lunes, 17 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. LA MONEDA DE HIERERO (19769). Poemario completo.


 LA MONEDA DE HIERRO
  (1976)


  PRÓLOGO

  Bien cumplidos los setenta años que aconseja el Espíritu, un escritor, por torpe que sea, ya sabe ciertas cosas. La primera, sus límites. Sabe con razonable esperanza lo que puede intentar y –lo cual sin duda es más importante– lo que le está vedado. Esta comprobación, tal vez melancólica, se aplica a las generaciones y al hombre. Creo que nuestro tiempo es incapaz de la oda pindárica o de la penosa novela histórica o de los alegatos en verso; creo, acaso con análoga ingenuidad, que no hemos acabado de explorar las posibilidades indefinidas del proteico soneto o de las estrofas libres de Whitman. Creo, asimismo, que la estética abstracta es una vanidosa ilusión o un agradable tema para las largas noches del cenáculo o una fuente de estímulos y de trabas. Si fuera una, el arte sería uno. Ciertamente no lo es; gozamos con pareja fruición de Hugo y de Virgilio, de Robert Browning y de Swinburne, de los escandinavos y de los persas. La música de hierro del sajón no nos place menos que las delicadezas morosas del simbolismo. Cada sujeto, por ocasional o tenue que sea, nos impone una estética peculiar. Cada palabra, aunque esté cargada de siglos, inicia una página en blanco y compromete el porvenir.
  En cuanto a mí… Sé que este libro misceláneo que el azar fue dejándome a lo largo de 1976, en el yermo universitario de East Lansing y en mi recobrado país, no valdrá mucho más ni mucho menos que los anteriores volúmenes. Este módico vaticinio, que nada nos cuesta admitir, me depara una suerte de impunidad. Puedo consentirme algunos caprichos ya que no me juzgarán por el texto sino por la imagen indefinida pero suficientemente precisa que se tiene de mí. Puedo transcribir las vagas palabras que oí en un sueño y denominarlas «Ein Traum». Puedo reescribir y acaso malear un soneto sobre Spinoza. Puedo tratar de aligerar, mudando el acento prosódico, el endecasílabo castellano. Puedo, en fin, entregarme al culto de los mayores y a ese otro culto que ilumina mi ocaso: la germanística de Inglaterra y de lslandia.
  No en vano fui engendrado en 1899. Mis hábitos regresan a aquel siglo y al anterior y he procurado no olvidar mis remotas y ya desdibujadas humanidades. El prólogo tolera la confidencia: he sido un vacilante conversador y un buen auditor. No olvidaré los diálogos de mi padre, de Macedonio Fernández, de Alfonso Reyes y de Rafael Cansinos-Assens. Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 27 de julio de 1976


  ELEGÍA DEL RECUERDO IMPOSIBLE

  Qué no daría yo por la memoria
  de una calle de tierra con tapias bajas
  y de un alto jinete llenando el alba
  (largo y raído el poncho)
  en uno de los días de la llanura,
  en un día sin fecha.
  Qué no daría yo por la memoria
  de mi madre mirando la mañana
  en la estancia de Santa Irene,
  sin saber que su nombre iba a ser Borges.
  Qué no daría yo por la memoria
  de haber combatido en Cepeda
  y de haber visto a Estanislao del Campo
  saludando la primer bala
  con la alegría del coraje.
  Qué no daría yo por la memoria
  de un portón de quinta secreta
  que mi padre empujaba cada noche
  antes de perderse en el sueño
  y que empujó por última vez
  el 14 de febrero del 38.
  Qué no daría yo por la memoria
  de las barcas de Hengist,
  zarpando de la arena de Dinamarca
  para debelar una isla
  que aún no era Inglaterra.
  Qué no daría yo por la memoria
  (la tuve y la he perdido)
  de una tela de oro de Turner,
  vasta como la música.
  Qué no daría yo por la memoria
  de haber oído a Sócrates
  que, en la tarde de la cicuta,
  examinó serenamente el problema
  de la inmortalidad,
  alternando los mitos y las razones
  mientras la muerte azul iba subiendo
  desde los pies ya fríos.
  Qué no daría yo por la memoria
  de que me hubieras dicho que me querías
  y de no haber dormido hasta la aurora,
  desgarrado y feliz.

  CORONEL SUÁREZ

  Alta en el alba se alza la severa
  faz de metal y de melancolía.
  Un perro se desliza por la acera.
  Ya no es de noche y no es aún de día.
  Suárez mira su pueblo y la llanura
  ulterior, las estancias, los potreros,
  los rumbos que fatigan los reseros,
  el paciente planeta que perdura.
  Detrás del simulacro te adivino,
  oh joven capitán que fuiste el dueño
  de esa batalla que torció el destino:
  Junín, resplandeciente como un sueño.
  En un confín del vasto Sur persiste
  esa alta cosa, vagamente triste.

  LA PESADILLA*

  Sueño con un antiguo rey. De hierro
  es la corona y muerta la mirada.
  Ya no hay caras así. La firme espada
  lo acatará, leal como su perro.
  No sé si es de Nortumbria o de Noruega.
  Sé que es del Norte. La cerrada y roja
  barba le cubre el pecho. No me arroja
  una mirada su mirada ciega.
  ¿De qué apagado espejo, de qué nave
  de los mares que fueron su aventura,
  habrá surgido el hombre gris y grave
  que me impone su antaño y su amargura?
  Sé que me sueña y que me juzga, erguido.
  El día entra en la noche. No se ha ido.

  LA VÍSPERA

  Millares de partículas de arena,
  ríos que ignoran el reposo, nieve
  más delicada que una sombra, leve
  sombra de una hoja, la serena
  margen del mar, la momentánea espuma,
  los antiguos caminos del bisonte
  y de la flecha fiel, un horizonte
  y otro, los tabacales y la bruma,
  la cumbre, los tranquilos minerales,
  el Orinoco, el intrincado juego
  que urden la tierra, el agua, el aire, el fuego,
  las leguas de sumisos animales,
  apartarán tu mano de la mía,
  pero también la noche, el alba, el día…

  UNA LLAVE EN EAST LANSING

  A Judith Machado

  Soy una pieza de limado acero.
  Mi borde irregular no es arbitrario.
  Duermo mi vago sueño en un armario
  que no veo, sujeta a mi llavero.
  Hay una cerradura que me espera,
  una sola. La puerta es de forjado
  hierro y firme cristal. Del otro lado
  está la casa, oculta y verdadera.
  Altos en la penumbra los desiertos
  espejos ven las noches y los días
  y las fotografías de los muertos
  y el tenue ayer de las fotografías.
  Alguna vez empujaré la dura
  puerta y haré girar la cerradura.

  ELEGÍA DE LA PATRIA

  De hierro, no de oro, fue la aurora.
  La forjaron un puerto y un desierto,
  unos cuantos señores y el abierto
  ámbito elemental de ayer y ahora.
  Vino después la guerra con el godo.
  Siempre el valor y siempre la victoria.
  El Brasil y el tirano. Aquella historia
  desenfrenada. El todo por el todo.
  Cifras rojas de los aniversarios,
  pompas del mármol, arduos monumentos,
  pompas de la palabra, parlamentos,
  centenarios y sesquicentenarios,
  son la ceniza apenas, la soflama
  de los vestigios de esa antigua llama.

  HILARIO ASCASUBI
  (1807-1875)

  Alguna vez hubo una dicha. El hombre
  aceptaba el amor y la batalla
  con igual regocijo. La canalla
  sentimental no había usurpado el nombre
  del pueblo. En esa aurora, hoy ultrajada,
  vivió Ascasubi y se batió, cantando
  entre los gauchos de la patria cuando
  los llamó una divisa a la patriada.
  Fue muchos hombres. Fue el cantor y el coro;
  por el río del tiempo fue Proteo.
  Fue soldado en la azul Montevideo
  y en California, buscador de oro.
  Fue suya la alegría de una espada
  en la mañana. Hoy somos noche y nada.
  1975


  MÉXICO

  ¡Cuántas cosas iguales! El jinete y el llano,
  la tradición de espadas, la plata y la caoba,
  el piadoso benjuí que sahúma la alcoba
  y ese latín venido a menos, el castellano.
  ¡Cuántas cosas distintas! Una mitología
  de sangre que entretejen los hondos dioses muertos,
  los nopales que dan horror a los desiertos
  y el amor de una sombra que es anterior al día.
  ¡Cuántas cosas eternas! El patio que se llena
  de lenta y leve luna que nadie ve, la ajada
  violeta entre las páginas de Nájera olvidada,
  el golpe de la ola que regresa a la arena.
  El hombre que en su lecho último se acomoda
  para esperar la muerte. Quiere tenerla, toda.

