miércoles, 15 de octubre de 2014

Juan de Yepes Álvarez llamado San Juan de la Cruz.


Juan de Yepes Álvarez llamado San Juan de la Cruz (Fontiveros, Ávila, España, 24 de junio de 1542 - Úbeda, 14 de diciembre de 1591) fue un poeta místico y religioso español.
Nacido en Fontiveros, en Castilla, tercero y último hijo de una familia pobre y trabajadora, Juan perdió muy pronto a su padre Gonzalo de Yepes, y desde entonces fue educado por su madre, Catalina Alvarez. A los 2l años tomó el hábito con los Carmelitas con el nombre de Juan de Santo Matía. Veinticinco años tenía cuando lo descubrió Santa Teresa, la cual vio en él al hombre providencial destinado a hacer aplicar los planes de la Reforma que ya había ellacomenzado a realizar en las carmelitas y que la tentativa del Padre Jerónimo Gracián no había logrado imponer a los carmelitas. Desde entonces revistió el nuevo hábito de los Carmelitas descalzos, de burda estameña y capa blanca, confeccionada por la propia Santa Teresa.
Hebiendo desaparecido Santa Teresa en l582 después de haber establecido la Reforma en l7 conventos de mujeres y l5 conventos de hombres,Juan de San Matías quedaba solo para llevar el peso de la obra que había de mantener y desenvolver. para lo sucesivo se llamó Juan de la Cruz, título que justificaban ya sus pruebas pasadas, pero que había de merecer aún más aceptando numerosas cargas. Entre los reformados mismos surgieron conflictos a propósito de la interpretación del pensamiento de la `buena Madre Teresa`, pensamiento que todos reivindicaban. Destrozado por el autoritarismo del P. Nicolás Doria, Juan de la Cruz, despojado de todo cargo en la Orden, fue relegado al convento de Peñuela, en la bravía Sierra Morena, retiro forzado que él aprovechó también para profundizar en su experiencia mística y terminar su vida en un diálogo ininnterrumpido con sólo Dios. Agotado, comido de abscesos y de úlceras, fue llevado al Convento de San Salvador de Ubeda, donde murió a la edad de 49 años.

Beatificado en l675, canonizado en l726, fue declarado Doctor de la Iglesia por el Papa Pío Xl en l926.

***



Poesía






     [Nota preliminar: Edición digital a partir de Cántico espiritual y poesías de San Juan de la Cruz según el códice de Sanlúcar de Barrameda, Burgos, El Monte Carmelo, 1928, 2 vols. Reed.: Juan de la Cruz, Santo, Cántico espiritual y poesías. Manuscrito de Sanlúcar de Barrameda, Sevilla, Consejería de Cultura y Medio Ambiente ; Turner, 1990, 2 vols. Y la edición de Juan de la Cruz, Santo, Cántico espiritual y poesías (Manuscrito de Jaén), Madrid, Junta de Andalucía ; Turner, 1991, 2 vols., y cotejada con las ediciones críticas de Raquel Asún (Barcelona, Planeta, 1989), Domingo Ynduráin (Madrid, Cátedra, 1987), Paola Elia (Madrid, Castalia, 1993) y Luce López-Baralt y Eulogio Pacho (Madrid, Alianza Ed., 1991). Recomendamos la consulta de la edición preparada por el doctor Ynduráin para la correcta valoración crítica de la obra. Hemos actualizado la ortografía y la puntuación.]





Cántico espiritual
Canciones entre el Alma y el esposo

[LA ESPOSA]

1
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.

2
Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas al otero,
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decilde que adolezco, peno y muero.

3
Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas;
ni cogeré las flores
ni temeré las fieras;
y pasaré los fuertes y fronteras.

4
¡Oh, bosques y espesuras
plantadas por la mano del Amado!
¡Oh, prado de verduras,
de flores esmaltado!
Decid si por vosotros ha pasado.


[RESPUESTA DE LAS CRIATURAS]
5
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.


[LA ESPOSA]
6
¡Ay! ¿Quién podrá sanarme?
Acaba de entregarte ya de vero;
no quieras enviarme
de hoy más ya mensajero,
que no saben decirme lo que quiero.

7
Y todos cuantos vagan
de ti me van mil gracias refiriendo;
y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.

8
Mas, ¿cómo perseveras,
¡oh, vida!, no viviendo donde vives
y haciendo porque mueras
las flechas que recibes
de lo que del Amado en ti concibes?

9
¿Por qué, pues has llagado
aqueste corazón, no le sanaste?
Y, pues me le has robado,
¿por qué así le dejaste
y no tomas el robo que robaste?

10
Apaga mis enojos,
pues que ninguno basta a deshacellos;
Y véante mis ojos,
pues eres lumbre dellos
y solo para ti quiero tenellos.

11
Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor que no se cura
sino con la presencia y la figura.

12
¡Oh, cristalina fuente!
¡Si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados...!

13
¡Apártalos, Amado,
que voy de vuelo!


[EL ESPOSO]

Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma
al aire de tu vuelo, y fresco toma.


[LA ESPOSA]
14
Mi Amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos,

15
la noche sosegada
en par de los levantes del aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.

16
Cazadnos las raposas,
que está ya florecida nuestra viña,
en tanto que de rosas
hacemos una piña,
y no parezca nadie en la montiña.

17
Detente, cierzo muerto.
Ven, austro, que recuerdas los amores;
aspira por mi huerto
y corran tus olores,
y pacerá el Amado entre las flores.

18
¡Oh, ninfas de Judea!
En tanto que en las flores y rosales
el ámbar perfumea,
morá en los arrabales,
y no queráis tocar nuestros umbrales.

19
Escóndete, Carillo,
y mira con tu haz a las montañas,
y no quieras decillo;
mas mira las compañas
de la que va por ínsulas extrañas.


[EL ESPOSO]
20
A las aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores,
montes, valles, riberas,
aguas, aires, ardores
y miedos de las noches veladores.

21
Por las amenas liras
y canto de serenas os conjuro
que cesen vuestras iras
y no toquéis al muro,
porque la Esposa duerma más seguro.

22
Entrádose ha la Esposa
en el ameno huerto deseado,
y a su sabor reposa
el cuello reclinado
sobre los dulces brazos del Amado.

23
Debajo del manzano:
allí conmigo fuiste desposada,
allí te di la mano
y fuiste reparada
donde tu madre fuera violada.


[LA ESPOSA]
24
Nuestro lecho florido
de cuevas de leones enlazado,
en púrpura tendido,
de paz edificado,
de mil escudos de oro coronado.

25
A zaga de tu huella
las jóvenes discurren al camino,
al toque de centella,
al adobado vino,
emisiones de bálsamo divino.

26
En la interior bodega
de mi Amado bebí, y cuando salía
por toda aquesta vega,
ya cosa no sabía,
y el ganado perdí que antes seguía.

27
Allí me dio su pecho,
allí me enseñó ciencia muy sabrosa,
y yo le di de hecho
a mí, sin dejar cosa;
allí le prometí de ser su Esposa.

28
Mi alma se ha empleado
y todo mi caudal en su servicio.
Ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya solo en amar es mi ejercicio.

29
Pues ya si en el ejido
de hoy más no fuere vista ni hallada,
diréis que me he perdido,
que, andando enamorada,
me hice perdediza, y fui ganada.

30
De flores y esmeraldas,
en las frescas mañanas escogidas,
haremos las guirnaldas
en tu amor floridas
y en un cabello mío entretejidas.

31
En solo aquel cabello
que en mi cuello volar consideraste,
mirástele en mi cuello,
y en él preso quedaste,
y en uno de mis ojos te llagaste.

32
Cuando tú me mirabas,
su gracia en mí tus ojos imprimían;
por eso me adamabas,
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.

33
No quieras despreciarme,
que, si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mirarme
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste.


[EL ESPOSO]
34
La blanca palomica
al arca con el ramo se ha tornado;
y ya la tortolica
al socio deseado
en las riberas verdes ha hallado.

35
En soledad vivía,
y en soledad ha puesto ya su nido;
y en soledad la guía
a solas su querido
también en soledad de amor herido.

36
Gocémonos, Amado;
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte y al collado
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.

37
Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos,
y el mosto de granadas gustaremos.

38
Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía,
y luego me darías
allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día.

39
El aspirar del aire,
el canto de la dulce filomena,
el soto y su donaire,
en la noche serena,
con llama que consume y no da pena.

40
Que nadie lo miraba,
Aminadab tampoco parecía;
y el cerco sosegaba,
y la caballería
a vista de las aguas descendía.

martes, 14 de octubre de 2014

Josep Pla. La huida del tiempo.


Josep Pla i Casadevall (Palafrugell, 8 de marzo de 1897 - Llofriu, 23 de abril de 1981). Escritor y periodista español en lenguas catalana y castellana.
Su original y extensa obra literaria, que abarca de forma interrumpida seis décadas y más de 30.000 páginas, fue esencial en la modernización de la lengua catalana y en la divulgación de las costumbres y tradiciones locales. Sus artículos de opinión, sus crónicas periodísticas y sus reportajes sociales de numerosos países constituyen también un singular testimonio de la historia del siglo XX. Todo ello, unido al hecho de seguir siendo el autor más leído de la literatura en catalán 25 años después de su muerte, le ha consagrado de forma unánime como el prosista más importante de la literatura catalana contemporánea.

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«La huida del tiempo», pertenece al estilo más propio de José Pla. Es una glosa a las fechas y hechos más salientes de nuestro calendario, que nos da toda la medida de su genio de escritor. Las características más importantes del estilo planiano son la sencillez, la ironía y la claridad. Extremadamente pudoroso y sensible al ridículo, detestaba los artificios y la retórica vacua.

