viernes, 11 de mayo de 2012

Eugene Gladstone O`Neill (Nueva York, 16 de octubre de 1888 - Boston, 27 de noviembre de 1953)



Eugene Gladstone O`Neill (Nueva York, 16 de octubre de 1888 - Boston, 27 de noviembre de 1953) fue un dramaturgo estadounidense, Premio Nobel de Literatura y cuatro veces (una de ellas de modo póstumo) ganador del Premio Pulitzer.

Más que cualquier otro dramaturgo, O`Neill introdujo un realismo dramático que ya habían iniciado Antón Chéjov, Henrik Ibsen, y August Strindberg en el teatro estadounidense. En general, sus obras cuentan con personajes que viven en los márgenes de la sociedad, y que luchan por mantener sus esperanzas y aspiraciones, aunque suelen acabar desilusionadas y cayendo en la desesperación. Explora en las partes más sórdidas de la condición humana.

Tras suspender en la Universidad de Princeton, tuvo bastantes empleos precarios. Tuvo un empleo en una oficina de venta por correo, en la compañía de teatro de su padre, se trasladó a Honduras a buscar oro, pasó varios años como marinero, vivió en Buenos Aires y durante ese tiempo sufre una depresión que le empuja al alcoholismo. Como forma de evasión, O`Neill se dedicó a escribir. A la vez que se une a una compañía de teatro de aficionados, los `Provincetown Players`, que representará alguna de sus primeras obras, O`Neill también obtiene un empleo en el New London Telegraph de Connecticut, y escribe sus primeras 7 u 8 obras.

Decide dedicarse a la escritura de obras de teatro a tiempo completo tras su experiencia en el Gaylord Farms Sanatorium, a donde había acudido tras contraer tuberculosis. Durante los años 1910 O`Neill es un habitual en la escena literaria de Greenwich Village, en donde se reúne con muchos amigos radicales entre los que el más famoso es John Reed, fundador del Partido Comunista de los Estados Unidos.

La primera representación de una obra de O`Neill, Más allá del horizonte, en Broadway en 1920 fue un éxito absoluto y le valió a O`Neill obtener el Premio Pulitzer. Sus obras más conocidas son Deseo bajo los olmos, Extraño interludio con el que gana el Pulitzer por tercera vez, A Electra le sienta bien el luto, en donde se nota la influencia del drama griego, El gran Dios Brown, en donde un poeta y un racionalista se enfrentan, y su única comedia Tierras vírgenes, una melancólica reescritura de la infancia que hubiera deseado tener. En 1936, obtiene el Premio Nobel de Literatura.

Tras una pausa de casi una década, O`Neill escribe la obra Llega el hombre de hielo en 1946. El año siguiente Una luna para el bastardo es un fracaso, sólo será vista como su mejor obra diez años más tarde.
***

RESEÑA:
“Deseo bajo los olmos” es un drama divido en tres partes, que están a su vez subdivididas en cuatro escenas cada una. Explora de manera profunda y simple la angustia de la desilusión y la sensación de sentirse débiles ante una fuerza totalitaria y opresora. O’Neill introduce personajes vividos, con existencias opacas y rutinarias. Los carga de sueños que en algún momento están prontos a cumplirse, pero que luego derrumba con la simpleza de la vida, construyendo una ola de desdicha y desesperanza que rodea el ambiente. La historia no parece tener un final, porque todo lo propuesto por el protagonista queda inconcluso o fracasado. Más bien se parece a un retazo de la vida de personas comunes, con dramas personales en los que nadie parece fijarse nunca. Está escrito con un lenguaje simple y poético, en algunos casos crudo, que da mayor fuerza al ambiente rural de la Nueva Inglaterra.
“Deseo bajo los olmos” es un soplo huracanado de pasión que cruza el escenario. Es el drama de la posesión, la posesión de la tierra y de la mujer, en que un poderoso sentimiento panteísta parece envolverlo y oprimirlo todo. Un viejo, su tierra, sus dos hijos y una prostituta – Abbie – uno de los tipos femeninos mejor logrados del poeta, es la mujer artera y apasionada, capaz de lograrlo todo en defensa de su instinto. La acción transcurre en un lugar no localizado, inconcreto, en una casa aislada del mundo donde viven unos personajes apartados de la sociedad y de ellos mismos. Viven en una casa levantada sobre cenizas y transitada por un aire irrespirable que sólo mueve las ramas de unos olmos milenarios, olmos que parecieran más vivos que sus propios dueños.
Fuente: NN.

***
SEGUNDA NOTA BIOGRÁFICA.


El dramaturgo norteamericano Eugene O’Neill

 EL PREMIO NOBEL DE LITERATURA DE 1936

El Premio Nobel de Literatura de 1936 fue concedido a Eugene O'Neill «por el vigor, la honestidad y la emoción, honda y sentida, de su obra dramática, en la que cobra expresión una original concepción de la tragedia».

Uno de los fenómenos más interesantes en el panorama de la literatura contemporánea es el de la aparición, en la segunda década del siglo, de un teatro nacional norteamericano. De este teatro, cuya brillante constelación incluye, entre otros muchos, nombres tan relevantes dentro de la escena contemporánea como los de Marc Connelly y Thornton Wilder, William Saroyan y Tennessee Williams, Arthur Miller y Robert Sherwood, es a un tiempo promotor reconocido, arquetipo permanente y estrella de magnitud máxima O'Neill. A sus cuarenta y ocho años
—edad excepcionalmente temprana entre las de los beneficiarios del premio— llevaba ya estrenados un par de docenas de dramas, algunos de los cuales son unánimemente considerados piezas fundamentales de la dramaturgia universal moderna.

Por si estos dos méritos incuestionables —valor sustantivo de la obra, fecundidad de sus consecuencias— no bastasen, aún venía a agregárseles un tercero, no menos estimable a los ojos de la Academia sueca: su estirpe intelectual. Estética e ideológicamente, el padre del teatro norteamericano es hijo del pensamiento europeo: en lo estilístico, puede considerársele un epígono de Strindberg; en lo conceptual, uno de los muchos corolarios de Freud. Ahora bien: por una ironía de las circunstancias, precisamente Freud, cuya candidatura había sido propuesta por Romain Rolland, era el más caracterizado de sus rivales en la elección. En cuanto a Strindberg, muerto hacía tiempo sin haber recibido el premio que clamorosamente reclamaran para él sus compatriotas, es uno de los escasos escritores cuya exclusión de la nómina de laureados haya reconocido inicua la propia Comisión Nobel. La concesión del galardón a O'Neill venía así a resultar un triple acto de justicia: efectiva para el favorecido; simbólica para su rival; reparadora para la víctima del antiguo desafuero. La acumulación de todos estos factores determinó que fuera ésta una de las raras ocasiones en que la Academia suscribió en pleno el nombramiento.

O'Neill, sometido a una cura de reposo cuando le fue otorgado el premio, no pudo acudir a recogerlo personalmente en el solemne acto académico que, según costumbre, se celebró en Estocolmo, pero envió unas cuartillas de agradecimiento que, en su nombre, leyó el encargado de Negocios de su país en Suecia, James E. Brown. En ellas reivindica el honor que se le confería para todos los compatriotas participantes en el empeño de crear un teatro nacional digno del europeo —«considero que esta distinción viene a honrar no sólo mi obra, sino la de todos mis colegas americanos, así como a sancionar la mayoría de edad de nuestro teatro»— y declara noble y calurosamente la decisiva influencia recibida de Strindberg: «Fue al leer sus dramas cuando, en el invierno de 1913 a 1914, decidí ponerme a escribir; fue él quien me deparó la visión de lo que el drama moderno podía ser y quien me dio el impulso que me inició como autor teatral. Si algo de valor duradero hay en mi obra, se debe a ese impulso, que desde entonces nunca ha dejado de constituir mi acicate y mi fuente de inspiración, traducido en el ambicioso afán de seguir las huellas de su genio hasta donde mí talento me lo permita. Tengo a orgullo proclamar esta deuda con Strindberg y es una satisfacción reconocerla ante su pueblo. Para mí sigue siendo, en su esfera, el maestro..., mucho más moderno que nosotros, que todavía no hemos pasado de discípulos suyos.»

