Y al tiempo que nació y salió el Sol,
todos los dioses murieron.
Fr. Bernardino de Sahagún,
“Del principio que tuvieron los dioses”,
Historia General de las Cosas
de la Nueva España.
El Sol, un ojo. Si no un ojo pensante,
un ojo de fuego.
Nadie se ha atrevido a llamarlo un ojo vivo,
una conciencia.
Tomás Tonatiuh, El cuaderno del Sol
La luz es la actividad de lo transparente.
Aristóteles
Pueda haber para mí un lugar en la barca solar.
“Himno al dios sol Ra”,
El libro egipcio de los muertos
1. Crepúsculo
Un disco ardiente le dolía en el pecho. Aún había sol en las bardas. Teresa corría
por el camino con una botella de agua en la mano. El cerro parecía una pirámide
de luz. Los rayos solares bajaban por sus escalones proyectando en el suelo la
sombra de una serpiente dorada. La tarde palpitaba como un pecho de mujer a la
que una mano celeste ha abierto la blusa. Las monarcas danzaban en el ahora el
vals de la luz y de la muerte. Sobre la pirámide de luz volaba la mariposa reina. El
bosque allá abajo se mecía en sus ojos como el castillo de popa de un navío que
se hunde. Tomás dudó si miraba la pirámide acercarse a él o si presenciaba el
desprendimiento de su ser del tiempo y del espacio. No dudó mucho. Como si
fuese otra persona, se vio a sí mismo sentado en una piedra, rodeado de gente
desconocida.
Era jueves, Día de Muertos, y las almas de los difuntos que retornaban al
mundo en forma de mariposas se habían posado en charcos de polvo. Había
pocos árboles en el santuario y los caminos del bosque se habían vuelto públicos.
El hombre que amaba el Sol se llamaba Tomás Martínez Martínez. Pero como
había tantos Martínez en el pueblo, en Santa María, Molinos de Caballero, Tenerías
y Las Pilas, era casi anónimo. En algún pueblo siempre aparecía un Martínez
dueño de una tienda de ropa, una fonda o una ferretería. Por esa causa él había
decidido cambiarse los apellidos y llamarse solamente Tomás Tonatiuh.
Sol redondo y colorado
como una rueda de cobre,
del diario me estás mirando,
del diario me miras pobre.
Sus alumnos de sexto año de primaria habían evocado esa mañana una canción
socialista del año 1935. Él había encontrado la letra en un libro de texto y la había
dado de tarea a su clase, no por el contenido político, sino porque mencionaba al
Sol y todo lo que trataba del Sol era digno de mencionarse.
—Según el Diccionario de la lengua náhuatl o mexicana, el Sol era adorado
como poder soberano, aquel por el cual se vive, ipalnemoani. Tenía un templo
magnífico en Teotihuacan. Se le atribuía la creación del mundo. En las cuatro
edades de la cosmogonía mexicana había un Sol de agua, un Sol de tierra, un Sol
de viento y un Sol de fuego. Ahora vivimos en la era del Quinto Sol, Ollintonatiuh,
Sol de Movimiento, Sol que camina hacia su muerte, Sol que acabará por
terremotos —Tomás mostraba a los colegiales una reproducción de la Piedra de
Sol y una foto de una revista de astronomía—. Porque el mito y la ciencia no están
reñidos. Los hallamos a diario en nuestra imaginación.
—¿Por qué se puso Tonatiuh, maestro? —Jessica lo miró astutamente a través
de sus lentes gruesos.
—Porque hay dos nombres en la vida de un hombre: El que le ponen a uno
cuando nace y el que se pone uno a sí mismo cuando sabe quién es. Con este
segundo nombre espero morir y ser conocido en mi posteridad. En náhuatl
Tonatiuh es el nombre del Sol, “El que va haciendo el día”. En mi caso, Tonatiuh es
“El que va haciendo la vida”.
—No me ha dicho todavía por qué se cambió de nombre, maestro.
—Hay momentos en que el nombre que nos pusieron ya no nos nombra, no
abarca lo que somos ni lo que soñamos ser. De plano, no nos sirve. Pero si nos
llamamos a nosotros mismos lo que creemos ser, entonces nuestro nombre está
vivo, nuestro nombre es nosotros, se inscribe en nuestro cuerpo y andará con
nosotros hasta el fin.
