viernes, 3 de junio de 2016

Leopoldo Lugones La estatua de sal.


Si tuviéramos que cifrar en un hombre todo el proceso de la literatura argentina (y nada nos obliga, por cierto, a tan extravagante reducción), ese hombre sería indiscutiblemente Lugones. Fue poeta, narrador, crítico, historiador, lexicógrafo, orador y, sin mayor fortuna, helenista y traductor de Homero.
(…) Yzur es el primer cuento de nuestra serie, que inaugura en nuestro idioma el género de la ficción científica. La lluvia de fuego imagina de un modo vívido y preciso lo que pudo haber acontecido en las ciudades de la llanura; también La estatua de sal es de origen bíblico, pero Lugones enriquece la fábula que todos conocemos con un insólito misterio. Es evidente que el relato Los caballos de Abdera procede del soneto Fuite des Centaures de Heredia; pero no es menos evidente que supera a su modelo. Lugones en Un fenómeno inexplicable relata de un modo llano y pausado un hecho inaudito; en Francesca se atreve a competir con el canto V del Infierno y el hallazgo de esa aventura está en el tono íntimo. Abuela Julieta es uno de los más delicados cuentos de amor; una de las mejores páginas de Lugones.

Jorge Luis Borges

La estatua de sal
He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato:
—Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómadas que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas, cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora confúndense en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes crímenes arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes, que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, agua del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, lo sepultan en las cuevas que hay debajo, a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato, cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme Nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios lo haya acogido en su gracia. Amén.
Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas, surgían columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo.
El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitaron muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y, sin embargo, los sacrificios y oraciones de los justos son las claves del techo del universo.
Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos monjes. Éstos fueron acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas traíanle cada tarde algunos granos de granada y se los daban a comer con el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio, olía bien como un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan, con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el Señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a la bienaventuranza, continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había pasado por allí.
Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas, éstas, asustadas de pronto, echaron a volar abandonándolo. Un peregrino acababa de llegar a la entrada de la caverna. Sosistrato, después de saludarlo con santas palabras, lo invitó a reposar indicándole un cántaro de agua fresca. El desconocido bebió con ansia, como si estuviese anonadado de fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en compañía del monje.
Trascurrieron siete días. El caminante refirió su peregrinación desde Cesárea hasta las orillas del Mar Muerto, terminando la narración con una historia que preocupó a Sosistrato.
—He visto los cadáveres de las ciudades malditas —dijo una noche su huésped—; he mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía.
—Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado De Sodoma —dijo en voz baja Sosistrato.
—Sí, conozco el pasaje —añadió el peregrino—. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su condena…
—Es la justicia de Dios —exclamó el solitario.
—¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los pecados del antiguo mundo? —replicó suavemente el viajero, que parecía docto en letras sagradas—. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio…?
Después de estas palabras, ambos entregáronse al sueño. Fue aquella la última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de Sosistrato; y no necesito deciros que, a pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satanás en persona.
El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal, libertar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía, la razón argumentaba. En esta lucha trascurrieron meses, hasta que por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó ejecutar el acto.
Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerlo. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban alimentándolo como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíalo en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.
Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas era todo lo que restaba ya: trozos de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún… El monje reparó apenas en semejantes restos, que procuró evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la silueta de la estatua.
Bajo su manto petrificado, que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros de las ciudades.
Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años; y sin embargo, ¡esa efigie estaba viva, puesto que sudaba! Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar en la sombra de un bosquecillo…
Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed únicamente que, cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad, envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje, que había visto al demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo lo que se levantaba en ella. ¡Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua.
Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de salvada. Lo sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar… el incendio… la catástrofe… las ciudades ardidas… Todo aquello se desvanecía en una clara visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado!
Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas. Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer… ¡esa mujer le era conocida!
Entonces un ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:
—Mujer, respóndeme una sola palabra.
—Habla… Pregunta…
—¿Responderás?
—Sí; habla. ¡Me has salvado!
Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.
—Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar.
Una voz anudada de angustia le respondió:
—Oh, no… Por Elohim, ¡no quieras saberlo!
—¡Dime qué viste!
—No… no… ¡Sería el abismo!
—Yo quiero el abismo.
—Es la muerte…
—¡Dime qué viste!
—¡No puedo… no quiero!
—Yo te he salvado.
—No… no…
El sol acababa de ponerse.
—¡Habla!
La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando.
—¡Por las cenizas de tus padres…!
—¡Habla!
Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.

jueves, 2 de junio de 2016

Thomas Mann. La Montaña Mágica. Lecturas. Fragmentos.


"Hacía frío y Hans Castorp escribía con el abrigo puesto, envuelto en las mantas y con las manos enrojecidas. A veces separaba los ojos del papel, que se iba cubriendo de frases razonables y persuasivas, y miraba el paisaje familiar: aquel valle alargado, con las lejanas cumbres pálidas, su fondo sembrado de construcciones claras que el sol hacía brillar por instantes, las vertientes rugosas de los bosques, y las praderas de donde venían sonidos de clarines. A cada momento escribía con más facilidad y no comprendía cómo había podido retroceder ante aquella carta. Al escribir se convencía a sí mismo de que sus explicaciones eran absolutamente concluyentes y que encontrarían en casa de sus tíos una completa aprobación. Un joven de su clase y en su situación se cuidaba cuando parecía necesario, y usaba de las comodidades especialmente hechas para las gentes de su condición. Era de ese modo cómo había que obrar. Si hubiese descendido y dado cuenta de su viaje, no le hubieran dejado volver. Pidió que se le mandasen las cosas de que tenía necesidad. Rogó también que le enviasen regularmente el dinero necesario. Una mensualidad de 800 francos cubriría todas sus necesidades.
Firmó. Ya estaba hecho. Aquella carta era suficiente para los de allá abajo, aunque no lo era según los conceptos de tiempo que reinaban en el llano; pero sí según los que se hallaban en vigor aquí, en la montaña. Consolidaba la libertad de Hans Castorp. Tal era la palabra de que se sirvió, no pronunciándola, sino formando interiormente las sílabas, pero la empleó en su sentido más amplio, tal como lo había aprendido a hacer aquí, en un sentido que no tenía nada de común con el que Settembrini le daba. Y un vago espanto y emoción, que ya le eran conocidos, pasaron por su interior e hicieron estremecer su pecho, hinchado por un suspiro"
. Páginas 294-295.

miércoles, 1 de junio de 2016

J. Méndez-Limbrick. Novela. El laberinto del Verdugo. Fragmento.


!Pienso en los sorites, en la lógica proposicional y toda la realidad me la imagino en paralelas... Los silogismos son paralelas que van recorriendo el universo sin poderse juntar nunca, aunque se diga que los silogismos se unen por medio de una conclusión o que se mezclan... ¡Joder!
¿Quién es don Julián Casasola Brown? ¿Existe el hombre? ¿Invenciones? Los espacios circundantes me absorben: universos en paralelos y meridianos.
Primero: yo no maté a las prostitutas... Segundo: con las paralelas me concentro y floto en medio de la oscuridad, floto en el espacio exterior y comienzo a caminar por puentes que son infinitos y que no sé a dónde me conducirán, es probable que no me conduzcan a ningún lugar, nada me conduce a ningún lugar... Ossorio discute de filosofía, atonta a los demás con el discursito idiota...
Cierro los ojos y me anulo... necesito fijar imágenes, pienso que debo escapar.
Ossorio y los demás sí que están enfermos y bien jodidos; yo no.
¿Por qué yo no?...".

martes, 31 de mayo de 2016

THOMAS MANN. LA MONTAÑA MÁGICA.LECTURAS-FRAGMENTOS.


