Reinaldo Solar es la primera novela de Rómulo Gallegos, escrita entre 1913 y 1920, y publicada en 1920. Aunque menos conocida que Doña Bárbara o Cantaclaro, esta obra inaugura el universo narrativo galleguiano con una carga profundamente política, filosófica y existencial. Es el retrato de un hombre que se debate entre el idealismo y la corrupción, entre la vocación ética y la decadencia social de una Venezuela en crisis.
Retrato del protagonista: Reinaldo Solar
Figura intelectual: Reinaldo es un joven culto, introspectivo, que busca sentido en medio de una sociedad marcada por el oportunismo, el clientelismo y la pérdida de valores.
Conflicto central: Su lucha no es solo contra el entorno, sino contra sí mismo. El dilema moral lo consume: ¿adaptarse o resistir? ¿Callar o denunciar?
Símbolo: Solar encarna el intelectual ético, el que no se vende, pero tampoco encuentra espacio para actuar sin traicionarse.
Contexto y crítica
Venezuela como escenario: Gallegos pinta un país desgarrado por la inestabilidad, la emigración forzada, el miedo y la corrupción. La frase “Es necesario escapar” se repite como un mantra generacional.
Estilo: Más reflexivo y filosófico que sus novelas posteriores. Menos épica rural, más introspección urbana.
Temas: Desarraigo, vocación, ética, decadencia, modernidad, exilio interior.
FUENTE E INFORMACIÓN: COLABORACIÓN: DR. ENRICO PUGLIATTI Y MÉNDEZ LIMBRICK.
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Apenas comenzaban a perfilarse las cumbres avileñas en la luz de la albada, cuando Reinaldo estaba de pie, ávido de empezar con el día la nueva vida que se había propuesto. Po¡r la ventana abierta, el campesino amanecer iba es parciendo dentro del cuarto, junto con su hálito generoso, su turbia claridad. De los contornos venían ecos de labor madrugadora: voces del gañan que buscaba por entre los tablones el buey cerrero que en la noche se soltó, mugidos de vacas en el ordeño, palabras aisladas en el silencio, el trabajoso rodar de un carro tempranero por los callejo nes, el sordo rumor de la molienda nocturna, allá en el trapiche. A ratos oíase el griterío de las bandadas de peri cos que empezaban a salir de la montaña. Cantaban los gallos: a una bronca clarinada próxima respondía, más allá, otra, clara y vibrante, y otra a lo lejos, apagada y quejumbrosa, como un ayear. Mientras saboreaba el café que acababa de llevarle la negra Úrsula, antigua manumisa de la familia Solar, Rei naldo púsose a contemplar desde la ventana que dominaba los campos de la hacienda cómo iba amaneciendo, sobre el valle y por encima de las colinas circundantes, sobre toda aquella tierra suya, aquel memorable día de marzo que marcaba en su vida tránsito y renovación. Un reborde de luz corría por detrás de los montes haciendo resaltar la cresta de Los picos de Naiguatá, las lomas rotundas de La Silla, la línea ondulante de las serranías del Sur, y en el abra próxima donde el Ávila sumía sus últimas estriba ciones, un alba sin arreboles se iba levantando y encen diendo. Abajo, en la noche remisa del valle, blanqueaban los cañaverales de “Los Mijaos”, en torno a la sombra vigilante del torreón del trapiche, en cuyo extremo se alza ba un fantástico árbol de humo. En los ranchos comenza ban a brillar los hogares. Con una prisa infantil, Reinaldo salió al campo, y, al pisar la tierra, como si no la hollara desde mucho tiempo y ella estuviese esperándolo, ávido de sentido sobre sus lomos, exclamó: —Aquí me tienes de nuevo. Ahora te pertenezco, todo entero. Y echó a andar por el callejón que conducía al trapiche, entre hileras de altísimos sauces. El aire sereno del amane cer comenzaba a removerse, oloroso a tierras recién vol teadas, a estiércol refrescado al relente de la noche, a bagazo rezumante todavía, y a ratos traía, envuelta en un áspero tufo de alambique y de cachaza, la caliente fragancia de melado que hervía en las pailas de la oficina, o de la montaña cercana el olor agreste y sabroso del matorral serenado. Reinaldo Solar caminaba jubiloso, haciendo frases estu pendas. Volvía a la Naturaleza, al goce de los deleites sencillos, a la vida simple, pero sana e intensa, de los senti dos. Aspiraba el olor de