sólo podían componerse en la cabeza del poeta, para ser cantados o recitados. Éstos debieron de ser los antepasados de Homero, pero ¿existió de verdad un Homero, o acaso fueron la Ilíada y la otra épica homérica, la Odisea, producto de muchos autores? Esta cuestión sigue siendo objeto de debate desde finales del siglo XVIII.
El asunto cambió con el descubrimiento, hace unos ochenta años, de que estos poemas pertenecen a una tradición oral. Cualquier lector de Homero se percata al instante de que hay muchas repeticiones. En particular, son recurrentes los epítetos que unen nombre y adjetivo: «Aquiles, de pies ligeros», «Zeus, que las nubes acumula», y así sucesivamente. Estos epítetos, conocidos como fórmulas por la moderna erudición, no sólo son frecuentes, sino sistemáticos. Si el poeta dice que Aquiles está haciendo algo y quiere que ocupe cinco sílabas al final de un verso, lo califica de «noble Aquiles». Si quiere que ocupe ocho sílabas, lo llama «Aquiles, de pies ligeros». El sistema no es redundante: cada vez que el poeta quiere que una persona o cosa llenen un determinado espacio métrico, tiene una de estas locuciones y sólo una.
Además, estos epítetos tienen rasgos lingüísticos que muestran que debieron ser inventados en épocas diferentes; uno o dos de ellos son muy antiguos, de siglos anteriores a la aparición de alguien a quien pudiéramos llamar Homero. Hay también algunas variaciones dialectales que resultan métricamente útiles al poeta. Por consiguiente, el lenguaje homérico no pudo haberse hablado en ninguna época ni lugar: es una construcción que debió de formarse a lo largo de generaciones y que se transmitió oralmente.
Si un chisme circula por un pueblo siendo constantemente alterado y embellecido con cada relato, no podríamos atribuirlo a un autor: la historia es producto colectivo del pueblo. Un poema oral podría ser lo mismo. Por otro lado, un poema en una tradición oral no tiene que ser totalmente oral, pues el poeta podría aprender a escribir, o podría dictar su obra. Aunque los eruditos siguen en desacuerdo, podemos decir con cierta seguridad que la Ilíada, tal y como la conocemos, es esencialmente la creación de una sola mente utilizando material tradicional, y que fue compuesta al entrar en contacto con la escritura.
Hay dos razones fundamentales para ello. La primera es que nadie ha sido capaz de dar una explicación convincente de cómo una obra tan inmensamente larga pudo ser transmitida puramente por medios orales. La segunda es más específica: en el canto noveno del poema se envía una embajada a Aquiles, y unas veces hay dos embajadores y otras veces tres. Sin duda, originalmente había dos y el tercero se añadió después. Una transmisión puramente oral habría corregido la anomalía. La única explicación plausible es que el poeta cambió de idea, no ajustó lo que ya había compuesto (después de todo, un poeta oral no tiene el concepto de borrado) y la anomalía permaneció porque el hecho de escribir la había fijado. La fecha de estas dos obras es muy incierta. Una estimación corriente es que la Ilíada se compuso a finales del siglo VIII, pero no es descabellado plantear una datación en el siglo VII. La Odisea probablemente vio la luz entre veinte y cincuenta años después de la Ilíada.
Los griegos poseían un enorme arsenal de mitología, y una característica curiosa de la literatura clásica, a lo largo de toda su historia, es que gran parte de ella está basada en el mito. Una de las muchas leyendas heroicas fue la historia de Troya, en la que se relataba que Paris, hijo del rey troyano Príamo, raptó a Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta, y que para recuperarla una alianza encabezada por Agamenón, rey de Micenas, asedió Troya y la destruyó. La Ilíada («Relato de Troya») narra un incidente dentro de esta guerra de Troya. La Odisea recuerda la guerra y cuenta las posteriores aventuras de uno de sus héroes. Mucho más tarde, en el siglo I a. C., Virgilio relató en la Eneida cómo uno de los troyanos escapó a la destrucción de su ciudad y fundó un nuevo pueblo en Italia; y esto se convirtió en el clásico fundamental de la literatura latina. De este modo, el relato de Troya ha acabado ocupando un lugar capital y permanente en la imaginación occidental.
En literatura hay argumentos simples y argumentos complejos, y la Ilíada tiene uno de los grandes argumentos simples. Durante el sitio de Troya, Agamenón se pelea con Aquiles, el mejor guerrero del ejército, y le arrebata a su concubina Briseida. Aquiles se retira de la batalla. La ninfa del mar Tetis, madre de Aquiles, implora a Zeus, rey de los dioses, que acepta conceder a los troyanos la ventaja en la batalla. Al verse enfrentado a la derrota, Agamenón envía una embajada a Aquiles ofreciéndole una enorme recompensa y la devolución de Briseida. Inesperadamente, Aquiles lo rechaza, pero cede a las súplicas de su amigo Patroclo permitiéndole volver a la batalla. El principal guerrero de los troyanos, Héctor, hijo del rey Príamo, mata a Patroclo. El afligido Aquiles regresa ahora al combate, mata a Héctor y se niega a devolver su cadáver. Los dioses le comunican que están furiosos por esto; Príamo acude sólo a recoger el cuerpo; y Héctor es enterrado con todos los honores.
Todos los escolares saben que la guerra de Troya se libró entre griegos y troyanos, y en lo que respecta a Homero, todos los escolares están equivocados. Los griegos siempre se han llamado a sí mismos helenos; los romanos, por alguna razón, los llamaban graeci, y griegos han sido desde entonces para casi todo el mundo. Sin embargo, Homero nunca califica de helenos al bando de los sitiadores: son aqueos, o alternativamente argivos o dánaos. Los troyanos tienen la misma lengua, dioses y costumbres que sus atacantes, y son tratados con igual compasión. La Ilíada es una historia sin villanos: incluso el príncipe troyano Paris, cuyo rapto de Helena fue la causa de la guerra, es bastante atractivo, encantador al aceptar los reproches de su hermano Héctor, y normalmente un guerrero valiente y efectivo, aunque inconstante. Las fórmulas presentan un relato similar, puesto que no carecen de sentido: muestran un mundo bueno en el que los hombres son como dioses, las mujeres hermosas, la tierra fértil y el mar repleto de peces. El sentido de la bondad del mundo forma parte del carácter trágico del poema: hay tanto que perder…
Cuando en el siglo IV Aristóteles analizaba la naturaleza de la literatura en su Poética, inventando con ello la teoría literaria, observó que las épicas homéricas desarrollan cada una una única acción. [ 1] Por lo tanto, la Ilíada no es en realidad la historia de la guerra de Troya, sino la de un breve episodio dentro de los diez años que duró. Después de Homero, la obra se dividió en veinticuatro cantos. Los cantos del II al XXIII de la Ilíada cubren un período de tan sólo tres días; el primero y el último extienden toda la acción a unas pocas semanas. Semejante dilatación podría hacer que Wagner pareciera conciso, no obstante, como es sabido, Matthew Arnold, poeta y crítico, describió a Homero como «excepcionalmente rápido». Y eso es cierto en dos sentidos. Aunque la gran narración se desarrolla a través de una enorme distancia, las escenas de batalla son una infinidad de pequeños incidentes, no hay dilación. Los parlamentos son también rápidos y enérgicos; y el más largo de ellos, la explosión de Aquiles [ 2] en el canto IX, tiene un ritmo furioso.
La Ilíada tiene también una métrica rápida. El verso inglés se mide por sílabas tónicas. Así, «The cúrfew tólls the knéll of párting dáy» [ *] es un verso de pentámetro yámbico, porque un pie yámbico es una sílaba átona seguida de una sílaba tónica, y este patrón se repite cinco veces. El griego antiguo, a diferencia de su descendiente moderno, parece que no enfatizaba el acento y el verso antiguo se mide por la cantidad, es decir, por el tiempo que se tarda en pronunciar una sílaba. Por lo tanto, un pie yámbico en griego equivale a una sílaba corta seguida de una larga (ti-tan). El metro de la Ilíada es el hexámetro dactílico. Hay seis pies en el verso: cada pie puede ser un dáctilo (tan-ti-ti) o un espondeo (tan-tan), excepto el último, que siempre es un espondeo. La gran mayoría de pies son dáctilos. Por consiguiente, el verso avanza rápidamente: la combinación de pausa y rapidez con la elevación épica es la esencia del estilo homérico. El hexámetro es una forma muy expresiva y flexible que se usará a lo largo de toda la Antigüedad siempre para la épica, pero también para otros muchos propósitos.
La Ilíada está estrictamente restringida no sólo en el tiempo sino también en el espacio. Con una pequeña excepción en el primer canto, los actores humanos permanecen en todo momento en la ciudad de Troya o en la llanura frente a la misma. Los dioses se mueven más, pero incluso ellos suelen aparecer reunidos en el monte Olimpo, o presentes en la llanura de Troya, o en tránsito entre ambos lugares. La combinación de anchura y concentración es de nuevo esencial para el carácter del poema. Es una historia sobre seres humanos que da mucho espacio a los dioses, y estos dioses causaban sorpresa incluso a los griegos. Pueden parecer triviales, frívolos y despreocupados. En el siglo IV, Platón no dio cabida a Homero en su república ideal, [ 3] porque su idea de los dioses era indigna y daba mal ejemplo. En cambio, el mejor crítico literario de la Antigüedad, un autor anónimo conocido como Longino, señaló que para él Homero parecía haber convertido a sus hombres en dioses [ 4] y a sus dioses en hombres. Fórmulas tales como «semejante a los dioses» al parecer confirman esta impresión. Hombres y dioses pueden combatir unos contra otros: de hecho, el héroe aqueo Diomedes consigue herir [ 5] a Ares y a Afrodita. Gran parte de lo que había en la religión griega, como la polución, los oráculos, el culto a los héroes, el culto a la fertilidad y el culto extático, se queda fuera del poema, aunque se da a entender que es conocedor de todas estas cosas. Homero, o su tradición, ha creado un retrato distintivo de lo divino. En pocos lugares ofrece una poderosa representación de la trascendencia numinosa de los dioses, sino que en general les extrae el numen. Si un guerrero se encuentra con un dios en el campo de batalla, su reacción no es postrarse de rodillas en adoración, sino reflexionar si se queda o se retira.
Esta idea de los dioses es, una vez más, parte de la visión trágica del poema. Los dioses difieren de los hombres en apenas un par de aspectos. En primer lugar, los dioses son inmortales y los hombres mueren. En otros relatos de la religión griega encontramos que grandes hombres, como Heracles, podían promocionar y convertirse en dioses tras su muerte; otros héroes, aun sin llegar a ser dioses, tenían un poder permanente y se convertían en objetos de culto, siendo honrados con sacrificios y libaciones. En cambio, en la Ilíada, la división entre mortales e inmortales es absoluta. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos: este es el drama de la concepción. En segundo lugar, en líneas generales, los dioses son felices y los hombres desgraciados. Una vez más, las fórmulas cuentan la historia: «los bienaventurados», dioses «que viven a sus anchas», «desgraciados mortales». La idea cristiana es que Dios nos ama, y ésta es parte de su grandeza. Para comprender la Ilíada hemos de invertir esta noción: los dioses no tienen que preocuparse, y por esto son dioses.
Cuando Aquiles persigue a Héctor alrededor de las murallas de Troya, el poeta compara la escena con una carrera de carros, [ 6] «y todos los dioses los contemplaban». La comparación es reveladora: cuando asistimos a un gran partido, nos creemos apasionadamente implicados, pero salimos del estadio y nuestras vidas no han cambiado. También los dioses pueden parecer febrilmente partidarios, unos de los aqueos, otros de los troyanos, pero al final sus emociones son superficiales. Podría compararse con la apócrifa maldición china: «Ojalá vivas tiempos interesantes». La bendición de los dioses es la de ser llanos y simples, y la maldición de los hombres ser interesantes. El último canto contiene dos reconciliaciones o acuerdos. El que se produce entre los dioses es bastante breve y directo. El que se da entre dos hombres, Aquiles y Príamo, es mucho más difícil, complejo y profundo.
La Ilíada utiliza pocas metáforas, con una importante excepción: el símil formal. La mayoría de símiles encajan en alguno del muy reducido número de tipos. El más común es el símil animal: un guerrero es como un león o un lobo o (una vez) un testarudo asno. Muchas otras comparaciones provienen del mundo natural, y mientras que el combate singular es la forma de lucha que predomina en el poema, los símiles de nubes y olas son un modo de representar la batalla en masa. El símil ayuda a avivar y diversificar la narración de la batalla, pero colectivamente tiene un efecto más amplio: muestra el lugar del combate dentro de un mundo que contiene otras muchas cosas. Esta idea se expresa también a través del escudo que el dios Hefesto ha hecho para Aquiles. [ 7] Describe el mundo entero, con Océano en su orla. Una de las escenas que presenta es una ciudad bajo asedio, pero también hay imágenes de desposorios, bailes, cosecha y vendimia. Se nos recuerda que la batalla, en la que está tan intensamente concentrada nuestra atención, no es más que una parte de la experiencia humana.
