Jane Austen (1775-1817)
TERCERA ENTREGA. (Continuación).
Así, estos albaricoques incomibles, en justa co-rrelación con el difunto y estéril señor Norris, estos albaricoques pequeños y amargos, son todo lo que el largo y voluble discurso de la señora Norris so-bre mejora de terrenos y todo lo que los esfuerzos de su difunto marido son capaces de producir.
En cuanto a Rushworth, el joven se queda per-plejo y confundido a mitad de su discurso, situación que la autora presenta de manera indirecta median-te una descripción irónica de lo que él intenta decir. «El señor Rushworth estaba deseoso de asegurar a milady su conformidad [respecto al tema de plantar arbustos], y trató de expresar algún cumplido; pero entre su sumisión al gusto de ella, y el hecho de que él siempre había tenido la idea de hacer eso mismo, sumado al propósito de manifestar interés por el bienestar de las damas en general e insinuar que ha-bía una a la que estaba deseoso de agradar en par-ticular, se quedó desconcertado; y Edmund se ale-gró de poner fin a su discurso ofreciendo vino.» Este recurso lo encontramos en otros pasajes de la no-vela, como cuando lady Bertram habla del baile. La autora no nos facilita su discurso sino que le dedica una frase descriptiva. Y ahora viene lo importante: no sólo el contenido de esa frase, sino su propio rit-mo, construcción y entonación, transmiten la carac-terística especial de dicho discurso.
Mary Crawford interrumpe el tema de la mejora de parques con su parloteo sobre el arpa y sobre su tío el almirante. La señora Grant insinúa que Henry Crawford tiene alguna experiencia como reformador y que podría ayudar a Rushworth. Tras negar unas cuantas veces sus habilidades, acepta la propuesta de Rushworth, y proyectan el plan de la excursión a instancias de la señora Norris. Este capítulo VI es crucial en la estructura de la novela. Henry Crawford flirtea con Maria Bertram, novia de Rushworth. Ed-mund, que es la conciencia del libro, escucha todos los planes «sin decir nada». Hay algo vagamente pe-caminoso, desde el punto de vista del libro, en el proyecto de todos estos jóvenes de ir a dar un paseo, sin las carabinas adecuadas para vigilar la conducta, por el parque propiedad del ciego Rushworth. Todos los personajes han sido puestos en escena con gran maestría en este capítulo. La aventura de Sotherton antecede y prepara los importantes capítulos XIII al XX que tratan de la obra de teatro que los jóve-nes van a ensayar.
Durante la discusión sobre la mejora de fincas, Rushworth asegura estar convencido de que Repton talaría la avenida de viejos robles que conduce a la fachada oeste de la casa, a fin de obtener una pers-pectiva más abierta. «Fanny, que estaba sentada al otro lado de Edmund, exactamente enfrente de la señorita Crawford, y que había estado escuchando con atención, le miró ahora, y dijo en voz baja: —¡Talar una avenida! ¡Qué lástima! ¿No te hace pen-sar en Cowper?: “¡Avenidas taladas! ¡Una vez más lloro vuestro destino inmerecido!”» Debemos tener presente que en tiempos de Fanny la lectura y co-nocimientos de poesía eran mucho más naturales, corrientes y extendidos que en la actualidad. Nues-tros cauces culturales o pretendidamente culturales son quizá más variados y numerosos que en el pri-mer decenio del siglo pasado; pero cuando pienso en las vulgaridades de la radio y la televisión, o en las increíbles y frívolas revistas femeninas de hoy, me pregunto si no hay mucho que decir sobre la inmersión de Fanny en la poesía, por pesada y pe-destre que pueda parecer.
