jueves, 1 de noviembre de 2012

MEMORIAS DE ADRIANO: MEMORIAS DE LA ANTIGÜEDAD.



La apasionante personalidad de Adriano, emperador de Roma en el siglo segundo, y uno de los más notables gobernantes que tuvo el Imperio, trasciende cualquier reseña sobre su obra y figura para convertirse en fuente de inspiración de esta novela excepcional, alabada como una de las obras más singulares, bellas y hondas de la literatura de nuestro siglo. Este inventario autobiográfico ficticio que Adriano hace a las puertas de la muerte constituye el más íntimo y magistral retrato de quien fue uno de los últimos espíritus libres de la Antigüedad.
Marguerite Yourcenar nació en Bruselas en 1903 y falleció en Estados Unidos en 1987 Esta excelente escritora siempre se interesó en su obra por el tema de la cultura a través de la historia. En 1971 ingresó en la Academia Real Belga de Lengua y Literatura. En 1974 recibió el Gran Premio Nacional de las Letras, y seis años más tarde sería la primera mujer elegida miembro de la Academia Francesa.

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Poeta, novelista, dramaturga y traductora francesa. Nació en Bruselas, Bélgica, de padre francés y madre belga. En 1947 adoptó la nacionalidad estadounidense, pero escribió sólo en francés. Su primer volumen de poemas, El jardín de las quimeras (1921), pone de manifiesto su refinamiento como escritora, y en él reinterpreta los mitos griegos con el fin de adaptarlos al mundo moderno. En 1922 publicó otra colección de poemas Los dioses no han muerto. Su primera novela, Alexis o el tratado del combate estéril (1929), relata las opiniones de un artista que intenta dedicarse a su obra, pero tropieza con la oposición de su familia. Su viaje a Italia inspiró su novela Denier du rêve (1934), donde establece la diferencia entre el sueño y la realidad. En 1934 Yourcenar conoció a la estadounidense Grace Frick, con quien entabló una profunda relación. En 1939, tras el estallido de la II Guerra Mundial, Yourcenar se trasladó a Estados Unidos, donde dio clases de Literatura Comparada en el Sarah Lawrence College. Tradujo al francés Las olas de Virginia Woolf en 1937, y también publicó en 1947 una traducción francesa de Lo que Maisie sabía, del escritor Henry James. Su novela más famosa, unánimemente elogiada por la crítica, fue Memorias de Adriano (1951), una autobiografía novelada del emperador romano, bajo la forma de cartas escritas por éste a su sobrino. Otra novela histórica, Opus Nigrum (1968), narra la extraordinaria vida de un médico imaginario, Zeno de Brujas. Esta novela obtuvo el premio Femina en 1968. En 1971 publica Teatro, que incluye sus obras teatrales en dos volúmenes. También escribió biografías sobre su primera vida familiar, Mishima o la visión del vacío (1981), y ofreció una serie de entrevistas sobre su vida y su obra publicadas bajo el título de Les Yeux ouverts: entretiens avec Matthieu Galey (1980). El estilo literario de Yourcenar se transforma en cada una de sus obras, aceptando siempre nuevos retos como escritora. Sin embargo, su literatura se caracteriza por su conocimiento de las civilizaciones antiguas y de la historia, y su afán por comprender las motivaciones humanas. En 1980 Yourcenar se convirtió en la primera mujer que ingresó en la Academia Francesa. En 1986 fue galardonada con la Legión de Honor francesa. FUENTE BIOGRÁFICA: El poder de la palabra http://www.epdlp.com/


MEMORIAS DE ADRIANO
MARGUERITE YOURCENAR

(FRAGMENTO).

SALVAT

Diseño de cubierta: Ferran Cartes Montse Plass
Traducción: Julio Cortázar
Traducción cedida por Editorial Edhasa
Título original: Mémoires d’Hadrien  


© 1994 Salvat Editores, S.A. (Para la presente edición)
© 1974 Marguerite Yourcenar y Éditions Gallimard
© 1982 y 1992 Editorial Edhasa
ISBN: 84-345-9042-5 (Obra completa)
ISBN: 84-345-9043-3 (Volumen 1)
Depósito Legal: B-26589-1994
Publicado por Salvat Editores, S.A. Barcelona
Impreso por CAYFOSA. Agosto 1994
Printed in Spain-Impreso en España

Escaneado: http://rt001pvr.eresmas.net/binovhis.htm

Animula vagula, blandula,
Hospes comesque corporis,
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut solis, dabis iocos...