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Prólogo a:  “La huida del tiempo”.
USTED mira atrás, amigo Plá, en las páginas de este libro. Todo él está inmerso en una luz de atardecer, entristecida. Sólo esa calidad elegíaca del volumen puede explicarme el que me haya buscado a mí para inaugurarlo. ¿Podría yo haber esperado nunca eso, aun de un espíritu tan fino y sorprendente como el suyo? Sí, el tiempo huye. Y al mirar atrás, en la irisación sutil de las horas transcurridas, me habrá encontrado a mí. Siempre ha querido usted que pasaran antes los que vienen empujando, y yo prologo ahora, sin más razón que su cortesía, las páginas de uno de sus mejores libros. Con este encargo ha querido corroborar las exclamaciones de estas páginas: «¡Qué cambios, Dios, mío! ¡Cuántas trasmutaciones violentas!»
¿A mí, para quien antes de ser usted un amigo fué un maestro; para quien constituía durante prolongados años algo extrañamente próximo y lejano a la vez; que podía usted haber muerto sorprendiéndome en la más pura y estricta veneración...?
Luego, la connivencia, esa connivencia creada al rociar juntos en el mismo cilindro de una rotativa, la comunidad de criterios y de peligros, de aciertos y de errores, las largas horas del diálogo, en la ardua realidad de unos años nada fáciles, me han dado suficiente aplomo y la facultad de no sorprenderme de nada. Ha sido el tiempo, Plá. Ese tiempo que huye. Acháquele a él, que llena sus páginas, la audacia de las mías.
¡Qué escalonamiento tan sutil y significativo el de sus libros hacia la más completa interiorización y unidad de su persona, amigo Plá! No sé si usted ha reparado en ello: primero sus Cartes de lluny; a continuación, las Cartes meridionals. Más tarde, Viatge a Catalunya, y después, Viaje en autobús. Al decir La huida del tiempo parece que llegue usted al término de un largo viaje hacia sí mismo. En este libro no hay ya superficies. Aquella sinuosa vaguedad de los horizontes, la sólo aparente realidad de los paisajes, trasunto lírico intimista de usted, no será ya aplicado a la geografía, sino al calendario; no al espacio, al tiempo. Pero no es el tiempo el que huye, como no eran los paisajes los que viajaban. Es usted, es usted, siempre...
El tiempo no pasa, pasamos nosotros por él. ¡Cómo están impregnadas de esta realidad, de la realidad de su tránsito a través del tiempo, las páginas de este libro! Claro que no podía usted titular a este libro Mi huida. Pero tácitamente, y para mí, éste y los cuatro citados que le anteceden podrían ir bautizados así. Tiene usted en La Escala, a punto de marcha, un barco de once metros, recién construído para usted, con el que se propone recorrer el Mediterráneo. No conseguirá, ni con esos libros ni con el barco, consumar jamás la huida que pretende, la que sigue fraguando cuando habla «de la situación» o de literatura, de política o de estética, y de la que sólo le distrae eso que usted llama «la vaguedad» o el contacto con la gente de su comarca o, preferiblemente, ambas cosas a la vez. Por el contrario, siempre se quedará usted en sí mismo.
A esta actitud de constante huida le ha aplicado en el recorrido todas las formas, modos, estructuras y andamiajes del exterior que ha podido hallar siempre en su mano. Ha luchado denodadamente contra el tedio que sigue a los grandes debates interiores, a la actividad imaginativa y sensitiva. Muchos no han comprendido que la defensa que usted hacía de ellos en la polémica o en el periódico, o que el ataque con que simultáneamente era capaz de regalarles, o que cualquiera de las posturas que fuera usted capaz de adoptar, sin adhesión ni desdén profundo por las contingencias, en los aspectos de la realidad objetiva que se ofrecían a su consideración, eran meros y circunstanciales drenajes constantes a la vigencia de su más íntimo ser, inactual y desasido. El esfuerzo que usted ha hecho por apasionarse en cosas que no le rozaban ni afectaban, esfuerzo demoledor y fabuloso, no ha hecho, con todo, más que agudizar la sensibilidad de ese íntimo ser, valorizar sus más apurados matices. Ha sido usted político —episódicamente—, periodista, viajero, campesino. ¿Qué es lo que ha sido, sin embargo, más que lo que casi nadie conoce de usted, más que lo que usted mismo se ha estado deliberadamente desconociendo y ocultando durante toda su vida? Así ha podido pasar por epicúreo un estoico, por periodista un filósofo, por escéptico un apasionado, por sarcástico un hombre de gran corazón, en mi combate tremebundo, entre usted, de un lado, y su ángel y su diablo de otro.
Todos sus libros son grandes libros. Cuando hace vibrar su cuerda más auténtica y más honda hay un estremecimiento del aire que nos ahonda a usted, a mí y a todos los seres existentes, en nuestra irreductible soledad. Ese estremecimiento es trasunto del suyo propio. La huida del tiempo es un reconocimiento, una sumisión a este hecho de su implacable y grande soledad. Sus páginas, muchas de sus páginas son, por ello, estremecedoras. Permita que le exprese mi admiración y que le llame maestro.

IGNACIO AGUSTÍ

lunes, 13 de octubre de 2014

Miguel de Cervantes Saavedra. COLOQUIO DE LOS PERROS


ublicadas en Madrid en 1613, las «Novelas ejemplares» pertenecen al periodo en que la madurez creadora de Miguel de Cervantes (1547-1616) alcanza su expansión plena y abren, junto con el «Quijote», el camino a la literatura moderna. En EL CASAMIENTO ENGAÑOSO, Cervantes desarrolla la maliciosa y divertida historia del matrimonio por interés del valentón y presumido alférez Campuzano, quien acaba trasquilado y presa de una enfermedad venérea. Postrado en una cama del Hospital de la Resurrección de Valladolid, a Campuzano corresponde la trascripción del inusitado COLOQUIO DE LOS PERROS Cipión y Berganza, de filiación lucianesca, que permite al autor, en la mejor tradición de la novela picaresca, convertirse en espectador y fiscal de la turbia sociedad de su tiempo y mostrar, una vez más, su profundo conocimiento de la vida y la naturaleza humanas.
Fuente: N.N.

