miércoles, 15 de octubre de 2025

REINALDO SOLAR RÓMULO GALLEGOS FRAGMENTO



Reinaldo Solar es la primera novela de Rómulo Gallegos, escrita entre 1913 y 1920, y publicada en 1920. Aunque menos conocida que Doña Bárbara o Cantaclaro, esta obra inaugura el universo narrativo galleguiano con una carga profundamente política, filosófica y existencial. Es el retrato de un hombre que se debate entre el idealismo y la corrupción, entre la vocación ética y la decadencia social de una Venezuela en crisis.


 Retrato del protagonista: Reinaldo Solar

Figura intelectual: Reinaldo es un joven culto, introspectivo, que busca sentido en medio de una sociedad marcada por el oportunismo, el clientelismo y la pérdida de valores.


Conflicto central: Su lucha no es solo contra el entorno, sino contra sí mismo. El dilema moral lo consume: ¿adaptarse o resistir? ¿Callar o denunciar?


Símbolo: Solar encarna el intelectual ético, el que no se vende, pero tampoco encuentra espacio para actuar sin traicionarse.


 Contexto y crítica

Venezuela como escenario: Gallegos pinta un país desgarrado por la inestabilidad, la emigración forzada, el miedo y la corrupción. La frase “Es necesario escapar” se repite como un mantra generacional.


Estilo: Más reflexivo y filosófico que sus novelas posteriores. Menos épica rural, más introspección urbana.


Temas: Desarraigo, vocación, ética, decadencia, modernidad, exilio interior.

FUENTE E INFORMACIÓN: COLABORACIÓN: DR. ENRICO PUGLIATTI Y MÉNDEZ LIMBRICK.

