Patrick Hamilton fue un dramaturgo y novelista inglés. Fue bien considerado por Graham Greene y JB Priestley, y el estudio de sus novelas se ha reavivado debido a su estilo distintivo, desplegando una voz narrativa dickensiana para transmitir aspectos de la cultura callejera de Londres de entreguerras. Wikipedia
LUZ DE GAS
Un guiñol Victoriano
Patrick Hamilton
Estrenada el 5 de diciembre de 1938, en el teatro
Richmond, de Richmond, bajo la dirección de Gardner Davies, y con el siguiente
reparto:
SEÑORA MANNINGHAM Gwen
Frangcon-Davies SEÑOR MANNINGHAM Dennis Arundell ROUGH
Milton Rosmer ELIZABETH Beatrice Rowe NANCY
Elizabeth Inglis
PRIMER ACTO
La escena representa la sala de estar del entresuelo
de una casa compuesta de cuatro pisos, en un barrio sombrío de Londres, en el
último tercio del siglo pasado. La estancia está amueblada con la deslucida
profusión y el pesado boato de la época, y, sin embargo, en medio de esa
abundancia de muebles, enseres y adornos, se respira una atmósfera de pobreza,
ruina y vetustez.
A la derecha, una chimenea, una puerta que da a una
habitación reducidísima. Un sofá entre la chimenea y las candilejas. En el
centro, una mesa. Al fondo, una ventana. Debajo de la ventana, un escritorio. A
la izquierda del escritorio, un aparador, Otro escritorio, o buró, apoyado en
la pared, al extremo de la izquierda. También a la izquierda, una lámpara sobre
el buró. Al fondo, una puerta que conduce al pasillo y escaleras.
EL TELÓN SE LEVANTA en medio de la semioscuridad aterradora de
las postrimerías de la tarde… la hora cero, como si dijéramos, que precede a la
débil aurora de la luz de gas y al té. Frente a la chimenea encendida, aparece
MANNINGHAM, echado en una butaca y
durmiendo pesadamente. Es alto, bien parecido, de unos cuarenta y cinco años.
Lleva gruesos bigotes y patillas. Es apuesto, y va quizás un poquitín demasiado
bien vestido. Sus maneras son suaves y autoritarias, con un toque de misterio y
amargura. La SEÑORA MANNINGHAM está
sentada en el sofá, cosiendo. Tiene unos treinta y cuatro años. Ha sido
hermosa, casi una beldad, pero ahora tiene toda ella un aire de zozobra, de
marchitez y de temor; profundas ojeras moradas en torno a los ojos, que hablan
de noches en blanco y cosas peores.
Pausa, se oye, lejos, en la calle, el tilintileo de la
campanilla de un vendedor de bollos.
La SEÑORA MANNINGHAM escucha unos, momentos, furtiva e
indecisamente, casi como si también tuviera miedo de lo que está haciendo.
Rápidamente y con pasos menudos se acerca a la ventana y mira a la calle. Luego
se dirige al cordón de la campanilla, junto a la puerta, y llama. Vuelve al
sofá, dobla la labor y la guarda en una caja, de la que al mismo tiempo saca un
bolso. Se oye una llamada en la puerta, y entra ELIZABETH, cocinera y ama. Es una mujer gruesa, jovial
y servicial, de unos cincuenta años. Indicándole con una seña que su marido
está durmiendo, la SEÑORA MANNINGHAM se
le acerca y le habla en voz baja, junto a la puerta, dándole unas monedas que
saca del bolso.
(ELIZABETH sale).
SR. MANNINGHAM. —(Que ha abierto los ojos, pero no ha
cambiado de postura ni un milímetro). ¿Qué estás haciendo, Bella?
SRA. MANNINGHAM. —Nada, querido… (Vuelve a espiar por la ventana). Sigue
durmiendo.
(Pausa. Ella se acerca a su caja de costura, vuelve a
colocar el bolso y luego guarda la caja. Después regresa junto a la ventana).
SR. MANNINGHAM. —(Que ha vuelto a cerrar los ojos). ¿Qué estás haciendo, Bella? Ven aquí…
SRA. MANNINGHAM. —(Titubea; después se acerca). Nada… Era
para el té… Bollos… para el té… (Le coge
una mano).
SR. MANNINGHAM. —Bollos… ¿eh?
SRA. MANNINGHAM. —Sí, querido…
Como el hombre pasa tan de tarde en tarde por aquí… Pensé que acaso te daría
una sorpresa.
SR. MANNINGHAM. —¿Por qué eres
tan aprensiva, Bella? Yo no iba a regañarte.
SRA. MANNINGHAM. —(Soltándole nerviosamente la mano). No,
ya sé que no. (Vuelve junto a la ventana).
SR. MANNINGHAM. —El fuego está
apagado. ¿Quieres hacer el favor de llamar, Bella? Ten la bondad.
SRA. MANNINGHAM. —Sí… (Da dos pasos, pero se detiene). ¿Es
sólo para que echen carbón, querido? Puedo hacerlo yo.
SR. MANNINGHAM. —Vamos a ver,
Bella. Esto ya lo hemos discutido antes. Ten la bondad de tocar la campana.
SRA. MANNINGHAM. —Pero, querido…
Lizzie ha salido a la calle. Lo haré yo. No me cuesta nada. (Se dispone a hacerlo).
SR. MANNINGHAM. —(Deteniéndola alargando el brazo). No,
no, no, no, no… ¿Dónde está la doncella? Que suba la doncella si Lizzie ha
salido a la calle.
SRA. MANNINGHAM. —Pero, querido…
SR. MANNINGHAM. —Llama, anda
hazme el favor, Bella. Sé buena chica. (La
SRA. MANNINGHAM cede y vuelve junto al
llamador). ¿Para qué te figuras que tenemos servidumbre, Bella? (La SEÑORA MANNINGHAM no contesta. Pausa). Vamos. Contesta.
¿Para qué te figuras que tenemos servidumbre?
SRA. MANNINGHAM. —(Avergonzada, y con voz apenas audible). Para
servirnos, supongo, Jack…
SR. MANNINGHAM. —Precisamente.
Entonces, ¿por qué…?
SRA. MANNINGHAM. —Pero me parece
que podemos tenerles un poquito de consideración.
SR. MANNINGHAM. —¿Tenerles un
poco de consideración? ¿Ves? Ya vuelves con tus curiosas tergiversaciones
mentales. Hablas como si no les tuviéramos ninguna consideración por su
trabajo. Y ocurre que a Elizabeth le tengo una consideración a razón de
dieciséis libras al año. Y a la muchacha diez. En suma, veintiséis libras
anuales. Si a esto no le llamas tú buena consideración, y generosa por
añadidura, me gustaría saber qué es, entonces.
SRA. MANNINGHAM. —Sí, Jack. Me
parece que tienes razón.
SR. MANNINGHAM. —No te quepa la
menor duda, querida. Y es pura tontería pensar de otro modo. (Pausa). ¿Cómo está el tiempo? ¿Sigue
tan encapotado?
SRA. MANNINGHAM. —Sí; parece que
se ha puesto peor. ¿Vas a salir así, Jack?
SR. MANNINGHAM. —Pues… creo que
sí. A menos que empeore mucho después del té. (Se oye una llamada en la puerta. La SRA. MANNINGHAM: titubea. Otra llamada). ¡Adelante! (Entra NANCY, la doncella. Es una muchacha de diecinueve años, presumida, bonita y
descarada).
NANCY. —(Se queda parada, mirando, a ambos, pues la SRA. MANNINGHAM parece vacilar en decirle por qué ha
llamado). ¡Oh! Dispensen. Creí haber oído la campana.
SR. MANNINGHAM. —Sí, Nancy; hemos
llamado. (Pausa). Anda, querida; dile
a Nancy por qué hemos llamado.
SRA. MANNINGHAM. —Oh… Sí…
Queremos que eche un poco de carbón en el fuego, Nancy. Haga el favor.
(NANCY la mira descaradamente, y luego, con una sonrisita y un ademán de altanería
con la cabeza, va a echar carbón en el fuego).
SR. MANNINGHAM. —(Después de una pausa). Al mismo tiempo
podría encender el gas, Nancy. Esta tarde tan oscura se está poniendo
insoportable.
NANCY. —Sí, señor. (Con otra sonrisita apenas discernible, coge
las cerillas y va a encender las dos camisas incandescentes a ambos lados de la
chimenea).
(MANNINGHAM se pone de pie, se desentumece y permanece frente al fuego calentándose
las piernas. Contempla a NANCY mientras
ésta enciende la segunda camisa).
SR. MANNINGHAM. —La veo muy
bonita y muy provocativa esta tarde, Nancy. ¿Se había dado cuenta?
NANCY. —No me he dado cuenta de
nada, señor; de nada.
SR. MANNINGHAM. —Ande, dígamelo.
¿Ha añadido a la lista otro corazón destrozado?
NANCY. —No sabía que destrozara
corazones, señor.
SR. MANNINGHAM. —Estoy seguro de
que no es verdad eso que dice. Como también estoy convencido de que no son
auténticos esos colores que luce en la cara. No hago más que preguntarme qué
misteriosas cremas usará para realzar sus encantos naturales.
NANCY. —Todo es completamente
natural, señor. Se lo juro. (Cruza la
escena para bajar la persiana, correr las cortinas y alumbrar la lámpara de la
izquierda).
SR. MANNINGHAM. —Debo reconocer
que lo hace con mucha pericia. ¿Cuáles son sus secretos? ¿No quiere decirnos el
nombre de su perfumista? Tal vez podría decírselo a la señora… y así la
ayudaría a terminar con esa palidez suya. Estoy persuadido de que se lo
agradecería mucho.
NANCY. —Nada me gustaría más,
señor, se lo aseguro.
SR. MANNINGHAM. —¿O es que las
mujeres están muy celosas de sus descubrimientos para comunicárselos a una
rival?
NANCY. —No lo sé, señor… ¿No
desea nada más el señor?
SR. MANNINGHAM. —No. Nada más,
Nancy… Excepto el té.
NANCY. —Estará en seguida, señor.
(Sale NANCY).
SRA. MANNINGHAM. —(Después de una pausa, y en tono más de
reproche que de enojo). Jack… ¿Cómo puedes
tratarme así?
SR. MANNINGHAM. —Pero, querida;
¿no eres tú la señora de la casa? A ti te correspondía, pues, decirle que
echara carbón en el fuego.
SRA. MANNINGHAM. —¡No es eso! Es esa manera de humillarme.
Como si yo necesitara ponerme algo en la cara y tuviese que pedirle a ella su consejo.
SR. MANNINGHAM. —Pero, ¿no hemos
quedado, según tú, que debemos mirar a los sirvientes como a nuestros iguales?
Yo no he hecho más que tratarla como si lo fuera. (Coge el periódico y se sienta en el sofá). Además, sólo bromeaba
con ella.
SRA. MANNINGHAM. —Es extraño que
no veas cómo me mortificas. Esa chica ya se ríe bastante de mí.
SR. MANNINGHAM. —¿Se ríe de ti?
¡Vaya una idea! ¿Qué te hace creer que se ríe de ti?
SRA. MANNINGHAM. —Oh… Sé que lo
hace en secreto. En realidad, lo hace tan descaradamente… cada día se ríe con
más descaro.
SR. MANNINGHAM. —Pero, querida…
si ella se ríe de ti, ¿no será por culpa tuya?
SRA. MANNINGHAM. —(Pausa). ¿Quieres decir que soy tan
ridícula?
SR. MANNINGHAM. —No quiero decir
nada. Eres tú quien ves segundas intenciones en todo, Bella. Quisiera que no
fueras tan tontuela. Ven aquí y acabemos. He estado pensando en algo que me
figuro que te gustará.
SRA. MANNINGHAM. —¿Algo que me
gustará? ¿Qué es lo que has pensado, Jack?
SR. MANNINGHAM. —No te lo diré
como no vengas aquí.
SRA. MANNINGHAM. —(Acercándose y sentándose en un taburete a
su lado). ¿Qué es, Jack? ¿Qué es lo que has pensado?
SR. MANNINGHAM. —Acabo de leer
aquí que MacNaughton, el célebre actor, ha venido a Londres por otra temporada.
SR. MANNINGHAM. —Sí. Yo también
lo he leído. ¿Y qué, Jack?
SR. MANNINGHAM. —¿Y qué? ¿Qué
supones?
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, Jack, amor
mío! ¿Quieres decir…? ¿Me llevarías a ver a MacNaughton? ¿No me llevarás, Jack?
¿O sí?
SR. MANNINGHAM. —No solamente te
llevaría a ver a MacNaughton, querida; sino que voy a llevarte a ver a
MacNaughton. Es decir… si tú quieres.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, Jack! ¡Qué
dicha!… ¡Qué dicha!
SR. MANNINGHAM. —¿Cuándo te
gustaría ir? Según el anuncio, no disponemos más que de tres semanas.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, qué dicha!
Déjame ver. ¡Por favor, déjame ver!
SR. MANNINGHAM. —Ahí está. ¿Ves?
Puedes verle en comedia o en tragedia… según lo que prefieras. ¿Qué
preferirías, Bella…, comedia o tragedia?
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, es difícil
decirlo! Cualquiera de las dos cosas sería igualmente maravilloso. ¿Qué
elegirías tú si estuvieras en mi lugar?
SR. MANNINGHAM. —Bueno… Eso
depende… ¿no es cierto?…, de que quieras reír o de que quieras llorar.
SRA. MANNINGHAM. —¡Quiero reír!
Pero… también me gustaría llorar. En realidad, me gustarían ambas cosas. ¡Oh,
Jack!, ¿qué fue lo que te indujo a llevarme al teatro?
SR. MANNINGHAM. —Pues verás,
querida. Últimamente has sido muy buena, y he pensado que estaría muy bien que
te hiciera salir un poco de ti misma.
SRA. MANNINGHAM. —Jack, vida mía.
Últimamente tú también has sido más bondadoso conmigo. ¿Es posible, acaso, que
empieces a ver mi punto de vista?
SR. MANNINGHAM. —Que yo sepa,
Bella, nunca ha dejado de tenerlo en cuenta.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, sí, Jack!;
es verdad. Es verdad. Todo lo que necesito es distraerme… un cambio… recibir
alguna que otra atención de ti. ¡Oh, Jack! Yo me encontraría mejor…, tú sabes cómo…, si sólo pudiera
distraerme un poco más.
SR. MANNINGHAM. —¿Qué quiere
decir exactamente eso de mejor,
querida?
SRA. MANNINGHAM. —Tú ya sabes… Ya
me comprendes, querido… Lo digo por lo que ha ocurrido últimamente. Quedamos en
que no hablaríamos más de ello.
SR. MANNINGHAM. —No; en efecto.
No hablemos más de ello.
SRA. MANNINGHAM. —No, querido. No
quiero hablar más…, pero es tan importante lo que digo… He estado mejor…; incluso la semana pasada. ¿No te has dado cuenta? Y,
¿por qué? Porque te has quedado en casa, y has sido amable conmigo. La otra
noche, cuando te quedaste y jugaste a las cartas conmigo, me parecía que
volvíamos a aquellos tiempos. Y me fui a acostar como un ser humano normal,
feliz, lleno de salud. Y después, al día siguiente, cuando te quedaste a leer
ese libro, Jack, y nos sentamos junto al fuego… Entonces sentí que volvía todo
mi amor por ti, Jack. Y aquella noche dormí como una niña. Parecía que se
habían disipado todos aquellos temores tan lúgubres, aquellos miedos tan terribles.
Y todo porque me dabas tu tiempo, y me librabas de mis ensimismamientos, de mis
mortificaciones sobre sí misma, en esta casa, día y noche…
SR. MANNINGHAM. —Tal vez sea
esto… ¿O será acaso que la medicina que tomas empieza a surtir efectos
beneficiosos?
SRA. MANNINGHAM. —No, Jack; no es
la medicina. La he estado tomando religiosamente…, ¿no la he tomado
religiosamente? ¡Con lo que la aborrezco! Lo que yo quiero es algo más que una
medicina. Es la medicina de las ideas bonitas y saludables, la de un interés
por algo. ¿Comprendes lo que quiero decir?
SR. MANNINGHAM. —Bueno, creo que
estamos abordando una cuestión un poco tétrica, ¿no?
SRA. MANNINGHAM. —Sí. Y no quiero
ponerme triste, querido…, es la última cosa que querría. Sólo quiero que me
comprendas. Dime que me comprendes.
SR. MANNINGHAM. —Bueno, querida…
¿Acaso parece que no? ¿No acabo de decirte que voy a llevarte al teatro?
SRA. MANNINGHAM. —Sí, vida mía…
Sí. Y me has hecho tan feliz… ¡Tan feliz, querido!
SR. MANNINGHAM. —Bueno. Entonces,
¿por cuál te decides… por la comedia o la tragedia? Debes decidirlo pronto.
SRA. MANNINGHAM. —(Con exultante solemnidad). ¡Oh, Jack!
¿Qué va a ser? ¿Qué va a ser? (Poniéndose
de pie y haciendo demostraciones de contento con gestos de alegría).
¡Importa tan poco! ¡Importa tan repoquísimo! ¡Voy a ir al teatro! ¿Te das
cuenta de esto, maridito mío? ¡Voy a ir al teatro! (Le besa. Se oye una llamada en la puerta). Adelante. (Entra NANCY, con una bandeja llena de cosas para el té. Hay una pausa mientras se
dirige junto a la chimenea…) No, Nancy. Hoy lo tomaremos en la mesa.
NANCY. —(Siempre con descaro). Como usted quiera, señora. (Otra pausa, mientras deposita la bandeja en
la mesa, aparta los libros, etc.)
SRA. MANNINGHAM. —(Apoyada en la repisa). Dígame, Nancy…
Si la llevaran al teatro, y tuviera que escoger entre una comedia o una
tragedia, ¿qué escogería usted?
NANCY. —¿Yo, señora? Pues…
Siempre escogería una comedia.
SRA. MANNINGHAM. —¿De veras? ¿Por
qué escogería la comedia, Nancy?
NANCY. —Supongo que porque me
gusta reírme, señora.
SRA. MANNINGHAM. —¿Le gusta
reírse? Bueno…, creo que tiene razón. Lo tendré en cuenta. El señor Manningham
me llevará al teatro la semana próxima.
NANCY. —¿Ah, sí? Espero que se
divierta. En seguida traigo los bollos.
(Sale NANCY).
(Al salir
NANCY, la señora MANNINGHAM le hace una mueca con la lengua.
MANNINGHAM lo advierte).
SR. MANNINGHAM. —Querida… ¿qué
haces?
SRA. MANNINGHAM. —¡La
desvergonzada!
SR. MANNINGHAM. —Pero, ¿qué ha
hecho?
SRA. MANNINGHAM. —¡Ah, claro! Tú
no la conoces. No hace más que atormentarme y mortificarme todo el día. Tú no
la ves. Un hombre no las ve estas cosas. Me tiene por una infeliz. Y ahora se
pica porque le he dicho que vas a llevarme al teatro.
SR. MANNINGHAM. —Temo que no son
más que imaginaciones tuyas, querida.
SRA. MANNINGHAM. —No, no lo son.
Le hemos dado demasiada franqueza. (Arreglando
las sillas, presa de una emoción henchida de felicidad). Ven aquí, amor
mío. Tú te sientas a un lado y yo al otro, como dos niños.
SR. MANNINGHAM. —(Se levanta y permanece de pie de espaldas
al fuego). Parece que te sientes muy contenta, Bella. Si esto se debe a que
te voy a llevar al teatro, tendré que llevarte más a menudo.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, Jack!
Ojalá lo hicieras.
SR. MANNINGHAM. —No veo por qué
razón no habría de hacerlo. De chico, nada me gustaba tanto como ir al teatro.
Quizá no lo creas, pero en realidad hasta sentí la ambición de llegar a ser
actor algún día.
SRA. MANNINGHAM. —Lo creo,
querido. Ven a tomar el té, ahora.
SR. MANNINGHAM. —¿Sabes, Bella?
Debe ser una sensación formidable eso de aprenderse un papel y entregarse
enteramente al carácter de otra persona. A veces me precio de haber podido ser
un buen actor.
SRA. MANNINGHAM. —Claro que sí,
querido. Naciste para ser actor. Eso lo ve cualquiera.
SR. MANNINGHAM. —(Cruza despacio hacia la izquierda). No…
¿Lo crees en serio? Siempre he sentido como una punzada de arrepentimiento por
no haberme hecho actor. Claro que hubiese tenido que prepararme mucho, pero
estoy seguro de que hubiese salido con la mía… y que acaso hubiese podido
subirme al candelero.
«Ser o no ser. He aquí el dilema.
Si es más noble el alma que
soporta
hondas y dardos de fortuna
adversa,
o la que toma armas contra un mar
de penas
y, resistiéndose, las vence».
(Al llegar a «armas», entra NANCY con los bollos y
vuelve a salir).
SRA. MANNINGHAM. —¿Ves qué voz
tan hermosa tienes? ¡Oh!… ¡Qué error cometiste!
SR. MANNINGHAM. —(Sentándose a la derecha de la mesa).
¡Quién sabe!
SRA. MANNINGHAM. —Y así, si
hubieses llegado a ser un actor famoso, yo hubiese tenido siempre una butaca
gris para ir a verte todas las noches de mi vida. Y luego iría a aguardarte a
la puerta del escenario. ¡Hubiera sido el cielo!
SR. MANNINGHAM. —Un cielo del que
pronto te hubieras cansado, querida. No te quepa la menor duda de que después
de unas cuantas noches, volverías a quedarte en casa, exactamente igual que
ahora.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, no! ¡Qué
va! Estaría vigilándote todo el tiempo, para que no hubiese coquetuelas que
corrieran detrás de ti.
SR. MANNINGHAM. —Conque habría
coquetuelas que correrían detrás de mí, ¿crees tú? Otro aliciente que no tenía
en cuenta.
SRA. MANNINGHAM. —Sí… Ya te
conozco, pícaro. Pero no te me escaparías. (Levanta
el mantelito que cubre el plato de los bollos). Parecen muy sabrosos. ¿No
te gusta que me haya acordado de comprarlos? Toma, aquí tienes la sal. No sé
por qué te pones tanta. ¡Oh, Jack, vida mía; tienes que perdonarme por estar
tan parlanchina, pero me siento tan feliz!
SR. MANNINGHAM. —Ya lo estoy
viendo.
SRA. MANNINGHAM. —Como vas a llevarme
al teatro… Toma otro. Cuando era niña, me gustaban una eternidad. ¿A ti no?
¿Cuánto tiempo hace que no los comíamos? Me parece que desde que nos casamos.
¿O tal vez sí? ¿Te acuerdas tú…?
SR. MANNINGHAM. —(Levantándose de repente, mirando a la pared
opuesta y hablando en tono tranquilo, pero amenazador). No sé, no me
acuerdo… No sé… Bella…
SRA. MANNINGHAM. —(Después de una pausa, y bajando la voz
hasta casi un susurro). ¿Qué? ¿Qué ocurre? ¿Qué quieres?
SR. MANNINGHAM. —(Yendo junto a la chimenea y hablando de
espaldas a su mujer). No tengo el menor deseo de causarte un trastorno,
Bella, pero acabo de observar que echo de menos una cosa. ¿Quieres hacer el
favor de rectificarlo en seguida, mientras no estoy mirando, y haremos como si
no hubiese ocurrido?
SRA. MANNINGHAM. —¿Una cosa que
echas de menos? ¿Qué es lo que falta? Por el amor de Dios, no te vuelvas de
espaldas, Jack. ¿Qué ha ocurrido?
SR. MANNINGHAM. —Tú sabes
perfectamente qué es lo que ha ocurrido, Bella; y si lo rectificas en seguida,
no hablaré más de ello.
SRA. MANNINGHAM. —No sé. No sé.
Se te está enfriando el té. Dime de qué se trata. Dímelo.
SR. MANNINGHAM. —¿Acaso tratas de
hacerme pasar por tonto, Bella? Eso a que me refiero está en la pared, detrás
de ti. Si lo vuelves a poner en su sitio, olvidaré la cuestión.
SRA. MANNINGHAM. —¿La pared
detrás de mí? ¿Qué? (Se vuelve). ¡Oh!
Sí… Han quitado el cuadro… Sí… El cuadro… ¿Quién lo ha quitado? ¿Por qué lo han
quitado?
SR. MANNINGHAM. —Sí. ¿Por qué lo
han quitado? ¿Porqué?, ¡sí!, ¿por qué? Nadie más que tú puede contestar a eso,
Bella. ¿Por qué lo quitaron la otra vez? ¿Quieres hacer el favor de sacarlo de
donde lo hayas escondido, y volver a colgarlo en la pared?
SRA. MANNINGHAM. —¡Pero yo no lo
he escondido, Jack! ¡Yo no lo he quitado! ¡Oh, por el amor de Dios, mírame! Yo
no lo he quitado. No sé dónde está. Debe de haberlo quitado otra persona.
SR. MANNINGHAM. —¿Otra persona?
¿Pretendes insinuar que estoy representando una comedia fantástica y estúpida?
SRA. MANNINGHAM. —¡No, querido,
no! Pero ha sido alguien que no sea yo. (Acercándosele).
Te juro ante Dios que yo no lo he quitado. Ha sido otra persona, vida mía, otra
persona.