los campos y se sentía transporta do como en una suave aura de arrobamiento: era la tierra fecunda, que lo absorbía como a un abono virtuoso que, a su vez, debiera multiplicar la fecundidad de ella. Y para que esta compenetración fuese perfecta, caminaba hundien do las plantas en el barro de las carriladas. Ya aclaraba cuando llegó a un rancho que por allí había, sobre una colinita coronada de coposos mangos. Un perro flaco y todo cubierto de peladuras purulentas salió a su encuentro gruñendo de una manera hostil. La asquerosa sarna del animal produjo al joven viva contrariedad. ¿Cómo ora posible que la tierra, madre generosa de abundancia y de salud, alimentase aquella podre? Regañó al animal que se le encimaba enseñándole los dientes. —¡Clavel! ¿Qué es eso? ¿No me conoces? A su voz, salió de un establo vecino al rancho un viejo barbitaheño que tenía un mugriento escapulario terciado pobre el pecho casi desnudo. —¡Contra! Sí es don Reinaldito. —Yo mismo, Gracián. ¿Pensabas que no volvería por aquí? —Como hace tanto tiempo que no ha querío pisá su tierra... —Pues aquí me tienes. Probablemente para siempre. —Que ansina sea. Que por algo dice el dicho que el ojo del amo es el que engorda al caballo. —Anda mal esto, ¿verdad? —Su miajita, don Reinaldito. Que con el descuío pué resulta un mucho pa más tarde. Y no lo digo por mal de naide, que ya sabe usté que a Gracián Sayago no le ha gustao nunca está soplando murmuraciones en los oídos de los amos; contimás que usté no me lo ha preguntao. Pero ya irá mirando con sus propios ojos. Hay mucho barbechal por esos campos, la floramarilla se ha cogío el puesto de la caña. —Ya se resembrará. —Esa boca manda. ¿Y la familia? ¡Ah! Conque vino solo. ¿A reponese? Ya le estaba haciendo farta: se ha chupao mucho en esa Caracas, y usté me perdone la licen cia. Pero el campo es güeno, don Reinaldito. Aquí me tiene usté a mí, que he perdió la cuenta de los años y toavía doy brega. —Ya se ve, ya se ve. Eres como el Padre Eterno, que no se sabe cuándo envejeció y siempre se conserva igual. —¡Ja, ja! No tanto, don Reinaldito, no tanto. Son seten ta y pico no más. Pero, ¡ja caramba! Lo tengo de plantón. ¿No gusta sentarse un saltico aunque sea? , —No, Gracián, salgo de la cama. —Es verdá. ¿Y una camasita e leche? —Eso sí. Y caminó detrás del isleño hacia el cobertizo donde es taban las vacas. Algunas, ya ordeñadas, pacían la hierba húmeda de rocío de un barbecho cercano: las que perma necían en el establo amarradas a los horcones, mugían dulcemente, llamando los becerros. En el aire matinal flo taba el bucólico olor de la boñiga. Dentro del rancho se oía raspar las arepas. Un humo azul se escapaba de la techumbre pajiza, en cuya solera estaba encaramado un gallo, lanzando su canto ufano y desafiador. Reinaldo quiso ordeñar con sus propias manos la leche que había de beber, y el isleño, asombrado y jovial, al verlo ponerse a la tarea, exclamó: —¡Usté en esa bajeza! ¡Miren que don Reinaldito tiene cosas! Me se representa al difunto su agüelo, que también le gustaba jacé too. ¡Qué señor aquel don Hermenegildo, que no me canso de échalo de menos! Me parece está viéndolo en su yegua blanca, recorriendo los campos toas las mañanas. A tal hora como ésta pasaba po aquí a toma se su leche. En esa misma camasa que usté tiene en las manos la ordeñaba él mismo. Por eso se la di; ésa no la toca naide de nosotros. ¿Se acuerda usté de su agüelo? —¡Cómo no! No hace tanto tiempo. Juntos hicimos mu chas veces esa recorrida matinal. —Él tenía muchas fiestas con usté. ¿Se acuerda de aquel fiestón que dio pa celebrá la llegá del agua de la cequia que él había trazao? No debe acordarse, usté era todavía una criatura. —Pues me acuerdo como si lo estuviera viendo. —¿De veras? Pos mire que pa ese entonce tendría usté cinco años no cumplios. Fue un treinta de agosto, día de Santa Rosa. Y la mañana metía en agua. El viejo estaba que no le cabía el alma entre el cuerpo; ya le parecía que iba a resultá el pronóstico del ingeniero que le dijo que el agua no llegaría a la represa, polque el trazo y que estaba mal hecho. Y esa gentará, toa la familia, esperando la cosa. ¡Qué momento aquél, cuando por fin sonó el