*****

«La búsqueda de una expresión dramática propia ha hecho pasar a O'Neill por toda clase de ensayos, acaso con la única excepción del teatro social militante que estuvo en boga hacia 1930, y aun este género debe mucho a sus experiencias en el campo del realismo», escribe John Gassner. Las diez obras dramáticas recogidas en el presente volumen ofrecen una panorámica muy representativa de las sucesivas etapas de ese inquieto desarrollo para evidenciar el cual la ordenación de aquéllas se ha efectuado con un criterio cronológico. Más allá del horizonte es la primera obra larga de O'Neill y la que le consagró como dramaturgo profesional, tras los ejercicios escénicos preliminares en un acto escritos para compañías de aficionados. Con Anna Christie (acaso de toda su producción posterior lo más afín en espíritu y en tratamiento teatral a esas primeras piezas juveniles), Distinto y El primer hombre, puede adscribirse al que suele designarse «ciclo realista» inicial, aunque quizá fuera más correcto denominarle «naturalista». En Oro, en cambio, aunque perteneciente al mismo período, son más insistentes las resonancias románticas, mientras que en Deseo bajo los olmos, por la monumental simplicidad de su estructura y de su tema —el instinto de posesión—, el paradigma inequívoco es la tragedia clásica. La indagación de ¡as raíces subconscientes de este mismo instinto a la luz del moderno psicoanálisis, en un cuadro mucho más complejo y sutil de relaciones intersexuales, tiene su expresión en Íntimamente unidos. Los millones de Marco Polo es una de las muestras de la vena humorística, tan raramente cultivada, del autor, un scherzo satírico contra el agresivo utilitarismo occidental en contraste con la sabiduría y la refinada sensibilidad de Oriente. En El gran dios Brown y en Días sin fin se lleva a planteamientos extremos el problema de la escisión de la personalidad, recurriendo al empleo de máscaras e incluso de personajes complementarios para dar todo su dramatismo a la angustia íntima de las almas, en conflicto consigo mismas o con Dios. Ambas obras pueden valer como ejemplos de la manera que los críticos han calificado «simbólica» o «místico—alegórica», y a la que el propio autor caracterizó con más precisión, al hablar de «esa especie de supranaturalismo que nos permite dar expresión escénica a la obsesión por nosotros mismos, obsesión que sólo intuitivamente comprendemos y que viene a ser como los intereses que el hombre moderno ha de pagar por el empréstito de la vida».

Deseo bajo los olmos, El gran dios Brown y Los millones de Marco Polo pertenecen al grupo de obras que, según O’Neill, integran lo más acabado de su producción; Más allá del horizonte y Anna Christie (como luego Extraño interludio) depararon a su autor sendos Premios Pulitzer, la más alta recompensa literaria que se otorga en los Estados Unidos.

 Prólogo de León Mirlas  a “O’Neill. Teatro Escogido” de la Biblioteca Premios Nóbel de Editorial Aguilar. Segunda Edición – 1963.



O'NEILL Y SU SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA
O'Neill, uno de los dramaturgos más representativos de nuestro tiempo, hito en que confluyen el ayer y el mañana del teatro contemporáneo, figura entre los artistas que más merecidamente concitan la atención del público. Todo ejerce en sus obras una extraña fascinación: su fatalismo, su lenguaje de desgreñada belleza, sus sugestivas imágenes en que alterna la violencia con la melancolía, sus caídas en el misticismo —que chocan inesperadamente con un escepticismo brutal y despiadado—, su omnipresente ternura, sus personajes desventurados y en pugna con su propia inferioridad y su destino.

Salvo alguna evasión hacia un humor sardónico, O'Neill es un trágico. Tiene, como pocos, el sentido esquiliano de la vida. Sólo excepcionalmente escribe una comedia riente —¡Ah soledad!— o una sátira —Los millones de Marco Polo——, que iluminan como un relámpago risueño su mundo sombrío y lacerante. Para él, la vida es un espectáculo trágico en que es forzoso aceptarlo todo, recibir todas las cartas: tal es la regla del juego. El amor, el odio, la traición, la deformidad espiritual, la codicia, son en su teatro los elementos de una concepción patética del mundo. Entre sus meandros sombríos, entre sus sinuosidades siniestras, surge el lirismo de una voz pura, el canto de la esperanza, el faro de una ilusión. O'Neill ama a sus agonistas y se compadece de ellos: lo mismo cuando se trata del mediocre y mezquino Billy Brown que del apasionado Dion Anthony. No tiene predilección por los santos, los puros, los hermosos; casi diríamos que prefiere a los desdichados, a los míseros, hasta a los canallas, porque sabe que necesitan más amor, que son viles porque alguna vez les hizo falta amor y no lo tuvieron.

Esa ternura inmanente es la tónica profunda y confortante que alienta en el teatro de O'Neill y le da tan peculiar seducción. Cuando la Emma Crosby de Distinto se debate en el laberinto del sexo y concluye por extraviarse, ese acento tierno y compasivo se percibe en cada una de sus frases doloridas; cuando Jim Harris clama por un poco de comprensión para evadirse de la jaula oprimente de su piel, O'Neill le tiende la mano cordial que le niega Ella Downey; cuando Anna Christie intenta rescatar su alma de una vida abyecta, encuentra piedad y aun amor. O'Neill no le niega a nadie ese consuelo: hasta dice, en una de sus obras: «Hacen falta muchas clases de amor para hacer un mundo.»

Las pasiones desbordan y trepidan en las piezas del ilustre dramaturgo norteamericano
—véase Deseo bajo los olmos, Electra, Extraño interludio—, pero jamás llega a los excesos del expresionismo de Hasenclever o de Wedekind ni al realismo descarnado y brutal de Strindberg. Dibuja a sus personajes con una fuerza avasalladora —Yank, Nina Leeds, Ephraim Cabot— y plantea sus situaciones con tanto vigor que sugiere una lucha sin cuartel; pero tiene un singular instinto del equilibrio expresivo. Sus entes podrán matar, movidos por el odio o el amor o el despecho, pero jamás gozan sádicamente de su acto. No se arrepienten de una manera cristiana, como los personajes de Tolstoi o de Dostoyevski, no buscan un desahogo en la expiación y la contrición pública, pero tampoco alardean de su actitud. Obran con naturalidad, con la naturalidad con que devoran o se ayuntan las bestias, con esa diáfana simplicidad propia del instinto no deformado por el cálculo, el interés, ese balance de ganancias y pérdidas tan propio de muchos personajes del teatro universal al decidirse a obrar. Abbie reconoce que habrá de pagar su pecado, pero no se arrepiente de él. En otra escena de Deseo bajo los olmos, Eben, refiriéndose a sus amores con Min y aludiendo a sus hermanos, dice: «¡Mi pecado es tan hermoso como el de cualquiera de ellos!» La idea del pecado aletea a menudo en el teatro de O'Neill, pero el dramaturgo no la acepta. Amante de la vida, la considera siempre emocionante, hermosa, poética. Donde se responda a su llamada, para él no hay pecado y los instintos en libertad tienen la belleza de su inocencia.