P. AELIUS HADRIANUS, Imp.


 VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS
Querido Marco:
He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz... Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede exceder de los limites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.
No te llames sin embargo a engaño: aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la esperanza, y sin duda mucho más penosas. De engañarme, preferiría el camino de la confianza; no perdería más por ello, y sufriría menos. Este término tan próximo no es necesariamente inmediato; todavía me recojo cada noche con la esperanza de llegar a la mañana. Dentro de los limites infranqueables de que hablaba, puedo defender mi posición palmo a palmo, y aun recobrar algunas pulgadas del terreno perdido. Pero de todos modos he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años sino los meses. Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente atrás. Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por un hacha caledonia o atravesado por una flecha parta; las tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se les ofrecían, y el hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber tenido razón. Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la centésima? Todo está en eso. Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte.
Ciertas porciones de mi vida se asemejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto, que un propietario venido a menos no alcanza a ocupar por entero. He renunciado a la caza; si sólo estuviera yo para turbar su rumia y sus juegos, los cervatillos de los montes de Etruria vivirían tranquilos. Siempre tuve con la Diana de los bosques las relaciones mudables y apasionadas de un hombre con el ser amado; adolescente, la caza del jabalí me ofreció las primeras posibilidades de encuentro con el mando y el peligro; me entregaba a ellas con furor, y mis excesos me valieron las reprimendas de Trajano. La encarna, en un claro de bosque en España, fue mi primera experiencia de la muerte, del coraje, de la piedad por las criaturas, y del trágico placer de verlas sufrir. Ya hombre, la caza me sosegaba de tantas luchas secretas con adversarios demasiado sutiles o torpes, demasiado débiles o fuertes para mí. El justo combate entre la inteligencia humana y la sagacidad de las fieras parecía extrañamente leal comparado con las emboscadas de los hombres. Siendo emperador, mis cacerías en Toscana me sirvieron para juzgar el valor o las aptitudes de los altos funcionarios; allí eliminé o elegí a más de un estadista. Después, en Bitinia y en Capadocia, convertí las grandes batidas en pretexto para fiestas-triunfo otoñal en los bosques del Asia. Pero el compañero de mis últimas cacerías murió joven, y mi gusto por esos violentos placeres disminuyó mucho después de su partida. Pero aun aquí, en Tíbur, el súbito resoplar de un ciervo entre el follaje basta para que se agite en mi un instinto más antiguo que todos los demás, gracias al cual me siento tanto onza como emperador. ¿Quién sabe? Si he ahorrado mucha sangre humana, quizá sea porque derramé la de tantas fieras, que a veces, secretamente, prefería a los hombres. Sea como fuere, la imagen de las fieras me persigue más y más, y tengo que hacer un esfuerzo para no abandonarme a interminables relatos de montería que pondrían a prueba la paciencia de mis invitados durante la velada. En verdad el recuerdo del día de mi adopción tiene su encanto, pero el de los leones cazados en Mauretania no está mal tampoco.
La renuncia a montar a caballo es un sacrificio aún más penoso: una fiera no pasa de ser un adversario, pero el caballo era un amigo. Si hubiera podido elegir mi condición, habría elegido la de centauro. Las relaciones entre Borístenes y yo eran de una precisión matemática: me obedecía como a su cerebro, no como a su amo. ¿Habré logrado jamás que un hombre hiciera lo mismo? Una autoridad tan absoluta comporta, como cualquier otra, los riesgos del error para aquel que la ejerce, pero el placer de intentar lo imposible en el salto de obstáculos era demasiado grande para lamentar una clavícula fracturada o una costilla rota. Mi caballo reemplazaba las mil nociones vinculadas al título, la función y el nombre, que complican la amistad humana, por el único conocimiento de mi peso exacto de hombre. Participaba de mis impulsos; sabía exactamente, y quizá mejor que yo, el punto donde mi voluntad se divorciaba de mi fuerza. Pero ya no inflijo al sucesor de Borístenes la carga de un enfermo de músculos laxos, demasiado débil para montar por sus propios medios. Celer, mi ayuda de campo, lo adiestra en este momento en el camino de Preneste; todas mis antiguas experiencias con la velocidad me permiten compartir el placer del jinete y el de la cabalgadura, valorar las sensaciones del hombre a galope tendido en un día de sol y de viento. Cuando Celer desmonta, siento que vuelvo a tomar contacto con el suelo. Lo mismo ocurre con la natación; he renunciado a ella, pero participo todavía de la delicia del nadador acariciado por el agua. La carrera, aun la más breve, me sería hoy tan imposible como a una estatua, a un César de piedra, pero recuerdo mis carreras de niño en las resecas colinas españolas, el juego que se juega con uno mismo y en el cual se llega al límite del agotamiento, seguro de que el perfecto corazón y los intactos pulmones restablecerán el equilibrio; de cualquier atleta que se adiestra para la carrera del estadio, alcanzo una comprensión que la inteligencia sola no me daría. Así, de cada arte practicado en su tiempo, extraigo un conocimiento que me resarce en parte de los placeres perdidos. Creí, y en mis buenos momentos lo creo todavía, que es posible compartir de esa suerte la existencia de todos, y que esa simpatía es una de las formas menos revocables de la inmortalidad. Hubo momentos en que esta comprensión trató de trascender lo humano, y fue del nadador a la ola. Pero en este punto me faltan ya seguridades, y entro en el dominio de las metamorfosis del sueño.
Comer demasiado es un vicio romano, pero yo fui sobrio con voluptuosidad. Hermógenes no se ha visto precisado a alterar mi régimen, salvo quizá esa impaciencia que me llevaba a devorar lo primero que me ofrecían, en cualquier parte y a cualquier hora, como para satisfacer de golpe las exigencias del hambre. De más está decir que un hombre rico, que sólo ha conocido las privaciones voluntarias o las ha experimentado a título provisional, como un incidente más o menos excitante de la guerra o del viaje, sería harto torpe si se jactara de no haberse saciado. Atracarse los días de fiesta ha sido siempre la ambición, la alegría y el orgullo naturales de los pobres. Amaba yo el aroma de las carnes asadas y el ruido de las marmitas en las festividades del ejército, y que los banquetes del campamento (o lo que en el campamento valía por un banquete) fuesen lo que deberían ser siempre: un alegre y grosero contrapeso a las privaciones de los días hábiles. En la época de las saturnales, toleraba el olor a fritura de las plazas públicas. Pero los festines de Roma me llenaban de tal repugnancia y hastío que alguna vez, cuando me creí próximo a la muerte durante un reconocimiento o una expedición militar, me dije para reconfortarme que por lo menos no tendría que volver a participar de una comida. No me infieras la ofensa de tomarme por un vulgar renunciador; una operación que tiene lugar dos o tres veces por día, y cuya finalidad es alimentar la vida, merece seguramente todos nuestros cuidados. Comer un fruto significa hacer entrar en nuestro Ser un hermoso objeto viviente, extraño, nutrido y favorecido como nosotros por la tierra; significa consumar un sacrificio en el cual optamos por nosotros frente a las cosas. Jamás mordí la miga de pan de los cuarteles sin maravillarme de que ese amasijo pesado y grosero pudiera transformarse en sangre, en calor, acaso en valentía. ¡Ah! ¿Por qué mi espíritu, aun en sus mejores días, sólo posee una parte de los poderes asimiladores de un cuerpo?
En Roma, durante las interminables comidas oficiales, se me ocurrió pensar en los orígenes relativamente recientes de nuestro lujo, en este pueblo de granjeros parsimoniosos y soldados frugales, alimentados a ajo y a cebada, repentinamente precipitados por la conquista en las cocinas asiáticas y hartándose de alimentos complicados con torpeza de campesinos hambrientos. Nuestros romanos se atiborran de pájaros, se inundan de salsas y se envenenan con especias. Un Apicio está orgulloso de la sucesión de las entradas, de la serie de platos agrios o dulces, pesados o ligeros, que componen la bella ordenación de sus banquetes; vaya y pase, todavía, si cada uno de ellos fuera servido aparte, asimilado en ayunas, doctamente saboreado por un gastrónomo de papilas intactas. Presentados al mismo tiempo, en una mezcla trivial y cotidiana, crean en el paladar y el estómago del hombre que los come una detestable confusión en donde los olores, los sabores y las sustancias pierden su valor propio y su deliciosa identidad. El pobre Lucio se divertía antaño en confeccionarme platos raros; sus patés de faisán, con su sabia dosis de jamón y especias, daban pruebas de un arte tan exacto como el del músico o el del pintor; yo añoraba sin embargo la carne pura de la hermosa ave. Grecia sabía más de estas cosas; su vino resinoso, su pan salpicado de sésamo, sus pescados cocidos en las parrillas al borde del mar, ennegrecidos aquí y allá por el fuego y sazonados por el crujir de un grano de arena, contentaban el apetito sin rodear con demasiadas complicaciones el más simple de nuestros goces. En algún tabuco de Egina o de Falera he saboreado alimentos tan frescos que seguían siendo divinamente limpios a pesar de los sucios dedos del mozo de taberna, tan módicos pero tan suficientes que parecían contener, en la forma más resumida posible, una esencia de inmortalidad. También la carne asada por la noche, después de la caza, tenía esa calidad casi sacramental que nos devolvía más allá, a los salvajes orígenes de las razas. El vino nos inicia en los misterios volcánicos del suelo, en las ocultas riquezas minerales; una copa de Samos bebida a mediodía, a pleno sol, o bien absorbida una noche de invierno, en un estado de fatiga que permite sentir en lo hondo del diafragma su cálido vertimiento, su segura y ardiente dispersión en nuestras arterias, es una sensación casi sagrada, a veces demasiado intensa para una cabeza humana; no he vuelto a encontraría al salir de las bodegas numeradas de Roma, y la pedantería de los grandes catadores de vinos me impacienta. Más piadosamente aún, el agua bebida en el hueco de la mano, o de la misma fuente, hace fluir en nosotros la sal secreta de la tierra y la lluvia del cielo. Pero aun el agua es una delicia que un enfermo como yo sólo debe gustar con sobriedad. No importa; en la agonía, mezclada con la amargura de las últimas pociones, me esforzaré por saborear su fresca insipidez sobre mis labios.
Durante algún tiempo me abstuve de comer carne en las escuelas de filosofía, donde es de uso ensayar de una vez por todas cada método de conducta; más tarde, en Asia, vi a los gimnosofistas indios apartar la mirada de los corderos humeantes y de los cuartos de gacela servidos en la tienda de Osroes. Pero esta costumbre, que complace tu joven austeridad, exige atenciones más complicadas que las de la misma gula; nos aparta demasiado del común de los hombres en una función casi siempre pública, presidida las más de las veces por el aparato o la amistad. Prefiero pasarme la vida comiendo gansos cebados y pintadas, y no que mis convidados me acusen de una ostentación de ascetismo. Bastante me ha costado —con ayuda de frutos secos o del contenido de un vaso saboreado lentamente— disimular ante los comensales que los aderezados manjares de mis cocineros estaban destinados a ellos más que a mí, o que mi curiosidad por probarlos se agotaba antes que la suya. Un príncipe carece en esto de la latitud que se ofrece al filósofo; no puede permitirse diferir en demasiadas cosas a la vez, y bien saben los dioses que mis diferencias eran ya demasiadas, aunque me jactase de que muchas permanecían invisibles. En cuanto a los escrúpulos religiosos del gimnosofista, a su repugnancia frente a las carnes sangrientas, me afectarían más si no se me ocurriera preguntarme en qué difiere esencialmente el sufrimiento de la hierba segada del de los carneros degollados, y si nuestro horror ante las bestias asesinadas no se debe sobre todo a que nuestra sensibilidad pertenece al mismo reino. Pero en ciertos momentos de la vida, por ejemplo en los períodos de ayuno ritual, o en las iniciaciones religiosas, he apreciado las ventajas espirituales —y también los peligros— de las diferentes formas de abstinencia, y aun de la inanición voluntaria, de estos estados próximos al vértigo en que el cuerpo, privado de lastre, entra en un mundo para el cual no ha sido hecho y que prefigura las frías levedades de la muerte. En otros momentos esas experiencias me permitieron jugar con la idea del suicidio progresivo, de la muerte por inanición que escogieron ciertos filósofos, especie de incontinencia a la inversa por la cual se llega al agotamiento de la sustancia humana. Pero me hubiera disgustado adherirme por completo a un sistema; no quería que un escrúpulo me privara del derecho de hartarme de embutidos, si por casualidad me venían las ganas o si este alimento era el único accesible.
Los cínicos y los moralistas están de acuerdo en incluir las voluptuosidades del amor entre los goces llamados groseros, entre el placer de beber y el de comer, y a la vez, puesto que están seguros de que podemos pasarnos sin ellas, las declaran menos indispensables que aquellos goces. De un moralista espero cualquier cosa, pero me asombra que un cínico pueda engañarse así. Pongamos que unos y otros temen a sus demonios, ya sea porque luchan contra ellos o se abandonan, y que tratan de rebajar su placer buscando privarlo de su fuerza casi terrible ante la cual sucumben, y de su extraño misterio en el que se pierden. Creeré en esa asimilación del amor a los goces puramente físicos (suponiendo que existan como tales) el día en que haya visto a un gastrónomo llorar de deleite ante su plato favorito, como un amante sobre un hombro juvenil. De todos nuestros juegos, es el único que amenaza trastornar el alma, y el único donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo. No es indispensable que el bebedor abdique de su razón, pero el amante que conserva la suya no obedece del todo a su dios. La abstinencia o el exceso comprometen al hombre solo; pero salvo en el caso de Diógenes, cuyas limitaciones y cuya razonable aceptación de lo peor se advierten por sí mismas, todo movimiento sensual nos pone en presencia del Otro, nos implica en las exigencias y las servidumbres de la elección. No sé de nada donde el hombre se resuelva por razones más simples y más ineluctables, donde el objeto elegido sea pesado con más exactitud en su peso bruto de delicias, donde el buscador de verdades tenga mayor probabilidad de juzgar la criatura desnuda. Partiendo de un despojamiento que iguala el de la muerte, de una humildad que excede la de la derrota y la plegaria, me maravillo de ver restablecerse cada vez la complejidad de las negativas, las responsabilidades, los dones, las tristes confesiones, las frágiles mentiras, los apasionados compromisos entre mis placeres y los del Otro, tantos vínculos irrompibles y que sin embargo se desatan tan pronto. El juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona me ha parecido lo bastante bello como para consagrarle parte de mi vida. Las palabras engañan, puesto que la palabra placer abarca realidades contradictorias, comporta a la vez las nociones de tibieza, dulzura, intimidad de los cuerpos, y las de violencia, agonía y grito. La obscena frasecita de Posidonio sobre el frote de dos parcelas de carne —que te he visto copiar en tu cuaderno escolar como un niño aplicado— no define el fenómeno del amor, así como la cuerda rozada por el dedo no explica el milagro infinito de los sonidos. Esa frase no insulta a la voluptuosidad sino a la carne misma, ese instrumento de músculos, sangre y epidermis, esa nube roja cuyo relámpago es el alma.
Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor, frente a esa extraña obsesión por la cual la carne, que tan poco nos preocupa cuando compone nuestro propio cuerpo, y que sólo nos mueve a lavarla, a alimentarla y llegado el caso, a evitar que sufra, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado de caricias, simplemente porque está animada por una individualidad diferente de la nuestra y porque presenta ciertos lineamientos de belleza sobre los cuales, por lo demás, los mejores jueces no se han puesto de acuerdo. Aquí la lógica humana se queda corta, como en las revelaciones de los Misterios. Y no se ha engañado la tradición popular que siempre vio en el amor una forma de iniciación, uno de los puntos de contacto de lo secreto y lo sagrado. La experiencia sensual se asemeja además de los Misterios en que la primera aproximación produce en el no iniciado el efecto de un rito más o menos aterrador, escandalosamente alejado de las funciones familiares del sueño, del beber y del comer, objeto de bromas, de vergüenza o de terror. Al igual que la danza de las ménades o el delirio de los coribantes, nuestro amor nos arrastra a un universo diferente, donde en otros momentos nos está vedado penetrar, y donde cesamos de orientarnos tan pronto el ardor se apaga o el goce se disuelve. Clavado en el cuerpo querido como un crucificado a su cruz, he aprendido algunos secretos de la vida que se embotan ya en mi recuerdo, sometidos a la misma ley que quiere que el convaleciente, una vez curado, cese de reconocerse en las misteriosas verdades de su mal, que el prisionero liberado olvide la tortura, o el vencedor ya sobrio la gloria.
He soñado a veces con elaborar un sistema de conocimiento humano basado en el erótico, una teoría del contacto en la cual el misterio y la dignidad del prójimo consistirían precisamente en ofrecer al Yo el punto de apoyo de ese otro mundo. En una filosofía semejante, la voluptuosidad sería una forma más completa, pero también más especializada, de este acercamiento al Otro, una técnica al servicio del conocimiento de aquello que no es uno mismo. Aun en los encuentros menos sensuales, la emoción nace o se alcanza por el contacto: la mano un tanto repugnante de esa vieja que me presenta un petitorio, la frente húmeda de mi padre agonizante, la llaga de un herido que curamos. Las relaciones más intelectuales o más neutras se operan asimismo a través de este sistema de señales del cuerpo: la mirada súbitamente comprensiva del tribuno al cual explicamos una maniobra antes de la batalla, el saludo impersonal de un subalterno a quien nuestro paso fija en una actitud de obediencia, la ojeada amistosa del esclavo cuando le doy las gracias por traerme una bandeja, o el mohín apreciativo de un viejo amigo frente al camafeo griego que le ofrecemos.
En el caso de la mayoría de los seres, los contactos más ligeros y superficiales bastan para contentar nuestro deseo, y aun para hartarlo. Si insisten, multiplicándose en torno de una criatura única hasta envolverla por entero; si cada parcela de un cuerpo se llena para nosotros de tantas significaciones trastornadoras como los rasgos de un rostro; si un solo ser, en vez de inspirarnos irritación, placer o hastío, nos hostiga como una música y nos atormenta como un problema; si pasa de la periferia de nuestro universo a su centro, llegando a sernos más indispensable que nuestro propio ser, entonces tiene lugar el asombroso prodigio en el que veo, más que un simple juego de la carne, una invasión de la carne por el espíritu.
Estos criterios sobre el amor podrían inducir a una carrera de seductor. Si no la seguí, se debe sin duda a que preferí hacer, si no algo mejor, por lo menos otra cosa. A falta de genio, esa carrera exige atenciones y aun estratagemas para las cuales no me sentía destinado. Me fatigaban esas trampas armadas, siempre las mismas, esa rutina reducida a perpetuos acercamientos y limitada por la conquista misma. La técnica del gran seductor exige, en el paso de un objeto amado a otro, cierta facilidad y cierta indiferencia que no poseo; de todas maneras, ellos me abandonaron más de lo que yo los abandoné; jamás he podido comprender que pueda uno saciarse de un ser. El deseo de detallar exactamente las riquezas que nos aporta cada nuevo amor, de verlo cambiar, envejecer quizá, no se concilia con la multiplicidad de las conquistas. Creí antaño que cierto gusto por la belleza me serviría de virtud, inmunizándome contra las solicitaciones demasiado groseras. Pero me engañaba. El catador de belleza termina por encontrarla en todas partes, filón de oro en las venas más innobles, y goza, al tener en sus manos esas obras maestras fragmentarias, manchadas o rotas, un placer de entendido que colecciona a solas una alfarería que otros creen vulgar. Para un hombre refinado, la eminencia en los negocios humanos significa un obstáculo más grave, pues el poder casi absoluto entraña riesgos de adulación o de mentira. La idea de que un ser se altera y cambia en mi presencia por poco que sea, puede llevarme a compadecerlo, despreciarlo u odiarlo. He sufrido estos inconvenientes de mi fortuna tal como un pobre sufre los de su miseria. Un paso más, y hubiera aceptado la ficción consistente en pretender que se seduce, cuando en realidad se domeña. Pero allí empieza el riesgo del asco, o quizá de la tontería.
Acabaríamos prefiriendo las simples verdades del libertinaje a las tan sabidas estratagemas de la seducción, si en aquéllas no reinara también la mentira. Estoy pronto a admitir en principio que la prostitución puede ser un arte como el masaje o el peinado, pero me cuesta ya sentirme a gusto en manos del barbero o los masajistas. Nada puede ser más grosero que nuestros cómplices. En mi juventud me bastaba la mirada de reojo del tabernero que me reservaba el mejor vino, privando por lo tanto a algún otro de beberlo, para asquearme de las diversiones romanas. Me desagrada que una criatura se crea capaz de calcular y prever mi deseo, adaptándose mecánicamente a lo que presume ser mi elección. Este reflejo imbécil y deformado de mí mismo, que me ofrece en esos momentos un cerebro humano, me induciría a preferir los tristes efectos del ascetismo. Si la leyenda no exagera las extravagancias de Nerón y las sabias búsquedas de Tiberio, esos grandes consumadores de delicias debieron de tener harto apagados los sentidos para procurarse un aparato tan complicado, y un singular desprecio de los hombres para tolerar que se burlaran o aprovecharan así de ellos. Y sin embargo, si he renunciado casi a esas formas demasiado maquinales del placer, o me he negado a seguir adelante, lo debo a mi suerte más que a mi virtud incapaz de resistir a cosa alguna. Podría recaer con la vejez, como se recae en cualquier forma de confusión o de fatiga. La enfermedad y la muerte relativamente próxima me salvarán de la repetición monótona de los mismos gestos, semejante al deletreo de una Lección ya sabida de memoria.
De todas las felicidades que lentamente me abandonan, el sueño es una de las más preciosas y también de las más comunes. Un hombre que duerme poco y mal, apoyado en una pila de almohadones, tiene tiempo para meditar sobre esta voluptuosidad particular. Concedo que el sueño más perfecto sigue siendo casi por necesidad un anexo del amor: reposo reflejo, reflejado en dos cuerpos. Pero lo que aquí me interesa es el misterio especifico del sueño por el sueño mismo, la inevitable sumersión que noche a noche cumple osadamente el hombre desnudo, solo y desarmado, en un océano donde todo cambia, los colores y las densidades, hasta el ritmo del aliento, y donde nos encontramos con los muertos. Lo que nos tranquiliza en el sueño es que volvemos a salir de él, y que salimos inmutables, pues una interdicción extraña nos impide traer con nosotros el residuo exacto de nuestros ensueños. También nos tranquiliza el que nos cure de la fatiga, pero esa cura temporaria se cumple por el más radical de los procedimientos, el de dejar de ser. Allí, como en otras cosas, el placer y el arte consisten en abandonarse conscientemente a esa bienhechora inconsciencia, en aceptar ser, sutilmente, más débil, más pesado, más liviano y más confuso que uno mismo. Volveré a referirme a la asombrosa población de los ensueños. Ahora prefiero hablar de ciertas experiencias de sueño puro, de puro despertar, que rozan la muerte y la resurrección. Me esfuerzo para aprehender otra vez la exacta sensación de aquellos sueños fulminantes de la adolescencia, cuando uno se dormía vestido sobre los libros, arrancado de golpe de las matemáticas y el derecho, y sumido en lo hondo de un sueño sólido y pleno, tan henchido de energía sin empleo, que en él se saboreaba, por así decirlo, el puro sentido del ser a través de los párpados cerrados. Evoco los bruscos sueños sobre la tierra desnuda, en la floresta, al término de fatigosas cacerías: el ladrido de los perros me despertaba, o sus patas plantadas en mi pecho. Tan total era el eclipse, que cada vez hubiera podido encontrarme siendo otro, y me asombraba —a veces me entristecía— el estricto ajuste que de tan lejos volvía a traerme a ese estrecho reducto de humanidad que era yo mismo. ¿Qué valían esas particularidades que tanto cuentan para nosotros, si tan poco contaban para el libre durmiente y si durante un segundo, antes de retornar descontento a la piel de Adriano, alcanzaba a saborear casi conscientemente a ese hombre vacío, a esa existencia sin pasado?
Por lo demás la enfermedad y la vejez tienen también sus prodigios, y reciben del sueño otras formas de bendición. Hace un año, después de un día especialmente fatigoso en Roma, conocí una de esas treguas en las que el agotamiento de las fuerzas provocaba los mismos milagros —u otros, mejor— que las inagotables reservas de antaño. Voy poco a la capital; una vez en ella trato de hacer lo más posible. Aquella jornada había sido desagradablemente abrumadora: a una sesión del Senado siguió otra en el tribunal, y una interminable discusión con uno de los cuestores; vino luego una ceremonia religiosa que no se podía abreviar, y sobre la cual caía la lluvia. Yo mismo había reunido, ordenado esas diferentes actividades, para dejar entre una y otra el menor tiempo posible a las importunidades y a las adulaciones inútiles. El retorno fue uno de mis últimos viajes a caballo. Llegué hastiado y enfermo a la Villa, sintiendo el frío que sólo se siente cuando la sangre se rehúsa y deja de actuar en nuestras arterias. Celer y Chabrias se afanaban, pero la solicitud puede llegar a fatigar aun cuando sea sincera. Ya en mis aposentos, tragué unas cucharadas de una tisana caliente que preparaba yo mismo— no por sospecha, como algunos se figuran, sino porque así me doy el lujo de estar solo. Me acosté: el sueño parecía tan alejado de mí como la salud, como la juventud y la fuerza. Me adormecí. El reloj de arena me probó que apenas había llegado a dormir una hora. A mi edad, un breve sopor equivale a los sueños que en otros tiempos abarcaban una semirrevolución de los astros; mi tiempo está medido ahora por unidades mucho más pequeñas. Pero una hora había bastado para cumplir el humilde y sorprendente prodigio: el calor de mi sangre calentaba mis manos; mi corazón, mis pulmones, volvían a funcionar con una especie de buena voluntad; la vida fluía como un manantial poco abundante pero fiel. En tan poco tiempo, el sueño había reparado mis excesos de virtud con la misma imparcialidad que hubiera aplicado en reparar los de mis vicios. Pues la divinidad del gran restaurador lo lleva a ejercer sus beneficios en el durmiente sin tenerlo en cuenta, así como el agua cargada de poderes curativos no se inquieta para nada de quién bebe en la fuente.
Si pensamos tan poco en un fenómeno que absorbe por lo menos un tercio de toda vida, se debe a que hace falta cierta modestia para apreciar sus bondades. Dormidos, Cayo Calígula y Arístides el Justo se equivalen; yo no me distingo del servidor negro que duerme atravesado en mi umbral. ¿Qué es el insomnio sino la obstinación maníaca de nuestra inteligencia en fabricar pensamientos, razonamientos, silogismos y definiciones que le pertenezcan plenamente, qué es sino su negativa de abdicar en favor de la divina estupidez de los ojos cerrados o de la sabia locura de los ensueños? El hombre que no duerme —y demasiadas ocasiones tengo de comprobarlo en mi desde hace meses— se rehúsa con mayor o menor conciencia a confiar en el flujo de las cosas. Hermano de la Muerte... Isócrates se engañaba, y su frase no es más que una amplificación de retórico. Empiezo a conocer a la muerte; tiene otros secretos, aún más ajenos a nuestra actual condición de hombres. Y sin embargo, tan entretejidos y profundos son estos misterios de ausencia y de olvido parcial, que sentimos claramente confluir en alguna parte la fuente blanca y la fuente sombría. Nunca me gustó mirar dormir a los seres que amaba; descansaban de mí, lo sé; y también se me escapaban. Todo hombre se avergüenza de su rostro contaminado de sueño. Cuántas veces, al levantarme temprano para estudiar o leer, ordené con mis manos las almohadas revueltas, las mantas en desorden, evidencias casi obscenas de nuestros encuentros con la nada, pruebas de que cada noche dejamos de ser...  