***

 Apenas comenzaban a perfilarse las cumbres avileñas en la luz de la albada, cuando Reinaldo estaba de pie, ávido de empezar con el día la nueva vida que se había propuesto. Po¡r la ventana abierta, el campesino amanecer iba es parciendo dentro del cuarto, junto con su hálito generoso, su turbia claridad. De los contornos venían ecos de labor madrugadora: voces del gañan que buscaba por entre los tablones el buey cerrero que en la noche se soltó, mugidos de vacas en el ordeño, palabras aisladas en el silencio, el trabajoso rodar de un carro tempranero por los callejo nes, el sordo rumor de la molienda nocturna, allá en el trapiche. A ratos oíase el griterío de las bandadas de peri cos que empezaban a salir de la montaña. Cantaban los gallos: a una bronca clarinada próxima respondía, más allá, otra, clara y vibrante, y otra a lo lejos, apagada y quejumbrosa, como un ayear. Mientras saboreaba el café que acababa de llevarle la negra Úrsula, antigua manumisa de la familia Solar, Rei naldo púsose a contemplar desde la ventana que dominaba los campos de la hacienda cómo iba amaneciendo, sobre el valle y por encima de las colinas circundantes, sobre toda aquella tierra suya, aquel memorable día de marzo que marcaba en su vida tránsito y renovación. Un reborde de luz corría por detrás de los montes haciendo resaltar la cresta de Los picos de Naiguatá, las lomas rotundas de La Silla, la línea ondulante de las serranías del Sur, y en el abra próxima donde el Ávila sumía sus últimas estriba ciones, un alba sin arreboles se iba levantando y encen diendo. Abajo, en la noche remisa del valle, blanqueaban los cañaverales de “Los Mijaos”, en torno a la sombra vigilante del torreón del trapiche, en cuyo extremo se alza ba un fantástico árbol de humo. En los ranchos comenza ban a brillar los hogares. Con una prisa infantil, Reinaldo salió al campo, y, al pisar la tierra, como si no la hollara desde mucho tiempo y ella estuviese esperándolo, ávido de sentido sobre sus lomos, exclamó: —Aquí me tienes de nuevo. Ahora te pertenezco, todo entero. Y echó a andar por el callejón que conducía al trapiche, entre hileras de altísimos sauces. El aire sereno del amane cer comenzaba a removerse, oloroso a tierras recién vol teadas, a estiércol refrescado al relente de la noche, a bagazo rezumante todavía, y a ratos traía, envuelta en un áspero tufo de alambique y de cachaza, la caliente fragancia de melado que hervía en las pailas de la oficina, o de la montaña cercana el olor agreste y sabroso del matorral serenado. Reinaldo Solar caminaba jubiloso, haciendo frases estu pendas. Volvía a la Naturaleza, al goce de los deleites sencillos, a la vida simple, pero sana e intensa, de los senti dos. Aspiraba el olor de los campos y se sentía transporta do como en una suave aura de arrobamiento: era la tierra fecunda, que lo absorbía como a un abono virtuoso que, a su vez, debiera multiplicar la fecundidad de ella. Y para que esta compenetración fuese perfecta, caminaba hundien do las plantas en el barro de las carriladas. Ya aclaraba cuando llegó a un rancho que por allí había, sobre una colinita coronada de coposos mangos. Un perro flaco y todo cubierto de peladuras purulentas salió a su encuentro gruñendo de una manera hostil. La asquerosa sarna del animal produjo al joven viva contrariedad. ¿Cómo ora posible que la tierra, madre generosa de abundancia y de salud, alimentase aquella podre? Regañó al animal que se le encimaba enseñándole los dientes. —¡Clavel! ¿Qué es eso? ¿No me conoces? A su voz, salió de un establo vecino al rancho un viejo barbitaheño que tenía un mugriento escapulario terciado pobre el pecho casi desnudo. —¡Contra! Sí es don Reinaldito. —Yo mismo, Gracián. ¿Pensabas que no volvería por aquí? —Como hace tanto tiempo que no ha querío pisá su tierra... —Pues aquí me tienes. Probablemente para siempre. —Que ansina sea. Que por algo dice el dicho que el ojo del amo es el que engorda al caballo. —Anda mal esto, ¿verdad? —Su miajita, don Reinaldito. Que con el descuío pué resulta un mucho pa más tarde. Y no lo digo por mal de naide, que ya sabe usté que a Gracián Sayago no le ha gustao nunca está soplando murmuraciones en los oídos de los amos; contimás que usté no me lo ha preguntao. Pero ya irá mirando con sus propios ojos. Hay mucho barbechal por esos campos, la floramarilla se ha cogío el puesto de la caña. —Ya se resembrará. —Esa boca manda. ¿Y la familia? ¡Ah! Conque vino solo. ¿A reponese? Ya le estaba haciendo farta: se ha chupao mucho en esa Caracas, y usté me perdone la licen cia. Pero el campo es güeno, don Reinaldito. Aquí me tiene usté a mí, que he perdió la cuenta de los años y toavía doy brega. —Ya se ve, ya se ve. Eres como el Padre Eterno, que no se sabe cuándo envejeció y siempre se conserva igual. —¡Ja, ja! No tanto, don Reinaldito, no tanto. Son seten ta y pico no más. Pero, ¡ja caramba! Lo tengo de plantón. ¿No gusta sentarse un saltico aunque sea? , —No, Gracián, salgo de la cama. —Es verdá. ¿Y una camasita e leche? —Eso sí. Y caminó detrás del isleño hacia el cobertizo donde es taban las vacas. Algunas, ya ordeñadas, pacían la hierba húmeda de rocío de un barbecho cercano: las que perma necían en el establo amarradas a los horcones, mugían dulcemente, llamando los becerros. En el aire matinal flo taba el bucólico olor de la boñiga. Dentro del rancho se oía raspar las arepas. Un humo azul se escapaba de la techumbre pajiza, en cuya solera estaba encaramado un gallo, lanzando su canto ufano y desafiador. Reinaldo quiso ordeñar con sus propias manos la leche que había de beber, y el isleño, asombrado y jovial, al verlo ponerse a la tarea, exclamó: —¡Usté en esa bajeza! ¡Miren que don Reinaldito tiene cosas! Me se representa al difunto su agüelo, que también le gustaba jacé too. ¡Qué señor aquel don Hermenegildo, que no me canso de échalo de menos! Me parece está viéndolo en su yegua blanca, recorriendo los campos toas las mañanas. A tal hora como ésta pasaba po aquí a toma se su leche. En esa misma camasa que usté tiene en las manos la ordeñaba él mismo. Por eso se la di; ésa no la toca naide de nosotros. ¿Se acuerda usté de su agüelo? —¡Cómo no! No hace tanto tiempo. Juntos hicimos mu chas veces esa recorrida matinal. —Él tenía muchas fiestas con usté. ¿Se acuerda de aquel fiestón que dio pa celebrá la llegá del agua de la cequia que él había trazao? No debe acordarse, usté era todavía una criatura. —Pues me acuerdo como si lo estuviera viendo. —¿De veras? Pos mire que pa ese entonce tendría usté cinco años no cumplios. Fue un treinta de agosto, día de Santa Rosa. Y la mañana metía en agua. El viejo estaba que no le cabía el alma entre el cuerpo; ya le parecía que iba a resultá el pronóstico del ingeniero que le dijo que el agua no llegaría a la represa, polque el trazo y que estaba mal hecho. Y esa gentará, toa la familia, esperando la cosa. ¡Qué momento aquél, cuando por fin sonó el agua en la represa de la ruea! Al viejo se le salieron las lágri mas y lo cogió a usté en sus brazos y lo levantó parriba, y le dijo —me acuerdo mucho—: Muchacho, aprende; éstas son las verdaderas alegrías de la vida: el fruto de la idea de uno. Hizo una pausa. Reinaldo, conmovido por la inesperada evocación de aquel recuerdo de su primera infancia, que ahora tenía para él una significación especial, interrumpió su faena y se quedó viendo al viejo, buen espacio. Gracián continuó: —Y es la pura verdá, don Reinaldito. Ésas son las ver daderas alegrías de la vida: ve el fruto del trabajo de uno. Y luego, cambiando el tono de la voz: —No así su taita, el señol don Daniel, a quien Dios tenga también en su gloria. Ése no supo gozá e la vida. —Papá vivía fuera de la Naturaleza. —Ansina debe sé. —concluyó Gracián, al cabo de un rato. Entretanto, habían salido del rancho dos mujeres. —¡Bendita sea la Virgen pura! Aguaita, Plácida Si es don Reinaldo. El niño Reinaldito, como lo llamábamos hasta ayer no más. ¡Y que ordeñando! —Es necesario saber hacer de todo un poco, Efigenia. Le respondió el joven, complacido en su tarea, mientras estrujaba torpemente la rosada ubre del animal, que se volteaba a mirarlo con sus ojos húmedos y mansos. Entretanto, la rústica familia de Gracián, agrupada en el establo, contemplaba al joven señor con cariñosa admi ración. Componíanla cuatro arrapiezos, cuyos ojos claros lucían su azorada pureza entre el mugre de las caras pálidas; Plácida, la hija mayor de Efigenia, la mujer ago tada ya por los trances de una maternidad incansable. Lleno el envase, Reinaldo se incorporó. Gracián le dijo: —Bébasela, toa, que debe está güeña polque es postrera. La leche tibia y olorosa se derramaba bañándole las ma nos. Manteniendo la vena del buen humor, grato a los campesinos, Reinaldo hizo un gesto de fingido asombro. —¡Qué acontecimiento!, ¿verdad, chico? —dijo al más pequeño de los muchachos—. Todos han venido a verme ordeñar. —Farta Tránsito —replicó el interpelado, frotándose la espalda desnuda contra un horcón. Y la madre agregó, sonriente: —Ella tiene reparo de que usté la vea asina como está. —Y soltando una risa franca y gozosa, de ingenuo rubor, agregó—: Como se casó, va pa siete meses ... —¡Ah! Ya comprendo. Dijo Reinaldo. Y luego, alzando la voz, gritó a la manera de los campesinos para hablarse a distancia: —¡Transítoo! ¡Tránsitoo! Anda, mujer de Dios. Déjate ver, que no es ningún pecado lo que has hecho. Roja de risa y de vergüenza, la muchacha asomó la cabe za por encima de la palizada que festoneaban las últimas pascuas azules. A través del cañizo se advertía la redon dez del vientre grávido. —¡A la salud del que ha de venir! Exclamó Reinaldo. Y levantando la camasa, bebió el contenido a grandes y ruidosos tragos. Los chicos lo miraban embobados; las