SR. MANNINGHAM. —Otra persona,
¿eh? Alguien que no eres tú. (Empujándola).
¡Haz el favor de soltarme! ¡Me das asco…, estúpida imbécil! (Va al llamador). Ahora veremos si es
verdad.
SRA. MANNINGHAM. —¡No, Jack; te
lo suplico, no llames! ¡No llames! ¡No hagas que las sirvientas sean, testigos
de mi vergüenza! No he de avergonzarme de nada… porque yo no lo he quitado…
Pero ¡no llames a las sirvientas! Diles que no vengan. (Él ha llamado entretanto. Ella corre a su lado). Aclarémoslo entre
nosotros. ¡No llames a la chica, por favor!
SR. MANNINGHAM. —(Apartándola violentamente). ¿Quieres
hacer el favor de soltarme y sentarte ahí? (Vuelve
a la chimenea). Alguien que no eres tú…, ¿eh? Bueno… Ahora lo veremos. (La SRA. MANNINGHAM, sentada en la butaca, rompe en sollozos).
Será mejor que procures dominarte, ¿no te parece? (Se oye una llamada en la puerta). Adelante. (Entra ELIZABETH). ¡Ah, Elizabeth! Entre, haga el favor, Elizabeth…
Cierre la puerta. ¡Entre, entre… no se quede ahí! (Pausa, mientras ELIZABETH llega
a mitad de la escena). Ahora bien, Elizabeth; vamos a ver. ¿Echa usted algo
de menos en esta habitación? Mire con cuidado las paredes, y vea si hay algo
que falta… Bueno, Elizabeth; ¿qué es lo que nota?
ELIZABETH. —Nada, señor… Excepto
que el cuadro no está en su sitio.
SR. MANNINGHAM. —Exacto. Han
quitado el cuadro. Se ha dado cuenta en seguida. Ahora bien: ¿estaba el cuadro en
su sitio cuando usted ha quitado el polvo de esta habitación por la mañana?
ELIZABETH. —Sí, señor. Sí,
estaba, señor. No lo comprendo, señor.
SR. MANNINGHAM. —Ni yo,
Elizabeth, ni yo. Y ahora, antes de irse, una pregunta nada más. ¿Ha sido
usted, Elizabeth, quien ha quitado el cuadro de su sitio?
ELIZABETH. —No, señor. Desde
luego que no, señor.
SR. MANNINGHAM. —Usted no lo ha
quitado. Y en otras ocasiones, ¿ha quitado usted el cuadro de su sitio?
ELIZABETH. —Nunca, señor, nunca.
¿Para qué, señor?
SR. MANNINGHAM. —Esto es: ¿para
qué?… Y ahora, otro favor. Coja esa Biblia que hay encima del escritorio y
bésela en prenda de haber dicho la verdad… (Pausa,
ELIZABETH titubea. Luego hace como se le
manda). Muy bien; puede retirarse. Y haga el favor de mandar a Nancy en
seguida.
ELIZABETH. —Sí, señor.
(ELIZABETH sale).
SRA. MANNINGHAM. —(Yendo junto a su marido). Jack; no me
impongas esa mortificación. No llames a esa chica. Diré lo que quieras. Diré
que lo he escondido. Lo he escondido, Jack, lo hice yo. No hagas entrar a esa
chica. ¡No!
SR. MANNINGHAM. —¿Quieres tener
la bondad de contenerte? (La SRA.
MANNINGHAM vuelve a sentarse. Llaman a la
puerta). Adelante.
(Entra NANCY).
NANCY. —¿Llamaba usted, señor?
¿Desea algo de mí?
SR. MANNINGHAM. —Sí; la he mandado
llamar, Nancy. Si quiere usted mirar a la pared a su izquierda, verá que el
cuadro ha desaparecido.
NANCY. —(Va a la pared de la izquierda). ¡Vaya! Palabra. Pues es verdad.
¡Ha volado!
SR. MANNINGHAM. —No se le ha
pedido ningún comentario por su cuenta, Nancy. Procure ser menos insolente y
conteste a lo que le pregunto. Ese cuadro, ¿lo ha quitado usted, o no?
NANCY. —¿Yo? Por supuesto que no.
¿Para qué iba yo a quitarlo, señor?
SR. MANNINGHAM. —Muy bien. Ahora,
¿quiere hacer el favor de besar esa Biblia de encima del escritorio, como
solemne juramento de que dice la verdad… y retirarse?
NANCY. —De buena gana, señor. (Obedece, otra vez con la sonrisa en los
labios). Si yo lo hubiese quitado, se lo…
SR. MANNINGHAM. —Ya basta, Nancy.
Puede retirarse. (Sale NANCY). (Reponiendo la Biblia sobre el escritorio
del fondo). ¡Bueno! Creo que podemos decir que se ha demostrado
concluyentemente…
SRA. MANNINGHAM. —(Se pone de pie). ¡Dame esa Biblia!
¡Dámela! ¡Déjame que la bese yo también! (Se
la arrebata). ¡Ahí tienes! (Le besa).
¡Ya está! ¿Lo ves? (Vuelve a besar el
libro). ¿Lo ves? ¿Ves como también yo la beso?
SR. MANNINGHAM. —¡Por Dios, ten
cuidado con lo que haces! ¿Es que, encima, quieres cometer un sacrilegio?
SRA. MANNINGHAM. —No es
sacrilegio, Jack. Ha sido otra persona la que ha cometido un sacrilegio. Mira…
Juro ante Dios Todopoderoso que nunca he tocado ese cuadro. (Besa el libro). ¡Ya está!
SR. MANNINGHAM. —Entonces, ¡vive
Dios!, es que estás loca y no sabes lo que haces. ¡Desventurada! Estás loca de
remate, loca de atar… como lo estuvo tu madre antes que tú.
SRA. MANNINGHAM. —Jack… Me
prometiste no volver nunca a decir eso.
SR. MANNINGHAM. —(Cruza hacia la derecha. Pausa). Ha
llegado el momento de afrontar la realidad, Bella. Si esto progresa no vas a
estar por mucho tiempo bajo mi
protección.
SRA. MANNINGHAM. —Jack… Voy a
hacerte un último ruego. Estoy desesperada, Jack. ¿No ves que estoy
desesperada? Si no lo ves, es que tienes un corazón de piedra.
SR. MANNINGHAM. —Sigue. ¿Qué
quieres decir?
SRA. MANNINGHAM. —Jack; es
posible que esté volviéndome loca, como mi pobre madre…, pero si lo estoy,
tienes que tratarme con dulzura, Jack… te juro por Dios que nunca te he mentido
a sabiendas. Si he quitado el cuadro de su sitio, no me he dado cuenta. No me he dado cuenta. Si lo quité en
otras ocasiones, tampoco sabía lo que hacía… Jack, si sustraigo tus cosas, tus
sortijas, tus llaves, tus lápices, tus pañuelos, y tú las encuentras luego en
el fondo de mi costurero, como siempre las encuentras, lo hago sin saberlo… Jack…
si cometo esas locuras insignificantes… tan insignificantes… ¿Por qué habría yo
de quitar un cuadro de su sitio? Si hago todas esas cosas, entonces es verdad
qué la cabeza se me va, y que debes tratarme con bondad y con dulzura para que
pueda curarme. Debes tener paciencia conmigo, Jack, tener paciencia… No debes
enfadarte ni gritar. Dios sabe, Jack, que hago todo lo que puedo, ¡todo lo que
puedo! ¡Oh, por el amor de Dios, créeme que lo hago así, y sé bondadoso
conmigo!
SR. MANNINGHAM. —Bella, querida…
¿Tienes idea de dónde está ese cuadro ahora?
SRA. MANNINGHAM. —Pues… sí…
Supongo que estará detrás del aparador.
SR. MANNINGHAM. —¿Quieres mirar a
ver?
SRA. MANNINGHAM. —(Vagamente). Sí… sí… (Camina hasta junto el aparador, mete la
mano detrás y saca el cuadro). Sí, está aquí.
SR. MANNINGHAM. —Entonces, sabías
dónde estaba, Bella. Sabías dónde estaba.
SRA. MANNINGHAM. —¡No! ¡No! ¡Sólo
lo suponía! Sólo lo suponía, porque
las otras veces lo encontramos aquí. ¡Lo encontramos aquí dos veces! ¿No me
entiendes? ¡Yo no lo sabía! ¡No lo
sabía! (Se acerca a su marido, con el
cuadro en la mano).
SR. MANNINGHAM. —Es absurdo ir de
una parte a otra de la sala con un cuadro en la mano, Bella. Ve y ponlo otra
vez en su sitio.
SRA. MANNINGHAM. —(Cuelga el cuadro, en la pared, y vuelve
junto a la mesa, a la izquierda de la misma). Mira tu té… Estábamos tomando
el té con bollos…
SR. MANNINGHAM. —Bueno, Bella.
Hace un momento he dicho que no tenemos más remedio que afrontar la realidad. Y
esto es lo que vamos a hacer. De momento, no diré nada, porque mis sentimientos
están bastante exaltados. Voy a salir inmediatamente, y te sugiero que te
retires a tu cuarto y te eches un poco en la cama, a oscuras.
SRA. MANNINGHAM. —(Cruzando por delante de la mesa). No…,
no…, en mi cuarto, no. ¡Por el amor de Dios, no me mandes a mi cuarto!
SR. MANNINGHAM. —No se trata de
que yo te mande a tu cuarto, Bella. Te consta perfectamente que puedes hacer
exactamente como te plazca. Todo…
SRA. MANNINGHAM. —Siento como si
fuera a desmayarme, Jack… Me siento débil…
SR. MANNINGHAM. —Muy bien… (Acompañándola al sofá). Bueno; siéntate
y procura calmarte. ¿Dónde están las sales? (Va
al armario). Tómalas… (Pausa).
Ahora, querida, voy a dejarte tranquila…
SRA. MANNINGHAM. —(Con los ojos cerrados, reclinándose en el
respaldo). ¿Es menester que te vayas? ¿Tienes que irte, de veras? ¿Es que
tienes que dejarme siempre sola, después de esas escenas tan atroces?
SR. MANNINGHAM. —No discutamos
ahora, por favor. De todos modos tenía que irme después del té, y no hago más
que salir un poco más temprano. Eso es todo. (Su sombrero y su gabán están echados, en una silla del fondo a la
izquierda. Se dirige a ellos y empieza a ponerse ambas prendas. Pausa). Bueno.
¿Deseas que te traiga algo?
SRA. MANNINGHAM. —No, Jack; nada.
Puedes irte.
(Sale MANNINGHAM. Sollozando y gimiendo, la SRA. MANNINGHAM se desploma en el sofá. Pausa. Se levanta, va a una mesita y toma un
poco de medicina de un frasco. Ésta es muy desagradable y casi la sofoca. Se
tambalea un poco. Va a la lámpara y hace descender mucho la luz).
(Vuelve al sofá y diciendo en voz baja «Dios mío, apiádate de mí…» levanta los pies y se echa, exhausta).
(Empieza a rezar el Padrenuestro… Luego, repite sin
cesar: «Paz, paz, paz…». Respira con pesadez. Pausa. Suena una
llamada en la puerta. No la oye. Suena otra llamada, y entra ELIZABETH).
ELIZABETH. —Señora… Señora…
SRA. MANNINGHAM. —¡Sí! ¡Sí!… ¿Qué
hay, Elizabeth? Déjeme.
ELIZABETH. —(Atisbando a través de la penumbra). Señora, hay una visita.
SRA. MANNINGHAM. —¿Quién es? No
quiero ver a nadie.
ELIZABETH. —Es un caballero,
señora… Quiere verla a usted.
SRA. MANNINGHAM. —Dígale que se
vaya, Elizabeth. Querrá ver a mi marido. Mi marido no está en casa.
ELIZABETH. —No, señora. Quiere
verla a usted. Debe usted recibirle, señora.
SRA. MANNINGHAM. —Déjeme; no se
ocupe de mí, Elizabeth. Diga a ese señor que se vaya. Quiero que me dejen sola.
ELIZABETH. —Señora, señora. Yo no
sé qué es lo que pasa entre usted y el señor, pero tiene que serenarse y
resistir, señora. Tiene que serenarse.
SRA. MANNINGHAM. —Estoy perdiendo
la razón, Elizabeth. Esto es lo que ocurre.
ELIZABETH. —No hable de este
modo, señora. Tiene que ser valiente. No debe quedarse ahí echada, a oscuras.
De lo contrario, sí que acabará perdiendo la razón. Tiene que recibir a este
caballero. Quiere verla a usted…, no
al señor. Está aguardando abajo. Vamos, señora; déjeme que la ayude a
distraerse.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, Dios mío!
¡Qué nueva tortura es ésa! No me encuentro bien, no me siento con ánimos para
recibir a nadie, sépalo de una vez.
ELIZABETH. —¡Vamos, señora! Voy a
encender la luz. (Lo hace). Ya está.
Ahora se sentirá mejor.
SRA. MANNINGHAM. —(Se incorpora en el sofá). ¡Elizabeth!
¿Qué ha hecho? Le digo que no puedo recibir a nadie. Que no estoy para que me
vean.
ELIZABETH. —Luego se sentirá
mejor, señora. No debe dejarse abatir. Ahora… voy a llamarle.
(ELIZABETH va a la puerta, sale y se la oye gritar: «Tenga la bondad de subir,
señor». La SRA. MANNINGHAM la observa, paralizada; luego corre al
espejo de encima de la repisa y se arregla el peinado. Permanece luego de
espaldas, al fuego, aguardando. Vuelve ELIZABETH, que sujeta la puerta. Entra ROUGH. Es un hombre de más de sesenta años, de pelo grisáceo; bajo, nervioso,
activo, brusco, cordial, abrumador. Domina completamente la escena desde su
aparición).
ROUGH. —Gracias… ¡Ah, buenas
tardes! (Cruza a la derecha). ¿La
señora Manningham, si no me equívoco?… ¿Cómo está usted, señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —(Con un apretón de manos). ¿Cómo está
usted? Mucho temo que…
ROUGH. —Mucho teme usted que no
nos conocemos en absoluto. Éste es el meollo de la cuestión, ¿no es así?
(ELIZABETH ha salido, cerrando la puerta).
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, no!… No se
trata de eso… Pero sin duda ha venido usted para ver a mi marido.
ROUGH. —(Que continúa reteniendo la mano de ella, y examina su rostro como para
leer en él). ¡De ningún modo! ¡No podría andar usted más equivocada! Por el
contrario, he elegido cabalmente este momento para visitarla, porque sabía que
su marido no estaba en casa. ¿Puedo quitarme estas cosas y sentarme?
SRA. MANNINGHAM. —Pues…, claro,
sí. Supongo que sí.
ROUGH. —Es usted mucho más joven
y más atractiva de lo que me figuraba, ¿sabe? Pero la encuentro muy pálida. ¿Ha
llorado hace poco?
SRA. MANNINGHAM. —Realmente… no
acierto a comprender…
ROUGH. —Ya me comprenderá usted,
señora, y no tardará mucho. (Va a la
izquierda y empieza a quitarse la bufanda). Usted es la señora que no se
encuentra bien de la cabeza, ¿no es así?
SRA. MANNINGHAM. —(Yendo hacia él). ¿Qué es lo que le hace
hablar de este modo? ¿Quién es usted? ¿Por qué ha venido a esta casa?
ROUGH. —(Quitándose el gabán y echándolo sobre una silla). Bueno. Hay una
cosa de la que puede estar usted segura. Y es que no he venido a hablar del
tiempo. Aunque, mirándolo bien, en estos momentos es un tema que merece ser
ampliamente comentado. Pero va usted demasiado aprisa, señora Manningham, y me
hace tantas preguntas que no las puedo contestar todas a la vez. En lugar de
eso, seré yo quien le haga una o dos preguntas… Hágame el favor… ¿Quiere
acercarse y darme las manos? (Pausa. Ella
obedece). Ahora, señora Manningham, quiero que me eche usted una mirada y
me diga si está contemplando o no a una persona en quien pueda depositar su
confianza. Soy un perfecto desconocido para usted, y pocas cosas puede leer en
mi cara, fuera de esto. Pero yo puedo leer muchas en la suya.
SRA. MANNINGHAM. —(Pausa). ¿Qué? ¿Qué es lo que usted lee
en mi cara?
ROUGH. —Pues, señora, puedo leer
los sufrimientos de una persona que ha recorrido un trecho larguísimo en el
camino del pesar y de la duda… y temo que tendrá que recorrer todavía otro poco
antes de llegar al fin. Pero me imagino que el fin se está acercando ya. Y
ahora veamos: ¿tendrá usted confianza en mí y querrá escucharme? Soy lo bastante
viejo para ser su abuelo.
SRA. MANNINGHAM. —(Pausa). ¿Quién es usted? Bien sabe Dios
que necesito de quien me ayude.
ROUGH. —(Reteniendo aún las manos de ella). Dudo mucho que Dios esté muy
enterado de lo que le ocurre, señora Manningham, pues de haberlo sabido hace ya
tiempo que hubiera acudido en su ayuda. Pero ahora me tiene usted aquí, y debe
depositar en mí su confianza.
SRA. MANNINGHAM. —¿Quién es
usted? ¿Un médico?
ROUGH. —No soy persona tan
ilustrada, señora. Simplemente un policía.
SRA. MANNINGHAM. —¿Un policía?
ROUGH. —Sí. O, mejor dicho, lo
fui hasta hace diez años. Pero de todos modos, sigo siendo lo bastante
detective para advertir que la han interrumpido mientras tomaba el té. ¿No
podría empezar de nuevo y darme una taza a mí?
SRA. MANNINGHAM. —Pues… sí,
claro, que sí. En seguida le sirvo una taza. Sólo hace falta que le eche un
poco de agua. (Empieza a ocuparse del té,
el agua, las tazas, etc., durante la conversación que sigue).
ROUGH. —(Tomando una silla y acercándola a la mesa). ¿No ha oído usted
nunca hablar del célebre sargento Rough, señora? El sargento Rough, que
resolvió el caso de los diamantes de Claudesley…; el sargento Rough, que atrapó
a la banda de Camberwell; el sargento Rough, que entregó a Sandham a la
justicia. (Mientras la mira, su mano se
apoya en el respaldo de la silla). ¿O acaso estos acontecimientos son
demasiado antiguos para que los recuerde?
SRA. MANNINGHAM. —¿Sandham? Pues,
sí…, me parece haber oído hablar de Sandham, el asesino, el estrangulador.
ROUGH. —Sí, señora; Sandham el
estrangulador. Y aquí tiene usted, ante sus propios ojos, al hombre que entregó
a Sandham al que tenía que estrangularle. Que fue nada menos que el verdugo. En
realidad, señora Manningham, un servidor de usted fue todo un personaje en su
tiempo…, tanto si lo cree como si no.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, sí, lo
creo! ¿No quiere sentarse? Temo que el té no estará muy caliente.
ROUGH. —Gracias… (Acerca más la silla a la mesa). ¿Cuánto
tiempo hace que se casó usted, señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —Siete años… y
un poquito más.
ROUGH. —¿En dónde ha vivido usted
durante este tiempo, señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —(Vertiendo leche en la taza de él y
pasándosela). Pues… al principio nos fuimos al extranjero…, luego vivimos
en Yorkshire y después, hace seis meses, mi marido alquiló esta casa.
ROUGH. —(Tomando la taza). Gracias… Y su marido, ¿suele dejarla siempre
sola por las noches, como hoy?
SRA. MANNINGHAM. —Sí. Se va al
club, según creo, y se ocupa de sus negocios.
ROUGH. —Según cree usted. (Remueve el té, pensativamente).
SRA. MANNINGHAM. —Sí.
ROUGH. —Y mientras su marido está
fuera, ¿la deja a usted circular libremente por toda la casa?
SRA. MANNINGHAM. —Sí… Es decir,
no… Toda la casa menos el último piso. ¿Por qué lo pregunta?
ROUGH. —¡Ah! El último piso, no.
SRA. MANNINGHAM. —No… No… ¿Quiere
azúcar? ¿De qué estaba hablando? (Se
incorpora en su asiento, adelantando el cuerpo, como ávida de contestar a sus
preguntas).
ROUGH. —Antes de proseguir,
señora Manningham, debo advertirle que en esta casa hay una chismosa. ¿Ustedes
tienen una doncella que se llama Nancy?
SRA. MANNINGHAM. —Sí, sí.
ROUGH. —Esa Nancy sale alguna que
otra tarde con un joven llamado Booker que trabaja para mí. Yo vivo cerca de
aquí, unas calles más abajo, ¿sabe usted?
SRA. MANNINGHAM. —¿Ah, sí?
ROUGH. —Bueno. Pues apenas ocurre
nada en esta casa que no se lo describa con toda clase de pormenores a Booker,
y por este conducto llega hasta mí.
SRA. MANNINGHAM. —¡Ya me lo
suponía! ¡Estaba segura de que era una charlatana! Ahora que lo sé, voy a
despedirla.
ROUGH. —Oh, no… Por el momento no
la pague usted de ese modo, señora Manningham. En realidad, me figuro que se va
a encontrar muy en deuda con esa doncella. Si no fuera por sus indiscreciones,
yo no estaría aquí, ¿no es verdad?
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué quiere
usted decir? ¿Qué es ese misterio? No debe dejarme a oscuras. ¿De qué se trata?
ROUGH. —Temo que voy a tener que
dejarla a oscuras por un rato, señora Manningham, pues yo también me encuentro
un poco en el caso de usted. ¿Puedo tomar otro terrón? Gracias. Estábamos
hablando del último piso. (Sirviéndose
varios terrones). Encima de esta sala hay un dormitorio, ¿no?, y encima está el último piso. ¿Me equivoco?
SRA. MANNINGHAM. —No.
ROUGH. —Muy bien. ¿Ha estado
usted alguna vez en ese piso de arriba de todo?
SRA. MANNINGHAM. —No. Nunca… Está
cerrado. Mi marido me lo prohibió. Nadie sube.
ROUGH. —¿Ni siquiera una criada
para quitar el polvo?
SRA. MANNINGHAM. —No.
ROUGH. —¿No le parece raro?
SRA. MANNINGHAM. —(Pausa). Sí. (Pausa). Sí, ciertamente.
ROUGH. —Sí. Ahora, señora
Manningham, voy a hacerle una pregunta muy personal. ¿Cuándo empezó usted a
imaginar por primera vez que la razón le estaba jugando malas pasadas?
SRA. MANNINGHAM. —¿Cómo sabe
usted eso?
ROUGH. —No importa cómo lo he sabido.
¿Cómo empezó?
SRA. MANNINGHAM. —Siempre tuve
ese temor. Mi madre murió alienada, cuando era bastante joven. Cuando tenía mi
edad, más o menos. Pero sólo desde hace seis meses, desde que vinimos a esta
casa, empezaron a ocurrir cosas…
ROUGH. —¿Cosas que la enloquecen
de miedo?
SRA. MANNINGHAM. —Sí. Que me
enloquecen de miedo.
ROUGH. —¿Es la casa en sí lo que
le da miedo, señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —Sí; me figuro
que sí. Aborrezco esta casa. Siempre la he aborrecido.
ROUGH. —¿Y el último piso tiene
algo que ver con ello?
SRA. MANNINGHAM. —Sí, sí, tiene
que ver. ¿Cómo lo sabía? Fue así como empezó ese miedo atroz.
ROUGH. —¡Ah! Esto me interesa
sobremanera. Hábleme de ese piso de arriba.
SRA. MANNINGHAM. —No sé qué
decirle. Todo parece tan increíble… Es cuando estoy sola, por las noches. Me
viene la idea de que hay alguien que camina de una parte a otra… (Señalando al techo). Arriba… Por las
noches, cuando mi marido está fuera…, desde mi dormitorio oigo ruidos, pero me
siento demasiado acobardada para subir…
ROUGH. —¿Ha hablado de eso con su
marido?
SRA. MANNINGHAM. —No, creo que
no. Se enoja. Dice que imagino cosas que no existen…
ROUGH. —¿No se le ha ocurrido
pensar alguna vez que podría ser su marido el que anda por arriba de una parte
a otra?
SRA. MANNINGHAM. —Sí… Eso es lo que he pensado alguna vez…, pero
creí estar loca. Cuénteme cómo lo ha sabido.
ROUGH. —¿Por qué no me cuenta
primero cómo lo supo usted, señora
Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —(Se levanta y va hacia la chimenea).
Entonces, ¡es verdad! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! Cuando sale de esta casa, vuelve.
Vuelve y sube arriba…, caminando de una parte a otra, de una parte a otra.
Vuelve como un fantasma. ¿Cómo consigue llegar hasta allí?
ROUGH. —(Se levanta y se reúne con la SEÑORA MANNINGHAM). Esto es lo que
vamos a averiguar, señora Manningham. Hay tantas maneras de entrar en una casa…
Los tejados, las salidas para incendio, ¿sabe usted? Ahora, por favor, no se
asuste de este modo. Su marido no es ningún fantasma, y usted no está loca ni
mucho menos. Ahora dígame, ¿qué es lo que le hizo pensar que se trataba de él?
SRA. MANNINGHAM. —Fue la luz…, la
luz del gas… La luz bajaba y subía… ¡Oh, gracias a Dios que puedo contar esto a
otra persona, por fin! No sé quién es usted, pero debo decírselo.
ROUGH. —Procure calmarse. Todo
esto también puede contármelo sentada, ¿no? ¿No quiere sentarse?
SRA. MANNINGHAM. —Sí…, sí. (Se sienta en el sofá).
ROUGH. —(Cogiendo una silla e instalándose a su lado). Decía usted que la
luz… ¿Veía usted una luz por alguna ventana?
SRA. MANNINGHAM. —No. En esta
casa, todo lo que ocurre puede saberse por la luz de gas. ¿Ve usted aquellos
mecheros de allí? Ahora arden de pleno. Pero si se encendiera otra luz en la
cocina, o alguien alumbrara un dormitorio, entonces ésta de ahí se achicaría.
En toda la casa pasa lo mismo.
ROUGH. —Ya…, ya… Es cosa de falta
de presión; en mi casa ocurre igual. Pero prosiga, por favor.
SRA. MANNINGHAM. —Todas las
noches, después de marcharse él, me encuentro sola, como si esperara algo.
Luego, de pronto, miro en torno a la habitación y me doy cuenta de que la luz
va bajando poco a poco. Al principio, traté de hacer como si no lo viera, pero
al cabo de un tiempo empezó a ponerme nerviosa. Recorría toda la casa de arriba
abajo averiguando si alguien más había encendido otra luz, pero nunca la habían
encendido. Siempre ocurre a la misma hora…, unos diez minutos después de haber
salido él. Esto es lo que me hizo pensar que, de un modo u otro, él había
vuelto a casa, y que era él quien caminaba por arriba. Subo a mi dormitorio,
pero no me atrevo a quedarme porque oigo ruidos en el techo. Quiero gritar y
escapar corriendo de casa. Me quedo sentada aquí, horas y más horas, esperando
a que regrese, y siempre sé cuándo vuelve, siempre. De pronto, la luz vuelve a
subir y diez minutos después oigo la llave, en la puerta de abajo, y es que él
ha vuelto.
ROUGH. —Muy extraño,
verdaderamente. ¿Sabe usted, señora Manningham? Usted debió ser policía.
SRA. MANNINGHAM. —¿Se está riendo
de mí? ¿También usted cree que todo son imaginaciones mías?
ROUGH. —¡Oh, no; de ningún modo!
No hacía más que elogiar la agudeza de su observación. No solamente creo que
sus suposiciones son acertadas, sino que creo que ha hecho un descubrimiento
muy notable, un descubrimiento que puede tener consecuencias muy importantes.
SRA. MANNINGHAM. —¿Importantes?
¿En qué sentido?
ROUGH. —Bueno. Dejemos esto por
el momento. Dígame una cosa: ésta no es la única causa, ¿no es así?, que le ha
dado motivo para dudar de sus facultades. ¿Ha ocurrido algo más? No tenga
ningún reparo en contármelo.
SRA. MANNINGHAM. —Sí, hay otras
cosas. Apenas me atrevo a mencionarlas. Han estado ocurriendo por tanto tiempo…
Eso de la luz de gas no ha hecho más que agudizarlo. Parece que la razón y la
memoria han empezado a jugar conmigo.
ROUGH. —¿Jugar? ¿Qué clase de
juegos? ¿Cuándo?
SRA. MANNINGHAM. —Sin cesar…,
pero últimamente con más frecuencia. Mi marido me da cosas para que las guarde,
y cuando me las pide, han desaparecido y nadie las puede encontrar. Luego echo
de menos sus sortijas, sus gemelos, sus navajas, y es inútil que yo registre la
casa entera buscándolos. Él las encuentra siempre por fin en el fondo de mi
costurero. La puerta de esta sala la han encontrado dos veces cerrada, y la
llave se había esfumado. Pero también la encontraron finalmente en mi
costurero. Hoy mismo, sin ir más lejos, antes de venir usted, habían quitado
ese cuadro de la pared y estaba escondido. ¿Quién pudo haberlo hecho sino yo?
Trato de recordar. Me estrujo el cerebro tratando de recordar… Pero es inútil.
¡Oh! Y luego ocurrió aquel episodio tan atroz a propósito del perro…
ROUGH. —¿El perro?
SRA. MANNINGHAM. —Teníamos un
perrito. Hace unas semanas, le encontramos con una pata herida… Él cree… ¡Oh,
Dios mío!, ¿cómo puedo decirle lo que él cree…, que yo herí expresamente al
perro? Ahora no le deja que se acerque a mí. ¡Lo guarda en la cocina, y no me
permite verlo! No puedo evitarlo, ¿sabe usted? Empiezo a dudar de mí misma.
Empiezo a creer que todo son imaginaciones mías. Tal vez sea verdad. ¿Está
usted aquí? ¿O acaso también se trata de un sueño? ¿Quién es usted? Tengo miedo
de que vaya a recluirme.
ROUGH. —(Poniendo sus manos sobre las de ella). ¿Sabe usted, señora
Manningham, que se me ha ocurrido que quizá se sentiría mejor con un poco de medicina?
SRA. MANNINGHAM. —¡Medicina…! ¿Es
usted médico? Usted no es médico, ¿verdad?
ROUGH. —No, no soy médico. Pero
esto no quiere decir que un poco de medicina tenga que hacerle daño.
SRA. MANNINGHAM. —Pero yo ya tomo
una medicina. Él me la hace tomar. No me hace ningún bien, y la detesto. ¿En
qué puede ayudar un medicamento a una razón perturbada?
ROUGH. —Pero es que la mía es una
medicina excepcional. Precisamente llevo una poca conmigo. Debe usted probarla.
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué medicina
es?
ROUGH. —Pruébela y vea. (Se levanta y va a recoger su gabán). Ya
verá usted. Durante siglos la humanidad la ha empleado con el propósito de
extirpar inmediatamente toda clase de terrores y dudas. Parece que éste es su
caso, ¿no lo cree?
SRA. MANNINGHAM. —La extirpación
de la duda. ¿Cómo puede lograrla una medicina?
ROUGH. —¡Ah! Esto es lo que no
sabemos. Sin embargo, el hecho es que la extirpa. Ya está. (Saca una botella que, evidentemente, contiene whisky). Véala.
Viene de Escocia. Ahora, señora, ¿tiene usted a mano algo así como dos vasos o
dos tazas?
SRA. MANNINGHAM. —¿Cómo…? ¿Es que
usted va a tomar también?
ROUGH. —¡Por supuesto! En
realidad, siempre la tomo con preferencia a cualquier cosa. Podríamos usar esas
tazas, si no tiene inconveniente.
SRA. MANNINGHAM. —No. Le traeré… (Va al aparador y saca dos vasos).
ROUGH. —¡Ah…! Gracias… Lo que
hacía falta. Lo probaremos sin tardanza.
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué es?
¡Detesto tanto la medicina! ¿A qué sabe?
ROUGH. —¡A cielo! Algo entre
ambrosía y alcohol metilado. ¿No irá usted a decirme que nunca ha probado el
buen whisky escocés, señora Manningham? (ROUGH vierte licor en los vasos). Creo que usted desestima sus
facultades, señora Manningham. ¿Sabe usted?, no quiero que piense que debe
desconfiar de su entendimiento. Esto le dará fe en su entendimiento como
ninguna otra cosa en el mundo… Ahora un poco de agua… Espléndido; esto servirá
magníficamente. (Coge un jarro de agua y
la vierte en los vasos). ¡Éste es el suyo! (Le da el vaso). Dígame… (Vierte
agua en el suyo). ¿Ha oído hablar alguna vez de «La amiga de los Cocheros»,
señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —¿«La amiga de
los cocheros»?
ROUGH. —Sí. Es agradable verla
sonreír. Bueno: a su salud. (Bebe).
Adelante… Eso es… ¿Qué? ¿Es tan desagradable?
SRA. MANNINGHAM. —No. Más bien me
gusta. Cuando éramos niños, mi madre solía darnos un poco cuando teníamos
fiebre.
ROUGH. —¡Ah! Entonces usted ya es
toda una bebedora de whisky. Pero lo saboreará mejor si se sienta.
SRA. MANNINGHAM. —Sí. (Sentándose en el sofá). ¿Qué decía
usted? ¿Quién es «La Amiga de los Cocheros»?
ROUGH. —¡Ah! «La Amiga de los
Cocheros». (Va a la chimenea). Debiera
preguntarme quién era «La Amiga de
los Cocheros», señora Manningham, porque se trataba de una anciana dama que
murió hace muchísimos, muchísimos años. (Deja
el vaso en la repisa).
SRA. MANNINGHAM. —¿Una anciana
que murió hace muchísimos años? ¿Qué tiene que ver conmigo?
ROUGH. —Mucho tiene que ver, me
figuro, si me escucha con un poco de paciencia. Se llamaba Barlow…, Alice
Barlow, y era una anciana con mucho dinero y muchas rarezas. En realidad, su
principal manía en esta vida fue proteger a los cocheros de punto. Es posible
que usted lo tenga por un pasatiempo muy poco común, pero ella, a su manera,
hacía mucho bien. Gracias a ella, los pobres cocheros tenía un techo en que
cobijarse, ropas, dinero y otras cosas, y ésta era su pequeña contribución a la
felicidad de este mundo, o, mejor dicho, su pequeño remedio contra los males de
este mundo. Hay mucho dolor en este mundo, señora Manningham, ya lo sabe usted.
Bueno. No tuve el privilegio de conocerla, pero uno de mis deberes fue tener
que verla en cierta ocasión. Fue cuando la encontraron con el cuello partido, y
yacía muerta en el suelo, en su propia casa.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, qué
horrible! ¿Quiere decir que la asesinaron?
ROUGH. —Sí. La asesinaron. Yo no
era más que un funcionario relativamente joven entonces, pero me causó una
impresión extremadamente horrible. En realidad, puedo decir que fue imborrable.
El asesino nunca fue descubierto, pero el móvil era evidente por demás. Ella
había heredado los rubíes de Barlow, y era cosa sabida que los guardaba sin
muchas precauciones en su propio dormitorio de un piso alto. Vivía sola, con
una criada sorda que dormía en el sótano. Bueno. Su descuido lo pagó con la
vida.
SRA. MANNINGHAM. —Pero ¿por qué…?
ROUGH. —Se escribieron muchos
artículos sensacionales sobre el caso. El asesino parecía haber entrado hacia
las diez y permanecido hasta el amanecer. Aparte de las joyas, es de suponer,
desaparecieron sólo algunos dijes, pero la casa entera apareció revuelta, y en
el cuarto de arriba todo estaba fuera de sitio, o roto o rasgado. Hasta el
tapizado de las sillas estaba desgarrado con un cuchillo, y la policía dedujo
que debía de tratarse de un maniático homicida además de un ladrón. Yo hice mis
teorías, pero yo era un don nadie entonces, y no me cuidaba del caso.
SRA. MANNINGHAM. —¿Cuáles eran
sus teorías?
ROUGH. —Pues por los indicios que
recogí allá y acullá, me pareció que aquella señora pudo haber sido una excéntrica,
pero no una tonta en ningún caso. Me pareció que hasta era demasiado lista para
el asesino. Supusimos que la había matado para que callara, pero ¿para qué?
¿Para qué, si ella no hubiera sido
tan descuidada? ¿Para qué, si hubiese escondido las joyas en algún lugar
inconcebible, en las paredes, o debajo de una baldosa, o tapiadas tal vez?
¿Para qué, si la única persona que pudo revelarle el escondite yacía muerta en
el suelo? Esta suposición no era compatible, señora Manningham, con el caso.
¿No se lo imagina, señora Manningham, rebuscando toda la noche, pillando la
casa entera, horas tras hora, desesperándose más y más, hasta que por fin viene
la aurora y tiene que deslizarse a la calle, dejando tras de sí una noche de
sangre y de devastación? Y la criada sola durmiendo en el sótano, sin enterarse
de nada.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, qué
horror! ¡Qué horror! ¿Y nunca encontraron al asesino?
ROUGH. —No, señora Manningham. El
asesino nunca fue hallado. Ni han aparecido las joyas de Barlow.
SRA. MANNINGHAM. —Entonces, es
que quizás el asesino las encontró, y acaso todavía viva.
ROUGH. —Yo creo muy probable que
todavía viva hoy, pero no creo que encontrara lo que buscaba. Esto es, si mi
teoría es cierta.
SR. MANNINGHAM. —Así, según
usted, ¿las joyas están todavía en donde la vieja señora las escondió?
ROUGH. —Exacto, señora
Manningham; si mi teoría es correcta, las joyas deben estar aún en donde
ella las escondió, pero en aquellos tiempos esto no pasaba de una mera teoría
sostenida por un joven inexperto: La conclusión oficial fue muy distinta. La
policía, naturalmente, y hasta cierto punto es lógico, supuso que el asesino
las había encontrado, y el caso se cerró sin más. El público lo olvidó pronto.
También yo lo olvidé. Pero sería curioso, ¿no le parece, señora Manningham?,
que después de tantos años mi teoría resultara acertada.
SRA. MANNINGHAM. —Sí, sí,
naturalmente. Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?
ROUGH. —¡Ah, ésta es la cuestión,
señora Manningham! ¿Qué tiene que ver el misterioso asesinato de una anciana,
veinte años atrás, con una joven atractiva, aunque un poco marchita, temo
decirlo, en estos momentos, una dama joven que vive en esta casa, que cree
encontrarse mal de la cabeza y que ve la luz de gas bajar y subir mientras su
marido está fuera de casa? Bueno, pues yo creo que, aunque remoto, irrazonable
y extraño, hay un eslabón. Y por esto estoy aquí.
SRA. MANNINGHAM. —Todo esto es
tan confuso… ¿No cree…?
ROUGH. —¿No le parece verosímil,
señora Manningham, que aquel hombre pudo no haber renunciado a la esperanza de
apoderarse algún día del tesoro escondido, y haber aguardado mucho tiempo para
volver a entrar en aquella casa de un modo u otro?
SR. MANNINGHAM. —Sí. Sí. Es
posible. Pero ¿cómo…?
ROUGH. —¿No le parece verosímil
que haya aguardado durante años…, cinco, diez, quince, veinte años incluso…, y
entre tanto haber hecho muchas otras cosas…, irse al extranjero, casarse, hasta
encontrar por fin otra ocasión para reanudar la terrible búsqueda iniciada en
aquella noche terrible? ¿No acierta usted adonde me dirijo, señora Manningham;
no lo presiente?
SRA. MANNINGHAM. —¿Presentir? Sí,
creo que sí.
ROUGH. —Usted conoce, señora
Manningham, la vieja teoría de que el criminal siempre vuelve al escenario de
su crimen. ¡Ah, sí; pero en este caso hay más que un impulso morboso! Hay un
tesoro que desenterrar con sólo disponer de tiempo para buscar de nuevo,
metódicamente, sin temor a interrupciones, sin levantar sospechas. Y ¿cómo lo
haría? ¿No cree usted…? (Ella se levanta
de pronto). ¿Qué ocurre, señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —¡Quieto!
¡Estese quieto! ¡Ha vuelto! ¡Mire! ¡Mire la luz! ¡Está bajando! ¡Espere! (Pausa mientras la luz baja). ¡Vea! Ha
vuelto, ¿no ve? Ahora está arriba.
ROUGH. —(Yendo a la ventana). ¡Canastos! Qué cosa tan extraña.
Verdaderamente, muy extraña.
SRA. MANNINGHAM. —Le digo que
está en la casa. Váyase. Él se dará cuenta de que usted está aquí. Váyase.
ROUGH. —¡Qué oscuro está eso!
Casi no se podría leer.
SRA. MANNINGHAM. —Váyase. Él está
en la casa. Váyase, por favor.
ROUGH. —(Yendo a su lado). ¡Quieta, señora Manningham, quieta! ¡No pierda
la serenidad! ¿No ha adivinado aún adonde me dirigía? ¿No comprende que ésta
era la casa?
SRA. MANNINGHAM. —¿La casa? ¿Qué
casa?
ROUGH. —La casa de la vieja
señora Barlow, señora Manningham. Esta casa, esta misma, estas paredes, estas
habitaciones. Hace veinte años, Alice Barlow yacía muerta en esta habitación.
Hace veinte años, el hombre la asesinó, saqueó esta casa… de arriba abajo, pero
no pudo encontrar lo que buscaba. Está buscando aún, señora Manningham. Está
arriba, buscando. ¿Se da cuenta ahora por qué debe conservar la serenidad?
SRA. MANNINGHAM. —¡Pero mi
marido, mi marido está arriba!
ROUGH. —Precisamente, señora
Manningham. Su marido. (Acercándose a
ella y cogiendo el vaso encima de la repisa). Temo que esté usted casada
con un individuo bastante peligroso. Ahora bébase esto de prisa, porque tenemos
mucho que hacer. (Le ofrece el vaso. Ella
permanece inmóvil).
¡Excelente! Me atrapó
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