(Fragmento).
COLOQUIO DE LOS PERROS
NOVELA Y COLOQUIO QUE PASÓ ENTRE CIPIÓN Y BERGANZA,
PERROS DEL HOSPITAL DE LA RESURECCIÓN,
QUE EST&AACUTE EN LA CIUDAD DE VALLADOLID,
FUERA DE LA PUERTA DEL CAMPO,
A QUIEN COMÚNMENTE LLAMAN
"LOS PERROS DE MAHUDE"
CIPIÓN.-Berganza amigo, dejemos esta noche el Hospital en guarda de la confianza y retirémonos a esta soledad y entre estas esteras, donde podremos gozar sin ser sentidos desta no vista merced que el cielo en un mismo punto a los dos nos ha hecho.
BERGANZA.-Cipión hermano, óyote hablar y sé que te hablo, y no puedo creerlo, por parecerme que el hablar nosotros pasa de los términos de naturaleza.
CIPIÓN.-Así es la verdad, Berganza; y viene a ser mayor este milagro en que no solamente hablamos, sino en que hablamos con discurso, como si fuéramos capaces de razón, estando tan sin ella que la diferencia que hay del animal bruto al hombre es ser el hombre animal racional, y el bruto, irracional.
BERGANZA.-Todo lo que dices, Cipión, entiendo, y el decirlo tú y entenderlo yo me causa nueva admiración y nueva maravilla. Bien es verdad que, en el discurso de mi vida, diversas y muchas veces he oído decir grandes prerrogativas nuestras: tanto, que parece que algunos han querido sentir que tenemos un natural distinto, tan vivo y tan agudo en muchas cosas, que da indicios y señales de faltar poco para mostrar que tenemos un no sé qué de entendimiento capaz de discurso.
CIPIÓN.-Lo que yo he oído alabar y encarecer es nuestra mucha memoria, el agradecimiento y gran fidelidad nuestra; tanto, que nos suelen pintar por símbolo de la amistad; y así, habrás visto (si has mirado en ello) que en las sepulturas de alabastro, donde suelen estar las figuras de los que allí están enterrados, cuando son marido y mujer, ponen entre los dos, a los pies, una figura de perro, en señal que se guardaron en la vidad amistad y fidelidad inviolable.
BERGANZA.-Bien sé que ha habido perros tan agradecidos que se han arrojado con los cuerpos difuntos de sus amos en la misma sepultura. Otros han estado sobre las sepulturas donde estaban enterrados sus señores sin apartarse dellas, sin comer, hasta que se les acababa la vida. Sé también que, después del elefante, el perro tiene el primer lugar de parecer que tiene entendimiento; luego, el caballo, y el último, la jimia.
CIPIÓN.-Ansí es, pero bien confesarás que ni has visto ni oído decir jamás que haya hablado ningún elefante, perro, caballo o mona; por donde me doy a entender que este nuestro hablar tan de improviso cae debajo del número de aquellas cosas que llaman portentos, las cuales, cuando se muestran y parecen, tiene averiguado la experiencia que alguna calamidad grande amenaza a las gentes.
BERGANZA.-Desa manera, no haré yo mucho en tener por señal portentosa lo que oí decir los días pasados a un estudiante, pasando por Alcalá de Henares.
CIPIÓN.-¿Qué le oíste decir?
BERGANZA.-Que de cinco mil estudiantes que cursaban aquel año en la Universidad, los dos mil oían Medicina.
CIPIÓN.-Pues, ¿qué vienes a inferir deso?
BERGANZA.-Infiero, o que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que sería harta plaga y mala ventura), o ellos se han de morir de hambre.
[CIPIÓN].-Pero, sea lo que fuere, nosotros hablamos, sea portento o no; que lo que el cielo tiene ordenado que suceda, no hay diligencia ni sabiduría humana que lo pueda prevenir; y así, no hay para qué ponernos a disputar nosotros cómo o por qué hablamos; mejor será que este buen día, o buena noche, la metamos en nuestra casa; y, pues la tenemos tan buena en estas esteras y no sabemos cuánto durará esta nuestra ventura, sepamos aprovecharnos della y hablemos toda esta noche, sin dar lugar al sueño que nos impida este gusto, de mí por largos tiempos deseado.
BERGANZA.-Y aun de mí, que desde que tuve fuerzas para roer un hueso tuve deseo de hablar, para decir cosas que depositaba en la memoria; y allí, de antiguas y muchas, o se enmohecían o se me olvidaban. Empero, ahora, que tan sin pensarlo me veo enriquecido deste divino don de la habla, pienso gozarle y aprovecharme dél lo más que pudiere, dándome priesa a decir todo aquello que se me acordare, aunque sea atropellada y confusamente, porque no sé cuándo me volverán a pedir este bien, que por prestado tengo.
CIPIÓN.-Sea ésta la manera, Berganza amigo: que esta noche me cuentes tu vida y los trances por donde has venido al punto en que ahora te hallas, y si mañana en la noche estuviéremos con habla, yo te contaré la mía; porque mejor será gastar el tiempo en contar las propias que en procurar saber las ajenas vidas.
BERGANZA.-Siempre, Cipión, te he tenido por discreto y por amigo; y ahora más que nunca, pues como amigo quieres decirme tus sucesos y saber los míos, y como discreto has repartido el tiempo donde podamos manifestallos. Pero advierte primero si nos oye alguno.
CIPIÓN.-Ninguno, a lo que creo, puesto que aquí cerca está un soldado tomando sudores; pero en esta sazón más estará para dormir que para ponerse a escuchar a nadie.
BERGANZA.-Pues si puedo hablar con ese seguro, escucha; y si te cansare lo que te fuere diciendo, o me reprehende o manda que calle.
CIPIÓN.-Habla hasta que amanezca, o hasta que seamos sentidos; que yo te escucharé de muy buena gana, sin impedirte sino cuando viere ser necesario.
BERGANZA.-«Paréceme que la primera vez que vi el sol fue en Sevilla y en su Matadero, que está fuera de la Puerta de la Carne; por donde imaginara (si no fuera por lo que después te diré) que mis padres debieron de ser alanos de aquellos que crían los ministros de aquella confusión, a quien llaman jiferos. El primero que conocí por amo fue uno llamado Nicolás el Romo, mozo robusto, doblado y colérico, como lo son todos aquellos que ejercitan la jifería. Este tal Nicolás me enseñaba a mí y a otros cachorros a que, en compañía de alanos viejos, arremetiésemos a los toros y les hiciésemos presa de las orejas. Con mucha facilidad salí un águila en esto.»
CIPIÓN.-No me maravillo, Berganza; que, como el hacer mal viene de natural cosecha, fácilmente se aprende el hacerle.
BERGANZA.-¿Qué te diría, Cipión hermano, de lo que vi en aquel Matadero y de las cosas exorbitantes que en él pasan? Primero, has de presuponer que todos cuantos en él trabajan, desde el menor hasta el mayor, es gente ancha de conciencia, desalmada, sin temer al Rey ni a su justicia; los más, amancebados; son aves de rapiña carniceras: mantiénense ellos y sus amigas de lo que hurtan. Todas las mañanas que son días de carne, antes que amanezca, están en el Matadero gran cantidad de mujercillas y muchachos, todos con talegas, que, viniendo vacías, vuelven llenas de pedazos de carne, y las criadas con criadillas y lomos medio enteros. No hay res alguna que se mate de quien no lleve esta gente diezmos y primicias de lo más sabroso y bien parado. Y, como en Sevilla no hay obligado de la carne, cada uno puede traer la que quisiere; y la que primero se mata, o es la mejor, o la de más baja postura, y con este concierto hay siempre mucha abundancia. Los dueños se encomiendan a esta buena gente que he dicho, no para que no les hurten (que esto es imposible), sino para que se moderen en las tajadas y socaliñas que hacen en las reses muertas, que las escamondan y podan como si fuesen sauces o parras. Pero ninguna cosa me admiraba más ni me parecía peor que el ver que estos jiferos con la misma facilidad matan a un hombre que a una vaca; por quítame allá esa paja, a dos por tres meten un cuchillo de cachas amarillas por la barriga de una persona, como si acocotasen un toro. Por maravilla se pasa día sin pendencias y sin heridas, y a veces sin muertes; todos se pican de valientes, y aun tienen sus puntas de rufianes; no hay ninguno que no tenga su ángel de guarda en la plaza de San Francisco, granjeado con lomos y lenguas de vaca. Finalmente, oí decir a un hombre discreto que tres cosas tenía el Rey por ganar en Sevilla: la calle de la Caza, la Costanilla y el Matadero.
CIPIÓN.-Si en contar las condiciones de los amos que has tenido y las faltas de sus oficios te has de estar, amigo Berganza, tanto como esta vez, menester será pedir al cielo nos conceda la habla siquiera por un año, y aun temo que, al paso que llevas, no llegarás a la mitad de tu historia. Y quiérote advertir de una cosa, de la cual verás la experiencia cuando te cuente los sucesos de mi vida; y es que los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de contarlos (quiero decir que algunos hay que, aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento); otros hay que es menester vestirlos de palabras, y con demostraciones del rostro y de las manos, y con mudar la voz, se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos; y no se te olvide este advertimiento, para aprovecharte dél en lo que te queda por decir.
BERGANZA.-Yo lo haré así, si pudiere y si me da lugar la grande tentación que tengo de hablar; aunque me parece que con grandísima dificultad me podré ir a la mano.
CIPIÓN.-Vete a la lengua, que en ella consisten los mayores daños de la humana vida.
BERGANZA.-«Digo, pues, que mi amo me enseñó a llevar una espuerta en la boca y a defenderla de quien quitármela quisiese. Enseñóme también la casa de su amiga, y con esto se escusó la venida de su criada al Matadero, porque yo le llevaba las madrugadas lo que él había hurtado las noches. Y un día que, entre dos luces, iba yo diligente a llevarle la porción, oí que me llamaban por mi nombre desde una ventana; alcé los ojos y vi una moza hermosa en estremo; detúveme un poco, y ella bajó a la puerta de la calle, y me tornó a llamar. Lleguéme a ella, como si fuera a ver lo que me quería, que no fue otra cosa que quitarme lo que llevaba en la cesta y ponerme en su lugar un chapín viejo. Entonces dije entre mí: ''La carne se ha ido a la carne''. Díjome la moza, en habiéndome quitado la carne: ''Andad [G]avilán, o como os llamáis, y decid a Nicolás el Romo, vuestro amo, que no se fíe de animales, y que del lobo un pelo, y ése de la espuerta''. Bien pudiera yo volver a quitar lo que me quitó, pero no quise, por no poner mi boca jifera y sucia en aquellas manos limpias y blancas.»
CIPIÓN.-Hiciste muy bien, por ser prerrogativa de la hermosura que siempre se le tenga respecto.
BERGANZA.-«Así lo hice yo; y así, me volví a mi amo sin la porción y con el chapín. Parecióle que volví presto, vio el chapín, imaginó la burla, sacó uno de cachas y tiróme una puñalada que, a no desviarme, nunca tú oyeras ahora este cuento, ni aun otros muchos que pienso contarte. Puse pies en polvorosa, y, tomando el camino en las manos y en los pies, por detrás de San Bernardo, me fui por aquellos campos de Dios adonde la fortuna quisiese llevarme.
»Aquella noche dormí al cielo abierto, y otro día me deparó la suerte un hato o rebaño de ovejas y carneros. Así como le vi, creí que había hallado en él el centro de mi reposo, pareciéndome ser propio y natural oficio de los perros guardar ganado, que es obra donde se encierra una virtud grande, como es amparar y defender de los poderosos y soberbios los humildes y los que poco pueden. Apenas me hubo visto uno de tres pastores que el ganado guardaban, cuando diciendo ''¡To, to!'' me llamó; y yo, que otra cosa no deseaba, me llegué a él bajando la cabeza y meneando la cola. Trújome la mano por el lomo, abrióme la boca, escupióme en ella, miróme las presas, conoció mi edad, y dijo a otros pastores que yo tenía todas las señales de ser perro de casta. Llegó a este instante el señor del ganado sobre una yegua rucia a la jineta, con lanza y adarga: que más parecía atajador de la costa que señor de ganado. Preguntó el pastor: ''¿Qué perro es éste, que tiene señales de ser bueno?'' ''Bien lo puede vuesa merced creer -respondió el pastor-, que yo le he cotejado bien y no hay señal en él que no muestre y prometa que ha de ser un gran perro. Agora se llegó aquí y no sé cúyo sea, aunque sé que no es de los rebaños de la redonda''. ''Pues así es -respondió el señor-, ponle luego el collar de Leoncillo, el perro que se murió, y denle la ración que a los demás, y acaríciale, porque tome cariño al hato y se quede en él''. En diciendo esto, se fue; y el pastor me puso luego al cuello unas carlancas llenas de puntas de acero, habiéndome dado primero en un dornajo gran cantidad de sopas en leche. Y, asimismo, me puso nombre, y me llamó Barcino.
»Vime harto y contento con el segundo amo y con el nuevo oficio; mostréme solícito y diligente en la guarda del rebaño, sin apartarme dél sino las siestas, que me iba a pasarlas o ya a la sombra de algún árbol, o de algún ribazo o peña, o a la de alguna mata, a la margen de algún arroyo de los muchos que por allí corrían. Y estas horas de mi sosiego no las pasaba ociosas, porque en ellas ocupaba la memoria en acordarme de muchas cosas, especialmente en la vida que había tenido en el Matadero, y en la que tenía mi amo y todos los como él, que están sujetos a cumplir los gustos impertinentes de sus amigas.»
¡Oh, qué de cosas te pudiera decir ahora de las que aprendí en la escuela de aquella jifera dama de mi amo! Pero habrélas de callar, porque no me tengas por largo y por murmurador.
CIPIÓN.-Por haber oído decir que dijo un gran poeta de los antiguos que era difícil cosa el no escribir sátiras, consentiré que murmures un poco de luz y no de sangre; quiero decir que señales y no hieras ni des mate a ninguno en cosa señalada: que no es buena la murmuración, aunque haga reír a muchos, si mata a uno; y si puedes agradar sin ella, te tendré por muy discreto.
BERGANZA.-Yo tomaré tu consejo, y esperaré con gran deseo que llegue el tiempo en que me cuentes tus sucesos; que de quien tan bien sabe conocer y enmendar los defetos que tengo en contar los míos, bien se puede esperar que contará los suyos de manera que enseñen y deleiten a un mismo punto.
«Pero, anudando el roto hilo de mi cuento, digo que en aquel silencio y soledad de mis siestas, entre otras cosas, consideraba que no debía de ser verdad lo que había oído contar de la vida de los pastores; a lo menos, de aquellos que la dama de mi amo leía en unos libros cuando yo iba a su casa, que todos trataban de pastores y pastoras, diciendo que se les pasaba toda la vida cantando y tañendo con gaitas, zampoñas, rabeles y chirumbelas, y con otros instrumentos extraordinarios. Deteníame a oírla leer, y leía cómo el pastor de Anfriso cantaba estremada y divinamente, alabando a la sin par Belisarda, sin haber en todos los montes de Arcadia árbol en cuyo tronco no se hubiese sentado a cantar, desde que salía el sol en los brazos de la Aurora hasta que se ponía en los de Tetis; y aun después de haber tendido la negra noche por la faz de la tierra sus negras y escuras alas, él no cesaba de sus bien cantadas y mejor lloradas quejas. No se le quedaba entre renglones el pastor Elicio, más enamorado que atrevido, de quien decía que, sin atender a sus amores ni a su ganado, se entraba en los cuidados ajenos. Decía también que el gran pastor de Fílida, único pintor de un retrato, había sido más confiado que dichoso. De los desmayos de Sireno y arrepentimiento de Diana decía que daba gracias a Dios y a la sabia Felicia, que con su agua encantada deshizo aquella máquina de enredos y aclaró aquel laberinto de dificultades. Acordábame de otros muchos libros que deste jaez la había oído leer, pero no eran dignos de traerlos a la memoria.»

domingo, 12 de octubre de 2014

Lope de Vega. La gatomaquia. (Literatura de rescate).




La Gatomaquia, es un poema épico burlesco de Lope de Vega, que fue publicado un año antes de su fallecimiento, en 1634, bajo el pseudónimo de Tomé de Burguillos. Se divide en siete silvas, y consta de unos 2.500 versos. Lope ya había tocado el tema épico desde diversas perspectivas, (Dragontea, Isidro, Jerusalén conquistada) aunque siempre bajo tono solemne. En esta ocasión la obra es heroicocómica, y tiene muy lejanos antecedentes formales, desde la Batracomiomaquia, hasta modelos italianos del Renacimiento, bien adaptados en España desde la Loa de la Pulga de Gutierre de Cetina, la Mosquea de Villaviciosa y otras.

El argumento presenta a Zapaquilda, bella felina y amada de Marramaquiz, convertida en una paródica Helena de Troya, y presa de las gracias del pulcro Micifuf. Tras peripecias irónicas, serenatas, retos e intentos de encantamiento, finalmente Marramaquiz rapta a Zapaquilda el día de su boda con Micifuf. Se declara la guerra entre los mininos y el Olimpo divide sus preferencias. Finalmente, Marramaquiz muere durante una salida para buscar comida, a manos de un cazador y el final feliz acontece entre Zapaquilda y Micifuf. La obra ha merecido juicios dispares. Mientras la generalidad de la crítica alaba las virtudes líricas del monstruo de la Naturaleza y el tono gracioso y al tiempo sentimental del poema, otros han puesto de manifiesto un cierto tono de licencia y de vacío.
Fuente: Wikipedia.


LOPE FÉLIX DE VEGA CARPIO
LA GATOMAQUIA

DEL LICENCIADO TOMÉ DE BURGUILLOS





Prólogo y notas de
PILAR DIEZ Y JIMÉNEZ – CASTELLANOS



Primera edición
Ilustrada




EDITORIAL EBRO,S.A
FUNDADA     EN    1938     POR      D. TEODORO    DE    MIGUEL
ZARAGOZA –    MADRID –    BARCELONA –    BUENOS AIRES.