mujeres sonreían silenciosas. Gracián se quitó el sombrero y dijo: —Que Dios se lo pague. Esto era más de lo que necesitaba Reinaldo para aban donarse a la emoción que le estaba bullendo en el pecho. Él también había tomado en serio su jovial ofertorio, a causa de que, cuando levantaba la jicara rebosante de leche, había visto aparecer el sol y su frente había ¡recogi do el primer rayo de luz. El natural acontecimiento y el ingenuo ademán del campesino cobraron para él las pro porciones de una señal mística: bajo la rústica techum bre del establo, en el bucólico ambiente oloroso a boñiga y a cogollos recién cortados, rodeado de caras humildes que sonreían con una pura sonrisa de asombro, él acababa de celebrar un rito solemne, que tenía el sabor arcaico de las olvidadas religiones de la Naturaleza. Lleno de esta emoción cuasi mística se alejó del rancho y anduvo a través de los campos de la hacienda, cruzando los rastrojos, de donde se levantaban a su paso bulliciosas bandadas de capanegras y de tordos, saltando por encima de los tablones recién surcados, metiéndose por entre los cañaverales, evitando el encuentro de la gente que discu rría por los callejones, para saborear a solas el interno deleite de sus exaltadas imaginaciones. Luego remontó el cauce de un arroyo que bajaba del monte, trepando des calzo por las piedras bruñidas por las chorreras, hasta un paraje sombrío donde había un ojo de agua. Manaba ésta en el cuenco de una roca revestida de mus gos y de helechos; grupos de bejucos colgaban de los altos y coposos árboles que tendían por encima un toldo de frescura y de recogimiento; atravesado en el cauce pu dríase el tronco añoso de un jabillo derribado, y por deba jo de él, la hebra del arroyo se deslizaba con un ruido suave hacia un remanso obscuro. El ambiente era frío y denso; la luz, tamizada por el follaje, tenía tonos verdine gros; más allá, cauce arriba de la seca torrentera, lucían manchas de sol en los claros del bosque. Un suave rumor nocturno de élitros en las espesuras marcaba el ritmo apacible de aquel silencio lleno de solemnidad y de mis terio. Era el sitio propicio a la comunicación con la Natura leza; la fuente, que ha inspirado a los hombres, a través de los siglos, supersticiones diversas. Reinaldo se había acercado a aquélla con una emoción de espera mística. Aquietó sus pensamientos, buscando el éxtasis, como quien busca el sueño, pero el torrente de sus ideas era incontenible, y turbando el silencio comenzó a declamar: —“Iba a buscar allí, en el seno de la Naturaleza redento ra, la obra de la reconstrucción de su ser moral, como una planta que, deformada por el cultivo, volviese a la selva originaria a recuperar el vigor de su antigua condición salvaje”. Era el primer capítulo de una novela que había conce bido días antes y cuyo título sugestivo y lleno de sabor de ciencia moderna: “Punta de Raza”, había estampado ya con gordos caracteres en el croquis de la carátula dibu jada por él, en la .cual se veía un hombre desnudo, de hirsuta barba de tinta china, en la linde de una selva inhollada, bajo un largo vuelo de garzas, mirando salir el sol en éxtasis naturalista. Sacó la cartera para fijar aquella frase; pero en seguida se arrepintió. Una sombra de contrariedad pasó por su rostro; aquel pensamiento literario había roto el encanto de la autosugestión bajo cuyo influjo estaba desde el amanecer. Barajando en una misma ficción las emociones experi mentadas durante la excursión matinal por los campos de la hacienda, con las que desde la víspera había atribuido a su protagonista, y acomodando su espíritu al estado pre concebido en que su héroe debía sentir dentro de su ser cansado y en trance de descomposición la panteística pene tración de las energías eternas de la Naturaleza, había con cluido por creer en la sinceridad de sus sentimientos. No era un producto de su imaginación, construido artificiosa mente para llenar las páginas de una novela, aquel inte resante personaje, punta y remate de una familia histórica, que después de arrastrar por la ciudad una vida de refina mientos y de desviaciones morales, rompía inopinadamen te con su pasado para internarse en el corazón de una selva virgen, a emprender la labor prodigiosa de destruir en una sola vida de hombre la obra de varias generaciones que acumularon en su ser el morboso legado de la deca dencia. “Punta de Raza” era el mismo vástago desmedrado de los antepasados legendarios que vinieron en las carabe las de los conquistadores; de los antepasados históricos que fundaron ciudades y civilizaron naciones enteras de indios; de los proceres que resplandecieron en la epopeya de la Independencia; de los varones austeros que fundaron la República y más tarde sacrificaron el peculio y la vida en aras de la honra y en defensa de la convicción; de todos cuantos fueron muestra del temple y del vigor de la raza, en aquella casa donde hasta las piadosas mujeres tuvieron raptos heroicos de orgullo y de altivez. El último de aquella esforzada legión fue Hermenegildo Solar, el abuelo. Perseguido por los odios políticos que la Guerra Federal había desatado contra el apellido man- tuano, con él dejan de figurar los Solar en el Gobierno de la República y llegan hasta perder el rango principal que siempre tuvieron en la sociedad; pero la honra de la familia se salva incólumne, porque el viejo se aisla, lleno de altivez, y metiéndose en la hacienda, único resto de la cuantiosa fortuna de sus mayores, se consagra a restaurar la de la ruina en que se la dejaron el odio y la rapacidad de sus adversarios. Pero allí se acaba la secular fortaleza de la casta; sus hijos resultaron débiles e incapaces, y ninguno de ellos supo continuar la tradición que vinculaba, a la de la Patria, la historia de la familia: Juan Hermenegildo, el primogénito, le salió campechano y montaraz, invirtió su patrimonio en un hato del alto Llano, sembró hijos sin nombre en el vientre de una zamba de Una familia de peones sabaneros, no supo administrar su peculio y paró en caporal de ganado; Vicente gastó la juventud en seducir mujeres, prostituyó el valor en oscuras proezas de penden ciero y, despilfarrada su fortuna en parrandas que escanda lizaron la ciudad, fue a morir de hematuria en Araya, donde desempeñaba un humilde cargo de vigilante de las salinas; Daniel, el preferido, fue finalmente un hombre lleno de fallas y de contradicciones. Desde niño se reveló artista, con una marcada vocación por la música, y en ella demostró, precozmente, verdadero talento. A fin de que adquiriese la conveniente educación, su padre le envió a los Conservatorios de Europa siendo to davía muy joven. Supo aprovecharlo al principio, y a poco su norhSre figuraba en el número de los pianistas de mejor reputación. No era un “virtuoso”, ni aspiraba a serlo; pero ejecutaba brillantemente e interpretaba a los grandes maestros con verdadero sentimiento e inspiración. Domi nada la ejecución, se aventuró en la composición musical con un ambicioso proyecto, sólo comparable a la soberbia jactancia de Miguel Angel pidiendo un monte para escul pirlo: musicalizar la historia de la humanidad desde el ignoto momento en que empieza a caer sobre la tierra la mística lluvia de mónadas espirituales que vienen a fecun dar los gérmenes terrestres y surge en silencio de las selvas prehistóricas el primer grito humano; hasta el remo to término en el cual la inefable esencia del Ego, agotada la ley del karma teosófico, se sumergirá en la plenitud del único. Fue una idea extravagante que concibió bajo le influen cia de un círculo de ocultistas, a cuyas tenidas asistía en Londres, atraído por la alucinante sugestión que una teo- sofista rusa ejercía por entonces sobre los espíritus. Para llevarla a cabo se propuso hacer un viaje a la India, donde bebería la inspiración en la fuente misma del budismo. Pero antes de internarse en aquel mundo misterioso, de donde tal vez no soldría más, quiso venir a Venezuela a despedirse de su familia. Caracas le hizo un fastuoso recibimiento, y su nombre, agobiado de descomunales epítetos, se hizo de moda. Un caballero de lo principal organizó en su casa un festival de arte para que él tocase, y allí se congregó un grupo de lo más selecto de la sociedad caraqueña, deseosa de ad mirar aquella gloria nacional que Europa había consa grado. Recibiéronlo con agasajos. Daniel se sentó al piano y comenzó a ejecutar una sonata de Beethoven. Pero, a los primeros compases, observó que unas seño ras se distraían conversando entre sí, seguramente sobre motivos frívolos, y entonces, lleno de indignación, se levantó violentamente y abandonó la sala sin despedirse ni dar explicaciones. Desde aquel momento renunció to talmente a la música. Naturalmente, el incidente creó en torno de él un aura hostil: se le negaron méritos con la misma facilidad con que se habían exagerado los que poseía; se le ridiculizó de todas las maneras posibles. Daniel no hizo caso; su renun cia al arte era tan absoluta que él mismo no se conside raba artista. Se impuso la tarea de borrar de su memoria los recuerdos del pasado. Encerrosé en su casa y se en tregó a continuas lecturas místicas y teosóficas. Al cabo de algunos años nadie se acordaba de que él era músico. Poco después conoció a Ana Josefa Allende, cuya fami lia y la de Solar mantenían una tradicional amistad desde los remotos tiempos del esplendor de las casas de abolengo. Era Ana Josefa una muchacha dulce y mansa en extremo, en el leve estrabismo de cuyos ojos había —al decir de Daniel—. la resignada expresión de los dolores sufridos en la serie de vidas del karma teosófico. A causa de esto, enamoróse de ella, y de un día a otro contrajo matrimonio. Al año nació Reinaldo. Dos años después una niña, Car men Rosa.