THOMAS MANN. LA MONTAÑA MÁGICA. PÁGINAS 269-270.
"La imagen de la señora Chauchat había flotado ante los ojos del joven cuando, despierto en la madrugada, había contemplado la habitación que se iba desvelando lentamente, o por la tarde, en el crepúsculo que moría. A la misma hora en que Settembrini, encendiendo súbitamente la luz, había entrado en la habitación, ella flotaba completamente distinta, y por esta causa la llegada del humanista había hecho ruborizarse a Hans Castorp.
Durante las diferentes horas del día, había pensado en la boca de la bella mujer, en sus pómulos, en sus ojos, cuyo color, forma y posición le conmovían, en sus hombros lánguidos, en la postura de su cabeza, en la vértebra cervical, en el escote de la nuca, en los brazos tan transfigurados por la fina gasa, y esas horas habían transcurrido sin sentir, y por eso nosotros hemos tomado parte en la inquietud de su conciencia, mezclada en la espantosa fidelidad de esas imágenes y visiones. Pues un recelo, una verdadera angustia se mezclaba en eso, una esperanza que se perdía en el infinito y la aventura, en la alegría y el miedo; que no tenía nombre, pero que a veces comprimía tan bruscamente el corazón del joven —su corazón en el propio sentido fisiológico— que se llevaba una mano a la región de ese órgano, la otra a la frente en forma de visera por encima de sus ojos y murmuraba:
—¡Dios mío!
Detrás de su frente había pensamientos y semipensamientos y eran éstos los que prestaban a las imágenes su dulzura exagerada, refiriéndose a la languidez y la falta de comedimiento de madame Chauchat, a su enfermedad, al relieve y a la importancia aumentada que la enfermedad daba a su cuerpo, al atractivo carnal que prestaba a su ser. Y Hans Castorp, por decisión de esa facultad, iba a participar en este mal, y por eso comprendía la libertad con que la señora Chauchat al volverse y sonreír desafiaba a las conveniencias sociales, según las cuales estaban obligados a ignorarse como si los dos no fuesen seres sociales".

lunes, 30 de mayo de 2016

Adolfo Bioy Casares. Novela. Diario de la guerra del cerdo.



Sinopsis y resumen de DIARIO DE LA GUERRA DEL CERDO
Una mañana, Isidro Vidal, jubilado sedentario y benévolo, descubre que el proceso de sustitución generacional se ha acelerado. Hordas de atléticos muchachos recorren Buenos Aires a la caza de viejos débiles y lentos. Obligados a improvisar una desesperada defensa, Vidal y sus amigos deberán aprender a moverse por una ciudad fantasmagórica, apenas iluminada por las antorchas de una guerra invisible, tan real como simbólica. Una guerra que se libra contra grupos rivales pero también contra un enemigo común: el inexorable paso del tiempo. Adolfo Bioy Casares terminó esta novela magistral a principios de 1968. Según declaró en entrevistas, la escribió en un momento en que se sintió envejecer. Quizá por eso su historia no envejece y es tan nueva como la luz de cada día.
Fuente:
http://www.entrelectores.com/libros/adolfo-bioy-casares/diario-de-la-guerra-del-cerdo-adolfo-bioy-casares

ADOLFO BIOY CASARES

Diario de la guerra
del cerdo
(Fragmento).


 Lunes, 23 — miércoles, 25 de junio

ISIDORO VIDAL conocido en el barrio como don Isidro, desde el último lunes prácticamente no salía de la pieza ni se dejaba ver. Sin duda más de un inquilino y sobre todo las chicas del taller de costura de la sala del frente, de vez en cuando lo sorprendían fuera de su refugio. Las distancias, dentro del populoso caserón, eran considerables y, para llegar al baño, había que atravesar dos patios. Confinado a su cuarto, y al contiguo de su hijo Isidorito, quedó por entonces desvinculado del mundo. El muchacho, alegando sueño atrasado porque trabajaba de celador en la escuela nocturna de la calle Las Heras, solía extraviar el diario que su padre esperaba con ansiedad y persistentemente olvidaba la promesa de llevar el aparato de radio a casa del electricista. Privado de ese vetusto artefacto, Vidal echaba de menos las cotidianas “charlas de fogón” de un tal Farrell, a quien la opinión señalaba como secreto jefe de los Jóvenes Turcos, movimiento que brilló como una estrella fugaz en nuestra larga noche política. Ante los amigos, que abominaban de Farrell, lo defendía, siquiera con tibieza; deploraba, es verdad, los argumentos del caudillo, más enconados que razonables; condenaba sus calumnias y sus embustes, pero no ocultaba la admiración por sus dotes de orador, por la cálida tonalidad de esa voz tan nuestra y, declarándose objetivo, reconocía en él y en todos los demagogos el mérito de conferir conciencia de la propia dignidad a millones de parias.
Responsables de aquel retiro —demasiado prolongado para no ser peligroso— fueron un vago dolor de muelas y la costumbre de llevarse una mano a la boca. Una tarde, cuando volvía del fondo, sorpresivamente oyó la pregunta:
—¿Qué le pasa?
Apartó la mano y miró perplejo a su vecino Bogliolo. En efecto, éste lo había saludado. Vidal contestó solícitamente:
—Nada, señor.
—¿Cómo nada? —protestó Bogliolo que, bien observado, tenía algo extraño en la expresión—. ¿Por qué se lleva la mano a la boca?
—Una muela. Me duele. No es nada —respondió sonriendo.
Vidal era más bien pequeño, delgado, con pelo que empezaba a ralear y una mirada triste, que se volvía dulce cuando sonreía. El matón sacó del bolsillo una libretita, escribió un nombre y una dirección, arrancó la hoja y se la entregó, mientras comunicaba:
—Un dentista. Vaya hoy mismo. Lo va a dejar como nuevo.
Vidal acudió al consultorio esa tarde. Restregándose las manos, el dentista le explicó que a cierta edad las encías, como si fueran de barro, se ablandan por dentro y que felizmente ahora la ciencia dispone de un remedio práctico: la extirpación de toda la dentadura y su reemplazo por otra más apropiada. Tras mencionar una suma global; procedió el hombre a la paciente carnicería; por fin, sobre carne tumefacta, asentó muelas y dientes y dijo:
—Puede cerrar la boca.
Se oponían a ello el dolor, los cuerpos extraños y aun la desazón moral que le infundía la confrontación con el espejo. Al otro día Vidal despertó con malestar y fiebre. Su hijo le aconsejó que visitara al dentista; pero él ya no quería saber nada con ese individuo. Quedó echado en la cama, enfermo y apesadumbrado, sin atreverse en las primeras veinte horas a tomar un mate. La debilidad ahondó la pesadumbre; la fiebre le daba pretextos para seguir en el cuarto y no dejarse ver.
El miércoles 25 de junio resolvió concluir con tal situación. Iría al café, a jugar el habitual partidito de truco. Se dijo que la noche era el mejor momento para abordar a los amigos.
Cuando entró en el café, Jimi (Jaime Newman, un hijo de irlandeses que no sabía una palabra de inglés; alto, rubio, rosado, de sesenta y tres años) lo saludó con el comentario
—Te envidio el comedor.
Vidal fraternizó un rato con el pobre Néstor Labarthe, que había pasado, según se aclaró entonces, por la misma cruz. Néstor, subiendo y bajando un arco dental apenas grisáceo, articuló estas misteriosas palabras:
—Te prevengo sobre alguna consecuencia que más vale no hablar.
Los muchachos armaron, como todas las noches, la mesa de truco, en ese café de Canning, frente a la plaza Las Heras. El término muchachos, empleado por ellos, no supone un complicado y subconsciente, propósito de pasar por jóvenes, como asegura Isidorito, el hijo de Vidal, sino que obedece a la casualidad de que alguna vez lo fueron y que entonces justificadamente se designaban de ese modo. Isidorito, que no opina sin consultar a una doctora, sacude la cabeza, prefiere no discutir, como si su padre se debatiera en su propia argumentación especiosa. En cuanto a no discutir, Vidal le da la razón. Hablando nadie se entiende. Nos entendemos a favor o en contra, como manadas de perros que atacan o repelen un circunstancial enemigo. Por ejemplo, todos ellos —Vidal se cuidaba de decir los muchachos, cuando se acordaba— en la mesa de truco mataban el tiempo, lo pasaban bien, no porque se entendieran o congeniaran particularmente, sino por obra y gracia de la costumbre. Estaban acostumbrados a la hora, al lugar, al fernet, a los naipes, a las caras, al paño y al color de la ropa, de manera que todo sobresalto quedaba eliminado para el grupo. ¿Una prueba? Si Néstor —en chanza los amigos pronunciaban Nestór, con erre a la francesa— empezaba a decir que había olvidado algo, Jimi, a quien por lo animado y ocurrente llamaban el Bastonero, concluía la frase con las palabras:
—Por un completo.
Y Dante Révora machacaba:
—¿Así que te olvidaste por un completo?
Era inútil que Néstor, con esa cara que mantenía la rubicundez de la juventud, con los ojitos redondos de pollo y con la permanente expresión de hablar en serio, asegurara que se trataba de un error cometido en su increíble infancia, que se le quedó, ¿cómo decir?, fijado... No lo escuchaban. Menos lo escuchaban cuando sacaba el ejemplo de Dante, que insistía en pronunciar ermelado por enmelado, sin que nadie le negara el respeto que merece una persona culta.
Como la noche del 25 asumirá en el recuerdo aspectos de sueño y aun de pesadilla, conviene señalar pormenores concretos. El primero que me viene a la mente es que Vidal perdió todos los partidos. La circunstancia no debe asombrar, ya que en el bando contrario jugaban Jimi, que ignoraba el escrúpulo y era la astucia personificada (a veces Vidal le preguntaba, en broma, si no había vendido el alma, como Fausto) y Lucio Arévalo, que había ganado más de un campeonato de truco en La Paloma de la calle Santa Fe, y Leandro Rey, apodado el Ponderoso. A este último, un panadero, hay que distinguirlo entre los muchachos por no ser jubilado y por ser español. Aunque sus tres hijas —la ambición las perdía— lo mortificaban para que se retirara y fuera por las tardes a tomar sol con los amigos a la plaza Las Heras, el viejo se mantenía al pie de la caja registradora. Hombre frío, egoísta, apegado a su dinero, peligroso en los negocios y en la mesa de truco, Rey irritaba a los otros por un defecto venial: en trance de comer, aunque fuera el queso y el maní traídos con el fernet, sin disimulo se entregaba a la impaciencia de la gula. Vidal decía: “Entonces la aversión me ofusca y le deseo la muerte”. Arévalo, un experiodista que durante algún tiempo redactó crónicas de teatro para una agencia que trabajaba con diarios del interior, era el más leído. Si no descollaba por hablador ni por brillante, manejaba ocasionalmente un tipo de ironía criolla, modesta y oportuna, que hacía olvidar su fealdad. Empeoraba esta fealdad una desidia en auge con los años. Barba mal rasurada, anteojos empañados, pucho adherido al labio inferior, saliva nicotínica en las comisuras, caspa en el poncho, completaban la catadura de este sujeto asmático y sufrido. Compañeros de Vidal en aquel partido fueron Néstor, cuyas travesuras propendían a la inocencia, y Dante, un anciano que nunca se distinguió por la rapidez y que ahora, con la sordera y la miopía, vivía retirado en su caparazón de carne y hueso.
Para que su imagen reviva en la memoria, señalo otro aspecto de esa noche: el frío. Hacía tanto frío que a toda la concurrencia del café se le ocurría la misma idea de soplarse las palmas de las manos. Como Vidal no se convencía de que no hubiera allí algo abierto, de vez en cuando miraba en derredor. Dante, que si perdía se enojaba (su devoción por el equipo de fútbol de Excursionistas, inexplicablemente no le había servido para encarar con filosofía las derrotas), lo reprendió por desatender el juego. Apuntando a Vidal con el índice, Jimi exclamó:
—El viejito trabaja para nosotros.
Vidal consideraba el húmedo hocico en punta, el bigote que tal vez en razón de la temperatura invernal se le antojaba nevado, y no podía menos que admirar el desparpajo de su amigo.
—A mí el frío me asienta —declaró Néstor—. De modo, señores, que prepárense para el chubasco.
Triunfalmente puso una carta sobre la mesa. Arévalo recitó:

Y si la plata se acaba
Por eso no me caduco
Si esta noche pierdo al truco
Mañana gano a la taba.

—Quiero —respondió Néstor.
—Al que quiere se le da —dijo Arévalo y dejó caer una carta superior.
Entró el diarero don Manuel, bebió en el mostrador su vaso de vino tinto, se fue y, como siempre, dejó la puerta entreabierta. Ágil para evitar corrientes de aire, Vidal se levantó, la cerró. De regreso, al promediar el salón, por poco tropezó con una mujer vieja, flaca, estrafalaria, una viviente prueba de lo que dice Jimi: “¡La imaginación de la vejez para inventar fealdades!”.Vidal dio vuelta la cara y murmuró:
—Vieja maldita.
En una primera consideración de los hechos, para justificar el ex abrupto, Vidal atribuyó a la señora el chiflón que por poco le afecta los bronquios y entre sí comentó que las mujeres no se comiden a cerrar las puertas porque se creen, todas ellas, reinas. Luego recapacitó que en esa imputación era injusto, porque la responsabilidad de la abertura recaía sobre el pobre diarero. A la vieja sólo podía enrostrarle su vejez. Quedaba, sin embargo, otra alternativa: soltarle, con apenas disimulado furor, la pregunta de ¿qué buscaba, a esa hora, en el café? Demasiado pronto hubiera obtenido respuesta, porque la mujer se metió por la puerta rotulada Señoras, de donde nadie la vio salir.
Permanecieron todavía otros veinte minutos. Para congraciar la suerte, Vidal agotó los recursos más acreditados: esperó con fidelidad, aguantó con resignación. Tampoco era cosa de mostrarse terco. El jugador inteligente asegura que la suerte prefiere que la sigan, no apoya a quien se le opone. Si no había cartas, con semejantes compañeros, ¿cómo ganar? Tras la quinta derrota, Vidal anunció:
—Señores, ha sonado la hora de levantar campamento.
Sumaron y dividieron, pagó Dante deudas y adición, los compañeros le reembolsaron su parte, bajo protesta. Ni bien Dante deslizó la propina, todos los otros alzaron la algarabía de siempre.
—Yo voy a decir que a éste no lo conozco —informó Arévalo.
—No podés dejar eso —protestó Jimi.
Le reprochaban, en tono de broma, la avaricia.
Departiendo animadamente pasaron a la intemperie. El frío por un instante los enmudeció. Una vaporosa niebla se difundía en llovizna y envolvía en un halo blanco los faroles. Alguien aventuró:
—Esta humedad va a podrir los huesos. Rey, con empaque, observó:
—Desde ya promueve carrasperas.
En efecto, varios habían tosido. Se encaminaron por Cabello rumbo a Paunero y Bulnes. Néstor comentó:
—¡Qué noche!
En su apagado tono irónico apuntó Arévalo:
—A lo mejor llueve.
Dante los hizo reír:
—¿Qué me cuentan si después refresca?
Jimi, el Bastonero, resumió:
—Brrr.
La vida social es el mejor báculo para avanzar por la edad y los achaques. Lo diré con una frase que ellos mismos emplearon: a pesar de las rigurosas condiciones atmosféricas, el grupo se manifestaba entonado. Entre burlas y veras, mantenían un festivo diálogo de sordos. Los ganadores hablaban del truco y los otros rápidamente respondían con observaciones relativas al tiempo. Arévalo, que tenía el don de ver de afuera cualquier situación, incluso aquellas en que él participaba, acotó como si hablara solo:
—Un entretenimiento de muchachos. Nunca dejamos de serlo. ¿Por qué los jóvenes de ahora no lo entienden?
Iban tan absortos en ese entretenimiento, que al principio no advirtieron el clamor que venía de el pasaje El Lazo. La gritería de pronto los alarmó y entonces notaron que un grupo de gente miraba, expectante, hacia el pasaje.
—Están matando un perro —sostuvo Dante.
—Cuidado —previno Vidal—. ¿No estará rabioso?
—Han de ser ratas —opinó Rey.
Perros, ratas y una enormidad de gatos merodeaban por el lugar, porque allí los feriantes del mercadito, que forma esquina, vuelcan los desperdicios. Como la curiosidad es más fuerte que el miedo, los amigos avanzaron unos metros. Oyeron, primero en conjunto y luego distintamente, injurias, golpes, ayes, ruidos de hierros y chapas, el jadeo de una respiración. De la penumbra surgían a la claridad blancuzca, saltarines y ululantes muchachones armados de palos y hierros, que descargaban un castigo frenético sobre un bulto yacente en medio de los tachos y montones de basura. Vidal entrevió caras furiosas, notablemente jóvenes, como enajenadas por el alcohol de la arrogancia. Arévalo dijo por lo bajo:
—El bulto ese es el diarero don Manuel.
Vidal pudo ver que el pobre viejo estaba de rodillas, el tronco inclinado hacia adelante, protegida con las manos ensangrentadas la destrozada cabeza, que todavía procuraba introducir en un tacho de residuos.
—Hay que hacer algo —exclamó Vidal en un grito sin voz— antes que lo maten.
—Callate —ordenó Jimi—. No llamés la atención. Envalentonado porque sus amigos lo retenían, Vidal insistió:
—Intervengamos. Van a matarlo. Arévalo observó flemáticamente:
—Está muerto.
—¿Por qué? —preguntó Vidal, un poco enajenado. En su oído, Jimi murmuró fraternalmente:
—Calladito.
Jimi debió de alejarse del lugar. Mientras lo buscaba, Vidal descubrió una pareja que miraba con desaprobación esa matanza. El muchacho, de anteojos, llevaba libros debajo del brazo; ella parecía una chica decente. En procura del apoyo moral que tantas veces encontró en los desconocidos de la calle, Vidal comentó:
—¡Qué ensañamiento!
Ella abrió la cartera, sacó unos anteojos redondos y, sin apuro, se los puso. Ambos volvieron hacia Vidal sus caras con anteojos y lo miraron, impávidos. Con dicción demasiado clara la muchacha afirmó:
—Yo soy contraria a toda violencia. Sin detenerse a considerar la frialdad de tales palabras, Vidal intentó congraciarlos:
—Nosotros no podemos hacer nada, pero la policía, ¿para qué está?
—Abuelo, no es hora de andar ventilándose —el muchacho le advirtió en un tono casi cordial—. ¿Por qué no se va antes que le pase algo?
Ese mote injustificado —Isidorito no tenía hijos y él estaba seguro de parecer, a pesar de la incipiente calvicie, más joven que sus contemporáneos— tal vez lo cegó, porque interpretó la frase como un rechazo. Trató de reunirse con el grupo, pero no lo encontró. Se alejó por fin. Estaba un poco desorientado, sin los muchachos para conversar, para compartir el disgusto.
Llegó a su casa, que viene a quedar frente al taller del tapicero de autos, en la calle Paunero. El cuarto le pareció inhospitalario. Últimamente sentía una invencible propensión a la tristeza, que modificaba el aspecto de las cosas más habituales. De noche veía los objetos de su cuarto como testigos impasibles y hostiles. Trató de no hacer ruido: en la pieza contigua dormía su hijo, que se acostaba tarde porque trabajaba en la escuela nocturna. Ni bien se cubrió con la manta, preguntó alarmado si no pasaría la noche en vela. Ninguna posición le convenía. Porque pensaba, se movía; digan después que el pensamiento no afecta la materia. Los hechos que vieron sus ojos, ahora se le presentaban con una vividez intolerable, y se movía en la esperanza de que la visión y el recuerdo cesaran. Al rato se le ocurrió, tal vez para cambiar de tema, ir al baño; nada más que para estar seguro y dormirse tranquilo. La travesía de los dos patios, en noches de helada, lo arredraba; pero no permitiría que una duda sobre la utilidad de ese viaje lo dejara sin dormir.
