CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
miércoles, 13 de mayo de 2020
2 Si el Gran Mandamiento es «lee mucho y escribe mucho» (y te aseguro que sí), ¿cuánto es escribir mucho?
Stephen King. (Fragmento). Mientras escribo.
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Si el Gran Mandamiento es «lee mucho y escribe mucho» (y te aseguro
que sí), ¿cuánto es escribir mucho? Evidentemente, depende del escritor. Una
de mis anécdotas favoritas (y que debe de pertenecer al mito, más que a la
realidad) tiene como protagonista a James Joyce.3 Dicen que fue a verlo un
amigo y encontró al gran hombre medio caído sobre el escritorio, en una
postura de desesperación total.
—¿Qué te pasa, James? —le preguntó el amigo—. ¿Es por el trabajo?
Joyce hizo un gesto de aquiescencia sin levantar la cabeza para mirarlo.
Claro que era el trabajo. ¿Podía haber otra razón?
—¿Hoy cuántas palabras has hecho? —prosiguió el amigo.
3 De Joyce se cuentan anécdotas buenísimas. La que me gusta más es que desde que le
fallaba la vista escribía con ropa de lechero. Al parecer creía que esa ropa captaba la luz del
sol y la reflejaba en la página.
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Joyce (desesperado, echado aún de bruces en el escritorio) dijo:
—Siete.
—¿Siete? Pero James... ¡Si está muy bien, al menos para ti!
—Sí —dijo Joyce, decidiéndose a levantar la cabeza—, supongo...
¡Pero es que no sé en qué orden van!
En el otro extremo hay escritores como Anthony Trollope, autor de
verdaderos mamotretos (buen ejemplo es Can You forgive Her?—¿Puedes
perdonarla?—, que para el público moderno podría cambiarse de titulo:
¿Puedes acabarlo de alguna manera?) que se sacaba de la manga con
asombrosa regularidad. Trabajaba en el servicio británico de correos (invento
suyo fueron los buzones rojos que hay por todo el país), pero cada mañana,
antes de salir de casa, escribía dos horas y media. Su horario era férreo. Si el
final de las dos horas y media lo pillaba a media frase, la dejaba sin terminar
hasta la mañana siguiente; y si remataba alguno de sus tochos de seiscientas
páginas faltando un cuarto de hora para el final de la sesión, escribía «FIN»,
apartaba el manuscrito y empezaba el libro siguiente.
El británico John Creasey, autor de novelas policiacas, escribió cinco
mil novelas (sí, cinco mil) bajo distintos seudónimos.
Yo he escrito unas treinta y cinco (algunas de extensión trollopiana) y se me
considera prolífico, pero al lado de Creasey parezco un caso clínico de
bloqueo. Hay varios novelistas contemporáneos que han escrito al menos tanto
como yo (por ejemplo Ruth Rendell/Barbara Vine, Evan Hunter/Ed McBain,
Dean Koontz y Joyce Carol Oates), y algunos que bastante más.
En el lado opuesto (el de James Joyce) aparece Harper Lee, autor de un
solo y excelente libro: Matar un ruiseñor. La lista de los que han escrito
menos de cinco es larga, e incluye a James Agee, Malcolm Lowry y (de
momento) Thomas Harris. Está bien, pero en casos así siempre me pregunto
dos cosas: ¿cuánto tardaron en escribir los libros que sí han escrito, y a qué
dedicaban el resto del tiempo? ¿A hacer punto? ¿A organizar mercadillos en la
parroquia? ¿A deificar ciruelas? Me acusarán de impertinente, y no lo niego,
pero también lo pregunto por sincera curiosidad. Si Dios te ha regalado una
facultad, ¿por qué no vas a ejercerla, por Dios?
En mi caso el horario está bastante claro. Dedico las mañanas a lo
nuevo, la novela o cuento que tenga entre manos, y las tardes a la siesta y la
correspondencia. La noche pertenece a la lectura y la familia, a los partidos
televisados de los Red Sox y a las revisiones más urgentes. Por lo general, la
escritura se concentra en las mañanas.
Cuando he empezado un proyecto no paro, y sólo bajo el ritmo si es
imprescindible. Si no escribo a diario empiezan a ponérseme rancios los
personales, con el resultado de que ya no parecen gente real, sino eso,
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personajes. Empieza a oxidarse el filo narrativo del escritor, y yo a perder el
control del argumento y el ritmo de la narración. Lo peor es que se debilita el
entusiasmo de crear algo nuevo; empiezas a tener la sensación de que trabajas,
sensación que para la mayoría de los escritores es el beso de la muerte.
Cuando se escribe mejor (siempre, siempre, siempre) es cuando el escritor lo
vive como una especie de juego inspirado. Yo, si quiero, puedo escribir a
sangre fría... pero me gusta más cuando es algo fresco y quema tanto que casi
no se puede tocar.
Antes, en las entrevistas, decía que escribía a diario menos en Navidad,
el Cuatro de Julio y mi cumpleaños- Era mentira. Lo decía porque algo tienes
que contar sÍ has aceptado una entrevista, y queda mejor si es un poco
ingenioso. Tampoco quería parecer demasiado obsesionado por el trabajo
(sólo un poquito). La verdad es que cuando escribo, escribo cada día,
incluidos Navidad, el 4 de julio y mi cumpleaños. (Además, a mi edad
procuras ignorar los cumpleaños.) Y cuando no trabajo, no trabajo nada,
aunque esos períodos de inactividad suelen desorientarme y producirme
insomnio. Para mí lo trabajoso es no trabajar. Cuando escribo es todo recreo, y
las tres peores horas que he pasado en el recreo fueron divertidísimas.
Antes era más rápido. Tengo un libro (El fugitivo) escrito en una
semana, hazaña que quizá hubiera valorado John Creasey (aunque he leído
que él escribió varias novelas en dos días). Me parece que es por culpa de
haber dejado de fumar. La nicotina potencia mucho la sinapsis. El problema
ya se sabe cuál es: que te ayuda a escribir, pero al mismo tiempo te mata. A
pesar de todo, opino que la primera redacción de un libro (aunque sea largo)
no debería ocupar más de tres meses, lo que dura una estación. Si tarda más
(al menos en mi caso), empieza a quedar la historia como algo un poco ajeno,
como un despacho del Ministerio de Asuntos Exteriores rumano o un mensaje
radiado en alta frecuencia durante un período de gran actividad en manchas
solares.
Me gusta hacer diez páginas al día, es decir, dos mil palabras. En tres
meses son 180.000 palabras, que para un libro no esta mal; si la historia es
buena y está bien contada, el lector puede perderse a gusto. Hay días en que
salen diez páginas sin dificultad, y a las once y media de la mañana ya me he
levantado y estoy haciendo recados como un ratoncito, pero a medida que me
hago mayor abundan más los días en que acabo comiendo en el escritorio y
terminando la sesión diaria hacia la una y media. A veces, cuando cuesta que
salgan las palabras, llega la hora del té y todavía estoy trabajando. Me van
bien las dos maneras, pero sólo en circunstancias muy graves me permito
bajar la persiana antes de haber hecho las dos mil palabras.
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La mejor ayuda para una producción regular (¿trollopiana?) es un
ambiente sereno. Hasta al escritor de naturaleza más productiva le costará
trabajar en un entorno donde los sustos y las distracciones sean la norma, no la
excepción. Cuando me preguntan por «el secreto de mi éxito» (idea absurda,
pero imposible de eludir), a veces contesto que hay dos: haberme conservado
en buenas condiciones físicas (al menos hasta que en verano de 1999 me
atropello una furgoneta que se había salido de la carretera) y haber tenido un
matrimonio duradero. Es una buena respuesta en la medida en que zanja la
cuestión, pero también porque contiene una parte de verdad- La combinación
de un cuerpo sano y una relación estable con una mujer independiente que no
le aguanta chorradas ni a mí ni a nadie ha garantizado la continuidad de mi
vida laboral. Y creo que también es cierto lo contrario: que escribir, y disfrutar
con ello, ha garantizado la estabilidad de mi salud y mi vida familiar.
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Casi se puede leer en cualquier parte, pero, tratándose de escribir, los
cubículos de biblioteca y bancos de parque deberían ser el último recurso.
Decía Truman Capote que sus mejores obras estaban hechas en habitaciones
de motel, pero es la excepción. La mayoría trabajamos mejor en casa.
Mientras no tengas un espacio propio, encontrarás bastante más laboriosa tu
nueva decisión de escribir mucho.
No es necesario que tu despacho exhiba un interiorismo a lo Playboy, ni
que guardes los enseres de escribir en un escritorio colonial de los de persiana.
Las dos primeras novelas que publiqué (Carrie y El misterio de Salem’s Lot)
las escribí en el cuartucho de lavar de una caravana doble, aporreando la
Olivetti portátil de mi mujer y haciendo equilibrios con una mesa infantil en
las rodillas. Dicen que John Cheever escribía en el sótano del bloque de pisos
donde vivía, en Park Avenue, al lado de la caldera. El espacio puede ser
modesto (hasta es posible que deba serlo, como ya creo haber insinuado), y en
realidad sólo requiere una cosa: una puerta que estés dispuesto a cerrar. La
puerta cerrada es una manera de decirles a los demás y a ti mismo que vas en
serio. Te has comprometido con la literatura y tienes la intención de no
quedarte en simples promesas.
Cuando entres en tu nuevo espacio de escritura y cierres la puerta, ya
deberías haberte decidido por un objetivo diario. Es como con la gimnasia: al
principio conviene no imponerse metas muy altas, para no desanimarse.
Propongo unas mil palabras al día, y, como me siento magnánimo, añadiré un
día de descanso semanal, al menos al principio. Más de uno no, o perderías la
urgencia e inmediatez de tu relato. Una vez concretado el objetivo, toma la
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resolución de no abrir la puerta hasta haberlo cumplido. Dedícate por entero a
poner las mil palabras en papel o en disquete.
Durante una de mis primeras entrevistas (creo que para promocionar Carrie),
un locutor de radio me preguntó cómo escribía, y mí respuesta («palabra por
palabra») lo dejó mudo. Sospecho que estaba pensando sí era una broma, pero
no. Al final siempre es así de sencillo. Trátese de un simple apunte de una
página, o de una trilogía épica como El Señor de los Anillos, siempre se
trabaja palabra por palabra. La puerta te aísla del resto del mundo, pero
también te confina, concentrándote en lo que tienes entre manos.
Conviene, dentro de lo posible, que en el despacho no haya teléfono, y
menos televisión o videojuegos para perder el tiempo. Si hay ventana, y no da
a una pared, corre la cortina o baja la persiana. Cualquier escritor hará bien en
eliminar las distracciones, y el novicio más. Si sigues escribiendo empezarás a
filtrarlas de manera natural, pero al principio conviene ocuparse de ellas ames
de ponerse a trabajar. Yo trabajo con la música a tope (siempre he preferido el
rock duro, tipo AC/DC, Guns’n Roses y Metallica), pero sólo porque es otra
manera de cerrar la puerta. Me rodea, aislándome del mundo. ¿Verdad que al
escribir quieres tener el mundo bien lejos? Claro que sí. Escribir es crearse un
mundo propio.
En el fondo, creo que se trata de dormir creativamente. La sala de
escritura debería ser igual de íntima que el dormitorio, ser la habitación donde
sueñas. La razón de ser del horario (entrar cada día más o menos a la misma
hora y salir cuando tengas las mil palabras en papel o disquete) es
acostumbrarte, predisponerte al sueño como le predispones a dormir yéndote a
la cama más o menos a la misma hora y siguiendo el mismo ritual. Escribir y
dormir se parecen en que aprendemos a estar físicamente quietos al mismo
tiempo que animamos al cerebro a desconectar del pensamiento racional
diurno, rutinario. De la misma manera que el cerebro y el cuerpo, noche tras
noche, se te acostumbran a cierta cantidad de sueño fija (seis horas, siete,
quizá las ocho recomendadas), existe la posibilidad de entrenar a la conciencia
para que duerma creativamente y, despierta, teja sueños de gran nitidez, que es
lo que son las obras narrativas bien hechas.
Pero son necesarias la habitación y la puerta, y es necesaria la decisión
de cerrarla. También necesitas un objetivo concreto. Cuanto más dure tu
adhesión a estos requisitos básicos, más fácil irá haciéndosete el acto de
escribir. No esperes al muso. Ya te he dicho que es un tozudo, y que no se le
puede pedir mucho aleteo creativo. No te estoy hablando de ningún tablero
ouija, ni del mundo de los espíritus, sino de un oficio cualquiera, como
fontanero o camionero. El tuyo es procurar que el muso sepa dónde
encontrarte a diario desde las nueve a las doce, o desde las siete a las tres. SÍ
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lo sabe, te aseguro que tarde o temprano se presentará con el puro en la boca y
la magia en el saco.
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Bueno, pues ya estás en la habitación con la persiana y la puerta
cerradas y el teléfono desenchufado. Le has dado una patada a la tele y te has
jurado escribir mil palabras al día contra viento y marea. Llega el turno de la
gran pregunta: ¿de qué escribirás? Y de una respuesta igual de grande: de lo
que te dé la gana. Lo que sea... mientras cuentes la verdad.
Antes, en las clases de escritura, solía haber una máxima: «Escribe de lo
que sepas.» Suena bien, pero ¿y si quieres escribir sobre naves espaciales que
exploran otros planetas, o de alguien que mata a su mujer y quiere partirla en
trocitos con un desbastador de madera? ¿Cómo se consigue que cuadren esas y
otras mil ideas extravagantes con el principio de escribir de lo que se sabe?
Yo creo que lo primero es interpretar la máxima en el sentido más lato.
El fontanero sabe de fontanería, pero no es ni mucho menos lo único que sabe.
También sabe cosas el corazón, y la imaginación. ¡Menos mal! Sin ambos, el
mundo de la ficción sería un lugar bastante sórdido. Hasta puede que no
existiera.
En términos de género, parece oportuna la premisa de que se empieza
escribiendo lo que le gusta a uno leer. Ya he contado mis tempranos amores
con los tebeos de terror, y seguro que he cargado las tintas, pero es verdad que
me gustaban mucho, igual que las películas como I Married a Monster from
Outer Space, y el resultado fueron cuentos como «I Was a Teenage
Graverobber» Hoy en día, de hecho, nada me impide escribir versiones un
poco más sofisticadas del mismo cuerno. Es muy sencillo: me eduqué en el
amor a la noche y los ataúdes que no se quedan quietos. Si a alguien le parece
mal, lo único que puedo hacer es encogerme de hombros. Es lo que hay.
Si resulta que eres aficionado a la ciencia ficción, es normal que tengas
ganas de escribir ciencia ficción. (Y cuanta más hayas leído, menos peligro
correrás de caer en las convenciones más transitadas del género, como las
guerras de naves y las utopías negativas.) Si lo que te gusta son las novelas de
misterio, querrás escribirlas, y si te gustan las románticas, es normalísimo que
quieras hacer alguna. No tiene nada de malo practicar esos géneros. En mi
opinión, lo que sería una pena es renegar de lo que conoces y te gusta (quizá
tanto como a mí los tebeos y las películas de terror en blanco y negro) a favor
de otras cosas sólo porque te parece que impresionarás más a los amigos, la
familia y los demás escritores que conoces. Tan erróneo es eso como
dedicarse a conciencia a algún género o clase de narrativa sólo para ganar
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dinero. Para empezar sería moralmente condenable, porque la narrativa
consiste en descubrir la verdad dentro de la red de mentiras de la ficción, no
incurrir en fraude intelectual por amor al vil metal. Es más; os aviso de que no
funciona.
Cuando me preguntan por qué decidí escribir lo que escribo, siempre
pienso que es una pregunta más reveladora que cualquier respuesta que
pudiera dar. Es como esas barritas de chocolate con caramelo dentro: encubre
la suposición de que es el escritor quien controla sus materiales, no al revés.''4
El escritor que se toma en serio su oficio no puede evaluar el material
narrativo como un inversor estudiando ofertas de acciones y escogiendo las
que parezcan más rentables. Si se pudiera, cada libro publicado sería un éxito
de venta seguro, y no existirían los adelantos astronómicos que se pagan a una
docena de escritores de primerísima línea. (Ya les gustaría a las editoriales.)
Grisham, Clancy, Crichton y yo (entre otros) recibimos esas sumas
porque vendemos tiradas fuera de lo habitual a un público lector más vasto de
lo habitual. A veces, desde la crítica, se da por sentado que tenemos acceso a
una vulgata mística que no han conseguido encontrar otros escritores (a
menudo mejores), o que desdeñan emplear. Dudo que sea verdad. Tampoco
me trago la teoría de otros novelistas populares (pienso en la difunta
Jacqueline Susann, aunque no era la única) de que su éxito se basa
exclusivamente en el mérito literario, y que el público comprende la auténtica
grandeza mejor que el mundillo de las letras, poblado por mediocres y
envidiosos. Es una idea ridicula, fruto de la vanidad y la inseguridad.
En general, la gente que compra libros no se guía por el mérito literario
de una novela. Quieren una historia entretenida para el avión, algo que los
cautive desde el principio, que los absorba y los impulse a girar la página.
Esto, a mí juicio, ocurre cuando los lectores reconocen a los personajes, su
comportamiento, su entorno y su manera de hablar. Una manera de que el
lector se sienta dentro de la novela o el cuento es que oiga ecos muy fuertes de
lo que vive y piensa. Mi opinión es que es imposible conseguir la conexión de
manera premeditada, a base de estudios de mercado.
Una cosa es imitar un estilo, que es una manera muy legítima de
empezar a escribir (legítima e inevitable, porque cada fase del desarrollo del
escritor está marcada por alguna imitación), y otra, imposible, imitar la
manera que tiene determinado escritor de abordar tal o cual género, aunque
parezca muy fácil lo que hace. En otras palabras, que no se puede dirigir un
4 Respecto al tema, Kirby McCauley, mi primer agente de verdad, siempre citaba al escritor
de ciencia ficción Alfred Bester (Las estrellas mi destino. El hombre demolido). «El libro
manda», decía el bueno de Alfred con un tono que sugería cambiar de tema,
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libro como un misil. En general, la gente que decide hacerse rica escribiendo
como John Grisham o Tom Clancy sólo produce imitaciones baratas, porque
no es lo mismo el vocabulario que el sentimiento, y el argumento está a años
luz de la verdad tal como la entienden el cerebro y el corazón. Si en la
contraportada de una novela ves escrito «al estilo de (John Grisham/Patricia
CornweIl/Mary Higgins Clark/Dean Koontz)», ten por seguro que estás
delante de una de esas imitaciones, hechas por puro cálculo y por lo general
aburridas.
Escribe lo que quieras, infúndele vida y singularízalo vertiendo tu
experiencia personal de la vida, la amistad, las relaciones humanas, el sexo y
el trabajo. Sobre todo el trabajo. A la gente le encanta leer sobre el trabajo; no
sé por qué, pero es así. Si eres fontanero y te gusta la ciencia ficción, plantéate
escribir una novela sobre un fontanero en una nave espacial o en otro planeta.
¿Te ríes? Pues el difunto Clifford D. Simak escribió una novela que se
llamaba Cosmic Engineers y se ajusta bastante a la idea, además de ser
buenísima. Hay que recordar que no es lo mismo dar sermones sobre lo que se
sabe que usarlo para enriquecer una narración. Lo segundo es bueno. Lo
primero no.
Pensemos en el primer gran éxito de John Grisham, La tapadera. Es la
historia de un joven abogado que descubre que su primer empleo, que al
principio parecía un sueño, consiste en trabajar para la mafia. La tapadera es
una novela llena de suspense emocionante y con un ritmo endiablado, que
vendió la tira y media de millones. Por lo visto, la gente quedó fascinada por
el dilema moral que se le plantea al abogado joven: trabajar para la mafia es
malo, eso no se discute, pero ¡qué sueldo! ¡Con eso te compras un cochazo y
aún te queda más de la mitad!
Otra cosa que gustó fue el ingenio del abogado para salir del dilema-
Quizá no sea lo que habría hecho la mayoría, y es verdad que las últimas
cincuenta páginas acusan la constante intervención del deus ex machina, pero
es lo que nos habría gustado hacer a casi todos. Y ¿a que nos gustaría tener un
deus ex machina en la vida diaria?
No puedo asegurarlo, pero apostaría a que John Grisham nunca ha
trabajado para la mafia. Es todo pura tabulación (que es el gran placer de un
escritor). Sí, es verdad que de joven fue abogado, y es evidente que no ha
olvidado cuánto cuesta hacerse un hueco en el mundo laboral. Tampoco se le
ha olvidado el mapa de trampas y anzuelos económicos que dificultan el paso
por el campo del derecho de empresas. Con el brillante contrapunto de un
humor sencillo, y sin abusar de la jerga profesional, dibuja un mundo de
luchas darwinianas donde los salvajes llevan terno. Además (y ahora viene lo
bueno), se trata de un mundo de una verosimilitud arrolladora. Grisham lo ha
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pisado, ha rastreado el campo de batalla, ha espiado las posiciones enemigas y
ha vuelto con un informe completo. Contó la verdad de lo que sabía, y aunque
sólo fuera por eso ya se merece hasta el último dólar que haya ganado La
tapadera.
Los críticos que arguyen que La tapadera y los libros posteriores de
Grisham están mal escritos, los que se declaran perplejos ante su éxito, no se
enteran de nada. Una de dos: o la verdad es demasiado gorda, demasiado
evidente, o ellos se hacen los tontos. El relato imaginario de Grisham tiene
una base sólida en la realidad que conoce el autor, que la ha vivido de primera
mano y ha escrito sobre ella con una sinceridad absoluta (al borde de la
ingenuidad). El resultado (al margen de que los personajes sean acartonados,
lo cual sería otro tema de discusión) es un libro valiente y de gratísima lectura.
Como escritor en ciernes, harías bien en no imitar el género de abogados
acorralados que parece invento de Grisham, sino emular la franqueza de su
autor y su instinto infalible para ir al grano.
Claro que John Grisham sabe de abogados, pero algo sabrás tú que
garantice tu unicidad. Ten valor. Recoge las posiciones enemigas en el mapa,
vuelve y cuéntanos todo lo que sepas. Y acuérdate de que no es ninguna
tontería escribir un cuento sobre fontaneros en el espacio.
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A mi modo de ver, todos los relatos y novelas constan de tres partes: la
narración, que hace que se mueva la historia de A a B y por último hasta Z, la
descripción, que genera una realidad sensorial para el lector, y el diálogo, que
da vida a los personajes a través de sus voces.
Te preguntarás dónde queda la trama. La respuesta (al menos la mía) es
que en ninguna parte. No pretendo convencerte de que nunca haya preparado
una sinopsis previa, porque sería como sostener que nunca he dicho mentiras,
pero hago ambas cosas lo menos posible. Desconfío de los argumentos por
dos razones: la primera, que nuestras vidas apenas tienen argumento, aunque
se sumen todas las precauciones sensatas y los escrupulosos planes de futuro;
la segunda, que considero incompatibles el argumento y la espontaneidad de la
creación auténtica. Procuraré ser claro. Me interesa sobremanera que
entiendas que mi principal convicción acerca de la narrativa es que se hace
prácticamente sola. La tarea del escritor es proporcionarle una tierra de cultivo
(y transcribirla, claro). Si eres capaz de compartir mi punto de vista ( o de
intentarlo), podremos colaborar a gusto. En caso contrario, si te parezco un
loco, tampoco pasa nada. No serás el primero.
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En una entrevista para el New Yorker, cuando le dije al entrevistador
que para mí las historias eran objetos hallados, como los fósiles del suelo, me
contestó que no se lo creía. Yo repuse que bueno, que me conformaba con que
se creyese que lo creía yo. Y es verdad. Las historias no son camisetas de una
tienda de souvenirs, ni GameBoys. Son reliquias, fragmentos de un mundo
preexistente que no ha salido a la luz. El trabajo del escritor es usar las
herramientas de su caja para desenterrarlas lo más intactas que se pueda. A
veces aparece un fósil pequeño, una simple concha. Otras es enorme: un
Tyrannosaurus Rex con todo el costillar y la dentadura. Tanto da que salga un
cuento o un armatoste de mil páginas, porque en lo fundamental las técnicas
de excavación son las mismas.
Por bueno que seas, por mucha experiencia que tengas, es muy difícil
que saques todo el fósil sin alguna rotura o pérdida; hasta para desenterrar la
mayoría de las piezas es necesario cambiar la pala por otras herramientas más
sutiles. La. trama es maquinaria pesada, el martillo neumático del escritor. No
te discuto que sirva para desenterrar un fósil de tas rocas, porque es evidente,
pero tampoco me discutas tú que rompe casi tanto como extrae. Es torpe,
mecánico, anticreativo. Para mi, el esquema argumental es el último recurso
del escritor, y la opción preferente del bobo. La historia que nazca tiene
muchas posibilidades de quedar artificial y forzada.
Me fío mucho más de la intuición, gracias a que mis libros tienden a
basarse en situaciones más que en historias. Entre las ideas que los han
concebido las hay más complejas y más simples, pero la mayoría comienza
con la escueta sencillez del escaparate de unos grandes almacenes, o de un
cuadro de museo de cera. Deseo poner a un grupo de personajes (o a dos, o
puede que hasta a uno) en alguna clase de aprieto, y ver cómo intentan salir.
Mi trabajo no consiste en ayudarlos a salir, ni a manipularlos para que queden
a salvo (serían los trabajos que requieren el uso ruidoso del martillo
neumático, o sea, la trama), sino observar que sucede v transcribirlo.
Tiene preferencia la situación. Luego vienen los personajes, que al
principio siempre son planos, sin rasgos distintivos. Una vez que se han fijado
ambos elementos en mi cerebro, empiezo a contar la historia. A menudo
vislumbro el desenlace, pero nunca he exigido a ningún grupo de personajes
que hagan las cosas a mi manera. Al contrario: quiero que vayan a la suya. En
algunos casos el desenlace es el que tenía previsto, pero en la mayoría surge
como algo inesperado. Gran ventaja para el novelista de suspense: resulta que
además de ser el creador de la novela, actúo como su primer lector; y si yo
mismo, que lo veo por dentro, no consigo prever con un mínimo acierto en
qué dará el enredo, puedo estar casi seguro de que el lector empezará a girar
las páginas como un poseso. Además, ¿qué sentido tiene preocuparse por el
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final? ¿De qué sirve estar tan obsesionado con controlarlo todo? Algo, tarde o
temprano, siempre pasa.
A principios de los ochenta fui a Londres con mi mujer, en un viaje
medio de negocios medio de placer. Durante el vuelo me quedé dormido y
soñó con un escritor famoso (no sé si era yo, pero James Caan seguro que no)
cayendo en las garras de una tan psicópata que vivía en una granja del quinto
pino. Era una mujer aislada por un proceso paranoico, con unos cuantos
animales en la granja, entre ellos su cerda Misery. Así se llamaba el personaje
que aparecía en varios best-séllers del autor, siempre históricos y un poco
subidos de tono. Al despertar, el recuerdo más claro que conservaba del sueño
eran unas palabras de la mujer al escritor, que se había ruco una pierna y
estaba prisionero en el dormitorio de atrás. Las apunté en una servilleta de
American Airlines, para que no se me olvidase, y me la metí en el bolsillo.
Luego, no sé cómo, la perdí, pero aún me acuerdo de casi todo lo que había
escrito:
«Habla muy en serio, pero sin mirar a los ojos. Mujer grande, maciza,
toda ella una ausencia de pausas. —No sé qué quiere decir. Repito que
acababa de despertarme—. Lo de ponerle Misery a la cerda no era en broma,
¿eh? No se equivoque, por favor. La bauticé por amor de fan, que es el más
puro. Debería sentirse halagado.»
Tabby y yo nos alojamos en el hotel Brown’s de Londres, y no pegué
ojo en toda la primera noche, en parte porque en la habitación de encima
parecía que hubiera tres niñas gimnastas, en parte por el jet lag, qué duda
cabe, pero en parte, también, por la servilletita del avión. Llevaba escrita la
semilla de una historia que prometía muchísimo, porque podía quedar a la vez
divertida, satírica y de terror. Me parecía un material demasiado rico para no
escribir.
Me levanté, baje al vestíbulo y le pregunté al recepcionista si había
algún rincón tranquilo para escribir. Me acompañó a una mesa fabulosa que
había en el rellano del primer piso, y me contó (quizá con un orgullo
justificado) que había sido el escritorio de Rudyard Kipling. El dato me
intimidó un poco, pero se estaba tranquilo y el escritorio parecía acogedor,
aunque sólo fuera por su superficie de trabajo (unos cinco mil metros
cuadrados de cerezo). Manteniéndome en vela gracias a una sucesión de tazas
de té (bebida que, al escribir, ingería por litros... menos cuando bebía cerveza,
claro), llené dieciséis páginas de un cuaderno de taquígrafo. La verdad es que
prefiero la escritura normal; lo malo es que cuando cojo la directa no puedo
seguir el ritmo de los renglones que se me forman en la cabeza y me agobio.
Al término de la sesión pasé por el vestíbulo para repetirle al recepcionista mi
agradecimiento por dejarme usar el precioso escritorio del señor Kipling.
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—Me alegra mucho que le haya gustado —contestó él con una vaga
sonrisa de nostalgia, como si hubiera conocido personalmente al escritor—.
Lo cierto es que Kipling falleció delante de él. De un derrame. Escribiendo.
Subí para recuperar unas horas de sueño, pensando en lo a menudo que
nos dan información que sería mejor obviar.
El título provisional de mi relato (al que entonces preveía unas treinta
mil palabras) era «La edición Annie Wilkes». Cuando me senté delante del
precioso escritorio de Kipling, tenía clara la situación básica: escritor
accidentado y fan psicópata. La historia en sí aún no existía (bueno, sí, pero
como reliquia enterrada, a excepción de dieciséis páginas manuscritas), pero
no me hacía falta conocerla para empezar a trabajar. Tenía localizado el fósil,
y sabía que lo demás consistiría en una excavación prudente.
O mucho me equivoco, o lo que vale para mí también vale para ti. Si estás
esclavizado (o intimidado) por la tiranía del esquema y el cuaderno lleno de
«apuntes sobre personajes», quizá te libere. Como mínimo orientará tus
pensamientos hacía algo más interesante que la planificación argumental.
(Una anécdota graciosa al margen: en nuestro siglo, quizá el máximo
partidario de la sinopsis haya sido Edgar Wallace, cuyas novelitas hacían furor
en los años veinte. Inventó [y patentó] un artilugio que llevaba el nombre de
«rueda Edgar Wallace de argumentos». El escritor que se quedara encallado
con la trama, o que tuviera la necesidad acuciante de una sorpresa
argumental» sólo tenía que hacer girar la rueda y leer lo que pusiera en la
ventanita: podía ser «una aparición fortuita», o «la heroína se declara». Parece
que el invento se vendió como rosquillas.)
Al final de la primera sesión en el Brown’s, en que Paul Sheldon se
despierta y descubre que es prisionero de Annie Wilkes, creí saber qué
ocurriría: Annie le exigiría a Paul escribir otra novela sobre su personaje de
siempre, el valiente Misery Chastain, pero sólo para ella. Paul protestaría,
pero, previsiblemente, acabaría por acceder. (Me pareció que una enfermera
psicópata podía ser muy persuasiva.) Entonces Annie le comunicaría su
intención de sacrificar su querida cerdita Misery al proyecto, diciendo que El
retorno de Misery sólo tendría un ejemplar: ¡un manuscrito holográfico
encuadernado en piel de cerdo!
Preví un fundido en negro, y la reanudación de la trama a los seis u
ocho meses en el refugio de Annie en Colorado, donde se produciría el
inesperado final.
Ya no está Paul, la habitación donde convalecía se ha convertido en
santuario de Misery Chastain, pero la cerdita Misery sigue haciendo valer su
presencia con plácidos gruñidos desde la pocilga de al lado del granero. Las
paredes de la «sala Misery» están cubiertas de tapas de libros, fotogramas de
107
las películas de Misery, fotos de Paul Sheldon y quizá un titular de periódico:
SIGUE DESAPARECIDO EL FAMOSO NOVELISTA romántico. El centro
de la sala lo ocupa, bajo un foco, un libro en una mesita (de cerezo, cómo no,
en honor de Kipling). Es la «edición Annie Wilkes» de El retorno de Misery.
La encuadernación es muy bonita, como tiene que ser, porque es la piel de
Paul Sheldon. ¿Y el propio Paul? Es posible que sus huesos estén enterrados
detrás del granero, pero me pareció más verosímil que las partes más
suculentas se las hubiera comido la cerda.
No estaba mal, y como relato habría sido bueno (no tanto como novela,
porque a nadie le gusta sufrir por alguien durante trescientas páginas y acabar
descubriendo que lo ha devorado el cerdo entre los capítulos 16 y 17), pero al
final no salió así. Paul Sheldon acabó demostrando más recursos de lo que
preveía yo, y sus esfuerzos por hacer de Sherezade y salvar el pellejo me
dieron la oportunidad de explicar algunas cosas acerca del poder de la
escritura, cosas que sentía desde hacía mucho tiempo pero que nunca había
puesto por escrito. Annie también se reveló como alguien bastante más
complejo que en mis previsiones, y fue divertido escribir sobre ella: es una
mujer que en materia de tacos no pasa de «mecachis», pero que no tiene el
menor reparo en cortarle el pie a su escritor favorito para atajar una tentativa
de huida. Mi sensación final fue que Annie merecía más compasión que
miedo. De los detalles e incidentes del relato, no hubo ninguno que se ajustara
a un esquema argumental; eran orgánicos, excrecencias naturales de la
situación inicial, partes desenterradas del fósil. Hoy aún lo explico sonriendo.
¡Cómo me divertí, aunque me pasara casi todo el tiempo hasta culo de drogas
y alcohol!
El juego de Gerald y La chica que amaba a Tom Gordon son otras dos
novelas de situación pura. Si Misery son «dos personajes en una casa», El
juego de Gerald es «mujer en un dormitorio», y La chica que amaba a Tom
Gordon, «niña perdida en el bosque». Como he admitido antes, algunos de
mis libros parten de esquemas previos, pero los resultados, en libros como
Insomnia y El retrato de Rose Madder, no destacan por su calidad. Me duele
reconocerlo, pero se trata de dos novelas forzadas, demasiado trabajadas. De
mis novelas sobre argumento, la única que me gusta es La zona muerta (y es
de justicia añadir que muchísimo). Hay un libro, Un saco de huesos, que
parece tramado de antemano, pero que en realidad es otra situación: «escritor
viudo en casa encantada». La trama de fondo de Un saco de huesos es una
historia gótica bastante conseguida (o que me lo parece), y muy complicada,
pero no se basa en nada premeditado. La historia de TR-90, y la verdad de lo
que hacía la mujer de Mike Noonan durante el último verano de su vida,
surgieron espontáneamente. Podría decirse que eran partes del fósil.
108
Una situación con fuerza pone en entredicho toda la cuestión del
argumento, y me parece bien. Casi todas las situaciones interesantes pueden
exponerse mediante una pregunta en condicional:
¿Y si los vampiros invadieran un pueblecito de Nueva Inglaterra? (El
misterio de Salem's Lot.)
¿Y si en un pueblo apartado de Nevada enloqueciera un policía y
empezara a matar a cualquier persona que se cruzara en su camino?
(Desesperación.}
¿Y sí una asistenta sospechosa de haber asesinado impunemente a
alguien (su marido) fuera acusada de un homicidio que no ha cometido (el de
su jefe)? (Dolores Claiborne.}
¿Y si una mujer se quedara encerrada en un coche averiado con su hijo
pequeño por culpa de un perro rabioso? (Cujo.)
Se trata, en rodos los casos, de situaciones que se me ocurrieron (en la
ducha, conduciendo, durante mi paseo diario...), y que acabaron convertidas
en libro. La dependencia del esquema argumental es nula, ni un solo apunte en
un papelito, aunque hay alguna historia (la de Dolores Claiborne, por
ejemplo) casi tan complicada, como las del género policiaco. Ten presente que
en historia y esquema argumental hay una diferencia enorme. La primera es
honrada y de fiar, mientras que el segundo es sospechoso y conviene
someterlo a arresto domiciliario.
Claro que todas las novelas que he resumido pasaron por un proceso
editorial de lima y enriquecimiento, pero casi todos sus elementos existían
desde el principio. «La película ya tiene que ser película antes del montaje»,
me dijo una vez el montador Paul Hirsch. Lo mismo pasa con los libros.
Dudo, salvo excepciones, que la incoherencia o la falta de interés narrativo
puedan corregirse mediante algo tan secundario como la revisión.
Como esto no es ningún manual, tampoco hay muchos ejercicios. pero
quiero ponerte uno por si tienes la sensación de que es una chorrada todo esto
de la situación reemplazando al argumento. Voy a enseñarte dónde hay un
fósil. Tus deberes son dedicarle cinco o seis páginas de narración no
premeditada; o, dicho de otra manera, excavar y observar el aspecto de los
huesos. Preveo que te sorprenderá el resultado, y que te gustará. ¿Listo? Pues
adelante.
Las líneas básicas de lo que voy a contar son archiconocidas. Aparecen
cada dos o tres semanas en la sección de sucesos, y sólo cambian los detalles.
Una mujer (pongámosle Jane) se casa con un hombre inteligente, divertido y
con mucho magnetismo sexual. Le pondremos Dick, que es el nombre más
109
freudiano que hay.5 La lástima es que Dick tiene un lado oscuro. Es
impaciente, obsesionado con controlarlo todo y puede que hasta paranoico
(como comprobarás por sus palabras y actos). Jane hace esfuerzos ímprobos
por no dar importancia a los defectos de Dick y lograr que funcione el
matrimonio. (El motivo de que se esfuerce tanto también lo descubrirás,
porque saldrá ella a escena y te lo contará.) Parece que mejoren las cosas
cuando tienen una hija, pero a los tres años de nacer, más o menos, empiezan
de nuevo las agresiones y escenas de celos. Al principio son agresiones
verbales, y luego físicas. Dick está convencido de que Jane se acuesta con
otro, tal vez con alguien del trabajo. ¿Sospecha de alguien en concreto? Ni lo
sé ni me importa. Es posible que Dick acabe confiándote sus sospechas, pero
ya nos enteraremos los dos, ¿no?
Al final, la pobre Jane ya no lo aguanta: se divorcia del cabrón de su
marido y le dan la custodia de su hija Nell. Entonces Dick empieza a
perseguirla. Jane contraataca pidiendo una orden judicial, pero sirve de tan
poco como una sombrilla en un huracán como pueden corroborar muchas
mujeres maltratadas. Por último, después de un incidente terrorífico que
relatarás con gran detalle (quizá una paliza en público), el cabrón de Richard
es arrestado y encarcelado. Todo esto son precedentes. Su inclusión en el
relato (en mayor o menor medida) es cosa tuya. En todo caso, no es la
situación. Veámosla.
Un día, poco después de ir Dick a la cárcel, Jane recoge a Nell en la
guardería y la lleva a casa de una amiga para una fiesta de cumpleaños. Luego
vuelve a casa, dispuesta a darse el lujo de estar tranquila dos o tres horas.
Quizá haga la siesta, piensa. Se dirige a una casa, no a un piso; es verdad que
es joven y asalariada, pero lo requiere la situación. Cómo encontró la casa, y
por qué tiene la tarde libre, son cosas que te dirá la historia, y que, si
encuentras justificaciones válidas (como que la casa es de sus padres, o que
sólo la vigila, o cualquier otra cosa), parecerán premeditadas.
Al entrar nota algo raro, una sensación vaga que la incomoda. Como no
sabe identificarla, la atribuye a los nervios, a las secuelas de cinco años de
infierno con don Simpático. ¿Qué si no? ¡Si Dick está bajo llave!
Antes de hacer la siesta, Jane decide tomarse una infusión y ver las
noticias. (¿El caso de agua hirviendo puede usarse más tarde? Quizá, quizá.)
El titular es una bomba: por la mañana se han escapado tres hombres de la
cárcel matando a un vigilante.
Dos de los tres han sido capturados casi enseguida, pero el tercero sigue libre.
Las noticias no especifican el nombre de ninguno de los presos (al menos las
5 En inglés, coloquialmente, dick es «polla». (N. del T.)
110
del canal que está puesto), pero Jane, que está sola en la casa (como ya habrás
justificado de manera plausible), tiene la certeza de que Dick. era uno de los
tres. Lo sabe porque acaba de identificar la sensación extraña del vestíbulo.
Eran restos de olor a cónico capilar Vitalis. El de Dick. Jane permanece
sentada y sin poder levantarse, porque el miedo le ha entumecido los
músculos. Cuando oye los pasos de Dick por la escalera, piensa: «Es el único
capaz de tener tónico capilar hasta en la cárcel.» Debe levantarse, correr, pero
no puede...
¿A que es una historia bastante buena? Yo creo que sí, pero original, lo
que se dice original, no es. Lo dicho: por desgracia, cada dos o tres semanas
sale en el periódico el titular «UN HOMBRE DA UNA PALIZA [O MATA]
A SU EX MUJER.» lo que te pido, en este ejercicio, es lo siguiente: cambiar
los sexos del antagonista y la protagonista antes de empezar a elaborar la
situación del relato. Dicho de otra manera; convierte a la mujer en
perseguidora (puede haberse escapado del manicomio, no de la cárcel) y al
marido en víctima. Nárralo sin argumento previo, dejándote llevar por la
situación y la inversión inesperada que acabo de proponerte, y preveo que te
saldrá de perlas... siempre y cuando seas sincero con la manera de hablar y
comportarse de tus personajes. La sinceridad narrativa compensa muchos
defectos de estilo, como demuestra la obra de escritores como Theodore
Dreiser, Ayn Rand y otros prosistas acartonados, pero mentir es la falta
máxima e irreparable. Está claro que los mentirosos medran, pero sólo a gran
escala, no en la selva de la redacción, donde el objetivo tiene que ser primero
una palabra y luego otra. Si estando en ella ya empiezas a decir mentiras sobre
lo que sabes y sientes, se derrumba todo.
Cuando hayas acabado el ejercicio, escríbeme a www.stephenking.com
y dime cómo te ha salido. No puedo comprometerme a poner nota a todas las
respuestas, pero sí a leer con gran interés tus aventuras, aunque sólo sea una
parte. Tengo curiosidad por saber qué fósil has desenterrado, y cuánto has
conseguido sacar intacto de la tierra.
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