Homero utiliza varias veces las hojas como símil. En todas las ocasiones salvo una la semejanza es la de multitud («tantos como las hojas…»). La excepción es peculiar también en otro sentido, pues es el único símil expresado por un personaje de la historia que no es Aquiles, concedido a la insulsa figura de Glauco porque el poeta tiene una idea propia que quiere transmitir: «Como el linaje de las hojas, tal es también el de los hombres. De las hojas, unas tira a tierra el viento, y otras el bosque hace brotar cuando florece, al llegar la sazón de la primavera». [ 8] Esperamos una punzante inflexión, un suspiro acerca de la brevedad de la vida, pero en su lugar encontramos un acopio de energía: un nuevo crecimiento, la inagotable vitalidad del mundo. Aquí está el etos de todo el poema en miniatura, nada de desánimo y melancolía sino ánimo y tragedia. El poema es también realista. Celebra los actos y apetitos cotidianos. Si alguien cocina comida, el poeta describe el proceso. La descripción del combate es en muchos aspectos elaborada, pero la matanza de verdad se afronta sin ambages: huesos destrozados, tripas desparramadas. El poema no es truculento —la muerte es siempre inmediata— pero sí directo y expeditivo.
La Ilíada es diferente en que el tema no es simplemente un héroe, sino el particular comportamiento de un héroe: la primera palabra de la Odisea declara que el tema es un hombre, pero la Ilíada anuncia que su tema no es Aquiles sino la cólera de Aquiles. En la mayoría de historias heroicas el protagonista necesita valor y resistencia para salir victorioso, pero en esencia responde a los desafíos que las circunstancias externas le imponen. Aquiles, en cambio, forja su propia historia. Queda patente, por ejemplo, que cualquier otro héroe hubiera aceptado la fabulosa recompensa ofrecida por la embajada. En muchas otras historias heroicas el protagonista es una especie de espléndido salvaje (por ejemplo, Sigfrido en la saga alemana), pero Aquiles es inteligente. Fue educado por su padre para ser decidor de palabras y autor de hazañas. [ 9] Él mismo dice que es el mejor de los aqueos en batalla, pero [ 10] otros son superiores en el debate. No obstante, en cuanto a pura elocuencia supera a todos en el poema. Y lo que todavía es más insospechado, es también un esteta: cuando los embajadores se le acercan, lo encuentran cantando las famosas hazañas de los hombres [ 11] acompañándose de una lira. Eso lo convierte en el único poeta y músico de la Ilíada.
En la Odisea los poetas son personas respetadas pero subordinadas que actúan en los salones de los caudillos, un retrato que sin duda refleja una realidad histórica. Fue una idea formidable dotar de imaginación y sensibilidad al mayor de los guerreros. La poesía de su mente se expresa en dos extraños símiles que utiliza. En su discurso más colérico se equipara a un pájaro que lleva comida [ 12] a sus crías quedando él hambriento, una imagen extraña y, a pesar de su pasión, casi cómica. Más adelante, hablando con Patroclo, lo compara con una niña tierna que corre [ 13] junto a su madre y le agarra del vestido hasta que ésta la coge; este símil es burlón y cariñoso, pero también lúcido porque Aquiles sabe que acabará cediendo a la petición de su amigo. En ambas ocasiones este supremo ejemplo de masculinidad tiene la peculiaridad de compararse con una mujer. Nadie más en todo el poema habla de esta manera.
En la Ilíada hay dos personas extrañas. La otra es la enigmática figura de Helena, también autorreflexiva y una artista, que aparece por primera vez en el poema bordando un tapiz [ 14] en el que se representa la propia guerra de Troya. ¿Cómo juzgaremos a Aquiles, este insólito guerrero? Una interpretación considera que la Ilíada es una tragedia moral que gira en torno a la embajada. Según este razonamiento, Aquiles tiene perfecta razón en su pelea con Agamenón, pero cuando rechaza el ofrecimiento de la embajada, el orgullo y la cólera lo llevan a cometer un error, y sólo recupera su dignidad moral al final del poema, al mostrarse magnánimo con Príamo. Dicha interpretación se basa en gran parte en la idea, con la que nos encontraremos más adelante, de que la tragedia retrata a una persona esencialmente buena que cae a consecuencia de un defecto de carácter o de un determinado error. La holgura moral de la Ilíada es tal que quizá permita este modo de interpretar la historia, aunque parece sugerir que no es el mejor ni el más profundo. ¿Por qué se niega Aquiles de manera tan inesperada? Ayante, el último de la delegación en hablar, le dice que los dioses han puesto en él un ánimo implacable [ 15] «¡sólo por una muchacha!», y esto se ha interpretado como la voz del leal sentido común. Pero Ayante no puede tener razón: Agamenón se ha ofrecido a devolver a Briseida, y si esto es lo que Aquiles más quiere, entonces tiene que aceptar el ofrecimiento. La clave está en otra parte.
Agamenón le ha comunicado a Odiseo, el primero en hablar, lo que tiene que decir, y este transmite el mensaje más o menos verbatim. No obstante, elimina sabiamente las últimas palabras de Agamenón: «Que se deje subyugar… y que se someta a mí, por cuanto que soy rey en mayor grado…». [ 16] Aquiles no ha oído esto, pero es como si lo hubiera hecho, porque en su gran acusación rehúsa casarse con la hija de Agamenón [ 17] diciendo que busque a otro aqueo para ella, uno que sea «rey en mayor grado». Aquiles difiere de los demás héroes no porque haya visto menos, sino porque ha visto más profundamente. Aparentemente, Agamenón ha dado marcha atrás, pero en el fondo todavía está exigiendo a su antagonista que ceda. Y los grandes héroes no deben ceder. El padre de Aquiles le encomendó «descollar siempre y sobresalir por encima de los demás». [ 18] Este es el imperativo del héroe.
Homero muestra la naturaleza del heroísmo a través del discurso de Sarpedón a Glauco: [ 19] dos licios que combaten en el bando troyano. A diferencia de los propios troyanos, que luchan por su supervivencia, ellos pelean como pelean los aqueos, porque esto es lo que hacen los héroes. Sarpedón observa que a ambos se les dispensan los mayores honores entre los licios, gozando de la mejor comida y vino, y de la propiedad de ricas tierras de labrantío, de modo que deberían estar ahora en primera línea para que uno de los licios pueda decir «no sin gloria son caudillos en Licia nuestros reyes…». Sarpedón añade que si pudiera eludir la vejez y ser inmortal, «tampoco yo entonces lucharía en primera fila ni te enviaría a la lucha, que otorga gloria a los hombres». No se trata de un contrato social ni de un deber hacia los otros: si estuviera luchando en nombre de los licios, la exención de la muerte le permitiría ayudarles todavía más. El único deber del héroe es para consigo mismo: tiene una determinada posición y ha de actuar proporcionalmente; si no lo hiciera, se sentiría avergonzado. Sarpedón no quiere luchar: si fuera inmortal, no se molestaría en hacerlo. La trágica paradoja es que el combate sólo merece la pena porque es inútil, y porque la mayor gloria está sólo a milímetros de la desdicha y humillación de la muerte.
Los antropólogos hacen una distinción entre la cultura de la vergüenza y la cultura de la culpa. El ideal de la cultura de la vergüenza que expone Sarpedón no es egoísta en el sentido corriente de la palabra. Es la búsqueda de la virtud, de intentar ser el hombre más glorioso que uno pueda llegar a aspirar, y la mayor gloria se obtiene en combate. Algunos tratan de minimizar la cultura de la vergüenza en el poema, sintiendo que esto hace que Homero parezca embarazosamente primitivo: gran error. La cultura de la vergüenza es lo que hace que la tragedia sea tan cruel. Si Sarpedón pudiera sentir que estaba dando la vida por los otros, o por su país, habría cierto consuelo. Pero este pensamiento atenuante está ausente. Por su parte, ¿siente Aquiles culpa o remordimiento tras la muerte de Patroclo? Algunos piensan que sí, pero si prestamos atención al poema veremos que no es así. Es verdad que Agamenón usa el lenguaje de la culpa, [ 20] dando vueltas torpemente en torno a la cuestión de si él es o no culpable, pero este es uno de los aspectos en que él y Aquiles difieren. De su amigo, Aquiles dice simplemente: «Lo he perdido», [ 21] parcas palabras de desgarradora simplicidad. Reflexiona que «no iba a proteger» a Patroclo [ 22] ni «ser luz de salvación» para él: «Así desaparezcan de los dioses y de las gentes la disputa, y la ira…». «Yo no soy culpable», dice Agamenón; «Yo soy culpable», podría haber dicho Aquiles, pero sin embargo, ni se condena ni se excusa. Mira en su interior desde fuera y ve que hay ira en él. Para Aquiles esto es un simple hecho, no algo que pueda ser alterado y lamentado. Esta cruda objetividad es otra vez parte de la visión trágica del poema. El remordimiento puede ser reconfortante: sugiere que las cosas podrían haber sido distintas y mejores; ofrece la esperanza de la curación. Aquiles no tiene este consuelo.
Antes de que Héctor se enfrente a Aquiles, Homero nos proporciona algo insólito en este poema, un soliloquio. Oímos a Héctor hablando consigo mismo, [ 23] entramos en sus pensamientos. ¿Por qué sale al encuentro de su enemigo? Su padre y su madre le han dicho, y con razón, que Aquiles le matará, y eso será el fin de Troya. Está asustado. El imperativo es de nuevo la vergüenza: «Vergüenza me dan los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos, no sea que alguna vez alguien vil y distinto de mí diga: “Héctor, por fiarse de su fuerza, hizo perecer la hueste”». El terror y horror de la exigencia de vergüenza es que lo empuja no sólo a su propia humillación, sino a la ruina de todos aquellos a los que ama.
En el momento de la muerte, Héctor recibe el don pasajero de la clarividencia, [ 24] una idea, por otro lado, ajena al poema: le dice a Aquiles que Paris lo matará junto a las puertas Esceas de Troya. Esta visión de un acontecimiento futuro es irónica, porque hasta ahora Héctor ha sido el hombre que no ha visto lo que aguarda más adelante. En esto contrasta con Aquiles, que sabe que si continúa luchando en Troya [ 25] morirá allí, y acepta su destino. A lo que Aquiles se resiste es a la verdad de que no puede hacer más por Patroclo. Intenta hacer más para vengarlo, trata de mutilar el cuerpo de Héctor, de matar prisioneros en la pira de Patroclo, pero todo es inútil, y cuando el alma de Patroclo se le aparece [ 26] —también las almas hasta el momento parecen haber sido ajenas al etos de la Ilíada— sólo puede desear ser liberada en la nada. Al final, los dioses muestran a Aquiles que debe poner fin a su duelo y devolver el cuerpo de Héctor, porque como dice el dios Apolo: «las Moiras han hecho el ánimo humano apto para soportar». [ 27] O como con anterioridad lo expresó Odiseo más severamente, uno ha de enterrar al que muere, [ 28] mantener el ánimo implacable y llorar un solo día.
Con la muerte de Héctor la historia podría parecer más o menos completa, pero todavía faltan unos dos mil versos más, y algunas asombrosas sorpresas. Aquiles celebra juegos funerarios en honor a Patroclo, y aquí el poeta introduce un tono nuevo: una animada comedia social. Un personaje hasta ahora secundario adquiere importancia, el joven Antíloco, fogoso, astuto y hábil manipulando a sus mayores. Hace sonreír a Aquiles [ 29] por primera y única vez en todo el poema: un gran momento. El propio Aquiles es generoso con Agamenón y cortés apaciguando las disputas de los demás, gran ironía, aunque esta vez reconfortante, en un hombre cuya pelea con Agamenón constituye el tema de la historia. Y aquí nos despedimos de los caudillos aqueos, con la única excepción de Aquiles. Este animado episodio es una parte vital del relato, porque muestra al héroe reintegrado en su sociedad, pero una vez terminados los juegos, es como si nunca se hubiesen celebrado. Aquiles vuelve a su obsesivo duelo, negándose a comer y, a pesar de las súplicas de su madre, a dormir con una mujer. Se aparta de todos aquellos apetitos que el poema celebra.
Lo que sucede a continuación sorprende al propio Aquiles: se queda estupefacto cuando Príamo aparece ante él, [ 30] solo y sin ser anunciado, para reclamar la devolución del cadáver de Héctor. El encuentro es difícil: Aquiles está tenso hasta el punto de amenazar con matar al rey [ 31] si éste sigue provocándolo. Los dos hombres lloran, [ 32] y el sonido de sus sollozos inunda la casa. En cierto modo, lloran juntos, pero también lloran por separado porque Príamo llora por Héctor y Aquiles por su padre, ausente y despojado, y por Patroclo. Queda una soledad intrínseca. Pero Aquiles descubre en su interior una nueva generosidad: devuelve parte del rescate que Príamo ha traído, colocándolo él mismo sobre el cuerpo de Héctor. Le habla a Príamo con una nueva piedad, [ 33] analizando al mismo tiempo su propia situación y comprendiendo su futilidad, «porque lejos de la patria me hallo, en Troya, procurando duelos para ti y para tus hijos». Pero no piensa sólo en sí mismo, porque ahora su visión se ha ensanchado: declara que Zeus otorga una mezcla de bien y mal a algunos, y a otros nada más que males, y contempla la vida de un desgraciado fugitivo sin honor. Reconoce que hay personas cuya suerte es peor que la suya. A continuación anima a Príamo a comer. [ 34] En medio de esta escena sublime el poema no desdeña una verdad muy simple: que cuando las personas han comido y bebido se sienten mejor. Sólo ahora disfrutan los dos hombres de su mutua compañía.