«El sofá», de William Cowper, que forma parte de un largo poema titulado The Task (1775), es un buen ejemplo del tipo de poesía que era familiar al espíritu de una joven de la época y ambiente de Jane Austen o de Fanny. Cowper combina el tono di-dáctico de un observador de las costumbres con la imaginación romántica y la descripción colorista de la naturaleza, tan característicos de los decenios si-guientes. «El sofá» es un poema muy largo. Empie-za con la relación un tanto chispeante de la historia del mueble, y luego continúa describiendo los pla-ceres de la naturaleza. Se observa que, puestas en un lado de la balanza las comodidades, artes, cien-cias y corrupciones de la ciudad, y en el otro la influencia moral de la naturaleza, de los bosques y el campo con sus inconvenientes e incomodidades, Cowper escoge la naturaleza. Hay un pasaje en la primera parte de «El sofá» en donde admira los ár-boles intactos y umbríos del parque de un amigo, y deplora la tendencia de su época a sustituir las vie-jas avenidas por despejadas zonas de césped y de arbustos caprichosos.
No lejos, un tramo de columnas
Nos invita. Monumento de antiguo gusto,
Ahora desdeñado, merecedor de otro destino.
Nuestros padres supieron del valor de una sombra
Bajo el sol riguroso; y, en paseos umbríos
Y en pequeños cenadores gozaron, a mediodía,
Del frescor y la oscuridad del día declinante.
Llevamos nuestra sombra con nosotros: privados
De otra pantalla, abrimos las tenues sombrillas
Y recorremos un desierto indio sin un solo árbol.
Es decir, talamos los árboles de nuestras propie-dades y luego tenemos que andar con sombrilla. He aquí lo que Fanny cita cuando Rushworth y Craw-ford hablan de ajardinar el parque de Sotherton:
¡Avenidas taladas! Una vez más lloro
Vuestro destino inmerecido, una vez más me alegra
Que aún exista un vestigio de vuestra raza.
¡Qué aéreo y ligero el arco gracioso!
¡Qué horrible cuando la techumbre sagrada
Resuena de piadosos himnos! Mientras abajo,
La tierra a cuadros tiembla como el agua
Barrida por los vientos. Tanto juega la luz
Que traspasa las ramas, y danza cuando ellas danzan,
Entremezclando inquietas manchas de sombra y sol...
Es un espléndido pasaje con deliciosos efectos de luz que no es corriente encontrar en la poesía y la prosa del siglo XVIII.
En Sotherton, la idea romántica que tiene Fanny de lo que debe ser la capilla de una mansión se ve decepcionada por «una mera estancia espaciosa y rectangular, habilitada para la devoción religiosa, sin otra cosa sorprendente y solemne que la profu-sión de caoba y los cojines de terciopelo rojo que se ve en el antepecho de la galería familiar». Decep-cionada, le dice en voz baja a Edmund:
«—Esta no es la idea que yo tengo de una capilla. Aquí no hay nada espantoso, nada melancólico, nada grandioso. No hay naves, ni arcos, ni inscripciones, ni estandartes. Ningún estandarte “agitado por el viento nocturno de los Cielos”. No hay signo alguno de que “un monarca escocés duerme debajo”.» Aquí Fanny cita, aunque con cierta imprecisión, la des-cripción de una iglesia del Lay of the Last Minstrel (1805), canto II, de Walter Scott:
10
Innumerables escudos y rasgados estandartes
Se agitaron al viento frío y nocturno de los cielos...
Luego viene la urna del brujo:
11
La luna asomó por la redonda ventana de oriente
Traspasó las delgadas saeteras de piedra labrada
Se fundió en la foliada tracería...
Hay diversas imágenes pintadas en las vidrieras, y
La luna besó el vidrio sagrado
Y arrojó al pavimento una mancha sangrienta.
12
Se sentaron en una losa de mármol,
Un monarca escocés dormía debajo...
El centelleo de la luz del sol de Cowper se equi-libra delicadamente con el juego de la luz lunar de Scott.
