martes, 18 de julio de 2023

TIEMPO DE DESTRUCCIÓN LUIS MARTÍN-SANTOS FRAGMENTO




 TIEMPO DE DESTRUCCIÓN

LUIS MARTÍN-SANTOS

LUIS MARTÍN-SANTOS

(1924-1964) es una cumbre de nuestra literatura. Residente en

San Sebastián y formado como médico en Salamanca y Madrid, su

gran valía fue reconocida pronto en el mundo literario, así como en

el psiquiátrico. Logró máxima resonancia con una novela magistral,

y muy leída, Tiempo de silencio (1962), que marcó a una generación

por su visión insólita de la «bajorrealidad» del momento y por su

escritura desafiante. Su temprana muerte interrumpió su segunda

gran novela, Tiempo de destrucción, escrita hacia 1963. La edición

de 1975, que la reconstruía con los materiales inconexos dejados

por el autor, no gozó de buena acogida. Esa gran personalidad

literaria se fue así difuminando y Tiempo de destrucción quedó

olvidada. Considerado durante décadas autor de una única obra,

solo recientemente se han recuperado textos perdidos o inéditos,

como El amanecer podrido y Condenada belleza del mundo. Pero

es la presente publicación de Tiempo de destrucción la que hace

justicia a la estatura creadora del autor. Ahí culmina una vocación

ambiciosa y apasionada, que incluye su compromiso cívico. Con un

prefacio recuperado y una nueva armadura narrativa, recobramos al

Martín-Santos más inteligente, atractivo y moderno.

La novela aborda las primeras aventuras vitales y el quiebro brusco

de Agustín. Tras este héroe, algo ingenuo, pero siempre inquisitivo y

a menudo «clarividente», adivinamos las preocupaciones y

experiencias del propio Martín-Santos. El relato se demora en la

maduración del protagonista —es una «novela de formación»—,

hasta su acceso brillante a la judicatura. Siendo ya juez prometedor,

en medio del desorden del carnaval de Tolosa, tiene noticia del

asesinato del sereno de una fábrica familiar, y este drama oscuro

termina por imponerse en su existencia, pues, a través de densos

interrogatorios, va desentrañando las sórdidas vidas enredadas de

los dueños de la fábrica y sus empleados. Poco a poco se deja

adivinar el desgaste personal de Agustín. Y tras los instantes

ambivalentes de un encuentro amoroso —o a causa de un fracaso

vital más amplio— se produce su derrumbe y se ve inmerso en un

mundo enrarecido y apocalíptico, lleno de voces extrañas, seres

grotescos y fantasías míticas. Esta última novela de Martín-Santos,

hoy casi olvidada pero decisiva en nuestra literatura del siglo XX,

recupera y renueva una edición de 1975, con otra ordenación a la

que se añade un brillante prólogo del autor. Ahora se pueden

disfrutar mejor la fuerza de su imaginación y el nervio de su prosa.

La narración, dotada de una gran carga introspectiva y de una

sorprendente riqueza de ramificaciones y de travesías temáticas, va

desgranando la confluencia entre mundo exterior y mundo íntimo,

entre la ciudad envenenada por su río y la máscara inmoral de

algunos habitantes. En los vericuetos mentales y en los de sus

calles se plasma, mediante lirismos, meditaciones y diálogos, la

demolición del protagonista. En este punto, la novela, aunque

fracturada, y quizá por ello, alcanza su mayor complejidad y bellez.

Se reproducen aquí algunas páginas de la novela con correcciones

a mano de Luis Martín-Santos. Sin ser la versión definitiva, permiten

al lector hacerse una idea de cómo trabajaba el autor sus textos.

Las cuatro primeras corresponden al capítulo «Las perlas». La

quinta y la sexta pertenecen a «Encubrimientos y rumores». Y las

dos últimas están recogidas casi íntegramente al inicio de «La

criada».

LO QUE QUIERO CONTAR

Desaforado y loco me parece el intento de dar cuenta de todo lo que

importa en la historia de Agustín. No sé si puedo ser capaz de

hacerlo correctamente ni si mi visión del personaje, un tanto nublada

por el afecto, podrá ser de interés para el lector. ¿Quién soy yo en

efecto para atreverme a dar forma casi definitiva —tal es el privilegio

de la literatura— a una vida que, aunque quise comprender, siempre

se me escapó en su sentido más hondo? ¿No es fundamentalmente

excesivo el intento de captar en palabras a otro hombre, de decir

algo de él, su secreto quizá, su proyecto de vida, los fallos de una

realización nunca totalmente madurada, la inquietud más íntima que

pudo anidar en el hueco oscuro de un corazón donde la propia

mirada no llegaba a ver?