En todo su teatro sobrevuela, como un pájaro agorero y siniestro, la idea de la fatalidad: todo está predeterminado. Pero el soplo de lo inevitable no es allí un determinismo artificioso e impuesto, sino que deriva de la línea psicológica de sus personajes. Yank concluye como concluye, debe terminar así, porque Yank es la fuerza irresponsable y ciega; Jones, al pisar el linde de la selva, es señalado por la muerte y no se salvará por más que se esfuerce; desde que aparece Abbie, Eben está perdido, porque Abbie es como es y él es como es.

Se trata, pues, de un mero reconocimiento de lo que contienen en potencia los personajes. Para O'Neill no existen el bien y el mal, como tampoco la belleza y la deformidad. Los hombres son como son, la vida es así, todo sólo es hermoso y fuerte cuando es natural, cuando está librado a sus instintos, cuando no desvirtúa su raíz, su esencia. Sólo fulmina su anatema contra el que desnaturaliza su yo, el que repudia su propia vida —como Billy Brown—, y exige la lealtad a la naturaleza, al sexo, a la especie. En otro plano, se encontraría con D. H. Lawrence. Pero O'Neill sólo es un adepto a la Naturaleza, no su fanático, como el autor de El amante de lady Chatterley.

Durante la trayectoria fatalista y predeterminada de sus personajes, a diferencia de lo que suele suceder en el teatro de Lenormand —Mixture, Le temps est un songe, L'homme et ses fantómes—, donde se advierte al dramaturgo empujando a sus entes hacia el desenlace forzoso y de rigurosa causalidad, para probar prácticamente la viabilidad de alguna teoría de Freud, de Marañón o del propio Lenormand, no se advierte la mano del autor. Los personajes obran con una libertad condicionada y son víctimas, desde el primer momento, de un desequilibrio psíquico o una desarmonía con el medio.

La temática de O'Neill es amplísima, ya que le atraen irresistiblemente todos los grandes problemas que desasosiegan el alma del hombre: la concepción, la muerte, la fugacidad del tránsito humano por el mundo, la doble carátula enigmática del amor, la incomprensión que existe entre los hombres, la estéril lucha de los apetitos, la creación y la necesidad de realizarse. Vagabundean por los sinuosos caminos de su teatro los artistas fracasados, los mediocres, los puros, los abyectos, les deformes, los angélicos y los que, siguiendo el consejo de Baudelaire, viven siempre ebrios de algo. Este concepto de la ebriedad reviste importancia: los agonistas de O'Neill procuran olvidar que necesitan alguna cosa, ya sea un afecto, la posibilidad de ser alguien o, simplemente, un lugar bajo el sol. Beben o se embriagan con lo que está a su alcance porque son disconformistas. Quieren ser algo más: evadirse de su piel, como Jim Harris, o de su bestialidad e ignorancia, como Yank; disfrutar de la vida en todo su frenesí, aunque sea detrás de una máscara, como Dion Anthony; ser puros, como Anna Christie; ser propietarios de algo, como Eben y Abbie. Pero quizá el tema favorito de O'Neill sea el de la personalidad: la personalidad desintegrada y lacerada de El gran dios Brown, el presentimiento de la personalidad en El mono velludo, la personalidad humillada en Anna Christie, la personalidad que intenta realizarse en Todos los hijos de Dios tienen alas. Este tema ronda obsesivamente sus dramas y ello es natural, ya que ha inquietado con su enigmático planteamiento a muchos grandes artistas, de Shakespeare a Pirandello, de Goethe a Unamuno.

Así como O'Neill tiene su temática propia, su coto de caza donde captura grandes presas del alma, así también se ha forjado su método propio. Fue a buscarlo a la antigüedad helénica, pero para adaptarlo a sus modalidades, a sus necesidades expresivas. Su mayéutica, su sistema socrático de arrancar la verdad profunda a sus criaturas, es la llamada «gimnasia de desenmascarar», que preconiza como un recurso eficaz para vencer las limitaciones realistas de la escena, los convencionalismos del teatro contra los cuales luchó durante toda su vida. Muchos de sus personajes usan máscaras, y éstas suelen alcanzar las dimensiones de un verdadero personaje.

¿Qué máscaras son éstas? ¿Tienen algún parentesco con las rígidas de la tragedia griega? En absoluto. Para O'Neill, superan su condición de recurso material a fin de trocarse en símbolo y en muralla conceptual que separa a los personajes, subrayando la incomunicación existente entre sus espíritus. No pretenden, pues, inspirar repulsión o piedad o terror, para llegar a una catarsis purificadora, como en la tragedia helénica, sino que encarnan la instintiva defensa del hombre frente a la vida, la evasión del yo hostilizado por el medio, la protección de nuestra intimidad, la contradicción entre el pensamiento y la acción, entre la esencia y la apariencia. Dion Anthony, acobardado al ver que su novia le teme y desconoce cuando pretende confesarle su verdadera identidad, se pone la máscara y ya no se la quita hasta que muere; la débil y encantadora Margarita de El gran dios Brown la usa para protegerse del mundo; cuando Yank, en El mono velludo, empieza a pensar y establece así una valla infranqueable, un verdadero abismo entre los demás personajes y él, éstos cubren sus rostros con sendas máscaras.

Naturalmente, para usarlas O'Neill confía en que el espectador acepte el convencionalismo de que los personajes se desconozcan —o reconozcan— al ponerse o quitarse las máscaras. Pero tanto da. A fin de cuentas, todo es convención en el juego del teatro. El espectáculo dramático, por definición, por esencia, pretende engañar. Si no logra ese objetivo, no interesa, defrauda. Da ilusión, brinda mentiras, aunque entre esas mentiras sobrenade la verdad. Si el espectador es capaz de aceptar el convencionalismo inicial de que los actores no le ven, de que juegan su extraña impostura en un lejano mundo de ficción, nada tiene de particular que admita una mentira más.

Las máscaras son simplemente uno de tantos recursos audaces a que apela O'Neill para ejecutar sus planes dramáticos. También utiliza con notable precisión y eficacia el aparte, al desdoblar las frases de los personajes de Extraño interludio, en lo que se piensa y lo que se dice, y cuando presenta así el fluir de los pensamientos con la incoherencia aparente propia de la realidad. Este monologar deliberadamente arbitrario de sus personajes, toda una técnica novelística moderna, está grávido de asociaciones ocultas. Evoca a Joyce, a Freud y a Jung en la inconexión de las imágenes y el encadenamiento de los recuerdos. O'Neill usa además con gran vigor el monólogo en El emperador Jones y en Antes del desayuno, y desdobla en el tiempo a su personaje John Loving en Días sin fin: John es el protagonista del drama, el hombre vivo y actuante cuya alma ha muerto durante una grave crisis psicológica, y Loving, quien permanece siempre en segundo plano y con el rostro cubierto por una máscara, es el alma muerta y maldita de John. Otro atrevido recurso teatral de O'Neill para subrayar escénicamente la tensión permanente del «misterio dialéctico» que es esta curiosa obra, donde se entabla un apasionado debate metafísico, una controversia de las fuerzas del alma.