No obstante, el poema sigue careciendo de sentimentalismo. Príamo se maravilla ante Aquiles, un hombre que se parece a los dioses, y Aquiles se maravilla ante el noble aspecto y discurso de Príamo. Pero sigue habiendo una distancia. En sus últimas palabras Príamo pide una tregua: [ 35] durante nueve días llorarán a Héctor, al décimo lo enterrarán, al undécimo levantarán un túmulo, «y al duodécimo entablaremos combate si es preciso». A Aquiles se le ve por última vez [ 36] durmiendo con Briseida. Ahora puede ser descartado del poema, cuya parte final describe el duelo por Héctor. Los últimos grandes discursos de este poema profundamente masculino los pronuncian mujeres: su esposa, su madre y Helena lamentan [ 37] sucesivamente su pérdida.
El desenlace de la Ilíada muestra la restauración de los apetitos y ritmos naturales: el hombre que se había negado a comer come e insta a otro a comer; el hombre que había rechazado está en la cama con Briseida; Héctor, a quien se le había negado el entierro, recibe los honores rituales, mientras las mujeres se lamentan y el cuerpo es quemado. En la superficie, vemos corrección y bondad, y la naturaleza humana parece más espléndida que nunca. En el fondo, no se ha producido ningún cambio: Aquiles ha visto la inutilidad y la desdicha de su situación, pero nada se puede hacer al respecto. El contrapunto entre estas cosas es profundamente trágico. Los rituales en honor a Héctor concluyen con una satisfacción básica, como al final de un cuento para niños: «un eximio banquete fúnebre en las moradas de Príamo». [ 38] Con comida y bebida, estos agradables y sencillos placeres, es donde terminamos. Pero más allá de este momento inmediato está la guerra, con peores desgracias por venir: Aquiles morirá, Príamo también, y Troya será destruida. Es el undécimo día, y al día siguiente se reanudará el combate «si es preciso». Pero Príamo sabía que la súplica en aquellas palabras era inútil. La Ilíada termina con un banquete y al borde del infierno.
La Odisea se sitúa diez años después de la guerra de Troya. Odiseo no ha regresado a casa: la diosa Calipso lo tiene prisionero en una isla remota, mientras su palacio en la isla de Ítaca está ocupado por nobles del lugar, pretendientes a la mano de su esposa Penélope. Ha provocado también la enemistad de Poseidón, dios del mar, por haber cegado a su hijo, el gigante caníbal Polifemo. Zeus decreta que Calipso libere a Odiseo. Telémaco, hijo de Odiseo, abandona Ítaca en busca de su padre. Odiseo sufre un naufragio, pero consigue recalar en tierra de los feacios, donde es hallado por la princesa Nausícaa. En el palacio de sus padres, él relata sus aventuras, y cómo fue perdiendo poco a poco sus barcos y a sus compañeros. En general las aventuras implican a monstruos, como Polifemo, pero también a la diosa Circe, con la que tuvo un devaneo, y un encuentro con las almas de los muertos. De vuelta a Ítaca, es acogido por el porquero Eumeo. Disfrazado de mendigo, Odiseo entra en palacio y con su arco mata a todos los pretendientes. Un colofón ata algunos cabos sueltos.
Igual que la Ilíada, la Odisea puede considerarse esencialmente la elaboración de una gran mente creadora, trabajando con materiales tradicionales. Al igual que otras obras, puede haber sufrido alteraciones posteriores o interpolaciones; en especial, hay mucha polémica acerca de la autenticidad de su extraño y combativo final. ¿Quién fue el autor? En la Antigüedad casi todo el mundo dio por supuesto que Homero había escrito los dos poemas épicos, con muy pocas discrepancias. Los argumentos esgrimidos en favor de que el poeta de la Odisea es otro distinto son de dos tipos. El primero se basa en los detalles lingüísticos de ambos poemas, el segundo alega que los valores y creencias expresados en estas obras difieren demasiado entre sí como para haber salido de la misma mente. La evidencia lingüística es ambigua y no apunta únicamente en una dirección. Las diferencias en el etos podrían ser consecuencia de una gran imaginación que aborda la creación de un poema de tipo distinto. Hoy en día, el criterio mayoritario es que hubo dos poetas, pero el problema no puede ser resuelto de manera concluyente. No obstante, sí podemos utilizar «Homero» como abreviación para los dos poemas juntos.
Sin duda alguna, la Odisea toma a la Ilíada como modelo. Como en el poema más antiguo, maneja una sola acción: es un relato de lo que los griegos denominaban nostos, «regreso a casa»: de cómo Odiseo regresó y dio muerte a los pretendientes. Por consiguiente, la Odisea no es una odisea en el sentido moderno del término: el héroe narra sus años errantes retrospectivamente. Ya vimos que la Ilíada está tan firmemente controlada en el tiempo como en el espacio, y aquí la Odisea muestra un acusado contraste: Odiseo empieza en la mayor distancia imaginable, en una isla del Océano exterior, y la narración lo conduce cada vez a espacios más pequeños, primero de nuevo al mundo mediterráneo, después a su isla, a su casa y por último al lugar más estrecho e íntimo, a la cama con su esposa. Y este, como observó un antiguo estudioso, [ 39] es el «fin» del poema, el objetivo hacia el que toda la historia se ha ido moviendo.
La Odisea contrasta con la Ilíada en la amplitud de su marco social. El reparto incluye a esclavos y mendigos, e incluso a un perro, y, aparte de Odiseo, la mayoría de los personajes más interesantes son mujeres. En el poema son recurrentes los temas de hospitalidad y prueba. Las personas son puestas a prueba por la forma en que tratan a los forasteros y a los desposeídos. Los pretendientes son malos anfitriones (tratan a los forasteros con desprecio) y Polifemo es también muy mal anfitrión (se los come). Alcínoo, rey de los feacios, es un buen anfitrión, como también lo es el esclavo Eumeo. «Pues de Zeus vienen todos los huéspedes y los mendigos —dice Nausícaa, hija de Alcínoo—, y una dádiva pequeña les es querida». [ 40] Mucho después, Eumeo pronuncia exactamente las mismas palabras, con un humilde añadido: «mi donativo resulta pequeño». [ 41] La princesa y el porquero pueden ser ambos igual de hospitalarios. No obstante, la Odisea sigue siendo aristocrática en cuanto a sus valores: los esclavos y los subordinados han de ser leales, pues los desleales son salvajemente castigados.
A diferencia de la Ilíada, este poema tiene un argumento secundario. De hecho, Odiseo no aparece hasta el canto V. Hasta este momento, el relato es sobre Telémaco, que sale cuando su padre entra. Abandona Ítaca, visita al rey Néstor, que luchó en Troya, y después la glamurosa corte de Menelao y Helena en Esparta, que ante sus jóvenes ojos le parece la morada del propio Zeus. Cuando regresa a casa, los pretendientes observan en él una seguridad de la que antes había carecido, y cuando su madre lo reprende, él responde: «Yo contemplo en mi ánimo y juzgo cada hecho, los mejores y los peores. Antes era todavía niño». [ 42] Más adelante le ordenará que se retire a sus aposentos [ 43] y ella lo cumplirá asombrada, «y obedeció en su ánimo el consejo juicioso de su hijo». Ahora es un hombre. Su relato es el antecedente definitivo del Bildungsroman: la historia del desarrollo y formación de una persona.
La aventura de Telémaco no adelanta en absoluto el argumento principal, pero al poeta le gusta introducir diferentes historias una junto a la otra. Esto podemos verlo con el propio héroe, porque parece que hay dos clases de Odiseo en el poema: por un lado está el pícaro de los cuentos populares, primo de Simbad el Marino y de Jack el Cazagigantes, y por otro, el guerrero heroico que conocimos en la Ilíada. Lejos de tratar de disfrazar esta dualidad, el poeta disfruta con ella. Las historias falsas que cuenta Odiseo en la narración principal tras su retorno a Ítaca, cuando necesita ocultar su identidad, hacen referencia a lugares reales como Creta y Egipto, y sus aventuras «reales» acontecen en ningún lugar del que tengamos conocimiento. Empieza su errático recorrido en el mundo familiar del Egeo, pero tras ser arrastrado por el viento hacia el oeste de Grecia penetra en el país de la fantasía. Sus habitantes son monstruos o monstruosos, aun siendo humanos, como los lestrigones caníbales o los fascinantes y letales lotófagos. Algunas de estas historias es muy posible que fueran prestadas de otros lugares, especialmente la saga de los argonautas, como el poeta descaradamente parece reconocer cuando Odiseo describe las rocas que se despeñan y que, según dice, sólo las había atravesado antes la «Argo, celebrada por todos». [ 44]
El poeta también goza de la transición entre el país de la fantasía y nuestro mundo conocido, porque inventa la tierra de los feacios, en delicado equilibrio entre ambos. Su mundo es medio mágico: [ 45] sus barcos se gobiernan solos, el huerto del rey Alcínoo da fruto en todas las estaciones, y los dioses los visitan. Pese a todo, son también tranquilizadoramente corrientes, y son tratados con delicado humor. Alcínoo propone una competición deportiva [ 46] «para que cuente el huésped a sus amistades, al regresar a casa» cuánto aventaja su pueblo a los demás en estas cosas. Después de que Odiseo los derrote a todos, Alcínoo observa sin entusiasmo [ 47] que ellos no son deportistas destacados, pero que les encantan los banquetes, los baños calientes y variar de ropa, y (utilizando el mismo lenguaje que antes) que el forastero podrá relatar en cuánto superan a los demás en la danza y el canto. Podemos pensar que no hace falta demasiada habilidad para disfrutar de la comida y la ropa limpia. Los feacios son a la vez llanos y escurridizos, y al final desaparecen de la historia en medio de una frase: «Mientras hacían sus plegarias al soberano Poseidón los jefes y consejeros [ 48] del pueblo de los feacios, reunidos en torno a su altar, el divino Odiseo despertó…». En ningún momento nos enteramos de si su plegaria a Poseidón, que ha amenazado con castigarlos por ayudar al héroe, les es concedida; de hecho, nadie los vuelve a ver, pues Alcínoo decide que no volverán a tener tratos con otros mortales. Resulta oportunamente apropiado que se desvanezcan del poema con esta misteriosa evanescencia.
Hay cinco mujeres importantes en la vida de Odiseo. A tres de ellas las conoce en el transcurso de su errático periplo y cada una aparece ubicada en un paisaje que refleja su carácter. La diosa Circe primero intenta convertir al héroe en un cerdo, después tiene una aventura amorosa con él y finalmente le ayuda libremente a seguir su camino. Es, por así decirlo, una cortesana divinizada, fácil viene, fácil se va. Su palacio de piedra pulida situado en pleno bosque y espesura transmite su mezcla de salvajismo y sofisticación. En un mundo de palacios, Calipso habita en una cueva, [ 49] perfumada con el olor del cedro y del enebro quemados, con una viña colmada de racimos en torno a la entrada. Fuera hay un bosque de alisos, álamos y fragantes cipreses. Oscura, oculta, rebosante de frutos: esta es la tierra de la pasión. A diferencia de estas dos, Nausícaa es una mujer mortal, pero sin embargo comparte un aura de divinidad, pues el poeta la compara con Artemisa, [ 50] y Odiseo le pregunta con delicadeza si es una diosa o una mortal, [ 51] quizá Artemisa. Odiseo la ve por primera vez [ 52] junto al cauce de un río cristalino, el paisaje natural de una joven doncella, mientras que él, desnudo y desgreñado, se esconde en un áspero matorral.
Como los feacios en general, Nausícaa combina los atractivos domésticos con los encantos de la distancia. Aparentemente, había acudido con sus doncellas a lavar [ 53] las ropas de los hombres de la casa, aunque en realidad tenía otra idea en mente [ 54] cuando le pidió permiso a su padre para hacer la excursión, y él, a su vez, se percató, pero no dijo nada. Esta ligera comedia tiene un elemento moral, en un poema tan interesado en el civismo: la reticencia es una forma de buenos modales. La escena de Nausícaa y sus muchachas jugando a la pelota [ 55] —un baile, no una competición— es la primera descripción de la felicidad sencilla y corriente. Y nada la puede destruir. Ella se siente claramente atraída por el forastero, y por lo que parece tenemos aquí el comienzo de un patrón de cuento popular: el viajero que llega a una tierra lejana y se casa con la hija del rey. Pero Odiseo no puede casarse con Nausícaa, porque ya tiene esposa. El poeta podría haber ideado un cuento de aflicción, pero hace algo más sutil. Ella se desvanece de la historia, reapareciendo sólo cuando Odiseo está en el banquete con los nobles feacios. Permaneciendo en la distancia, pronuncia [ 56] tan sólo dos versos: «¡Vete feliz, forastero! —porque ni siquiera sabe su nombre—, de modo que cuando estés en tu tierra patria alguna vez te acuerdes de mí, que a mí la primera me debes tu acogida». Odiseo promete lacónicamente recordarla con honor, y esto es todo. El pathos es muy ligero; el autor, magistral en su control.