En medio de la noche, cuando se encontraba en la inhóspita dependencia del fondo —fría, oscura, maloliente— solía deprimirse. Motivos para ello nunca faltan, pero, ¿por qué precisamente incidían a esa hora y en ese lugar? Para olvidar al diarero y a sus matadores recordó una época, hoy increíble, en que la aventura misma no se descartaba... La culminación llegó la tarde en que sin saber cómo se encontró en los brazos de una chica llamada Nélida, hija de una cocinera, la señora Carmen, que trabajaba en casas de familia del barrio norte. Nélida vivía con su madre en la segunda sala del frente, donde ahora funcionaba el taller de costura. Por una simple casualidad el recuerdo del fin de ese amorío coincidía con otro, para Vidal desgarrador (no sabía muy bien por qué) y repugnante, de un anciano excitado y borracho que perseguía con un largo cuchillo desenvainado a la señora Carmen. De Nélida guardaba, en un baúl, donde tenía cosas viejas y reliquias de sus padres, una fotografía que les tomaron en el Rosedal y una cinta de seda, descolorida. Los tiempos habían cambiado. Si antes se encontraba en el fondo con una mujer, ambos reían; ahora pedía disculpas y rápidamente se alejaba, para que no pensaran que era un degenerado o algo peor. Acaso tal deterioro de su posición en la sociedad lo volvía nostálgico. El hecho era que de meses, tal vez años, a esta parte, se había dado al vicio de los recuerdos; como otros vicios, primero entretenía y a la larga lesionaba y perjudicaba. Se dijo que al día siguiente estaría muy cansado y apresuró la vuelta a la pieza. Ya en cama, formuló con relativa lucidez (pésimo síntoma para el desvelado) la observación: “He llegado a un momento de la vida en que el cansancio no sirve para dormir y el sueño no sirve para descansar”. Revolviéndose en el colchón, recordó nuevamente el crimen que había presenciado y quizá para sobreponerse al desagrado que le infundía el cadáver que primero había visto y ahora imaginaba, se preguntó si el muerto realmente sería el diarero. Lo acometió una vivísima esperanza, como si la suerte del pobre diarero fuera esencial para él; se vio tentado de figurárselo por las calles, corriendo y pregonando, pero se resistía a esas imaginaciones por temor a la desilusión. Recordó la frase de la muchacha de anteojos: “Yo soy contraria a toda violencia”. ¡Cuántas veces había oído esa frase como si no significara nada! Ahora, en el mismo instante en que se decía “Qué chica pretenciosa”, por primera vez la entendió. Entrevió entonces una teoría sobre la violencia, bastante atinada, que lamentablemente olvidó luego. Recapacitó que en noches como esa, en que daría cualquier cosa por dormir, involuntariamente pensaba con la brillantez de un suelto del diario. Cuando los pájaros cantaron y en las hendijas apareció la luz de la mañana, se apesadumbró de veras, porque había perdido la noche. En ese momento se durmió.

J.Méndez-Limbrick. Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino.


Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un asesino. Premio UNA-Palabra 2004. Cuarta Reimpresión 2015.
"Recuerdo desde los primeros años, corrijo: recuerdo desde el tercer año en que conocimos a don Julián allá por los años 60 que nuestro amigo tendría una transformación completa, sería irreconocible.
Durante los 5 años que estuvo fuera de Costa Rica sufririó una metamorfosis en cuerpo y alma, cambió a una persona diferente a la que se despidió de nosotros en el aeropuerto. Comenzó a mirarse como un ser excepcional desde que fue a Inglaterra. No solo su vestimenta cambió sino que físicamente se le notaría transformado. Hasta su timbre de voz sería más grave y cadencioso.
Si don Julián fue un hombre de tez blanca ahora lo sería mucho más. Surgiría en él una palidez acerada, el llamado blanco pálido que a mi madre siempre le pareció de gente distinguida y de buena cuna.
Nosotros siempre le agradecimos tanta confianza desde que nos conoció. Al marchar para Europa la primera vez, nos hizo prometer que le cuidaríamos la casa y así lo hicimos.
Debo aclarar que casi de toda la casa teníamos acceso menos de algunos cuartos. Dos o tres habitaciones permanecieron enllavados como todavía lo están según manifestaciones del mismo don Julián. Don Julián sentenció que así deben de permanecer.
Es inevitable que no recuerde aquellos acontecimientos ahora que han pasado décadas enteras. El tiempo ha transcurrido y nosotros seguimos siendo fieles a nuestro don Julián por muchas razones. La fundamental es que lo amamos y respetamos, para nosotros es más que un amigo, es un padre.
Decía que después de quinquenios de no visitar la mansión pasada la medianoche llegué a la casa de don Julián y ahí estaba mi amigo delante de mí. Como siempre elegante y de modales refinados hasta lo insospechado hizo gala esa noche. Su timbre de voz es la misma por teléfono que en persona, igual de grave, gutural y a la vez firme.
Su voz es cadenciosa, parece que todo lo inunda, que a cada frase suya oscurece o ilumina los rostros de los demás. Y aunque la conversación pueda ser irrelevante cada frase suya posee cierta connotación de viejo sabio. Existen hombres que con sus palabras delatan su yo interno, con don Julián no son sus palabras que denuncian su yo interno, es la entonación que le da a las frases y que por más pueriles que sean identifican al hombre.
Su voz es un látigo eléctrico que ilumina en la oscuridad cualquier conversación. En otras oportunidades su voz hiere de una gran quietud que doblega el intelecto, que lo hace a uno deambular de un lado a otro por caminos insospechados. Sus frases se van acumulando como una pira funeraria en donde el fuego adormece la razón de su interlocutor.
Como todas las cosas de la naturaleza no pueden vivir o subsistir en forma aislada, don Julián es un todo orgánico, sus ojos parecen anticipar en el vacío de la oscuridad o en la claridad de la luz difusa de su alcoba frases y pensamientos.
Así como el plumaje de las aves hablan de sus dueños, así también lo es con la vestimenta de don Julián. Regresó de Europa – y lo vuelvo a repetir como lo señalé líneas atrás- siempre de negro. Nunca ha variado. Tampoco hubo ningún comentario por parte de don Julián de su indumentaria de negro total. Juancho y yo sí hicimos algunas conjeturas, hipótesis. “Quizá más adelante tendremos alguna explicación de sus cambios” fue la frase que pronunciamos hace varios quinquenios, pero don Julián se niega a cambiar su vestimenta y –claro está- se niega a decirnos qué sucedió en Inglaterra.
Lo más maravilloso de todo – y en eso no solo coincidimos Juancho y yo, sino algunas personas que lo vieron aquellos años- fue su fisonomía, su rostro. Al regresar de Europa, en un perfecto juego de sombras y luces, a veces don Julián parecía un adolescente y en otras oportunidades su rostro proyectaba un hombre entrado en años.
En aquellas décadas y hasta ahora sigue siendo un comentario de las personas que lo han visto: sus ojos negros parecen que absorben todo a su paso, cualquier objeto, cosa, animal o persona no pasan desapercibidos a su pupila, es una especie de pupila totalizadora de la cual no escapa de sí ningún rayo de luz o de inteligencia que esté delante de ellos.
Decía que apenas don Julián me vio en el salón, me abrazó como un padre abraza a un hijo, se apoyó en mi hombro y comenzamos a caminar por varias galerías que posee la casa. Manifestó que ya era el momento de enseñarme parte de los pasadizos que nunca me había mostrado.
No me sorprendía porque nosotros sabemos que en la casa existen galerías, pasadizos que no conocíamos.
El más hermoso de todos es el túnel de los Césares: es un largo pasadizo púrpura que se extiende por varios cientos de metros, caracoleando hasta un enorme sótano. Se debe ir bajando muy lentamente porque las escalinatas tienen poca luz...
Fue una velada muy instructiva, hablamos de cosas que don Julián argumentó necesitaba decirme. Fue una reunión de varias horas, le murmuré a mi padre adoptivo que contara con todo lo que deseaba. Cuando me despedí, no pude evitarlo, me incliné y le besé sus hermosas manos...