martes, 14 de octubre de 2025

FERNANDO LÁZARO CARRETER DICCIONARIO DE TÉRMINOS FILOLÓGICOS

 

A D. Julio Casare


s, testimonio de cariño y gratitud. Hace tiempo que se deja sentir la necesidad de una obra como la que hoy ofrecemos al público. Si hasta ahora no existe en lengua española un trabajo semejanteJ, ello se debe, seguramente, a su enorme dificultad. Si ésta no es insalvable, se debe en gran parte a la existencia de algunas obras de terminología extranjeras, bien generales, bien limitadas a un determinado grupo de lenguas. Y, en primer lugar, al extraordinario Lexique de la terminologie linguistique, de Jules Marouzeau2. 

Sin este libro difícilmente hubiéramos podido componer el nuestro. Nos ha proporcionado el repertorio básico de términos que debían ser definidos, y nos ha suministrado, en gran parte, las equivalencias alemanas e inglesas. Ahora bien, si es justo que confese mos esto al comienzo de nuestro libro, es necesario también que resaltemos la total libertad con que hemos procedido, tanto en la selección de los términos definibles (cuyo número supera considerablemente al de Marouzeau), como en las definiciones. Podemos, pues, asegurar que hemos hecho un libro enteramen te nuevo, responsable, por sí mismo, de aciertos o errores. Como una obsesión nos ha perseguido, durante la larga y laboriosa 1 M. Socorro publicó en 1936, en Las Palmas, un folleto titulado La nomenclatura gramatical, poco difundido y de escasa importancia. 2 La primera edición apareció en 1934, con la traducción alemana de los términos definidos. La segunda, en 1943, con la incorporación de los términos ingleses. Y la tercera, en 1951, con las equivalencias italianas. redacción del Diccionario, el prurito, si no de originalidad —imposible en este tipo de trabajos—, el de independencia3. 

 El problema de la terminología lingüística en España no es más que un aspecto del problema general que tiene planteado la Ciencia del Lenguaje. El recuento de los términos usados unívocamente nos llevaría a un resultado desconsolador: tan sólo un escaso número de ellos posee valor general. Términos corrientes encubren frecuentemente conceptos distintos, cuando no contradictorios. A eso debe añadirse que muchos lingüistas, extranjeros sobre todo, escriben en un lenguaje enteramente personal, cuya clave es necesaria para comprenderlos. Parece urgente que la Comisión de Terminología, creada en el seno del Comité Internacional de Lingüistas desde 1931, proceda a la elaboración de un Léxico oficial que permita la mutua y fácil comprensión. 

Un importante paso, en ese sentido, se dio en el VI Congreso Internacional de Lingüística (París, 1948), en el cual eminentes científicos expusieron sus, frecuentemente encontrados, puntos de vista sobre la cuestión4. Problema particular de este libro ha sido el de trazar sus propios límites. Nos ha guiado el propósito de hacer una obra eminentemente útil a los estudiantes de Filología (especialmen te de Filología Románica) de las Facultades españolas, y ello nos ha movido a ensanchar un tanto dichos límites. Se hallarán, pues, definidas algunas nociones de métrica y de retórica que justifican la calificación de filológica que hemos dado a nuestra terminología. 

Se han incorporado también abundantes términos de Fonología y Glosemática. Y, por fin, hemos incorporado los nombres y, en alguna ocasión, una sucinta referencia 1 Me ha sido también muy útil el breve, pero excelente, Worterbuch der gram malischen und metrischen Terminotogie, de J. B. Hofmann y H. Rubenbauer. HeideV berg, Winter, 1950. * Se encontrarán dichas opiniones en las Actes du sixiime Congrés International des Linguistes, París, Klincksieck, 1949, Marouzeau, págs. 41-45, completa la biblio grafía terminológica que había ofrecido en su Lexique y resume las comunicaciones presentadas al Congreso. de tas principales lenguas del mundo y de los más importantes dialectos románicos, que permita su inmediata localización. Hay casos en los que no nos hemos limitado a una simple definición del término, sino que hemos bosquejado ya sus vicisitudes histó ricas, ya una información sobre el estado actual de la noción que designa. En muchas ocasiones, cuando una definición nos ha parecido correctamente enunciada por un lingüista de gran autoridad, la hemos copiado literal o abreviadamente, citando siempre entre paréntesis al autor seguido. Con mayor motivo se ha hecho la cita, literal o abreviada, cuando el término era de empleo particular (exclusivo o no) de algún lingüista. En ocasiones, sobre todo en términos tradicionales, se ha incorporado la definición dada por ta Gramática o el Diccionario de la Real Academia Española. 

 No se nos oculta que la empresa cuyos primeros frutos ofrecemos al público no puede considerarse como definitiva. Sabe mos de antemano que, con toda facilidad, se nos podrán señalar deficiencias: falta de algunos, quizá muchos, términos, definiciones incorrectas, acepciones no señaladas... En cualquier caso, debemos pedir la colaboración de los filólogos, para los cuales los problemas terminológicos no pueden ser indiferentes. La primera ayuda, antes de aparecer el libro, me ha sido ya prestada por mis colegas Martín Sánchez Ruipérez y Valentín García Yebra; el primero me ha hecho importantes advertencias referentes a métrica clásica y el segundo ha revisado enteramente el original. Para ellos mi gratitud. Fernando Lázaro Salamanca, 1953.

lunes, 13 de octubre de 2025

Jesús Quintero y Antonio Gala 13 Noches Fragmento.


       

Jesús Quintero y Antonio Gala en 13 Noches— es una joya editorial, un acto de resistencia lírica y filosófica que merece ser ritualizado. El programa 13 Noches, emitido en 2002 por Canal Sur, fue una serie de entrevistas íntimas y nocturnas conducidas por Quintero, donde Gala apareció como invitado estelar en la primera noche, marcando el tono de todo el ciclo.


🎙️ 13 Noches: El Verdugo y el Místico

Jesús Quintero, el “Loco de la colina”, encarnaba el silencio como herramienta de revelación. Su estilo pausado, casi litúrgico, convertía cada entrevista en un acto de confesión.


Antonio Gala, en esa primera noche, se presentó como profeta del deseo, crítico del poder, y místico del amor. Su voz, su mirada, su forma de sentarse, eran parte del ritual.


“Yo no soy un hombre de este tiempo. Soy un hombre de todos los tiempos.” —Antonio Gala, 13 Noches, Noche 1


🕯️ Ritual editorial de esa noche

Lema: “La palabra como resistencia, el silencio como revelación.”


Emblema: Una rosa abierta sobre un reloj sin manecillas.


Crítico simbólico: Gala como “El Guardián del Deseo”, Quintero como “El Verdugo del Ruido”.


📺 ¿Qué ocurrió en esa entrevista?

Gala habló de la muerte, del amor, de la política como teatro, de la belleza como deber.


Quintero lo dejó hablar, lo miró como si fuera un oráculo.


Fue una noche donde la televisión se convirtió en acto poético, no en espectáculo.     