La cuarta mujer en la vida de Odiseo es su patrona y protectora particular, la diosa Atenea. Cuando llega a Ítaca se encuentra con un pastor y prudentemente le cuenta una historia falsa acerca de quién es él. Pero el embaucador ha sido embaucado: [ 57] el pastor es Atenea disfrazada, quien lo atrapa y declara con satisfacción que incluso un dios tendría que ser astuto para aventajarlo. Hay algo semejante a la amistad en esto, algo que resulta inimaginable entre un olímpico y un mortal en la Ilíada. En general, los dioses olímpicos tienen ahora una función moral más evidente. Zeus pronuncia el primer discurso [ 58] del poema y establece allí las normas: los mortales sufren también a causa de sus locuras, como Egisto, que cometió crímenes contra lo que los dioses le habían advertido. Incluso el propio poema es manifiestamente más moral al declarar que los hombres de Odiseo perecieron asimismo por su propia locura, ya que se comieron el ganado del Sol. En realidad, esto suena desalentador, pero las historias de aventuras a menudo se basan en la ausencia de compasión; así, en una película del Oeste no nos preocupa si matan a muchos personajes secundarios, siempre y cuando el héroe y la heroína sobrevivan. Del mismo modo, aunque Odiseo pierda a todos sus compañeros, y haya muchas otras muertes, el poema es esencialmente una comedia: el héroe triunfa y los transgresores mueren.
Sin embargo, sería un error deducir de ello que la Odisea habita en un universo moral distinto al de la Ilíada: la diferencia radica más bien en el tipo de historia que es cada una. Ambos poemas, en cierto sentido, experimentan con los sentimientos. En el país del buen monarca, [ 59] le dice Odiseo a Penélope, la tierra negra hace brotar trigo y cebada, los árboles rebosan de frutos, el mar prodiga sus peces y los pueblos prosperan. Esto no era algo que uno pudiera creer con facilidad en las literalmente desoladas circunstancias de la Grecia de la edad oscura. Más bien deberíamos guiarnos por miss Prism: «Los buenos terminan bien y los malos mal. Eso es lo que se propone la ficción».
Cuando Odiseo les dice su nombre a los feacios, dice también que viene de Ítaca [ 60] y da los nombres de las tres islas cercanas, explicando cómo están ubicadas las unas respecto a las otras. Él se sitúa a sí mismo dando sus coordenadas, por así decirlo; Ítaca tiene su individualidad, lo mismo que él. Añade que su isla es «abrupta, pero buena criadora de jóvenes», y explica cómo rechazó a Calipso y a Circe porque no hay nada más dulce que el hogar y los padres, por más espléndido que sea un palacio extranjero. Aquí la literatura inicia la exploración de la identidad y las posesiones. Ítaca puede que no sea el lugar más hermoso, pero es donde residen sus afectos, «pobre, pero mía». Del mismo modo ha rechazado la belleza de Calipso y su ofrecimiento de inmortalidad en aras de la belleza inferior de la mortal Penélope. A veces los críticos se han preguntado si lo que Odiseo verdaderamente quiere recuperar es Penélope o sus posesiones, pero es posible que él no encontrase la necesidad de hacer distinciones. El poema pone en muy alta estima la relación matrimonial. Odiseo le dice a Nausícaa [ 61] que no hay nada mejor que cuando un hombre y una mujer viven juntos en armonía, y eso proporciona dolor a sus enemigos y alegría a sus amigos. A continuación viene una frase desconcertante en griego. Quizá sólo signifique «y ellos gozan de muy buena fama», pero posiblemente significa «y ellos lo saben muy bien». Si este es el caso, las palabras son un tributo a las recónditas profundidades del amor matrimonial.
Penélope es la quinta mujer, y en definitiva la más importante, de la vida de Odiseo. Uno de los enigmas de la Odisea es por qué ella no es capaz de reconocerlo, mientras que su perro y su vieja nodriza [ 62] pueden hacerlo sin problemas. Desde el punto de vista naturalista no puede haber ninguna respuesta. Antes incluso de que Odiseo llegue a palacio, ella parece presa de una nueva hilaridad. Tras su llegada, disfrazado, Penélope es inspirada a mostrarse ante los pretendientes con el fin de serenar el ánimo [ 63] de los jóvenes y así poder recibir más honores de su hijo y de su esposo. A continuación se echa a reír por su vano pensamiento. Es como si lo supiera: su dificultad para reconocerlo es inexplicable, pero misteriosamente adecuada: para ella es más difícil porque hay mucho más en juego. Podemos comparar el final de la Ilíada: en los dos poemas el héroe queda realizado mediante el acto sexual; en ambos, una rehabilitación pública es seguida de una privada; y en ambos, la privada es más compleja y difícil porque ahonda en el corazón de la condición humana.
No obstante, mientras que la Ilíada sugiere la soledad última del héroe, la Odisea es un poema social. Gran parte del mismo se desarrolla en islas. Las islas pueden ser lugares de aislamiento, como la Ogigia de Calipso o la Eea de Circe, pero también pueden ser unidades cuyo interior contiene una sociedad completa, como Ítaca. La Odisea estudia al hombre como individuo y como animal social, y entiende que estos dos elementos de experiencia humana son indivisibles: al final el héroe recupera su pueblo, sus posesiones y su lugar más privado.
sábado, 17 de diciembre de 2016
Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson WILL “EL DEL MOLINO”.
Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson
WILL “EL DEL MOLINO”1
Robert Louis Stevenson
Traducción: Betty Curtis
La llanura y las estrellas
El molino donde Will vivía con sus padres adoptivos se encontraba situado en un valle
hundido entre bosques de abetos y grandes montañas. Arriba, las colinas surgían una tras
otra desde las profundidades del tupido arbolado, perfilándose desnudas frente al
trasfondo del cielo. Un poco más arriba, una aldea larga y gris yacía como una gasa o
paño húmedo sobre la ladera de una colina poblada de árboles. Y cuando el viento era
favorable el sonido de las campanas de la iglesia descendía fino y plateado hasta Will.
Abajo, el valle se hacía cada vez más abrupto y, a la vez, se ensanchaba por ambos lados.
Desde una prominencia cercana al molino era posible ver toda su extensión hasta la
lejanía, una llanura ancha donde el río giraba y brillaba y se deslizaba de ciudad en ciudad
en su viaje hacia el mar. Sucedía que en este valle había un desfiladero que se introducía
en un reino vecino, de manera que el camino que bordeaba la orilla del río, aunque
parecía tranquilo y rural, resultaba ser una carretera empinada que unía dos espléndidas y
poderosas sociedades. Durante todo el verano, los carruajes de los viajeros subían
dificultosamente o bajaban precipitadamente al pasar ante el molino. Y como ocurría que
el lado opuesto era de ascenso mucho más fácil, la senda del molino era muy poco
frecuentada, salvo por la gente que iba en una sola dirección. De todos los carruajes que
Will veía pasar, cinco de seis bajaban en picado y sólo uno subía lentamente. Esto era
mucho más corriente en el caso de los viandantes. Los turistas de pies ligeros, los
vendedores ambulantes cargados de mercancías extrañas, solían ir hacia abajo como el río
que acompañaba su camino. Y eso no era todo, porque cuando Will aún era niño una
guerra desastrosa afectó a buena parte del mundo. Los periódicos traían detalles de
derrotas y victorias. Los cascos de la caballería hacían resonar la tierra, y a menudo,
durante muchos días y por millas a la redonda, el humo de la batalla aterrorizaba y
apartaba a las buenas gentes de su trabajo en los campos. De todo esto no se dijo nada
durante mucho tiempo en el valle hasta que, al fin, uno de los jefes condujo un ejército a
marchas forzadas por el desfiladero y, durante tres días, caballos y hombres, cañones y
carretas, tambores y estandartes pasaron en tropel hacia abajo por delante del molino. El
1El título resulta más sonoro en inglés por la pronunciación casi idéntica —variando únicamente la primera
letra— del nombre de «Will» y la palabra «molino», «mill» en dicha lengua.
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Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson
niño se pasaba todo el día de pie mirando las zancadas rítmicas, las caras pálidas, sin
afeitar, ojerosas, los descoloridos uniformes reglamentarios y las banderas hechas jirones,
que le producían una sensación de cansancio, lástima y asombro. Por la noche, cuando ya
estaba en la cama, aún podía oír el retumbar del cañón, la marcha pesada de los pies y de
grandes cantidades de armas fluyendo hacia adelante y hacia abajo que discurrían cerca
del molino. Nadie en el valle oyó jamás el destino de la expedición porque quedaban
alejados del chismorreo de aquellos tiempos turbulentos, pero Will se percató con
claridad de que ninguno de los hombres regresaba. ¿Adonde fueron? ¿Adonde marcharon
los turistas y los vendedores ambulantes con sus extrañas mercancías? ¿Adonde los
carruajes ligeros que llevaban criados en los pescantes traseros? ¿Adonde el agua del
arroyo, que siempre fluía río abajo y siempre resonaba desde arriba? Hasta el viento
soplaba más a menudo valle abajo y transportaba con él las hojas muertas del otoño.
Parecía una gran conspiración de seres animados e inanimados; todos iban hacia abajo,
rápida y alegremente hacia abajo. Al parecer, sólo él se quedaba atrás, como un tronco al
lado del camino. A veces se alegraba al advertir que los peces seguían nadando río arriba.
Ellos, al menos, seguían siéndole fieles, mientras lo demás iba hacia abajo y hacia un
mundo desconocido a toda prisa.
Una tarde preguntó al molinero adonde iba el río.
—Baja por el valle —le contestó— y mueve muchísimos molinos, ciento veinte, según
dicen, desde aquí hasta Unterdeck, y aparentemente sin cansarse. Luego prosigue hacia
las tierras bajas, y riega una gran extensión de maíz, y pasa por muchas ciudades
hermosas (eso dicen) donde los reyes viven completamente solos en grandes palacios con
un centinela montando guardia delante de la puerta. Pasa por debajo de puentes con
estatuas de hombres que miran y sonríen curiosos hacia el agua y hombres de carne y
hueso con los codos apoyados en la baranda mirando también hacia el agua. Y continúa
más y más lejos, bajando por las marismas y las arenas, hasta que, por fin, cae al mar,
donde se encuentran los buques que traen loros y tabaco de las Indias. ¡Ay, le espera un
largo trote después de pasar murmurando sobre nuestra presa, bendito sea!
—¿Qué es el mar? —preguntó Will.
—¡El mar! —exclamó el molinero— ¡Que el Señor nos ayude a todos, es lo más
grandioso que ha creado Dios! Es donde toda el agua del mundo se reúne en un gran lago
salado. Yace allí, plano como mi mano y tan inocente como un niño. Hay quienes dicen
que cuando sopla el viento forma montañas de agua más altas que cualquiera de las
nuestras, engulle enormes barcos más grandes que nuestro molino y ruge tan fuerte que se
puede oír desde muchísimas millas tierra adentro. Hay grandes peces en él, cinco veces
más grandes que un toro, y una serpiente tan larga como nuestro río y tan vieja como el
mundo, con bigotes de hombre y una corona de plata sobre la cabeza.
Will pensó que jamás había oído nada parecido y continuó haciendo preguntas, una tras
otra, acerca del mundo que yacía río abajo con todos sus peligros y maravillas, hasta que
el viejo molinero también se interesó y, cogiéndole de la mano, le llevó hasta la cumbre
de la colina desde donde se ve el valle y la llanura. El sol estaba a punto de ponerse y
permanecía suspendido cerca del horizonte en un cielo sin nubes. Todo parecía nítido y
glorioso bajo la luz dorada. Will jamás había visto una extensión de campo tan enorme en
toda su vida; se quedó inmóvil y mirando concentrado. Podía ver las ciudades, los
bosques, los campos y las relucientes curvas del río, hasta la lejanía, donde el final de la
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llanura cortaba el cielo resplandeciente. Una emoción sobrecogedora se apoderó del alma
y el cuerpo del joven; su corazón latía con tanta fuerza que no podía respirar; la escena
giraba delante de sus ojos. El sol parecía dar vueltas una y otra vez; mientras giraba
lanzaba formas extrañas que desaparecían con la rapidez del pensamiento y eran
sucedidas por otras. Will se tapó la cara con las manos y estalló en un violento ataque de
lágrimas. Al pobre molinero, tristemente desilusionado y perplejo, no se le ocurrió nada
mejor que cogerle en brazos y llevarle a casa en silencio. Desde aquel día en adelante
Will anduvo lleno de nuevas esperanzas y anhelos. Algo tiraba constantemente de las
fibras de su corazón. El agua llevaba consigo sus deseos mientras él fantaseaba sobre su
fugaz superficie. El viento le saludaba con palabras alentadoras mientras surcaba las
innumerables copas de los árboles, con las ramas señalando hacia abajo. El camino se
ofrecía mientras trazaba curvas, doblaba y desaparecía vertiginosamente valle abajo
torturándole con sus solicitudes. Pasaba largos ratos en el promontorio mirando el cauce
del río y más allá, hacia la planicie; miraba las nubes que viajaban sobre el viento torpe y
arrastraban sus sombras moradas por la llanura. O se demoraba al lado del camino para
seguir con los ojos a los carruajes que bajaban estrepitosamente cerca del río. No
importaba lo que fuese; todo lo que llevara aquella dirección, fuese nube o carruaje,
pájaro o el agua marrón del arroyo, él sentía que su corazón se le iba detrás en ansioso
éxtasis.