domingo, 29 de mayo de 2016

Del diálogo en «La aventura de un fotógrafo en La Plata». La huella de Hemingway Noemí Ulla



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Del diálogo en «La aventura de un fotógrafo en La Plata». La huella de Hemingway

Noemí Ulla




Dentro de la diversidad de líneas narrativas que ofrecen las novelas argentinas publicadas en los años ochenta del siglo XX, las de Adolfo Bioy Casares destacan una progresión singular en sí mismas y una curiosa variante en el espectro de las novelas de otros autores.
Tanto La aventura de un fotógrafo en La Plata (novela, 1985) como el libro de cuentos Historias desaforadas (1986) parecen desafiar con éxito la escritura del joven y el maduro autor que ambas obras condensan y perfeccionan junto al más reciente libro de cuentos Una muñeca rusa (1991).
Uno de los aspectos más relevantes a mi juicio desde el punto de vista de la construcción narrativa es el uso que esta novela ofrece respecto del diálogo, casi sin acotaciones. Podríamos afirmar que el eje de la trama de La aventura de un fotógrafo en La Plata es el carácter dialógico de su discurso, del que en gran medida es el mejor deudor de Hemingway en la literatura rioplatense. No deja de llamar la atención, en tanto los escritores que comienzan a publicar hacia los años sesenta, casi todos cultores de la literatura norteamericana y en especial de Hemingway por ser lectura preferencial de esa generación, que un escritor como Bioy Casares, tan alejado por propias lecturas (formado con las obras de Stevenson y la literatura española), por su edad, por su práctica de la escritura, haya mostrado los efectos del diálogo de Hemingway en forma más ostensible que muchos entonces confesos seguidores de uno de los maestros de aquella generación de los sesenta.
Siempre tan vuelto hacia el lector1 hasta buena parte de su producción ya realizada, preocupa a Bioy la inclusión o el desdén del diálogo, en consideración, siempre, al lector2. Las colaboraciones entre Borges y Bioy mostraron tanto a Borges como a Bioy en un total acuerdo en cuanto a que el lenguaje que ambos aspiraban para desarrollar en sus ficciones fuera el de la «prosa conversada»3. Sin embargo no fue sino por el camino de la parodia que ambos, bajo el nombre de Bustos Domecq (1942) propiciaron advertir y burlar la ridiculez de un discurso literario altamente artificioso, del que también es paradigma el mediocre poeta del cuento de Borges «El Aleph», Carlos Argentino Daneri. Tanto para Bioy como para Borges pasaron muchos años y obras narrativas escritas por ambos, individualmente, antes de retomar los propósitos de la «naturalidad» o de la sencillez de la prosa conversada4. En cuanto a Jorge Luis Borges, deberíamos recordar que el intento de volver a aquella «naturalidad» de «Hombre de la esquina rosada» (1933) no se produce sino hasta El informe de Brodie (1970). En lo que respecta a Bioy, el propósito de realizar una «escritura conversada» recorre la interioridad de sus novelas y cuentos hasta bien avanzados los años setenta, con tantos vaivenes entre esa voluntad y la de adherirse a una escritura no conversada, que muchas veces se manifiesta nítidamente y da una buena muestra de ello no sólo -es obvio- la lectura de obras suyas anteriores a esta consecución, sino los estudios minuciosos que las acompañan, investigando profundamente el tema o advirtiéndolo en forma pasajera. Entre los primeros figuran María Luisa Bastos y Beatriz Curia5. Beatriz Curia señala la presencia del tono de oralidad en la voz narrativa y el uso del vocabulario corriente; María Luisa Bastos observa cómo acierta altura de la novela El sueño de los héroes (1954) el discurso ajeno y el discurso paródico se transforman en enunciación literaria del narrador. Sin embargo su afirmación, ajustada, de que Diario de la guerra del cerdo (1969) es la novela de Bioy donde hay más diálogo, ha quedado rebatida por la propia acción del tiempo y la producción del autor, y actualmente ocupa ese lugar La aventura de un fotógrafo en La Plata.
En efecto, la profusión de diálogos de los personajes ocupan en esta novela mucho mayor espacio que en las anteriores de Bioy. Por lo mismo, el lenguaje que recuerda al habla, a las diversas formas coloquiales, parece ser el último logro del autor a la busca de una sencillez y una naturalidad que dista mucho, aunque quedemos prendados, de La invención de Morel (1940), de retórica tan diferente. Llamamos como el mismo Bioy «sencillez», a un trabajo de escritor que ha ido afirmándose en una larga y generosa, constante y responsable vida literaria, donde la exigencia del lenguaje, de sus articulaciones, de su fuerza y peso, de su alta línea estética, del seguro convencimiento del poder de la comunicación, ha estado insistiendo siempre con su presencia. Asimismo los caracteres del protagonista de esta última novela parecen acentuar, en su apariencia ingenua, los ya desarrollados en novelas anteriores, como El sueño de los héroes (1954) y Diario de la guerra del cerdo (1969). Este joven, Nicolasito Almanza, acosado por una figura autoritaria y al mismo tiempo portadora de mensajes ambiguos, se convierte en una especie de víctima de un padre que lo atrapa y reduce, aunque todo se desenvuelva en una serie de enredos y confusiones de ligera comicidad, donde el amor a la fotografía y a las hijas de don Juan Lombardo, le restituyan su comportamiento independiente. El trabajo de fotógrafo, móvil del viaje de Almanza desde Las Flores, pueblo de la provincia de Buenos Aires, a La Plata, capital de la misma provincia, y desde La Plata hasta Tandil, ciudad de la provincia de Buenos Aires, es compartido en varias oportunidades con Julia Lombardo. Ella es la acompañante de Nicolasito en la primera tarde de su llegada a la ciudad de La Plata, a la busca de monumentos, frentes de casas y edificios, parques que serán motivo en el futuro del reconocimiento de la ciudad para el álbum que le han encargado. Pero este ojo que mira hacia el futuro y para el goce, no se detendrá -como parecería hacerlo- en dar alguna importancia a nada que no sea la responsabilidad y el placer de su trabajo. Los múltiples enredos y las dilaciones que complican su estadía en la ciudad capital, que también la entorpecen y la arriesgan, no le merecen la menor atención, no lo distraen de su único y principal objetivo: la fotografía6.
El placer de mirar y de compartir lo mirado con dos mujeres en especial (Julia y Gladys) y el placer de registrarlo en la fotografía, hacen a Nicolasito Almanza y a su ejercicio de fotógrafo y artista -ojo que goza con lo mirado- una de las insistencias de esta última novela de Bioy Casares. Imágenes visuales recurren en distintas escenas: el vitral de la iglesia y los losanges de la casa de pensión como goces muy particulares del protagonista. Estas imágenes parecen concentrarse al final del texto en el regalo de Julia Lombardo, el calidoscopio, ilusión y remedo del objetivo del fotógrafo, y al mismo tiempo del amor que unió a la pareja.
También el grupo familiar con el que se relaciona Nicolasito Almanza, constituido por la familia Lombardo, propone en particular a través del padre un lenguaje que en todo momento se acriolla, llevándonos al campo de Brandsen, de donde él procede. Tanto el léxico como las construcciones sintácticas de Juan Lombardo marcan la presencia del criollo en lenguaje vivo, unas veces con cierto engolamiento y solemnidad7, al que no le falta la práctica de la generalización, o de la sentencia:
-Le voy a encarecer que nos acompañe -dijo el señor, mientras le pasaba los bultos, uno tras otro-. El pueblero, y peor cuando se dedica al comercio, es muy tramposo. Hay que presentar un frente unido. A propósito: Juan Lombardo, para lo que ordene.

(p. 11)8                


La fórmula de presentación también revela la edad del personaje, su extracción social de clase media. Cuando Nicolasito se presenta sólo con su nombre y apellido, Juan Lombardo tomará de nuevo la engolada y solemne palabra, como si la acompañara con un gesto, echándose hacia atrás con la espalda erguida, pareciendo confirmar su autoridad al mismo tiempo que seduciendo al interlocutor: «-Una auspiciosa coincidencia. ¡Tocayos! Mi nombre completo es Juan Nicolás Lombardo, para lo que ordene» (p. 11).
Observamos la reiteración de la última fórmula, que vuelve a acompañar al nombre como cierre del encuentro y el significante de índole gestual que conlleva el discurso dialógico. A veces la distancia no reside en la palabra de don Juan, sino en la voluntad de crear una virtual distancia con el trato, dirigiéndose a Nicolás, pero como considerándolo ausente, en una especie de broma cordial y hasta cariñosa: «Salvo mejor opinión de nuestro amigo» (p. 12).
Otra a la inversa, simula un sentimiento de propiedad de Nicolás Almanza, como suele hacerse cuando una persona mayor habla con un niño: «No se me enoje ahora» (p. 20). también el mismo Juan Lombardo sabe utilizar la apariencia de la distancia para dirigirse así mismo, de manera de crear un efecto retórico declamatorio y solemne. Cuando Nicolás Almanza pregunta por el hijo en este diálogo:
-¿Vive ese hijo suyo?
-¿Ventura? Nos han llegado noticias de que no.
-¿Dónde se encuentra?
-Para el corazón de este enfermo, aquí, junto a la cama.

(p. 20)                


Don Juan responde con el efecto que he subrayado, solemne y declamatorio. El lenguaje de las sentencias, al que don Juan Lombardo es tan afecto, anuncia siempre una consecuencia, que puede ser intento de seducción, pedido, exigencia, etc.: «[...] Un enfermo depende de la buena voluntad del prójimo. Es muy violento para mí tener que jorobar paciencia» (p. 72).
A esto sigue, justamente, el pedido a Nicolasito Almanza, que más adelante se explícita: «Por eso mismo me atrevo a jorobarlo y pedirle que...» (p. 73).
El trato que hasta el momento tienen don Juan Lombardo y Nicolasito es el de usted, pero a medida que avanza el desarrollo de la trama don Juan Lombardo tutea a Nicolasito, aunque usando a veces esa distancia retórica que le hace hablarle como si se tratara de una tercera persona, motivado por la indignación que le ha causado la espera y la dilación de un encargo que debía realizar el muchacho. En estas circunstancias dirá con ironía y enojo: «[...] Es claro que al mocito mi ansiedad lo tiene sin cuidado. Que el viejo majadero se las arregle» (p. 93).
Subrayamos también la ironía en el uso de la tercera persona en lugar de la segunda, el término «mocito» mediante el cual el diminutivo se degrada en despectivo, acentuado aún más por la consecutiva «que el viejo majadero se las arregle», con el respectivo término «majadero», insultante en la de nominación supuesta con que concluiría Nicolasito. El diálogo va creciendo en tensión y don Juan pasa a la amenaza verbal, con términos tan fuertes que se vuelven intolerables ante la sospecha de los encuentros entre Nicolasito y Griselda, una de las hermanas Lombardo:
-[...] ¿o no se puede saber en qué ocupaste el tiempo? ¿Sonseando con alguna arrastrada? ¿Una arrastrada que yo conozco perfectamente? [...]
-No te abuses, muchacho. Tengo correa, soy bonachón y tengo correa, más que nada para lonjear al que se pasa de vivo. Yo nunca perdono al que me toma por estúpido.

(p. 93)                


Con calma Nicolasito Almanza responde siempre a éste y a otro tipo de agresiones verbales o ironías de don Juan Lombardo. Se diría que el narrador va haciendo crecer en el lector cierta indignación ante la calma y la falta de reacción del personaje humillado, que va tolerando hasta lo inimaginable la también creciente autoridad del opresor, convencido de su razón. («Almanza era un muchacho tranquilo, aguantador si lo exigían, incapaz de perturbarse por el simple hecho de asistir a una discusión violenta o a una pelea» nos ha advertido el narrador en la p. 85). Pero en el momento que parece más inoportuno por la tensión de la charla, Nicolás ve la escena de la que participa desde una distancia -la del fotógrafo- que le permite sacar su cámara fotográfica y tomar a don Juan Lombardo unas fotos: «-Señor, pensaba tomarle unas fotos».
El ojo del oficio conduce también a la seducción del indignado don Juan, quien olvida su furia ante la idea de ser fotografiado. «Mientras personas reales están matándose entre sí o matando a otras personas reales, el fotógrafo acecha detrás de la cámara para crear un diminuto fragmento de otro mundo: el mundo de crear imágenes que nos sobrevivirá» leemos en Susan Sontag9. Tanto ha sido presa don Juan de la trampa de conservar su propia imagen (por su narcisismo), que el narrador describe con suave burla la posición, los gestos, la voluntad de entrega a la posterioridad: «Sin esperar contestación irguió la cabeza, adoptó una expresión tensa, grave y enérgica, sacó pecho. Parecía desafiar al fotógrafo y al mundo» (p. 95). «Almanza lo fotografió no menos de veinte veces» (p. 95). Y al mismo tiempo, Nicolasito Almanza pudo vencer la situación hostil en que don Juan Lombardo lo había encerrado con su trato autoritario y prepotente. De esta forma, con la propia contribución emocional de Nicolasito, la figura de don Juan se presentará ya como alguien insoportablemente autoritario, ya como alguien que suele ejercer su bonhomía sobre el joven, reconociéndolo en confusos y adversos sentimientos como a su propio hijo. El narrador también suele tomar partido, sutilmente, en la creación de esta ambigüedad, designándolo ya en un tipo de figura, ya en otro tipo.
Lo vio como un gigantesco protector, con los brazos abiertos. Esos mismos brazos descargaron sobre él efusivas palmadas que retumbaron en su cabeza dolorosamente.

(p. 156)                


Bajo esta figura protectora también aparece en el recuerdo de Nicolasito su propio padrino a través de los consejos que solía darle: «No hay que apurarse. La vida, por corta que sea, da tiempo para todo» (p. 216). Otra de las figuras cuyo discurso recuerda el joven como generador de vaticinios es la de Gentile, su patrón: «En la capital de la provincia vas a encontrar novedades» (p. 216), quien en sucesivas memoraciones vuelve a Nicolasito con la sabiduría popular que incita al vitalismo y a la aventura. Desde el comienzo de la novela, Gentile será quien lo incitará a realizar el viaje a La Plata (pp. 34, 36, 63, 216) y estos vaticinios lo acompañan como una especie de devocionario que le da fuerzas para proseguir también en su trabajo, el impulso de fotografiar: «Es tu fuego sagrado. Esperemos que no se apague nunca» (p. 124).
Si comparamos los diálogos de esta novela con los de las anteriores de Bioy Casares, observamos una diferencia que ha ido acentuándose en su composición, hasta el punto de que en ésta no aparecen las acotaciones acostumbradas y se podría afirmar que la textura es la del diálogo desnudo a la manera de lo que oímos en una representación teatral, donde desaparecen las acotaciones, y a la manera en que fueron apareciendo tímida o aisladamente en el conjunto del texto narrativo y en la totalidad de su obra narrativa10. Una forma más acentuada de construcción dialógica encontramos en la novela de Heinrich Böll, Mujeres a la orilla del río11.
La ciudad de La Plata, nuevo escenario en la topografía de Bioy donde transcurre toda la novela, presenta un punto geográfico donde convergen, por la composición de los personajes, la ciudad y el campo. Si bien Nicolasito se pregunta: «¿Será esto la famosa vida acelerada de la gran ciudad?» (p. 216), el grupo de personas que frecuenta tiende al léxico sencillo, propio de esa zona indecisa entre cielo abierto y ciudad pequeña poblada de estudiantes que en su gran mayoría, provienen de las afueras.
El amigo Mascardi, del mismo pueblo que Nicolasito, comparte también con él una aventura fracasada, en el mismo hotel, con la señora Elvira, una vecina, mientras Nicolasito ha vivido con Griselda Lombardo un momento poco feliz. El lugar de origen de ambos los hermana y también reúne en una situación desagradable, y Mascardi considera que son los dos jóvenes a la antigua. «No se lo contemos a nadie. Que no sepan en Las Flores que dejamos el pago tan mal parado en la ciudad capital» (pp. 143-144).
El orgullo ante los pobladores de Las Flores se muestra otras veces por el conocimiento que en tan pocos días ha tenido de La Plata, relacionándolo, por cierto, con sus andanzas de fotógrafo:
Estaba seguro que pocos de los amigos de Las Flores podían jactarse de haber visitado la ciudad capital y, menos, de conocerla como él [...] soy un platense hecho y derecho, o empiezo a serlo.

(p. 145)                


Tales son las reflexiones de Nicolasito Almanza al confirmar su conocimiento del trayecto entre la pensión donde se hospeda y el laboratorio donde trabaja. La idea de poder reconocer y anunciar para sí mismo, mentalmente, las casas y los detalles del trayecto, antes de que sean visibles para él, lo llena de regocijo: «El hecho de que tomaran el ascensor era para él una satisfacción. Ya le había pronosticado Gentile que en la capital de la provincia conocería cosas nuevas» (p. 118). Las anticipaciones, los juegos de las ausencias y las presencias, o de aparecer y desaparecer, son técnicas que el muchacho incorpora juntamente a su trabajo de fotógrafo.
En ese momento se abrió la puerta y Griselda apareció, hermosísima entre los relumbrones de los espejuelos de su vestido, sonriendo de un modo irresistible.

(p. 58)                


[...] Algo, no sabía qué, lo indujo a mirar hacia el biombo de espejos.

(p. 78)                


Los espejos que refractan, atraen y cautivan la mirada de los hombres, tienen en la historia de Bioy una presencia muy firme. He observado en otro trabajo12 la atracción que el escritor ha desplegado por los dobles en diferentes cuentos y novelas. El espejo, como mundo ilusorio que multiplica y encanta, es tan nítido en su infancia real13 como en toda narrativa, a veces con la apariencia difusa de las figuras reflejadas en los espejos de Degas, otras con la corporeidad inquietante de Renoir. Pero la perspectiva del ojo que encuentra en el espejo la imagen más lejana, el ojo del fotógrafo no convencional que ha de intentar poseer, con artística perversidad, la imagen semejante o la imagen gemela que tampoco es vecina sino en la fantasía, está atenta y acechante en este fotógrafo en procura de edificios y monumentos de La Plata, con los que compondrá el primer libro de la colección Ciudades de la Provincia de Buenos Aires.
Así las hermanas Lombardo, Julia y Griselda, son para el joven una especie de doble por el que no experimenta ninguna turbación. Feliz en los encuentros con ambas, parece ser él el elegido y la ausencia de conflicto la mayor condición de goce. Nos hemos alejado ya de aquellos diálogos de Guirnalda con amores (cuentos, 1959), donde las parejas mantenían explicaciones racionales y justificaciones que tendían a interpretar su relación. Las mujeres de esta novela, la patrona de la pensión (doña Carmen), la empleada del laboratorio fotográfico (Gladys), la vecina que atisba siempre desde la puerta de la pensión, mujer del inspector de estaciones de servicio, y las hermanas Julia y Griselda Lombardo son mujeres que actúan de manera directa, con inmediatez y que, en casi todos los momentos, deciden rápidamente sobre los hechos. Nicolasito Almanza es siempre elegido por ellas: para acostarse, para tomar un café, para ganárselo y desplazar a otra.
Aunque el narrador de Guirnalda con amores suele burlarse de las mujeres que, respetando o transgrediendo convenciones y comportamientos de la moral sexual, responden en el fondo al modelo de mujer burguesa, tanto ellos como ellas hablan de acuerdo a un código de amor cortesano cuyo signo suele ser el circunloquio y la advertencia, o el pedido de advertencia. Las mujeres son muchas veces las que toman la iniciativa ante los hombres, exhibiendo su desparpajo (en «Una aventura» Mildred invitará a Tulio a ir a un hotel ante la sorpresa de él por la pérdida posible de la reputación de Mildred).
-Me muero por hacer una proposición deshonesta -dije en la pendiente de Grimaud.
-Ten cuidado -contestó Bárbara- porque voy a aceptarla.

(«Encrucijada», Guirnalda con amores, p. 17)14                


En La aventura de un fotógrafo en La Plata las dos mujeres con quienes Nicolasito se acuesta, no sólo son las que lo incitan a hacerlo, sino que parecen acompañar la invitación -recordemos que las acotaciones están casi ausentes- con una gestualidad y estilo muy marcado de la provocación corporal:
Arrimándolo contra ella, Griselda preguntó:
-¿No quiere que lo premie?
-¿Cuándo?
-Ahora.
Mientras lo estrechaba, atinó...

(p. 58)                


También Julia lo espera desnuda en la cama de la pensión donde él vive, desafiándolo a quererla y preferirla a la rival, su hermana Griselda:
-Yo te quise primero que ella -protestó mirándolo ansiosamente- ¿Quién te acompañó a fotografiar?
[...]
Entonces besame.

(p. 109)                


Gladys, la chica que trabaja en el laboratorio, le dirá al salir de la iglesia: «-Te ofrezco mi cuerpo. Quiero salvarte de esa mujer» (p. 81).
La iniciativa la toman las mujeres, en Guirnalda con amores, en cuentos de Historias desaforadas, en La aventura de un fotógrafo en La Plata, en «Una muñeca rusa», contrariando en buena medida la fama del hombre rioplatense que domina a la mujer. El personaje masculino de Bioy -si de amor se trata- es vencido más de una vez por la mujer que reina distante aunque se aproxime y despierta en parte la simpatía de un héroe casi chaplinesco que seduce con su debilidad y su búsqueda de protección. Nada más apartado de los protagonistas masculinos del autor que el hombre paternal y resolutivo. Sin embargo el tiempo del escritor, su ejercicio, ha participado de manera activa para que esos personajes femeninos que en otro tiempo, en otros textos, dialogaban con menos soltura o de manera menos directa -como ya se ha visto- sean ahora tan precisos, tan informales, tan concretos, como si hubieran salido del salón cortesano definitivamente. Se dirá: ¿no es acaso que estos personajes pertenecen a una clase inferior a los otros, no será que antes no habían entrado en la esfera de interés del narrador? Es difícil afirmarlo y al mismo tiempo negar resueltamente la hipótesis. Mas, para no limitarnos exclusivamente a los personajes femeninos -los preferidos del autor- observamos también que los hombres han modificado su forma de hablar con estas mujeres, porque don Juan Lombardo parece sólo hablar con los hombres, a quienes le gusta mostrar su mayoría de edad, su poder, su diferencia con los otros, todos hombres jóvenes, los que hablan en la novela, salvo el fotógrafo Gruter, otra figura paterna.
Las conversaciones entre Nicolasito Almanza y las hermanas Lombardo pasan de la timidez del comienzo y del trato de usted, a la confianza. Julia inicia el tuteo y ese trato gusta a Nicolasito, que lo advierte en forma imprevista, agradado. En los encuentros con Julia, Griselda Lombardo será una presencia constante, una especie de fantasma («Era mi novio o como quieras llamarlo. Me lo sacó Griselda [...] mi padre dice que yo le saco los hombres a mi hermana», p. 111) que hasta las fotos sacadas por Almanza no perdonará:
-¿Quién? Griselda. Puede ser que un día me perdone nuestra acostada, pero estas fotos nunca.