Tengo para mí que es difícil lo que me propongo, que la labor

será ardua, que pasaré muchas noches de este invierno y del

próximo invierno y quizá también del desotro sin haber concluido lo

que ahora empiezo, con cierta emoción que me hace decir cosas

algo solemnes, quizá pedantes, desorbitadas, como si ya ahora,

antes de haber empezado a hacer lo que quiero hacer, quisiera

exponer a los lectores una teoría de la biografía, un estudio del

modo como tal tarea debe iniciarse y completarse, un recitado de las

dificultades, de los obstáculos, de los límites, de las servidumbres

de este arte que, por otra parte, por primera vez pretendo practicar.

Tal vez, en esta tendencia mía a hacerme consciente de tantas

dificultades cuantas se oculten en la tarea, vaya implícita una ley de

mi naturaleza. Yo me coloco ante el papel y pienso «Es imposible»,

«Es difícil», pero no por eso renuncio. Sigo trabajando. Tengo la

convicción obstinada de que lo haré porque realmente, de verdad,

deseo hacerlo y porque, a pesar de todo, sé qué es lo que quiero

contar.

Me agrada imaginar lo difícil que va a ser.

La vida de un hombre no es una figura precisa. En esto se

diferencia de la obra de arte. La obra de arte tiene una figura

delimitada que se destaca sobre el fondo indiferente. El marco aísla

el cuadro de la pared blanca; la puerta marca el límite que una vez

atravesado nos hace pensar en el interior del edificio; la escultura

muestra una superficie limitante respecto del aire, que podemos

recorrer con la mano, palpar, percutir, romper; la sinfonía musical

tiene unas fronteras precisas en el tiempo, a partir de las cuales

empezó y acabó. Por el contrario, la vida de un hombre es

imprecisa. No dibuja una figura sino que presenta un bulto a

nuestras consideraciones. Este bulto es opaco. Está cargado de

unas masas de las que la mayor parte es desconocida. De un

hombre podemos conocer las fechas extremas, el momento en que

se inició su vida y el día de su último suspiro. Pero nos

engañaríamos si creyéramos que estos límites temporales pueden

ser comparables a los del tiempo que ocupa la obra musical. Los

límites temporales del hombre no tienen sino una vaga significación

de orientación histórica, según la que podemos colegir en qué época

se agitó, qué ideas influyeron sobre él, a qué sistema político estuvo

sometido, en qué generación formó como colaborador de la obra

común o quizá como adversario. Pero la simple orientación que nos

dan estas fechas no nos dice nada de lo individual. Lo individual

exige otros métodos, y la posible figura que lleguemos a extraer de

esa individualidad, una vez que la creamos comprendida, siempre

será una cierta parcialidad incompletable. Los límites del hombre

tampoco pueden establecerse, gracias a una multiplicidad de datos,

de peripecias, de aventuras: «Casó en 1924 con doña Pilar de

Montalván», «Fue nombrado catedrático en 1936 de la cátedra de

Filología Comparada», «Tuvo amores en 1943 con la actriz de

revista Encarnita Perezíñigo, de cuyos amores nació una preciosa

niña en el día 13 de marzo de 1945». A datos de este tipo tenemos

que recurrir. Pero no podemos deducir de la indefinida colección que

hemos llegado a penetrar más hondo en la tarea. Esta tarea —en

rigor imposible— no se completa con datos. El límite del hombre

sigue estando más allá. Lo que queremos ver es una figura interior,

la forma de un movimiento espiritual, lo que quizá nos daría el

hombre, si hubiera sido artista plástico, en cada uno de sus

fragmentos, de sus esbozos o de sus obras importantes. Pero

cuando el arte único que este hombre practicó, al menos de un

modo continuo y esencial, fue la propia vida, resulta preciso haber

gozado de su convivencia íntima para poder saber. El que pretende

lo que yo voy a pretender tiene que ser alguien en cuya proximidad

los inefables garabatos de la vida hayan sido dibujados, de modo

que hayan llegado a sorprender al comprendedor. ¿Sorprender? Sí;

sorprender. Mientras que el hombre que está al lado no nos

sorprende, no hace sino realizar actos o figuras de acción o emitir

palabras banales, habituales, esperadas, no nos ha dado todavía lo

que tiene dentro y que es lo que queremos transmitir. Solo en la

sorpresa de lo inesperado se manifiesta la originalidad del hombre,

lo que tiene de profundo y de digno de ser comprendido. Si Agustín

nunca me hubiera sorprendido no hubiera yo pensado en transmitir

su historia. Si Agustín hubiera procedido como cualquiera otro de

mis compañeros de estudio, ¿por qué había yo de decidir

comprender primero y explicar más tarde el caso de Agustín?