Más sutil que la cita directa es la reminiscencia, la cual posee una significación técnica especial al hablar de técnicas literarias. La reminiscencia lite-raria consiste en la imitación inconsciente de una imagen, una frase o una situación utilizada ya por otro autor anterior. Un autor recuerda algo leído en alguna parte y lo utiliza, lo recrea a su propia mane-ra. Un buen ejemplo lo tenemos en el capítulo X, en Sotherton. Hay una verja cerrada; falta una llave. Rushworth va a buscarla; Maria y Henry Crawford se quedan a solas en una situación muy propicia para el flirteo. Y dice Maria: «—Sí; ciertamente, el sol brilla y el parque parece muy alegre. Pero por desgracia, esa verja de hierro, esa empalizada, me produce un sentimiento de reclusión y de angustia. No puedo salir, como diría el estornino.» Mientras hablaba, y lo hacía expresivamente, caminó hasta la verja; él la siguió. «¡Cuánto tarda el señor Rushworth en traer la llave!» La cita de Maria procede de un famoso pasaje del Viaje sentimental por Francia a Italia (1768), de Laurence Sterne, en el que el na-rrador, el yo del libro llamado Yorick, oye en París las llamadas de un estornino enjaulado. La cita ex-presa muy bien la tensión e infelicidad de Maria ante su compromiso matrimonial con Rushworth. Pero hay algo más; porque la cita del estornino del Viaje sentimental parece tener conexión con un epi-sodio anterior de Sterne, una oscura reminiscencia que, desde lo más recóndito del pensamiento de Jane Austen, parece llegar al brillante cerebro de su per-sonaje, y allí se transforma en un recuerdo definido. En su viaje de Inglaterra a Francia, Yorick desem-barca en Calais y se pone a buscar un carruaje para alquilarlo o comprarlo, a fin de proseguir hasta Pa-rís. El sitio donde se adquirían estos carruajes se llamaba remise; y es en la puerta de una remise de Calais en donde tiene lugar la siguiente escena: el propietario de la remise se llama monsieur Dessein, persona real de aquellos tiempos, mencionada tam-bién en una famosa novela francesa de principios del siglo XVIII, Adolphe (1815), de Benjamin Cons-tant de Rebecque. Dessein lleva a Yorick a su re-mise para que vea su colección de carruajes, sillas de posta, como se les llamaba, coches cerrados de cuatro ruedas. Yorick se siente atraído por una com-pañera de viaje, una joven dama que «llevaba guan-tes de seda negra, abiertos sólo en los pulgares y los índices». Yorick le ofrece el brazo a la dama, y se dirigen a la puerta de la remise; sin embargo, des-pués de maldecir la llave cincuenta veces, Dessein descubre que ha traído la llave equivocada. Yorick dice: «Yo seguía sosteniendo la mano de la dama casi sin darme cuenta: de modo que monsieur Dessein nos dejó solos, con su mano en la mía y nuestros rostros vueltos hacia la puerta de la remise, diciendo que estaría de vuelta en cinco minutos.»
Aquí tenemos, pues, un pequeño tema caracte-rizado por la ausencia de una llave, en el que se le brinda al joven amor una ocasión para conversar.
La escapada a Sotherton proporciona, no sólo a Maria y a Henry Crawford sino también a Mary y a Edmund, la oportunidad de poder hablar en una intimidad de la que por lo común no disponen. Unos y otros aprovechan la ocasión para apartarse de los demás: Maria y Henry se deslizan por una abertura junto a la verja cerrada y deambulan por la arbo-leda lejos de la vista de los otros, mientras Rushworth anda persiguiendo la llave; Mary y Edmund pasean aparentemente para medir las dimensiones de la arboleda, y la pobre Fanny se queda sola en un banco. Jane Austen ha perfilado con nitidez de jar-dinería esta parte de la novela. Además, en estos ca-pítulos procede como si se tratara de un partido. Hay tres equipos, por así decir, que empiezan uno después de otro:
1. Edmund, Mary Crawford y Fanny.
2. Henry Crawford, Maria Bertram y Rushworth.
3. Julia, que deja atrás a la señora Norris y a la señora Rushworth para ir en busca de Henry Craw-ford.
Julia querría ir con Henry; Mary querría estar junto a Edmund, cosa que a él le gustaría también; a Maria le gustaría ir con Henry; a Henry le gusta-ría ir con Maria; y en el fondo del tierno espíritu de Fanny está, naturalmente, Edmund.