—Si volvieran los aztecas, ¿me sacrificarían? —preguntó Toño.
—Me temo que sí, por tonto.
—Maestro, si nos paráramos en la punta de la montaña más alta del mundo,
¿podríamos ver toda la luz del Sol? —Teresa, con su uniforme blanco, cruzó sus
piernas de adolescente.
—No, porque para ver toda la luz del Sol nuestros ojos tendrían que ser
enormes.
—¿El Sol es un ojo de fuego?
—No sé si tiene la capacidad de mirar, pero tiene la forma de un ojo. Está
compuesto de 92.1% de hidrógeno; 7.8% de helium, 0.1% de elementos pesados
en estado gaseoso. La zona luminosa del Sol es llamada fotosfera.
—¿El Sol tiene corazón?
—El corazón que tú le das, Teresa.
—¿El Sol es un millón de veces más grande que la Luna?
—Tiene un diámetro de 1,392,000 kilómetros. Su masa es 33 mil veces la de la
Tierra.
—Si miro al Sol de frente, ¿me quedaré ciega?
—Los ojos son solares, pero no debes tratar de mirar al Sol sin filtros. Tu vista
puede sufrir daños permanentes.
—¿A qué distancia está la Tierra del Sol?
—A 149,597,870 km.
—¿Para qué sirve el Sol?
—No respondo a más preguntas, el timbre ha sonado —el maestro Tomás
Tonatiuh recogió su material didáctico. Pero no fue a casa, esa tarde subió al cerro
para echar un vistazo a las mariposas. Anduvo horas con los zapatos pesados de
polvo, hasta que accedió a La Puerta. Mas ese año la colonia se había formado en
otra parte y tuvo que bajar por una barranca. Un fuerte destello le pegaba en las
gafas, como si la armadura refulgiera.
Querre-querre, vomitó un grajo agarrado a una rama. Se había comido a una
mariposa y por el pico negro arrojaba un líquido amarillo.
Tomás paseó la vista por esas tierras suyas, tan deforestadas que las
mariposas tenían que posarse en el polvo. Dos taladores bajaban la cuesta,
haciéndose más pequeños, más pequeños hasta convertirse en puntos
insignificantes. Toño, su alumno, jalaba una yegua alazana. Era tan bajo de
estatura que apenas alcanzaba la cabeza del animal. En temporada de monarcas
llevaba a los turistas al santuario. Entonces solía faltar a la escuela.
Todo el cielo amarillo. El cerro parecía ocultar un incendio. La tierra baja,
pintada de sí misma, se tornaba sombría. Bajo la luz dorada un zopilote hurgaba en
las entrañas de un burro muerto. Como un obispo lúgubre clavaba el pico en las
costillas del cuadrúpedo tratando de llegar al corazón.
—Sol solo. Sol sonoro. Sol figurado —murmuró Tomás, mientras una luz
huérfana, que flotaba prístina en el aire, doraba los muslos de los cactos.
—Las mariposas tienen sed —Tomás vació su botella de agua en el polvo. El
líquido desapareció con un breve ahogo, dejando apenas una huella húmeda en la
superficie. Otras mariposas ya se habían emperchado en los troncos y las ramas
de los árboles para pasar la noche.
Tomás, semejante a un alfil en un tablero de ajedrez oscuro, se paró sobre un
peñasco. Desde allí observó los ríos amarillos de la luz encender las nubes negras.
Delirio de colores. Silenciamiento de azules. Bandada de loros atravesando la
noche incipiente.
—Hasta mañana —dijo a las mariposas—. A partir de ahora todo será distinto.
Querre-querre, se quejó el grajo enfermo.
2. Marcelina
—Mamá Marcelina, tuve una pesadilla, soñé que estaba temblando.
—La tierra no está temblando, el que está temblando eres tú.
Adolescente aún, Tomás se removió en el camastro de esa habitación llena de
raspaduras a la que entraba el amanecer por la ventana sin cortinas como una
invasión solar.
—Soñé que un disco ardiente me desgarraba el pecho y que una jarra de agua
se rompía en tus manos.
—Tomás, levántate, tienes clases.
—¿Otra vez iré a la escuela sin desayunar, mamá?
—Lo siento, hijo, sólo tengo los pasteles de miel que hice y no vendí en el
mercado.
—Los comí ayer y anteayer, me aburren.
—Para la comida te haré tacos de pollo. Y sopa de zanahoria.
—Ya me harté del menú lo mismo con lo mismo.
—¿Sabes? Como Plácido no consigue trabajo partirá a los Estados Unidos —
los ojos negros de esa mujer joven se entristecieron fugazmente al dar la noticia.
—¿Cuándo? —preguntó Tomás abrazándose a su cuerpo.
—Pronto.
—¿Cuán pronto? —a Tomás el viaje de su padre no le preocupaba mucho. Al
contrario, con él fuera tendría a su madre para él solo, compartida con su hermano
menor.
—Él te lo dirá —ella se inclinó sobre su hijo. Su perfume barato lo envolvió
como una nube y él quiso arrojarse a su regazo en busca de ese aroma.
—No importa que se vaya, si tú te quedas. Serán buenos tiempos para los dos.
—Y para Martín.
—¿Te llevo a la escuela? —desde el umbral de la puerta, Plácido lo miró con
fijeza, como si lo mirara por primera vez.
—¿Tú? —Tomás, pegado a su madre, miró al piso.
—Yo, por qué no.
—Bueno —Tomás salió a las calles irritadas. Andando detrás de su padre
volteaba a ver a su madre, que lo miraba desde la puerta. Qué bien le sentaba el
color rojo. Maquillada, qué guapa se veía. Ese esmalte azul en las uñas cómo
adornaba sus manos. No cabía duda, Marcelina era su adoración y su mejor
amiga. Los paseos por el cerro con ella eran como paseos de enamorados y no
había para él secreto alguno que no quisiera contárselo enseguida.
Plácido lo dejó en la puerta de la escuela y al acabar las clases, para sorpresa
de Tomás, vino a recogerlo, ayudándolo con la mochila.
—Acompáñame a la peluquería de paisaje.
—Iba a encontrarme con mi madre en el mercado.
—Hoy se quedó en casa.
Caminando se fueron a la plaza. Chon no lo hizo esperar, sentó a Plácido en el
sillón, lo cubrió de champú el pelo y le acarició el cuello como si fuera a degollarlo.
El peluquero era viejo y sus manos temblaban al cortarle el cabello. Tomás, a unos
metros, prefería ver el movimiento de la calle que el trajinar de las tijeras.
—Chon, me voy p’al Norte.
—¿A Aztlán?
—¿Al reino legendario de los aztecas? No.
—Quisiera hallarlo antes de morirme.
—¿Quién?
—Yo —Chon se paró entre dos biombos con pinturas de los volcanes
Iztaccíhuatl y Popocatépetl. Del lado de la Montaña Humeante se atendía a las
mujeres, del lado de la Mujer Blanca a los hombres. Delgadas columnas de luz
pasaban por los agujeros.
—¿Te vas de ilegal?
—No digas eso. Mis documentos son los pies, con ellos cruzaré la frontera.
—Listo.
—¿Tan pronto?
—Servicio expreso.
—¿Cuánto te debo?
—Veinte.
—Chon, te quería pedir un favor. Se trata de un préstamo.
—Estoy muy amolado.
—Gracias de todos modos —al sacar los billetes del bolsillo a Tomás le pareció
que a su padre se le atoraba la mano adentro y que los pesos apañuscados se
resistían a salir.
—Cuando estés allá, me escribes sobre Aztlán.
—Lo haré sin falta —al abandonar la peluquería, Plácido cogió del brazo a
Tomás con sus manos rasposas.
—Ahora acompáñame a comprar unos pantalones, porque estos que traigo
están tan apretados que no puedo agacharme ni separar las piernas por miedo a
que se me descosan. ¿Te apetece una naranja?
—No.
La tienda de ropa estaba en el centro. Su padre sabía exactamente qué
buscaba y no perdió tiempo para comprarse los pantalones. De paso adquirió una
camisa a cuadros de lana.
—Ahora vamos a comer algo. Porque no has comido, ¿verdad?
—No.
—Dile a doña Susana que nos dé buena mesa —pidió Plácido a la muchacha
parada a la entrada.