No, simplemente le hubiera acompañado a vivir, me hubiera

caído simpático o antipático, me habría parecido que hacía mal en

amar a aquella mujer, pero a nadie se lo habría dicho. Nunca

hubiera considerado necesario embarcarme en esta sucesión de

inviernos difíciles que me preparo, para que algo que Agustín tuvo

no se pierda y para que, si es posible, la misma sorpresa que fue

dándome a mí en las esenciales ocasiones, siga siendo transmitida

y de ella participen los anónimos sujetos lectores que, ya en ese

momento, están comenzando a pensar, con toda razón, que mi

exordio es enfadoso y que cuánto mejor sería que yo empezara a

contar, como han hecho todos los narradores realmente dotados

para el oficio, Conrad, Stevenson, Beyle, y que no intentara ocultar

mi impotencia narrativa con divagaciones seudo filosóficas de

escasa calidad.

Pero ellos tendrán que perdonarme que siga obedeciendo a mi

demonio. Debo aún precisar más para quedar tranquilo, para creer

que me he hecho comprender —y quizá para comprenderme yo

mismo, aunque esto no es tan evidente— en qué consiste eso que

llamo «sorpresa» que determinados seres son capaces de producir,

mediante sus piruetas vitales en quienes, como yo, atentamente los

contemplan con un sentimiento confuso, mezcla de admiración y de

amor quizá. ¿No son notables las infinitas variantes que el amor

puede adoptar entre los mortales? Este amor hominis intelectualis

es una especie de amor que lleva a considerar lo que

panteísticamente de dios pueda haber en el órgano de la divinidad

que es cada hombre de genio vital al elaborar esas sorpresas

totales, que son lo único que merece la pena de ser contado. Lo

importante es eso, precisamente, que sean sorpresas totales. La

totalidad de la sorpresa consiste en que sorprende, en primer lugar,

a los que le rodean indiferentemente y que apenas hacen caso de

ella y ríen como si se tratara simplemente de un humorismo un poco

más extraño. Sorprende también a quien, como yo, sea privilegiado

observador atento, en amorosidad respetuosa. La atención de quien

lo contempla con amor ya dispone a favor de que el choque de la

sorpresa se haga más patente en la oscuridad. El amor hominis

intelectualis consiste en creer que esta sorpresa tiene un sentido

aunque no pueda saberse cuál es. Pero ya volveremos sobre ese

sentido. Ahora quiero decir también que la totalidad de la sorpresa

consiste, entre otras cosas, en que el propio agente de la pirueta

vital, el propio centro activo del inesperado torbellino espiritual sea

también un sorprendido. Agustín se sorprendía cuando yo me

sorprendía de lo que había hecho, de lo que había dicho, de lo que

había decidido. Yo adivinaba su sorpresa en una cierta paralización

de la aguda mirada, bajo la frente un poco estrecha, bajo el mechón

de pelo negro caído a un lado, a ambos lados de la gran nariz

ligeramente corva, noble. Los ojos quedaban paralizados y brillaban

más. Se producía en él un gesto de obstinación: «Es esto. ¡Pues sí,

venga!», parecía decir, hecho un volcánico apasionado del amor fati.

Pero no; él había sido sorprendido. Y en su sorpresa, podríamos

decir: «¿Es que odio a este hombre? ¡Pues sí, lo odio!». De este

modo se producía la fijación brusca de la mirada en los momentos

decisivos, cuando la sorpresa lo echaba todo a rodar o lo echaba

todo a reír.

¿En qué consistía la raíz de la sorpresa para él? Consistía —no

es ninguna novedad— simplemente en que en él lo más importante

no del todo era consciente. ¡Bobadas! ¡Trivialidades! ¡Freudismo!