Si la temática y los recursos teatrales de O'Neill son audaces, su galería de personajes acusa una variedad sorprendente. Se codean en ella el pasional Darrell con el utilitario Marco Polo, el primitivo Yank con Dion Anthony, el artista; la neurótica Emma Crosby con el obsesionado Parritt, delator de su madre. Personajes disímiles, opuestos, todos ellos; el patético Hickey de Viene el heladero y el desconcertante Tyrone de Una luna para el bastardo, y Robert Mayo y Alfred Rowland y Eben y Ephraim Cabot, todos son facetas de la personalidad versátil, contradictoria, enigmática y, sin embargo, de una unidad asombrosa, de Eugene O'Neill. En ese mundo de la fatalidad y señalado por la tragedia, en ese ámbito o'neillano en que las almas de los condenados giran en una zarabanda infernal, como en un círculo dantesco, todos se conocen, todos están unidos por una angustiosa coyunda. Allí, ni el fracaso ni el desencanto ni la mediocridad o la abulia o el desenfreno o la pasión culpable son un estigma. Se ama, se fracasa y aun se mata como un azar más del juego vital, como un elemento inevitable en la mecánica del mundo. Diríase que todos son hermanos, los débiles y los fuertes, los inocentes y los malditos, los audaces y los tímidos; todos están ligados por una extraña sangre, por una levadura de amor y de sueños lapidados.

O'Neill traza magistralmente los caracteres, sostiene con firmeza su línea estructural hasta el fin y lleva sus procesos hasta las últimas consecuencias. Si Emma Crosby rechaza a su novio Caleb a causa de una insólita pretensión de pureza sexual, pagará su error haciendo el ridículo al perseguir a un jovencito holgazán; la avidez de poseer de Eben, al lograr a Abbie, se realiza totalmente y, sin embargo, Eben se despeña; Ella Downey odia a Jim Harris triunfante y le ama débil y vencido, y alcanza la felicidad destruyendo al hombre amado; Eleanor y Michael, en Íntimamente unidos, se aman y se aborrecen y atormentan hasta el fin y no pueden vivir el uno sin el otro; son un reactivo recíproco, con una lógica inexorable.

Pero, naturalmente, al dramaturgo norteamericano también le interesa perfilar tipos, esencia de todo teatro simbolista, y el de O'Neill lo es, por excelencia. Un simbolismo sin esfumaturas, sin tonos desvaídos, desde luego. Ni la imprecisión deliberada de Maeterlinck, ni la vaguedad lírica de Lord Dunsany. Trazos fuertes, pinceladas firmes. Si quisiéramos olvidar por un momento que son caracteres recios, seres humanos de sólida carnadura, veríamos tipificados en Yank al instinto; en Anthony, al artista frustrado y, sin embargo, triunfante; en Lázaro, a la afirmación de la vida; en Brown, al hombre gris e indiferenciado de la multitud; en Marco Polo, al eterno materialista, al que lo mide y aquilata todo con el patrón del oro, como el Soames Forsyte de Galsworthy.

Lógicamente, si la humanidad de estos personajes les da una trepidante vida a los dramas de O'Neill, sus contornos simbólicos les confieren dimensión trágica. Yank, marinero brutal, ignorante y oscuro, merece piedad; pero Yank—símbolo rebasa el marco de El mono velludo para convertirse en la fuerza sin rumbo, en la materia sin la guía del espíritu, y se cruza a mitad de camino con Alan Squier, el último intelectual de Robert Sherwood, el superrefinado de una civilización decadente que va a morir en el osario del bosque petrificado de Arizona. Alan es el antípoda de Yank. El marinero, caótica masa de instintos, es un descolocado y busca su lugar en la sociedad; Alan Squier intenta vanamente volver a la Naturaleza. Ambos fracasan en los extremos opuestos de la escala humana. El osario de Yank es la jaula del gorila.

El teatro de O'Neill es una lucha permanente entre el paganismo panteísta y el misticismo. Estos dos impulsos siempre están en pugna, y de su restallante choque surgen el apasionado acento, la vibración y el hondo lirismo del escritor norteamericano. En O'Neill siempre existió un místico agazapado; pero ese místico nunca pudo domar y frenar la violencia dionisíaca del hombre de turbulenta vida, del hombre que conoció todos los infiernos del mundo y del alma; y más de una vez, tuvo que transigir con él.

Por eso, en sus dramas se entremezclan en singular y fascinante promiscuidad los acentos místicos con los terrenos. Esto se advierte particularmente en El gran dios Brown, donde la eternidad y la fugacidad de nuestro tránsito por la tierra le arrancan al dramaturgo clamores desesperados como éste: «¡Señor, desde mi abismo te grito...! ¡Soy tu hechura, tu terrón de tierra impía!», mientras que, en otros momentos, proclama su amor a la vida, el disfrute de los sentidos, el apego a la materia, a los hombres y a las cosas.

En O'Neill, el impulso poético domina y señorea el rumbo ideológico. El lírico y el hombre de teatro avasallan al pensador. O'Neill jamás busca soluciones ni las propone: plantea problemas, enigmas, enfrenta a los seres humanos con sus dilemas más desgarradores. Algunas de sus obras son profundos «misterios» dramáticos, como El gran dios Brown y Días sin fin; su clima esotérico las aleja de nosotros, sin restarles fascinación; en otras, el autor tortura a las almas, como en Íntimamente unidos, o sondea para descubrir hasta dónde son capaces de llegar, como en Deseo bajo los olmos. Pero siempre el vehemente impulso lírico supera a la razón, el testimonio de los sentidos vence al frío examen intelectual. O'Neill es un apasionado, un apasionado por la vida. Necesita embriagarse, perder la serenidad y la mesura, porque él y sus entes viven en un ámbito de vibración permanente. ¿Cómo logra, en ese clima de exaltación dionisíaca, mantener el equilibrio y la línea psicológica de sus personajes y no desvirtuar la lógica rigurosa de sus dramas? He ahí el secreto de su arte: precisamente porque consigue conservar la serenidad al perderla, porque se mantiene sobrio cuando está ebrio, porque jamás olvida las exigencias del teatro en plena embriaguez lírica, por esa maestría suya de hacer estable y sólido un equilibrio difícil y precario, O'Neill es un gran artista.

El elemento nuclear de su teatro es, por lo demás, su concepción trágica del mundo como una serie de esferas espirituales aisladas en que los seres humanos se mueven y obran y piensan sin comprender, con mutua desconfianza y aun con hostilidad. Para el dramaturgo, cada personaje lleva en sí un mundo interior que se basta a sí mismo, tan completo, integral y lógico en su coherencia, que ignora casi la existencia de otros mundos paralelos. O'Neill, como Crommelynck y Sarment, cree que el hombre no logra perderse en la multitud, indiferenciarse, porque es demasiado distinto, está eternamente aislado y a distancia de los demás. Este arraigado individualismo del autor norteamericano se traduce en la «incomunicabilidad» de los espíritus, que se hablan en lenguaje cifrado.

¿Quién posee la clave de ese lenguaje? Quizá ni siquiera el propio creador de esos personajes, puesto que, al darles forma, los ha predestinado a un perímetro infranqueable, a un destino, a una soledad eterna. Precisamente esto induce a O'Neill a enmascarar a sus personajes: la máscara es la valla, el muro divisorio, el deslinde de estos mundos antagónicos, hostiles, distintos.