Comenzada para informarte de los progresos de mi mal, esta carta se ha convertido poco a poco en el esparcimiento de un hombre que ya no tiene la energía necesaria para ocuparse en detalle de los negocios del estado, meditación escrita de un enfermo que da audiencia a sus recuerdos. Ahora me propongo más: tengo intención de contarte mi vida. Como correspondía, el año pasado preparé un informe oficial sobre mis actos, en cuyo encabezamiento estampó su nombre mi secretario Flegón. He mentido allí lo menos posible; de todas maneras, el interés público y la decencia me forzaron a reajustar ciertos hechos. La verdad que quiero exponer aquí no es particularmente escandalosa, o bien lo es en la medida en que toda verdad es escándalo. Lejos de mí esperar que tus diecisiete años comprendan algo de esto. Sin embargo me propongo instruirte, y aun desagradarte. Tus preceptores, elegidos por mí, te han impartido una educación severa, celosa, quizás demasiado aislada, de la cual en suma espero un gran bien para ti y para el Estado. Te ofrezco, como correctivo, un relato libre de ideas preconcebidas y principios abstractos extraídos de la experiencia de un solo hombre —yo mismo. Ignoro las conclusiones a que me arrastrará mi narración. Cuento con este examen de hechos para definirme, quizá para juzgarme, o por lo menos para conocerme mejor antes de morir.
Como todo el mundo, sólo tengo a mi servicio tres medios para evaluar la existencia humana: el estudio de mí mismo, que es el más difícil y peligroso, pero también el más fecundo de los métodos; la observación de los hombres, que logran casi siempre ocultarnos sus secretos o hacernos creer que los tienen; y los libros, con los errores particulares de perspectiva que nacen entre sus líneas. He leído casi todo lo que han escrito nuestros historiadores, nuestros poetas y aun nuestros narradores, aunque se acuse a estos últimos de frivolidad; quizá les debo más informaciones de las que pude recoger en las muy variadas situaciones de mi propia vida. La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana, un poco como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me enseñaron a apreciar los gestos. En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró los libros.
Pero los escritores mienten, aun los más sinceros. Los menos hábiles, carentes de palabras y frases capaces de encerrarla, retienen una imagen pobre y chata de la vida; algunos, como Lucano, la cargan y abruman con una dignidad que no posee. Otros como Petronio, la aligeran, la convierten en una pelota hueca que rebota, fácil de recibir y lanzar en un universo sin peso. Los poetas nos transportan a un mundo más vasto o más hermoso, más ardiente o más dulce que el que nos ha sido dado, diferente de él y casi inhabitable en la práctica. Para estudiarla en toda su pureza, los filósofos hacen sufrir a la realidad casi las mismas transformaciones que el fuego o el mortero hacen sufrir a los cuerpos; en esos cristales o en esas cenizas nada parece subsistir de un ser o de un hecho tales como los conocimos. Los historiadores nos proponen sistemas demasiado completos del pasado, series de causas y efectos harto exactas y claras como para que hayan sido alguna vez verdaderas; reordenan esa dócil materia muerta, y sé que aun a Plutarco se le escapará siempre Alejandro. Los narradores, los autores de fábulas milesias, hacen como los carniceros, exponen en su tabanco pedacitos de carne que las moscas aprecian. Mucho me costaría vivir en un mundo sin libros, pero la realidad no está en ellos, puesto que no cabe entera.
La observación directa de los hombres es un método aún más incompleto, que en la mayoría de los casos se reduce a las groseras comprobaciones que constituyen el pasto de la malevolencia humana. La jerarquía, la posición, todos nuestros azares, restringen el campo visual del conocedor de hombres: para observarme, mi esclavo goza de facilidades totalmente distintas de las que tengo yo para observarlo; pero las suyas son tan limitadas como las mías. El viejo Euforión me presenta desde hace veinte años mi frasco de aceite y mi esponja, pero mi conocimiento de él se detiene en su servicio, y el suyo se limita a mi baño; toda tentativa para informarse mejor produce, tanto en el emperador como en el esclavo, el efecto de una indiscreción. Casi todo lo que sabemos del prójimo es de segunda mano. Si por casualidad un hombre se confiesa, aboga por su causa, con su apología pronta. Si lo observamos, deja de estar solo. Se me ha reprochado que me gusta leer los informes de la policía de Roma; continuamente descubro en ellos motivos de sorpresa; amigos o sospechosos, desconocidos o familiares, todos me asombran; sus locuras sirven de excusa a las mías. No me canso nunca de comparar el hombre vestido al hombre desnudo. Pero esos informes, tan ingenuamente circunstanciados, se agregan a mis archivos sin ayudarme para nada a pronunciar el veredicto final. El que ese magistrado de austera apariencia haya cometido un crimen, no me permite conocerlo mejor. Me veo en presencia de dos fenómenos en vez de uno: la apariencia del magistrado y su crimen.
En cuanto a la observación de mí mismo, me obligo a ella aunque sólo sea para llegar a un acuerdo con ese individuo con quien me veré forzado a vivir hasta el fin, pero una familiaridad de casi sesenta años guarda todavía muchas posibilidades de error. En lo más profundo, mi autoconocimiento es oscuro, interior, informulado, secreto como una complicidad. En lo más impersonal, es tan glacial como las teorías que puedo elaborar sobre los números: empleo mi inteligencia para ver de lejos y desde lo alto mi propia vida, que se convierte así en la vida de otro. Pero estos dos medios de conocimiento son difíciles; el uno exige un descenso, y el otro una salida de uno mismo. Llevado por la inercia, tiendo como todos a reemplazarlos por una mera rutina, una idea de mi vida parcialmente modificada por la imagen que de ella se hace el público, por juicios en bloque, es decir falsos, como un patrón ya preparado al cual un sastre inepto adapta penosamente nuestra tela propia. Equipo de valor desigual; instrumentos más o menos embotados. Pero no tengo otros, y con ellos me fabrico lo mejor que puedo una idea de mi destino de hombre.
Cuando considero mi vida, me espanta encontrarla informe. La existencia de los héroes, según nos la cuentan, es simple; como una flecha, va en línea recta a su fin. Y la mayoría de los hombres gusta resumir su vida en una fórmula, a veces jactanciosa o quejumbrosa, casi siempre recriminatoria; el recuerdo les fabrica, complaciente, una existencia explicable y clara. Mi vida tiene contornos menos definidos. Como suele suceder, lo que no fui es quizá lo que más ajustadamente la define: buen soldado pero en modo alguno hombre de guerra; aficionado al arte, pero no ese artista que Nerón creyó ser al morir; capaz de cometer crímenes, pero no abrumado por ellos. Pienso a veces que los grandes hombres se caracterizan precisamente por su posición extrema; su heroísmo está en mantenerse en ella toda la vida. Son nuestros polos o nuestros antípodas. Yo ocupé sucesivamente todas las posiciones extremas, pero no me mantuve en ellas; la vida me hizo resbalar siempre. Y sin embargo no puedo jactarme, como un agricultor o un mozo de cordel virtuosos, de una existencia situada en el justo medio.
El paisaje de mis días parece estar compuesto, como las regiones montañosas, de materiales diversos amontonados sin orden alguno. Veo allí mi naturaleza, ya compleja, formada por partes iguales de instinto y de cultura. Aquí y allá afloran los granitos de lo inevitable: por doquier, los desmoronamientos del azar. Trato de recorrer nuevamente mi vida en busca de su plan, seguir una vena de plomo o de oro, o el fluir de un río subterráneo, pero este plan ficticio no es más que una ilusión óptica del recuerdo. De tiempo en tiempo, en un encuentro, un presagio, una serie definida de sucesos, me parece reconocer una fatalidad; pero demasiados caminos no llevan a ninguna parte, y demasiadas sumas no se adicionan. En esta diversidad y este desorden, percibo la presencia de una persona, pero su forma está casi siempre configurada por la presión de las circunstancias; sus rasgos se confunden como una imagen reflejada en el agua. No soy de los que afirman que sus acciones no se les parecen. Muy al contrario, pues ellas son mi única medida, el único medio de grabarme en la memoria de los hombres y aun en la mía propia; quizá sea la imposibilidad de seguir expresándose y modificándose por la acción lo que constituye la diferencia entre un muerto y un ser viviente. Pero entre yo y los actos que me constituyen existe un hiato indefinible. La prueba está en que sin cesar siento la necesidad de pensarlos, explicarlos, justificarlos ante mí mismo. Ciertos trabajos que duraron poco son despreciables, pero otras ocupaciones que abarcaron toda mi vida no me parecen más significativas. En el momento de escribir esto, por ejemplo, no me parece esencial haber sido emperador.
De todas maneras, tres cuartos de mi vida escapan a esta definición por los actos; la masa de mis veleidades, mis deseos, hasta de mis proyectos, sigue siendo tan nebulosa y huidiza como un fantasma. El resto, la parte palpable, más o menos autentificada por los hechos, apenas si es más distinta, y la sucesión de los acaecimientos se presenta tan confusa como la de los sueños. Poseo mi cronología propia, imposible de acordar con la que se basa en la fundación de Roma o la era de las olimpiadas. Quince años en el ejército duraron menos que una mañana de Atenas; sé de gentes a quienes he frecuentado toda mi vida y que no reconoceré en los infiernos. También los planos del espacio se superponen: Egipto y el valle de Tempe se hallan muy próximos, y no siempre estoy en Tíbur cuando estoy ahí. De pronto mi vida me parece trivial, no sólo indigna de ser escrita, sino aun de ser contemplada con cierto detalle, y tan poco importante, hasta para mis propios ojos, como la del primero que pasa. De pronto me parece única, y por eso mismo sin valor, inútil —por irreductible a la experiencia del común de los hombres. Nada me explica: mis vicios y mis virtudes no bastan; mi felicidad vale algo más, pero a intervalos, sin continuidad, y sobre todo sin causa aceptable. Pero el espíritu humano siente repugnancia a aceptarse de las manos del azar, a no ser más que el producto pasajero de posibilidades que no están presididas por ningún dios, y sobre todo por él mismo. Una parte de cada vida, y aun de cada vida insignificante, transcurre en buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes. Mi impotencia para descubrirlos me llevó a veces a las explicaciones mágicas, a buscar en los delirios de lo oculto lo que el sentido común no alcanzaba a darme. Cuando los cálculos complicados resultan falsos, cuando los mismos filósofos no tienen ya nada que decirnos, es excusable volverse hacia el parloteo fortuito de las aves, o hacia el lejano contrapeso de los astros.

miércoles, 31 de octubre de 2012

FERNÁNDEZ DE LIZARDI. EL PERIQUILLO SARNIENTO.

INTELIGENCIA Y FINO SARCASMO EN DEFENSA DEL PERIQUILLO SARNIENTO.

No deseo hablar de la obra de este gran autor mexicano, sino por el contrario, deseo señalar la bella, bellísima pluma con la que Fernández de Lizarde, hace gala en defensa de su obra: "El periquillo sarniento".
Es cuestión de temperamento, quizá por tener mi persona un temperamento beligerante, encuentro los comentarios de Fernández de Lizarde toda una pieza literaria, de todos modos, ustedes lectores tienen la última palabra.

De esta obra se ha comentado:
De ellas, El Periquillo Sarniento es sin duda la mejor y más famosa. Pintura satírica y colorida de las postrimerías del virreinato, está inspirada en la picaresca española y cuenta la vida de un truhán de buen corazón que sirve a varios amos y tiene diversas aventuras. Es una obra de carácter edificante, a través de la cual el autor busca combatir vicios, criticar la hipocresía de la sociedad y ridiculizar los malos hábitos. A pesar de su trasfondo moralizante, la novela alcanza un indudable valor literario gracias a sus elementos costumbristas, a su humor y a la vivacidad de muchos de sus episodios.http://www.biografiasyvidas.com/biografia/f/fernandez_de_lizardi.htm

Transcribo primeras páginas del PERIQUILLO SARNIENTO y su defensa.

El Periquillo Sarniento
José Joaquín Fernández de Lizardi


Ficha Editorial

Autor/a:
Fernández de Lizardi, José Joaquín (1776-1827)
Título:
El Periquillo Sarniento. Tomo I,
El Periquillo Sarniento. Tomo II,
El Periquillo Sarniento. Tomo III,
El Periquillo Sarniento. Tomo IV,
por El Pensador Mexicano; corregida, ilustrada con notas, y adornada con sesenta láminas finas
Publicación:  Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
Nota: Edición digital basada en la 4ª ed. de México, Librería de Galván, 1842.
Portal:  Novela hispanoamericana del siglo XIX (Fondo Benito Varela Jácome)
Materias:
CDU 821.134.2(72)-3. Narrativa mexicana.
Encabezamiento de materia
Novela mexicana - Siglo 19º
CDU: 821.134.2(72)-31"18"




Reedición digital sin láminas,
en un solo archivo y con reubicación de notas a
pie de página por Cx.
 Tomo I

Índice

 El Periquillo Sarniento
 Tomo I
o Ligeros apuntes para la biografía del Pensador Mexicano
o Apología del Periquillo Sarniento
 Artículo inserto en los números 487, y 488 de 12 y 15 de febrero de 1819 del Noticioso general
o Advertencia precisa
o Prólogo, dedicatoria y advertencias a los lectores
o El prólogo de Periquillo Sarniento
o Advertencias generales a los lectores
o Vida y hechos de Periquillo Sarniento
 Escrita por él para sus hijos
 Capítulo I
 Comienza Periquillo escribiendo el motivo que tuvo para dejar a sus hijos estos cuadernos, y da razón de sus padres, patria, nacimiento y demás ocurrencias de su infancia
 Capítulo II
 En el que Periquillo da razón de su ingreso a la escuela, los progresos que hizo en ella, y otras particularidades que sabrá el que las leyere, las oyere leer, o las preguntare
 Capítulo III
 En el que Periquillo describe su tercera escuela, y la disputa de sus padres sobre ponerlo a oficio
 Capítulo IV
 En el que Periquillo da razón en qué paró la conversación de sus padres, y del resultado que tuvo, y fue que lo pusieron a estudiar, y los progresos que hizo
 Capítulo V
 Escribe Periquillo su entrada al curso de artes, lo que aprendió, su acto general, su grado, y otras curiosidades que sabrá el que las quisiere saber
 Capítulo VI
 En el que nuestro bachiller da razón de lo que le pasó en la hacienda, que es algo curioso y entretenido
 Capítulo VII
 Prosigue nuestro autor contando los sucesos que le pasaron en la hacienda
 Capítulo VIII
 En el que escribe Periquillo algunas aventuras que le pasaron en la hacienda y la vuelta a su casa
 Capítulo IX
 Llega Periquillo a su casa y tiene una larga conversación con su padre sobre materias curiosas e interesantes
 Capítulo X
 Concluye el padre de Periquillo su instrucción. Resuelve éste estudiar teología. La abandona. Quiere su padre ponerlo a oficio; él se resiste, y se refieren otras cosillas
 Capítulo XI
 Toma Periquillo el hábito de religioso, y se arrepiente en el mismo día. Cuéntanse algunos intermedios relativos a esto
 Capítulo XII
 Trátase sobre los malos y los buenos consejos; muerte del padre de Periquillo, y salida de éste del convento
 Capítulo XIII
 Trata Periquillo de quitarse el luto, y se discute sobre los abusos de los funerales, pésames, entierros, lutos, etc.
 Capítulo XIV
Critica Periquillo los bailes, y hace una larga y útil digresión hablando de la mala educación que dan muchos padres a sus hijos, y de los malos hijos que apesadumbran a sus padres
  [I]

[II]
...Nadie crea que es suyo el retrato, sino que hay muchos diablos que se parecen unos a otros. El que se hallare tiznado, procure lavarse, que esto le importa más que hacer crítica y examen de mi pensamiento, de mi locución, de mi idea, o de los demás defectos de la obra.
TORRES VILLARROEL en su prólogo de la Barca de Aqueronte. [II


 Ligeros apuntes para la biografía del Pensador Mexicano
Don José Joaquín Fernández de Lizardi es uno de los hombres cuyo saber y escritos hubieran sido el lustre de su patria, si hubiera correspondido a la claridad y prontitud de su talento y a su extraordinaria facilidad de escribir su educación literaria; pero desgraciadamente para su país fue abandonado a sí mismo en los primeros años de su juventud, más que por indolencia, por las escasas facultades de su padre que no le permitieron proporcionarle los mejores maestros, ni ejercer sobre sus ocupaciones y estudios aquella incansable vigilancia que es necesaria a los niños y a los jóvenes, hasta vencer las escabrosidades, aridez y fastidiosa monotonía de la instrucción primaria. Así es que, a pesar de que ya más entrado en edad se dio con suma aplicación [IV] a la lectura de libros buenos y malos indistintamente, no pudo adquirir aquella instrucción sólida que dan los estudios bien cimentados, seguidos con orden y distribuidos con arreglo, y forma el juicio recto y seguro que caracteriza las producciones de los sabios, resintiéndose de esta falta todos sus escritos, y de otra no menos importante cual es la de corrección y lima de lo que escribía, a la que nunca pudo sujetarse, según él mismo confiesa al fin del último capítulo del Periquillo, cuyas palabras dan bien a conocer su carácter. Yo mismo (dice) me avergüenzo de ver impresos errores que no advertí al tiempo de escribirlos. La facilidad con que escribo no prueba acierto. Escribo mil veces en medio de la distracción de mi familia y de mis amigos; pero esto no justifica mis errores, pues debía escribir con sosiego, y sujetar mis escritos a la lima, o no escribir, siguiendo el ejemplo de Virgilio o el consejo de Horacio; pero después que he escrito de este modo, y después de que conozco por mi natural inclinación que no tengo paciencia para leer mucho, para escribir, borrar, enmendar, ni consultar despacio mis escritos, confieso que no hago como debo, y creo firmemente que me disculparán los sabios, atribuyendo a calor de mi fantasía la precipitación culpable de mi pluma.
Pero no tratándose en estos apuntes de hacer un juicio crítico de sus obras, nos contraeremos únicamente a los límites que nos propusimos.

Nació nuestro escritor en esta capital el año de 1771 y se bautizó en la parroquia de San Miguel.
Su padre, de familia pobre pero honrada, ejercía la medicina y no era sin duda de los facultativos más acreditados, cuando tuvo que abandonar la ciudad y establecerse en [V] el pueblo de Tepozotlán de médico de aquel colegio por contrata.
Lo poco que ésta le rendía unido con el producto de sus curaciones en el pueblo y sus contornos, bastaba para la sustentación de su familia, sin carecer de nada de lo preciso; pero sin quedarle sobrantes para emplear en lo superfluo, viviendo en una moderada medianía.
Por esto, y por no haber en el pueblo establecimientos regulares de educación, no pudo darla a su hijo tan esmerada como lo exigía su talento, que desde muy temprano comenzó a despuntar, dando indicios ciertos de que, cultivado, produciría a su tiempo abundantes y sazonados frutos.
A los seis años de edad fue a la escuela, y apenas supo leer y escribir cuando vino a esta capital a la casa del maestro Enríquez, preceptor en ese tiempo de latinidad, en la que lejos de su padre y como abandonado a sí mismo, los adelantos que pudo adquirir fueron debidos a su talento natural, más bien que al empeño del maestro que dividía la atención entre todos sus discípulos, esmerándose con aquellos cuyos padres, viviendo en México, no los dejaban de la mano.
Concluida la gramática latina, pasó al colegio de San Ildefonso a estudiar filosofía, siendo uno de los concurrentes al curso de artes que abrió el doctor don Manuel Sánchez y Gómez, entre cuyos discípulos no fue de los más adelantados, pues no obtuvo los primeros lugares, ni mereció las mejores calificaciones, faltándole de este modo los cimientos para levantar después el edificio de una sólida instrucción, cuya falta no pudo reponer cuando en épocas posteriores se dedicó a la lectura con asidua aplicación.
A los diez y seis años de edad, concluidos los cursos de [VI] filosofía, recibió en esta universidad el grado de bachiller, y un año después estuvo cursando Teología.
Desde ese tiempo hasta principios de este siglo nada se sabe con certeza de sus ocupaciones ni estudios, y ni aun del lugar fijo de su residencia, aunque frecuentemente y en distintas épocas lo vieron algunos amigos y conocidos suyos en Tepozotlán.
A los esfuerzos y constante empeño del ilustrado ministro don Jacobo de Villaurrutia debió México el establecimiento del único periódico que publicaba las pequeñas producciones literarias que se le remitían, comenzando a formar el gusto y excitando a los aficionados al estudio de las bellas letras. En las dos pequeñas hojas en 4.º de que se componía el Diario de México, se vieron muchas poesías graciosas y artículos bien escritos sobre distintas materias, criticándose en algunos con juicio y sales picantes los vicios de los literatos y de las demás clases de individuos de la sociedad.
Esta publicación, adecuada al gusto de los mexicanos, y más la multitud de folletos en prosa y verso que se imprimieron desde el año de 1808 con motivo de la coronación de Fernando VII y de la invasión de los franceses en España, en que se hizo punto de honor y como de moda regalar cada día a Napoleón con algún requiebro, aunque había la certeza de que tales finezas no habían de llegar jamás a su noticia, aficionó a los mexicanos a los negocios políticos y a publicar sus producciones por la prensa.
Entre ellos don Joaquín Fernández Lizardi se dedicó a escribir, y aunque no nos consta que fuese autor de algunos de los folletos indicados, lo creemos sin temor de equivocarnos; [VII] pero hasta el año de 1810 no se dio a conocer, publicándose entonces sus Letrillas satíricas, que tenía sin duda escritas desde antes.
Siguió entonces la prensa de México publicando periódicos e infinidad de papeles sueltos contra los insurgentes, llamándose así a los primeros caudillos de nuestra independencia y a cuantos siguieron sus banderas. Como la imprenta no estaba libre, y entonces se vigilaba más que nunca la conducta de los americanos, que diariamente presenciaban horrorizados ejecuciones sangrientas, ya se deja entender qué clase de escritores serían los que se presentaban en la palestra y cuáles sus dignas producciones. Mariquita y Juan soldado, La chichihua y el sargento y otros títulos por este estilo anunciaban mil insulsos diálogos en prosa y verso en que se defendía la justicia del gobierno español en la persecución de los excomulgados insurgentes.
Ignoramos si en esta época dio al público nuestro autor algún escrito; pero si lo hizo, no fue ciertamente a favor de la dominación española, porque si en alguna cosa tuvo siempre constancia, fue sin duda en promover de cuantos modos estuvieron a su alcance la libertad de su patria.
El doctor Mora en su obra titulada México y sus revoluciones asienta que Fernández Lizardi, conocido con el nombre de Pensador Mexicano, fue jefe de una partida de insurgentes; pero en esto hay sin duda equivocación, porque a ser cierto, y habiendo caído en manos del gobierno español, o lo hubiera mandado pasar por las armas, o después de una larga prisión lo habría confinado a Manila o a las Islas Marianas, o cuando menos lo hubiera indultado; pero el año de 1812 estaba en libertad y expedito para publicar, como lo hizo, los primeros números de su Pensador [VIII] Mexicano, obra que consta de 3 tomos en 4.º y que le dio el nombre por el que fue conocido desde entonces.
Lo que hay de cierto es que a la entrada del señor Morelos en el Real de Tasco era allí el Pensador teniente de justicia, y puso en manos del general independiente todas las armas, pólvora y municiones que pudo encontrar, por lo que fue conducido en clase de preso a México por el sargento mayor de las tropas del rey don Nicolás Cosio; mas persuadiendo al gobierno de que lo había hecho forzado y a más no poder, fue puesto inmediatamente en libertad.
En uno de los primeros números de El Pensador Mexicano, dirigió al virrey don Francisco Javier Venegas una alocución a pretexto de felicitar sus días, pidiendo en ella con calor que revocase el bando publicado en esta capital el 25 de junio del mismo año de 1812, que desaforaba a los eclesiásticos que tomasen partido con los insurgentes y hasta a los que anduviesen con ellos en clase de capellanes. El resultado de este escrito fue ponerlo preso desde luego, suprimirse la libertad de imprenta de que se gozaba por la Constitución española, y perseguirse a los escritores que, publicando con franqueza sus ideas, combatían los abusos de la administración y fomentaban indirectamente la causa de los independientes.
Al cabo de siete meses fue puesto en libertad, y en todo el año de 1813 dio a luz varios escritos, relativos los más a la peste horrorosa que afligía por ese tiempo a México y formarán un tomo en 4.º
En los años siguientes de 1814, 15 y 16 publicó otra multitud de papeles sueltos en prosa y verso, entre los que se hallan los titulados Alacena de frioleras que unidos a los que dio después hacen siete tomos en 4.º [IX]
El doctor Beristain en su Biblioteca hispano-americana septentrional   en vista de los escritos de que hemos hecho mención dice: «Lizardi (don José Joaquín Fernández), natural de la N. E. Ingenio original, que si hubiese añadido a su aplicación más conocimiento del mundo y de los hombres y mejor elección de libros, podría merecer, si no el nombre de Quevedo americano, a lo menos el de Torres Villaroel mexicano. Ha escrito varios discursos morales, satíricos, misceláneos con los títulos de Pensador Mexicano y de Alacena de frioleras; y tiene entre los dedos la vida de Periquito Sarniento, que según lo que he visto de ella, tiene semejanza con la del Guzmán de Alfarache.»
Para el año de 1816 publicó un calendario en 8.º con sus pronósticos en verso.
En 1817 un tomo en 8.º de fábulas en verso.
En este tiempo había ya dado a luz tres tomos del Periquillo Sarniento y se le había negado la licencia para imprimir el cuarto por el virrey don Juan Ruiz de Apodaca, conde del Venadito. Estaba escribiendo también La Quijotita que se imprimió después en cuatro tomos en 8.º
En 1819 publicó dos tomos en 4.º que intituló Ratos entretenidos, y de ellos se hizo después otra edición en 8.º
Restablecida la constitución española en 1820, escribió y publicó a sus anchuras multitud de folletos, habiendo estado preso algunos días por un diálogo entre Chamorro y Dominiquín.
Dio también a luz periódicamente el Conductor eléctrico [X] sobre varias materias, pero principalmente sobre política, el que continuó después de hecha la independencia, tiempo en que comenzó a imprimir las Conversaciones del payo y el sacristán, que componen 2 tomos en 4.º
Las conversaciones 6.ª, 20.ª y 22.ª fueron censuradas agriamente por los doctores Grageda y Lerdo, y contestó el Pensador en un impreso titulado Observaciones a las censuras de los doctores Lerdo y Grageda etc.
El doctor Lerdo publicó después un cuaderno en 4.º impugnando los referidos escritos; pero el Pensador abandonó el campo, asegurando que sólo prescindía de la contienda por falta de fondos para pagar las impresiones.
Más ruidoso había sido el otro negocio suscitado por el impreso titulado: Defensa de los frac-masones, pues fue fijado públicamente en las iglesias como excomulgado por haber incurrido en las censuras fulminadas contra los francmasones y sus fautores.
Entabló ante la audiencia territorial un recurso de fuerza por la que decía que le hizo la autoridad eclesiástica en este asunto; y fijó unos rotulones en las esquinas desafiando a los doctores de la universidad de México para sustentar un acto en que defendería estas dos proposiciones.
1.ª «La censura es injusta por no haber recaído sobre delito.»
2.ª «Es ilegal por haberse traspasado en su fulminación los trámites prescritos por la Iglesia.»
La defensa de los francmasones había sido publicada en 1822; pero a fines de 1823 en un escrito presentado ante la autoridad eclesiástica, renunció y desistió del recurso de fuerza y pidió la absolución, la que se le concedió en decreto [XI] de 29 de diciembre del mismo año de 1823, y estos documentos se imprimieron para darles publicidad en el número 269 del periódico titulado Águila Mexicana, de 8 de enero de 1824.
Los impresos que dio en pliegos extendidos con distintos títulos y sobre diferentes materias formarán un tomo en folio de buen grueso.
La multitud y variedad de escritos en los quince años corridos desde 1812 hasta junio de 1827 en que murió, manifiestan la feracidad de su ingenio, que si al principio se hubiera cultivado, como correspondía, habría producido obras brillantes que dieran hoy honor a su patria.
Sus escritos, como es natural, tuvieron aficionados y enemigos; pero como de hojas sueltas y de asuntos pasajeros, tanto ellos como sus impugnaciones dentro de algunos años quedarán para siempre sepultados en el lago insaciable del olvido.
Distinta suerte aguarda al Periquillo Sarniento, que por pintarse en él las costumbres de una de las clases de la sociedad mexicana, porque ésta lee la obra con empeño y con su lectura se ha ilustrado y se ha hecho mejor, y porque así logró el Pensador los fines que en ella se propuso, vivirá más largo tiempo en la memoria de los hombres, y ¿quién sabe, si al través de los años no adquirirá mayor y crédito que el que disfruta en el día?
Contra ella se han dicho muchas cosas; pero las principales [XII] las recopiló y publicó en un artículo del Noticioso general, don Manuel Teran.
El mismo Pensador le dio la contestación siguiente que forma la
 Apología del Periquillo Sarniento
Artículo inserto en los números 487, y 488 de 12 y 15 de febrero de 1819 del Noticioso general
Señor editor: He leído en el Noticioso del lunes 1.º del presente una impugnación a mi Periquillo, muy cáustica y descortés, escrita con resabios de crítica por don M. T. , o sea por Uno de tantos, cuyo talento no alcanza para otra cosa que para roer los escritos ajenos como los ratones de la fábula 30 de Iriarte.
Ya me es indispensable contestar no tanto por mi propia satisfacción, cuanto por defender mi obrita de los defectos de que le acusa este señor; pero protesto la fuerza con que tomo la pluma para ejercitarla en una contestación pueril y odiosa, lo que no hiciera a no haber sido provocado por dos veces no habiendo bastado mi prudencia en la primera, para que en la segunda no se me insultara hasta lo sumo. Querría sin embargo escribir con más moderación; pero el señor Uno no la conoce; y así, vim vi repellere licet. La fuerza con la fuerza [XIII] se debe rechazar, porque no tiene otro escudo, y seguramente
    Bien hace quien su crítica modera,      
   pero usarla conviene más severa      
   contra censura injusta y ofensiva ,      
   cuando no hables con sincero denuedo,      
   poca razón arguye o mucho miedo.      
Basta de exordio y vamos al asunto, aventando la paja en que abunda la tal impugnación, y dirigiéndonos a lo que parece grano.
Lleno el señor Ranet   de la satisfacción más orgullosa y en tono de maestro decida del mérito de mi obra en estos términos. Al Pensador mexicano lo conocemos como al autor de una obra disparatada, extravagante y de pésimo gusto; de un romance o fábula escrita con feo modo, bajo un plan mal inventado, estrecho en sí mismo y más por el modo con que es tratado... ¿Qué tal se explica este caballero? Más parece que trata de insultar al autor que de descreditar la obra, aunque hace uno y otro bellamente.
¿Pero por qué le ha parecido mi obrita tan insufrible? Ya lo dice sin que se le pregunte: porque (son sus palabras) comenzamos la relación y nos vamos hallando con sucesos vulgares, fatales siempre al interés, pues si en los libros encontramos las peores gentes de la sociedad   obrando ordinariamente y según los vemos, hablando según los oímos, nuestra curiosidad no se excita, y dejamos de sentir el atractivo que en el arte se llama interés.
Toda esta jerigonza quiere decir: que para que la acción [XIV] interese en la fábula, es necesario que no se vea en ella nada común ni vulgar. Todo debe ser grande, raro, maravilloso. Orfeo debe entrar en los infiernos en pos de Eurídice, Teseo ha de matar a los formidables gigantes Pityocampto y Periphetes, y Dédalo ha de volar seguro por los aires con unas alas de cera. Además los hombres grandes han de hablar como los dioses, y los plebeyos deben usar el idioma de los reyes y poderosos. Así lo quiere el señor Ranet, y es menester darle gusto.
Mas yo, con su licencia, tomo el Quijote de Cervantes, la obra maestra en clase de romances, y no veo en su acción nada raro, nada extraordinario, nada prodigioso. Todos los sucesos son demasiado vulgares y comunes, tales como pudieran acontecer a un loco de las circunstancias de don Alonso Quijada. Al mismo tiempo advierto que cada uno de los personajes de la fábula habla como los de su clase, esto es, vulgar y comúnmente. Hasta hoy estaba yo entendido en que una de las gracias de este género de composición era corregir las costumbres ridiculizándolas y pintándolas al natural, según el país donde se escribe; pero el señor Ranet me acaba de sacar de este grosero error, pues encontrando a las... gentes en los libros obrando como los vemos y hablando como los oímos, nuestra curiosidad no se excita, y dejamos de sentir el interés.
Éste acaba de desaparecer (sigue el crítico) para las gentes de buen gusto, si además de encontrarse con acaecimientos los más comunes, se les ve sucios, violentos y degradados. Para fundar esta aserción, se asquea mucho de la aventura de los jarritos de orines que vaciaron los presos en la cárcel sobre el triste Periquillo, y del robo que hizo a un cadáver. ¡Feliz hallazgo y pruebas concluyentes del ningún mérito de la obra! Pero si estas acciones son sucias y degradadas en ella, ¿en qué clase colocaremos la recíproca vomitada que se dieron don Quijote y Sancho cuando aquél se bebió el precioso licor de Fierabrás? [XV] ¿Y cómo se llamará la limpísima diligencia que hizo Sancho de zurrarse junto a su amo por el miedo que le infundieron los batanes? A la verdad que el señor Ranet es demasiado limpio y escrupuloso.
Por lo dicho conocerá el lector lo sólido y juicioso de esta crítica, y que me sería fácil refutar uno por uno los descuidos en que abunda, si no temiera hacer demasiado larga esta contestación. Sin embargo, desvaneceré algunos de los más groseros y con la posible brevedad.
Nota como un defecto imperdonable las digresiones de Periquillo, y dice que no da un paso sin que moralice y empalague con una cuaresma de sermones. Digo a esto que si los sermones y moralidades son útiles y vienen al caso, no son despreciables, ni la obra pierde nada de su mérito. Don Quijote también moralizaba y predicaba a cada paso, y tanto que su criado le decía que podía coger un púlpito en las manos y andar por esos mundos predicando lindezas.
Hablando del estilo dice: que yo soy el primero que he novelado en el estilo de la canalla. Ahora bien, en mi novela se hallan de interlocutores colegiales, monjas, frailes, clérigos, curas, licenciados, escribanos, médicos, coroneles, comerciantes, subdelegados, marqueses, etc. Yo he hablado en el estilo de esta clase de personas, ¿y así dice el señor Ranet que novelé en el estilo de la canalla? Luego estos individuos en su concepto son canalla. Sin duda le deben dar las gracias por el alto honor que les dispensa.
Pero para que se vea cómo nos estrellamos entre las contradicciones más absurdas cuando dirige nuestra pluma no el amor de la verdad, sino el impulso de una ciega pasión, atiéndase.
En vano buscamos en Periquillo (dice este buen hombre) una variedad de locución que nace en los romances de la diversidad de caracteres, tan uniforme como en su acción el chorrillo [XVI] de alcantarilla, propio para arrullarnos, se suelta desde el prólogo, dedicatoria y advertencia a los lectores hasta la última página del tomo tercero. ¿Ya se ve esto? Pues sin pérdida de momento, y sin que haya ni una letra de por medio, continúa diciendo: Desde una sencillez muy mediana pasa su estilo a la bajeza y con harta frecuencia a la grosería del de la taberna. ¿Se dará contradicción más torpe y manifiesta? Acabar de decir que mi estilo en la obra es tan uniforme, tan igual como el sonido del chorro de la alcantarilla, y luego hallarlo sencillo, bajo y grosero. ¿Cómo será una cosa igual en todo y de tres modos distinta? Quédese la inteligencia de este enigma al juicio de los lectores, para que éstos formen el que merezca la crítica de mi antagonista.
En otra parte dice: verisímilmente se ha reducido al trato de gente soez y un tanto mediana. ¿Conque los sacerdotes, los religiosos, oficiales, militares, médicos y demás que hacen papel en mi obrita, para este rigidísimo censor nada valen, y cuando más, y haciéndoles mucho favor los considera como gente un tanto mediana? ¡Caramba y cómo se empeña en honrarlos!
Dice también que los vicios de las gentes distinguidas son menos groseros, sus defectos menos chocantes, porque están encubiertos con la civilidad y política, y de esta suerte es más trabajoso apropiarles un papel ridículo. ¡Qué dos mentiras!, y perdone la claridad.
Una de ellas es que sean menos groseros y chocantes los defectos y vicios de las gentes distinguidas. Cuando los tienen chocan más y se hacen más vergonzosos. Tal vez disculpamos los vicios de la gente plebeya, considerando sus ningunos principios y grosera educación. En la gente distinguida no encontramos esta disculpa, de consiguiente nos son más chocantes sus defectos. La brillantez con que nacieron, la fortuna que logran y el empleo que obtienen, sólo sirve de hacerlos más visibles. No puede una ciudad estar escondida sobre un [XVII] monte, ni pueden los vicios encubrirse en una persona altamente colocada. El adulterio de David, la prostitución de Salomón, el sacrilegio de Baltazar, la soberbia de Nabuco, etc., etc., no habrían escandalizado tanto si hubieran sido cometidos por unos plebeyos oscuros; pero fueron reyes los delincuentes y esto bastó para que fuesen estos delitos fatales a sus pueblos y su noticia llegara hasta nosotros.
Si el señor Ranet quiso decir que los vicios de las personas distinguidas y generalmente de los ricos se disimulan, se callan y aun se aplauden, eso ya lo sabemos, y hasta los niños de la escuela cantan que
    Cuando el rico se emborracha      
   y el pobre en su compañía,      
   la del pobre es borrachera,      
   la del rico es alegría.      
Mas este aplauso, este disimulo de los vicios del rico sólo cabe entre sus viles aduladores y corrompidos mercenarios; los hombres de bien siempre los conocen, jamás los alaban ni dejan de ver sus defectos con repugnancia.
Al mismo tiempo es mucho más fácil ridiculizarlos. Su misma elevación presta el motivo. A mí se me haría más notable y me causaría más risa ver que un conde cogía el tenedor como rejón para ensartar la pieza, que si viera comer a un indio con todos los cinco dedos. Ambos faltarían en este caso a la urbanidad; pero en el conde sería más chocante la grosería y por lo mismo más ridícula.
Dice también el señor Ranet (hablando de mí): los grandes señores lo ofuscan, o no tiene el valor o el talento de rasgar sus exterioridades para sacar sus extravagancias. Aquí es menester poner... y decirle claro que no lo entiende. ¿Pues qué quería este señor que Periquillo ponga en ridículo el retrato de un embajador, de un príncipe, de un cardenal, de un soberano? [XVIII] ¿Cómo había de ser eso si en este reino no hay esta clase de señores? Está muy bien dirá; pero a lo menos se podían haber sacado las extravagancias de un obispo, de un obispo, de un oidor, de un prebendado, de un gobernador, etc... Muchas gracias le daría yo por el consejo; aunque no me determinaría a tomarlo.
Lo que más incomoda a este señor es que el arte que gobierna toda la obra, es el de bosquejar (según dice) cuadros asquerosos, escenas bajas... y que verisímilmente me he reducido al trato de gente soez. ¡Válgate Dios por inocencia! ¿Que no advertirá este censor que cuando así se hace, es necesario, natural, conforme al plan de la obra y con arreglo a la situación del héroe? Un joven libertino, holgazán y perdulario, ¿con qué gentes tratará comúnmente, y en qué lugares lo acontecerán sus aventuras? ¿Sería propio y oportuno introducirlo en tertulia con los padres fernandinos, ponerlo en oración en las santas escuelas, o andando el Via Crucis en el convento de San Francisco?
Pero además de que no siempre se presenta en escenas bajas, ni siempre trata con gente soez, cuando se ve en estos casos es naturalmente, y por lo mismo éste no es defecto, sino requisito necesario según el fin que se propuso el autor. Hasta hoy nadie ha motejado que Cervantes introdujera a su héroe tratando con mesoneros y rameras, con cabreros y perillanes, ni han criticado al verlo riñendo con un cochero, burlado de unos sirvientes inferiores, apedreado por pastores y galeotes, apaleado por los yangüeses, etc. Era natural que a un loco acontecieran estos desaguisados entre esa gente, así como a un joven perdido es natural que le acontezcan, entre la misma, iguales lances que a Periquillo . [XIX]
La objeción de que un hospital, un sepulcro, ni un calabozo se puedan presentar bajo un aspecto ridículo, es harto trivial. Los mismos lugares cierto que no prestarán motivos de risa, pero sí se pueden poner en ellos los vicios bajo un aspecto ridículo, y si no se pueden poner ¿cómo yo los he puesto? Del acto a la potencia vale el argumento, y esto lo saben los muchachos. ¿Habrá quien no se ría al oír las aventuras de Periquillo en su prisión, en el hospital y cuando el robo del cadáver? ¿Falta en estos lugares la sátira contra el vicio y la moralidad necesaria como fruto de las mismas desgracias del héroe? ¿Son más espantosos los presos, los enfermos, y los cadáveres que los demonios y los espectros? Pues con éstos tuvo que hacer el ingenioso Villarroel para moralizar y divertir a sus lectores.
Más satisfecho que Arquímedes cuando halló la resolución del problema de la corona, lo parece a mi censor que me va a dar el último golpe y a hacer ver de una vez como mi obra es la peor del universo por confesión de mi misma boca. Acaba (dice de mí) acaba de abjurar todos los preceptos del arte como si fueran los dogmas del Alcorán... ¿Y por qué habla así? Porque yo en las advertencias preliminares de mi Quijotita digo que, tratando de conciliar mi interés particular con la utilidad común, atropello muchas veces   con las reglas del arte cuando me ocurre alguna idea que me parece conveniente ponerla de este o del otro modo. Esto sí que es insultar a las gentes, exclama el señor Ranet con su acostumbrado patriotismo, y sigue con el mismo espíritu lamentándose de que por mi culpa, por mi gravísima culpa, ¡ya perdimos hasta el uso del buen lenguaje! No hay tal cosa.
Yo no atropello con todas las reglas del arte, y sería un necio [XX] si presumiera de ello. Los que entienden el arte saben muy bien qué reglas traspaso, cuándo y con qué objeto. Suelo prescindir de aquellas reglas que me parecen embarazosas para llegar al fin que me propongo, que es la instrucción de los ignorantes  Por ejemplo: sé que una de las reglas es que la moralidad y la sátira vayan envueltas en la acción y no muy explicadas en la prosa; y yo falto a esta regla con frecuencia, porque estoy persuadido de que los lectores para quienes escribo necesitan ordinariamente que se les den las moralidades mascadas y aun remolidas, para que les tomen el sabor y las puedan pasar, si no saltan sobre ellas con más ligereza que un venado sobre las yerbas del campo. Aun hoy necesitan muchas gentes un comentario para entender el Quijote, el Gil Blas y otras muchas obras como éstas, en que sólo encuentran diversión.
Por otra parte, estoy seguro de que mi intención es buena, que los pobres ignorantes como yo, me lo agradecen y que los sabios dispensarán, acordándose con Horacio, de que hay defectos que es necesario perdonar, y otros en que incurren los escritores o por un descuido o por efecto de la miseria humana.
     Sunt delicta tamen, quibus ignovisse velimus.      
    Non ego pancis      
   offendar maculis, quae aut incuria fudit      
   aut humana parum cavit natura...      
   In Art. poet.      
Finalmente, la general aceptación con que mi Periquillo ha sido recibido en todo el reino, la calificación honrosa que le dispensaron los señores censores, los elogios privados que ha [XXI] recibido de muchas personas literatas , el aprecio con que en el día se ve, la ansia con que se busca, el excesivo precio a que las compran y la escasez que hay de ella, me hacen creer no sólo que no es mi obrita tan mala y disparatada como ha parecido al señor Ranet y al Tocayo de Clarita, sino que he cumplido hasta donde han alcanzado mis pobres talentos, con los deberes de escritor. Éstos son según Horacio enseñar al lector y entretenerlo.
   Omne tullit punctum, qui miscuit utile dulci      
   lectorem delectando, pariterque monendo.      
Y si es cierto lo que dice este poeta de que el libro que reúne en sí estas dos condiciones, da dinero a los libreros, pasa los mares y eterniza el nombre del autor:
     Hic meret aera liber sociis; hic et mare transit,      
   et longum noto scriptori prorrogat aevum.      
Yo he tenido la fortuna de ver en mi Periquillo las dos primeras señales. Los libreros han ganado dinero con él comprándolo con estimación y vendiéndolo con más, lo que están haciendo en el día . Ha navegado la obra para España, para la Habana y para Portugal con destino de imprimirse allí; me aseguran que los ingleses la han impreso en su idioma y que en México hay un ejemplar . Con que ya he visto en mi Periquillo algunas señas de buen libro, a pesar de la juiciosa [XXII] crítica del señor Ranet. Sobre si ha de durar mi nombre o no, no me he de calentar la cabeza. Famas póstumas son muy buenas; pero no se va con ellas a la tienda. No aspiro a la gloria de autor inmortal, porque sé que al fin me he de morir, ni me envanezco con ningunos aplausos.
   Non ego ventosae plebis suffragia venor.      
Todo esto es aire, y mi amor propio no es tanto que me haga creer que hay en mis pobres escritos un mérito verdadero y relevante. Ellos son mis hijos; no soy hipócrita ni me pesa de que los aprecien los demás; pero no por esto dejo de conocer que están llenos de defectos como hijos al fin de mis escasas luces. Lo que acabo de decir de Periquillo no es efecto de vanidad ni porque lo quiero remontar hasta las nubes; lo he dicho por defenderlo, como que soy su padre, de los testimonios y calumnias con que lo denigra el señor Ranet, y para que vea que si él y otros cuatro piensan así, el público ilustrado de todo el reino piensa de otra manera, y le hace más favor del que merece.
Dios le dé a usted paciencia con nosotros, señor Editor, que bastante la necesita. De usted afectísimo, etc. El Pensador mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi.
P. D.: Nos hemos desentendido de la crítica contra las estampas, y de los favores que nos hace el señor Ranet llamándonos necios, habladores, etc., porque todo esto entra en la paja que nos propusimos aventar desde el principio. [I] [II] [III]

lunes, 29 de octubre de 2012

FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS: SOBRE EL DESENCANTO DE LA VIDA.

Nota:
En una ocasión vi por televisión a Jorge Luis Borges hablando sobre los CLÁSICOS ESPAÑOLES (Góngora, Quevedo, Cervantes, y otros más...) y confesaba el argentino que, si hubiera conocido a Cervantes y a Quevedo, posiblemente, hubiese trabado una amistad con Cervantes  y no con Quevedo. Porque - decía Borges- ha Quevedo -y por su humor cáustico- las dificultades para una amistad se le hubieran presentado de inmediato, no así con Cervantes. 
Yo humildemente discrepo de Borges: Quevedo para mí hubiera sido el amigo entrañable y gruñón, el amigo de las tabernas, el amigo con el que se podría reflexionar sobre las miserias de la vida, el amigo sincero que nos habla sin tapujos de tus defectos . Cervantes, pienso, era un hombre con un fino humor pero, no con una visión tan pesimista de la existencia humana. De todas maneras, lo anterior es ficción y literatura.

Quevedo Villegas, Francisco de (1580-1645)
Nació en Madrid en el mes de septiembre de 1580. Su padre, hombre culto e inteligente, secretario de la princesa María de Austria, fallecería al poco tiempo.
Físicamente sufría una leve cojera por deformación de los pies y su exagerada miopía lo obligaba a llevar anteojos.
Estudia, con la alta sociedad de su tiempo, en el colegio Imperial de los jesuitas. Posteriormente ingresa a la universidad de Alcalá de Henares, donde conoce al duque de Osuna. En esta época se imprime su primer soneto, un elogio a Lucas Rodríguez, y aparecen sus primeras obras en prosa. Destaca por su viva inteligencia, aprendiendo diversas lenguas: griego, latín, árabe, hebreo, francés e italiano. Se le considera en su tiempo como el español que más idiomas extranjeros hablaba.
En los primeros años del siglo XVII pasa a estudiar a la universidad de Valladolid, coincidiendo con la salida de las prensas de la primera parte de Don Quijote de la Mancha de Cervantes.
Pedro Espinosa incluye en su antología `Flores de poetas ilustres` algunos poemas de juventud de Quevedo. Por esa época, el autor satírico que sería después, ha empezado a componer sus primeros escritos jocosos o burlescos.
Entre 1603 y 1608 escribe la que sería su obra cumbre `El buscón`. En la misma época traduce a Anacreonte y trabaja en dos colecciones de poemas.
Su amigo de colegio, el duque de Osuna, es nombrado virrey de Sicilia, y Quevedo parte con él al sur de Italia, como su consejero. A este alto funcionario le dedicará un relato: `El mundo por de dentro`. Al caer en desgracia el duque, Quevedo sufre las consecuencias políticas del cambio, siendo encarcelado en Uclés (Cuenca) y más tarde, aquejado de enfermedad grave, es llevado a su finca, la Torre de Juan Abad. Aprovecha para preparar en su confinamiento `Política de Dios y gobierno por Cristo`. Restablecida su salud y levantada la condena de privación de libertad vuelve a la actividad política.
En 1623 se desplaza a Andalucía en calidad de cronista en la expedición de defensa contra los ingleses.
Al morir Felipe III, Felipe IV asciende al trono de España y nombra al conde-duque de Olivares como una de las personas de más confianza de su Consejo. Francisco de Quevedo se apresura a dedicarle a este nuevo e importante funcionario su `Epístola satírica y censoria` con clara intención de ganarse su aprecio y volver a la actividad política bajo su protección.
Mientras tanto, vuelve a recluirse, esta vez voluntariamente, en su Torre de Juan Abad y aprovecha para dar a la imprenta textos escritos con anterioridad. En 1631 publica algunas de las obras burlescas de su juventud, bajo el título de `Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio`.
Escribe un libelo satírico titulado `El chitón de las tarabillas` (en el que defiende la desastrosa política monetaria del conde-duque de Olivares), que le hace ganar el aprecio de Felipe IV que le nombra su secretario.
Coincidiendo con la grave crisis económica que desencadenó la política del conde-duque, cae en desgracia por segunda vez, debido a las intrigas de la Corte y en 1639 es detenido y encarcelado nuevamente, esta vez en el convento de San Marcos de León, donde pasa mil penurias durante cuatro años.
Dentro de su obra satírica se encuentran `La culta latiniparla`, `Epístola del caballero de la tenaza` y `Los sueños`. Estos últimos comprenden los siguientes relatos: `El sueño de las calaveras`, `El alguacil alguacilado`, `Las zahurdas de Plutón`, `El mundo por de dentro`, `Visita de los chistes` y `La hora de todos y la Fortuna con seso`.
Su contemporáneo Cervantes, nos legó una obra que, al crecer en prestigio y fama, ensombreció la persona del autor, en cambio con Quevedo ocurre exactamente lo contrario: su fuerte personalidad hizo que su obra se viera desdibujada, ante su propia leyenda.
Quevedo ha sido uno de los grandes genios de la literatura en habla castellana, Borges lo compara con Mallarmé y Joyce. Su capacidad para valerse del lenguaje es difícilmente superable.
La primera biografía que se escribe sobre Francisco de Quevedo es la de Pablo Antonio de Tarsia, en 1663, donde ya se resalta el carácter satírico de gran parte de su obra. Al decir de J.M. Blecua, su vida osciló entre una visión sarcástica o burlesca de la realidad, y una visión muy estoica y senequista de la existencia. Fue capaz de cultivar una poesía popular, a ratos chocarrera y tabernaria, satírica y burlesca, al mismo tiempo que escribía una poesía llena de belleza formal, o prosa culta y metafísica. Buena muestra de este segundo aspecto de su obra, serían `La cuna y la sepultura`, `La política de Dios` y muchos sonetos profundos y trascendentes.
Quevedo es el máximo representante de la corriente `conceptista`, frente al `culteranismo` de Góngora, que no se libró de algún poema satírico.
Pero lo que es verdaderamente interesante en Quevedo es su lenguaje casi moderno, utilizando vocablos, a diferencia de Cervantes, que no se han quedado obsoletos, que se continúan utilizando con toda su fuerza expresiva. Su lectura, por tanto, se hace fácil, y su estilo sorprendente por lo actual.
Valgan algunos ejemplos que hoy pueden ser oídos en cualquier patio de colegio, bar o parada de autobús: `mojones` (`el culo hace mojones`), `pendejos` (`población de pendejos`), `gorreros` (`gorreros, hospedándose más de lo que fuere razón en casa de los amigos`), `a escote` (`niño/ que concebistes a escote/ entre más de veinte y cinco`) y otros muchos que podríamos seguir citando. Igualmente se encuentran en su prosa vocablos que se mantienen en determinadas zonas de Andalucía y América, perfectamente actualizados, como `cabe` por zancadilla, `coima` por soborno, etc.
Quevedo era un hombre desengañado de muchas cosas, entre otras de las mujeres, a las que deseaba alegres, pero a ser posible `sordas y tartamudas`. Muchas veces se refiere a ellas de forma despectiva y a juzgar por su temática, más que frecuentar círculos familiares, conoció los ambientes prostibularios y marginales de su época, a los que llegaba atraído por el sexo pero dominado por su misoginia.
Fallece en Villanueva de los Infantes (Ciudad Real) en 1645.



Francisco de Quevedo
El Buscón (fragmento)

" -Quien no hurta en el mundo, no vive. ¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos destierran, otras nos azotan y otras nos cuelgan..., no lo puedo decir sin lágrimas (lloraba como un niño el buen viejo, acordándose de las que le habían batanado las costillas). Porque no querrían que donde están hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros. Mas de todo nos libró la buena astucia. En mi mocedad siempre andaba por las iglesias, y no de puro buen cristiano. Muchas veces me hubieran llorado en el asno si hubiera cantado en el potro. Nunca confesé sino cuando lo mandaba la Santa Madre Iglesia. Preso estuve por pedigüeño en caminos y a pique de que me esteraran el tragar y de acabar todos mis negocios con diez y seis maravedís: diez de soga y seis de cáñamo. Mas de todo me ha sacado el punto en boca, el chitón y los nones. Y con esto y mi oficio, he sustentado a tu madre lo más honradamente que he podido.
-¿Cómo a mí sustentado? -dijo ella con grande cólera. Yo os he sustentado a vos, y sacádoos de las cárceles con industria y mantenídoos en ellas con dinero. Si no confesábades, ¿era por vuestro ánimo o por las bebidas que yo os daba? ¡Gracias a mis botes! Y si no temiera que me habían de oír en la calle, yo dijera lo de cuando entré por la chimenea y os saqué por el tejado. "

domingo, 28 de octubre de 2012

KAFKA FRANZ.

Los talentos / Hoy, Franz Kafka
Los manuscritos perdidos del señor Kafka
Por Marcos Aguinis | LA NACION
http://www.lanacion.com.ar/1521377-los-manuscritos-perdidos-del-senor-kafka

Cinco minutos antes de que los nazis cerrasen las fronteras de Checoslovaquia, en el último tren que salía de Praga, pudieron fugar los principales manuscritos de uno de los referentes máximos de la literatura moderna, hasta entonces poco conocido. El épico salvataje fue realizado por Max Brod. Los papeles pertenecían a Franz Kafka, su mejor amigo.

Ambos habían deseado instalarse en Tierra Santa. A Kafka lo detuvieron las cadenas de su tuberculosis. Brod recién decidió dar el gran paso cuando se tornó fulminante el avance del nazismo. Antes de morir, en un gesto coherente con la asfixia y el estupor de sus personajes, Kafka imploró que todos sus cuentos, novelas, cartas, ensayos, borradores, diarios y dibujos fuesen quemados. Era una prueba de autoodio, o de escepticismo, o de venganza. Pero también podía haber funcionado una visión profética que le permitió ver las hogueras que transformarían en cenizas los libros judíos y él habría optado -con la valentía de los lejanos héroes de Massada que conoció en sus estudios de historia-, en no darles ese placer a los verdugos. En Massada habían resistido varios centenares de judíos a la demolición que los romanos aplicaban a su país y, ante la derrota inminente, prefirieron darse la muerte entre sí mismos que ser degollados por los invasores.

Son conocidos los méritos de Max Brod. No sólo desobedeció a su amigo para salvarle la herencia y convertirlo en un punto cardinal de la literatura planetaria, sino que escribió mucho sobre él y se esmeró por difundirlo con pasión. Aún no apareció el libro que describa con suficiente fuerza el conflicto que ardió en el corazón de este hombre, conminado a decidir entre dos voluntades: la de su amigo y la de su conciencia de escritor. Gran parte de los manuscritos fueron a resguardarse en la Bodleian Library de Oxford. Pero un considerable remanente continuó en manos de Max Brod hasta su fallecimiento en 1968. Era un tesoro inquietante y, también, el recuerdo de la traición con que inmortalizó a su admirado amigo. La secretaria de Brod, Eva Hoffe, se ocupó de conservarlo, desobedeciendo a su jefe, que ya deseaba ponerlo al alcance del público. Esta desobediencia no fue tan altruista como la de Brod en su momento, porque en lugar de poner ese material precioso al alcance de lectores e investigadores, lo guardó en seguras bóvedas de bancos suizos e israelíes. Una porción fue vendida al Archivo de Literatura Germánica de Marbach por una considerable suma de dinero. Las hijas de Eva pretendieron seguir ese ejemplo egoísta.

Lo notable de semejante e infrecuente historia es que reproduce el clima creado por el mismo Kafka en casi todas sus obras. El adjetivo "kafkiano" -del que se hace uso y abuso- calza perfectamente. Hubo un juicio. El juicio fue tan largo como en El Proceso, porque se dilató por décadas. El final parecía haberse acercado cuando la justicia israelí falló en favor de la Biblioteca Nacional con sede en Jerusalén. Iba a ser un final glorioso. Pero como se trata de un asunto "kafkiano", la única hija sobreviviente de Eva Hoffe anunció su voluntad de apelar. Es decir, aún queda abierta la cuestión. Sigue el clima de incertidumbre. Y angustia.

Dora Diamant fue una periodista que conoció Kafka en una colonia de vacaciones judía. Provenía de una familia ultraortodoxa, de la que huyó en busca de oxígeno. Pero mantenía su entusiasmo por la cultura judía, que compartió con Kafka durante años. Se instalaron en Berlín. La paz no duró mucho tiempo, ya que los pulmones afectados del escritor lo obligaron a regresar al detestado hogar paterno de Praga. Dora, sin embargo, se convirtió en el custodio de veinte cuadernos y treinta y cinco cartas que finalmente le confiscó la Gestapo en 1933 en uno de sus asaltos iniciales. Aún sigue la búsqueda de este material, cuyo destino da lugar a especulaciones fantásticas, como no podía ser de otra forma.

Franz Kafka fue un joven idealista interesado por el socialismo, el anarquismo y el sionismo. Estudió hebreo y asistía con fervor al revolucionario teatro en idish de Praga. Como si hubiese desplazado a su literatura la prohibición de pronunciar el nombre de Dios, jamás incluyó la palabra judío en sus obras. La excluyó obstinadamente. Constituye otro de los misterios sobre los que no se han podido poner de acuerdo los exégetas. Es su sanctasantorum personal al que no tienen acceso los demás hombres. Igual que varios otros sanctasantorum que pueblan sus perplejizantes ficciones, donde el asombro reemplaza a la razón.

Antes de descubrir su vocación literaria, creyó estar destinado para las ciencias naturales, la historia del arte y la filología alemana. Terminó cursando Derecho, donde tuvo como maestro a Alfred Weber, hermano de Max Weber. Fue quien lo introdujo en los claroscuros de deshumanización que aparecían en la sociedad industrial, le dirigió la tesis doctoral y ejerció un importante influjo al hacerle percibir las contradicciones entre el progreso y la dicha.

La personalidad compleja de Franz Kafka desalienta cualquier intento de abarcarlo en su totalidad. Temía ser percibido de forma repulsiva pese a su aspecto pulcro y austero, su veloz inteligencia y un frecuente sentido del humor. Tenía los ojos potentes para ingresar en el mundo oscuro y percibir los desconciertos humanos. Pero cuando leía algunos de sus capítulos a los íntimos, les hacía soltar carcajadas. Alternaba los encuentros sociales con espacios compactos de soledad, como los que vivió en un pequeño cuarto del imponente castillo de Praga, en la callejuela de los alquimistas, donde aún hoy pareciera venir a nuestro encuentro con el peinado de su abundante cabello oscuro con raya al medio, mirada triste, pómulos enflaquecidos por su enfermedad, orejas abiertas a todos los sonidos y labios soñadores que guardan muchos secretos.

Su primera novela, Beschreibung eines Kampfes (Descripción de una lucha), habla de los conflictos internos que el narrador despliega en primera persona ante otro personaje. Expresa la inseguridad vital permanente por la intromisión de lo improbable en lo probable, de lo fantástico en lo real. Fue un milagroso anticipo de toda su obra, como si ella ya hubiese sido escrita antes de su propio nacimiento. Borges lo admiró tempranamente y fue uno de sus primeros traductores. Lo comparó con Zenón de Elea, cuyas paradojas y aporías trataban de demostrar que las sensaciones del mundo son ilusorias. Uno de las más populares relatos de aquel sofista fue la carrera entre Aquiles ("el de los pies ligeros") con una tortuga. Los sofismas pueden ser finalmente destruidos, pero nunca cesan de provocar la inquietud de que mucho se nos escapa del claro entendimiento. Y ahí reside el más grande yacimiento de la literatura que no cesa de explotarse, desde los cuentos infantiles hasta las creaciones del realismo mágico.

No es casual la sorpresa que produjo la transformación en un escarabajo gigante del aburrido viajante de comercio Gregor Samsa en La metamorfosis. Allí se trenzan la realidad cotidiana con una insondable distorsión de los sentidos. Pero también nace una desembozada forma de expresar los abismos de la imaginación. Por eso, Franz Kafka no sólo quedó instalado en la galería de los genios, sino que voló hacia la galaxia de los mitos.

Ahora, el mejor homenaje que se puede rendir a este autor universal es que buena parte de los escritos dibujados por su mano residan en Jerusalén. Es como llevar a Jerusalén a los inolvidables héroes de Massada..

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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