¡Psicoanálisis barato! Estamos hartos de saber que el hombre no se

conoce plenamente, que efectivamente la zona lúcida de la vida

psíquica no es sino una porciúncula mientras que la mayor parte

permanece en una oscuridad más o menos impenetrable. Podemos

recurrir a la comparación del iceberg, que no saca sino 1/8 de su

volumen fuera de las aguas del mar, o bien hablar del corcho que

flota, o bien referirnos a los fenómenos de mala fe, ocultamiento

fingido, ignorancia invencible, motivación inconsciente, órdenes

posthipnóticas, frenesíes dionisíacos, efectos de las drogas,

omnipotencia de los complejos de la infancia. Pero todo esto queda

desplazado, y sé perfectamente que no es a ello a lo que me refiero.

Obra del hombre y matriz esencial de su perfección es el

autoconocimiento. Necesidad absoluta hay de que el hombre eleve

el nivel de su conciencia. Nunca el hombre superior deja de conocer

la violencia y la dirección de su instinto. El hombre debe saber que

lo que hace es malo o que lo que busca es la voluptuosidad. Pero

hay otro estrato más profundo del que emana la sorpresa. No

podemos decir que sea sorpresa verse obrar uno de modo egoísta o

de modo concupiscente. Aunque yo creyera que me guiaba un noble

ideal en determinada dirección y comprobara luego que lo que

buscaba con aquellas agitaciones era una satisfacción de mi amor

propio o de mi nivel económico, no por ello debería declararme

sorprendido. Trivialidades tales como desear a una mujer porque

recuerda el tipo físico de la madre o respetar el consejo de un

hombre venerable porque se identifica parcialmente con el recuerdo

del padre no deben ser traídas aquí. Queremos referirnos a una

sorpresa más honda, que obliga al hombre a identificarse con ella,

aún no pudiendo reducirla, a ningún esquema anterior. El

descubrimiento de la verdad de uno mismo mediante la sorpresa es

el descubrimiento de la realización de un destino que no había sido

previsto ni buscado. Así, lo que de inconsciente se descubre en

tales movimientos no es otra cosa que el mismo momento de «ser

escogido» y la ciega determinación, oscura como una fuerza

gravitatoria, con que el hombre se identifica con su nuevo gesto

apenas aparecido, no hace sino determinarnos como animales

metafísicos, simples de toda complicación, definidos casi como

fórmula algébrica, pero incapaces de formular en palabras ni aún en

ideas esa ciega necesidad. Capaces solo de realizarla en los

momentos en que se no da como evidente la precisión del gesto, la

dignidad de la elección.

Que Agustín sentía ese peso dentro de él y que ese peso es el

que le inmovilizaba cuando acababa de descubrirse a sí mismo no

me cabe duda. Si he decidido narrarlo es precisamente porque en él

era más evidente que en ningún otro que yo haya conocido. No

porque yo crea que solo él tenía destino entre los que conocí, sino

porque verdaderamente en él la realización del destino se había

hecho casi labor preferente. Se podría decir que tenía una

conciencia intermitente del destino. Y que en esos instantes de la

intermitencia, aunque hubiera bebido con exceso, aunque estuviera

embriagado de palabras, aunque estuviera a punto de abrazar a una

mujer o de ver morir alguna cosa viva, se detenía y oía el golpetazo

de sus campanas. Que si la homosexualidad, que si la

ambivalencia, que si el temor a la virginidad, que si el mito de la

mantis religiosa forman piezas dinámicas intercambiables del

ajedrez vivo del destino de un hombre puede ser afirmado sin

peligro de que yo me levante para contradecir. Pero si he tomado la

pluma es para ir más allá de esas determinaciones accidentales,

mecánicas y maniformes.