Por eso, el individualismo a ultranza que vibra en todos sus personajes refleja el temperamento del creador, a quien le interesan más los derechos del hombre aislado, en función del yo, que los del hombre en función de la masa. Ese individualismo culmina en su extraordinario drama Viaje de un largo día hacia la noche, su testamento literario, de una audacia y una fuerza poco comunes, en que rastrea sus propios orígenes y sondea implacablemente su alma. Este drama es una memorable confesión, la de las oscuras y tremendas potencias que se agitan en el hombre. Con ella, O'Neill baja a los abismos de la conciencia humana, para bucear en sus profundidades y extraerlo todo a la luz, lo limpio y lo abyecto, lo bello y lo horrible, lo puro y lo repulsivo, en apretado haz de lacerada humanidad. Al expresarse así, revela su secreto, la raíz misma de su arte, y los exhibe en su propia carne llagada y dolorida: es el secreto de la ambivalencia, de la pugna de los elementos opuestos en el alma humana, de lo malo y degradante mereciendo tanta piedad y atención como lo bueno y lo justo. A O'Neill nada humano le ha sido nunca extraño, y a ello se debe lo perdurable de su arte. No hay en él, nunca lo hubo, ni sombra siquiera de narcisismo, como se advierte en ese drama. Al reconocer en sí mismo los dispares elementos propios de todo ser humano, el mal y el bien, la bondad y la intolerancia, el amor y el odio, prueba una vez más que sabe huir de todo esteticismo estéril y negativo para identificarse totalmente con las pasiones del hombre y revelarlas en su autenticidad, sin pretender velar su deformidad.

Una de las características más interesantes del teatro de O'Neill, reveladora de que es afecto a sondear a fondo en sus personajes y a lograr la máxima perfección y acabado en el escorzo psicológico de cada uno de ellos, es la frecuencia con que reaparecen en sus obras, en realizaciones más completas y detallistas, personajes abocetados o perfilados más sumariamente en dramas anteriores. Se diría que, una vez nacidos, atormentan y obsesionan de modo tal a O'Neill, que éste no logra liberarse de ellos y se ve forzado a darles nueva vida.

Es lo que sucede, por ejemplo, con Bentley, el viejo de La cuerda, quien se prolonga en el Ephraim Cabot de Deseo bajo los olmos, dibujado más a fondo, con un cúmulo de sutilezas y rasgos de que carecía aquél; con Alfred Rowland, el cual reaparece en el nuevo avatar de Dion Anthony; con Emma Crosby, la distinta, la descarriada en el camino de la normalidad sexual, quien se convierte en la Josie de Una luna para el bastardo, un singular marimacho de aristas poéticas muy distinto de la neurótica Emma; y aún suele asomar el mismo personaje con el mismo nombre, como el Jim de Viaje de un largo día hacia la noche, a quien vemos nuevamente en Una luna para el bastardo y que es, en realidad, el propio hermano de O'Neill.

Si el dramaturgo reelabora con tan paciente y soberana artesanía los entes de sus dramas, si le cuesta tanto abandonarlos, ello no se debe solamente, sin duda, al entrañable y lógico amor del creador por sus criaturas: es que todas ellas son facetas de su múltiple yo, momentos y ángulos de su personalidad, y, al trazar sus perfiles, O'Neill se confiesa, se entrega, cumple con esa función esencial del escritor de narrarse a sí mismo al narrar, de esclarecer sus propios secretos íntimos al exhibir la verdad de sus personajes.

Hemos aludido al individualismo de O'Neill. Esa esencial peculiaridad suya se traduce en una constante oposición del hombre a la masa, del ser aislado a la multitud: Dion Anthony, el artista, escarnecido y antagonizado por la sociedad de los indistintos y mediocres; Lázaro, el hombre que trae una afirmación de vida del trasmundo, frente a la muchedumbre que se deja arrastrar por momentáneas pasiones, pero que olvida; Yank, frente a los seres que no le comprenden y a cuya esfera intenta incorporarse infructuosamente; y también el hombre frente a Dios, en actitud de imprecación o de desafío; o el emperador Jones enfrentado a las fuerzas de la Naturaleza en libertad, al terror cósmico.

Para comprender el individualismo del dramaturgo y sus hondas raíces hay que remontarse a las fuentes de su vida, a su linaje irlandés indomable y bravio.

O'Neill nació en 1888 en Nueva York. Sus padres eran James O'Neill y Ella Quinlan: él, popular actor; ella, buena pianista. Ambos eran devotos católicos. La madre de Eugene, mujer agraciada y tierna, se había criado en un convento. Su fervor religioso y su amor por la música resaltan en el patético drama de su hijo Viaje de un largo día hacia la noche, donde exhibe al desnudo, con una violencia y crudeza nunca vistas, su vida de familia. El padre del futuro autor dramático era un comediante de talento, quizá un gran actor en potencia, pero se frustró. El ilustre actor norteamericano Booth, célebre por sus creaciones de personajes shakesperianos, opinaba que James O'Neill le superaba en el papel de Otelo. Un éxito comercial, el que obtenía con la pieza El conde de Montecrísto, que le deparaba enormes auditorios y le rendía en las giras hasta cincuenta mil dólares anuales, le cristalizó y le quitó deseos de hacer otra cosa. Este conformismo le proporcionó bienestar económico; pero más tarde comprendió que se había frustrado como artista, y esta comprensión envenenó su vida.

Eugene era un adolescente tímido, con arranques de vehemencia, apasionado. La vida le atraía con una fuerza que dejó perdurables huellas en sus dramas. Nada sabía de ella; pero su hermano Jim le enseñó todo lo que necesitaba saber. Buena o mala, esta influencia se proyectó hasta los umbrales de su juventud.

Mientras tanto, acompañaba a su padre en sus giras; también viajaba con ellos su madre, aunque a regañadientes, porque jamás le había atraído el teatro y menos aún la vida trashumante de los actores bohemios, en incesante viaje. Cuando Eugene no acompaña a su padre, asiste a diversas escuelas católicas y laicas. En 1902 ingresa en la Academia Betts, de Stamford. Cuando concluye sus estudios primarios, se matricula en el ciclo secundario de Princeton. Pero antes de terminar el curso, le expulsan a causa de un acto de indisciplina. Despuntaba ya el disconformismo, la rebeldía de O'Neill, que se manifestaría más tarde en su teatro.

A estas alturas Eugene tiene ya veinte años. Es un joven alto, flaco, nervioso, sensible. No tiene todavía un rumbo definido en la vida: sólo sabe que ya no le interesan las escuelas. Trabaja como empleado de comercio y se casa con Kathleen Jenkins, quien le da un hijo. Pero a los tres años se divorcia, confesando que su matrimonio ha sido un error.

Mientras tanto, en las horas en blanco que le deja la rutina oficinesca, lee, lee desordenadamente lo primero que va a parar a sus manos. De esas lecturas entresaca a sus novelistas favoritos: Jack London, con su sabor a aventura; Conrad, con su olor a mar; Kipling, con su vaharada de jungla. Todos ellos van formando vagamente su personalidad. En O'Neill no ha aflorado aún el artista: se ignora a sí mismo. Todo es un montón informe de experiencias que se aglutinan y decantan en su inconsciente, como un mensaje onírico que algún día surgirá a la luz. En años posteriores lee a Marx, Kropotkin y Nietzsche. Su innato individualismo y su hostilidad a las injusticias y a los convencionalismos se nutre ampliamente de ellos. Más tarde, dejarán resonancias en algunas de sus obras, como El mono velludo.

A partir de entonces, sus peripecias se multiplican y diversifican caóticamente, sin objeto aparente. Busca oro en Honduras, vuelve a viajar con la compañía de su padre, esta vez como traspunte, se contrata como marinero en un barco noruego, recala en Buenos Aires y queda varado en esta ciudad, sin dinero; se lía allí a puñetazos con los pianistas de los viejos cinematógrafos de Barracas, pasa hambre y duerme en los bancos del Paseo Colón, trabaja en las oficinas de las compañías Westinghouse y Swift de La Plata y en la Singer bonaerense, bebe sin tasa, corre juergas, vuelve a contratarse como marinero, se va a Sudáfrica y por fin regresa a Nueva York.