  EL PERÚ

  De la suma de cosas del orbe ilimitado
  vislumbramos apenas una que otra. El olvido
  y el azar nos despojan. Para el niño que he sido,
  el Perú fue la historia que Prescott ha salvado.
  Fue también esa clara palangana de plata
  que pendió del arzón de una silla y el mate
  de plata con serpientes arqueadas y el embate
  de las lanzas que tejen la batalla escarlata.
  Fue después una playa que el crepúsculo empaña
  y un sigilo de patio, de enrejado y de fuente,
  y unas líneas de Eguren que pasan levemente
  y una vasta reliquia de piedra en la montaña.
  Vivo, soy una sombra que la Sombra amenaza;
  moriré y no habré visto mi interminable casa.

  A MANUEL MUJICA LAINEZ

  Isaac Luria declara que la eterna Escritura
  tiene tantos sentidos como lectores. Cada
  versión es verdadera y ha sido prefijada
  por Quien es el lector, el libro y la lectura.
  Tu versión de la patria, con sus fastos y brillos,
  entra en mi vaga sombra como si entrara el día
  y la oda se burla de la Oda. (La mía
  no es más que una nostalgia de ignorantes cuchillos
  y de viejo coraje.) Ya se estremece el Canto,
  ya, apenas contenidas por la prisión del verso,
  surgen las muchedumbres del futuro y diverso
  reino que será tuyo, su júbilo y su llanto.
  Manuel Mujica Lainez, alguna vez tuvimos
  una patria –¿recuerdas?– y los dos la perdimos.
  1974


  EL INQUISIDOR

  Pude haber sido un mártir. Fui un verdugo.
  Purifiqué las almas con el fuego.
  Para salvar la mía, busqué el ruego,
  el cilicio, las lágrimas y el yugo.
  En los autos de fe vi lo que había
  sentenciado mi lengua. Las piadosas
  hogueras y las carnes dolorosas,
  el hedor, el clamor y la agonía.
  He muerto. He olvidado a los que gimen,
  pero sé que este vil remordimiento
  es un crimen que sumo al otro crimen
  y que a los dos ha de arrastrar el viento
  del tiempo, que es más largo que el pecado
  y que la contrición. Los he gastado.

  EL CONQUISTADOR

  Cabrera y Carbajal fueron mis nombres.
  He apurado la copa hasta las heces.
  He muerto y he vivido muchas veces.
  Yo soy el Arquetipo. Ellos, los hombres.
  De la Cruz y de España fui el errante
  soldado. Por las nunca holladas tierras
  de un continente infiel encendí guerras.
  En el duro Brasil fui el bandeirante.
  Ni Cristo ni mi Rey ni el oro rojo
  fueron el acicate del arrojo
  que puso miedo en la pagana gente.
  De mis trabajos fue razón la hermosa
  espada y la contienda procelosa.
  No importa lo demás. Yo fui valiente.

  HERMAN MELVILLE*

  Siempre lo cercó el mar de sus mayores,
  los sajones, que al mar dieron el nombre
  ruta de la ballena, en que se aúnan
  las dos enormes cosas, la ballena
  y los mares que largamente surca.
  Siempre fue suyo el mar. Cuando sus ojos
  vieron en alta mar las grandes aguas
  ya lo había anhelado y poseído
  en aquel otro mar, que es la Escritura,
  o en el dintorno de los arquetipos.
  Hombre, se dio a los mares del planeta
  y a las agotadoras singladuras
  y conoció el arpón enrojecido
  por Leviathán y la rayada arena
  y el olor de las noches y del alba
  y el horizonte en que el azar acecha
  y la felicidad de ser valiente
  y el gusto, al fin, de divisar a Ítaca.
  Debelador del mar, pisó la tierra
  firme que es la raíz de las montañas
  y en la que marca un vago derrotero,
  quieta en el tiempo, una dormida brújula.
  A la heredada sombra de los huertos,
  Melville cruza las tardes de New England
  pero lo habita el mar. Es el oprobio
  del mutilado capitán del Pequod,
  el mar indescifrable y las borrascas
  y la abominación de la blancura.
  Es el gran libro. Es el azul Proteo.

  EL INGENUO

  Cada aurora (nos dicen) maquina maravillas
  capaces de torcer la más terca fortuna;
  hay pisadas humanas que han medido la luna
  y el insomnio devasta los años y las millas.
  En el azul acechan públicas pesadillas
  que entenebran el día. No hay en el orbe una
  cosa que no sea otra, o contraria, o ninguna.
  A mí sólo me inquietan las sorpresas sencillas.
  Me asombra que una llave pueda abrir una puerta,
  me asombra que mi mano sea una cosa cierta,
  me asombra que del griego la eleática saeta
  instantánea no alcance la inalcanzable meta,
  me asombra que la espada cruel pueda ser hermosa,
  y que la rosa tenga el olor de la rosa.

  LA LUNA

  A María Kodama

  Hay tanta soledad en ese oro.
  La luna de las noches no es la luna
  que vio el primer Adán. Los largos siglos
  de la vigilia humana la han colmado
  de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.

  A JOHANNES BRAHMS

  Yo que soy un intruso en los jardines
  que has prodigado a la plural memoria
  del porvenir, quise cantar la gloria
  que hacia el azul erigen tus violines.
  He desistido ahora. Para honrarte
  no basta esa miseria que la gente
  suele apodar con vacuidad el arte.
  Quien te honrare ha de ser claro y valiente.
  Soy un cobarde. Soy un triste. Nada
  podrá justificar esta osadía
  de cantar la magnífica alegría
  –fuego y cristal– de tu alma enamorada.
  Mi servidumbre es la palabra impura,
  vástago de un concepto y de un sonido;
  ni símbolo, ni espejo, ni gemido,
  tuyo es el río que huye y que perdura.

  EL FIN

  El hijo viejo, el hombre sin historia,
  el huérfano que pudo ser el muerto,
  agota en vano el caserón desierto.
  (Fue de los dos y es hoy de la memoria.
  Es de los dos.) Bajo la dura suerte
  busca perdido el hombre doloroso
  la voz que fue su voz. Lo milagroso
  no sería más raro que la muerte.
  Lo acosarán interminablemente
  los recuerdos sagrados y triviales
  que son nuestro destino, esas mortales
  memorias vastas como un continente.
  Dios o Tal Vez o Nadie, yo te pido
  su inagotable imagen, no el olvido.

  A MI PADRE

  Tú quisiste morir enteramente,
  la carne y la gran alma. Tú quisiste
  entrar en la otra sombra sin la triste
  plegaria del medroso y del doliente.
  Te hemos visto morir con el tranquilo
  ánimo de tu padre ante las balas.
  La guerra no te dio su ímpetu de alas,
  la torpe parca fue cortando el hilo.
  Te hemos visto morir sonriente y ciego.
  Nada esperabas ver del otro lado,
  pero tu sombra acaso ha divisado
  los arquetipos últimos que el griego
  soñó y que me explicabas. Nadie sabe
  de qué mañana el mármol es la llave.

  LA SUERTE DE LA ESPADA*

  La espada de aquel Borges no recuerda
  sus batallas. La azul Montevideo
  largamente sitiada por Oribe,
  el Ejército Grande, la anhelada
  y tan fácil victoria de Caseros,
  el intrincado Paraguay, el tiempo,
  las dos balas que entraron en el hombre,
  el agua maculada por la sangre,
  los montoneros en el Entre Ríos,
  la jefatura de las tres fronteras,
  el caballo y las lanzas del desierto,
  San Carlos y Junín, la carga última…
  Dios le dio resplandor y estaba ciega.
  Dios le dio la epopeya. Estaba muerta.
  Quieta como una planta nada supo
  de la mano viril ni del estrépito
  ni de la trabajada empuñadura
  ni del metal marcado por la patria.
  Es una cosa más entre las cosas
  que olvida la vitrina de un museo,
  un símbolo y un humo y una forma
  curva y cruel y que ya nadie mira.
  Acaso no soy menos ignorante.

  EL REMORDIMIENTO

  He cometido el peor de los pecados
  que un hombre puede cometer. No he sido
  feliz. Que los glaciares del olvido
  me arrastren y me pierdan, despiadados.
  Mis padres me engendraron para el juego
  arriesgado y hermoso de la vida,
  para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
  Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
  no fue su joven voluntad. Mi mente
  se aplicó a las simétricas porfías
  del arte, que entreteje naderías.
  Me legaron valor. No fui valiente.
  No me abandona. Siempre está a mi lado
  la sombra de haber sido un desdichado.

  EINAR TAMBARSKELVER

  Heimskringla, I, 117

  Odín o el rojo Thor o el Cristo Blanco…
  Poco importan los nombres y sus dioses;
  no hay otra obligación que ser valiente
  y Einar lo fue, duro caudillo de hombres.
  Era el primer arquero de Noruega
  y diestro en el gobierno de la espada
  azul y de las naves. De su paso
  por el tiempo, nos queda una sentencia
  que resplandece en las crestomatías.
  La dijo en el clamor de una batalla
  en el mar. Ya perdida la jornada,
  ya abierto el estribor al abordaje,
  un flechazo final quebró su arco.
  El rey le preguntó qué se había roto
  a sus espaldas y Einar Tambarskelver
  dijo: Noruega, rey, entre tus manos.
  Siglos después, alguien salvó la historia
  en Islandia. Yo ahora la traslado,
  tan lejos de esos mares y de ese ánimo.