Pero todavía no queda aclarado con precisión mi intento. Que yo

hubiera descubierto señales de una figura más clara en Agustín que

en otros hombres, que él tuviera un instinto gravitatorio más preciso

de su destino, que él tuviera el valor de decir «sí» a los aparentes

disparates, no llega todavía a justificar que yo esté dispuesto a

embarcar mis inviernos en esta labor de admirativo fámulo, de viuda

amante inconsolable que ordena en una vitrina las condecoraciones

del marido, que yo esté dispuesto a emprender la tarea imposible

cuyas razones me esfuerzo en comunicar por poco interesantes que

puedan parecer. En efecto, ¿qué se le da al lector del destino de un

hombre individual? ¿Qué se me da a mí a despecho de mi

enfermizo afecto agustiniano? ¿No son acaso las peripecias íntimas

de esa ley gravitatoria de Agustín, en el fondo, solamente

anécdotas? No. Yo he llegado a pensar que más que anécdotas

eran parábolas. Surgen, a veces, hombres parabólicos y la

humanidad se nutre de tales paraboloides y bucea en su simbolismo

durante siglos a veces; otras veces durante menos tiempo. Sienten

los hombres la necesidad de escudriñarlos y logran un cierto

alimento o una cierta forma de tales parábolas. Si la mayor parte de

los hombres son bolas blandas de carne que se arrastran, como un

pulpo o un celentéreo desdentado, parece que hay algunos que son

insectos del destino, que se presentan en la revista de historia con

su espléndido caparazón quitinoso armado de todos sus artejos,

antenas, mandíbulas, patas supernumerarias y dibujos de alta

precisión en el espaldar, ejecutados con un barniz azul fluorescente

y atemorizador. Cuando tales insectos aparecen y transcurren, dejan

tras de muertos su caparazón hermosísimo y exacto en hueco,

abandonado a todas las miradas. Los amorfos pretenden entonces

introducirse en ellos y descubrir si aquellas formas precisas se

corresponden con alguna ley de sus anatomías inertes. Claro está

que no es así. La quitina sigue siendo incómoda para quien no tiene

forma. Pero, a pesar de todo, algo ganan con esa horma y es así

como una cierta verdad simbólica puede salir del estudio de un

destino individual.

Se han descubierto nuevos valores —palabrita desprestigiada

que aquí utilizo solamente por comodidad— y de esos valores se

logra extraer una verdad que sirve «algo» para otros. ¿De qué

sirve? ¿De ejemplo? ¿De maestro? ¿Es verdad que hay maestros?

¿No me dice mi formación dialéctica que por el contrario son las

masas las protagonistas de la historia? Confusión. Nada acierto a

decir. Tal vez esté totalmente confundido. Pero parece que hay

maestros. Suelen tener largas y pobladas barbas. Parece que

aunque las masas sean el vehículo agente de la historia, ellas

mismas —en cierto modo— abrevan de las grandes barbas floridas.

Allí se introducen y realizan la operación de toma de conciencia sin

la que no hubieran nunca llegado a esa motórica que honradamente

reivindican. ¿Es que era Agustín un maestro? ¡Palabras confusas!

¡Ya al empezar mi tarea siento la ineptitud del idioma para transmitir

lo importante! No estoy cierto de poder decir lo que tengo que decir.

Tendré que demoler el idioma. Me parece que, en ocasiones, a

pesar de mi natural clásico, de mi vocación de orden, tendré que

darle cada tiento a la bota del lenguaje que la deje flaca y

cariacontecida. Pero ¿podré hacerlo? Aún no he dicho por qué

quiero hacer lo que voy a hacer. Solo he insinuado la naturaleza

simbólica de mi personaje. Aún no he podido precisar que este

personaje es importante no solo por él, sino también por nosotros y

ya quiero analizar los medios con que cuento para elaborar su

historia. Soy prolijo y repetidor. Tengo que pedir desde ahora

absolución. Una absolución que solo podría llegarme desde alguna

incierta Roma literaria y para la que no puedo ofrecer mi

arrepentimiento.

¡Dilo ya! ¿Cuál es el símbolo que ves en tu personaje, en ese

amigo tuyo que fue capaz de elegir su destino con más conciencia?

¿Por qué puede ser interesante para el ibérico lector la terrible y

aburrida tarea de aguantar mi idioma en su estado actual y a través

de las progresivas fases de desintegración que habrán de

producirse hasta conseguir realizar la tarea que comienzo yo mismo

por encontrar imposible?

No puedo explicarlo. Un símbolo nunca es explicable. No hay

nada de transparente en el símbolo. El símbolo es oscuridad querida

(no querida por el escritor —ay de mí—, sino por la realidad y

verdad de su naturaleza) y como tal voluntad de oscuridad, el

destino del símbolo es navegar en lo indefinido hasta que llegue su

G. W. F. Hegel y lo explicite para satisfacción de dóciles estudiosos.

No diré, pues, de qué fue símbolo. Diré solo que cuando Agustín

entreabrió los párpados pitañosos de su edad de hombre y entre

dos vasos de vino blanco mezclado con cazalla —que es una

mezcla que emborracha bien— se paró a pensar, quedó atónito de

lo que veía: «¿Qué ha pasado aquí?».