De esta etapa de camorrista y bebedor de tiro largo quedan sustanciosos y pintorescos testimonios en su serie de siete piezas agrupadas bajo el título común de La luna de los Caribes y otras seis piezas del mar, bellos aguafuertes en que se amalgaman la frustración y nostalgia de los marinos y la fugacidad de sus placeres. En 1934, cuando acababa de estrenarse en Buenos Aires mi versión castellana de El gran dios Brown. O'Neill me escribió esto, que constituye un interesante documento sobre su permanencia en dicha ciudad:

«Hace veinticuatro años trabajé en Buenos Aires en un empleo muy respetable y de muy poca importancia en la Westinghouse Electric Company local. Mi actuación distó de ser un éxito. Me despidieron. Más tarde, estuve en otras dos compañías de importancia internacional, fracasando igualmente. Lo cierto es que la historia de la época que pasé en Buenos Aires es una historia de sucesivos fracasos, hasta que terminé por comer de tarde en tarde y por dormir (¡cuando los vigilantes me dejaban!) sobre los bancos del Paseo Colón. Pero eso no importa. Yo tenía apenas veinte años y sentía más curiosidad y deseos de vivir que de triunfar. Toda experiencia, por desagradable que fuese, poseía entonces el colorido de la aventura y el encanto de lo romántico.»

Después de un período de privaciones y desesperanza en Buenos Aires, O'Neill consigue contratarse en un carguero inglés que va a Nueva York, y allí, en el puerto, se aloja en la taberna de Jimmy The Priest. En este pintoresco tugurio, asediado por las ratas y donde una habitación costaba tres dólares mensuales, vivió algún tiempo en el anonimato de los muelles y encontró la atmósfera de uno de sus dramas de mayor éxito y difusión, Anna Chrístie, cuya acción se desarrolla precisamente allí. Más tarde, imantado de nuevo por la sugestión del mar, se embarca rumbo a Southampton, vuelve a Estados Unidos y llega en tren a Nueva Orleáns, donde se encuentra con su padre, quien representa con su éxito habitual El conde de Montecristo. Le pide dinero para volver a Nueva York, pero concluye por unirse a la compañía y trabaja a su lado, interpretando papeles secundarios. Poco después, ingresa como aprendiz de reportero en el Telegraph, donde publica unos versos sin importancia, y, finalmente, en 1912, los abusos y desgastes que han minado su organismo durante una vida azarosa y andariega hacen crisis y tiene un principio de tuberculosis.

Esta es la encrucijada de su vida, ya que en ella se decide su destino. Le internan en el sanatorio rural para enfermedades pulmonares de Gaylord, y allí le sobra tiempo para reflexionar sobre el mundo vivido, sufrido y gozado, que verterá en sus dramas. En Gaylord, que le servirá de atmósfera para su pieza Ilusión (The Straw), pulsa por primera vez sus posibilidades de artista, se descubre a sí mismo.

Le dan de alta al año por «carecer de interés» su caso, y se va a vivir con unos amigos, los Rippin, cuya casa está frente a Long Island y donde se queda más de un año leyendo, nadando en la bahía y escribiendo sus primeros tanteos dramáticos, como Sed, balbucientes aún, pródigos en defectos, pero en los que apunta ya la promesa de un escritor. Un par de años después va a Provincetown con su segunda esposa, Agnes Boulton, quien le dará dos hijos; y allí nada a menudo, internándose peligrosamente entre el oleaje, o rema en su canoa esquimal hasta cuando el tiempo es borrascoso, y fortalece así su organismo. Vive en una cabaña de troncos y, cuando hace mucho frío, se envuelve en una manta, se arrima a una estufa y escribe durante largas horas, aislado del mundo, sin permitir que nadie, ni aun sus amigos, le interrumpa cuando trabaja.

O'NeilI siente despertar su vocación creadora. El teatro le atrae irresistiblemente. Ha asistido a muchos espectáculos, y el contacto con la compañía de su padre le ha permitido familiarizarse con el mecanismo escénico. Pero advierte que, puesto a escribir, le falta cierto dominio de la técnica. De modo que decide ingresar en el famoso «Taller 47» de arte dramático del profesor Baker, en la Universidad de Harvard. Allí escribe una pieza en cuatro actos, La ecuación personal, y una farsa en un acto, El encantador doctor. O'NeilI, refiriéndose a ellas más tarde, las calificó de desastrosas. En cambio, cuando le mostró al profesor Baker su aguafuerte marino en un acto Rumbo a Cardiff, una pieza vibrante de emoción y nostalgia, Baker le dijo que aquello no era teatro.

Pero el acontecimiento realmente afortunado, feliz, de su vida en esa época, es su encuentro con los Provincetown Players, un grupo de gente joven decidida a hacer teatro de calidad y que había fundado en el pueblo de Provincetown el Wharf Theatre o Teatro del Muelle. Sus animadores eran George Cram Cook y Susan Glaspell; ésta, más tarde, autora de prestigio. Ese teatro, en realidad, era una vieja pescadería convertida en templo de Talía, con capacidad para noventa personas. El ambiente resultaba singularmente pintoresco, ya que las obras se representaban en un embarcadero lamido por las olas y entre los murmullos del agua y el canturreo del viento. A los jóvenes actores les faltaban obras, y uno de ellos dijo que Eugene O'NeilI tenía en su baúl una pieza llamada Rumbo a Cardiff, que no estaba mal. Cuando la leyeron, los integrantes del grupo de los Provincetown Players comprendieron que habían descubierto a un autor. Y desde el estreno de Rumbo a Cardiff, O'NeilI estuvo vinculado a todas las aventuras artísticas de aquella juvenil y entusiasta compañía y estrenó allí sus primeras tentativas dramáticas, lo cual le sirvió a un tiempo para hacer su práctica de autor y para que empezara a difundirse su nombre.

Poco después, el joven dramaturgo envía tres de sus piezas en un acto a los directores de la revista literaria The Smart Set, los reputados críticos George Nathan y Mencken, quienes se las publican; y desde entonces, poco a poco, se le van abriendo a O'Neill todas las puertas del teatro. Empieza a trabajar de firme, y Más allá del horizonte, un vigoroso drama rural que le vale el Premio Pulitzer y que es el punto de arranque de todo el teatro nacional norteamericano, consolida definitivamente su prestigio y le convierte en la realidad más firme de la dramática de su país.

Esta es, a grandes trazos, la primera etapa de la vida de O'Neill, quien ancla en su tranquila madurez creadora junto a la compañera ideal, la bella ex actriz Carlotta Monterey, en un tercer matrimonio que le da por fin la paz y la dicha que necesita para trabajar en sus ambiciosos proyectos.

Entonces van surgiendo, en rápida sucesión, en un verdadero frenesí creador, dos obras recias y de singular fuerza poética, cuya repercusión proyecta el nombre de O'Neill más allá de las fronteras de Estados Unidos: Anna Christie, una pieza realista de honda y desgarradora emoción, y El emperador Jones, una obra de excepcional originalidad, el monodrama de un hombre frente a sus alucinaciones y que le inspira al autor una vieja leyenda de las Antillas. En el mismo año, 1920, estrena Distinto, un penetrante análisis psicológico, en dos actos, de una muchacha frustrada en su vida sexual.