—Puede decirle usted mismo, allá está ella —la muchacha señaló a una mujer
de pelo blanco y dientes de peineta saliendo de la cocina.
—Cuando voy a un restaurante, si voy a pagar por lo que como, quiero que me
atiendan bien.
—No se preocupe, dígame lo que quiere y se lo sirvo.
—¿Tiene menú del día?
—Se lo digo: Sopa de fideos, pollo en hongos silvestres, ensalada de lechuga y
jitomate, frijoles de olla.
—Tráigalo para dos —ordenó Plácido, sin preguntarle a su hijo si tenía tanto
apetito.
—¿No sería mejor que invitaras a mamá? —preguntó Tomás, aunque estaba
contento porque nunca antes su padre lo había sacado a pasear o a comer.
—Regresaré por ti —le prometió Plácido, mientras la mesera traía la cuenta—.
Me iré de viaje mañana.
—¿Podemos irnos, papá?
—Ahora te llevo con tu madre, veo que la extrañas.
Al llegar a casa, Plácido llamó a Marcelina a la sala y, delante de los hijos, le
hizo varias recomendaciones: —Mujer, no salgas de noche, si hay una urgencia
manda a Tomás. Mujer, duerme con la vela prendida en tu recámara, porque la
noche está llena de espíritus malignos; si te sientes sola o mal pensada llama a los
niños para que te acompañen en la cama. Mujer, no asomes la nariz al mundo
porque te la pueden cortar y qué cuentas me vas a entregar cuando regrese. Mujer,
nadie debe saber que te quedas sola, excepto mi sobrina Hortensia. En la alacena
te dejo provisiones para una semana, y un dinero que ahorré. Gástalo bien. A los
chamacos cómprales pantalones de mezclilla y zapatos de León, para que les
duren. Y cuadernos para la escuela. Te encargo a los críos, cuídalos. Si quieres
escribirme manda las cartas al consulado mexicano de Los Angeles, allá darán
razón de mí. Si no te contesto, no te preocupes, no me habré muerto, soy hueso
duro de roer.
A Tomás, aconsejó: “Hijo, aunque estés jodido no vendas la tierra de nuestros
antepasados. Tampoco abandones a tu madre para irte a la ciudad de vago. Ve por
tu hermano y trátalo con cariño.”
Al recibir su beso en la mejilla, Tomás examinó la cara del padre que iba a
perder. Desde la puerta, Plácido aseguró a la familia: —Me voy por pura necesidad,
por la pinche miseria, pero ahorita regreso.
El ahorita sonó en la cabeza de Tomás como un hasta nunca, a pesar de que
con el diminutivo Plácido quería minimizar el impacto de sus palabras.
Para el viaje, Plácido se llevó dos pasteles de miel, una lata de sardinas y una
botella de agua, y la cabeza llena del sueño americano. Esposa e hijos lo vieron
atravesar a pie la frontera verde del bosque. De vez en cuando él se sacudía el
polvo de los pantalones. Su sombra, como retenida por una red invisible, pareció
quedarse unos segundos detrás de él, separada del cuerpo. Luego se integró a sus
pies. Entonces, madre e hijos empezaron el retorno a la casa vacía.
—¿Viste su sombra? —preguntó Tomás a su madre—. Se le desprendió un
tantito así de los pies. Dicen que en el otro mundo los muertos reconocen a los
vivos por su sombra, ¿es cierto?
Marcelina no contestó. No le importaba lo que podía hallar en el otro mundo,
sino lo que perdía en éste.
—¿Me oíste?
—¿Quieres que te grite mi respuesta? ¿No ves que todo está haciendo agua?
—¿Dónde?
—Aquí dentro.
Tomás no entendió sus palabras, pero su alusión al agua tuvo sentido, porque
al poco tiempo, mientras trapeaba el piso de la cocina, ella se fue de bruces sobre
una cubeta de líquido sucio. Ya no recobró el conocimiento. Murió de una embolia
en un camastro de hospital.
Después de la muerte de su madre, a la que Tomás recordaría con las manos
mojadas, saliendo de la cocina o lavando ropa, tuvo su herencia: un collar de
perlas falsas, dos vestidos, un delantal, un acta de defunción y cincuenta pesos de
ahorros.