A una pregunta de este tipo no se puede dar contestación

abstracta. Por eso Agustín dejó írsele la pregunta disuelta en la

niebla alcohólica y no volvió a planteársela con precisión lingüística

nunca más. Pero, para la resolución del problema, utilizó un método

que su naturaleza desusadamente dotada le suministró todo

enterizo. Era el mismo método con que el toro desentraña lo que

hay detrás de la tela roja. El método de la realización del destino.

Embistiendo a su destino, cada vez que el trapo rojo pasaba ante

sus ojos, deteniéndose, mirando fijamente y riendo un tanto para

adentro, se decía: «¿Dónde estoy?». «Al otro lado del trapo rojo,

donde todo sigue siendo exactamente igual.» Con este método se

pueden aclarar todos los problemas. Él se marchó del lado de allá

de los hombres, investigando (conteniéndose a sí mismo como

único aparato de medida) la esencia simbólica de su

autorrealización.

Me resulta imposible para dar cuenta total de su simbolismo

mediante esta humilde labor de biógrafo, realizar un relato

ordenado. Si los capítulos de mi libro fueran sucediéndose así:

«1924, 1925, 1926», nadie podría aguantarlo y yo mismo sentiría

que no estaba a la altura de las modernas técnicas literarias de las

que justamente se enorgullece el Occidente civilizado. Se me debe

perdonar que renuncie a la habitual secuencia cronológica y que

vaya picoteando aquí y allá al vuelo de mi imaginación y de mi

memoria. Me demoraré más en algunas épocas. De otras apenas

podré decir nada. Seleccionaré así de modo semejante a como lo

hace nuestra memoria, lo esencial de cuanto tengo que contar.

Nuestra memoria también tiene el privilegio de olvidar todo lo que no

es importante. O quizá, de un modo preferente, todo lo que nos

avergüenza recordar (según la conocida máxima del gran bigotudo).

Esta libertad, que me concedo a mí mismo y que espero no enoje al

lector, debe dar más variedad a la narración y hacerla más esencial,

más significativa, recortar mejor la imagen de mi personaje.

Claro está que si otro hubiera sido el que relatara la vida de

Agustín (otro de sus amigos), esta vida habría resultado distinta.

Pero no me preocupa una parcialidad a la que, más que resignarme,

me adhiero con entusiasmo.

Quisiera que el ritmo de mi relato pudiera ser musical, a pesar de

ser yo totalmente amúsico, cegato para la captación de la belleza

sonora. Será al menos como yo —desde mi ignorancia— me

imagino que es la obra musical. Una sucesión de temas de los que

algunos se repiten y se amplifican a lo largo del tiempo, mientras

que otros apenas iniciados caen en un definitivo silencio. Nunca se

vuelve a ellos. La memoria no los vuelve a identificar hasta la

próxima audición. Estos temas menores que podrían ser solo una

curiosidad o una decoración no son, sin embargo, ajenos a la

arquitectura de la obra. Suprimidos, la obra perdería su ritmo y hasta

su significación. Por el contrario, los temas trascendentales,

aquellos que se manifiestan en preguntas prolongadas y en

respuestas que analizan con detalle todas sus posibilidades

descriptivas, emocionales y rítmicas, quizá pequen de ostentosos y

hasta de banales. En aquellas pequeñas frases se encierra el aroma

peculiar de una obra y por esas frases nunca repetidas, más que por

los sonoros y evidentes motivos que los melómanos más facilones

tararean a la salida de la sala, es por las que se reconocen el genio

de los compositores y su capacidad para enriquecer el universo

musical.

De modo parecido, en una vida humana, relatada al modo como

yo imagino, lo esencial puede estar en los pequeños gestos que no

vuelven a encontrar correspondencia en el resto del tiempo que

debe cumplir el protagonista. Los grandes temas inevitables (la

sexualidad, el amor, la religión, la profesión, el modo que el hombre

tuvo de enredarse con su angustia) pueden no constituir en sí

mismos sino vulgaridades excesivamente conocidas. Pero no

despreciemos la vulgaridad. Un hombre podrá interesarnos también,

y hasta fundamentalmente, por su vulgaridad, por lo que le hizo ser

vulgo de sus vulgares convecinos, sufriendo las mismas pasiones

colectivas y tropezando con los mismos escollos inevitables de los

demás adolescentes avergonzados de su sexo, de los demás

pequeños trepadores de los presupuestos del Estado, de los demás

jovencitos preocupados con la visión barbuda de Dios.