(p. 175)                


También la mujer del inspector de estaciones de servicio lo abordará con decisión:
-¿Dónde va tan apurado? Me gustaría que alguna vez charláramos un momento.
-Cuando mande.

(p. 89)                


El joven conversa con esta mujer tan agradado que lamenta no tener más tiempo para dedicarle; ella le trasmite su experiencia, su saber popular, al hablarle del poder de las mujeres sobre los hombres. «¿Quiere una prueba de que son más vivas? Gobiernan el mundo. Los hombres se limitan a repetir lo que ellas les inculcaron» (p. 90).
El lenguaje más directo, llamar a las cosas por su nombre, está en boca de las mujeres. En ningún momento Nicolasito emplea el léxico de ellas, no hace referencia al sexo, ni con circunloquios ni en forma llana, no dice «una acostada» como Julia, ni diría como su amigo Mascardi dice «flor de hembra» refiriéndose a una mujer, su única libertad y quizás su única seducción es la de sacar fotos, sin ninguna referencia al amor. Gusta de Zulema, la joven licenciada en ciencias políticas, a quien vio por primera vez tan bella como una postal, pero ella ni querrá posar para él ni será amable en su trato, y se mantiene como una figura lejana, no seducida, como las mujeres más amadas en otras obras del autor de La invención de Morel, Dormir al sol, El sueño de los héroes.
No obstante Nicolasito se siente orgulloso del trato que la ciudad capital le ha dado con las mujeres, que parecen mimarlo (p. 62).
Al acercarse al diálogo dramático, el narrador consigue la inmediatez de las respuestas y la innecesariedad de las acotaciones, sin que el discurso dialógico sea el de las representaciones en el sentido15 de transcripción. Difícil ejercicio del narrador que da a la conversación de sus personajes un espacio donde él simula desaparecer, estando sin embargo tan presente como el fotógrafo dueño de la imagen que hace suya a distancia, tan presente como en la totalidad del texto.

Fuente:http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/del-dialogo-en-la-aventura-de-un-fotografo-en-la-plata-la-huella-de-hemingway/html/9275edeb-d9e2-4e57-ac00-170909ffc74c_3.html
 
***
(Fragmento).
ADOLFO BIOY CASARES
LA AVENTURA DE UN FOTÓGRAFO EN LA PLATA


I

Alrededor de las cinco, después de un viaje en ómnibus, tan largo como la noche, Nicolasito Almanza llegó a La Plata. Se había internado una cuadra en la ciudad, desconocida para él, cuando lo saludaron. No contestó, por tener la mano derecha ocupada con la bolsa de la cámara, los lentes y demás accesorios, y la izquierda, con la valija de la ropa. Recordó entonces una situación parecida. Se dijo: “Todo se repite”, pero la otra vez tenía las manos libres y contestó un saludo que era para alguien que estaba a sus espaldas. Miró hacia atrás: no había nadie. Quienes lo saludaron repetían el saludo y sonreían, lo que llamó su atención, porque no había visto nunca esas caras. Por la forma de estar agrupados, pensó que a lo mejor descubrieron que era fotógrafo y querían que los retratara. “Un grupo de familia”, pensó. Lo componía un señor de edad, alto, derecho, aplomado, respetable, de pelo y bigote blancos, de piel rosada, de ojos azules, que lo miraba bondadosamente y quizá con un poco de picardía; dos mujeres jóvenes, de buena presencia, una rubia, alta, con un bebe en brazos, y otra de pelo negro; una niñita, de tres o cuatro años. Junto a ellos se amontonaban valijas, bolsas, envoltorios. Cruzó la calle, preguntó en qué podría servirles. La rubia dijo:
–Pensamos que usted también es forastero.
–Pero no tan forastero como nosotros –agregó riendo la morena– y queríamos preguntarle...
–Porque hay que desconfiar de la gente pueblera, más que nada si uno deja ver su traza de pajuerano –explicó el señor con gravedad, a último momento atenuada por una sonrisa.
Almanza creyó entender que por alguna razón misteriosa todo divertía al viejo, sin exceptuar el fotógrafo de tierra adentro, que no había dicho más de tres o cuatro palabras. No se ofendió.
La morena concluyó su pregunta:
–Si no habrá un café abierto por acá.
–Un lugar de toda confianza, donde le sirvan un verdadero desayuno –dijo el señor, para agregar sonriendo, con una alegría que invitaba a compartir–. Sin que por eso lo desplumen.
–Lamento no poder ayudarlos. No conozco la zona. –Tras un silencio, anunció–. Bueno, ahora los dejo.
–Yo pensé que el señor nos acompañaría –aseguró la morena.
–Yo quisiera saber por qué trajimos tantos bultos –protestó la rubia.
Entre las dos no atinaban a cargarlos.
–Permítame –dijo Almanza.
–Le voy a encarecer que nos acompañe –dijo el señor, mientras le pasaba los bultos, uno tras otro–. El pueblero, y peor cuando se dedica al comercio, es muy tramposo. Hay que presentar un frente unido. A propósito: Juan Lombardo, para lo que ordene.
–Nicolás Almanza.
–Una auspiciosa coincidencia. ¡Tocayos! Mi nombre completo es Juan Nicolás Lombardo, para lo que ordene.
Almanza vio semblantes de asombro en la rubia, de regocijo en la morena, de amistosa esperanza en don Juan. Éste le tendía una mano abierta. Para estrecharla, se disponía a dejar en el suelo los bultos recién cargados, cuando la muchacha de pelo negro le dijo:
–¡Pobre Papá Noel! Miren en qué situación lo ponen. Ya va a tener tiempo de darle la mano a mi padre.
El grupo se adentró en la ciudad. Don Juan, con paso enérgico, marchaba al frente. Se rezagaba un poco Almanza, estorbado por la carga, pero alentado por las muchachas. La niñita, durante las primeras cuadras pidió algo que no consiguió, por lo que finalmente agregó su llanto al del hermano. Como quien despierta, Almanza oyó la animosa voz de don Juan, que anunciaba:
–Aquí tenemos un local aparente, salvo mejor opinión de nuestro joven amigo.
Se apuró en asentir. Estaban frente a un café o bar cuyo personal, en ropa de fajina, baldeaba y cepillaba el piso, entre mesas apiladas. A regañadientes les hicieron un lugar y por último les trajeron cinco cafés con leche, con pan y manteca y medias lunas. Comieron y conversaron. Se enteró entonces Almanza de que don Juan era, o había sido, mayordomo de una estancia de Etchebarne, en el partido de la Magdalena, y que tenía un campito en Coronel Brandsen. Supo también que la rubia, madre de las dos criaturas, se llamaba Griselda. La morena, que se llamaba Julia, le anunció que a ellos los esperaban en una casa de pensión, que ofrecía todas las comodidades a precios razonables, muy recomendada por pasajeros acostumbrados a lo mejor. Por su parte opinó don Juan:
–Le hago ver, hijo mío, que si se viene con nosotros, la ganancia es de todos. Pondré mi empeño, como si usted fuera de la familia, para que los patrones le ofrezcan una comodidad para salir de apuro.
Estas palabras recibieron el apoyo de las dos mujeres.
–De veras agradezco, pero ahora es imposible –afirmó–. Tengo reservada una pieza en la pensión donde para un amigo.
El descanso, la comida, la conversación trajeron un bienestar general, perturbado al rato por el llanto del bebe, tan tesonero que bordeaba lo insoportable. Así debió de pensar Griselda, porque de repente dijo:
–Con el perdón de todos.
Descubrió un pecho notablemente redondo y rosado y se puso a alimentar al hijo.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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