El episodio se puede dividir en escenas:
1. Edmund, Mary y Fanny penetran en la lla-mada espesura, en realidad un cuidado bosquecillo, y hablan del sacerdocio (Mary ha sufrido una fuer-te impresión en la capilla al enterarse de que Ed-mund espera ser ordenado: no sabía que quería ser sacerdote, profesión que ella no es capaz de imagi-nar en su futuro marido). Se dirigen a un banco después de haber manifestado Fanny deseos de des-cansar en la primera ocasión.
2. Fanny se queda sola en el banco mientras Edmund y Mary van a inspeccionar los límites de la espesura. Permanecerá sentada en ese banco rús-tico una hora entera.
3. El siguiente equipo, compuesto por Henry, Maria y Rushworth, llega adonde está ella.
4. Rushworth les deja para ir a buscar la llave de la verja. Henry y la señorita Bertram se quedan, pero luego dejan a Fanny para ir a explorar la parte alejada de la arboleda.
5. La señorita Bertram y Henry sortean la ver-ja cerrada y desaparecen en el parque, dejando a Fanny sola.
6. Julia —a la vanguardia del tercer grupo— llega a la escena después de cruzarse con Rushworth que se dirige a la casa; habla con Fanny, y luego escala la verja, «mirando ansiosamente en dirección al par-que». Crawford le ha estado dedicando su atención durante el viaje a Sotherton, y ahora está celosa de Maria.
7. Fanny se queda sola otra vez, hasta que Rushworth llega jadeante, con la llave de la verja: reunión de los abandonados.
8. Rushworth se mete en el parque, y Fanny vuelve a quedarse sola.
9. Fanny decide seguir el sendero que han to-mado Edmund y Mary, y los encuentra de regreso desde el lado oeste donde está la famosa avenida.
10. Regresan hacia la casa y se encuentran con el resto del tercer equipo (la señora Norris y la se-ñora Rushworth) a punto de emprender la marcha.
Noviembre es «el mes negro» para las hermanas Bertram, señalado por el inoportuno regreso del pa-dre. Este tenía intención de embarcar en el paque-bote de septiembre, de forma que los jóvenes dispo-nían de trece semanas —de mediados de agosto a mediados de noviembre— antes de su llegada (en realidad, sir Thomas vuelve en octubre en un barco privado). El regreso del padre será, como le dice la señorita Crawford a Edmund en la ventana de Mansfield, al anochecer, mientras las hermanas de ésta, con Rushworth y Crawford, están ocupadas con las velas del piano, «anuncio también de otros inte-resantes acontecimientos: la boda de tu hermana y tu ordenación»; nueva alusión al tema de la ordena-ción que afectará a Edmund, a la señorita Craw-ford y a Fanny. Hay una conversación animada sobre los motivos para abrazar el sacerdocio y la honesti-dad de su interés por la cuestión económica. Al final del capítulo XI, la señorita Crawford se une al grupo alegre reunido alrededor del piano; después Edmund deja las estrellas, que contemplaba junto con Fanny, por la música, y Fanny se queda sola tiritando en la ventana (repetición del tema del abandono de Fan-ny). La inconsciente vacilación de Edmund entre la belleza espléndida y elegante de la pequeña Mary Crawford y la gracia delicada y el encanto recatado de Fanny se manifiestan simbólicamente a través de los diversos movimientos de los jóvenes que inter-vienen en la escena del salón de música.
La relajación de las normas de conducta dictadas por sir Thomas, el descontrol que tiene lugar du-rante la escapada a Sotherton, anima y conduce di-rectamente a la sugerencia de representar una obra de teatro antes de su regreso. El tema de la obra de teatro constituye un logro extraordinario. En los ca-pítulos XII al XX, el tema de la obra de teatro se desarrolla con la magia y la fatalidad del cuento de hadas. Se inicia con la intervención de un personaje nuevo —primero en aparecer y último en desvane-cerse en relación con dicho tema—: un joven lla-mado Yates, amigo de Tom Bertram.
«Llegó con las alas del desencanto, y la cabeza llena de ideas sobre la interpretación de papeles, ya que había formado parte de un grupo teatral [que acaba de dejar]; cuando faltaban dos días para la representación de la obra en la que él desempeñaba un papel, la súbita muerte de uno de los miembros más allegados de la familia había desbaratado el plan y dispersado a los actores.» Al contrario al círculo de los Bertram, «desde el primer reparto de papeles hasta el epílogo, todo resultaba fascinante» (reparad en la nota mágica). Y Yates se lamenta de que una vida tan sosa, o más bien una muerte ca-sual, les haya impedido llevar a cabo la representa-ción. «—De nada sirve quejarse; aunque lo cierto es que la pobre vieja no podía haberse muerto en peor momento; y es imposible reprimir el deseo de haber callado la noticia durante los tres días que necesi-tábamos. No eran más que tres días; puesto que se trataba sólo de una abuela, y había ocurrido a dos-cientas millas, creo que no habría significado un grave perjuicio; y se ha sugerido tal posibilidad, lo sé; pero lord Ravenshaw, a quien considero uno de los hombres más correctos de Inglaterra, no ha que-rido ni oír hablar de eso.»
Tom Bertram comenta que, en cierto modo, la muerte de la abuela, o mejor, el funeral que los Ra-venshaw tendrán que celebrar solos es una especie de sainete (en aquel entonces se solía representar una pieza ligera, frecuentemente divertida, después de la obra principal). Observad que aquí encontra-mos prefigurada la fatal interrupción que sir Thomas Bertram, el padre, provocará más adelante, ya que su regreso, cuando están ensayando Lover’s Vows en Mansfield, se convertirá, de hecho, en el dramá-tico sainete.
El relato mágico que hace Yates de su experiencia teatral inflama la imaginación de los jóvenes. Henry Crawford declara que en ese momento se sentía lo bastante loco como para encarnar cualquier perso-naje, desde Shylock o Ricardo III al héroe cantor de una farsa; y es él quien, «puesto que era un placer que no habían probado todavía», propone re-presentar algo, una escena, media obra, lo que sea. Tom comenta que deben contar con un gran corti-naje de paño verde; Yates sugiere de pasada diver-sas partes del escenario que hay que construir. Ed-mund se alarma, y trata de echar un jarro de agua fría al proyecto con complicado sarcasmo: «—Ade-más... No lo hagamos a medias. Si tenemos que re-presentar una obra, que sea en un teatro perfecta-mente provisto de patio de butacas, palco y galline-ro, y hagamos una función completa de principio a fin; una obra alemana, sea la que sea, con un buen sainete complicado y movido al final, danza de figu-ras, baile, y una canción entre acto y acto. Si no es para superar al de Ecclesford [escenario del fracasado grupo teatral], no vale la pena.» La alusión a un sainete gracioso y movido es un comentario fatí-dico, una especie de conjuro, porque eso es exacta-mente lo que va a suceder: el regreso del padre será una especie de final complicado, una especie de sai-nete movido.
Notas de Nabokov sobre el capítulo noveno de Mansfield Park.
Plano de Sotherton Court realizado por Nabokov.
Se ponen a buscar una habitación para la repre-sentación, y eligen el salón de billar; pero tendrán que quitar la librería del despacho de sir Thomas para disponer de accesos a uno y otro extremo. Cambiar el orden de los muebles, en aquel entonces, era algo muy grave, y Edmund está cada vez más asustado. Pero la madre indolente y la tía chocha por las dos chicas no se oponen. Es más, la señora No-rris se ofrece a cortar el telón y a supervisar los accesorios, de acuerdo con su espíritu práctico. Pero todavía falta la obra. Notemos aquí, otra vez, un ras-go de magia, una argucia del destino artístico, ya que Lover’s Vows, la obra mencionada por Yates, queda de momento aparentemente olvidada, aunque en rea-lidad sigue al acecho como tesoro inadvertido. Deli-beran sobre las posibilidades de representar otras obras, pero las encuentran con demasiados o dema-siado pocos papeles, y el grupo se divide entre re-presentar una tragedia o una comedia. Luego, súbi-tamente, actúa el hechizo. Tom Bertram, «cogiendo uno de los numerosos volúmenes que había sobre la mesa, y hojeándolo, exclamó de pronto:
»—¡Lover’s Vows! Si Lover’s Vows sirvió para los Ravenshaw, ¿por qué no nos va a servir a no-sotros? ¿Cómo no se nos ha ocurrido antes?»
Lover’s Vows (1798) es una adaptación hecha por Elizabeth Inchbald de Das Liebes Kind, de August Friedrich Ferdinand von Kotzebue. La obra es bastante tonta, aunque no más de lo que son, quizá, muchos de los éxitos actuales. La trama gira en tor-no a la suerte de Frederick, hijo ilegítimo del barón Wildenheim y de la doncella de su madre, Agatha Friburg. Tras separarse los amantes, Agatha lleva una vida estrictamente virtuosa y educa a su hijo, en tanto que el joven barón se casa con una rica dama de Alsacia y se va a vivir a las propiedades de ella. Al empezar la obra, la esposa alsaciana del barón ha muerto, y éste ha regresado con su única hija Amelia al castillo que posee en Alemania. En-tretanto, por una de esas coincidencias necesarias para las situaciones trágicas o cómicas, Agatha ha regresado también a su pueblo natal, próximo al cas-tillo, y allí nos encontramos con que la echan de la posada porque no puede pagar lo que debe. Por otra coincidencia, la encuentra su hijo Frederick, que ha estado ausente durante cinco años en una campaña militar, y ha regresado en busca de un empleo civil. Para ello necesita un certificado de nacimiento; y Agatha, aterrada ante tal petición, se ve obligada a contarle su origen, que le ha ocultado hasta enton-ces. Al terminar la confesión se desmaya, y Frede-rick, tras encontrarle cobijo en una cabaña, sale a pedir dinero para comprar comida. La suerte que-rrá que, merced a una nueva coincidencia, encuentre en un prado al barón y al conde Cassel (rico y estú-pido pretendiente de Amelia); y al recibir algo de dinero, pero no el suficiente para sus propósitos, Frederick amenaza a su desconocido padre, quien le manda encarcelar en el castillo.
El relato de Frederick es interrumpido por una escena entre Amelia y su preceptor, el reverendo Anhalt, a quien el barón ha encargado que defienda la causa del conde Cassel; pero Amelia ama a Anhalt y es correspondida por él; y con palabras atrevidas, a las que Mary Crawford se opone tímidamente, con-sigue arrancarle una declaración. Luego, al enterarse del encarcelamiento de Frederick, tratan de ayudar-le: Amelia le lleva comida al calabozo, y Anhalt le consigue una entrevista con el barón. Hablando con Anhalt, Frederick descubre la identidad de su padre, y en su entrevista se desvela el secreto de su paren-tesco. Todo termina felizmente. El barón trata de re-parar el desliz de su juventud casándose con su víctima y reconociendo a Frederick como hijo suyo; el conde Cassel se retira desconcertado, y Amelia se casa con el tímido Anhalt (este resumen lo he sacado principalmente del estudio de Clara Linklater Thomp-son: Jane Austen, a Survey, 1929).
Esbozo de Nabokov del plano de Mansfield Park.
La elección de esta obra obedece no a que Jane Austen la considerara especialmente inmoral, sino sobre todo a que tenía un reparto de papeles muy apropiado para distribuir entre sus personajes. No obstante, es evidente que ella desaprueba que el círculo de los Bertram represente esta obra, no sólo porque gira en torno a la bastardía, ni porque da ocasión a intervenciones y acciones amorosas más francas y manifiestas de lo que convenía a unos jó-venes bien nacidos, sino también por el hecho de que Agatha —por arrepentida que esté—, al haber amado ilícitamente y haber dado a luz un hijo bas-tardo, constituye un papel impropio para ser repre-sentado por una joven soltera. Estas objeciones no llegan a aflorar en ningún momento, pero indudable-mente desempeñan un rol importante en la aflicción de Fanny cuando lee la obra y cuando Edmund en-cuentra, al principio al menos, indecorosos el argu-mento y la acción. «Lo primero que hizo [Fanny] al quedarse sola fue coger el libro que habían dejado sobre la mesa, y empezar a familiarizarse con la obra de la que tanto había oído hablar. Se le había des-pertado la curiosidad, y se puso a leerla con una avidez que sólo quedaba en suspenso en los momen-tos de asombro, ante el hecho de que hubiese sido seleccionada en el presente caso, ¡de que hubiese sido propuesta y aceptada para un teatro privado! Los papeles de Agatha y Amelia le parecían, por ra-zones diversas, tan totalmente inadecuados para una representación familiar, la situación de la una y las palabras de la otra tan impropias para ser asumidas por una mujer pudorosa, que no podía creer que sus primos supiesen en qué se habían metido, y de-seó vivamente que la reconvención que Edmund sin duda les haría les despertase lo antes posible. » No hay motivo para suponer que los sentimientos de Jane Austen no fuesen paralelos a los de Fanny. La cuestión, sin embargo, no está en que la obra en sí misma sea condenada por inmoral, sino en que sólo es apropiada para un teatro y unos actores profe-sionales, y en sumo grado indecorosa para ser inter-pretada por el círculo de los Bertram.
A continuación tiene lugar el reparto de los pa-peles. El hado artístico dispone las cosas de forma que, a través de las relaciones de los personajes de la obra teatral, se van a revelar las verdaderas rela-ciones entre los personajes de la novela. Henry Crawford da muestras de una astucia endiablada para conseguir que él y Maria obtengan los papeles que les convienen; es decir, aquellos (el de Frede-rick y el de su madre Agatha) que les dan ocasión de estar constantemente juntos, constantemente abra-zados. Por otro lado, Yates, que ya se siente atraído por Julia, muestra su enfado cuando le dan a ella un papel secundario, que ella rechaza.
«—¡La mujer del campesino! —exclamó Yates—. ¿Qué dice usted? El papel más trivial e insignifican-te; el más vulgar; sin una sola intervención soporta-ble en toda la obra. ¡Hacerlo su hermana! Esa propo-sición es un insulto. En Ecclesford tenía que hacerlo la institutriz. Todos estábamos de acuerdo en que no se le podía ofrecer a nadie más.» Pero Tom es obstinado.
«—No, no. Julia no debe hacer de Amelia. No es papel para ella en absoluto. No se sentiría a gusto. No le saldría bien. Es demasiado alta y robusta. Amelia tiene que tener una figura pequeña, endeble, aniñada, saltarina. A quien le va es a la señorita Crawford y a nadie más. Encaja con el papel, y es-toy convencido de que lo hará admirablemente.» Henry Crawford, que ha impedido que se le dé a Julia el papel de Agatha insistiendo en lo bien que le iría a Maria, intenta reparar el daño tratando de que le adjudiquen el de Amelia; pero Julia, celosa, sospecha sus motivos. Le recrimina «con atropella-da indignación y voz trémula», y al insistir Tom en que sólo le va a la señorita Crawford: «—No tengas miedo de mi falta de carácter —exclamó Julia con irritada presteza—; no voy a hacer el de Agatha, y te aseguro que no haré ningún otro; en cuanto al de Amelia, es, de todos los papeles del mundo, el que más desagradable me resulta. Lo detesto... —y dicho esto, salió precipitadamente de la habitación, dejan-do a más de uno con una sensación embarazosa, pero sin inspirar lástima a nadie excepto a Fanny, que había sido mudo testigo del incidente, y quien no podía suponerla agitada por el tumulto de los celos sin sentir por ella una gran compasión.»
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