agua en la represa de la ruea! Al viejo se le salieron las lágri mas y lo cogió a usté en sus brazos y lo levantó parriba, y le dijo —me acuerdo mucho—: Muchacho, aprende; éstas son las verdaderas alegrías de la vida: el fruto de la idea de uno. Hizo una pausa. Reinaldo, conmovido por la inesperada evocación de aquel recuerdo de su primera infancia, que ahora tenía para él una significación especial, interrumpió su faena y se quedó viendo al viejo, buen espacio. Gracián continuó: —Y es la pura verdá, don Reinaldito. Ésas son las ver daderas alegrías de la vida: ve el fruto del trabajo de uno. Y luego, cambiando el tono de la voz: —No así su taita, el señol don Daniel, a quien Dios tenga también en su gloria. Ése no supo gozá e la vida. —Papá vivía fuera de la Naturaleza. —Ansina debe sé. —concluyó Gracián, al cabo de un rato. Entretanto, habían salido del rancho dos mujeres. —¡Bendita sea la Virgen pura! Aguaita, Plácida Si es don Reinaldo. El niño Reinaldito, como lo llamábamos hasta ayer no más. ¡Y que ordeñando! —Es necesario saber hacer de todo un poco, Efigenia. Le respondió el joven, complacido en su tarea, mientras estrujaba torpemente la rosada ubre del animal, que se volteaba a mirarlo con sus ojos húmedos y mansos. Entretanto, la rústica familia de Gracián, agrupada en el establo, contemplaba al joven señor con cariñosa admi ración. Componíanla cuatro arrapiezos, cuyos ojos claros lucían su azorada pureza entre el mugre de las caras pálidas; Plácida, la hija mayor de Efigenia, la mujer ago tada ya por los trances de una maternidad incansable. Lleno el envase, Reinaldo se incorporó. Gracián le dijo: —Bébasela, toa, que debe está güeña polque es postrera. La leche tibia y olorosa se derramaba bañándole las ma nos. Manteniendo la vena del buen humor, grato a los campesinos, Reinaldo hizo un gesto de fingido asombro. —¡Qué acontecimiento!, ¿verdad, chico? —dijo al más pequeño de los muchachos—. Todos han venido a verme ordeñar. —Farta Tránsito —replicó el interpelado, frotándose la espalda desnuda contra un horcón. Y la madre agregó, sonriente: —Ella tiene reparo de que usté la vea asina como está. —Y soltando una risa franca y gozosa, de ingenuo rubor, agregó—: Como se casó, va pa siete meses ... —¡Ah! Ya comprendo. Dijo Reinaldo. Y luego, alzando la voz, gritó a la manera de los campesinos para hablarse a distancia: —¡Transítoo! ¡Tránsitoo! Anda, mujer de Dios. Déjate ver, que no es ningún pecado lo que has hecho. Roja de risa y de vergüenza, la muchacha asomó la cabe za por encima de la palizada que festoneaban las últimas pascuas azules. A través del cañizo se advertía la redon dez del vientre grávido. —¡A la salud del que ha de venir! Exclamó Reinaldo. Y levantando la camasa, bebió el contenido a grandes y ruidosos tragos. Los chicos lo miraban embobados; las mujeres sonreían silenciosas. Gracián se quitó el sombrero y dijo: —Que Dios se lo pague. Esto era más de lo que necesitaba Reinaldo para aban donarse a la emoción que le estaba bullendo en el pecho. Él también había tomado en serio su jovial ofertorio, a causa de que, cuando levantaba la jicara rebosante de leche, había visto aparecer el sol y su frente había ¡recogi do el primer rayo de luz. El natural acontecimiento y el ingenuo ademán del campesino cobraron para él las pro porciones de una señal mística: bajo la rústica techum bre del establo, en el bucólico ambiente oloroso a boñiga y a cogollos recién cortados, rodeado de caras humildes que sonreían con una pura sonrisa de asombro, él acababa de celebrar un rito solemne, que tenía el sabor arcaico de las olvidadas religiones de la Naturaleza. Lleno de esta emoción cuasi mística se alejó del rancho y anduvo a través de los campos de la hacienda, cruzando los rastrojos, de donde se levantaban a su paso bulliciosas bandadas de capanegras y de tordos, saltando por encima de los tablones recién surcados, metiéndose por entre los cañaverales, evitando el encuentro de la gente que discu rría por los callejones, para saborear a solas el interno deleite de sus exaltadas imaginaciones. Luego remontó el cauce de un arroyo que bajaba del monte, trepando des calzo por las piedras bruñidas por las