  EN ISLANDIA EL ALBA

  Ésta es el alba.
  Es anterior a sus mitologías y al Cristo Blanco.
  Engendrará los lobos y la serpiente
  que también es el mar.
  El tiempo no la roza.
  Engendró los lobos y la serpiente
  que también es el mar.
  Ya vio partir la nave que labrarán
  con uñas de los muertos.
  Es el cristal de sombra en que se mira
  Dios, que no tiene cara.
  Es más pesada que sus mares
  y más alta que el cielo.
  Es un gran muro suspendido.
  Es el alba en Islandia.

  OLAUS MAGNUS
  (1490-1558)

  El libro es de Olaus Magnus el teólogo
  que no abjuró de Roma cuando el Norte
  profesó las doctrinas de John Wyclif,
  de Hus y de Lutero. Desterrado
  del Septentrión, buscaba por las tardes
  de Italia algún alivio de sus males
  y compuso la historia de su gente
  pasando de las fechas a la fábula.
  Una vez, una sola, la he tenido
  en las manos. El tiempo no ha borrado
  el dorso de cansado pergamino,
  la escritura cursiva, los curiosos
  grabados en acero, las columnas
  de su docto latín. Hubo aquel roce.
  Oh no leído y presentido libro,
  tu hermosa condición de cosa eterna
  entró una tarde en las perpetuas aguas
  de Heráclito, que siguen arrastrándome.

  LOS ECOS

  Ultrajada la carne por la espada
  de Hamlet muere un rey de Dinamarca
  en su alcázar de piedra, que domina
  el mar de sus piratas. La memoria
  y el olvido entretejen una fábula
  de otro rey muerto y de su sombra. Saxo
  Gramático recoge esa ceniza
  en su Gesta Danorum. Unos siglos
  y el rey vuelve a morir en Dinamarca
  y al mismo tiempo, por curiosa magia,
  en un tinglado de los arrabales
  de Londres. Lo ha soñado William Shakespeare.
  Eterna como el acto de la carne
  o como los cristales de la aurora
  o como las figuras de la luna
  es la muerte del rey. La soñó Shakespeare
  y seguirán soñándola los hombres
  y es uno de los hábitos del tiempo
  y un rito que ejecutan en la hora
  predestinada unas eternas formas.

  UNAS MONEDAS

  GÉNESIS, IX, 13

  El arco del Señor surca la esfera
  y nos bendice. En el gran arco puro
  están las bendiciones del futuro,
  pero también está mi amor, que espera.
  MATEO, XXVII, 9

  La moneda cayó en mi hueca mano.
  No pude soportarla, aunque era leve,
  y la dejé caer. Todo fue en vano.
  El otro dijo: Aún faltan veintinueve.
  UN SOLDADO DE ORIBE

  Bajo la vieja mano, el arco roza
  de un modo transversal la firme cuerda.
  Muere un sonido. El hombre no recuerda
  que ya otra vez hizo la misma cosa.

  BARUCH SPINOZA

  Bruma de oro, el Occidente alumbra
  la ventana. El asiduo manuscrito
  aguarda, ya cargado de infinito.
  Alguien construye a Dios en la penumbra.
  Un hombre engendra a Dios. Es un judío
  de tristes ojos y de piel cetrina;
  lo lleva el tiempo como lleva el río
  una hoja en el agua que declina.
  No importa. El hechicero insiste y labra
  a Dios con geometría delicada;
  desde su enfermedad, desde su nada,
  sigue erigiendo a Dios con la palabra.
  El más pródigo amor le fue otorgado,
  el amor que no espera ser amado.

  PARA UNA VERSIÓN DEL I KING

  El porvenir es tan irrevocable
  como el rígido ayer. No hay una cosa
  que no sea una letra silenciosa
  de la eterna escritura indescifrable
  cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
  de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
  es la senda futura y recorrida.
  Nada nos dice adiós. Nada nos deja.
  No te rindas. La ergástula es oscura,
  la firme trama es de incesante hierro,
  pero en algún recodo de tu encierro
  puede haber un descuido, una hendidura.
  El camino es fatal como la flecha
  pero en las grietas está Dios, que acecha.

  EIN TRAUM*

  Lo sabían los tres.
  Ella era la compañera de Kafka.
  Kafka la había soñado.
  Lo sabían los tres.
  Él era el amigo de Kafka.
  Kafka lo había soñado.
  Lo sabían los tres.
  La mujer le dijo al amigo:
  Quiero que esta noche me quieras.
  Lo sabían los tres.
  El hombre le contestó: Si pecamos,
  Kafka dejará de soñarnos.
  Uno lo supo.
  No había nadie más en la tierra.
  Kafka se dijo:
  Ahora que se fueron los dos, he quedado solo.
  Dejaré de soñarme.

  JUAN CRISÓSTOMO LAFINUR
  (1797-1824)

  El volumen de Locke, los anaqueles,
  la luz del patio ajedrezado y terso,
  y la mano trazando, lenta, el verso:
  La pálida azucena a los laureles.
  Cuando en la tarde evoco la azarosa
  procesión de mis sombras, veo espadas
  públicas y batallas desgarradas;
  con usted, Lafinur, es otra cosa.
  Lo veo discutiendo largamente
  con mi padre sobre filosofía,
  y conjurando esa falaz teoría
  de unas eternas formas en la mente.
  Lo veo corrigiendo este bosquejo,
  del otro lado del incierto espejo.

  HERÁCLITO*

  Heráclito camina por la tarde
  de Éfeso. La tarde lo ha dejado,
  sin que su voluntad lo decidiera,
  en la margen de un río silencioso
  cuyo destino y cuyo nombre ignora.
  Hay un Jano de piedra y unos álamos.
  Se mira en el espejo fugitivo
  y descubre y trabaja la sentencia
  que las generaciones de los hombres
  no dejarán caer. Su voz declara:
  Nadie baja dos veces a las aguas
  del mismo río. Se detiene. Siente
  con el asombro de un horror sagrado
  que él también es un río y una fuga.
  Quiere recuperar esa mañana
  y su noche y la víspera. No puede.
  Repite la sentencia. La ve impresa
  en futuros y claros caracteres
  en una de las páginas de Burnet.
  Heráclito no sabe griego. Jano,
  dios de las puertas, es un dios latino.
  Heráclito no tiene ayer ni ahora.
  Es un mero artificio que ha soñado
  un hombre gris a orillas del Red Cedar,
  un hombre que entreteje endecasílabos
  para no pensar tanto en Buenos Aires
  y en los rostros queridos. Uno falta.
  East Lansing, 1976


  LA CLEPSIDRA

  No de agua, de miel, será la última
  gota de la clepsidra. La veremos
  resplandecer y hundirse en la tiniebla,
  pero en ella estarán las beatitudes
  que al rojo Adán otorgó Alguien o Algo:
  el recíproco amor y tu fragancia,
  el acto de entender el universo,
  siquiera falazmente, aquel instante
  en que Virgilio da con el hexámetro,
  el agua de la sed y el pan del hambre,
  en el aire la delicada nieve,
  el tacto del volumen que buscamos
  en la desidia de los anaqueles,
  el goce de la espada en la batalla,
  el mar que libre roturó Inglaterra,
  el alivio de oír tras el silencio
  el esperado acorde, una memoria
  preciosa y olvidada, la fatiga,
  el instante en que el sueño nos disgrega.

  NO ERES LOS OTROS

  No te habrá de salvar lo que dejaron
  escrito aquellos que tu miedo implora;
  no eres los otros y te ves ahora
  centro del laberinto que tramaron
  tus pasos. No te salva la agonía
  de Jesús o de Sócrates ni el fuerte
  Siddharta de oro que aceptó la muerte
  en un jardín, al declinar el día.
  Polvo también es la palabra escrita
  por tu mano o el verbo pronunciado
  por tu boca. No hay lástima en el Hado
  y la noche de Dios es infinita.
  Tu materia es el tiempo, el incesante
  tiempo. Eres cada solitario instante.

  SIGNOS

  A Susana Bombal

  Hacia 1915, en Ginebra, vi en la terraza de un museo una alta campana con caracteres chinos. En 1976 escribo estas líneas:
  Indescifrada y sola, sé que puedo
  ser en la vaga noche una plegaria
  de bronce o la sentencia en que se cifra
  el sabor de una vida o de una tarde
  o el sueño de Chuang Tzu, que ya conoces
  o una fecha trivial o una parábola
  o un vasto emperador, hoy unas sílabas,
  o el universo o tu secreto nombre
  o aquel enigma que indagaste en vano
  a lo largo del tiempo y de sus días.
  Puedo ser todo. Déjame en la sombra.

  LA MONEDA DE HIERRO

  Aquí está la moneda de hierro. Interroguemos
  las dos contrarias caras que serán la respuesta
  de la terca demanda que nadie no se ha hecho:
  ¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?
  Miremos. En el orbe superior se entretejen
  el firmamento cuádruple que sostiene el diluvio
  y las inalterables estrellas planetarias.
  Adán, el joven padre, y el joven Paraíso.
  La tarde y la mañana. Dios en cada criatura.
  En ese laberinto puro está tu reflejo.
  Arrojemos de nuevo la moneda de hierro
  que es también un espejo mágico. Su reverso
  es nadie y nada y sombra y ceguera. Eso eres.
  De hierro las dos caras labran un solo eco.
  Tus manos y tu lengua son testigos infieles.
  Dios es el inasible centro de la sortija.
  No exalta ni condena. Obra mejor: olvida.
  Maculado de infamia ¿por qué no han de quererte?
  En la sombra del otro buscamos nuestra sombra;
  en el cristal del otro, nuestro cristal recíproco.

  *NOTAS

  *Unos sueños. Ciertas páginas de este libro fueron dones de sueños. Una, «Ein Traum», me fue dictada una mañana en East Lansing, sin que yo la entendiera y sin que me inquietara sensiblemente; pude transcribirla después, palabra por palabra. Se trata, claro está, de una mera curiosidad psicológica o, si el lector es muy generoso, de una inofensiva parábola del solipsismo. La visión del rey muerto corresponde a una auténtica «Pesadilla». «Heráclito» es una involuntaria variación de «La busca de Averroes», que data de 1949.
  *Herman Melville. «Es el azul Proteo.» La hipálage es de Ovidio y la repite Ben Jonson.
  *La suerte de la espada. Esta composición es el deliberado reverso de «Juan Muraña» y de «El encuentro», que datan de 1970.

Fuente:
EMECÉ Editores.

domingo, 16 de octubre de 2016

Reseña de la novela ‘Azulejos blancos’: La penumbra de la memoria.



Reseña de la novela ‘Azulejos blancos’: La penumbra de la memoria

Actualizado el 16 de octubre de 2016 a las 12:00 am

La novela de Aída Faingezicht, exministra de Cultura, es publicada por la editorial Letra Maya.

POR Guillermo Fernández / g_fernandez62@yahoo.com

Mi casa, mi familia, lo que amo. Este lugar donde nací. Esta pulcritud que he visto siempre, la blancura que no solo perciben mis ojos, también mi olfato. Cierro mis ojos y de pronto nada es blanco, todo se curte y envejece; tan rápido, que empiezo a oler la muerte (p. 97).

Aída Faingezicht ha publicado su primera novela por medio de la editorial Letra Maya, en impecable edición, y su título no puede tener un significado hasta no leerla toda. Azulejos blancos , así titulada, nos evoca al cerrar la última página, la travesía de una familia por toda la geografía del horror nazi y su radicación final en Costa Rica.

La escritora escucha las remembranzas de una madre (Rina) cuya voz parece fluir como una conciencia estigmatizada por los eventos traumáticos de la Segunda Guerra Mundial y los intersticios de luz, que es la vida compartida aun en los más duros momentos.

Nos queda el sinsabor de que las víctimas del Holocausto ciertamente no comprendieron a tiempo lo que se aproximaba y que, por costumbre de ser perseguidos y de tener persistencia, creyeron siempre que iban a sortear lo que parecía ser solo oscuras murmuraciones. Entre la indecisión y el apego a la tierra donde vivía la familia de Rina, como muchos otros miles, empiezan a sentir los pasos de una tragedia cuyas dimensiones no lograron sospechar a tiempo.

Detalles y ritmo

El inicio del libro es prolijo en detalles muy precisos con respecto a la atmósfera prenazi de lo que fue esa Europa añorada luego nostálgicamente. El trabajo duro de los judíos, sus costumbres, sus casamientos, sus afectos y esperanzas, todo se vuelve muy próximo al lector de esta novela que rasga la fibra emocional en sus mejores pasajes.

La novela logra, con sus datos y caracterizaciones, presentar el sufrimiento de los personajes que han quedado anclados en un pueblo de Polonia. El ritmo narrativo se torna acongojante cuando, de un día para otro, los judíos son avisados de las masivas deportaciones a Treblinka. La pregunta clave para quien riñe con esas páginas descarnadas es: ¿cómo ocurrió todo esto? ¿Por qué se lo permitieron las mismas víctimas?
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La novela es publicada por Editorial Letra Maya, colección Sayab. Para pedidos: Tecnilibros, 8838-7005
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La novela es publicada por Editorial Letra Maya, colección Sayab. Para pedidos: Tecnilibros, 8838-7005

Y así, de un día a otro, el viacrucis de Rina, entre pérdidas de parientes, humillaciones, redadas y caminatas interminables en busca de una salida por los bosques polacos, parece no dar término ni abrazar esperanza alguna por la ubicuidad de un enemigo aferrado a un objetivo implacable, eficaz y metódico.

La sentencia de la narradora es la clave de la novela: “Cuesta creer que de un momento a otro, porque el tiempo corre sin que nos percatemos, éramos como perros enjaulados huyendo de nuestro cazador que solo buscaba exterminarnos” (p. 180). Y, precisamente, es lo que confirmamos.

Judíos trabajadores como el bueno de Baruj, el padre de Rina, con todo su conocimiento y afán de protección a su propio pueblo, son terriblemente sorprendidos por la amenaza nazi. Es inevitable comprender que para miles de judíos europeos no era posible concebir lo que maquinaba el tullido de Goebbels, un precario modelo ario, pero sí el más refinado de los psicópatas que ha conocido la historia.

Un símbolo

Los azulejos blancos son una mención que se convierte en un símbolo de la lucha del pueblo judío: “(…) fueron el presagio de una familia que no sucumbiría a la destrucción, años después (…)”. Su brillo no es gratuito. Se trata de una condición que se impone a fuerza de limpiarlos constantemente en cualquier circunstancia.

Azulejos blancos significa proseguir confiando en la vida, a pesar de la visible derrota. Solo así se mantienen las fuerzas de un pueblo que lo ha padecido todo.

La novela de Aída se balancea entre lo literario y el dato histórico. A veces los diálogos son muy informativos y eso esconde al personaje, lo reduce.

La idea fue rescatar, casi en tono de urgencia, la memoria de quien vivió intensa y dramáticamente la Segunda Guerra Mundial como judía en una tierra que consideró parte de su destino; es decir, su tierra. La transmisión de esa memoria veraz y desgarrada se logra en este libro. A veces el recuento de los hechos busca abruptos atajos y la narración no permite explicarnos tantos personajes que aparecen y desaparecen. Pero en general, como testimonio traspasa la humanidad de quien se asoma a sus páginas.
http://www.nacion.com/ocio/artes/Resena-Azulejos-blancos-penumbra-memoria_0_1591640864.html

sábado, 15 de octubre de 2016

Lou Andreas-Salomé & Rainer Maria Rilke Correspondencia.

LOU ANDRÉAS-SALOMÉ A RILKE



Carta enviada desde Göttingen a París hacia mediados de junio.

  RILKE A LOU ANDRÉAS-SALOMÉ EN GÖTTINGEN


París, sábado 20 de junio de 1914

Lou querida, he aquí un extraño poema escrito esta mañana, que te envío ahora mismo, y al que espontáneamente he titulado «Wendung» porque representa el viraje decisivo que se producirá probablemente con toda necesidad si tengo que vivir, y comprenderás en qué sentido lo concebí.
Tu carta en respuesta a mi estudio sobre las «Muñecas» la había presentido, suponiendo que me escribirías una de consuelo, que manifestara una impresión apropiada para ordenarlo. Y, en efecto, comprendo perfectamente lo que reconoces en ella, así como la última frase que las «palabras» son incapaces de expresar, esa última frase con relación a la unidad que la muñeca forma con lo corporal y sus más horribles fatalidades.
Pero, qué espantoso es que uno escriba semejante cosa sin darse cuenta de nada, so pretexto de hablar de un recuerdo de la más original intimidad, y que a continuación deje uno la pluma con ansias de revivir una vez más lo fantasmal, pero de manera ilimitada como nunca antes lo había hecho; hasta que, lleno a rebosar de estopa el cuerpo de títere en que uno mismo se ha convertido, se quede con la boca reseca.
Tu

Rainer

jueves, 13 de octubre de 2016

Jaime Torres Bodet. BALZAC.