Nos dicen los hombres de ciencia que todas las aventuras de los marineros en el mar, todo
ese ir y venir de tribus y razas que confunde a la historia antigua con su polvo y rumor,
surgieron de algo tan abstruso como es la ley de la oferta y la demanda y de cierto instinto
natural por los víveres baratos. A cualquiera que piense profundamente esto le parecerá
una explicación aburrida y lastimosa. A las tribus que salieron en masa desde el norte y el
este, si realmente fueron empujadas hacia delante por otras que venían detrás, les atraía a
la vez la influencia magnética del sur y del oeste. Les había llegado la fama de otras
tierras; el nombre de la ciudad eterna sonaba en sus oídos. No eran colonos, sino
peregrinos. Ellos viajaban hacia el vino, el oro y la luz del sol, pero sus corazones
buscaban algo más altivo. Esa divina inquietud, ese viejo y punzante tormento de la
humanidad que marca todos los acontecimientos importantes y todos los fracasos
miserables es el mismo que extendió las alas de Ícaro, el mismo que lanzó a Colón hacia
el desolado Atlántico y que inspiró y apoyó a estos bárbaros en su peligrosa marcha. Hay
una leyenda que refleja profundamente su espíritu. Un grupo avanzado de estos
peregrinos se encontró con un hombre muy anciano con calzado de hierro. El viejecito les
preguntó adonde iban y contestaron al unísono: «¡A la Ciudad Eterna!» Él los miró
solemnemente. «Yo la he buscado —dijo— por la mayor parte del mundo. Llevo gastados
en esta peregrinación tres pares de zapatos como los que calzo ahora en los pies y ahora el
cuarto se desgasta con mis pasos. Durante todo este tiempo no he encontrado la ciudad».
Y se volvió y prosiguió su camino en solitario, dejándoles atónitos.
Lo dicho apenas se podía comparar con la intensidad de los sentimientos de Will hacia la
llanura. Le parecía que la vista le quedaría purificada y aclarada si al menos pudiera
viajar lo suficientemente lejos, que el oído se le agudizaría y que hasta su propio aliento
entraría y saldría con más facilidad. Donde estaba, se sentía trasplantado y marchitándose;
se encontraba en un país extraño y añoraba su hogar. Poco a poco tejía ideas dispersas
acerca del mundo de allí abajo; acerca del río, siempre moviéndose y creciendo hasta
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llegar y navegar en el océano majestuoso; acerca de las ciudades, llenas de gente enérgica
y hermosa, de fuentes juguetonas, bandas de música y palacios de marfil, iluminadas de
noche de un extremo al otro por doradas estrellas artificiales; acerca de las enormes
iglesias, las sabias universidades, los bravos ejércitos y las cantidades insignes de dinero
guardadas en cámaras acorazadas; acerca del vicio de volar alto cuando el sol brilla, y
acerca de la cautela y la rapidez del crimen a medianoche. He dicho que estaba enfermo y
como añorando su hogar, mas la apariencia se detiene ahí. Era como una persona postrada
al crepúsculo, de preexistencia sin forma, que estiraba cariñosamente sus manos hacia la
vida multicolor, multisonora. No era de extrañar que fuera infeliz; iría a contárselo a los
peces. Ellos sí estaban hechos para la vida que tenían, no deseaban nada más que
gusanos, agua corriente y un hueco junto a la orilla del río; pero él estaba hecho de otra
manera, lleno de deseos y aspiraciones, comezón en los dedos y codicia en unos ojos a los
que el abigarrado mundo no podía satisfacer con apariencias. La vida auténtica, el brillo
del sol verdadero, se hallaba muy lejos, en la llanura. ¡Ah, poder ver la plenitud del sol
tan sólo una vez antes de morir!, ¡moverse con el espíritu alegre por una tierra dorada!,
¡escuchar a los mejores cantantes, las dulces campanas de las iglesias, y ver los jardines
engalanados de fiesta! «¡Ay, peces! —gritaba— ¡Si solamente volvieseis la cabeza río
abajo podríais nadar tan fácilmente por aguas fabulosas y ver los enormes barcos
navegando como nubes sobre vuestras cabezas, y escuchar a las grandes colinas de agua
hacer música sobre vosotros durante todo el día!» Pero los peces continuaban mirando en
la misma dirección y Will apenas sabía si reír o llorar.
Hasta ese momento el movimiento del camino había transcurrido al lado de Will como
algo visto en un cuadro. Quizás había intercambiado saludos con un turista o visto a un
viejo caballero con una gorra de viaje en la ventanilla de un carruaje, pero lo visto había
sido en gran medida meramente simbólico, como algo contemplado desde lejos y con un
sentimiento un tanto supersticioso. Mas llegó el momento en que todo iba a cambiar. El
molinero, que era un hombre codicioso a su manera, que nunca dejaba escapar la
oportunidad de hacer una ganancia honesta, convirtió la casa-molino en posada, y, con
varios y oportunos golpes de buena suerte, construyó establos y consiguió el puesto de
administrador de correos del camino. Ahora, Will tenía la obligación de atender a la gente
que se sentaba a comer en el pequeño cenador situado al otro extremo del jardín del
molino. Y podéis estar seguros de que prestaba mucha atención y aprendía muchas cosas
nuevas acerca del mundo exterior mientras traía la tortilla a la francesa o el vino. Más
aún: muchas veces entablaba conversación con huéspedes solitarios y, a base de cortesía y
de hábiles preguntas, no sólo satisfacía su propia curiosidad, sino que se ganaba la buena
voluntad de los viajeros. Muchos daban la enhorabuena a la vieja pareja por su camarero.
Un profesor se mostró ansioso de llevárselo con él y hacer que recibiera una educación
adecuada en la llanura. El molinero y su mujer estaban asombradísimos y aún más
complacidos. Pensaban que era una cosa muy buena haber abierto la posada. «Verá —
comentaba el viejo—, tiene un talento especial para ser tabernero, ¡jamás será capaz de
hacer otra cosa!» Y de esta manera, la vida transcurría en el valle satisfaciendo a todos
menos a Will. Cada carruaje que se alejaba de la puerta de la posada parecía llevarse una
parte de él. Y cuando la gente le ofrecía un viaje medio en broma a duras penas podía
controlar su emoción. Noche tras noche, soñaba que le despertaban unos criados
alborotados y que un carruaje espléndido esperaba en la puerta para llevarle a la llanura,
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noche tras noche, hasta que el sueño, que le había parecido pura frivolidad al comienzo,
empezó a tomar un aspecto más serio, y el aviso nocturno y el carruaje a la espera
ocuparon un lugar tan temido como deseado en su mente.
Un día, cuando Will tendría unos dieciséis años, un joven gordo llegó al atardecer para
pasar la noche. Era un tipo de aspecto contento, de mirada alegre, y llevaba una mochila.
Mientras le preparaban la comida, se sentó en el cenador a leer un libro, pero en cuanto
empezó a observar a Will dejó el libro a un lado. Estaba claro que era una de esas
personas que prefieren a la gente de carne y hueso que a la de tinta y papel. Al principio
Will no se interesó mucho en el extraño, pero pronto empezó a disfrutar inmensamente de
su conversación porque estaba llena de buen humor y sensatez, hasta que, finalmente,
concibió un gran respeto por su carácter y sabiduría. Permanecieron juntos hasta muy
entrada la noche, y hacia las dos de la madrugada Will abrió su corazón al joven y le
confesó lo mucho que deseaba marcharse del valle y las optimistas esperanzas que
albergaba en relación con las ciudades de la llanura. El joven silbó y luego irrumpió en
una sonrisa.
—Mi joven amigo —exclamó—, eres un chaval muy curioso y, por cierto, deseas
muchísimas cosas que jamás conseguirás. Te sentirías muy avergonzado si supieras que
los chavales de esas ciudades que tú crees de cuentos de hadas desean todos las mismas
tonterías y ansian de corazón llegar a las montañas. Permite que te diga que aquellos que
bajan a la llanura permanecen allí poco tiempo antes de desear vehementemente el
regreso a casa. El aire no es tan ligero ni tan puro, y tampoco el sol es tan brillante. En
cuanto a los hombres y las mujeres hermosos, verías a muchos de ellos vistiendo harapos
y a otros deformados por enfermedades horribles. La ciudad es un lugar tan duro para las
personas que son pobres y sensibles que muchos prefieren morir por su propia mano.
—Debes de pensar que soy muy simple —contestó Will—. Aunque jamás he salido de
este valle, me fijo mucho en las cosas, créeme. Sé que una cosa vive dependiendo de otra;
por ejemplo, el pez que se esconde en el remolino para atrapar a sus compañeros o el
pastor que lleva un cordero a casa ofreciendo una estampa enternecedora, cuando tan sólo
lo lleva para comerlo. No espero hallar la perfección en tus ciudades. Eso no es lo que me
preocupa, bien que ocurriera alguna vez. Aunque siempre he vivido aquí, he hecho
muchas preguntas y aprendido muchas cosas durante estos últimos años, lo suficiente
como para curar mis viejas fantasías; pero ¿me dejarías morir como un perro sin ver todo
lo que hay que ver y hacer todo aquello que pueda hacer un hombre, sea bueno o malo?
¿Consentirías que pasara todos mis días entre este camino y el río sin ni siquiera intentar
superarme y vivir mi vida? Preferiría morir joven —alzó la voz— antes que permanecer
indeciso como he hecho hasta ahora.
—Miles de personas —dijo el joven— viven y mueren como tú y no son menos felices.
—¡Ah! —respondió Will— Si hay miles que quieren quedarse, ¿por qué uno de ellos no
puede ocupar mi sitio?
Estaba muy oscuro. Había una linterna colgada en el cenador que iluminaba la mesa y las
caras de los interlocutores, y, a lo largo del arco, las hojas del enrejado, iluminadas frente
al cielo oscuro de la noche, creaban como un dibujo de verde transparencia sobre un
morado oscuro. El joven gordo se levantó y cogiendo a Will por el brazo le llevó bajo el
cielo abierto.
—¿Alguna vez has mirado las estrellas? —preguntó, señalando hacia arriba.
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—Muy, muy a menudo —contestó Will.
—¿Y sabes lo que son?
—Me he imaginado muchas cosas.
—Son mundos como el nuestro —dijo el joven—. Unas son más pequeñas; otras, un
millón de veces más grandes, pero algunas de las que ves y menos brillan son no sólo
mundos, sino racimos enteros de mundos girando sobre sí en medio del espacio.
Desconocemos lo que puede haber en ellos: quizá, la respuesta a todos nuestros
problemas, o la cura de nuestros sufrimientos. Y, sin embargo, jamás podremos llegar a
tocarlas. Toda la destreza del nombre más astuto es insuficiente para equipar una nave
que llegue hasta la más cercana de estas nuestras vecinas; la vida del hombre más longevo
sería insuficiente para realizar ese viaje. Mientras se pierde una gran batalla o muere un
amigo, mientras estamos tristes o, por el contrario, animadísimos, ellas permanecen allí,
brillando incansablemente encima de nosotros. Podríamos reunirnos aquí abajo formando
un ejército entero y gritar hasta partirnos el corazón, que no les llegaría ni un susurro.
Podríamos escalar las montañas más altas y no conseguiríamos estar más cerca de ellas.
Lo único que podemos hacer es ponernos de pie aquí en el jardín y quitarnos el sombrero.
La luz de las estrellas ilumina nuestras cabezas y, aunque la mía está un poco calva, me
atrevo a decir que puedes verla brillar en la oscuridad. La montaña y el ratón.
Probablemente es lo único que tengamos que ver con Arcturus o Aldebarán2. ¿Puedes
aplicarte la parábola? —añadió, poniendo su mano sobre el hombro de Will—. No es lo
mismo que una razón, pero, por lo general, sí mucho más convincente.
Will permaneció cabizbajo un momento, pero luego alzó la cabeza hacia el cielo una vez
más. Las estrellas parecían crecer y brillar con más fuerza y, a medida que elevaba sus
ojos cada vez más alto, parecían multiplicarse bajo su mirada.
—Ya veo —dijo, volviéndose hacia el joven—. Estamos en una ratonera.
—Algo parecido. ¿Alguna vez viste una ardilla dando vueltas en su jaula? ¿Y a otra
ardilla sentada mirando filosóficamente sus nueces? No hace falta que te pregunte cuál de
ellas parecía más tonta.
Marjory, la hija del párroco
Después de algunos años, los ancianos murieron, ambos en el mismo invierno, después de
haber sido atendidos cuidadosamente y después llorados en silencio por su hijo adoptivo.
Conociendo sus ansias de marchar, la gente supuso que Will se daría prisa en vender la
propiedad y bajar por el río en busca de fortuna, pero jamás hubo indicio de intención
semejante por su parte. Por el contrario, mandó hacer mejoras en la posada y contrató a
un par de criados que le ayudasen a llevarla. Allí echó raíces como joven amable,
comunicativo, aunque inescrutable, que medía dos metros y tres centímetros descalzo,
con una constitución de hierro y una voz amistosa. Pronto empezó a destacar en el distrito
como un individuo singular. No era de extrañar, porque, desde un principio, siempre
estuvo lleno de ideas y continuamente ponía en duda al más llano sentido común; pero lo
que suscitó más rumores sobre él fue la curiosa circunstancia de su noviazgo con
2Arcturus o Arturo es una estrella de primera magnitud de la constelación del Boyero. Aldebarán es una
estrella brillantísima, la principal de la constelación del Toro.
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Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson
Marjory, la hija del párroco.
Marjory era una jovencita de unos diecinueve años, cuando Will tendría unos treinta.
Bien parecida y mucho mejor educada que cualquier otra chica del contorno, como era
lógico por su origen, llevaba la cabeza muy erguida y ya había rechazado varias ofertas de
matrimonio con gran aplomo, lo que llevó a los vecinos a hablar mal de ella. A pesar de
todo, era una buena chica, una chica que habría hecho muy feliz a cualquier hombre.
Will la había visto pocas veces. Aunque la iglesia y la casa del párroco se encontraban a
sólo dos millas de su puerta, no era habitual que fuese allí salvo los domingos. Sin
embargo, sucedió que la casa del párroco se encontraba en malas condiciones y tenía que
ser rehabilitada. Éste y su hija se instalaron durante un mes aproximadamente, a un precio
muy reducido, en la posada de Will. Bien; nuestro amigo era un hombre acomodado, con
la posada, el molino y los ahorros del viejo molinero; además, tenía fama de astuto y de
tener buen carácter, factores que juegan un papel importante en el matrimonio. De ahí que
fuesen corrientes entre sus detractores los rumores de que el párroco y su hija no habían
escogido su morada provisional a ojos cerrados; aunque Will era quizás el último hombre
del mundo que se casaría por halagos o amedrentado. Sólo había que mirar sus ojos,
límpidos y tranquilos como estanques de agua, aunque con una especie de luz clara que
parecía emanar del interior, y uno comprendía en seguida que era un hombre que sabía lo
que quería y que lo defendería a toda costa. Marjory tampoco era ninguna debilucha a
juzgar por su aspecto, con ojos fuertes y firmes y un porte resuelto y tranquilo. La
pregunta podría ser si, aun así, igualaba a Will en tenacidad, o cuál de ellos llevaría los
pantalones en el matrimonio. Pero Marjory jamás había pensado en eso, y acompañó a su
padre con la más incuestionable e impertérrita inocencia.
La temporada apenas comenzaba y los clientes de Will eran pocos y espaciados, pero las
lilas ya estaban en flor y el tiempo era tan benigno que el grupo comía debajo del
enrejado, con el murmullo del río en sus oídos y los cantos de los pájaros que llenaban los
bosques. Will pronto empezó a sentir cierto placer en esas comidas. El párroco era un
compañero algo aburrido que tenía la costumbre de dormitar en la mesa después de
comer, pero de sus labios jamás salía una palabra grosera o cruel. Y en cuanto a la hija,
encajaba en el ambiente con la mejor gracia imaginable, y cualquier cosa que dijese
parecía tan oportuna y bonita que Will se formó una idea maravillosa de su manera de ser.
Veía su cara, al inclinarse ella hacia adelante, frente a un trasfondo de pinares que se
elevaban; sus ojos brillaban pacíficamente y la luz rodeaba su pelo como un pañuelo.
Algo que apenas llegaba a ser una sonrisa surcaba sus pálidas mejillas, y Will no podía
contenerse y la miraba con agradable desmayo. Parecía, incluso en sus momentos más
tranquilos, tan completa en sí misma y tan llena de vida, desde la punta de los dedos hasta
el mismísimo dobladillo de su vestido, que el resto de la creación no era más que un
borrón comparado con ella. Si Will apartaba la vista de ella los árboles de su alrededor
parecían inanimados y sin sentido, las nubes colgaban como cosas muertas en el cielo y
hasta las cumbres de las montañas perdían su encanto. El valle entero no podía
compararse con el aspecto de esta joven singular.
Will se mostraba siempre observador con sus conocidos, pero su observación se hacía
casi dolorosamente ansiosa al tratarse de Marjory. Escuchaba cuanto decía y, a la vez, leía
en sus ojos el comentario oculto. Muchas palabras amables, sencillas y sinceras
encontraron eco en su corazón. Descubrió un alma hermosa y centrada en sí misma, que
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jamás dudaba, jamás deseaba y estaba en paz. Era imposible separar los pensamientos de
su apariencia; el contorno de su muñeca, el plácido sonido de su voz, la luz de sus ojos,
las líneas de su cuerpo eran acordes con sus palabras, graves y gentiles, como el
acompañamiento que sostiene y armoniza la voz del cantante. Su influencia era una sola
cosa, sin división ni discusión posible, que únicamente podía sentirse con gratitud y
alegría. A Will su presencia le recordaba algo de su niñez, y el pensamiento de ella
ocupaba un sitio en su mente al lado del alba, el agua corriente, las violetas y las lilas
tempranas. Una propiedad de las cosas que se ven por primera vez, o por primera vez
después de mucho tiempo, como las flores en primavera, es que hacen renacer en
nosotros ese sentimiento olvidado y esa impresión de extrañeza mística que de otro modo
desaparece de nuestra vida con el paso de los años; pero la visión de un rostro amado es
lo que renueva el carácter de un hombre desde el fondo de sus raíces.
Un día, después de comer, Will daba un paseo entre los abetos. Una grave beatitud le
poseía de pies a cabeza, y no dejaba de sonreírse a sí mismo y al paisaje mientras
caminaba. El río fluía con un bonito murmullo entre las piedras que permitían cruzarlo.
Un pájaro cantaba ruidosamente en el bosque; las cimas de las colinas parecían
enormemente altas y, cuando les echaba una ojeada de vez en cuando, parecían
contemplar sus movimientos con una benévola aunque tremenda curiosidad. Su paseo le
condujo a la prominencia desde la que se divisaba la llanura, y allí se sentó sobre una
piedra y quedó inmerso en profunda y placentera meditación. La llanura yacía lejana, con
sus ciudades y el río plateado; todo estaba dormido salvo un gran remolino de pájaros que
subían y bajaban dando vueltas y más vueltas en el aire azul. Repetía el nombre de
Marjory en voz alta y su sonido le agradaba al oído. Cerró los ojos y su imagen saltó ante
él tranquila y luminosa, acompañada de buenos pensamientos. El río podía fluir para
siempre y los pájaros volar más y más alto hasta llegar a las estrellas. Entendió que era
una actividad sin sentido, porque allí, sin mover un pie, esperando pacientemente en su
propio y estrecho valle, también él había logrado lo mejor de la vida.
Al día siguiente Will hizo una especie de declaración a la hora de comer mientras el
párroco llenaba su pipa.
—Señorita Marjory —dijo—, jamás he conocido a nadie que me gustase tanto como
usted. Soy un hombre bastante frío y poco amable, no por falta de sentimiento, sino por
mi extraña manera de pensar, y la gente parece estar muy apartada de mí. Es como si
hubiese un círculo a mi alrededor que mantiene a todos alejados salvo a usted. Puedo oír a
los demás hablar y reír, pero usted está mucho más cerca. ¿Quizás resulta desagradable lo
que digo? —preguntó.
Marjory no contestó.
—Responde, hija —dijo el párroco.
—No, aguarde —comentó Will—. Yo no la obligaría, señor. Yo mismo, que no estoy
acostumbrado a ello, me siento cohibido, y ella es una mujer, pero poco más que una
niña, si lo pensamos fríamente. Por mi parte y por lo que entiendo que la gente dice
cuando habla de ello, me imagino que debo de estar lo que se dice enamorado. No quiero
comprometerme porque puedo estar equivocado, pero así es como creo que me siento. Si
la señorita Marjory siente de un modo distinto quizá sería tan amable de manifestarlo con
la cabeza.
Marjory permanecía en silencio y no daba señal de haber oído.
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Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson
—¿Qué opina, señor? —preguntó Will.
—La chica tiene que contestar —respondió el párroco, dejando a un lado su pipa—. Aquí
nuestro vecino dice que te ama, Madge. ¿Le amas tú, sí o no?
—Creo que sí le amo —dijo Marjory con voz débil.
—¡Bien, pues eso es todo cuanto se puede desear! —gritó Will con fuerza. Tomó la mano
de ella a través de la mesa y la sujetó un momento entre las suyas con gran satisfacción.
—Deben casarse —observó el párroco, que volvió a ponerse la pipa en la boca.
—¿Piensa usted que es lo correcto? —preguntó Will.
—Es indispensable —contestó el párroco.
—Muy bien —concluyó el pretendiente.
Pasaron dos o tres días de gran alegría para Will, aunque un espectador apenas se habría
enterado. Continuó comiendo frente a Marjory, hablando con ella y contemplándola
fijamente en presencia de su padre, pero no intentó verla a solas, ni cambió de forma
alguna su conducta hacia ella, manteniendo la misma del principio. Quizá la chica estaba
un poco desilusionada y quizá con razón; y sin embargo, si hubiera sido suficiente el
hecho de estar continuamente en los pensamientos de otro, y, de esa forma, afectar y
cambiar su vida por completo, podía darse por satisfecha. Pues nunca se alejaba del
pensamiento de Will ni por un instante. Éste se sentaba cerca del arroyo y miraba los
remolinos de agua, los atentos peces y las hierbas que se resistían al paso del agua.
Paseaba solo en los atardeceres con los mirlos del bosque trinando a su alrededor. Se
levantaba temprano por la mañana y veía el cielo cambiar del gris al dorado y la luz saltar
por encima de la cumbre de las colinas. Mientras tanto, se preguntaba si no había visto
antes estas cosas y qué las hacía parecer tan diferentes ahora. El sonido de la rueda del
molino o el del viento entre los árboles confundían y cautivaban su corazón. Los
pensamientos más encantadores se le ocurrían sin esfuerzo. Era tan feliz que no podía
dormir por la noche, y se sentía tan inquieto que apenas podía sentarse tranquilamente
cuando no estaba con ella. Sin embargo, parecía que la evitara en vez de buscarla.
Un día, cuando él volvía de un paseo, encontró a Marjory cogiendo flores en el jardín, y
cuando llegó hasta ella acortó el paso y prosiguió caminando a su lado.
—¿Te gustan las flores? —preguntó.
—Claro que sí; me gustan muchísimo —respondió ella—. ¿Y a ti?
—Pues no —dijo él—, no tanto. Son algo sin importancia, al fin y al cabo. Puedo
entender que gusten mucho a la gente, pero no como para hacer lo que tú estás haciendo
en este momento.
—¿Cómo? —inquirió ella, deteniéndose y mirándole.
—Cortarlas —señaló él—. Se encuentran mucho mejor donde están y son mucho más
bonitas, si hablamos de eso.
—Deseo tenerlas sólo para mí —contestó ella—, llevarlas cerca de mi corazón y ponerlas
en mi habitación. Me tientan cuando están aquí; parecen decir «Acércate y haz algo con
nosotras». Pero una vez que las he cortado y las pongo a un lado el encanto se rompe y
puedo mirarlas con el corazón tranquilo.
—Tú deseas poseerlas —dijo Will— para no pensar más en ellas. Es como matar la
gallina de los huevos de oro. Se parece a lo que yo deseaba hacer cuando era un niño. Me
encantaba mirar la llanura, deseaba bajar hasta allá..., donde ya no podría mirarla más
desde arriba. ¿No era un buen razonamiento? ¡Ay de mí! Querida, si todo el mundo
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Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson
pensara como yo harían lo mismo; y tú dejarías las flores en paz, igual que yo me he
quedado aquí en las montañas—. De repente se calló bruscamente. —¡Dios santo! —
gritó.
Cuando ella le preguntó qué pasaba él ignoró la pregunta y se alejó caminando hacia la
casa con una expresión divertida en la cara.
Estuvo silencioso en la mesa y luego, al caer la noche y salir las estrellas, paseó durante
horas por el patio y el jardín con paso desigual. Aún había luz en la ventana de la
habitación de Marjory, un pequeño rectángulo de color naranja en un mundo de colinas
de color azul oscuro y estrellas plateadas. Los pensamientos de Will se concentraban en la
ventana, pero no eran los pensamientos de un enamorado. «Allí está ella en su habitación
—pensaba—, y las estrellas, allá en lo alto... ¡benditas sean las dos!» Ambas constituían
una buena influencia en su vida; ambas le tranquilizaban y apoyaban en su profundo
contento con el mundo. ¿Y qué otra cosa podría desear de ellas? El joven gordo y sus
consejos estaban tan presentes en su mente que echó la cabeza hacia atrás y, poniendo las
manos al lado de la boca, gritó hacia el cielo poblado de estrellas. Ya fuese por la
posición de su cabeza o por la repentina tensión del esfuerzo, le pareció ver una sacudida
momentánea entre las estrellas y una luz escarchada que se difundía y saltaba de una a
otra por el cielo. En ese mismo instante una esquina de la persiana subió y bajó
rápidamente. ¡Soltó una fuerte carcajada! «¡Una y otra! —pensó Will— Las estrellas
tiemblan y la persiana sube. ¡Por Dios, qué gran mago debo de ser! Y ahora, si yo fuera
tonto, ¿no estaría bien liado?» Y se marchó a la cama riéndose entre dientes. «¡Si yo fuera
tonto!»
A la mañana siguiente, muy temprano, la vio de nuevo en el jardín y fue en su busca.
—He estado pensando en lo de casarnos —comenzó a hablar bruscamente— y, después
de darle muchas vueltas, he decidido que no vale la pena.
Ella se volvió hacia él un instante apenas, pero el aspecto radiante y amable de Will
habría desconcertado a un ángel en tales circunstancias; Marjory volvió a mirar al suelo
en silencio. Él la vio temblar.
—Espero que no te moleste —continuó, un poco sorprendido—. No debe molestarte. Lo
he pensado muy bien y, caramba, por más que lo pienso, no tiene sentido. Nunca
estaremos ni una pizca más unidos de lo que estamos ahora mismo y, si soy sensato,
tampoco seremos más felices que ahora.
—No hace falta que des tantos rodeos conmigo —dijo ella—. Recuerdo muy bien que te
negaste a comprometerte, y ahora veo que estabas equivocado y que en realidad jamás me
has amado; sólo puedo entristecerme por haber sido tan engañada.
Entiendes lo que quiero decir. En cuanto a si te he amado o no, dejaré eso para otros. Pero
ni mis sentimientos han cambiado ni puedes presumir de haber hecho que mi vida o mi
carácter sean distintos de lo que eran. Lo que digo es lo que siento, ni más ni menos.
Pienso que casarse no tiene sentido. Preferiría que siguieses viviendo con tu padre, de
manera que yo pudiera ir a verte una o quizás dos veces por semana, como la gente va a la
iglesia, y de esa forma los dos seríamos más felices entre esos ratos. Esa es mi idea, aunque
me casaré contigo si tú lo quieres —añadió.
—¿Te das cuenta que me estás insultando? —estalló ella.
—Yo no, Marjory —replicó él—. Si de algo vale tener la conciencia tranquila, yo no.
Ofrezco lo mejor de mi corazón. Puedes aceptarlo o no, aunque sospecho que cambiar lo
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Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson
que ya se ha hecho y dejarme libre de amores es superior a tu poder y al mío. Me casaré
contigo si quieres, pero te digo una y otra vez que no vale la pena y que será mejor que
continuemos siendo amigos. Aunque soy un hombre tranquilo, me he fijado durante mi
vida en muchas cosas; confía en mí y acepta lo que te propongo. Si no te gusta di una
palabra y me casaré contigo sin pensarlo más.
Hubo una pausa considerable, y Will, que comenzaba a sentirse incómodo, empezó a
enfadarse como consecuencia.
—Parece que eres demasiado orgullosa para decir lo que piensas —dijo él—. Créeme que
eso es una pena. La verdad simplifica la vida. ¿Puede un hombre ser más franco y
honorable con una mujer de lo que yo he sido? Dije lo que tenía que decir y te he dado a
elegir. ¿Quieres que me case contigo?, ¿o aceptas mi amistad, tal como yo considero
mejor?, ¿o ya te has hartado de mí para siempre? ¡Di lo que piensas, por amor de Dios!
Ya sabes que tu padre dijo que una mujer debe decir lo que piensa en estos asuntos.
Ella pareció recuperarse con eso, se dio la vuelta sin mediar palabra, cruzó el jardín
rápidamente y desapareció en la casa, dejando a Will
confuso como resultado. Éste dio vueltas y más vueltas por el jardín, silbando suavemente
para sí. De vez en cuando se detenía y contemplaba el cielo y las cumbres de las colinas;
otras veces bajaba hasta el final de la presa, sentándose y mirando al agua como un tonto.
Toda esta incertidumbre y perturbación eran tan ajenas a su naturaleza y a la vida que tan
resueltamente había escogido que empezó a arrepentirse de la aparición de Marjory. «Al
fin y al cabo —pensó—, yo era todo lo feliz que un hombre puede ser. Podía bajar hasta
aquí y mirar a mis peces todo el día si me apetecía. Estaba adaptado y contento como mi
viejo molino.»
Marjory bajó a cenar muy elegante y tranquila, pero, nada más reunirse los tres en la
mesa, soltó un discurso a su padre con los ojos fijos en el plato y sin mostrar ninguna
señal de desconcierto o embarazo.
—Padre —empezó—, el señor Will y yo estuvimos conversando. Nos hemos dado cuenta
de que ambos estábamos equivocados acerca de nuestros sentimientos y, a petición mía,
está de acuerdo en que nos olvidemos por completo de casarnos y en que debe continuar
siendo un muy buen amigo como hasta ahora. Verás, no ha habido ni asomo de discusión
y espero que le veamos mucho en el futuro, ya que sus visitas siempre serán bienvenidas
en nuestra casa. Naturalmente, padre, tú sabrás lo que es mejor, pero quizás haríamos
bien en dejar la casa del señor Will de momento. Después de lo ocurrido, creo que
difícilmente seríamos buenos inquilinos durante más días.
Will, que se había controlado con dificultad desde el principio, al oír esto pronunció un
ruido inarticulado y levantó una mano con aspecto de verdadera consternación, como si
estuviera a punto de intervenir y contradecir, pero ella le frenó enseguida, mirándole
furtivamente con la mejilla ruborizada de rabia.
—Quizá tengas la amabilidad —dijo ella— de permitir que explique lo ocurrido a mi
manera.
Will estaba completamente desconcertado por su expresión y por el tono de su voz. Se
mantuvo callado, llegando a la conclusión de que había ciertas cosas acerca de esta joven
que no llegaba a comprender. Y tenía toda la razón.
El pobre párroco estaba muy alicaído. Intentó demostrar que sólo se trataba de un
disgusto entre enamorados que desaparecería antes del anochecer y, cuando tal argumento
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le fue rebatido, prosiguió afirmando que donde no había riña tampoco hacía falta
separación, ya que al buen hombre le gustaban tanto el entretenimiento como su anfitrión.
Resultaba curioso ver cómo los manejaba la chica, siempre con pocas palabras y éstas
muy tranquilas, pero haciendo con ellos lo que le daba la gana, dirigiéndolos
insensiblemente a su antojo con tacto femenino y don de mando. Nada parecía ser cosa
suya —como si las cosas sucedieran por azar—, ni siquiera que ella y su padre se
mudaran esa misma tarde en un carretón y se fueran valle abajo a esperar en otra aldea a
que su casa estuviese lista. Pero Will la había estado observando atentamente y era
consciente de su destreza y resolución. Cuando se halló solo tuvo muchísimas cosas
curiosas en las que pensar. Para empezar, estaba muy triste y solitario. Todo interés había
desaparecido de su vida; podía observar las estrellas cuanto quisiera, que ya no
encontraba en ellas apoyo ni consuelo. Se encontraba en total estado de confusión acerca
de Marjory. Se había sentido perplejo e irritado con su comportamiento, pero tampoco
podía dejar de admirarlo. Le pareció reconocer en aquel alma tranquila a un ángel fino y
perverso que hasta ahora no había sospechado. Y aunque la veía como una influencia que
encajaría mal en su calmosa vida, no podía resistir el deseo ardiente de poseerla. Como
hombre que ha vivido entre sombras y de pronto se enfrenta al sol, se sentía a la vez
afligido y encantado.
Según iban pasando los días, iba de un extremo a otro, ora admirándose de la fuerza de su
determinación, ora despreciando su cautela tímida y absurda. Quizás lo uno era el
verdadero sentimiento de su corazón y representaba bien las reflexiones del hombre, pero
lo otro explotaba de vez en cuando con una violencia ingobernable y entonces se olvidaba
de toda consideración, daba vueltas en su casa y jardín o caminaba entre los bosques de
pinos como alguien que se ha vuelto loco de remordimiento. Esta situación era intolerable
para el Will tranquilo de ideas fijas, y decidió terminar con ella a cualquier precio. De
modo que una tarde calurosa de verano se puso sus mejores prendas, cogió una varilla de
espino y se encaminó valle abajo por la orilla del río. Al tomar esta determinación había
recuperado de pronto su acostumbrada paz interior, y disfrutaba del tiempo soleado y la
diversidad del paisaje sin ninguna adición de sobresalto ni desagradable impaciencia.
Casi le daba igual cómo se resolviese el asunto. Si le aceptaba tendría que casarse con ella
esta vez, algo que podría resultar bien a la larga. Si le rechazaba habría hecho todo lo
posible y podría seguir su propio camino con la conciencia tranquila. En general, deseaba
que le rechazara, pero cuando vio asomar el techo marrón que la cobijaba por detrás de
unos sauces que había en un ángulo del arroyo anduvo medio dispuesto a cambiar su
deseo, avergonzándose de su falta de firmeza en el propósito.
Marjory parecía contenta de verle y le dio la mano sin afectación ni demora.
—He estado pensando en el matrimonio —empezó él.
—Y yo también —respondió ella—. Cada día te tengo más por hombre muy sabio. Me
entiendes mejor de lo que yo me entendía a mí misma y ahora estoy convencida de que las
cosas están mejor como están.
—A la vez... —aventuró Will.
—Debes de estar cansado —interrumpió ella—. Toma asiento y deja que te traiga un vaso
de vino. La tarde es muy calurosa y deseo que la visita no te desagrade. Tienes que venir
muy a menudo, una vez a la semana si dispones de tiempo. Siempre me alegra mucho ver
a mis amigos.
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«Ah, muy bien —pensó Will en su interior—. Parece ser que yo tenía razón al fin y al
cabo.» Disfrutó de una visita muy agradable, se fue caminando a casa de muy buen humor
y no se preocupó más del asunto.
Durante casi tres años Will y Marjory continuaron en los mismos términos, viéndose una
o dos veces por semana sin pronunciar una sola palabra de amor entre ellos, y, durante
todo ese tiempo, pienso que Will fue de lo más feliz que puede llegar a ser un hombre. A
veces se privaba del placer de verla; llegaba a recorrer medio camino hacia la casa del
párroco para terminar dando la vuelta, como para estimular el apetito. De hecho, había un
recodo en el camino desde el que se podía ver la cruz de la iglesia metida en una
hendidura del valle, entre bosques de abetos inclinados y una pequeña vista de la llanura
al fondo, que le gustaba mucho como lugar para sentarse y meditar antes de volver a casa.
Los campesinos se acostumbraron tanto a encontrarle allí al anochecer que le dieron el
nombre de «recodo de Will el del molino».
Pasados los tres años, Marjory le hizo una mala jugada, casándose de repente con otra
persona. Will mantuvo la compostura con valentía y solamente comentó que, por lo poco
que él sabía de las mujeres, había sido muy prudente no habiéndose casado con ella tres
años atrás. Ella, obviamente, conocía poco su propia mente y, a pesar de su engañoso
modo de ser, era tan inconstante y frivola como todas las demás. Tenía que felicitarse por
haberse librado, dijo, y estaba, si cabía, más orgulloso de su propio juicio. Pero su
corazón se manifestaba razonablemente disgustado en su interior. Anduvo deprimido
durante un mes o dos y adelgazó mucho, para asombro de sus trabajadores.
Fue quizás un año después de esta boda cuando, muy entrada una noche, Will fue
despertado por el sonido de un caballo que galopaba por el camino, seguido de golpes
precipitados en la puerta de la posada. Abrió su ventana y vio a un campesino montado
que sujetaba la brida de otro caballo y le pedía que se diera toda la prisa del mundo y le
acompañara porque Marjory se moría y había pedido urgentemente que le llevara a la
cabecera de su cama. Will no era un buen jinete, y tardó tanto en su viaje que la pobre y
joven esposa estaba muy cerca del final cuando al fin llegó. Pudieron hablar unos minutos
en privado, y estuvo presente y lloró amargamente cuando ella dio el último suspiro.
La muerte
Los años pasaban como si nada, entre grandes manifestaciones y protestas en las ciudades
de la llanura. Surgían revueltas rojas que eran suprimidas con sangre. Las batallas iban y
venían. Pacientes astrónomos, en sus torres de observación, identificaban y bautizaban
estrellas nuevas. Se interpretaban obras teatrales en iluminados teatros. La gente era
llevada a los hospitales en camilla. Se producía el tumulto y la agitación de la vida
humana normales en los centros abarrotados. Arriba, en el valle de Will, solamente el
viento y las estaciones hacían época. Los peces se mantenían suspendidos en el rápido
arroyo, los pájaros giraban en el cielo, las copas de los abetos susurraban bajo las estrellas
y las altas colinas dominaban todo. Will iba y venía cuidando de su posada del camino,
hasta que la nieve empezó a poblar su cabellera. Su corazón era joven y vigoroso y sus
pulsaciones mantenían un ritmo sobrio, latiendo fuertes y regulares en sus muñecas. Tenía
las mejillas sonrosadas como una manzana madura. Andaba un poco encorvado, pero su
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paso todavía era firme, y sus nervudas manos se alargaban hacia todo el mundo con un
amistoso apretón. Su cara estaba surcada por aquellas arrugas que se obtienen al aire libre
y que, bien miradas, no son más que una especie de bronceado permanente. Esas arrugas
aumentan la estupidez de las caras estúpidas, pero a una persona como Will, de ojos
claros y boca sonriente, no hacen sino añadirle otro atractivo atestiguando una vida
sencilla y cómoda. Su conversación rebosaba de sabios refranes. Le gustaban los demás, y
a los demás les gustaba él. Cuando el valle estaba repleto de turistas en verano, había
noches alegres en el cenador de Will, y sus opiniones, que parecían caprichosas a sus
vecinos, eran a menudo muy admiradas por la gente erudita de las ciudades y
universidades. En verdad, tenía una vejez muy noble y cada día era más conocido, tanto
que su fama llegó hasta las ciudades de la llanura y los jóvenes que habían sido viajeros
veraniegos hacían tertulia en los cafés hablando de Will «el del molino» y de su filosofía
rústica. Tuvo muchísimas invitaciones, podéis estar seguros, pero nada le tentaba a dejar
su valle de la tierra alta; movía la cabeza y soreía por encima de su pipa de tabaco
respondiendo con mucha intención: «Llega usted demasiado tarde. Ahora soy un hombre
muerto; he vivido y ya he muerto. Hace cincuenta años el corazón me habría saltado a la
boca, pero ahora no me tentáis, porque ese es el objeto de una vida larga, que el hombre
deje de interesarse por la vida.» Y en otra ocasión: «Sólo hay una diferencia entre una
vida larga y una buena comida: que en la comida los postres vienen al final»; o bien:
«Cuando era niño andaba algo confuso y apenas sabía si era yo o el mundo lo que era
curioso y merecía la pena ser investigado. Ahora sé que soy yo, y me limito a eso.»
No mostró síntoma alguno de debilidad y se mantuvo robusto y firme hasta el final. No
obstante, dicen que se hizo cada vez más taciturno en los días postreros y escuchaba a los
demás durante horas sumido en un silencio divertido y benévolo. Cuando por fin hablaba,
iba directamente al grano y sus palabras salían cargadas de la experiencia que da la vejez.
Bebía una botella de vino con alegría; sobre todo, a la puesta del sol en la cima de una
colina o bastante entrada la noche bajo las estrellas en el cenador. Ver algo atractivo e
inalcanzable sazonaba su capacidad de placer, solía decir. Afirmaba que había vivido lo
suficiente para admirar una vela tanto más cuando podía compararla a un planeta.
Una noche, cuando contaba setenta y dos años de edad, despertó en la cama en tal estado
de desconcierto de cuerpo y alma que se levantó, se vistió y salió a meditar al cenador.
Todo estaba negro como la boca de un lobo y no había ni una estrella. El río marchaba
crecido. Los bosques y las praderas mojadas cargaban el aire de su perfume. Había
tronado durante el día y se prometía más tormenta para la mañana. ¡Una noche tenebrosa
y bochornosa para un hombre de setenta y dos años! No sabemos si fue el clima, el
desvelo o un poco de calentura en sus viejos huesos, el caso es que la mente de Will fue
asediada por tumultuosos y atroces recuerdos. Su juventud, la noche con el joven gordo,
la muerte de sus padres adoptivos, los días de verano con Marjory y muchas de esas
pequeñas circunstancias que a otro no le parecen nada y, sin embargo, son para un
hombre la esencia misma de su propia vida —cosas vistas, palabras oídas y libros mal
entendidos— se alzaron de sus escondites y concitaron su atención. Los mismísimos
muertos estaban con él, no tan sólo participando de esa fina demostración de memoria
que desfilaba por su cerebro, sino reavivando sus sentidos corporales al igual que lo
hacen los sueños profundos y vívidos. El joven gordo apoyaba sus codos sobre la mesa de
enfrente; Marjory iba y venía con un delantal lleno de flores entre el jardín y el cenador;
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Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson
oía al viejo párroco golpear su pipa para apagarla o sonarse la nariz estrepitosamente. La
marea de su conciencia subía y bajaba. A veces estaba medio dormido y ahogado en los
recuerdos del pasado, otras permanecía completamente despierto, asombrado de sí
mismo. Pero mediada la noche se sintió sobrecogido por la voz del molinero muerto, que
le llamaba desde fuera de la casa como solía hacer cuando llegaban clientes. La
alucinación era tan perfecta que Will saltó de su asiento y se quedó de pie escuchando por
si la llamada se repetía. Mientras escuchaba percibió otro ruido además del alboroto del
río y el zumbido de sus febriles oídos. Era como la agitación de los caballos y el chirrido
de los arreos, como si un carruaje con una impaciente caballería hubiera llegado a la
puerta del patio. A esa hora, en ese lugar desigual y difícil, la suposición era algo más que
absurda y Will la apartó de su mente. Volvió a sentarse en la silla del cenador y el sueño
se apoderó de él otra vez como el agua que fluye. De nuevo le despertó la voz del
molinero muerto, más fina y fantasmal que antes, y otra vez oyó el ruido de un carruaje en
el camino. Y así, tres y cuatro veces se le presentó el mismo sueño o la misma suposición,
hasta que al fin, sonriendo para sí como cuando complacemos a un niño nervioso, se
encaminó hacia la puerta para calmar su incertidumbre.
Desde el cenador a la puerta no había una gran distancia, y, sin embargo, le costó un
tiempo llegar. Era como si los muertos se aglomeraran a su alrededor en el patio y se
cruzaran en su camino a cada paso. De repente fue sorprendido por la embriagadora
dulzura de los heliotropos. Era como si la flor estuviese plantada de una punta a la otra
del jardín y la noche calurosa y húmeda hubiera hecho salir todos sus perfumes de golpe.
Ahora bien, el heliotropo había sido la flor favorita de Marjory, y desde su muerte no se
había plantado ni uno en la tierra de Will.
«Debo de estar volviéndome loco —pensó—. ¡Pobre Marjory y sus heliotropos!»
Y al decir eso levantó la vista hacia la ventana que en un tiempo fue de ella. Si antes se
había sentido aturdido, ahora estaba casi aterrorizado, porque había una luz encendida en
la habitación. La ventana era un rectángulo color naranja, como antaño, y una esquina de
la persiana fue levantada y soltada como la noche en que, de pie, gritó su perplejidad a las
estrellas. La ilusión sólo duró un instante, pero lo dejó algo acobardado, frotándose los
ojos y mirando fijamente el contorno de la casa y la noche oscura que había detrás de ella.
Mientras estaba así de pie —y le pareció que debió de estar así durante mucho tiempo—,
se oyeron de nuevo los ruidos del camino. Se volvió a tiempo de encontrarse con un
extraño que avanzaba cruzando el patio en su busca. Algo parecido al perfil de un gran
carruaje se vislumbraba en el camino detrás del extraño, y, por encima, unas cuantas
copas de abetos negros como si fueran plumas.
—¿Señor Will? —preguntó el recién llegado en tono breve y militar.
—El mismo, señor —respondió Will—. ¿En qué puedo servirle?
—He oído hablar mucho de usted, señor Will —añadió el otro—, hablar mucho y bien. Y,
aunque tengo mucho que hacer, deseo beber una botella de vino con usted en su cenador.
Antes de irme me presentaré.
Will le condujo hasta el enrejado, donde encendió una lámpara y descorchó una botella.
Estaba acostumbrado a estos cumplidos halagadores y esperaba poco de ellos al estar
curtido en desilusiones. Una especie de nube se había adueñado de su entendimiento y no
dejaba que se percatara de lo extraño de la hora. Se movía como una persona en sueños y
le pareció que la lámpara se encendía y la botella se descorchaba con la facilidad del
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Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson
pensamiento. De todas formas, sentía curiosidad por el aspecto del visitante y procuró en
vano dirigir la luz de la lámpara hacia su cara; o manipulaba con torpeza la lámpara o
bien había oscuridad en sus ojos, porque apenas podía apreciar que hubiese algo más con
él en la mesa que una sombra. Miraba y miraba fijamente esta sombra mientras limpiaba
las copas, y empezó a sentir frío y algo raro junto al corazón. El silencio pesaba sobre él,
porque ahora no podía oír nada, ni el río, sólo el latido de sus arterias en los oídos.
—Va por usted —dijo el extraño con brusquedad.
—A su salud, señor —respondió Will, bebiendo a sorbos un vino que le supo algo raro.
—Tengo entendido que es usted una persona muy positiva —continuó el extraño.
Will contestó con una sonrisa de satisfacción y una pequeña inclinación de cabeza.
—Yo también lo soy —continuó el otro—, y mi máxima alegría es pisar los callos de la
gente. No quiero que nadie sea positivo, salvo yo; nadie. He llevado la contraria, en mi
tiempo, a reyes, generales y a grandes artistas. ¿Y qué me diría —prosiguió— si yo
hubiera subido hasta aquí a propósito para llevarle la contraria a usted?
Will estuvo a punto de darle una réplica mordaz, pero la cortesía del viejo posadero
prevaleció. Guardó silencio y contestó con un gesto cortés de la mano.
—Pues así es —dijo el extraño—. Y si no le tuviera un aprecio especial ni se lo
comentaría. Al parecer, se enorgullece de permanecer donde está y no piensa abandonar
su posada. Pues tengo la intención de llevarle a dar una vuelta en mi carruaje, y, antes de
terminar esta botella, así lo hará.
—Eso sería una cosa muy rara, por cierto —respondió Will con una risita—. Mire, señor,
he crecido aquí como un roble viejo y ni el mismísimo diablo podría desarraigarme;
aunque veo que es usted un viejo caballero muy divertido, le apostaría otra botella a que
perderá su propósito conmigo.
La vista de Will había ido perdiendo nitidez durante todo ese tiempo, pero de alguna
manera era consciente de estar sometido a un frío escrutinio que le irritaba y dominaba.
—No debe usted pensar —exclamó de repente de un modo febril y brusco que le
sorprendió a él mismo— que soy un tipo casero porque tema a cualquier cosa que se halle
bajo la capa del Cielo. Dios sabe bien que estoy harto de todo eso, y cuando llegue el
momento de hacer el viaje más largo que jamás pueda imaginarse me encontraré
preparado.
El extraño vació su copa y la alejó de él. Bajó la vista durante un momento, y entonces,
estirándose sobre la mesa, le dio tres golpecitos en el antebrazo con un solo dedo.
—¡Ese momento ha llegado! —dijo solemnemente.
Una desagradable sensación se apoderó de él desde el momento en que le tocó. El tono de
su voz era grave y asombroso y resonaba extrañamente en el corazón de Will.
—Perdóneme —dijo con cierta turbación—. ¿Qué quiere decir?
—Míreme y comprobará que su vista está borrosa. Levante la mano; la sentirá como
pesada y muerta. Esta es su última botella de vino, señor Will, y su última noche sobre la
tierra.
—¿Es usted médico? —preguntó Will con voz temblorosa.
—El mejor que haya existido —respondió el otro—, porque curo la mente y el cuerpo con
la misma receta. Quito todo el dolor y perdono todos los pecados. Y si mis pacientes se
han equivocado en la vida corrijo sus complicaciones y les dejo bien encaminados de
nuevo.
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Will “El del Molino” Robert Louis Stevenson
—No le necesito —dijo Will.
—Llega un momento a todos los hombres, señor Will —afirmó el médico— en que se les
quita el timón de las manos. A usted, porque ha sido prudente y tranquilo, le ha tardado
mucho en llegar y ha tenido mucho tiempo para disciplinarse para recibirlo. Ha visto lo
que tenía que ver desde su molino; se ha quedado toda la vida cerca como una liebre en
su madriguera; pero ahora eso se ha acabado, y —añadió el médico poniéndose de pie—
tiene que levantarse y venir conmigo.
—Es usted un médico muy raro —dijo Will, mirando fijamente a su invitado.
—Soy una ley de la naturaleza —respondió—, y la gente me llama Muerte.
—¿Por qué no me lo ha dicho desde el principio? —gritó Will—. Le he estado esperando
durante muchos años. Déme la mano y sea bienvenido.
—Apóyese en mi brazo —dijo el extraño—, porque ya le faltan fuerzas. Apóyese bien si
le hace falta; aunque soy viejo, soy muy fuerte. Hasta mi coche sólo hay tres pasos, y ahí
terminarán todos sus problemas. Vaya, Will —añadió—, he estado añorándole como si
fuera mi propio hijo, y de todos los hombres a por los que he venido en mi andadura, es a
por usted a por quien he venido más gustosamente. Soy cáustico y a veces ofendo a la
gente a primera vista, pero soy buen amigo en el fondo para los que son como usted.
—Desde que Marjory se fue —contestó Will—, juro ante Dios que era usted el único
amigo que me quedaba por esperar.
Así, la pareja cruzó el patio cogida del brazo.
Uno de los criados despertó en ese momento y oyó el ruido de los caballos piafando antes
de quedarse dormido otra vez. Aquella noche, por todo el valle, hubo como una fuerte
corriente de viento suave y constante descendiendo hacia la llanura. Y cuando el mundo
amaneció a la mañana siguiente, en efecto, Will «el del molino» se había marchado por
fin de viaje.
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