chorreras, hasta un paraje sombrío donde había un ojo de agua. Manaba ésta en el cuenco de una roca revestida de mus gos y de helechos; grupos de bejucos colgaban de los altos y coposos árboles que tendían por encima un toldo de frescura y de recogimiento; atravesado en el cauce pu dríase el tronco añoso de un jabillo derribado, y por deba jo de él, la hebra del arroyo se deslizaba con un ruido suave hacia un remanso obscuro. El ambiente era frío y denso; la luz, tamizada por el follaje, tenía tonos verdine gros; más allá, cauce arriba de la seca torrentera, lucían manchas de sol en los claros del bosque. Un suave rumor nocturno de élitros en las espesuras marcaba el ritmo apacible de aquel silencio lleno de solemnidad y de mis terio. Era el sitio propicio a la comunicación con la Natura leza; la fuente, que ha inspirado a los hombres, a través de los siglos, supersticiones diversas. Reinaldo se había acercado a aquélla con una emoción de espera mística. Aquietó sus pensamientos, buscando el éxtasis, como quien busca el sueño, pero el torrente de sus ideas era incontenible, y turbando el silencio comenzó a declamar: —“Iba a buscar allí, en el seno de la Naturaleza redento ra, la obra de la reconstrucción de su ser moral, como una planta que, deformada por el cultivo, volviese a la selva originaria a recuperar el vigor de su antigua condición salvaje”. Era el primer capítulo de una novela que había conce bido días antes y cuyo título sugestivo y lleno de sabor de ciencia moderna: “Punta de Raza”, había estampado ya con gordos caracteres en el croquis de la carátula dibu jada por él, en la .cual se veía un hombre desnudo, de hirsuta barba de tinta china, en la linde de una selva inhollada, bajo un largo vuelo de garzas, mirando salir el sol en éxtasis naturalista. Sacó la cartera para fijar aquella frase; pero en seguida se arrepintió. Una sombra de contrariedad pasó por su rostro; aquel pensamiento literario había roto el encanto de la autosugestión bajo cuyo influjo estaba desde el amanecer. Barajando en una misma ficción las emociones experi mentadas durante la excursión matinal por los campos de la hacienda, con las que desde la víspera había atribuido a su protagonista, y acomodando su espíritu al estado pre concebido en que su héroe debía sentir dentro de su ser cansado y en trance de descomposición la panteística pene tración de las energías eternas de la Naturaleza, había con cluido por creer en la sinceridad de sus sentimientos. No era un producto de su imaginación, construido artificiosa mente para llenar las páginas de una novela, aquel inte resante personaje, punta y remate de una familia histórica, que después de arrastrar por la ciudad una vida de refina mientos y de desviaciones morales, rompía inopinadamen te con su pasado para internarse en el corazón de una selva virgen, a emprender la labor prodigiosa de destruir en una sola vida de hombre la obra de varias generaciones que acumularon en su ser el morboso legado de la deca dencia. “Punta de Raza” era el mismo vástago desmedrado de los antepasados legendarios que vinieron en las carabe las de los conquistadores; de los antepasados históricos que fundaron ciudades y civilizaron naciones enteras de indios; de los proceres que resplandecieron en la epopeya de la Independencia; de los varones austeros que fundaron la República y más tarde sacrificaron el peculio y la vida en aras de la honra y en defensa de la convicción; de todos cuantos fueron muestra del temple y del vigor de la raza, en aquella casa donde hasta las piadosas mujeres tuvieron raptos heroicos de orgullo y de altivez. El último de aquella esforzada legión fue Hermenegildo Solar, el abuelo. Perseguido por los odios políticos que la Guerra Federal había desatado contra el apellido man- tuano, con él dejan de figurar los Solar en el Gobierno de la República y llegan hasta perder el rango principal que siempre tuvieron en la sociedad; pero la honra de la familia se salva incólumne, porque el viejo se aisla, lleno de altivez, y metiéndose en la hacienda, único resto de la cuantiosa fortuna de sus mayores, se consagra a restaurar la de la ruina en que se la dejaron el odio y la rapacidad de