***

Jesús Quintero y Antonio Gala

 

 13 Noches

 

 

           

            Título original: 13 Noches

 

            Jesús Quintero y Antonio Gala, 1999

 

            Retoque de cubierta: FLeCos

 

            Editor digital: FLeCos

 

            ePub base r1.2

 

             

 

 

 


            A Joana Bonet Camprubi

 

 


 Introducción

 

 

            La televisión era una mina abandonada y saqueada. La televisión era la palabra que más se pronunciaba y el tótem de mayor culto. Se leían menos periódicos y revistas que en los años treinta. El pueblo vivía en permanente zapping. Nada ni nadie existía si no salía en la caja tonta. Ser era ser visto y la televisión estaba para ser visto, para salir. Los mercaderes y los políticos aprovechaban el medio más poderoso de todos los tiempos para vender su mercancía. La basura, el morbo, la frivolidad, la violencia, el sexo y el sentimentalismo barato y de lágrima fácil se habían convertido en el único reclamo para atraer a la audiencia, a la que se halagaba alimentando sus más bajos instintos. Todos buscaban una primacía absurda, porque además no había primicia. Todos buscaban el gran caso que les permitiera montar un juicio paralelo cada noche en sus programas. Todos buscaban la gran exclusiva que hiciera reventar los audímetros y les supusiera el mayor pelotazo de su vida. Pero, mientras tanto, se dedicaban a copiarse, a repetir los mismos argumentos con los mismos inevitables personajes, cada vez peor y con menos gracia. La televisión estaba llena de bufones millonarios. Los informativos perdían rigor y credibilidad y pasaban a formar parte del espectáculo. Los debates eran gallineros en los que se imponían el guirigay, el grito, el golpe de efectos, las bromas de mal gusto, las descalificaciones, los insultos, y la más elemental falta de ética y de respeto. No había ideología ni ideas ni reflexión ni opinión. Todo era fuego de artificio, pirotecnia, vacío intelectual y moral. Los platos estaban llenos de un público mercenario, que se emocionaba, aplaudía, lloraba o reía a una orden del regidor. Nada era espontáneo ni verdadero ni auténtico. Se hacía una programación para bobos que no entendían nada mínimamente profundo ni tenían otra inquietud en la vida que las desgracias de los culebrones y los cotilleos de la prensa rosa. Si el pueblo supiera lo que realmente piensan de él los que programan las televisiones públicas y privadas, probablemente habría otra guerra civil. España entera era una portería. La televisión pasaba de la cultura como de algo aburrido y que no le interesaba a nadie. En su circo no había lugar para los sabios, los filósofos, los intelectuales, los líderes de opinión, los creadores, los poetas, los hombres y mujeres que de verdad tenían cosas interesantes que decir e historias que contar. En la patria de Cervantes, de Picasso, de Federico García Lorca y de Juan Ramón Jiménez los reyes de la audiencia eran las Veneno, los padres Apeles, los Chiquito de la Calzada y los Lequio de turno. La noticia más importante de la década era que la becaria Mónica Lewinsky había aprobado el examen oral en el despacho oval. Las portadas y los espacios de prime time estaban reservadas a las estrellas de la Liga de las Estrellas, a las diosas de las pasarelas y a los más famosos de entre los guapos, ricos y famosos.

            En este desolador panorama, en este Apocalipsis de la verdadera comunicación, tuve la idea y el placer, hace años, de grabar una serie de televisión con el escritor Antonio Gala. Se trataba de «Trece noches», un programa que se emitió en Andalucía, con el que pretendíamos reivindicar la palabra, el diálogo, el pensamiento, la sabiduría, frente a la basura que inunda los medios.

            Una mesa, una luz azul, dos hombres, la noche y la palabra eran los únicos elementos con los que se quería atraer la atención del espectador inteligente y sensible, cansado de la televisión fecal.

            Durante trece noches, Antonio Gala y yo dialogamos, en profundidad, sin prisas, sobre trece temas de ahora y de siempre: el amor, el sentido de la vida, el paso del tiempo, la soledad, la muerte, la guerra y la paz, la religión, la política, el dinero, España y los españoles, los mitos, los paraísos, el arte y la cultura. El resultado, en mi opinión, es un documento único, imprescindible para conocer de cerca y a fondo a uno de los más brillantes intelectuales del siglo XX: Antonio Gala, dramaturgo, poeta, novelista, un hombre culto, valiente, ameno y profundo, dotado de un envidiable poder de comunicación.

            Con «Trece noches» quería alejarme de mi etapa de malditismo y marginalidad. Después de haber profundizado en anteriores programas, como «El perro verde» y «Qué sabe nadie», en la locura, las situaciones límite, lo excepcional y lo raro, en definitiva, ahora necesitaba enfrentarme a la sabiduría y al conocimiento, en un intento revolucionario de regresar al principio, al verbo, de rescatar la palabra de esa maraña de imágenes, casi siempre frívola y engañosa, en la que está atrapada, para devolverle su auténtico protagonismo.

            La serie se grabó en Sevilla. Antonio Gala llegó con su secretario, se instaló en un pequeño apartamento de la judería sevillana y se concentró en el trabajo. Fue quizá lo primero que me llamó la atención: su seriedad profesional, el rigor que se exige a sí mismo y, en consecuencia, exige a los demás. Aunque le sobran recursos e ingenio para salir brillantemente de cualquier trance, se preparaba cada encuentro como si fuese a pasar un examen.

            La idea del programa no era hacer trece entrevistas, a un personaje, sobre trece asuntos, sino dialogar con un maestro de la palabra, con un hombre sabio, sobre trece temas, en el sentido casi platónico del término diálogo. Gala era, de algún modo, Sócrates, y yo un alumno que preguntaba con la curiosidad de quien busca respuesta. Sin embargo, no siempre estábamos de acuerdo. El discípulo, a veces, salía respondón y rebelde, con lo que el choque, el enfrentamiento, la esgrima dialéctica se hacían inevitables.

            Durante las trece noches procuré que Antonio Gala no se perdiera en las estrellas, que hablara al nivel del hombre, con los pies en la tierra, y siempre que podía intentaba desequilibrarlo y bajarlo a la cruda realidad, con preguntas desconcertantes, irónicas e incluso impertinentes.

            En cada programa procuraba introducir cuestiones personales, porque no sólo me interesaba la visión teórica de Gala sobre cada tema, sino también, y sobre todo, su experiencia humana, su visión directa y su reflexión práctica.

            Como buen dramaturgo, Antonio Gala conoce a la perfección todos los recursos del teatro, y los emplea como un actor magistral. Confieso que, por momentos, me hacía dudar de la sinceridad de su discurso. No sabía si lo que me estaba diciendo lo sentía de verdad o sólo lo interpretaba magistralmente.

            El diálogo discurría, a veces, ceremoniosamente, remansándose en bellos y profundos parlamentos. Otras, por el contrario, era un chispeante toca y daca, un continuo intercambio de preguntas, como una ráfaga de metralleta.

            Antonio Gala es una de las personalidades más carismática de este país, aunque no tenga una opinión muy favorable del carisma: «Cuando escucho carisma, se me pone la carne de gallisna», me dijo una noche que hablábamos de la política. Pese a ello, él es un personaje carismático que llega a todo tipo de públicos. La prueba es que en un país, como el nuestro, en el que pocos leen, Antonio Gala es un escritor del que todo el mundo ha oído hablar y al que todo el mundo ha oído hablar alguna vez, supongo que con fascinación.

            Una de las virtudes que más me impresionan de Gala es su valentía, su independencia y libertad de pensamiento, esa disposición a jugársela, si hace falta, por defender sus verdades en voz alta.

            Otra de sus cualidades es su don de comunicación. Siempre me han fascinado los oradores, los maestros de la elocuencia. No creo exagerar si afirmo que Antonio Gala es, para mi gusto, el más brillante hablador de estos tiempos, aunque sé que es mucho más que un orador. Él es, en directo, mejor que cualquiera de sus libros.

            Después de casi treinta horas de charla ante una cámara y muchas más en privado, creo que conozco un poco a Gala. Hemos convivido y lo he visto de cerca. He sufrido sus caprichos, su divismo —no siempre amable—, su mala uva cuando las cosas no son como él espera o desea y los picotazos de su afilada lengua. A veces, es como un niño, puede ser duro y arrogante. Tiene carácter y lo manifiesta.

            Pese a sus manías, estoy convencido de que Antonio Gala es mucho mejor al natural. Aunque no es un hombre fácil, gana cuando se le trata de cerca. En sus apariciones en público suele dar la imagen que de él se espera: brillante, poético, casi rozando lo sublime… Pero Antonio Gala es todo eso y mucho más. Es tierno, divertido, socarrón, ingenuo como un niño a veces, desconfiado, profundo, superficial, ingenioso… Como Oscar Wilde, es un creador de frases para la posteridad, que con frecuencia se pierden sin que nadie las recoja. Gala acuñó célebres expresiones, como «contra Franco vivíamos mejor» o «el oro del becerro», que luego se han hecho populares.

            Este libro, sin ir más lejos, está lleno de frases rotundas y de golpes geniales. Cuando le pregunto, por ejemplo, que qué mundo le gustaría dejarle a sus hijos, Antonio Gala me responde: «Hombre, a mí me gustaría, sobre todo, dejarle algunos hijos al mundo». Cuando le pregunto si habla solo, me contesta: «En España, muchas veces, hablar solo es la única manera de tener una conversación coherente». A la pregunta: ¿cree usted en un amor para toda la vida?, responde: «Para toda la vida de los demás, sí; para toda la vida mía, no». Cuando le digo: usted estuvo una vez en la frontera de la muerte, ¿no?, exclama: «¿En la frontera?… ¡Estuve en San Juan de Luz, como mínimo!». A propósito de la muerte, recuerdo un día que paseábamos por Buenos Aires Antonio y yo. En un momento dado, saqué el tema de Andalucía y de lo mal que trata a sus mejores hijos. Desde Blanco White a Cernuda cuántos andaluces habían tenido que abandonar su tierra, huyendo del desprecio. Le decía a Gala que en Andalucía la gente sólo era solidaria con los muertos, en los entierros. A lo que Antonio me contestó: «Sí, pero a los entierros van para comprobar si el muerto se ha muerto de verdad. No se engañe usted, amigo Quintero». Podría citar miles de ejemplos más de la agudeza y de la rapidez mental de Gala, pero prefiero que cada lector los descubra por sí mismo.

            En «Trece noches» Antonio Gala aparece tal cual, al natural, fiel a su imagen, pero enriqueciéndola con perfiles menos conocidos, que lo humanizan más si cabe y lo acercan al lector. El libro, al igual que la serie de la que procede, ofrece la oportunidad de pasar trece veladas con Antonio Gala, en amena y siempre provechosa tertulia. Gala tiene la virtud de hablar como si le hablase a una sola oreja, de hacer que quien lo escucha sienta que le habla a él. En «Trece noches» esa sensación es aún más fuerte, puesto que siempre se pretendió tener presente al espectador, a nuestros «semejantes», como a Gala le gustaba decir al referirse al público, a la audiencia.

            Creo, por tanto, que el principal atractivo de este libro es que nos permite conocer directamente, de primera mano, a un personaje singular que reflexiona, desde el conocimiento y la experiencia, sobre algunos temas sobre los que todos hemos reflexionado alguna vez. Un personaje que no sólo dice cosas hermosas y verdaderas, sino que se implica y se retrata a sí mismo a través de sus opiniones, anécdotas y recuerdos.

            En «Trece noches» está el mejor Antonio Gala, ese Antonio Gala del que ya dije que gana cuando se le trata de cerca, cuando uno se aproxima a su área de fuego y la atraviesa para calentarse.

            —¿Usted se deja acariciar?

 

            —Depende.

            —¿De qué?

 

            —¿Qué está usted insinuando en este instante?

            —Nada malo. ¿De qué depende?

 

            —Depende del momento, de la ocasión, de la mano… No se crea usted. Yo estoy cada vez más propenso a la caricia.

            —Yo le veía arisco.

 

            —Tengo fama de arisco, tengo fama de distante. Pero es que, verdaderamente, al distante hay que aproximarse para que esté menos distante. Hay un área de fuego, que tiene cada ser humano, y hay que atravesarla, para calentarse en ella, para quemarse si es preciso.

            En «Trece noches» Antonio Gala nos permite que nos aproximemos a él, sin reserva, como amigos que charlan animadamente en la mesa de un café de lo divino y de lo humano, mientras pasa la noche.

 


 Palabras previas de Antonio Gala

 

 

            Me he resistido a autorizar la publicación de este libro un poco más de lo posible. Tenía razones que a mí me parecieron de peso; pero a mí solo, por lo visto. Se trata de unos diálogos mantenidos de forma oral para televisión. Es decir, el último aseo y corrección de la frase queda fuera de lugar, porque lo escrito se fragua en un mundo distinto de lo coloquial, incluso en el campo del teatro, en el que lo coloquial es el producto de una reflexión intencionada y anterior y hasta va acompañado por las acotaciones. Y, en segundo lugar, se trata de unos diálogos en que las expresiones, no ya verbales sino físicas y hasta faciales, tienen verdadero protagonismo. Se me antojaba —y se me antoja— que, al ser leídos en lugar de al ser vistos, pierden buena parte de su mordiente y de su gancho.

            Dos impulsos me movieron a acceder a su impresión: primero, el de la editorial, que coincidía con Jesús Quintero, partidarios los dos de hacer público en libro algo que, más o menos, consideraban valioso y significativo. Segundo, el mío, al considerar que también el teatro se publica y tiene buen número de lectores que, en ocasiones, prefieren leerlo a verlo representado. De ahí que solicite, de quien se adentre en este libro, que supla, no sólo con su magnanimidad sino también con su intensa colaboración, las carencias que en este sentido pueda descubrir. Yo no he querido volver sobre lo dicho, precisamente para que la vuelta no me ratificara en mi postura tan contraria a la imprenta.

            En cuanto al modo con que Quintero y yo abordamos y cumplimos el proyecto, es él mejor que yo quien lo conoce. Estuvimos de acuerdo desde el primer momento, prescindiendo de combates, casi deportivos, posteriores. La elección de temas fue hecha por consenso. La diversión, en el alfo sentido germinal del término, que supuso para ambos fue evidente: lo pasamos muy bien grabando, en una Sevilla que celebraba su Semana Santa durante gran parte de la grabación. Creo que vivimos, mientras duró, en exclusiva para ella: nos absorbió y nos llenó la vida unos pocos días. Contamos con un equipo generoso y entusiasta, que nos jaleaba cada tarde en el estudio y fuera de él.

            La empresa llevó consigo una recompensa no pequeña: la de adentrarme en el complicado engranaje de Quintero, que conocía de contactos anteriores más cortos y tangenciales. Su seriedad para preparar y realizar su trabajo; su estudiada sencillez; las pausas que tan nerviosos suelen poner a sus entrevistados; la improvisación mucho más cuidada de lo que puede imaginarse; la absoluta fe en la dirección a seguir, una vez definida… Todo eso lo ofreció a mis ojos como un profesional en lo suyo igualable con mucha dificultad. Lo cual me ratificó en mi opinión de que no triunfa en ningún ámbito el que quiere sino el que se lo merece: con su trabajo, con su experiencia y con su entrega. Supuso un gozo y un aprendizaje enfrentarse, aunque sólo fuese dialéctica y corporalmente, con Jesús Quintero. A él le agradezco aún tal oportunidad.

            Y que sepan, los que se introduzcan en esta catarineta, que a ellos va muy en especial dedicado lo mío que haya en ella. Sobre todo a quienes, contemplados en su hora los programas de televisión, los grabaron y los cedieron y se recrearon o se recrean en ellos todavía. Uno no anda tan sobrado de campos donde sembrar como para desperdiciar o menospreciar los que se le oferten de una manera tan fraternal, tan bien dispuesta y tan sencilla. Con la misma donación de mí que puse cuando nacieron estas cintas, pongo ahora su texto, descarnado ya, entre las manos de quienes a él se acerquen. Gracias de todo corazón por ello.

            ANTONIO GALA

 

 


 ANTONIO GALA

 

 

 A MODO DE RETRATO IMPRESIONISTA

 

 

            J. Q.—¿Quiere hablarme de Antonio Gala como si fuera su peor enemigo?

 

            A. G.—Yo no creo tener muchos enemigos y, desde luego, no hablo mal de ellos. Pero si tuviese que hablar mal de mí, diría que soy petulante, que soy distante y que soy populista. No es verdad, pero lo diría.

            —¿Cuáles son sus pasiones?

 

            —Para desgracia mía, mis pasiones son leer y escribir, y espero que no sea para desgracia ajena.

            —¿Habla solo con frecuencia?

 

            —¡Naturalmente! ¡Por quién me ha tomado usted! En España, muchas veces, hablar solo es la única manera de tener una conversación coherente.

            —¿El día más triste de su vida?

 

            —Fue un día que preferiría no recordar, en el que me enteré, cuando ya era tarde, porque ya no me oía, que yo había sido el hijo predilecto de mi padre.

            —¿Qué es lo que no llegará a saber nunca?

 

            —Lo que hay después de la muerte, supongo. Porque, aunque me entere, ya no seré yo.

            —¿Soporta mejor a un hombre malvado que a un hombre vulgar?

 

            —Soporto mejor al malvado, porque me parece que el malvado descansa de cuando en cuando y el vulgar no descansa nunca.

            —¿Si lo tentara Satanás, se dejaría?

 

            —Pues mire, si tentó a Jesucristo, que era alguien tan por encima de mí, ¿por qué yo no me iba a dejar tentar? Además, no creo que el demonio pida permiso para tentar.

            —¿Por qué habla usted tanto, porque de pequeño no lo dejaban?

 

            —No, yo hablaba mucho de pequeño. Lo que sucede es que no me escuchaban y entonces tenía que hablar más.

            —¿Qué es lo único que le queda por probar?

 

            —Las lentejas. Hace tiempo que tengo decidido probarlas, pero no he tenido todavía la ocasión ni el valor.

            —¿Qué son los nervios?

 

            —Los nervios son esas cuerdas que, cuando no están bien templadas, acaban por estropear la sinfonía.

            —¿Cuál es la mayor dicha del ser humano?

 

            —Yo pienso (o por lo menos, en mi caso, así ha sido) que conocer con claridad cuál es su destino, y entrar en él de acuerdo, gozosamente.

            —¿Usted sabe a cómo está el kilo de besugo?

 

            —Pues, mire usted, calculando la cantidad casi infinita que hay de besugos, debe estar baratísimo.

            —¿Se conoce mucho?

 

            —Es una empresa larga ésa. Me conozco un poco. Prácticamente me he dedicado toda la vida a conocerme. Si no me conozco más, sin duda, es por torpeza mía.

            —¿Se quiere mucho?

 

            —No, no me quiero mucho. Me respeto más que me quiero. Soy como un padre para mí.

            —¿Le atormenta la duda?

 

            —No creo. La duda me enriquece, me serena y me ayuda a no juzgar.

            —¿Qué es lo que ha perdido para siempre?

 

            —Yo creo que ese amor que me iba a acompañar hasta el final.

            —¿Qué dolores soporta mejor: los del cuerpo o los del alma?

 

            —Usted sabe que yo tengo una salud verdaderamente poco envidiable. Entonces, a los dolores del cuerpo ya estoy un poco acostumbrado. Me los conozco, sé ponerme la cruz donde menos me duele, son invitados míos. Hombre, cuando aparece alguno, siempre me extraña que haya aparecido sin permiso; pero, en todo caso, prefiero los físicos.

            —¿A qué sucesos de su vida le metería fotocopia?

 

            —Hay veinticuatro momentos de mi vida que están plasmados en una colección de poemas, que se llama Testamento andaluz. A cualquiera de ellos. No me importaría que una fotocopiadora me los repitiera.

            —¿Rectifica mucho?

 

            —Procuro pensar bastante, pero luego me abandono. Creo que el tiempo y la vida toman las decisiones de una manera más sabia que nosotros. Sólo hay que seguirlos, obedecerlos.

            —¿Cuál es su utopía?

 

            —La vieja utopía del hombre: llegar otra vez a la libertad, llegar otra vez a la igualdad, llegar otra vez a la fraternidad. Mientras eso no se consiga, el hombre seguirá siendo un lobo para el hombre.

            —¿Cree usted en un amor para toda la vida?

 

            —En un amor para toda la vida de los otros, sí. Para toda la vida mía, no.

            —¿Qué hiere su sensibilidad?

 

            —Los gestos vulgares, la zafiedad cuando está fuera de lugar, cuando no es zafia ni vulgar esa persona. Eso es lo que más me hiere.

            —¿Cómo evita topar con la iglesia?

 

            —La iglesia dice que los caminos de Dios son imprevisibles e inescrutables sus juicios. Yo creo que la mejor manera es quitarse de en medio, porque, si no, se topa siempre. Ella es un bulldozer.

            —¿Qué poder le gustaría tener?

 

            —Yo creo que el único que tengo: ninguno. El de decir la verdad a los poderosos.

            —¿Es usted un hombre de costumbres austeras?

 

            —Mucho, mucho. Estoy seguro de que mucha gente se asombraría y no me envidiaría nada, si viera mi austeridad.

            —¿Le molestan las mujeres?

 

            —No, me molestan las generalizaciones. Es decir, hay algunas mujeres que me molestan, pero no por mujeres, sino por estúpidas. Y hay bastantes hombres que me molestan, pero no por hombres, sino por estúpidos.

            —Un lugar para nacer.

 

            —No puedo decir otro, Quintero, de ninguna manera, sino cualquiera de Andalucía.

            —Un lugar para vivir.

 

            —Vivo un poco a caballo y de perfil entre Madrid y Hoya de Málaga: una ciudad y un campo. Cualquiera de los dos, no siempre. Soy un sedentario sucesivo, diríamos.

            —¿Más sedentario que nómada?

 

            —Sí. Siempre he compadecido al caracol que, como dice la soleá, «va con su casa a cuestas, con más fatigas que Dios».

            —¿Un lugar para amar?

 

            —Cerca de un mar, de un mar pacífico. No de un mar irritado. No soy oceánico. Soy o Caribe o Mediterráneo.

            —¿Para envejecer?

 

            —Para eso no pido mucho. Creo que donde haya una chimenea y donde haya viejos amigos con quienes conversar, viejos leños que quemar, viejos libros que releer.

            —Pemán decía que el langostino iba para jamón. ¿Prefiere un buen libro a una caja de langostinos?

 

            —Sí, incluso un libro un poco menos bueno.

            —¿Cómo es la Andalucía de sus sueños?

 

            —La Andalucía de mis sueños es como pensamos que fue: culta, tolerante, generosa, justa, hospitalaria y fructífera.

            —¿Cómo es su Andalucía real?

 

            —Es un poco el proyecto frustrado de mi sueño.

            —¿Qué hubiera sido usted en la Andalucía esplendorosa, en la árabe: filósofo, poeta, emir, rabino, sacerdote o surtidor?

 

            —Me da usted una posibilidad magnífica. Pero de todas maneras me temo que, dado mi carácter, habría sido filósofo.

            —¿Qué mundo le gustaría dejarle a sus hijos?

 

            —Hombre, a mí me gustaría, sobre todo, dejarle algunos hijos al mundo. Y los habría preparado lo mejor posible.

            —¿A cuántas muertes ha sobrevivido usted?

 

            —Pues, hasta ahora, a todas. No han sido pocas.

            —Usted estuvo una vez en la frontera de la muerte, ¿no?

 

            —¿En la frontera?… ¡Estuve en San Juan de Luz, como mínimo!

            —¿Cree usted que deberíamos jubilarnos a los trece años?

 

            —Yo ya estoy jubilado desde mucho antes de los trece. Creo que cada uno debiera hacer lo que quisiera a la edad que quisiera.

            —¿Está usted ya en la edad de la meditación?

 

            —Si se refiere a que mi edad es provecta, está usted completamente equivocado. Hay gente muchísimo mayor que yo afortunadamente. No, en serio, no estoy en una edad tan grave como para que lo único que haga sea la meditación. Pero sí he sido siempre reflexivo.

            —Dicen que el loco lo pierde todo menos la razón. ¿Para usted qué es un hombre cuerdo?

 

            —Un hombre cuerdo, para mí, es el que actúa de acuerdo con su propia convicción. Pero con una convicción generosa, compartida, pacífica. Me parece que todo el que vaya contra corriente de la vida es el gran loco. Porque entonces está prefiriéndose a sí mismo a todo lo demás.

            —¿Usted se deja acariciar?

 

            —Depende.

            —¿De qué?

 

            —¿Qué está usted insinuando en este instante?

            —Nada malo. ¿De qué depende?

 

            —Depende del momento, de la ocasión, de la mano… No se crea usted. Yo estoy cada vez más propenso a la caricia.

            —Yo lo veía arisco.

 

            —Tengo fama de arisco, tengo fama de distante. Pero es que, verdaderamente, al distante hay que aproximarse para que esté menos distante. Hay un área de fuego, que tiene cada ser humano, y hay que atravesarla, para calentarse en ella, para quemarse si es preciso.

            —¿Cree que hay mucha gente dispuesta a aproximarse a los demás hasta el punto de quemarse?

 

            —Hay que hacerlo. Mire usted, en estos momentos todos estamos marcados por una serie de límites: los negocios llegan hasta tres metros, la amistad dos metros, el amor cincuenta centímetros… Estamos llenos de peldaños, crispados, erizados. Si nos damos la mano, es para cerciorarnos de que no tenemos armas. ¿En qué nos estamos convirtiendo? En enemigos de todos. No hay nada tan desconfiado como el hombre actual. No se atreve a pasear por la calle de noche, a ver la luna creciente, porque teme que alguien le dé un golpe en la nuca. No se atreve a confiar ni en el acto del amor. Teme abandonarse, estar inerme… ¿ante qué amenaza? ¿Cómo es posible que hayamos llegado al extremo de desconfiar hasta de nosotros mismos? No nos atrevemos a decirnos la verdad: que estamos solos, que tenemos miedo, que queremos ser acariciados, que queremos descansar en otro, que queremos amar y que nos amen.

            —¿El hombre le parece un animal que ama o un animal que razona?

 

            —A mí me parece admirable lo del hombre. Es un animal que ama razonando. Los demás animales parece que se tiran al amor como a una piscina. El hombre puede preguntarse por qué ama, por qué ha dejado de amar. Y puede resignarse a no dejar de amar, porque puede todo menos eso.

            —¿Para usted, todo está permitido en el amor?

 

            —Si el amor es correspondido, voluntariamente, todo. El amor no tiene la moral de las Bancas, ni de las cajas de ahorros, ni de los burgueses.

            —¿Le gustan los enamoramientos súbitos?

 

            —No, no quiero tener amores de una noche. No quiero la aventura, porque no sacia la sed, da más sed. En este momento, yo volvería al amor, pero volvería de una manera un poco especial. Esas parejas que andan como en una burbuja, aisladas por un foso del resto del mundo; esas parejas que lo primero que se compran es un confidente de dos asientos y un juego de café con dos tacitas me parecen absolutamente imbéciles. Comprensibles, porque en amor todo es comprensible, pero no me gustan. Yo ya necesitaría, con la persona amada, un proyecto en común; un proyecto en común en el que no interviniesen sólo el tú y el yo, ni el nosotros, sino que el nosotros abarcara también al ellos. Ya sólo puedo hablar de un amor mucho más grande. Todo lo que he hecho hasta ahora son ensayos; ensayos malos, por otra parte.

            —¿Le ha dedicado mucho tiempo al amor?

 

            —Infortunadamente, ese es un tren que me parece que he perdido o, por lo menos, he hecho viajes demasiado cortos. Me habría gustado llegar en ese tren a la estación fin de trayecto. No ha sido así y lo lamento. Supongo que ha sido culpa mía. Quizá debiera haber amado mejor o haber amado más o haberme dejado amar mejor o haberme dejado amar más. Todavía no es tarde.

            —¿Qué ha estudiado usted?

 

            —He estudiado Derecho, Filosofía y Letras, Ciencias Políticas y Económicas. He estudiado Teología. Es decir, no ejerzo nada de lo que he estudiado. He hecho oposiciones magníficas, pero no han significado, en principio, nada para mí. Sin embargo, creo que sí han significado. Me han enseñado a reflexionar, a estarme quieto, a contar (no hasta cien, sino hasta mil, muchísimas veces) y, por supuesto, han ejercitado una cosa que me parece esencial en el ser humano, que es la razón.

            —¿Dónde hay que tocar al ser humano para que espabile?

 

            —Yo supongo que siempre en el corazón. El corazón es el motor de todo. El corazón es lo que mueve el sol y las demás estrellas, cómo no va a mover al hombre.

            —¿Ha tomado alguna decisión para estas trece noches?

 

            —He tomado simplemente la decisión de estar aquí, de charlar aquí, de volcarme encima de esta mesa, de poner mi corazón aquí y esperar que otro corazón escuche. Pero sin decisiones previas, sin prejuicios y sin presentimientos.

            —¿Qué quiere decir en estas trece noches?

 

            —Yo no querría decir nada, pero me parecería egoísta no comunicar lo que yo he conseguido, que es poco, que hay gente que ha conseguido mucho más; tanto que probablemente no se brindaría a decirlo, porque consideraría que es indecible. Pero si para algo sirve lo que una cabeza normal, modesta, ha reflexionado sobre esos grandes temas sobre los que casi nadie reflexiona (la muerte, la guerra, la paz, el amor, el sexo, la vida…); sobre esos grandes temas que digerimos porque ya nos los dan digeridos, nos los dan ya pensados… Decir que cada uno sabe seguir su camino, que cuando se gana algo por sí mismo vale muchísimo más que cuando nos lo regalan. Eso es lo que quiero decir.

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