Deberemos mostrar con claridad nuestro doble punto de interés:

el de las grandes banalidades enriquecidas por su significación

colectiva y el de las sutiles soluciones individuales a los comunes

problemas. Soluciones que nos permitirán conocer lo peculiar de

nuestro hombre y lo que a partir de su peculiaridad le ha hecho apto

para portaestandarte de las realidades colectivas. Completaremos

así un círculo lógico que, aunque de difícil demostración, es el único

sendero que nos permite comenzar a caminar. Si no hubiéramos

descubierto en Agustín esa capacidad para la peculiaridad, esa

significación remotísima que da luz y calor al gesto analizado en sí

mismo, sin interés y sin substancia, no nos hubiéramos detenido

sobre él con tanto interés. Que este hombre sea capaz de demostrar

una enajenación en el mismo momento en que originalmente se

libera de ella como otros no hubieran podido y siendo el mismo que

ellos es lo que nos importa.

Pero me empieza a asustar este largo exordio del que lo menos

que podrá pensar el lector prudente es que coloca al narrador en un

disparadero dificultoso, pues lo que está prometiendo deberá ser

cumplido y la escasa gracia o importancia de lo que pueda venir

luego le llegará a provocar cólera e irritación. Podrá hacer que nadie

acabe de leer esta larga obra y que el hastío que emana de este

prólogo invada la totalidad de las páginas posteriores. ¿Cómo

evitaré ese hastío? Debo introducir ahora mismo, sin preparación ni

motivación lógica suficiente, un trozo de carne viva de Agustín entre

los engranajes de mi discurso y exprimirlo hasta que salte la sangre

que el vampiro-lector necesita para alimentar el cuerpo astral de su

existencia fantasma mientras lee. El vampiro-lector (que no existe)

necesita que lo que lee le dé sangre, para sentirse existir en Agustín

pálido-exangüe o en Bovary practicando la tenotomía. Esta crueldad

insatisfecha del lector, que nace de su incapacidad (actual) para

existir, necesita de sangre que le haga alucinar su capacidad

(virtual) para palpitar, para amar, para tocar el muslo de la mujer

ajena. Veamos, pues: ¡Un poco de carne! El lector necesita, con la

mayor urgencia, la confirmación de que no le es inútil el esfuerzo ya

desarrollado y el —¡tanto más largo!— que ha de realizar para poder

absorber este extenso mamotreto, para poder decir «Yo lo he leído».

Porque no solo de su existencia real-actual precisa el lector, sino

hasta la vanidad de su subexistencia en la coexistencia con los otros

cultos. Esa pasión (más mínima) puede dar al lector la impresión de

que existe, aunque solo sea en segundo grado, pues al decir «Yo lo

he leído» hace saber a quien le escucha que ya palpitó, alimentado

por la vida que el libro era capaz de comunicar y que mientras así

sufrió-gozó estuvo por cima de los que —solamente virtuales—

esperan quizá un día, con la acaso posible lectura de este libro,

disimular su falta de vivencia.

Así, pues, pasemos inmediatamente, sin justificación racional

alguna (pero elevados a la conciencia de su no-necesidad-racionalsí-

necesidad-pasional), la pequeña porción palpitante de Agustín

que adelantamos aquí, para tranquilidad del lector y para su disfrute:

«El taxi baja despacio por la Gran Vía hacia la Plaza de España.

Hay muy poca luz. Solo las luces de dos o tres autos que suben en

dirección contraria. Pasa otro taxi con la llama de su gasógeno

asomando por la boca roja —de siete por quince centímetros—,

violando provisionalmente la compacta oscuridad. (Acabo de elegir

como técnica de narración la objetivista.) Ella llena, muestra un

rostro inmóvil encima de su traje de seda negro, muy escotado y

sobre la piel de renard argenté aplicado en torno al cuello. No se ve

nada. Se puede oler su aroma y llega una emanación de calor

animal. El aroma puede ser de un perfume caro pero puede ser de

un perfume barato. Llega mezclado con el vaho del cuerpo. Se oye

el ruido transitorio y disimulado del bostezo de su gran boca. Tiene

todas sus piezas dentarias sanas y podrían haber relucido como

perlas si hubiera habido una luz adecuada. Los dos cuerpos están

colocados…»

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