sus adversarios. Pero allí se acaba la secular fortaleza de la casta; sus hijos resultaron débiles e incapaces, y ninguno de ellos supo continuar la tradición que vinculaba, a la de la Patria, la historia de la familia: Juan Hermenegildo, el primogénito, le salió campechano y montaraz, invirtió su patrimonio en un hato del alto Llano, sembró hijos sin nombre en el vientre de una zamba de Una familia de peones sabaneros, no supo administrar su peculio y paró en caporal de ganado; Vicente gastó la juventud en seducir mujeres, prostituyó el valor en oscuras proezas de penden ciero y, despilfarrada su fortuna en parrandas que escanda lizaron la ciudad, fue a morir de hematuria en Araya, donde desempeñaba un humilde cargo de vigilante de las salinas; Daniel, el preferido, fue finalmente un hombre lleno de fallas y de contradicciones. Desde niño se reveló artista, con una marcada vocación por la música, y en ella demostró, precozmente, verdadero talento. A fin de que adquiriese la conveniente educación, su padre le envió a los Conservatorios de Europa siendo to davía muy joven. Supo aprovecharlo al principio, y a poco su norhSre figuraba en el número de los pianistas de mejor reputación. No era un “virtuoso”, ni aspiraba a serlo; pero ejecutaba brillantemente e interpretaba a los grandes maestros con verdadero sentimiento e inspiración. Domi nada la ejecución, se aventuró en la composición musical con un ambicioso proyecto, sólo comparable a la soberbia jactancia de Miguel Angel pidiendo un monte para escul pirlo: musicalizar la historia de la humanidad desde el ignoto momento en que empieza a caer sobre la tierra la mística lluvia de mónadas espirituales que vienen a fecun dar los gérmenes terrestres y surge en silencio de las selvas prehistóricas el primer grito humano; hasta el remo to término en el cual la inefable esencia del Ego, agotada la ley del karma teosófico, se sumergirá en la plenitud del único. Fue una idea extravagante que concibió bajo le influen cia de un círculo de ocultistas, a cuyas tenidas asistía en Londres, atraído por la alucinante sugestión que una teo- sofista rusa ejercía por entonces sobre los espíritus. Para llevarla a cabo se propuso hacer un viaje a la India, donde bebería la inspiración en la fuente misma del budismo. Pero antes de internarse en aquel mundo misterioso, de donde tal vez no soldría más, quiso venir a Venezuela a despedirse de su familia. Caracas le hizo un fastuoso recibimiento, y su nombre, agobiado de descomunales epítetos, se hizo de moda. Un caballero de lo principal organizó en su casa un festival de arte para que él tocase, y allí se congregó un grupo de lo más selecto de la sociedad caraqueña, deseosa de ad mirar aquella gloria nacional que Europa había consa grado. Recibiéronlo con agasajos. Daniel se sentó al piano y comenzó a ejecutar una sonata de Beethoven. Pero, a los primeros compases, observó que unas seño ras se distraían conversando entre sí, seguramente sobre motivos frívolos, y entonces, lleno de indignación, se levantó violentamente y abandonó la sala sin despedirse ni dar explicaciones. Desde aquel momento renunció to talmente a la música. Naturalmente, el incidente creó en torno de él un aura hostil: se le negaron méritos con la misma facilidad con que se habían exagerado los que poseía; se le ridiculizó de todas las maneras posibles. Daniel no hizo caso; su renun cia al arte era tan absoluta que él mismo no se conside raba artista. Se impuso la tarea de borrar de su memoria los recuerdos del pasado. Encerrosé en su casa y se en tregó a continuas lecturas místicas y teosóficas. Al cabo de algunos años nadie se acordaba de que él era músico. Poco después conoció a Ana Josefa Allende, cuya fami lia y la de Solar mantenían una tradicional amistad desde los remotos tiempos del esplendor de las casas de abolengo. Era Ana Josefa una muchacha dulce y mansa en extremo, en el leve estrabismo de cuyos ojos había —al decir de Daniel—. la resignada expresión de los dolores sufridos en la serie de vidas del karma teosófico. A causa de esto, enamoróse de ella, y de un día a otro contrajo matrimonio. Al año nació Reinaldo. Dos años después una niña, Car men Rosa.