A esta altura, O'Neill ha probado ya su dominio de la técnica dramática, su capacidad para abordar los grandes temas, la intensidad poética de su tono; en una palabra, su fuerza. En 1922 estrena la tragedia expresionista El mono velludo, fruto de su pasado de rebelde contra las injusticias sociales; en 1924, Todos los hijos de Dios tienen alas, un canto tierno y poemático del drama racial en Estados Unidos, y Deseo bajo los olmos, un magnífico drama rural, vibrante de acentos telúricos y resonancias líricas.

Entonces, el intafigable viajero que buscara todos los ecos de la vida «más allá del horizonte», radicado ya en tierra firme, decide emprender un denodado viaje espiritual, un audaz periplo alrededor de su alma. Este periplo, al cual le empuja su debate íntimo del problema de Dios, comprenderá tres etapas: la primera es el misterio dramático El gran Dios Brown (1925), en que alienta un misticismo tumultuoso y se advierte una interrogante angustiosa en procura de las primeras causas y los últimos efectos, resuelta teatralmente en un juego de símbolos; la segunda, Dínamo (1929), intenta crear una nueva religión, un culto materialista y energético de un panteísmo por momentos confuso, por momentos de vastas resonancias líricas; la tercera, Días sin fin (1934), es una controversia apasionada de las fuerzas del alma, una polémica entre la fe y la materia, un debate metafísico entre el espíritu demoníaco y el espíritu cristiano. También debía figurar en este ciclo la pieza No puede ser locura, que O'Neill, seducido por otros planes creadores más ambiciosos, no alcanzó a escribir.

A esta época de intensa labor pertenecen su hermoso estudio psicológico del amor Íntimamente unidos (1924), su mito dionisíaco Lázaro reía (1925—1926), Extraño interludio (1926—1927) y su monumental trilogía Mourning Becomes Electra, cuyo título podría traducirse por El luto le sienta bien a Electra o El duelo es el destino de Electra, en la que, sobre el clásico tema de La Orestíada, de Esquilo, presenta una torturante maraña de crímenes, Odios e incestos en el seno de una familia trágica que es un verdadero círculo de condenados, donde la felicidad es una palabra desconocida, donde entre hermanos y entre madre e hija se dicen cosas monstruosas y los sentimientos alcanzan una violencia desmedida. Para escribir estos trece densos actos, de electrizante acción, el dramaturgo se traslada con su esposa Carlotta a Francia y trabaja allí, en el fecundo aislamiento de su residencia rural de Le Plessis, durante los años 1929 y 1930. A fines de 1930, va a Las Palmas, en las islas Canarias, buscando una atmósfera adecuada para una revisión final de su trilogía, ya acabada.

Pocos años después, asoma en la vida de O'Neill la tragedia que debía destruirle. En mayo de 1937, en una de sus cartas, el dramaturgo me aludió por primera vez a la dolencia que proyectaría una irremediable sombra sobre su vida, ya que me escribió:

«Estoy convaleciendo de una larga enfermedad que me obligó a internarme en un sanatorio durante dos meses y medio, y me sería imposible proyectar un viaje a ninguna parte (la prensa mundial hablaba de la posibilidad de un viaje de O'Neill a la América del Sur). Debido a mi enfermedad, no he podido seguir trabajando en mi ciclo de comedias desde septiembre. No tengo obras listas para estrenar y, como debo descansar y abstenerme de escribir durante muchos meses, no sé cuándo quedará terminada alguna de ellas.»

Todo esto era inquietante, pero no demasiado aún. O'Neill y su esposa vivían en su residencia rural de Contra Costa County, en California, en un clima sano y tonificante, y se podía confiar en que los restos de la «larga enfermedad» a que aludía el escritor no tardarían en desaparecer allí.

Pero un año después, en marzo de 1938, recibí una carta que significaba un primer toque de alarma. ¡Al año de iniciada su convalecencia, O'Neill volvía a enfermar! Y su dolencia —una neuritis— podía ser el prólogo de algo más grave. Además —y esto acentuó mi preocupación— por primera vez me escribía en su nombre su esposa Carlotta Monterey. El escritor ya no estaba en condiciones de atender personalmente su correspondencia, ¿Qué sucedía? Este intercambio epistolar por intermedio de su esposa debía trocarse en algo permanente.

En mayo de 1939, O'Neill me comunicó, siempre mediante los buenos oficios de Carlotta Monterey, que había mejorado mucho y estaba trabajando de firme en su ambicioso ciclo de siete comedias en que quería abarcar la vida de una familia californiana durante un siglo, desde 1829 hasta 1932. Aquel penoso episodio parecía, pues, clausurado.

Una carta de 1944, relativamente optimista, no modificó mi impresión. Pero, dos años después, en octubre de 1946, y a los pocos días de haberse estrenado en Nueva York The Iceman Cometh (Viene el heladero), otra carta, firmada como siempre por su esposa, me reveló de manera imprevista la dolorosísima verdad:

«No creo que usted conozca el verdadero estado de salud de mi marido. Tiene una paralysis agitans, a consecuencia de la cual le resulta casi imposible escribir. Asimismo, dicha dolencia, dado su carácter de enfermedad del sistema nervioso, hace estragos en su salud en todas direcciones. Es una tragedia espantosa. De ahí que sea yo quien le escriba.»

Las palabras «tragedia espantosa» situaban el asunto en el plano que le correspondía y no dejaban el más leve resquicio a la esperanza. Yo conocía la paralysis agitans o enfermedad de Parkinson, dolencia caracterizada por una desconexión de los centros nerviosos motores y los sensitivos, incurable en el estado actual de los progresos científicos y, además, propensa a agravarse de día en día. En cartas ulteriores, Carlotta Monterey debía proporcionarme
más detalles sobre su infierno cotidiano, sobre el inenarrable suplicio de su vida y la de O'Neill. En otra carta de diciembre de 1947, me expresó: «¡Quién sabe qué nos deparará la suerte en los doce meses próximos!» Cuatro años antes, en plena enfermedad, O'Neill había terminado su vigoroso drama Una luna para el bastardo. En una carta posterior, su esposa me escribió estas desoladoras palabras:

«Mi esposo nunca mejorará. Por el contrario, su temblor y su parálisis empeorarán gradualmente. Pero le ruego que no le mencione jamás esto. Yo hago el papel de secretaria suya. Ya lo he hecho durante muchos años. Es desalentador tener que contemplar con los brazos cruzados esta gradual desintegración de un hombre que le ha entregado su vida y sus energías a su obra. No es paciente y sufre ataques de nervios que le dejan exhausto y, sin embargo, furioso.»

En 1941, O'Neill escribió su genial drama autobiográfico Viaje de un largo día hacia la noche, quizá la obra más estremecedora que se conozca en el teatro universal; en 1946, dio El poeta y sus sueños y Mansiones más majestuosas, los dos primeros dramas de su ambicioso ciclo de siete piezas. Con estas tres obras, quedó clausurada definitivamente su producción literaria. La angustiosa pausa que se había operado en su vida resultaba una liquidación total de sus energías creadoras. Su drama personal era más hondo y lacerante que todos los que concibiera. Moderno Prometeo, no sólo sufría indecibles dolores físicos, sino también el incesante desgarramiento de no poder expresarse más, de estar confinado dentro de sí mismo, algo más terrible aún que el enclaustramiento que se había impuesto en los últimos años en su finca de Massachusetts, en compañía de su esposa y un criado. Si a Emerson le había guiado una prodigiosa clarividencia al decir: «El hombre sólo es la mitad de sí mismo; la otra mitad es su expresión», O'Neill sentía más que nadie esa necesidad. Y ahora que se veía morir un poco todos los días de su dilatada tortura, hora tras hora, minuto tras minuto, el dramaturgo apenas fue la sombra de un extraordinario creador que se sobrevivía.