 RESUMEN CRONOLÓGICO DE LA VIDA 
DE LOPE DE VEGA (1562 – 1635)
1562.–25 de diciembre. Nace en Madrid Lope de Vega. Fueron sus padres Felices o Félix de Vega, bordador, y Francisca Hernán-dez o Fernández. Muy da niño, «en los primeros años de su vida», pasó una temporada en Sevilla. Montalbán dice que a los cinco años «leía en romance y en latín».
¿1574?–Estudios en el Colegio de la Compañía de Jesús.
¿1576?–Entra al servicio de don Jerónimo Manrique de Lara, Obispo de Avila. Es posible que en este mismo año marchase a estudiar a la Universidad de Alcalá, donde no llegó a hacerse bachiller.
1578.–Fuga de su casa. Amores con Marfisa, según dice en La Dorotea.
1580.–Marcha a estudiar a la Universidad de Salamanca.
1583.–Forma parte de la expedición de don Álvaro de Bazán en la conquista de la Isla Terceira. Es muy posible que a su vuelta conociese a Elena Osorio.
1587.–Diciembre. Se le detiene y comienza su proceso por los libelos escritos contra Elena Osorio y su familia
1588.–Se le condena a cuatro años de destierro en el reino y ocho de la Corte. Rapta a Isabel de Urbina, casándose con ella, por poderes. El 29 de mayo embarca en Lisboa en la Invencible y a su vuelta se traslada con su esposa a Valencia.
1595.–Muere su esposa Isabel. En este mismo año se le levanta el destierro, trasladando su residencia a la Corte.
1598.–Secretario del Marqués de Sarria. Imprime La Arcadia. Casa con Juana de Guardo. Comienza su polémica literaria con Góngora. Publica La Dragontea. Continúa sus amores con Mi-caela Lujan, Camila Lucinda en sus versos, a la que debió co-nocer un año o dos antes de su casamiento.
1599.–Publica El Isidro.
1602.–Viaje a Sevilla, Córdoba y Antequera. Publica La hermosura de Angélica y las Rimas humanas.
1603.–Hace un nuevo viaje a Sevilla, donde publica, en febrero del año siguiente, El peregrino en su patria.
1605.–Conoce al Duque de Sessa, que tanta influencia habla de ejer-cer en su vida.
1607.–Vuelve a Madrid.
1612.–Muere su hijo Carlos Félix.
1613.–Muere su esposa.
1614.–Se ordena de menores en Madrid y de presbítero en Toledo.
Publica las Rimas sacras.
1616.–Conoce a Marta Nevares, la famosa Amarilis de su versos.
1621.–Imprime La Filomena.
1625.–Imprime Los triunfos divinos.
1628.–Pierde la razón Amarilis.
1629.–Publica El Laurel de Apolo.
1632.–Muere Marta de Nevares. Publica La Dorotea y escribe su de-licada égloga Amarilis.
1633.–Imprime las Rimas de Tomé Burguillos.
1634.–Fuga de su hija Antonia Clara con Cristóbal Tenorio.
1635.–27 de agosto. Muere en Madrid.
 PRINCIPALES ACONTECIMIENTOS
EN LA ÉPOCA DE LOPE DE VEGA

En política. – Sublevación de los moriscos en las Alpujarras (1568–1570). – Batalla de Lepante (1571). – Desastre de Alcazarquivir, donde fue vencido y muerto por los moros el rey don Sebastián de Portugal (1580). – Batalla de Alcántara: Guerra con Francia (1585–1598). – Destrucción de la Armada Invencible (1588). – Huida de Antonio Pérez a Zaragoza y a Francia (1590). – Muere Felipe II y sube al trono Feli-pe III (1598). – Expulsión de los moriscos (1609). – Guerra desgraciada contra los Países Bajos y muerte de Felipe III, comenzando el reinado de Felipe IV (1621). – Canonización de Santa Teresa (1622).

En las ciencias y en las artes.–Muere el célebre pintor Alonso de Berruguete (1561). – Se publica la Biblia Políglota de Amberes por Arias Montano (1572) – Concluye el arqui-tecto Herrera los trabajos del Escorial (1584) – Fundación por Felipe II de la célebre biblioteca del mismo monaste-rio (1561–1584). – Nace Descartes (1596). – Nacimiento de Velázquez (1599). – Nace Alonso de Cano, arquitecto, pintor y escultor (1601). – Kepler (1609) publica las observaciones so-bre el planeta Marte y en 1619 sus Harmonices Mundi. – Galileo profesa en público las teorías de Ptolomeo y publica su Sidereus mundi (1610). – Muerte del Greco (1614). – Bacon pu-blica el Novum organum (1620). – Nacimiento del pintor Clau-dio Coello (1623).

En literatura. – Muere Jorge de Montemayor, en 1561. Na-cen Góngora y Bartolomé Leonardo de Argensola, en 1561.– Nacimiento de Quevedo (1580). – Muerte de Santa Teresa (1582). –Muerte de San Juan de la Cruz y de Fray Luis de León (1591). – Muerte del poeta Herrera, en 1597. – Se publica la Atalaya de la vida humana, Vida del célebre pícaro, Guzmán de Alfarache. – Nacimiento de Calderón y de Gracián, en 1600 y 1601, respectivamente. – Se publica en Madrid la primera parte del Quijote en 1505, y en este mismo año, en Valladolid. la célebre Antología de Pedro Espinosa, Flores de Poetas ilustres. – Nace Francisco de Rojas Zorrilla (1607).–Apa-rece la Introducción a la vida devota, de San Francisco de Sa-les (1608). – Se publica L'astré, de Honoré d'Urfé, y Marianne, de Hardy, que rompen con la literatura anterior (1609). – Se publican las obras de don Luis Carrillo y Sotomayor (1610). Aparece la segunda parte del Quijote (1615). – Muerte de Cer-vantes y de Shakespeare (1616). – Nace en 1617 el célebre bi-bliógrafo Nicolás Antonio. – En 1626 se publica el Buscón, de Quevedo. – Muere don Luis de Góngora. – Se publican sus obras completas (1627).

***
 ***

De doña Teresa Verecundia 1 al Licenciado
Tomé de Burguillo

SONETO
Con dulce voz y pluma diligente
y no vestida de confusos caos, 2
cantáis, Tomé, las bodas, los saraos3
de Zapaquilda y Micifuf 4 valientes.

Si a Homero coronó la ilustre frente
cantar las armas de las griegas naos,5
a vos de los insignes marramaos6
guerras de amor por súbito accidente.

Bien merecéis un gato de doblones7,
aunque ni Lope celebréis ni el Taso8,
Ricardos o Gofredos de Bullones9

Pues que por vos, segundo Gatilaso10,
quedarán para siempre de ratones
libres las bibliotecas del Parnaso11.




***

GENERALIDADES SOBRE LA GATOMAQUIA
El cuadro general de la épica renacentista, en España, no es muy halagüeño. Ni los españoles somos amigos de la grandilo-cuencia ni nos gusta apartarnos demasiado de la realidad, aun-que esa realidad haya que embellecerla, a veces, con esfuerzos titánicos.
Condición precisa para la épica es la grandilocuencia, el énfasis, la hipérbole, todo lo que hincha y ahueca el estilo. Estas características, aunque vayan unidas a la pureza del len-guaje, a la altura de pensamiento y a la nobleza de las acciones, nos molestan por falsas y rebuscadas. Nuestra épica medieval tiene un carácter histórico; nuestros héroes nacionales son héroes a fuerza de ser humanos, sin ditirambos ni paliativos; nuestra épica es de fuente e inspiración popular, cuando es buena. Si todo esto distingue nuestra épica de los siglos medios, de su contemporánea en el resto de Europa, mucho más nos diferenciamos al tratar la materia épica de un modo erudito, ajustado a patrón renacentista. Nuestros esfuerzos por emular a Ariosto y al Tasso fracasan rotundamente. No se salva ape-nas de este naufragio el Bernardo, de Valbuena, ni la Araucana, de Ercilla, aquél por lo que tiene de poema legendario y éste por las excelentes cualidades que posee de documento histórico.
Y no quedamos tan por bajo del nivel renacentista a causa de pereza en alcanzarle, porque los intentos son muchos, aun-que la fortuna de ellos no corresponda al brío con que se aco-metieron. Lo principal es que el género es falso y prolijo, y, por tanto, tan distanciado de nuestro temperamento, que sólo en broma, por burla y chiste, podía surgir en España obra genial que lo dignificase y salvase, entre nosotros, del olvido: este es el caso de La Gatomaquía.
Nunca fue esta obrita tan apreciada y ensalzada como me-rece, por razones análogas, entre propios y extraños; por una fundamentalísima: porque la épica renacentista tiene el pres-tigio de haber sido universalmente admitida, sin que nadie de-nunciase jamás lo que de prolijo, pesado y sin gracia (en mu-chas ocasiones) tiene el poema de Ariosto, y lo que de recargado, en negruras y pesados nubarrones, en luchas caballerescas rei-teradas y en delirios fantásticos tiene el de Tasso. La aquies-cencia y la reverencia a la épica renacentista, la inveterada costumbre española de encontrar excelente todo lo ajeno, por e1 hecho de serlo; nuestro respeto, fetichista, a las influencia» del momento, ora italianas, ora francesas, fueron relegando al olvido, como juguetillo infantil e intrascendente, la obra épica de mayor empeño y más feliz realización que ha producido la literatura española.
Porque este juguetito es una sátira magnífica contra la so-ciedad de su tiempo; contra el amor al uso, en los siglos XVI y XVII; contra la épica renacentista, hinchada y fantástica; contra lo que tiene de hueco y de falso el género épico, en general; y hasta contra esa manía guerrera, humana, de todos los tiempos, que hoy como ayer pone en peligro la vida de los seres por razones mezquinas, y punto menos que particulares, que a la luz de los siglos son riñas de gatos por otras tantas y más o menos abstractas razones aunque no se llamen Zapaquildas.
La Gatomaquía acabamos de decir que es una sátira de cos-tumbres. Gustaba Lope de comparar las mujeres con las gatas, y Zapaquilda sabía mirlarse, como las damas al uso, transfor-mándose en una de éstas.
Mirlarse es entonarse, afectando gravedad en el rostro. Sa-bían nacerlo aquellas damas, cuyo recato era más aparente que real, demasiado coquetas; rabiando por casarse; aficionadas a las joyas y galas; interesadísimas... no vale la pena proponerlas como modelo de virtud. Obedecían a sus mayores, es cierto, aceptando lo que llamó Tirso, por boca del Duque, en El ver-gonzoso, «un cautiverio de por vida»; era la costumbre, y todas se sometían a ella, ansiando que el enlace concertado por el padre les diese posición social, holgura económica, brillo exter-no, un mayorazgo de tantos o cuantos miles de ducados era su meta y casi ninguna tañía otra más elevada. Consumían la vida en pereza, devoción y comadreo; pasaban sus ocios con-tinuos golosineando, murmurando, enterándose de vidas ajena» por medio de las criadas. Así es Zapaquilda, con el mismo mesurado recato recibe los obsequios de sus galanes, y cuando ya corresponde a otro, aún da satisfacciones al primero, como si, prudente, no quisiera apagar el cabo de la vela antes de cerciorarse de lo bien que arde la nueva. Así nos pintaba An-tonio de Solís a las damas, en su divertida comedia El amor al uso. En cuanto a ellos, a caballo y con numerosa caterva de lacayos y criados paseaban las celosías de sus damas, seguros de ser vistos y admirados. Marramaquiz, como tantos bípedo» de su época, guardaba cama y se sangraba, cuando tenía dis-gustos, aunque celos y amor fuesen el único motivo. Al que se sangraba ofrecían regalos «para alegrarle la sangría», y no eran pequeño censo de familiares y amigos las damas melin-drosas, que por cualquier susto o enojo lo hacían, como cuenta el duque de Maura de la reina doña M.» Ana de Neoburgo, segunda esposa de Carlos II, que recurría a sangrarse para obtener joyas y regalos de los nobles y grandes de España, pródigos en ofrecerlas, según la época, a pesar del empobre-cimiento general de la nación al finalizar el siglo XVII.
Lope se río de lo muy importantes que eran los cumpli-mientos, haciendo que Zapaquilda y Marramaquiz se hiciera» reverencias con las colas
Por otra parte, Zapaquilda visitaba en carroza el alto desván donde Marramaquiz yacía enfermo, entraba a verle acompa-ñada de su escudero y los pajes del galán encendían hachas para acompañarla al regreso.
No menos satírico es el duelo de los dos galanes. Marrama-quiz y Micifuf, valientes, sacando las espadas, siembran e4 terror en los tejados, hasta que presentándose la justicia tiene fin el duelo; y no queriendo los contendientes reconciliarse, llévanlos a la cárcel, tal como solían hacer los alguaciles. Lope sabía, de los turbulentos días de su juventud, lo que era esto, y como Marramaquiz había llorado y rabiado en la cárcel, mientras la gata ingrata (Elena Osorio) favorecía al contra-rio.
No puede menos de reparar el que lee La Gatomaquía, aquella insistencia con que Lope se queja de príncipes ingra-tos. Por un lado está el episodio de Garfiñante, el sabio y soli-tario gato, que da a Marramaquiz el consejo que siempre tuyo Lope por infalible receta: curarse de un amor buscando otro. A Garfiñante le paga Marramaquiz,

"que no pagar la ciencia
es cargo de conciencia,
mas dicen que de sabios es desdicha".

¿Respiraba por alguna herida? Probablemente, sí; porque algo más adelante insiste en la misma idea, cuando Marrama-quiz le da un manotazo a su escudero Tomizas:
"¡Oh cuánto, Amor, de la razón desquicias
un noble caballero!
Por eso ningún paje ni escudero
se fíe en la privanza;
que es fácil en señores la mudanza,
y el Sol es gran señor, y nunca para.
En rueda más mudable, a la Fortuna
se parece la dama doña Luna,
que nunca vemos de una misma cara".

La vanidad del abolorio y los antepasados, preocupación inmensa de todos aquellos inflados señores, no queda muy bien parada en la descripción de la galería de retratos, cuando pa-sando revista a los antepasados gatunos de Ferrato, los ve coro-nados de cívicas coronas, navales y murales, el uno porque ganó la batalla de las Monas, el otro porque asistía en las casas del cabildo, el de más allá por ser gato perulero.
Las frustradas bodas de Zapaquilda son otro monumento inestimable: allí se bailó la gallarda; allí con unas cáscaras de almendras atadas a los dedos y cogiendo el delantal con las dos manos. Trapillos y Maimona bailaron la chacona, entre las murmuraciones de gatos canos. ¿Aquellos graves censores de teatro, a quienes la chacona y la zarabanda preocupaban tanto, no eran en su quiero y no quiero ridículos como gatos?
Micifuf llegó tarde a la defensa de su prometida, y todo por un zapatero que vivía lejos, porque para calzarse, nece-sitaban los galanes del XVII zapatero y todo. No es broma ni chiste de Lope ni hipérbole burlesca, porque así lo manifiesta Zabaleta: «Siéntase en una silla el galán, híncase el zapatero de rodillas... mete un calzador en el talón del zapato, enca-píllale otro en la punta del pie, y luego empieza a guiar el zapato por encima del calzador...; dobla hacia fuera el copete del zapato, cógele con la boca de las tenazas... afírmase en el suelo con la mano izquierda, y puesto de bruces sobre el pie, hecho arco los dos dedos de la mano derecha... va con ellos ayudando a llevar por el empeine arriba el cordobán, de quien tira con las tenazas su dueño.
Ajustada ya la punta del pie acude al talón, humedece con la lengua los remates de las costuras... Desdobla el zapatero el talón, dale una vuelta con el calzador a la mano y empieza a encajar en el pie la segunda porción del zapato... saca el cruel ministro el calzador del empeine... lleva las orejas a que cierren el zapato, ajústalas y da luego con tanta fuerza el nudo, que si pudieran ahogar a un hombre por la garganta del pie lo ahogara».
No falta la crítica contra el lujo, cuando al hablar del que ostentaba Zapaquilda, asegura «que ponen miedo de casarse a un hombre» En verdad, tanto ese miedo como la fiera vanidad de no tener buena dote con que casar a las hijas, con arreglo a su «alto» nacimiento, llenaba de gente sin vocación los con-ventos, y poblaba las casas de infelices solteras a su pesar.
La Gatomaquía es también una crítica del amor al uso: los gatos paseaban el tejado a Zapaquilda con pajes y a ca-ballo. Tomaban el sereno lindamente, como no quería tomarle Don Domingo de don Blas, el genial personaje de Alarcón, cuando se resistía a esas pruebas de amor, consistentes en no dormir y pasar frío, dejando que el alba sorprendiese al ena-morado ante la puerta de su dama. Enviarle regalos y golosinas era otra prueba de aquel voluntario servicio, tan cómodo para ellas y tan terrible para el enamorado pobre, tal como en su juventud había experimentado Lope, para quien fue un tor-mento no poder dar a sus amadas cuanto ellas merecían. Pajes, esclavos y criadas eran forzosos intermediarios de los amantes, a quienes debían tener contentos, pagando en buena moneda su tercería. Y a la hora de casarse, nadie por sí mismo había de hablar, sino algún amigo, deudo o casamentero, «que hiciese las partes», como «Garullo, con prudente maullo», hace las de Micifuf, concertando la dote como de paso.  Divertidas cos-tumbres preestablecidas, religiosamente respetadas y no menos dignas de ser puestas en solfa!
No era Lope guerrero, a pesar de su intervención en expe-diciones armadas y de sus patrióticos alegatos en comedias his-tóricas. También estaba demasiado cerca del pueblo para sentir la grandeza de lo caballeresco. El género épico tiene dema-siados puntos vulnerables para que Lope no los percibiese y ca-yera en la tentación paródica que le brindaban, tanto la épica renacentista como la Iliada, especialmente esta última. Lope había tomado en serio la épica demasiadas veces, acaso por seguir la moda, acaso por demostrar que no se le resistía género literario alguno, ya que no estaba exento de vanidad, ni mucho menos. La Dragontea, sobre la muerte del célebre corsario inglés, terror de su época, Francisco Drake; La her-mosura de Angélica, continuación del Orlando furioso, de Ariosto; La Filomena, de asunto mitológico, sobre la transforma-ción o metamorfosis de la desdichada princesa Filomena en ruiseñor; La Andrómeda, sobre la liberación de esta mítica princesa (destinada a ser pasto de un monstruo marino) por Perseo; La Circe, amplificación del conocido pasaje de la Odi-sea; la Jerusalén conquistada, de tono caballeresco, quizá la más ambiciosa de todas ellas; Corona trágica, sobre el destino de María Estuardo, etc. Todas estas obras debió pensar Lope que le diesen honor y fama. No dejaron de procurarle cierta aureola, en su tiempo. Pero las desmintió, las superó y depuró al convertirlas en materia paródica, tanto a las suyas propias como a las que le habían servido de fuente y dechado. Todo este ingente material épico de Lope no vale nada frente a La Gatomaquía.
Poner en solfa una de las arraigadas manías de la huma-nidad, como es la guerra, resulta doblemente meritorio en un hombre de la época de los Austrias, en que todavía nadie, y menos en España, había levantado bandera pacifista. Lope, soldado en su juventud, hacíase eco, en su obra, de una frase muy popular entonces; «hacer la guerra mantiene en paz». Esta paradoja la encontramos en Cervantes. Lope la expresa también en El villano en su rincón, como un motivo de reconocimiento de los vasallos para con el rey. España, dominadora todavía del mundo, en aquel momento, podía creer en esta pa-radoja, aunque el poeta nacional se ría blandamente de las guerras, en esta obra. La supremacía de todas las naciones (era la lección que les daba la historia) por medio de las gue-rras se logra. Hoy empezamos a comprender que la supremacía de un pueblo la proporciona el trabajo; pero acaso el con-cepto del mundo y de la vida está evolucionando de tal modo que a nosotros mismos, los artífices de este cambio, nos asom-bra un poco. Por otra parte, las guerras se suceden con inhu-manidad creciente, a pesar de que vistas a distancia no producen otro efecto que el de riñas de gatos, cruel exterminio de muchos para satisfacer la soberbia y la ambición de unos pocos.
La guerra descrita en La Gatomaquía es la contienda que debió ser personal y se hace extensiva al mundo gatuno entero. Los gatos no proceden de otro modo que los hombres, en todas sus guerras. La parodia de la Ilíada está bastante clara y re-sulta muy divertida; Zapaquilda, la Elena de tan peregrina Troya, coqueta sempiterna, favorecedora de Marramaquiz pri-mero y de Micifuf luego, es el motivo ocasional entre las dos bizarrías guerreras que se enfrentan y contraponen. Lope está siempre en la obra hablando de las mujeres, porque se le olvi-da que la coqueta Zapaquilda es una gata, y porque la trans-posición metafórica de términos: gatos–hombres es tan perfecta, que cuando dice gatos piensa en hombres, y cuando dice hom-bres los está identificando con los gatos.
Lope tenía en esta obrita antecedentes ilustres. El primero de todos, la Betracomiomaquia, atribuida a Homero. Si Homero escribió esta guerra burlesca de ranas y ratones hay que añadir una excelsa cualidad más a las que brillan en sus poemas Ilíada y Odisea: el humorismo, la capacidad de reír a costa de los trascendentales poemas que había fabricado. Y reírse de la propia obra, comprender lo que de exagerado y risible puede haber en nuestra propia creación es precisamente subli-mar, depurándolo de toda escoria, el genio y la inspiración reci-bidos del cielo.
En España misma tiene Lope un antecedente curioso: La mosquea, de José de Villaviciosa (1589–1658), guerra entre mos-cas y hormigas, inspirada en la obra del mismo título de Teófilo Folengo, y no exenta totalmente de ingenio. La obra de Villa–viciosa apareció hacia 1616, y, por tanto, pudo haberla tenido en cuenta Lope.
Algunas obritas sobre gatos pudieron también servirle de fuente, como La Gaticida, publicada en París, en 1604, y de la que fue autor Bernardino de Albornoz (o Cintio Meretisco, si preferimos su pseudónimo). También Quevedo (Musa VI del parnaso español) compuso un romance, en 1627, titulado Con-sultación de los gatos, tan cáustico y divertido como todo lo suyo, puesto que dice que el hurtar lo aprendieron los gatos de los hombres, y por eso dicen mío, hablando y mayando, porque no quieren que haya nada ajeno.
A pesar de todo, La Gatomaquía no les debe nada a estas obritas, cuyo asunto es completamente distinto.
Lope era particularmente aficionado a gatos. A un animal tan estético, de gracia sinuosa que tanto recuerda el movimiento femenino, no podía menos de tenerle simpatía Lope. Lo ma-nifiesta en varias de sus obras. En La dama boba, es uno de los más divertidos pasajes aquel en que llega Clara, criada de Finea, la tonta, y le cuenta, en un monólogo en que la criada también pretende hacerse la simple, el parto de una gata, y los subsiguientes festejos del mundo gatuno por el alumbramiento de seis gatos:
''Salía por donde suele
el sol, muy galán y rico,
con la librea del rey;
colorado y amarillo.
Andaban los carretones
quitándole el romadizo
que da la noche a Madrid...
aunque no sé quien me dijo
que era la calle Mayor
el soldado más antiguo,
pues nunca el mayor de Flandes
presentó tantos servicios.
Dormían tos rentas grandes,
despertaban los oficios,
tocaban los boticarios
sus almireces de pino,
cuando la gata de casa
comenzó con mil suspiros
a decir; –¡Ay, ay, ay, ay,
que quiero parir, marido'.
Levantóse Hociquimocho
y fue corriendo a decirlo
a sus parientes y deudos,
que deben de ser moriscos,
porque el lenguaje que hablan
en tiple de monacillos,
si no es gerigonza entre ellos
ni es español ni es latino".

El divertido monólogo continúa con la llegada de la abuela, y luego con la bajada, "de caballetes y terrados, de la gente gatuna:

"Cual la morcilla presenta,
 cual el pez, cual el cabrito,
cual el gorrión astuto,
cual el simple palomino.
Trazando quedan ahora,
para mayor regocijo,
en su gatesco senado
correr cañas cinco a cinco.
Ven presto, que si los ves
dirás que parecen niños,
 y darás a la parida
 el parabién de los hijos".

Aquel mundo simbólico de reverencias con la cola; compe-tencia galante; regalos a coquetas desdeñosas; celos ora vio-lentos, ora sentimentales; desafíos e insultos, entre los cuales predomina el de «fullero»; gatesco senado, en una palabra, vivía en la mente de Lope como una imagen depositada allí por la viva sensación de que lo humano, hombres y mujeres, no son sino eso: zarpas, arañazos, de codicia, de envidia, de soberbia y ambición, entre los que se deslizan el maullo hala-gador, con frecuencia traicionero, el bufido del instinto, el ron-roneo del placer...
Lope vuelve al tema de los gatos en Las almenas de Toro, aunque no podemos, con seguridad, otorgar prioridades ni a ésta ni a La dama boba, porque no son seguras las fechas, y Las almenas de Toro no figuran en ninguna de las dos listas de El Peregrino. Sea como quiera, ya que esto es lo de menos en la cuestión que nos ocupa, Los almenas de Toro contiene otro monólogo delicioso sobre el modo de hacerse los gatos el amor:

« ¡ Qué cosa es velle rondar,
haciendo espada la cola,
si tío está la gata sola,
que nunca lo suele estar.
Pues si acaso hay dos o tres,
¡qué dama y qué melindrosa
se relame desdeñosa
el lomo, el cuello y los pies!
Llégase el gato atrevido
y dicele su razón,
en lengua que Salomón
no se la hubiera entendido.
Ella, en un tiple falsete,
respóndele que se vaya;
él la promete una saya,
y ella un favor le promete.
Los gatos que en torno están
ya, con los celos crueles,
suenan cotas y broqueles,
y hacia la gata se van.
Deshónranse unos a otros,
hasta llamarse fulleros;
erizan los lomos fieros
y empínanse como potros.
Comiénzase una cuestión
que suele durar un día;
la lengua es algarabía;
celos y amor, la ocasión.
No hay en quien la paz se halle;
no hay quien los venga a prender,
y para todo en caer
desde el tejado a la calle".

Admira que un hombre en el ocaso de su vida, después de los setenta años, tan próximo a la muerte como Lope lo estaba, haya podido soltar un chorro de donaire tan fresco, tan ágil, tan vivo.
La Gatomaquía es la sonrisa de Lope anciano, la más her-mosa muestra de conformidad con la vida, la más alegre y se-rena aceptación del mundo tal cual es. Haber pasado más de cincuenta años divirtiendo al público, en los teatros, ya era mucho; pero es más todavía hacerse niño al pie de la sepultura, tomarlo todo a broma, hacer una perfecta ecuación del mundo gatuno y del humano, y con una agilidad envidiable de pluma demostrar que la juventud del espíritu reside en el trabajo, en la benevolencia, en la misericordia. Lleno de penas y desengaños, a Lope aún le quedaba tiempo para reír y hacer reír, privilegio del genio el poder dar estas lecciones a la huma-nidad.
El estilo de La Gatomaquía es el más suelto y natural que salió de la pluma del Fénix: los versos parecen brotar espon-táneamente, sin esfuerzo, con ripios frecuentes, que provocan la sonrisa, con numerosas palabras inventadas por el autor, en todo momento dispuesto a la broma. Así nos encontramos con que la gorra de Micifuf había sido de «un ministril de Cala-horra», porque algo tenía que rimar con gorra; y cuando Marramaquiz estaba enfermo «piramizaba» (se moría como Píramo) y el gato forastero era un «zapinarciso y gatimarte» (palabras inventadas para decir que el gato era bello y valiente).
Recurso inestimable en ayuda de tal derroche de gracia es la sátira culterana, que abunda muchísimo, no sólo en palabras altisonantes, sino en hipérbaton especialmente:

«un muerto por sus uñas papagayo»
«en una de fregar cayó caldera».

La locura de Marramaquiz es un delicioso pretexto para lanzar toda clase de piruetas en el vocabulario y en el estilo.
Lope mismo declara haber escrito su poema para olvidar los desengaños y la ingratitud que cosechó en la vida, y la per-secución de la fortuna. Tenía razón. Nos parece hoy mucho lo alcanzado por él, si atendemos a su popularidad, a la estima-ción del vulgo; pero no obtuvo honores ni bienestar económico proporcionados a su trabajo. La fortuna había gobernado su pluma, a su despecho, como él mismo dice poco antes de morir, en la Égloga a Claudio. De no haber tenido que luchar tan a brazo partido con la vida, para subsistir, no le culparía la crítica de tantos montones de obras cuyo único defecto es la prisa con que fueron compuestas.
Dedica a su hijo Lope Félix La Gatomaquía, justificando hu-morísticamente el haberla escrito:
«Que como otros están dados a perros,
o por ajenos o por propios yerros,
 también hay hombres que se dan a gatos,
por olvidos de príncipes ingratos,
 o porque los persigue la  fortuna
 desde el columpio de la tierna cuna».

La Gatomaquía está escrita en silvas, la más cómoda estrofa y apropiada forma métrica para dar libre curso a la imagina-ción. De indefinido número, de versos, la silva es propensa a la digresión (y Lope hace muchas en su obrita), porque corre el razonamiento de uno en otro verso, con facilidad, por ella. La mezcla de endecasílabos y heptasílabos da una agilidad rítmica como irónica y como desordenada, a la silva, y la hace especialmente apta para la sátira. Con frecuencia Lope ende-reza cuatro, cinco y seis versos graves, entonados, como si estu-viese construyendo una octava real, y de pronto la quiebra con un recorte agudo y donoso, como si estuviera ciñéndose con garbo la capa, ostentada con solemne empaque momentos antes.
Por último, Lope coloca La Gatomaquía al final de las Rimas humanas y divinas, de Tomé de Burguillos, publicadas en 1634, edición que seguimos sin más alteraciones que la moderniza-ción de la ortografía y de la puntuación. Tomé de Burguillos, como Gabriel Padecopeo, es un pseudónimo. Lo adoptó Lope en la Justa poética por la beatificación de San Isidro, patrón de Madrid, y a Burguillos le atribuye cuanto salió de su pluma con ribetes de satírico y atrevimientos de burla y crítica.
***

BIBLIOGRAFÍA
Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos. En Madrid, en la Imprenta del reino, año 1634.
Tesoro del Parnaso español, poesías selectas castellanos, etcé-tera. París. Baudry, 1808. Tomo XV de la Colección de los me-jores autores españoles, de Manuel José Quintana.
Hay otra edición de Quiníana: Poesías selectas, etc. Madrid, 1830.
La Gatomaquía, segunda edición, anotada y corregida por don Alberto Lisia. Madrid, 1840.
Lope de Vega. Teatro y obras diversas. En el tomo II, dis-puesto por Ramírez Tomé, está La Gatomaquía. Madrid. Ca-lleja (s. a.).
Francisco Rodríguez Marín. La Gatomaquía. Poema jocoserio de Lope de Vega Carpió. Madrid, C. Bermejo. 1935.
Azorín. Lope en silueta. Ediciones del Árbol. Madrid, 1935.
M. Ernest– Mérimée. Précis d'Histoire de la Literature Espagnole. París, 1922.
Karl Vossler. Lope de Vega y su tiempo. Traducción de don Ramón de la Serna. Madrid, 1933.

NUESTRA EDICIÓN
Se basa en la de las Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos, no sacadas de biblioteca alguna (que en Castellano se llama librería), sino de papeles de amigos y borradores suyos, etc. Madrid, Imprenta del Reyno, 1634. A costa de Alonso Pérez, Librero de su Majestad. Aprobación del Maestro José de Valdivieso. Aprobación de Quevedo, que descubre al verdadero autor, Fray Lope Félix de Vega Carpió. Dedicatoria de Lope de Vega (en nombre de Tomé de Burgui-llos) al duque de Sessa. En el advertimiento al señor Lector se habla de Burguillos como de un personaje real. Ejemplar M. 2252 de la Biblioteca Nacional de Madrid, que perteneció a Usoz. Hay una edición facsímil de Madrid, 1935.

viernes, 10 de octubre de 2014

ELEGÍA Y SÁTIRA EN LA POESÍA DE JOSÉ ASUNCIÓN SILVA. (Literatura de rescate).


ELEGÍA Y SÁTIRA EN LA POESÍA DE JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

José Olivio Jiménez.

(Ponencia de la Sesión Especial en conmemoración del primer centenario de la muerte de José Asunción Silva, XXXIV Congreso Anual del CCP)

         
Los años que se sitúan hacia la mitad de la década de 1890 fueron pródigos, dentro de las letras hispanoamericanas, en muertes prematuras, y por ello más lamentables aún: las de cuatro fundadores de la renovación modernista, anteriores a Rubén Darío. En 1893 muere Julián del Casal, a los 30 años de edad; en el mismo 1895, dos de ellos: Manuel Gutiérrez Nájera, a los 36, y José Martí, a los 42. En 1896, antes de cumplir 31, José Asunción Silva.

            La muerte no alcanzó por sorpresa al poeta colombiano ni se incubó lentamente en su cuerpo; él la buscó voluntariamente, por suicidio, el 23 de mayo de 1896. Mucho se ha escrito sobre las posibles causas de este final imprevisto, cuyo misterio sigue acuciándonos como el secreto mayor de un poeta en sí secreto y oculto en sus propios versos, nada inmediatamente confesionales por lo general. Esto sí: varias hipótesis sobre su muerte han barajado los biografistas de turno. Se le han atribuido a los sucesivos y múltiples descalabros financieros de Silva en la administración de los negocios heredados por él, único varón de la familia, de su padre; a la muerte, también prematura, de su más querida hermana, (Elvira, a quien se sabe inspiradora del famoso “Nocturno”); a los desajustes e inadaptación de aquél a la pacata y estrecha sociedad bogotana de su tiempo: una sociedad que, a la sensibilidad artística y a la vocación cosmopolita del poeta, le correspondía burlonamente llamándole “José Presunción”.

            En pocas líneas Gabriel García Márquez ha objetivado certeramente las razones de ese rechazo general de aquellas gentes ante el hombre Silva. Recontando brevemente su vida, escribe García Márquez: “Viajó [Silva] a Europa, a los diecinueve años para un viaje de estudios de once meses, y cuando regresó parecía que había sido una década. Era un hombre hecho y derecho, y el hombre mejor educado, el más culto, el mejor vestido, el más serio y puntual, trabajador tenaz y excelente amigo”[1]. Eran demasiadas buenas prendas personales para que los mediocres del cotarro se las pudieran perdonar.

            No fue muy extensa la obra poética dejada por Silva ni, en conjunto, su labor literaria. Toda ésta, además, quedó menguada por el naufragio del Amérique, el buque que desde Venezuela le devolvía a su país natal, donde –otra de las adversidades de su vida– perdió, según sus propias palabras, “lo mejor de mi obra”. Unos treinta poemas, integrantes de la colección que él mismo ordenó y tituló: “El libro de versos”; otras composiciones, menores en número y calidad, conocidas como “Gotas amargas”; y algunas más que se añaden bajo el rótulo de “Versos varios” en la edición que seguimos[2]. Esto, en verso. En prosa se conservan unos pocos textos, más bien breves. Entre ellos sobresalen sus “Transposiciones” (“Al carbón” y “Al pastel”), que son un magnífico ensayo de interpretación artística (entre la palabra y la pintura), donde Silva hacía suyo el dictamen suscrito por Martí en 1881: “El escritor debe pintar, como el pintor”, y sobre todo, una muy peculiar e interesante novela-diario, De sobremesa, en la cual, a su protagonista, José Fernández, se le ha querido ver como un alter-ego del propio autor (pero advirtiendo que más en sus inclinaciones espirituales y artísticas que en sus peripecias biográficas). “Una novela desconocida del modernismo”, como la llamara Juan Loveluck[3] , en los últimos tiempos De sobremesa ha conocido de una justa revalorización crítica y ya se la va estimando como lo que realmente es: una obra indispensable para penetrar en las entretelas más sutiles de la época modernista.

            Algunas composiciones que circularon en copias manuscritas, o en efímeras publicaciones periódicas, le dieron ya a Silva alguna fama y popularidad en vida. Sin embargo, el conjunto de su prosa no se publicó por primera vez sino póstumamente: en Barcelona (1908), habiendo sido aquélla una edición poco fiable, aunque prologada por su fervoroso admirador Miguel de Unamuno. Debo hacer notar, de entrada, que la exposición que sigue no se atiene, en is comentarios en torno a algunos de sus poemas, al orden rigurosamente cronológico de la escritura o redacción de los mismos. Lo que aquí trataré –y anuncio así específicamente mi tema– es algo así como el diseño de la estructuración interior de la poesía de Silva; y esto en base a observar cómo funcionan en ella sus dos pivotes centrales. A saber: la mirada elegíaca del poeta, y el subrayado satírico a que, ocasional o intencionalmente, accede ese mismo poeta elegíaco. De todos modos, se me imponen algunas conceptualizaciones previas para que luego mis versiones de los poemas (o de los fragmentos) escogidos, queden clarificadas a partir del marco general en que pretendo encuadrarlas.

            La unión de la elegía y la sátira en un mismo autor, aunque a simple vista parezca una formulación extravagante, no es infrecuente y está, como veremos, condicionada y ajustada entre sí de un modo casi fatal. No es infrecuente, digo, y nuestra propia tradición hispana lo constata. Quevedo, poeta metafísico y poeta satírico; Valle Inclán, simbolista purísimo en sus Sonatas y fustigador sarcástico de lo humano (forma extrema de la sátira) en sus esperpentos; el Neruda expresionista que contempla “Solo la muerte” en sus Residencias y quien luego satirizará dolidamente las que él entendía, en su Canto general, como debilidades y deformaciones de nuestra historia; Salvador Novo, delicado poeta elegíaco del amor y afilada lengua corrosiva en un libro que titulará con la expresa palabra Sátira. Y tantos otros. La elegía y la sátira pueden ocupar regiones sucesivas y vecinas en la evolución o trayectoria de un escritor, como ocurre en los casos que acabo de citar. No obstante, pueden coincidir en un mismo texto, en un mismo poema –y esto es lo que, en algunas de sus piezas, torga a Silva un lugar original en el tratamiento de ambas tensiones estructurales de su mundo poético.

            Voy a expresar, ceñidamente, cómo creo que opera ese acuerdo, ese ajuste, que he calificado de fatal, entre la elegía y la sátira. La elegía, una de las manifestaciones primeras de la lírica, es el canto –más bien el planto, el llanto– por la muerte de alguien o de algo. De alguien: digamos, del ser amado, de una persona querida o estimable; de algo: el mismo amor cuando se extingue, la vida oda cuando la sentimos irse, una etapa histórica cuando concluye. En términos generales, muerte equivale, brutal o pausadamente, a pérdida, extinción, destrucción. Y los tonos emocionales que por modo natural acompañan a la elegía son, graduándolos desde los más suaves a los más desgarrados: la tristeza, la nostalgia, el dolor sin paliativo, la ansiedad, la angustia, la desesperación.

            Por otro lado (con una salvedad: me refiero ahora a los creyentes o sostenidos por una fuerte fe religiosa), morir es desembocar en la nada final. Y aun para el creyente, esa fe en la posibilidad de trascender a la vida supramundana del espíritu, supone borrar, en el ámbito de la existencia empírica ya consumada, todo rastro, todo hecho que, en esta ladera, hemos sentido, erróneamente, como signos de verdad y permanencia. Recortadas sobre esta nihilista convicción, sobre esa nada existencial, las acciones del cotidiano vivir (especialmente las más torturadoras y preocupantes) sólo podrán verse como ademanes inútiles y vacíos, chispas momentáneas, inquietudes temporales; incluso, hasta gestos grotescos. Esto es: como materia propicia para la sátira. De este modo, acaso el mismo: que proyectados sobre el telón de fondo de la muerte, los agobios y pesares efímeros de la vida sólo admiten ser contemplados, si los analizamos por vía de la estricta razón, en términos de rasgos satíricos. Regodearnos en lo que indefectiblemente ha de pasar y desaparecer, en lo que en nuestras vidas sólo tiene unos pocos minutos de duración, impele a descreer y por tanto a satirizar ese emocional pero estéril regodeo nuestro. Y los recursos de la mirada satírica son también los esperables: la ironía, el prosaísmo, el humor negro, la burla, la caricatura, la parodia, el sarcasmo (aunque todo ello se vuelva sobre el ser que somos, o creemos ser).

            Silva no fue siempre elegíaco y satírico a la vez; sólo lo logró en momentos excepcionales, que serán los que más nos interesen y a los cuales llegaremos, lógicamente, al término de nuestro recorrido. En una zona ampliamente mayoritaria de su obra, fue la elegía el espolón más asiduo, la motivación más constante. Y por aquí comenzamos.

***

            La cosmovisión elegíaca es, por definición, de naturaleza profundamente temporalista. Y de las tres extensiones de ésta, la temporalidad (o sea, el tiempo vivido y vivible), el pasado, aunque ya periclitado, es la única que nos ofrece, por el ejercicio de la memoria, alguna garantía de permanencia. El presente es sólo una línea ilusoria e inestable que va separando, instante tras instante, etapa tras etapa, lo que ya ha sido de lo que enseguida vendrá. Y el futuro será, pero también podrá no ser. El pasado es, así, el único haber que ya nadie nos podrá quitar. Si bien para el poeta vitalista es el presente el tiempo lírico por excelencia, el poeta elegíaco, en cambio y por su necesidad de exorcizar la muerte, encontrará su refugio en la infancia: esa etapa de nuestra vida donde para el niño no existe el tiempo. El niño es, de ese modo, el único ser inmortal dentro de los tantos y múltiples mortales que habitan en cada hombre, en cada mujer.

            En “Los maderos de San Juan” (6-7) se recrea aquel antiquísimo juego infantil de “¡Aserrín aserrán! Los maderos de San Juan”. Una abuela sostiene y mece al nieto en sus rodillas, aún duras y fuertes, y le canta aquella cancioncilla que funciona como un ritornelo del poema. Pero, ¿qué interrumpe su canto, el cual al principio ha de ser dulce y tranquilizador? Lo interrumpe la reflexión, el caldo de cultivo de la ironía, que proyecta aquel momento de plenitud atemporal hacia el porvenir incierto del niño, ya que a la Abuela le acompaña un temor extraño/ por lo que en el futuro de angustia y desengaño/ los días ignorados del nieto guardarán. Y aún más: antes de que el poema se cierre asistiremos a la premonición de la muerte de la propia Abuela:

            Mañana cuando duerma la Anciana, yerta y muda,

            Lejos del mundo vivo, bajo la oscura tierra,

            donde otros, en la sombra, desde hace tiempo están…

            Irrupción, así, como intuición y anuncio de la muerte: irrupción de la elegía. Y una escena que comenzó siendo una estampa de vocación suave y plácida conduce, por las ráfagas de tiempo que la atraviesan, a un sorpresivo modo de elegía anticipada.

            Otro poema nos servirá para comprobar cómo se alían, en el elegíaco colombiano, esa tensión romántica de exaltación del pasado con un tratamiento estilístico de sello simbolista. Y es que fue su impregnación de la estética del simbolismo, quien marcó los momentos poéticos más altos y penetradores de su obra y le hizo el simbolista más puro del modernismo hispanoamericano (del que por ello se sintieron tan cercanos Unamuno y Juan Ramón Jiménez). Este poema se titula, precisamente, “Vejeces”. Son las cosas viejas las que de sí, en versos de clara filiación simbolista, desprenden

            extrañas

            voces de agonizante [que] dicen, paso,

            casi al oído, alguna rara historia

            que tiene oscuridad de telarañas,

            son de laúd y suavidad de raso. (23)

            Y en una larga estrofa emprende el autor una enumeración de las antiguallas que dan cuerpo al poema. Es muy extensa para reproducirla íntegramente. Sólo quiero insistir en cómo la adjetivación (esto es, adjetivos aislados u oraciones subordinadas con función adjetival) va deshaciendo o desintegrando, por vía simbólica, la misma realidad material de que están hechas las cosas enumeradas. Véanse algunas instancias: “carta borrosa”; “tabla en que se deshace la pintura”; “alacena […] donde anida la polilla sola”; “batista tenue”; “seda que te deshaces en la trama”; “arpa olvidada”… No es todavía la muerte lo que aquí se documenta; pero la adjetivación simbólica va trazando el camino seguro hacia ella. Estamos aún, pues, en los predios del mirar elegíaco.

            Y la suma de este mirar suyo la alcanza Silva en sus tres poemas conocidos como “Nocturnos” (aunque parece que el autor mismo no les diera a todos ellos ese título). No obstante, podemos aceptarlo pues los tres tienen como ámbito la noche: el reino de las sombras donde todas las manifestaciones vivas de la Creación parecen detenerse, callar, estar ya selladas por la muerte. En breve: el ámbito más natural para la elegía. Apenas cabe demorarse en ellos pues son los más conocidos poemas de Silva; y porque la capacidad de sugerencia y delicadeza de su voz lírica se eleva aquí a un punto que hace difícil tratar de reducirlos a una sumaria paráfrasis crítica o hermenéutica. Algo diré, de todos modos, sobre los dos más difundidos de estos nocturnos.

            El segundo, identificado por su primer verso Poeta, di paso…, se desarrolla en tres estrofas que van narrando líricamente una historia de amor que culmina en la muerte. Cada una de esas estrofas va encabezada por el mismo estribillo o leit motiv donde una levísima variación en el adjetivo, ya nos anuncia con precisión el escenario y contenido de la escena respectiva. Se dice la primera vez: ¡Poeta, di paso/ los furtivos besos!; en la segunda: ¡Poeta, di paso/ los íntimos besos!; en la tercera: ¡Poeta, di paso/ el último beso! Repasemos los adjetivos que constituyen un sobrio ejercicio de matización. Furtivos, robados fugazmente bajo la fronda sombría del follaje, en plena naturaleza; íntimos, los besos pasionales entregados ya en la plenitud de la alcoba nupcial; último, el beso ya de despedida final a la amada muerta, colocada en su ataúd. Leamos, al menos, esta estrofa, climática y anticlimática a la vez:

            ¡Poeta, si paso

            el último beso!

            ¡Ah, de la noche trágica me acuerdo todavía!

            El ataúd heráldico en el salón yacía,

            ¡mi oído fatigado por vigilias y excesos,

            sintió como a distancia los monótonos rezos!

            Tú, mustia, yerta y pálida entre la negra seda,

            la llama de los cirios temblaba y se moría,

            perfumaba la atmósfera un olor de reseda,

            un crucifijo pálido los brazos extendía

            ¡y estaba helada y cárdena tu boca que fue mía!

            Esta escena nos lleva ya de la mano al más famoso de los nocturnos de Silva, el que comienza así: Una noche,/ una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas… Por decisión unánime de lectores y críticos, se trata del más hermoso de los poemas amatorios y elegíacos de la literatura hispánica. Su musicalidad, penetradora y a la vez como en sordina, es lo que de modo más inmediato nos envuelve y nos tiene prendidos a los versos hasta su final.

            Y me permito introducir aquí una declaración del propio Silva, que encierra una travesura literaria de su parte, y la cual tiene algo (o mucho) que ver con la celebrada musicalidad del poema. Todo, en su dicción, parece natural, fluido, como susurrados sin esfuerzo. Sin embargo, el análisis métrico descubre la preconcebida andadura interior de los versos. Todos estos han sido construidos sobre la base de un pie métrico de cuatro sílabas, con acento forzado en la tercera de cada pie: (_ _ 1). Es un rescate muy modernista (Darío fue un maestro en ello) de la versificación latina, donde ese pie recibía el nombre de peán de tercera. Léanse los versos silabeando (destruyendo, eso sí, su fluidez) y se comprobará. Pues bien: Silva rebeló a su amigo Baldomero Sanín Cano, en una confidencia personal, cómo le había venido la voluntad de valerse de este recurso. Narra éste, pero habla Silva: “¡Si supieras –me decía– de dónde he sacado la idea de usar este metro!” Nada menos que de aquella fábula de Iriarte cuyo principio dice: A una mona/ muy taimada, dijo un día, cierta urraca[4]. La diferencia está en que Silva, en vez de colocar los pies formando una unidad debajo de otra, los hizo discurrir sucesivamente a lo largo de un mismo verso, engarzándolos sintácticamente a veces, y alargando o cortando la extensión de las líneas según la correspondiente necesidad expresiva. De todos modos, en manos de un artista tosco, el truco rítmico se hubiera notado al punto. Y en el “Nocturno”, por el contrario, la sabiduría del poeta, con la deslizante continuidad de los versos y el léxico de tan suave tensión de belleza, pudo domeñar por completo lo que de otro modo hubiera chocado en nuestros oídos como un mecánico sonsonete. Si limito mis consideraciones sobre el “Nocturno” es, también, por otra razón. En el título general de estas páginas he prometido alguna atención a la práctica de la sátira por Silva. Y ésta no ha aparecido hasta ahora. Detengámonos, pues –y este es el nivel adonde me proponía llegar desde el principio– en un poema donde coinciden abruptamente la sugestión dolorosa de la elegía y el punzón sarcástico de la sátira: “Día de difuntos”. No se trata aquí de una elegía personal, sino universal: una elegía a todos los muertos, a todos “los fieles difuntos” (como en algunos países nuestros se les llama) a quienes la iglesia dedica el 2 de noviembre. El pasaje inicial es uno de los de más acentuada matización simbolista en toda la poesía de Silva. No aparece allí ninguna imagen visual, plástica o colorista que diese animación y vida al escenario; sí, en cambio, un aluvión de sordas imágenes acústicas procedentes de la lluvia y los campanarios, los cuales subrayan el ambiente sombrío y melancólico propio de ese día. Es éste:

                        La luz vaga… opaco el día,

                        la llovizna cae y moja

            con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría.

            Por el aire tenebroso ignorada mano arroja

un oscuro velo opaco de letal melancolía,

            y no hay nadie que en lo íntimo, no se quiete y se recoja

            al mirar las nieblas grises de la atmósfera sombría,

                        y al oír en las alturas

                        melancólicas y oscuras

                        los acentos dejativos

                        y tristísimos e inciertos

                        con que suenan las campanas

            ¡las campanas plañideras que les hablan de los vivos de los muertos! (39-40)

            Luego continúa el extenso poema que recrea, como en contrapunto, un vivaz diálogo entre esas plañideras campanas funerales de las iglesias y otra campana de timbre opuesto: la campana de la vida, la del reloj que va marcando los fastos y las desgracias del diario existir. Por aquí por allá, a lo largo de la composición, se va calificando el sentido de esta intrusa campana de la vida. Se habla de su incierto e inarmónico sonido de sus sutiles ironías, de la nota escéptica y burlona que su tic-tac opone al letal concierto de las campanas de bronce. Un tono realista, y nada serio, se va introduciendo en los versos hasta encarnar en una figura humana, en sí respetable y aún dolorosa, pero cuya sencilla mención provoca cierta sorpresa en el campo del lenguaje intrínsicamente poético: el viudo. Y se lo presenta en un momento apto para el tratamiento satírico. El poeta viene refiriéndose a ella, la indiferente campana de la vida, y continúa narrando sus irónicas “hazañas”:

            ella que ha marcado la hora en que el viudo

            habló del suicidio y pidió el arsénico,

            cuando aún en la alcoba recién perfumada

            flotaba el aroma del ácido fénico

            y ha marcado la hora en que, mudo,

            por las emociones con que el goce agobia,

            para que lo unieran consagrado nudo,

            a la misma iglesia fue con otra novia. (42)

            Más que ironía, el sarcasmo y la sátira se hacen aquí visibles, tangibles, mediante un discurso planamente narrativo (nada lírico) y, sobre todo, por el apoyo de las rimas insólitas, construidas a base de palabras prosaicas y chocantes como arsénico y ácido fénico. Se trata de un recurso desacralizador de lo poético –en sí, antipoético desde la estética tradicional– que, manejado ya en Francia con rigor por Jules Laforgue, alcanzará la categoría de instrumento frecuente en algunos poetas hispanoamericanos de las generaciones modernistas siguientes (Lugones, Herrera y Reissig, López Velarde). Fueron estos poetas quienes de ese modo quisieron barrenar, preparando así la vanguardia, aquella plenitud de arte y belleza de que hizo gala el modernismo en su momento cenital. Pero –¿quién lo diría?– el delicado autor del “Nocturno” se les adelanta aquí en más de quince años. El poema concluirá con una coda que es, en sí, un retorno a su funeral comienzo. Pero por vía de la anécdota sarcástica ha dejado ya inscrita la pulverización satírica del mismo (y efímero) dolor de los vivos ante los muertos. Y se vuelve a comprobar que tras el fondo de la muerte, los hechos humanos son gestos vacíos, movimientos de una pavana caricaturesca que reclama la puntualización jocosería de la sátira. A ésta, propiamente, el hondo poeta elegíaco de Colombia dedicó toda una serie de textos, como ya se indicó: sus Gotas amargas. No pensó nunca en publicarlas; y habría que recibirlas como el desahogo de su sensibilidad dolida ante las hipocresías del mundo y la indiferencia de su mundo. Leeré una sola de esas piezas porque parecería resumir la reacción generalizada del positivismo científico frente a aquellos ingredientes enfermizos de que hizo acopia la sensibilidad decadente. Recuérdese, porque viene al caso, que si bien el modernismo intentó una superación espiritualizadota del limitado canon racional del racionalismo positivista, éste no desapareció del todo y siguió batallando contra el idealismo y el esteticismo de románticos, simbolistas y modernistas. A la suma de aquellas actitudes, racionalmente negativas, de la espiritualidad decimonónica, se dio en llamar “el mal del siglo”: un extraño compuesto de tedio, esplín, abulia, humor melancólico, parálisis de la voluntad… Y Silva tituló así su parodia satírica de aquella endémica postración del ánimo que marcara la época.

            EL MAL DEL SIGLO

            El paciente:

            –Doctor, un desaliento de la vida

            que en lo íntimo de mí se arraiga y nace:

            el mal del siglo… el mismo mal de Werther,

            de Rolla, de Manfredo y de Leopardo.

            Un cansancio de todo, un absoluto

            desprecio por lo humano…; un incesante

            renegar de lo vil de la existencia,

            digno de mi maestro Shropenhauer;

            un malestar profundo que se aumenta

            con todas las torturas del análisis…

            El médico:

            –Eso es cuestión de régimen: camine,

            de mañanita, duerma largo; báñese;

            beba bien; coma bien; cuídese mucho;

            ¡lo que usted tiene es hambre!...

            Pero no es el de Gotas amargas el Silva mayor, el poeta que tanto admiramos y que respetan aún los más distantes del arte modernista. Ese poeta mayor es el de “Nocturno”, el que escribió aquellos versos memorables:

                        Una noche,

            una noche toda llena de murmullos de perfumes y de

            música de alas,

            una noche en que ardían en la sombra nupcial y

            húmeda las luciérnagas fantásticas…

            Este sí es el gran poeta de Colombia: uno de los mayores del modernismo hispánico.

José Olivio Jiménez (1926 -2003). ExPresidente Nacional del CCP. Fue profesor de la Universidad de Villanueva (Cuba) y de City University of New York. Logró amplio prestigio por su excelente crítica sobre la poesía contemporánea española e hispanoamericana. Se le reconoce como el más distinguido exégeta de la poesía modernista. Entre sus numerosas obras se encuentran La raíz y el ala. Aproximaciones críticas a la obra literaria de José Martí (1993) y Poetas contemporáneos de España y América (1998).

Este trabajo fue publicado originalmente en Círculo: Revista de Cultura, Vol. XXVI, 1997, páginas 117-126


[1] García Márquez: “En busca del Silva perdido”, prólogo a José Asunción Silva, De sobremesa (Madrid: Hiparión, 1996), p. 16.

[2] José Asunción Silva: Obra completa, Prólogo de Eduardo Camacho Guizado; Edición, Notas y Cronología de Eduardo Camacho Guizado y Gustavo Mejía (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1977). Tras los poemas y pasajes indicamos, entre paréntesis, el número de páginas correspondientes en esta edición.

[3] La última reproducción de este importante estudio del crítico chileno Juan Loveluck se encuentra en José Asunción Silva. Vida y creación, compilación de Fernando Charry Lara (Bogotá: Nueva Biblioteca Colombiana de Cultura, 1985), pp. 485-502

[4]  Sanin Cano: “Notas sobre la obra de Silva”, en el libro citado

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