III
DOS ROMANZAS EN SORDINA:
La señora Carraud y María du Fresnaye

DESDE el punto de vista de sus amores y sus amistades femeninas, la vida de Balzac nos ofrece una serie de expansiones, largas o cortas, y más largas que cortas habitualmente. Podríamos comparar tales expansiones con los trozos de un concierto romántico, más grato a Berlioz que a Ricardo Wagner, aunque no exento —por lo menos en el caso de la condesa Hanska— de ciertas nórdicas brumas.
  El prolongado amor de Madame de Berny (primaveral en Balzac, otoñal en ella) resulta como un preludio insistente y suave, ejecutado al principio sobre el teclado de un clavicordio muy dieciochesco y, más tarde, en un piano de resonancias conmovedoras, pero siempre sumisas al freno de los pedales. La aventura con la señora de Abrantes evoca el diálogo malicioso de un arpa y un clarinete. En un diálogo así, no fueron siempre las manos de la duquesa las que pulsaron el arpa con más fervor… El asedio a Madame de Castries parece un «estudio» ardiente. Termina, en Ginebra, con una fuga: la de Balzac, sorprendido por la destreza con que sabían las grandes damas de la Restauración ofrecerse sin entregarse, anunciarse sin prometerse y prometerse para jamás cumplir.
  En cuanto a la castellana polaca, envuelta en nieblas, sedas, armiños y cibelinas, las Cartas a la extranjera son, en la obra de Balzac, junto a la enorme Comedia humana, lo que la sucesión delicada y vibrante de los nocturnos cuando la oímos, sin menospreciar a Chopin, después de haber admirado las sinfonías dramáticas de Beethoven.
  Nos quedan un intermezzo anglo-italiano, el de Sarah Lowell; una mazurka de carnaval, la de Carolina Marbouty y una canción bretona: la de Elena de Valette. Estos tres fragmentos, los escucharemos más adelante —aunque sea de prisa. Pero, en el programa del concierto femenino de Balzac, faltan dos números todavía: dos romanzas discretas y sin embargo imperecederas. Una, muy breve —y «sin palabras»—, como gustaba escribirlas Mendelssohn: la de María du Fresnaye. Otra, al contrario, lenta en formarse y hacerse oír, toda hecha de insinuaciones y de consejos, lógica y sentenciosa, tan larga casi como la producción literaria del novelista. Me refiero a la amistad de Zulma Carraud.
  Hablaré primero de ésta, a quien Honorato conoció en Tours, desde joven, en cuyo hogar encontró lo que nunca tuvo en sus agitados laboratorios —consuelo y calma— y de quien recibió, durante aproximadamente treinta años, estímulos y reproches, críticas y entusiasmos, abnegación vigilante y verdad cabal. Como Madame de Berny y como la mariscala-duquesa, Zulma Carraud era mayor que Honorato: había nacido tres años antes que él. Su apellido de señorita parece va la proclama de un patriotismo provinciano: Tourangin. ¿No se da el nombre de «tourangeaux» a quienes nacen en Turena?
  Tenía Zulma 20 años cuando, en 1816, se casó con el capitán Francisco Miguel Carraud. Fue siempre amiga de Laura, la hermana de Honorato. Éste, que durante el período de su iniciación parisiense no tuvo muchas ocasiones de verla, volvió a tratarla en 1826. Los Carraud vivían entonces en la Escuela de Saint Cyr, no lejos de la casa de Versalles donde residían Eugenio Surville y su esposa Laura; el cuñado y la hermana de Honorato. El escritor iba frecuentemente a esa casa, ubicada en el número 2 de la calle de Maurepas. La vecindad y la juventud se encargaron de hacer el resto. Lo cierto es que, a partir de 1829 y hasta el 28 de mayo de 1850 (o sea, casi exactamente, tres meses antes de la muerte del novelista, ocurrida en la noche del 17 al 18 de agosto) se estableció entre ambos una correspondencia que no es posible no haber leído si se quiere juzgar realmente el carácter y el espíritu de Balzac. Debemos la publicación de esa importante correspondencia a Marcel Bouteron, el balzaciano por antonomasia, digno heredero de aquel vizconde de Spoelberch de Lovenjoul que consagró su existencia entera a Balzac y que persiguió incesantemente, a través de un dédalo de archivos, casas, ciudades, imprentas y bibliotecas, la evasión incesante del escritor.
  La vida de Zulma Carraud no es tan difícil de situar y de definir. De Saint Cyr, donde empezó realmente su amistad para el autor de La fisiología del matrimonio (libro que la ofendió), hubo de trasladarse a Angulema, en 1831. Su esposo había sido designado inspector en la fábrica de pólvora de esa ciudad. En sus mocedades —y hasta en Saint Cyr— la alentaba una perspectiva: establecerse en la vida capitalina, a su juicio tónica y prestigiosa. Angulema la curó de aquel vano ensueño. En una de las primeras cartas que desde allí dirigió a Balzac le indicaba sin amargura: «Este aislamiento completo conviene a un alma enfermiza como la mía. El día tiene dieciséis horas para mí. Y dispongo a mi arbitrio de todas ellas. ¡Qué tesoro, Honorato! Ya quisiera usted tener la mitad, y no se lo digo para tentarlo… Estoy confortablemente alojada: dos hermosos cuartos de amigos, un buen billar, un saloncito que incluso en París parecería tolerable, el “tric-trac” que nos ha seguido hasta aquí, un espacioso jardín que produce con profusión los mejores duraznos de Francia, bosques amenos y, a pocos pasos, el Charente, delicioso en este lugar… Según verá usted, la parte material se encuentra bien atendida. Me he establecido en este sitio como si debiese morir en él».
  No creamos, sin embargo, al pie de la letra a la burguesa que nos describe con tanta satisfacción las comodidades de su «destierro». A distancia de más de un siglo, el lector adivina que, si tal vez la instalación material parecía aceptable a Zulma, no ocurría lo propio con esa otra, menos fácil de precisar a su amigo: la instalación intelectual y moral dentro del ámbito confinado, y turbio en ocasiones, de la provincia. Ella misma lo reconoce. «En lo moral —agrega en su carta— nos sentimos más restringidos. Iván (su hijo), Carraud y yo, combinados en todas las formas posibles, he allí nuestros recursos sociales. Por fortuna, nos llevamos muy bien: cada cual con el otro y cada uno con los demás».
  Cerca de dos años y medio pasaron los esposos Carraud entre las pólvoras de Angulema. Zulma —tan resignada a morir en aquel rincón— heredó, en 1834, la propiedad que su padre tenía en Frapesle. Los Carraud se apresuraron a mudar de horizonte. Y, de 1834 hasta 1849, la mayor parte de las cartas de Zulma aparecen fechadas en Frapesle. Al principio de 1850, cambia de nuevo de dirección: se instala en Nohant. Desde allí escribió la señora Carraud su última epístola balzaciana, enviada como saludo de bienvenida a la flamante esposa del novelista: la extraña señora Hanska. Poco después, Honorato murió. Zulma se hizo maestra de escuela y publicó varios relatos destinados a un público juvenil; entre otros, Juanita o el deber, que obtuvo un premio de la Academia Francesa. En 1864 perdió a su esposo. Envejecida y —si aceptáramos la expresión— huérfana de sus hijos (muertos también) la señora Carraud fue a refugiarse en París, en ese atractivo París con el cual soñó tanto cuando era joven y que, por la enfermedad de sus ojos, no pudo ver placenteramente en la senectud. Su postrer hogar fue el de su nuera y su postrer consuelo el júbilo de sus nietos: Magdalena y Gastón. Terminaron sus años (que no eran pocos: noventa y tres) el 24 de abril de 1889. El Consejo Municipal de Nohant, reconocido por sus obras caritativas, decidió honrar la memoria de la señora Carraud, dando su nombre, arcaico y no obstante amable, a una plaza que los admiradores de La comedia humana visitan con literaria melancolía.
  Una vida así, tan clara, tan prolongada, tan lógica, tan serena, contrasta con la vida apoplética de Balzac. Por eso mismo, tal vez, Balzac buscó siempre en Zulma un asilo, una tregua, un cordial apaciguamiento. Si, como creen algunos —y como lo deja entender una carta de Zulma, enviada a Aix— el escritor quiso poseerla en un día de furia y de inexcusable paroxismo sexual, la señora Carraud se sobrepuso con dignidad a tan brusco asalto. Lo que deseaba, por encima de todo, era ser su amiga, su confidente, su confesora. Eso lo consiguió finalmente y con plenitud.
  Los psicólogos perderán su tiempo en pretender indagar si Zulma sintió un amor prohibido para Honorato. Siempre es fácil atribuir a toda amistad entre un hombre y una mujer un trasfondo impuro. Pero es más sano —y más respetable para ciertas memorias— no disecarlas con instrumentos improvisados. O bien Zulma se enamoró de Honorato; o bien los sentimientos que le inspiró el novelista fueron sólo los que su correspondencia refleja: desinteresados, honestos y generosos. Si optamos por lo primero, la figura de Zulma se ve nimbada por un halo de heroicidad y de sacrificio. Si optamos por lo segundo, su amistad constituye para nosotros un testimonio y una lección.
  ¿Cuáles fueron los frutos de esa amistad? Uno desde luego: la invitación constante a la sensatez. Honorato vivía en un frenesí perpetuo. Todo era desbordamiento, derroche y lujo en sus escritos y en sus costumbres. Salía de una quiebra para ir a comprar muebles y objetos caros con qué embellecer su próximo domicilio. Obligado a escribir para indemnizar a sus acreedores, pedía prestado a los agiotistas más onerosos, a fin de adquirir un «tilbury», un caballo de pura sangre, una levita nueva, un bastón precioso o la copia, más o menos incierta, de un cuadro célebre. Zulma gemía ante aquellos excesos irrefrenables. En una carta, del primero de septiembre de 1832, reprocha a Balzac su monstruosa afición al dinero. «¡El dinero!, dice, y ¿por qué?… Porque a vuestros círculos de buen tono no se puede llegar a pie. ¡Cuánto me place, en su buhardilla, el Rafael de La piel de zapa y cuántas razones tenía Paulina para adorarlo! Porque, no se engañe usted, Paulina no le quiso después sino por reminiscencia… ¡Qué pequeño resulta entre sus millones! ¿Ha medido usted su propia “piel de zapa” desde que remozó su apartamiento y desde que ese cabriolé tan moderno va por usted, a las dos de la madrugada, a la Rue du Bac?».
  Sin embargo, Zulma no es ni un espíritu estrecho ni una mujer avara. Se da cuenta de que su amigo no puede vivir sin muchas cosas superfluas alrededor. Para ciertos ingenios, lo superfluo es lo único indispensable. Olvidando sus recomendaciones de ascetismo, en mayo de 1833 le envía una alfombra y un servicio de té. A Honorato el obsequio no deja de conmoverle. «Es gracioso y bonito —exclama—; todo el mundo lo admira, porque todos lo ven y quisiera verlo yo solo. ¡Qué felices somos: usted, de darme una cosa que me ha gustado, y yo de recibirla de usted!».
  La influencia de la señora Carraud hubiera sido bastante ingrata de haberla ejercido Zulma exclusivamente en su propósito de reducir los gastos suntuarios de ese terrible corresponsal. Otros excesos son más costosos y pueden resultar más dañinos. Por ejemplo, el de pretender al amor caprichoso de las marquesas. Balzac, como gran plebeyo, perdía el sentido frente a los blasones de ciertas damas. La marquesa de Castries jugó con él como con un niño colérico y petulante. Para ir a visitarla a Aix, Honorato atravesó toda Francia y se detuvo unos días en Angulema, en la casa de sus amigos Carraud. Siempre cartesiana —y liberal por añadidura— Zulma no podía ver sin disgusto aquella aventura que, por fortuna, no llegó a serlo. Al escaparse Honorato, le escribe Zulma: «Está usted en Aix porque tenía usted que ser comprado por un partido y porque una mujer es el precio de semejante mercado… No, no conoce usted las delicias de la castidad voluntaria».
  Ella, por lo visto, las conocía. Nunca estuvo tan cerca de confesarlo. Pero no son esas frases, las que más me convencen en la carta que cito, sino éstas, mucho más duraderas: «Dejé que fuera usted a Aix —añade Zulma Carraud— porque desprecio lo que usted deifica, porque soy pueblo, pueblo aristocratizado, pero capaz todavía de simpatizar con los que sufren de la opresión… Y usted se halla ahora en Aix porque su alma ha sido falseada, porque ha repudiado usted la gloria y prefiere la vanagloria».
  Las protestas de la pequeña burguesa de Angulema denotan, sin duda, una decepción. No ignora su viejo enlace con Madame de Berny; aceptaría tal vez que Honorato quisiese a otra; pero no puede concebir que esa otra se burle de él. Sufre de verle envuelto en una conjuración monárquica y reaccionaria. Ella, «pueblo aristocratizado», como lo afirma, odia —en la persona de Madame de Castries— ese brillo fatuo, que encandila a Balzac, y que no le permite ver a los más humildes.
  En esto, Zulma acertó, anticipándose a muchos críticos. En efecto, la flaqueza mayor de Balzac reside en los vicios de su carácter. Entre todos, el menos digno de aprecio es su fiebre de advenedizo. Los títulos, el éxito, la fortuna constituyen constantemente, para él, una tentación. Ya vimos cómo añadió a su apellido una partícula nobiliaria que no le correspondía. Ya hemos oído el ruido que hacían las ruedas de su cabriolé, a las dos de la madrugada, al doblar la esquina de la calle donde moraba Madame de Castries. Sabemos la importancia que concedía al menor elogio, más pequeño en esto que el stendhaliano Julián Sorel, ansioso también de triunfos aristocráticos. Por ventura, el parecido entre Balzac y el héroe de Rojo y Negro concluye allí. Porque el creador del Padre Goriot era demasiado consciente de su valor para admitir lo que más atormenta a Julián Sorel: el resentimiento. Advenedizo, sí; resentido, nunca. Si no fueran bastantes para probarlo tantas virtudes como las suyas —su bondad, su entusiasmo, su abundancia vital, su fe en el hombre, al que trata más de una vez como a superhombre— nos quedaría el recurso de recordar la respuesta que envió, desde Aix, a la señora Carraud, en su carta del 23 de septiembre de 1832: «Nunca me venderé —declara en aquella carta. Seré siempre, en mi línea, noble y generoso. La destrucción de toda nobleza, con excepción de la Cámara de los Pares, la separación del clero por lo que atañe a Roma, los límites naturales de Francia, la perfecta igualdad de la clase media, el reconocimiento de las superioridades reales, la economía en los gastos, el aumento de los ingresos por medio de una mejor concepción del impuesto, la instrucción para todos, he aquí los principales puntos de mi política… Siempre serán coherentes mis actos y mis palabras».
  ¡Qué extrañas suenan estas afirmaciones en una correspondencia tan íntima! Es que Balzac deseaba en aquellos días ser diputado. Escribe a Zulma con la misma pluma con que escribía a sus electores. Pero Zulma no se equivoca. Reconoce, sin tardanza, la bondad de Honorato. Lo compadece. Y de pronto, encuentra esta exclamación: «No quiere usted comprender que, sin comunicación con el pueblo, no está usted en aptitud de juzgar sus necesidades».
  El alumno de Bonaparte, el novelista que había trazado sobre una estatua de Napoleón estas palabras tan ambiciosas: «Lo que comenzó con la espada, lo acabaré con la pluma», se había vuelto, en política, un legitimista. Ese legitimismo no murió junto con su amor por Madame de Castries. Diez años más tarde, al redactar el prefacio de La comedia humana, sus consejeras siguen siendo las mismas: la monarquía y la religión. Incluso él, tan ávido de quemarse en todas las llamas de la existencia, escribe en ese prefacio esta frase que habríamos preferido encontrar en un texto de José de Maistre: «No se da longevidad a los pueblos sino moderando su acción vital».
  ¡Pobre gran vidente, cuya vida entera fue una oda a la voluntad y que trató de oponerse, en vano, a la voluntad del pueblo! Sin su genio, la señora Carraud sabía de estas cosas más que Balzac.
  Pero la burguesita Zulma no se ocupaba tan sólo en zaherir a las marquesas absolutistas que enturbiaban el ánimo de su amigo; ni se reducía tampoco a recomendarle, como lo hubiese hecho una amable tía, más prudencia en sus gastos vestimentarios. Crítica de su vida, Zulma Carraud fue igualmente una consejera espléndida de su obra. Hay que releer, entre otras, la carta que le envió el 8 de febrero de 1834. Toda ella está consagrada a comentar las bellezas y los defectos de Eugenia Grandet. Es un artículo crítico incomparable. Elogia, con razón, la figura de Eugenia, grave y atractiva. Comprende y admira a la gran Nanón. Pero observa que el avaro Grandet está exagerado por el artista. «En Francia —añade— no hay avaricia que pueda dar como resultado semejante fortuna, ni en veinte años, ni en cincuenta. Un avaro millonario, dotado de una inteligencia tan vasta como para atender a especulaciones tan inmensas, no diría nunca a su esposa: “Anda, come, no cuesta nada”»… «El resto —indica— está bien; pero en esa descripción verdadera e ineludiblemente opaca de una existencia opaca, no conviene que sobresalga tanto el primer plano. Nada sobresale en provincia… Hasta las virtudes, en provincia, no tienen brillo». ¿Hubiese dicho Sainte-Beuve todo esto mejor que Zulma?
  De las novelas de su amigo, la señora Carraud encomió las más valiosas como, por ejemplo, El coronel Chabert, La búsqueda de lo absoluto o La piel de zapa. En cambio El lirio en el valle no la apasiona, como tampoco nos apasiona a nosotros, si somos francos. Insinúa en seguida, con lealtad: «Mil mujeres, al leerlo, dirán: “No es eso, no es eso aún…”». Respecto a Seraphita apunta certeramente: «Hay escenas encantadoras; pero el libro no será comprendido por lo que tiene de bueno y se insistirá, en cambio, en todos los absurdos de la religión de Swedenborg. Yo la condeno, porque no admito la perfección sin las obras. El cielo se ganaría demasiado cómodamente…».
  Fácil es de advertir que la señora Carraud quisiera orientar a Balzac hacia empresas que no sufriesen ni del «idealismo» de Seraphita y El lirio en el valle ni del positivismo compacto y hasta zoológico de sus novelas más negras; las que subrayan, a todo trance, el dominio carnal de la voluntad. Por eso se alegra inmediatamente de que Honorato nos cuente, en un libro aleccionador —El médico rural—, la historia del filántropo Benassis. El 17 de septiembre de 1833, envía a Balzac una larga carta. La sentimos iluminada por el más íntimo de los júbilos. Acaba de leer El médico rural y se apresura a felicitarle de haberlo escrito. «Aunque no comparto todas sus ideas —le comunica— y aunque encuentro que algunas son incluso contradictorias, considero que esta obra es muy grande, muy bella y, sin disputa, muy superior a todas las que ha hecho usted. ¡Enhorabuena! Me gusta que produzca usted así…».
  No estaremos seguros nunca de si Balzac hizo bien en no obedecer a los consejos moralizadores de la señora Carraud. Los lectores de El médico rural son menos numerosos que los lectores de La Rabouilleuse o La prima Bela, y hay que admitir que, en La comedia humana los filántropos nos persuaden menos que los ególatras. ¿Será sólo por culpa nuestra?… De todos modos, se comprende que una mujer de la calidad de Zulma haya inspirado a Balzac el mayor respeto. La dedicatoria de La casa Nucingen así lo demuestra. El novelista le ofreció aquella producción en «testimonio de una amistad de la que se sentía orgulloso». En el momento de brindarle el libro, no vaciló en referirse a ella, ante su público, como a «la más indulgente de las hermanas». Al propio tiempo, exaltó la altura y la probidad de su inteligencia. Esa vez, Honorato no exageraba. Porque cada una de las misivas de la señora Carraud, y todas juntas (como aparecen en el breviario coleccionado por Marcel Bouteron[7]) son una prueba de lo que valía su corazón de indulgente hermana y de lo que su talento, tan alto y probo, era digno de realizar.
  Pasemos ahora a María du Fresnaye. La designé anteriormente como una «romanza sin palabras». Pocas, en efecto, conservamos de ella. Las más significativas son nueve: «Ámame un año. Y te amaré toda la vida». Fue Balzac quien las consignó en una carta dirigida a su hermana Laura. Esa carta lleva una fecha: 12 de octubre de 1833. Copio y traduzco el siguiente párrafo: «Soy padre —escribe Balzac. Soy padre (ése es otro de los secretos que tenía que revelarte) y me encuentro en posesión de una encantadora persona, la más ingenua criatura que haya caído del cielo, como una flor. Viene a verme a escondidas; no exige nada, ni correspondencia ni mimos. Dice: “Ámame un año. Y te amaré toda la vida”».
  Hasta hace poco, nada se sabía acerca de aquella cándida criatura, ni acerca del hijo (la hija) del escritor. Algunos relacionaban la carta de 1833 con la dedicatoria de Eugenia Grandet: «A María». Y luego, estas palabras emocionadas: «Que sea el nombre de usted —de usted, cuyo retrato es el más bello ornato de este volumen— como una rama de boj bendito, arrancada a quién sabe qué árbol, pero santificada por la religión y renovada, siempre verde, por manos piadosas».
  ¿Quién era esa incógnita? ¿Quién había aceptado servir de modelo a Balzac para el personaje de Eugenia Grandet? ¿Qué relación existía entre la rama de boj bendito y la encantadora persona que propuso a Balzac aquella transacción: a cambio de un año, una vida entera?… Ni Lovenjoul, ni Pommier, ni siquiera Marcel Bouteron acertaban a esclarecer el enigma; un enigma custodiado celosamente, primero, por el orgullo del novelista, después, por la discreción de sus familiares y, de manera póstuma, por los años.
  Hay episodios que tardan mucho en averiguarse. Mensajes que no leemos sino cuando alguien nos los descifra. Mujeres que se adivinan y no se ven. Son como Neptuno. Aludo al planeta, no al dios. Los astrónomos lo presintieron antes de descubrirlo. Incluso alguno acertó a ceñirlo, en determinada ocasión, con su telescopio; pero pronto lo dejó huir. Creía haber sorprendido a una estrella y el hecho de no volver a encontrarla en sus nuevas observaciones, le indujo a temer un posible error. Cierto día, los presentimientos de los sabios se agudizaron. El movimiento de Urano daba lugar para suponer la influencia de otro planeta. Leverrier predijo el planeta próximo. El 23 de septiembre de 1846, Galle le dio caza al fin.
  Junto a la aventura científica de Neptuno, descubierto después de inventado, la reaparición de María du Fresnaye resulta, quizá, de importancia escasa. Sin embargo, semejante reaparición vino a modificar numerosas suposiciones sobre el autor de La Rabouilleuse. Ni planeta, ni estrella, ni nebulosa, a lo sumo satélite deleitable en el cielo sombrío del novelista, por espacio de más de un siglo los balzacianos la presintieron. Hasta ocurrió que algunos la adivinaron, aplicando a la hipótesis de su tránsito una mecánica psicológica no por completo diversa de la mecánica de Laplace…
  Hacía falta, a los biógrafos de Honorato, una figura de mujer, menos maternal que Madame de Berny, menos autoritaria que la duquesa de Abrantes, menos distante que «la extranjera» y menos familiar que Zulma Carraud. Con excepción de la condesa Evelina Hanska, todas las otras habían visto a Balzac desde ese descanso de la escalera en que la mujer se sitúa cuando es mayor, en edad, al hombre que la cautiva. ¿Cómo era posible que las damas amadas por Honorato tuviesen siempre cuarenta años (y más, a veces), por lo menos para nosotros que las miramos en la hora de la celebridad de Balzac? Urgía encontrar a una muchacha, a una mujer ciertamente joven dentro de ese harén sucesivo —y también simultáneo— del novelista. Todas las señoritas de La comedia humana reclamaban la existencia de un modelo que ni siquiera en forma retrospectiva podían suplir las abdicaciones de Laura de Berny, los recuerdos de la mariscala Junot, las coqueterías de la marquesa de Castries o las confidencias sentimentales de Zulma. Cuando hablo de las señoritas de La comedia humana, admito que no son muchas, ni todas ellas muy atractivas; porque Balzac prefirió especializarse en lo que llamaba, con galante eufemismo, «la mujer de treinta años». De todas suertes, muchachas, en su obra, las hay también. Entre ellas figura la víctima del avaro, la estoica y sensible Eugenia. Como los astrónomos en los días de Leverrier, los críticos inventaban —a ciegas— un elemento invisible, o hasta entonces no percibido en el sistema planetario del escritor. Ahora, ya no se trata de un presagio imprudente. Ahora, sabemos que los presentimientos de los críticos estaban justificados.
  María no fue solamente un nombre digno de la dedicatoria en que lo leímos, cuando leímos por vez primera a Balzac. El personaje de aquella dedicatoria existió de veras, Lo han descubierto los señores Pierrot y Chancerel, dos eruditos inteligentes. En la Revue des Sciences Humaines, número correspondiente a los meses de octubre, noviembre y diciembre de 1955, publicaron, con el título de «La verdadera Eugenia Grandet», un estudio de extraordinario interés. Partieron de una sospecha y siguieron, con la mayor astucia, una pista histórica.
  En 1938, otros balzacianos, los señores René Bouvier y Edouard Maynial se preguntaban si la María de la famosa dedicatoria no habría sido una María du Fresnaye a quien Honorato legó, por testamento de 1847, una de las obras más apreciadas de su colección artística: el Cristo de Girardon. El señor Charles du Fresnaye no tardó en deshacer esa duda. A su juicio, era difícil identificar con la María du Fresnaye del legado a la María de Eugenia Grandet. En efecto, la del legado había nacido en 1834 —el año en que se publicó la novela— y muerto en 1930. Los señores Chancerel y Pierrot no se detuvieron ante el obstáculo. ¿De quién era hija, entonces, la María nacida en 1834? Averiguaron que la madre de esa María se llamaba también María, María Daminois. Y que ésta, nacida en 1809, y diez años menor que Balzac, se había casado a los veinte con Carlos Antonio du Fresnaye. El matrimonio había tenido tres hijos, entre los cuales la María del Cristo de Girardon, venida al mundo en 1834.
  ¿Cómo dudar de que Balzac tenía razones para creer ser el padre de María du Fresnaye? Ya la sola dedicatoria de Eugenia Grandet constituía un elemento de convicción. El legado era otro elemento, no desdeñable. Pero hay otros más. La dedicatoria de Eugenia Grandet fue escrita en 1839. Ahora bien, en 1843 —cuando María du Fresnaye tenía nueve años— Balzac completó la dedicatoria con estas palabras muy expresivas: «para proteger la casa». Sentía, verosímilmente, que el hogar de su amante, donde su hija crecía, era hasta cierto punto su propio hogar. Por otra parte, María Daminois du Fresnaye, no pronunció exclusivamente en la vida la frase que Balzac inmortalizó y que conocemos: «Ámame un año», etc. En su larga existencia (murió en 1892) María Daminois du Fresnaye tuvo ocasión de escribir epístolas incontables. En una de ellas, fechada en 1868 y destinada a su hijo Ángel, figura este párrafo persuasivo: «¡Un año de dicha! ¡Qué título hermoso para quien puede darlo a uno de los capítulos de su vida!»… ¡Un año de dicha! ¡Ámame un año! ¿No son estas frases como dos rimas de un mismo poema oscuro y conturbador?
  Para los escépticos, queda una prueba más. El 2 de noviembre del año en que Honorato murió, la condesa Hanska, su viuda, recibió una carta de la señora du Fresnaye. «Bendita sea usted, señora —escribía la antigua amante. Bendita sea usted por haber iluminado su existencia y endulzado los últimos días de su estancia sobre la tierra. Dichosa usted que pudo realizar ese sueño. Hoy sabrá él cuán sincera fui siempre. Ésa es mi esperanza y es todo mi consuelo. Adiós, señora». Difícilmente podría exigirse una confesión más discreta, pero más amplia.
  Balzac, literariamente tan fértil, necesitaba ser padre de alguna persona física. Conocemos, por su correspondencia, el entusiasmo que le produjo la noticia de un embarazo de la señora Hanska. Su esperanza, en aquella ocasión, resultó fallida. Pero queda el recuerdo de su verbosa satisfacción de padre «en potencia». Semejante recuerdo nos da derecho para suponer la alegría que le causó el creerse responsable del nacimiento de la niña María du Fresnaye. Sin embargo, en su obra falta la infancia. Los párvulos que imagina carecen de verdadera puerilidad. Louis Lambert, por ejemplo, es viejo casi desde la cuna. Tenemos, por consiguiente, que coincidir con Mortimer cuando opina que Balzac no se percató de que, en los niños, «existen un idealismo y una violencia, una astucia y una sensibilidad profundas, no inferiores en nada a cuanto descubrió el escritor en sus modelos adultos»… «Después de todo —anota el citado crítico— nadie ignora que los niños desbordan de vida y que poseen, hasta la profusión, esa energía vehemente a la cual Balzac no supo nunca resistir».
  Nos hemos lanzado a buscar un retrato de María du Fresnaye. Hubiésemos querido verla a los 23 años, en los meses en que, probablemente, Honorato la conoció. Pero no existe un retrato suyo de aquella época. Tendremos que limitarnos a imaginarla, apoyándonos sobre los datos de la semblanza que Balzac hizo de ella en Eugenia Grandet.
  Sería artificioso querer trazar, con sostén tan frágil y tan abstracto, un perfil seguro de la mujer que proporcionó al autor del Padre Goriot la satisfacción de poder decir: ¡yo también soy padre!… Acabo de indicar que no poseemos un retrato físico de María, tal como era cuando Honorato aceptó su amor. En realidad, su iconografía es más que lacónica. Maurice Rat, en un artículo consagrado a Madame du Fresnaye, confiesa que no conoce sino una imagen suya: la de un cuadro donde el pintor la presenta, a la edad de diez años, sobre una alfombra de césped, con estrellas de tímidas margaritas.
  ¿Qué fisonomía de mujer emergió del semblante de aquella niña? Si juzgamos por lo que dice Balzac en Eugenia Grandet, muchas imágenes son posibles. En cuanto a las virtudes de su carácter ¿cómo suponerlas, ahora, sin recurrir a un trampolín retórico discutible y sin exponernos a la más grosera equivocación?
  El novelista elogiaba su ingenuidad. Se trataba, en el fondo, de una ingenuidad bastante curiosa. Porque María, al ofrecerse a Balzac, no salía, por cierto, del internado. Si nos atenemos a la carta escrita por Honorato a su hermana Laura en 1833 —y si fijamos en esos días el principio de sus amores— advertiremos que la «ingenua criatura» había cumplido a lo menos 23 años y que hacía ya cuatro que era la esposa del señor du Fresnaye. Resulta así, querámoslo o no, que el amor más sencillo del novelista fue un adulterio. No lo juzguemos. Balzac descubrió en el rostro de María «una nobleza innata»; bajo su frente, «un mundo de amor» y en «la costumbre de sus párpados», «no sé qué de divino». Para él, la expresión del placer no había alterado aún los rasgos de aquel semblante. ¿Quién fue el ingenuo, entonces? ¿Ella, o Balzac?
  Conviene, al llegar a este punto, consignar una observación. Experto en otoños clásicos y románticos, hecho al pincel de Rubens (es decir: al atardecer dorado con que Rubens envuelve los abundantes encantos de Elena Fourment), Balzac describirá siempre, no sin torpeza, el pudor íntimo de las vírgenes y acertará, en cambio, magistralmente, en la evocación de las solteronas. Entre éstas, una figura —la de la «Prima Bela»— es digna, por el vigor del claroscuro y por la audacia de los contrastes, de la paleta profunda del viejo Rembrandt.
  Me cuido mucho de no generalizar. Pero estamos hoy, junto con Balzac, en las inmediaciones de 1830 y no puedo, por consiguiente, dejar de aludir a uno de sus contemporáneos. Pienso en Victor Hugo. En Victor Hugo, a quien es tan difícil disociar de Balzac, pues entre La leyenda de los siglos y La comedia humana existen puentes inevitables y, por secretos, más sólidos todavía.
  Pienso en Victor Hugo —y en su idilio de adolescencia con Adela Foucher. Tengo presente, por supuesto, cómo acabó aquel idilio. Veo, por un lado, sobre el tablado de un escenario, en la representación de Lucrecia Borgia, a Julieta Drouet, en el papel de la «Princesa Negroni». Y, del otro lado, bajando atropelladamente la escalera del hogar que no respetó, veo al señor Sainte-Beuve. Sin embargo, a pesar de esos hechos, sigo creyendo que Victor Hugo no habría escrito ciertas páginas luminosas si, a los veinte años, no hubiera tenido razones fundamentales para creer en el tesoro mejor de su prometida: en su límpida ingenuidad. Páginas de esa estirpe, Balzac no hubiese podido escribirlas nunca. Y no fue, seguramente, por culpa suya.

Fuente:
  Título original: Balzac

  Jaime Torres Bodet, 1959

  Editor digital: IbnKhaldun

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miércoles, 12 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. Revista Sur. Buenos Aires, Año XIV, No.129, julio de 1945.


DECLARACIONES SOBRE LA PAZ
NOTA SOBRE LA PAZ
(La redacción de Sur en 1961. Victoria Ocampo, en el centro, entre Bioy Casares y Jurado. También están Borges, Pezzoni,  Silvina Ocampo, de Torre y Mallea, entre otros).

Buen heredero de los nominalistas ingleses, H. G. Wells repite que hablar de los anhelos del Irak o de la perspicacia de Holanda es incurrir en temerarias mitologías. Francia, le agrada recordar, consta de niños, de mujeres y de hombres, no de una sola tempestuosa mujer con un gorro frigio. A esa amonestación cabe responder, con el nominalista Hume, que también cada hombre es plural, pues consta de una serie de percepciones o, con Plutarco, Nadie es ahora el que antes fue ni será el que ahora es o, con Heráclito, Nadie baja dos veces al mismo río. Flablar es metaforizar, es falsear; hablar es resignarse a ser Góngora. Sabemos (o creemos saber) que la historia es una perpleja red incesante de efectos y de causas; esa red, en su nativa complejidad, es inconcebible; no podemos pensarla sin acudir a nombres de naciones. Además, tales nombres son ideas que operan en la historia, que rigen y transforman la historia.

Elucidado lo anterior, quiero declarar que para mí un solo hecho justifica este momento trágico; ese hecho jubiloso que nadie ignora y que justiprecian muy pocos es la victoria de Inglaterra. Decir que ha vencido Inglaterra es decir que la cultura occidental ha vencido, es decir que Roma ha vencido; también es decir que ha vencido la secreta porción de divinidad que hay en el alma de todo hombre, aun del verdugo destrozado por la victoria. No fabrico una paradoja; la psicología del germanófilo es la del defensor del gángster, del Mal; todos sabemos que durante la guerra los legítimos triunfos alemanes le interesaron menos que la noción de un arma secreta o que el satisfactorio incendio de Londres.

El esfuerzo militar de las tres naciones que han desbaratado el complot germánico es parejamente admirable, no así las culturas que representan. Los Estados Unidos no han cumplido su alta promesa del siglo xix; Rusia combina con naturalidad los estigmas de lo rudimentario, de lo escolar, de lo pedantesco y de lo tiránico. De Inglaterra, de la compleja y casi infinita Inglaterra, de esa isla desgarrada y lateral que rige continentes y mares, no arriesgaré una definición; básteme recordar que es quizá el único país que no está embelesado consigo mismo, que no se cree Utopía o el Paraíso. Yo pienso en Inglaterra como se piensa en una persona querida, en algo irremplazable e individual. Es capaz de culpables indecisiones, de atroces lentitudes (tolera a Franco, tolera a las sucursales de Franco), pero es también capaz de rectificaciones y contriciones, de volver a librar, cuando la sombra de una espada cae sobre el mundo, la cíclica batalla de Waterloo.

Sur, Buenos Aires, Año XIV, N° 129, julio de 1945.

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