Sus accesos de ira, después de sus ataques, daban la pauta exacta de su sufrimiento. Esta no aceptación de su destino, esta rebeldía contra la fatalidad en un hombre que fue un eterno insumiso, un sublevado contra las normas convencionales de la sociedad, contra los cánones estrictos y mojigatos que coartaban y envilecían la belleza y la verdad, revelaban que su dolor espiritual excedía aún al físico. Agréguese la honda herida que le había causado la boda de su hija Oona con Charlie Chaplin, cuya edad triplicaba la de ella, y se comprenderá que sobraban motivos para acentuar su visión patética del mundo, como se advierte con claridad en Viene el heladero.

Más tarde, en 1950, un nuevo desgarramiento: su hijo Eugene, vástago de su primer matrimonio y hermanastro de Oona, catedrático de griego en la Universidad de Yale, con aspiraciones de autor, se suicida, en un arranque de neurosis, abriéndose las venas. Y tres años después, durante los cuales Carlotta Monterey pone a prueba su ternura y su paciencia de enfermera, O'Neill muere tras una agonía larga y dolorosa, acelerado su fin por una neumonía. Deja una disposición testamentaria: la de que su drama Viaje de un largo día hacia la noche no debe darse a conocer, dado su carácter autobiográfico, antes de 1978; esto es, un cuarto de siglo después. Pero Carlotta Monterey, vencida por las solicitaciones del teatro Real de Estocolmo, al cual el ilustre dramaturgo había estado ligado por una deuda de gratitud, accedió a autorizar su estreno mucho antes, lo cual permitió que todos los públicos del mundo, en esta generación, conocieran una obra extraordinaria y que rebasa todos los cánones del teatro.

He aquí, pues, la vida fascinadora y alucinante del creador de El emperador Jones. Toda su parábola vital es extraña y desconcertante y, sin embargo, lógica. Cuando le arrastraba el mero goce de vivir, era N. N., un marino o un empleadillo o un cronista innominado; sólo cuando le deslumbró la revelación de sí mismo apareció el período de la decantación, de la ordenación de los ricos materiales acumulados por el aventurero en su azaroso y desatinado vagabundeo. Si la sustancia que rebosan sus dramas es tan humana, es porque no intentó deliberadamente documentarse para escribirlos: se limitó a vivir, se emborrachó, peleó a puñetazos, pasó hambre y noches de vigilia y supo del odio y el amor mercenario y de todas las pasiones humanas, como un hombre cualquiera, sin pose literaria, confundido con la multitud que jadea en el caos de las ciudades de hoy. De ahí la curiosa paradoja de que O'Neill nace a los treinta años: surge como artista, se descubre a sí mismo cuando ya ha madurado como hombre, alcanza su mayoría de edad de escritor sin haber pasado por la adolescencia.

Igualmente desconcertante es su personalidad. Extrovertido y apasionado, se ve obligado a volcarse hacia adentro. ¿Por qué? Quizá la clave del enigma sea su extremada delicadeza temperamental, su sensibilidad tan sutil, que le hacían mella cosas que no habrían afectado a otro. Por eso se refugió en sí mismo, como su personaje Dion Anthony, quien tal vez refleje en varios aspectos sus impulsos contenidos. Pero, al mismo tiempo, volcó toda su reprimida pasión en su labor creadora. Muchas de sus obras son en realidad autobiográficas: su fisonomía espiritual aparece en diversos rasgos de sus personajes. Nunca tuvo empaque, solemnidad, estiramiento. Era un hombre sencillo, límpido, sin reservas mentales; callaba a menudo por mero pudor, pero al hablar no disimulaba sus pensamientos.

Rara vez iba a ver los ensayos de sus obras. Se sabe que sólo asistió al estreno de cinco de ellas. Temía contemplar, en el escenario, la mutilación, la lapidación de sus sueños. Pero no era un insociable ni un solitario. Le animaba, por el contrario, una intensa cordialidad para con todos los hombres, aunque no se prodigaba. Seleccionaba sus amistades. En sociedad, su magnetismo personal era considerable. La pléyade de grandes autores que dieron brillo a la dramática norteamericana en las primeras décadas del siglo xx —Robert E. Sherwood, Maxwell Anderson, Sidney Kingsley, S. N. Behrman, Clifford Odets, Sidney Howard— sentía un profundo afecto por él y le consideraba su decano, el patriarca y fundador del teatro norteamericano. Y lo era.

La selección de sus obras que aquí presenta la Editorial Aguilar es certera. Registra tres de los dramas en que su inspiración rayó a mayor altura: El gran dios Brown, magnífica pieza en que el hombre es desgarrado por la aspiración panteísta y el enigma del trasmundo; Deseo bajo los olmos, el drama de la posesión más perfecto que se haya escrito, y Anna Chrístie, la salvación de un alma gracias a la taumaturgia de la Naturaleza. En Los millones de Marco Polo, O'Neill presenta una fina y risueña sátira de la materialista sociedad contemporánea, que olvida los valores espirituales; Íntimamente unidos es uno de los mejores buceos psicológicos del amor que jamás se hayan hecho; y Distinto, el vívido retrato de una mujer desviada de la normalidad sexual. Días sin fin, que bien podría calificarse de «misterio dialéctico», es la obra que tanto revuelo causó al estrenarse en Nueva York, en 1934, ya que algunos críticos dijeron entonces que el dramaturgo se había convertido al catolicismo y que aquélla era su profesión de fe.

Finalmente, Más allá del horizonte, el drama de los sueños frustrados, mereció un Premio Pulitzer, y de él arranca todo el teatro típicamente norteamericano, de acento nacional, propio, ya que hasta entonces la escena sólo se nutría en Estados Unidos de vodeviles y comedias de enredo y de alcoba extranjeras, en adaptaciones crudamente comerciales; y completan la selección El primer hombre y Oro, dos recios dramas de la etapa inicial de O'Neill, que documentan su afán de crear intensos climas dramáticos.

A través de esta selección, pues, el lector podrá aquilatar todas las virtudes de este escritor excepcional, signado por el genio y la desventura: su vuelo poético, su lenguaje desbordante de fuerza y rico en cautivantes imágenes y la avasalladora humanidad de sus personajes. Podrá advertirse que, por su singular y manifiesta personalidad, O'Neill tiene todas las características de un innovador, de un jefe de ruta; y, sin embargo, no ha hecho escuela. Las razones son evidentes. Su personalidad es demasiado impar, sus concepciones dramáticas y su estilo son demasiado distintos. Si alguien tratara de seguir sus huellas, se expondría a imitarlo en lo superficial, en lo externo, y quedaría ajeno a todas las resonancias profundas de su teatro, a la seducción tan personal de su lirismo. Ello no impide que muchos autores contemporáneos acusen su influencia en materia de temática y tono. La evolución del teatro moderno le debe mucho en punto a climas dramáticos, a liberación de convencionalismos, a renovación total de elementos y de manera literaria. Una razón más que justifica el Premio Nobel con que se consagró la presencia de un creador de vigorosa personalidad.


   LEÓN MIRLAS, autor de este prólogo
y de la traducción de la obra,
mantuvo un constante contacto personal
con Eugene O’Neill



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas