viernes, 26 de abril de 2024

LA VIA DE LA NARRACIÓN ALESSANDRO BARICCO (de una lección impartida en la Scuola Holden en noviembre de 2021)

 



Alessandro Baricco (Turín, 1958) ha publicado en Anagrama las novelas Tierras de

cristal, Océano mar, Seda, City, Sin sangre, Esta historia, Emaús, Mr Gwyn, Tres

veces al amanecer y La Esposa joven, la reescritura de Homero, Ilíada, el monólogo

teatral Novecento, los ensayos Next, Los bárbaros, The Game y Lo que estábamos

buscando, las reseñas de Una cierta idea de mundo y los artículos de El nuevo

Barnum.

La vía de la narración Baricco reflexiona sobre las narraciones y trata de desentrañar

sus misterios. ¿Cuál es su sentido último y su mecánica interna? La narración tiene

algo de jeroglífico y algo de mapa. Su alquimia surge en las esquivas y enigmáticas

fronteras entre la magia y la ilusión óptica, entre el evento místico y el proceso

químico. ¿Se puede enseñar a narrar? ¿Se puede aprender a hacerlo?

El siguiente texto es la transcripción, convenientemente reelaborada, de una lección

impartida en la Scuola Holden en noviembre de 2021. En aquella ocasión

inaugurábamos la Cátedra Spencer, una especie de seminario permanente en el que el

profesorado de la escuela se detiene a reflexionar de la mejor manera posible, y con toda

la intensidad que requiere el caso, sobre su propia tarea docente. Vista la solemnidad

del contexto (no dejaba de ser una inauguración, quiero decir), se me ocurrió intentar

plantear una lección en la que, de forma extremadamente sintética y lo más clara

posible, recogiera las principales cosas de las que he ido tomando conciencia desde que

me ocupo de la narración. Me parecíaútil hacer un balance, por así decirlo, de la

situación. Intentar esbozar un sistema. Digo todo esto para explicar por qué el texto, al

hablar de la narración, se detiene a menudo en lo que significa enseñarla: en aquella

clase había mucha gente que lo hace para ganarse la vida con ello. Imagino que si me

hubiera encontrado en una reunión de pescadores sin duda habría prestado más

atención a las historias marinas.

Turín, abril de 2022

1

Ocurre a veces que teselas concretas de la realidad emergen del ruido blanco del

mundo y se ponen a vibrar con una intensidad particular, anómala. A veces es como un

agradable aleteo. Otras veces es como una herida que no quiere cerrarse, una pregunta

que espera una respuesta. Un día de caza, para un hombre prehistórico, o el destello de

una mirada ilegible en el metro, para nosotros. Allí donde se verifica esa vibración, se

genera un tipo de intensidad que, cuando perdura en el tiempo –superando el estatus

del puro y simple asombro–, tiende a organizarse y a convertirse en una figura dibujada

en el vacío. Se podría decir que, para lograr una determinada permanencia, genera un

campo magnético a su alrededor, dotado de su propia geometría. A estos campos

magnéticos singulares les damos un nombre particular. Ese nombre es: historias.

2

Una historia es el campo de energía producido en el alma de uno de nosotros por la

vibración inesperada de una tesela del mundo. Su génesis puede durar un instante o

incubarse durante años. Su tiempo de germinación es un misterio.

3

La historia, por tanto, es siempre movimiento, pero no entendido como un paso

rectilíneo de un punto A a un punto B, sino como la organización dinámica de una

intensidad que procede de un choque de partida. Es el campo magnético que se forma

alrededor de una iluminación. La historia no es nunca una línea, sino siempre un

espacio.

4

Poseemos un cierto conocimiento de los campos magnéticos a los que llamamos

historias. Por ejemplo, estamos familiarizados con cierto número de estructuras que

adoptan las historias cuando habitan en el espacio mental de quien las genera para sí

mismo. Son como figuras geométricas. Menciono aquí cuatro de ellas, a modo de

ejemplo.

El agujero negro. El mundo entero cobra vida en la atracción fatal hacia un agujero

negro central, en gran medida ilegible, de algún modo sobrehumano y no pocas veces

maligno. La dinámica del sistema es contradictoria porque todas las fuerzas del campo

parecen proponerse como misión destruir la oscura fuente de vida que las genera y por

la que se sienten atraídas y aterrorizadas. (Ilíada, Don Juan, Drácula)

La reparación. El orden del mundo, por algún motivo, sufre una alteración y nada se

asienta hasta que una fuerza paciente y muy decidida consigue volver a poner las cosas

en su lugar. (En la frontera, El amor en los tiempos del cólera, Sherlock Holmes)

El remolino. Existe una única cosa: un movimiento circular que vuelve

obsesivamente al mismo punto. El resultado, sin embargo, no es cero. En su marcha, ese

movimiento genera o consume mundo, alterando la totalidad de lo existente. (Odisea,

Viaje al fin de la noche, la Recherche)

La deserción. De la alineación de la materia se desprende un fragmento,

aparentemente enloquecido, que pone en peligro toda la secuencia de la realidad. El

resultado final es la regeneración del sistema o la aniquilación de la célula desertora.

(Hamlet, El guardián entre el centeno, los Evangelios)

5

El hecho de que algunas historias se dispongan en el espacio mental reproduciendo

figuras geométricas reconocibles no significa que podamos y debamos elaborar una

taxonomía de las historias. De hecho, hacerlo sería imperdonable. Hay que evitar

enérgicamente la tentación de atribuir a los seres vivos un repertorio de historias

definido, circunscrito y arquetípico. Las formas de los campos magnéticos a los que

llamamos historias son y deben seguir siendo ilimitadas. Hay que vigilar y proteger esa

infinidad, pues a ella encomiendan los seres humanos el vínculo fundamental entre

historias y libertad.

6

Como puede verse, en su momento auroral, las historias son la composición de

determinadas fuerzas, casi como el entrelazamiento de corrientes marinas. No son en

modo alguno un acoplamiento de personajes. Lo que llamamos personaje es el efecto de

una acción conceptualmente sucesiva: los humanos, para leer mejor esas corrientes, les

dan una forma antropomórfica. Los personajes, los caracteres, los héroes, siempre son la

traducción antropomórfica de una energía, de una corriente, de una sección del campo

magnético. El agujero negro, Aquiles. El remolino, Ulises. Quien ve a los personajes sin

captar la fuerza y la forma geométrica que subyacen en ellos se detiene en la fachada de

una historia, perdiéndose su corazón.

7

En este sentido, debemos entender que el aspecto psicológico de los personajes, el

diagrama de su devenir psíquico, no es más que la formulación matemática, calculable,

por así decirlo, de una figura antropomórfica, a su vez formulación didáctica de la pura

irrupción de una fuerza. Lejos de ser el origen de una historia, el viaje psicológico de un

héroe es meramente una lejana emanación de ella. Que emergiera a la superficie como

la parte más visible de la narración es el resultado de una anomalía en la novela de los

siglos XIX y XX, heredada posteriormente por la narración audiovisual. Pero ya

Benjamin advertía del peligro de situar la novela, sin reservas, en el ámbito de la

narrativa propiamente dicha.

8

Entendida como espacio, campo magnético, organización de un flujo de intensidad,

la historia existe como un movimiento que, paradójicamente, no puede moverse.

Habita, de forma invisible, en una mente individual o colectiva, y de ahí no puede salir.

Hay que imaginarla como una esfera de energía y movimiento que descansa sobre sí

misma, inaccesible. Incluso secreta. Muchos humanos la mantienen en ese estado de

reclusión durante toda una vida. Proust los comparó con esas personas que, después de

hacer fotografías, guardan las placas en el sótano, sin revelarlas nunca.

9

Lo que saca a la historia de sí misma, trayéndola así al mundo, es el acto de contarla.

Que, sin embargo, no es un acto natural ni indoloro. Para acceder a la forma del relato,

la historia debe perder gran parte de sí misma. El relato es bidimensional, la historia

vive en infinitas dimensiones. Es una esfera, debe convertirse en una línea. Es un

espacio, debe convertirse en una secuencia temporal. Hay que llevar a cabo, por tanto,

una reducción. El expediente técnico por el que una historia se reduce al formato del

relato se llama trama.

10

No hay peor error que confundir trama e historia.

11

La trama es un viaje lineal dentro de una historia: solo pretende pasar por

determinados puntos de la historia y hacer visible solo una parte de ella. Es como una

línea de ferrocarril que cruza un continente. Quien viaje en esa línea no podrá decir que

ha visto todo el continente, pero sí que lo ha habitado, visto, intuido. Y sabe lo que se

puede hacer.

12

En una versión más sofisticada, que es el sello distintivo de las narraciones más

elevadas, la trama puede disponerse no solo como una escaleta de acontecimientos, sino

simultáneamente como una secuencia de formas, consistencias, tonos, ritmos. Al

disponer en línea no tanto hechos como ambientes, cada uno de ellos con su propia

forma y consistencia, recupera algo de la naturaleza original de la historia, que es

espacio y no línea. Cuando esto ocurre –circunstancia harto infrecuente–, resulta válida

una semejanza que puede sernos útil para la comprensión: del mismo modo que los

mapas geográficos, aunque limitados por el veredicto matemático que decreta que es

imposible reproducir exactamente una superficie esférica sobre una superficie plana,

consiguen dibujar el mundo con figuras que no son una lista del mundo, sino una

representación real del mismo, por muy imprecisa que resulte, así la trama, en su

versión más sofisticada, consigue plasmar la complejidad esférica de las historias en la

superficie plana de la narración, recuperando, aunque sea de forma imprecisa, la

naturaleza del ambiente, del espacio, del mundo.

En el mejor de los casos, las tramas son proyecciones geográficas. Mapas de

historias.

13

Así pues, en el principio están las historias. Campos magnéticos. Espacios de

intensidad.

Las tramas las habitan, las atraviesan y las hacen legibles. Son jeroglíficos que las

significan, mapas que las representan.

Para que el acto de contar historias se verifique de la forma más completa, falta un

último componente químico, el más misterioso de los tres, el único que tiene algo que

ver con la magia.

Intermedio

Brevísimo ensayo

sobre El viaje del

escritor, de

Christopher Vogler

El libro que más ha determinado la idea colectiva de lo que es contar historias en los

últimos treinta años lo escribió un guionista estadounidense, Christopher Vogler, a

principios de los noventa. Se titula El viaje del escritor (The Writer’s Journey: Mythic

Structure for Storytellers and Screenwriters, 1992). Cualquiera que haya asistido a una

escuela de storytelling o de escritura creativa se habrá encontrado estudiándolo, y la

cosa no debe extrañarnos: en un tipo de enseñanza a la que le cuesta encontrar bases

«científicas», desdibujándose a menudo, para consternación del gran público, en una

especie de impresionismo sacerdotal, el libro de Vogler ofrecía reglas, trazaba

esquemas, aseguraba resultados: los éxitos de Hollywood, perfectamente alineados con

esa biblia, estaban allí para demostrar que sus teorías no eran castillos en el aire.

Como es bien sabido, la convicción de Vogler –heredada de Campbell y,

lejanamente, de Propp– es que todas las historias del mundo derivan de un único

modelo original y arquetípico. En la práctica, existe una única historia, reformulada

hasta el infinito: un héroe es llamado a realizar una hazaña, parte para llevarla a cabo,

logra superar todas las pruebas a las que se le somete y luego regresa al mundo

llevando consigo una nueva sabiduría o un nuevo poder. No hay que pensar

inmediatamente en dragones y caballeros. Incluso Casablanca o Tiburón, dice Vogler,

funcionan así. Lo mismo ocurre con Moby Dick, para entendernos. Y la hazaña a la que

el héroe está llamado podría ser «simplemente» la de hacerse mayor, o la de conquistar

a su compañera de pupitre. Digamos que el viaje del héroe es el nombre de una

secuencia de acontecimientos que Vogler considera arquetípica: que se trate luego de

guerras intergalácticas o de la vida de un chiquillo en la Inglaterra rural de principios

del siglo XX, cambia poco las cosas.

Vogler demuestra que sabe mucho acerca de esta secuencia. Cada uno de los pasajes,

explica, es una caja que contiene otros, más pequeños. Así, por ejemplo, la partida del

héroe hacia su tarea no es un acto tan simple, sino que pasa por unas estaciones bien

definidas: primero vive en un mundo normal, luego recibe la llamada, al principio la

rechaza, después encuentra a un Mentor, luego, por fin, se marcha, cruzando con cierta

solemnidad un umbral que lo conduce a la segunda parte de la historia. A su vez, cada

una de estas estaciones tiene su geografía particular, una serie de formulaciones

posibles; es fácil decir que el héroe «encuentra a un Mentor»: en realidad, el asunto tiene

toda una serie de variantes que Vogler se esfuerza en catalogar y poner a disposición

del aspirante a narrador. Lo mismo ocurre con lo que hemos llamado Umbral: no

debemos pensar en una puerta pura y simple, el de umbral es un concepto muy

articulado y con miles de matices, del que conocemos una serie de variantes. En

resumen, para cada pasaje hay muchas formas de realización. Pero, al final, dice Vogler,

nada cambia el hecho de que los pasajes son esos: hay un Mentor, y un Umbral también,

y están colocados en ese mismo punto de la secuencia, desde siempre y para siempre. Si

uno aplica esta convicción a todas las etapas de ese viaje, a todos sus pasajes, obtiene un

fascinante sistema de cajas chinas donde prácticamente todo lo que puede ser relatado

está contemplado, regulado, fijado. Hay que añadir que el sistema cuenta también con

su propia elegancia formal: Vogler dice que está estructurado en tres actos, según una

proporción armónica: el segundo acto, el de la aventura propiamente dicha, es tan largo

como la suma del primero (la partida) y el tercero (el regreso). Amén.

Se entenderá que tal repertorio de certezas haya representado durante años un

fantástico amarre para los muchos que se han encontrado navegando por el mar abierto

de las historias. Incluso en los días de cansancio, no hay nada como una buena clase

sobre el viaje del héroe para volver a casa con un buen subidón del propio prestigio

como docente. Sin embargo, ya es hora de regresar a las raíces del acto de narrar y

poner fin a los atajos que el método Vogler ha puesto en circulación. Es importante

despertar de ese agradable hechizo y recordar que el sistema por el que los humanos

producen historias es mucho más complejo y libre de lo que reconoce el viaje del héroe.

La idea de que una historia puede remitir en su totalidad al desarrollo lineal de un

personaje es ingenua y reduccionista. Como he intentado explicar, a eso se le llama

trama y no es más que una reducción de un mundo esférico, la historia, preexistente a

aquella. El propio héroe, al que Vogler confía la espina dorsal de la narración, no es sino

una tardía y, en el fondo, infantil antropomorfización de algo más ambiguo,

subterráneo y misterioso que se mueve en el espacio mental del narrador, por zonas

donde no rige ninguna ley. Por molesto que resulte (y por problemática que resulte así

una lección de escritura creativa), la producción de historias comienza en un universo

que es, por así decirlo, alquímico: la química de la trama, como hemos visto, solo

consigue iluminar una mínima parte. Todas las reglas de Vogler, generalmente llenas de

sentido común, siguen siendo los muebles de una casa deshabitada, porque construyen

la trama en ausencia de una historia: no son la consecuencia de una vida, sino su

sustituto. Cuando uno las lee, le producen ese mismo desconcierto ambiguo que se

siente al pasar por las habitaciones vacíasde una tienda de muebles. Sería insensato

negar que les pertenece una cierta sabiduría artesanal: pero ahora es importante

recordar que saber construir una mesa no es más que una parte circunscrita al acto que

llamamos habitar. Por ello también se puede trabajar con el texto de Vogler para

combatir la confusión obtusa de tantos experimentos narrativos; a veces, incluso puede

ser necesario, para reducir los daños, intentar reconducir el material indistinto de un

narrador novato a una estructura de tres actos: pero me gustaría recordar aquí que

detenerse en ese punto es triste e imperdonable.

Más aún: es peligroso. Este es quizás el aspecto más importante. En el método

Vogler hay un veneno y es necesario que seamos capaces de verlo. Quien quiera

saborearlo, lo encontrará en este pasaje, que sin prudencia aparece ya en la tercera

página del libro, tan orgulloso de sí mismo:

Los relatos edificados sobre los fundamentos básicos del viaje del héroe poseen un

atractivo que está al alcance de cualquier ser humano, una cualidad que brota de una

fuente universal ubicada en el inconsciente colectivo y que es un fiel reflejo de las

inquietudes universales.¹

Lo que Vogler formula sin rodeos es una tesis a la que nos hemos acostumbrado sin

demasiadas reticencias. Lo cierto es que formula una enormidad. Dice que las reglas del

viaje del héroe no son una hábil organización del material narrativo, sino una estructura

que procede a priori del inconsciente compartido: si sabes utilizarlas, obtienes un poder

universal porque no algunos humanos, sino todos, encuentran en ellas sus propias

preguntas, su propia manera de estar en el mundo y, en general, sus propios orígenes.

Todos somos héroes y todos tenemos un viaje que realizar y del que regresar. Es un

destino que nos precede y que permanecerá inalterable después de nosotros. Por lo

tanto, si se encontrara a un narrador capaz de relatar ese viaje, no existirían límites para

su público potencial: hasta la expresión público de masas sonaría reduccionista. Contar

a todos la historia de todos: el sueño del cine de Hollywood.

Lo cierto es que podemos afirmar con una relativa seguridad que el viaje del héroe,

lejos de ser una secuencia narrativa universal y arquetípica, es el producto claro,

históricamente determinable y completamente artificial, de un pensamiento dominante,

que de generación en generación ha ido transmitiendo una vivencia-madre donde está

contenido el ADN mental y ético útil para la dominación. Lejos de ser el producto de un

inconsciente compartido, la cadena narrativa del viaje del héroe es el instrumento con el

que la lengua de la dominación intenta absorber el escándalo del inconsciente

individual. Pretendiendo encarnar las preocupaciones universales, fija principalmente

las preocupaciones del pensamiento dominante. No remite a una humanidad que de

veras existe, sino más bien a una humanidad esclavizada que se ha alineado con las

consignas del vencedor.

Al igual que la Ilíada y la Odisea fueron el manual de cierta clase dirigente del siglo

VIII a. C., el repertorio de figuras mentales con las que se construye el viaje del héroe

coincide plenamente con la epopeya conceptual de una forma específica de dominación,

que se manifiesta históricamente a principios del siglo XIX:el mito del héroe que cambia

el mundo, la obsesión por el individualismo, el culto incuestionable del progreso, la

idea de que la superación de una serie de pruebas es lo que lo genera, la necesidad

estructural de un enemigo, la necesidad del optimismo y, por tanto, del final feliz, e

incluso la convicción de que las cosas suceden de forma lineal y según una arquitectura

ordenada y racional: ¿quién no reconoce las señas de identidad de una determinada

civilización productiva y, al mismo tiempo, sus deudas evidentes con una idea militar y

guerrera de la existencia? Son figuras mentales que sirven para construir trabajadores

mansos y soldados convencidos: las dos fuerzas que necesitaba esa civilización. Han

llegado hasta nosotros como una herencia envenenada, que ha ayudado a delimitar el

perímetro del ciudadano ideal, es decir, del siervo inconsciente. Cuando, por el

contrario, los humanos viven una locura espectacular, hamletiana, transmitiéndose de

manera clandestina que el progreso es solo una de las direcciones posibles y, de entre

todas, la más dudosa; que las pruebas no son obstáculos que hay que superar, sino

escenarios que hay que habitar; que nadie es un individuo, sino todos una parte del

todo; que la mayor parte de las experiencias no conducen a un aumento del saber y del

poder; que quien necesita un enemigo para existir está sembrando la destrucción; y que

los acontecimientos de una vida ni respetan un orden ni lo generan. Estas y otras

figuras mentales los humanos las cultivan de forma clandestina, y retenerlas como

historias es precisamente uno de los sistemas con los que las resguardan. Quien narra

tiene algo que ocultar.

Por eso, quienes enseñan a contar historias tienen una gran responsabilidad. En

cierto modo, están llamados a compartir una clandestinidad y a defender una

insumisión. Luego, después, llegará también el momento de ocuparse del mobiliario, y

el placer de enseñar a construir mesas sólidas, útiles y hermosas. Pero solo después.

Antes, enseñar a narrar coincide esencialmente con ser capaz de regenerar cuotas de

libertad, eliminando bloqueos y miedos. Por eso enseñar el viaje del héroe de forma

perezosa no solo es una tontería, sino que resulta contraproducente. Cada vez que lo

hacemos, transmitimos una forma de dominación, y al aprovecharnos del desconcierto

de los seres vivos, les robamos loque sería la recompensa de ese desconcierto, es decir,

la libertad.

Fin del intermedio.

14

Donde hay una historia, apoyada por una trama, lo que falta todavía es una voz. El

estilo.

15

El estilo es de unos pocos. Surge de una intimidad muy elevada y misteriosa con un

material concreto. No se puede enseñar, se posee. Es un acontecimiento. Ocurre cuando

el lenguaje, cualquier lenguaje, deja de ser una herramienta externa y se convierte en la

prolongación de un cuerpo. Mano, no martillo. Respiración.

16

El estilo, por tanto, es cuerpo. Lo es del mismo modo ambiguo que lo es la voz: una

extensión incorpórea del cuerpo que se asoma hacia lo eterno. Una vibración que se

convierte en sonido.

17

Cada estilo –como cada voz– es un sonido único. Se puede imitar, evidentemente,

pero su código genético está enterrado en una región inaccesible del individuo. El big

bang que lo generó es puro misterio. De ahí esa forma de asombro, cuando no de

sospecha, que el estilo difunde a su alrededor. De manera instintiva, la gente percibe el

peligro latente de un fenómeno que procede de las tinieblas.

Cuando, por el contrario, el estilo, siempre, es luz.

18

En el estilo, la historia y la trama adquieren cuerpo, y así se convierten en tierra, y en

realidad definitiva. Antes de que intervenga una voz, son un acontecimiento

interrumpido, un instrumento musical perfecto que nadie está tocando.

19

El estilo es lo que mantiene unidos el cielo y la tierra, por así decirlo. El cielo de las

historias, la tierra de la realidad.

20

Así pues: Narrar es el arte de dejar andar una historia, una trama y un estilo en el

flujo de un único acto. Su propósito es mantener unidos el cielo y la tierra.

21

Es posible encontrar formas imperfectas. Más que imperfectas, parciales.

Historia y trama sin estilo. Lo que queda no es verdaderamente real, no incide en lo existente,

reside en un mundo paralelo al que se le ha dado un nombre muy preciso: entretenimiento.

Historia y estilo sin trama. Variante muy atractiva. El narrador se asoma hacia la narración,

pero luego, esencialmente, se retira de ella. El rito se vuelve solitario, onanista. La historia vuelve

a encerrarse en sí misma, pero tras haber dejado a sus espaldas un resplandor de luz. El sentido

de esta castración –difícil de erradicar en quienes se entregan a ella– podría ser la convicción

íntima de que una historia sedisuelve si se expone demasiado a la mirada de los demás. Por otra

parte, también es posible que, en cambio, se trate de un caso de pudor, de miedo, de represión: no

todo el mundo está dispuesto a aceptar hacer realidad sus historias.

Estilo y trama sin historia. A menudo se trata de ensayismo que se disfraza de narración.

22

Hay casos aún más minimalistas.

La historia por sí sola es poco más que una sensación. La trama por sí sola es un

gesto infantil. El estilo por sí solo es poesía.

23

Pero a menudo ocurre que historia, trama y estilo aparecen convenientemente

entremezclados, en ese ejercicio dorado de lo que llamamos narrar. En un número

limitado de casos, su fusión es tan rotunda que borra todas las marcas de sutura y las

huellas de construcción. Entonces narrar alcanza cotas en las que aparece como magia y

no como ese proceso químico que, en el fondo, es. Esta ilusión óptica, este

desplazamiento hacia el mito, lo convierte entonces en un acontecimiento casi místico, y

ahí tiene su momento esa relación particular con la verdad que a veces se le ha

atribuido.

24

Enseñar esa rotundidad –el acto dorado de la narración– no es fácil, pero solo una

visión distorsionada de lo que es un narrador puede llevar a pensar que es imposible o

incluso una estafa. En realidad, sabemos exactamente dónde podemos intervenir y

dónde no.

Podemos educar para reconocer las historias, para comprender su forma, para

acogerlas y manejarlas sin hacernos daño.

Podemos enseñar a construir una trama, de modo que sea un mapa completo y un

jeroglífico legible.

No podemos enseñar el estilo, pero podemos darle seguridad, defenderlo, hacerlo

crecer. Y si no podemos enseñar a tener una voz, podemos enseñar a cantar a los que la

tienen.

25

Así, el acto de contar historias se transmitirá de generación en generación y no se

perderá nada de lo que los seres humanos saben hacer para dar sonido a ciertas

vibraciones misteriosas del mundo.

Apostilla

La Narración

como Vía

De manera consciente o no, quien narra elige una enorme cantidad de veces: toma

decisiones. Una palabra en lugar de otra, la longitud de la frase, el movimiento de las

manos, el volumen de la voz. Una buena parte de estas decisiones se toman muy

deprisa y de un modo que parece en gran medida instintivo: sería difícil remontarlas

enteramente a cierto saber, a una experiencia adquirida. Pero si no vienen de ahí, ¿de

dónde vienen?

Es una pregunta que vale para casi todos los componentes químicos de la narración,

tal y como los hemos reconstruido. ¿Qué tienen de particular esas teselas que vibran y

que son el punto de partida de todo? ¿Por qué precisamente esas, de entre tantas? Y la

forma de loscampos magnéticos: ¿se genera por pura casualidad o replica figuras que

vienen de lejos? En el momento en que los sustituimos por personajes, ¿qué nos empuja

a elegir ese personaje en lugar de otro? ¿En qué se diferencian las soluciones

argumentales que se nos ocurren de las que se les ocurren a otros narradores? Por no

hablar del pasaje más misterioso, el estilo: ¿de dónde viene el milagro de una voz?

Parece legítimo pensar que al menos una parte de esas elecciones procede de una

zona prerracional o posrracional del narrador, una región sobre la que su conciencia

ejerce un control muy relativo. Barrios del Yo que se encuentran fuera de las murallas,

que han crecido a cielo abierto más allá de las fortificaciones erigidas por el principio de

realidad. Barrios prohibidos, en cierto modo. Ciertamente aislados durante mucho

tiempo. Teselas del inconsciente, podríamos decir.

La narración como mensaje del inconsciente. Como palabra largamente aplazada y,

al final, pronunciada.

Me viene a la cabeza lo que decía Lacan. El inconsciente, afirmaba, no es el

contenedor de un pasado reprimido, sino el capítulo dejado en blanco en el texto de una

existencia. No esalgo que viene del pasado, sino, decía astutamente, del futuro anterior.

También pensaba, con una reflexión estéticamente espléndida, que no debemos

imaginarnos como el germen de una semilla, ni como el resultado de un pasado: más

bien como la consecuencia aún no realizada de un futuro anterior. Somos el

cumplimiento de una profecía que yace, no escrita, en nuestro inconsciente, en las

páginas de nuestra historia que hemos dejado en blanco. Un día se habrá escrito: él creía

que eso ocurre en la palabra analítica, en la praxis analítica. Y que escribir la profecía,

rellenar las páginas en blanco, era también una forma de reescribir el propio pasado.

¿Sería eso sanar, o, por lo menos, llegar a la realización?

Lo inconsciente que hay en el acto de narrar parece llevar precisamente a este tipo

de reflexiones. La mayoría de las veces tenemos la convicción de que narramos cosas

que nos han sucedido y de que lo hacemos basándonos en cómo somos. Pero la

multitud de elecciones instintivas que hacemos para narrar procede más probablemente

de lo que aún no somos y de cosas que aún no han sucedido. En una zona de la que

tenemos poco control, y que incluso podríamos llamar inconsciente, pescamos formas y

materiales que serían nuestros, pero que aún no lo son: en ese acto vienen al mundo,

convirtiéndose en profecía cumplida. El que narra, se convierte. No se limita a organizar

el pasado, sino que suscita el futuro. Mientras, en apariencia, relee páginas ya escritas

tiempo atrás, con la parte más animal e instintiva de su narrar está escribiendo las

páginas en blanco que había dejado a sus espaldas. De este modo, al narrar, completa

un largo viaje y llega a su realización. Pues si hay una meta a la que puede aspirar la

conciencia, esta no puede prescindir de la capacidad de soldar lo consciente a lo

inconsciente, lo escrito a lo por escribir: quien narra conoce el punto exacto de esa

soldadura.

Todo esto debería inclinarnos a reconsiderar el alcance de un acto como enseñar a

narrar. Ahora que empieza a reconocerse como enseñanza profesional, útil para

iniciarse en la práctica de un oficio, quizá ha llegado el momento de ir más lejos, y

considerarla también como una Vía posible: la Vía por la que se puede alcanzar una

cierta culminación de uno mismo. Si narrar es el acto en el que los seres humanos

pueden encontrar alguna forma de desvelamiento, aprender a hacerlo a la sombray a la

luz de un maestro puede convertirse en una práctica que encuentra su propósito en sí

misma. Narrar para narrar y, con ello, completar el texto de la propia existencia. El

cuidado de la técnica, la atención por los detalles, el esfuerzo de la corrección serían

entonces ese protocolo de cuidado que está presente en todos las Vías, donde la meta

espiritual más elevada pasa siempre por el éxito de un gesto de la mano, del ojo, del

cuerpo. Fuera del círculo restringido de los que saben realizar esos gestos con una

especial pericia, se multiplica el número de los que aspiran a realizarlos de manera

meramente educada, y a practicarlos, y a perfeccionarlos. Se percatan de que en su

repetición habita una disciplina antigua, una Vía entre otras. No parece insensato

encomendarle la tarea posible de llevar a término breves existencias individuales,

soldando cuanto es cierto en su conciencia con lo que aún es página en blanco y carta

boca abajo.

Escribir un relato como participar en una ceremonia del té.

Fin.

[←1]

Christopher Vogler, El viaje del escritor, Barcelona, Ma non troppo, 2002, traducción

de Jorge Conde, p. 43.

miércoles, 24 de abril de 2024

INTRODUCCIÓN A BROWNING TRADUCIDO Por Armando Uribe Arce

 


INTRODUCCIÓN

A BROWNING TRADUCIDO

Por Armando Uribe Arce

El traductor de poesía es poeta; o, no resulta más que transcribidor de palabras,

lo que puede ser útil con el texto original a la vista, pero insuficiente.

Pues no se transmitiría la misteriosa ambigüedad que presidió -con frecuencia

sin que el poeta originario fuese consciente de ello- el brotar a borbotones, no

siempre controlados por el irrigador, de la profunda poesía.

El inglés de este siglo William Empson disertó sobre Seven Types of Ambiguity

y tal vez haya más de siete.

¿Y cómo se transmitiría la emoción, e incluso el pensamiento necesariamente

trémulo de los versos, si no se hace poesía, sobre la base labrada de un poema en

otra lengua?

Antigua, ardua, inevitable cuestión sólo resuelta por la versión real y regia de un

poeta bajo el otro.

Estas versiones literales al castellano de partes eminentes de la gran poesía de

Robert Browning e intentan ser poesía castellana de los fines del siglo XX,

acerca de aquella laboriosa, liberadora (no menos que la de Francia) gracias a

Browning y sus sucesores, poesía inglesa del siglo XIX.

El traslado poético de poesía extranjera se obstaculiza, a veces, por palabras o

giros frente a los cuales el idioma patrio se encuentra perplejo, como ante

incunables mal preservados por el paso entre las lenguas, que equivale al

transcurso de un largo tiempo implacable y roedor. Podía verterse una sola

acepción de sentido obvio; pero la poesía no es obvia. Se inclinaría el traductor

de sensibilidad rigurosa a operar como los editores de inéditos manuscritos, a

abrir un breve paréntesis y anotar en bastardilla, en vez de “indescifrable”,

“intraducible”, para ser verdaderamente fiel. No puede hacerlo, ha de optar. Y

sufre.

Traducir es sufrir. Si hay sinceridad en ello, la molestia, el dolor, pueden ser

fecundos en cuanto suponen un fondo de fidelidad perpleja.

Estas traducciones poéticas de Browning son dolidas, aun en las ocasiones en

que se trata de reproducir pasajes con gracia y felicidad en los originales.

Las versiones componen, en los mejores casos, borradores que se remontan,

como en palimsesto, a ser fórmulas “UR” del texto definitivo. La versión

literaria honesta es un borrador, el cual por aparente paradoja viene a constituir

un estado anterior del original que, suspendiendo la recta razón cronológica, se

anticipa a la poesía, para el traductor, pendiente, aún no escrita; aunque la tenga

en letras de molde, estática, sobre la mesa misma en que vierte, gozosa y

dificultosamente, su propia emoción de lector poseído por el frenesí de crear, en

la lengua materna, el hijo de una extraña solamente posible.

Improbables son las versiones poéticas, nunca judiciales ni juiciosas.

Uno se pregunta, al maquinar estos comentarios:

¿Cuántas veces no habrá sido todo esto dicho y rumiado?

Muchas; pero bien dijo Gide, nada nuevo bajo el sol, etc., como se sabe; más

dado que nadie, o casi, lo ve, y por redicho que esté, lo oye, habría que repetirlo

hasta el cansancio. Pretextos de majadero; papilla de lugares comunes; puesto

que sabemos que con enorme y vergonzosa frecuencia los lugares comunes son

ciertos; y se dice etcétera, con fruición satisfecha.

Los motivos de la elección de poemas escogidos traducibles. Esos poemas

llamaron a este traductor; lo estaban aguardando desde hace más de un siglo.

Esto, porque al traductor le gustaron muy especialmente; pero también,

diríamos, porque a esos poemas les gustaba en potencia el ser traducidos. ¿Por

qué no al castellano de este tiempo finisecular?

Cualquier año es finisecular para los humanos que nos sabemos mortales. Los

poemas no esperan. Están, no más, detenidos, a sabiendas de que duran, como

poesía que son, más que la vida del autor y más que la de lectores y traductores.

Por ser cada poema lo que es y el que es –como un ser y no un ente-, fueron

escogidos. Y quedarán para serlo de nuevo, si hay nuevo lector, ¿y por qué no?,

un sucesivo traductor novísimo.

Respeto debido, y capaz a la vez de correr mano: a los francos o reservados,

pudorosos sin temor a escándalo, verdaderos poemas.

Los de la copiosa obra de Browning lo son, y dan todos deleite a quienes, sin

recato, se les atreven.

La poesía de Robert Browning no es solamente, como todas, ambigua. Es

asimismo pensada y reflexionada, ha dado vueltas en la cabeza, como un

monólogo en que se habla en voz alta para sí, y las veces que es dicha, hace del

poeta un ventrílocuo múltiple, y se oye desde muy diferentes rincones, y en

lugares conocidos e inesperados a la vez, países extranjeros, esquinas de calles

no frecuentadas, bibliotecas, comedores, dormitorios. Muchísima de ella consiste

en soliloquios.

Hay una pesadez de voz cansada; o, de repente, los entusiasmos de un

descubrimiento que deja atónito; y la acumulación de rememoraciones de una

persona eterna de vieja.

Se remacha en lo interior el detalle de una historieta –nada hay de peyorativo en

esta excelente palabra- y la situación, producto de una crisis del pasado, con sus

complicaciones, sus personajes necesarios, algunos históricos famosos, otros con

máscara, más numerosos los opacos, muchos si no todos de nombre y apellido,

se va desenvolviendo, no sin intervención del autor que observa cuanto va

ocurriendo; se compone y toma la forma de una historia ejemplar que tiene su

moral.

La poesía de Browning es muy compleja.

Durmiendo se envejece, y la poesía son sueños de los cuales no se sale incólume.

Lo que en ellos sucedió es recordado a trazos, las siluetas se marcan contra un

fondo del cual se desprende ahí un pedazo, más allá los yesos descascarados, o

cae la sombra sobre casi todo, un manojo de yerbas desarraigadas aparece nítido

en el primer plano, los trozos se ensamblan a la fuerza. Pintura de caballete de

discípulo de un gran maestro del Renacimiento, con anuncios del Barroco.

Browning es un poeta del Renacimiento tardío, repercutiendo en Inglaterra

después de haber dado botes en Holanda, tal vez en Francia, ¿o seguramente? en

España.

No es que su verso haya sido influido por lenguas extranjeras. Su poesía es

netamente inglesa del siglo XIX, relacionada con la dramática de antes, y

heredera de Chaucer, Spenser, y sobre todo, Shakespeare.

Pero no es para nada un poeta victoriano.

(No aparece, por ejemplo, en Victorian Poetry, antología con ensayo, de

Messenger y J.R.Watson, 1974, estudiosos que excluyen, por su formato, a

Browning, junto a Tennyson, Mathew Arnold y Hopkins; a éstos los citan; al

nuestro lo saludan).

Se ha dicho que su intención, casi científica, de penetrar en lo psicológico y aun

metafísico, sería propia del tiempo de la reina Victoria.

¿Y en Shakespeare, o en John Donne, no hay profunda poesía, y aun metafísica?

Trasciende la era en que vivió. Trasciende su país. Es de la escasa literatura

moderna, en todas las lenguas, que puede ser llamada universal.

Y es además, por sus temas, ambiciones y estilo, internacional, no sólo

cosmopolita, sino haciéndole sentir al lector que está en su casa, cualquiera sea

el país en que se le conoce. Es poesía para gente inteligente.

“Conversación entre gente inteligente”, llamó a la más alta poesía Ezra Pound,

legatario reconocido de la de Browning.

Psicología, historia, parajes geográficos, carne, metafísica.

En la parte que viene, vamos a usar muletas prestadas por comentaristas ajenos y

más sabihondos (nada de malicia en el término) sobre la obra del inglés.

De joven, Browning compuso obras de teatro. No las hemos leído; en cambio

conocemos sus Poetical Works. Se ha relacionado esa primera vocación, que

dicen fue frustrada, con el género fundamental del poeta: el soliloquio y el

monólogo dramático. Pero había comenzado a escribir de éstos antes de redactar

para el teatro.

En todo caso, es evidente que su obra poética tiene parentesco hereditario con el

gran teatro inglés: desde el isabelino; sin perjuicio de una relación, de menor

entidad, con poemas didácticos del siglo XVIII, y otra, mayor, con grandes

poemas extensos del pasado inglés, desde Chaucer y Spenser hasta Milton.

Detengámonos en lo de los soliloquios.

El siglo XIX de las islas británicas los había intentado, por sí mismos o

introducidos en poemas de contenido múltiple y, en algunos casos, abigarrados.

Hay el monólogo Ulysses de Tennyson. Hay los que figuran en los extendidos

poemas de Byron. A pesar del amor de Browning por Shelley, de que se hace

caudal, no se notan rastros de esa fase del romanticismo en estas piezas suyas.

Démonos tregua de referencias a nombres.

Lo peculiar y propio sólo de nuestro (ya que es universal) poeta, consiste en los

monólogos que analizan el hombre interior, y estudian su psicología profunda,

incluso incursionando más allá de la conciencia, en sus modos de reaccionar

frente a otros personajes y respecto de situaciones, cosas y hechos del pasado o

coyunturas del presente en que se produce el soliloquio.

Poeta de la psicología. La que aparece en el verso de Browning importa, para la

poesía que lo sucede hasta ahora, aunque las formas líricas sean, siglo y medio

después, muy otras, un acontecimiento primordial y presente. Ello equivale a la

introducción de psicología de las profundidades en la novela, que dio vuelco,

desperezándose con Proust. Ambos, de maneras desiguales, revelan, en la

conciencia, la importancia decisiva de malentendidos, errores semivoluntarios,

retornos de memoria, la trascendencia de lo que figura como insignificante. Se

explayan en la reflexión íntima que no adquiere completa forma racional, en la

ironía dramática que despierta la yuxtaposición de hechos debida nada más que a

la fortuna azarosa, los “casos” individuales con sus problemas irresolubles, y sus

conflictos ocultos aun para el sujeto mismo, pero decidiendo, por él, sus

conductas. La trascendencia de la anécdota. Los deseos internos y sus disimulos

y simulaciones. Los caracteres. Las máximas psicológicas. Las asociaciones de

ideas.

No es cosa de que haya temas semejantes entre ambos. Es que ambos buscaban

la verdad sutil y total, y que los dos encontraron, reconozcamos que diversas,

verdades totales y sutiles sobre los seres humanos en la sociedad de este último

siglo.

Se puede ir, atrevidamente, más lejos. ¿No precedió Browning a Freud? ¿No fue

contemporáneo, Proust, del mismo? Poetas de la psicología humana en

situaciones fronterizas.

Para revelar sus experimentaciones, empleó recursos que se dan en el drama

teatral y, también, modos de atacar el asunto, y hasta de desarrollarlo, propios del

cuento breve plasmado en el siglo en que vivía: ¿no comienza la Apología del

Obispo Blougram, guardada la distancia y precedencia a favor del poeta, como

algunos cuentos de Maupassant?

Por otra parte, influye notoriamente la poesía de Browning en cierta novela

inglesa en que la psicología, sin descartar la sórdida o siniestra, hace el valor y el

interés, y aun lo entretenido del género: de Henry James en adelante, Evelyn

Waugh, Graham Greene. Si apareciese o se difundiera el posible género de la

novela en verso (hay tentativas, escasas y sin arraigo), no cabe duda de que para

entenderla habría que remitirse a este poeta de hace ciento cincuenta años.

El fondo del asunto es que Robert Browning, tomando su obra en conjunto, es un

autor muy saliente, acaso decisivo, de epopeya burguesa. Dando hacia atrás un

salto osado, ¿no cerraría él un largo ciclo iniciado por Ariosto? La cosa nos

excede.

Los poemas de Browning, como abanicos, traen también aires de un género

literario erróneamente estimado muy ajeno a la lírica. Se emparentan… no:

continúan el espíritu, y a ratos, el tipo de texto de los ensayos más óptimos y

magistrales, los de Montaigne; y, con la natural modestia de lo menor y más

cercano, de ensayistas ingleses del siglo XVIII, aquéllos que escribían, por

ejemplo, en The Spectator.

Sobre todo su frecuente y maestro uso de las digresiones es de la estirpe de

Montaigne.

¡Qué poeta de tanta enjundia, tan vasto, que corre airoso tantos riesgos!

Tiene familiaridad con la Historia. Diríamos –y es por ignorancia que lo decimos

en potencial, pues muy probablemente haya sido estudiado- que una de las vetas

trabajadas por él viene del gran autor de la Decadencia y Caída..., Edward

Gibbon. Y se podría agregar que tanto por esa fuente común como por influencia

directa de este inglés, el griego Cavafis es tributario de tal estilo de curiosidades.

La curiosidad de Browning. El lector más desprevenido advierte que el poeta en

su vida debe de haber estado a la pesca de aquello que Stendhal estimaba por

sobre todo: los “pequeños hechos verdaderos”, que al ser aislados y permitírseles

el despliegue, se revelan tan trascendentes como la gran historia.

Eso, en su vida. Ello, en sus poemas que hacen movilizarse tales sucesos, a veces

volar, otras arrastrarse, tal como en la vida, y consumirse, desaparecer como en

la realidad, bruscamente o porque se agotaron y ya no pueden más, y porque, si

corresponde, se pasan a otra cosa; y dejan al lector en una rumiación interior: ha

conocido ciertas verdades, nunca las olvidará. Ese lector, en su fuero interno

futuro, seguirá conversando con los personajes de esta poesía, los hará girar

sobre sus variadas fases; irá incluso más allá de lo permitido por el autor, que ya

los hizo tornarse en todas sus fases significativas.

Los hechos verídicos que acoge Browning en sus poemas, de los que deduce

hallazgos de verdades, las que se hacen patentes al lector por lo verosímiles, son

introducidos a veces por un dato de hecho mínimo: conversación de sobremesa,

alrededor de la del Obispo Blungram; la epístola del discípulo Karshish, doctor

árabe, a su maestro Abib, relatando su extraña experiencia médica; otro relato

personal; un recuerdo; una impresión. Mínimos asuntos de hecho; nada

insignificantes cuando se los va conociendo en el poema.

Hasta historietas en prosa de las de terror, multiplicándose como subgénero en

los siglos XIX y XX, provenientes de las narraciones góticas anglosajonas,

proliferando incluso en textos o de crimen o de castigos luego de investigaciones

policiales, le vienen a uno a la cabeza cuando se fijan en la memoria algunos

aspectos de poemas de Browning.

De Browning y de Browning y de Browning.

Al tratar de un autor, uno echa su nombre al trajín. Por respeto, querría llamarlo

el Innominado, como el personaje misterioso de Manzoni, el Ignoto.

Se tiene la certidumbre, al ir conociendolo, de que se oye a una persona de

completa sinceridad; que no “inventa” lo que se dice, porque lo crea viviente, sin

amor propio, sin las indiscretas intrusiones de un “yo” ególatra. Puede decir, y

dice: yo; no molesta ni interrumpe; su yo es indispensable para lo objetivo, lo

real, la cosa viva, el ente mueble, el ser duradero que es su poema.

Ha habido crítica que considera sus poemas, episodios. Ha habido incluso el que

dice que en partes de sus poemas, además de lo fatal y vigorosamente lírico,

aquello que rellena el texto son glosas. Y se usa para destacar esa ocurrencia de

la fatal, la fatídica palabra malcomprendida: prosa. No falta el que escribe:

“Cuando no es poeta, resulta casi siempre que es otra cosa –psicólogo, moralista,

filósofo”… y prosigue, feliz, que “en cambio, cuando los monólogos de

Browning son inspirados, se alzan a una amplitud de potencia rítmica que pocos

otros poetas han igualado”.

Ay. Cosas de profesor. Campeonatos que desean arbitrar, confundiendo poeta

con atleta. Este va ganando; el segundo lo sobrepasó; el tercero llegó primero a

la meta.

No hay tal en poesía.

Es admisible que a un lector le guste, por circunstancias propias a él, leer un

poema más que otro, de distintos autores, o del mismo, y una parte de un poema

más que otra. ¿Elevar esa estimación de gusto a la categoría del espíritu? No.

Las observaciones anteriores las hemos retirado del saco de un introductor en

Francia de quince notables textos de Men and Women, de los cincuenta y uno de

esa obra editada en 1855; no sin mezclarlas con algunas primarias y propias.

Íbamos a decir que elegíamos tales puntos de comentario, como muestras del

conocimiento común sobre el poeta, tal como se podía manifestar, digamos, en

1938 en Francia. La verdad es que no fueron escogidos por eso, sino

sencillamente porque se trata del libro de traducciones de Browning, con el

original al frente, que teníamos más a mano; mejor, que hemos tenido cuarenta

años a mano porque son los poemas del inglés que más nos han gustado, en

donde aprendimos muchas de las cosas sobre poesía, no reduciéndose a

Browning, que hasta ahora sabemos.

En los poemas; no propiamente en la Introducción.

Con todo, habiendo saqueado al profesor francés de la Sorbona Louis Cazamian,

colega a cuarenta, a cincuenta, a sesenta años de distancia del que esto escribe,

es de reconocer que sabía lo que a un profesor de letras inglesas corresponde;

pero de poesía intrínseca, poco.

Así es como dice, criticando a Browning, que en “los pasajes de pura exposición

analítica, más o menos clara, fácil y viva, el mérito del pensamiento y la forma,

por brillante que fuere, no se diferencia, después de todo, de aquél de la prosa –si

se toma esta palabra en su sentido verdadero, es decir designando las

exposiciones directas, donde los hechos y las ideas son presentados en sí

mismos-. El poder propiamente poético de los monólogos exige que la

exposición directa, el “statement” sea traspuesto en una presentación indirecta,

es decir, en una sugerencia. De la impresión sugestiva emana un poder de

evocación y de eco, que se repercute a través de la imaginación del lector,

despertando en ella vastas y bruscas perspectivas, grandes paisajes de emociones

y de ideas entrevistos un instante; y la sensación embriagadora de tal riqueza, de

tal fecundidad probada pero no agotada, de todo lo que hay de virtual en los

vocablos animados por aquel poder misterioso, que es la sensación propiamente

poética”.

¿Por qué transcribir esa mazamorra pesada de pseudo-ideas inefables?

Porque tales necedades, que parecen haber sido nutridas por la mala lectura de

simbolistas en francés (supongamos, en los tres gruesos volúmenes de la

Antología de Adolphe van Bever y Paul Lèautaud, publicada a principios de

siglo por el Mercure de France), tiene sus parangones, con distinta jerga mucho

más abstrusa pero no menos hueca, en los epígonos de más recientes

estructuralistas, post-lo mismo y ahora de construccionistas, profesores a sueldos

de la gratuita poesía.

Pero a la vez, estas frases se fundan en el pretendido “prosaísmo” del verso de

Browning, lo que toca en todo caso comentar.

Qué manera de no entender la poesía. La poesía no es otro extremo respecto de

la prosa. Elemental. La prosa difiere del verso, sí, no de la poesía. Verso y prosa

se distinguen, por escrito, en lo gráfico; oralmente en cuanto el verso tiende algo

más a ser cantado. Algo más; no necesariamente.

La poesía en cualquier forma visible u oída consiste (¡y esto ha sido tan dicho!,

pero hay los que no escuchan ni ven) en palabras cargadas de energía y sentido

hasta el máximo ilimitado. Lo argumentado, lo discursivo, el razonamiento, cabe

que alcancen máximos apenas soportables; y entonces son poesía.

La sugestión de creer que la sugerencia es poética, supone estar hipnotizado por

cendales impalpables y cursis, y ser miope a la belleza de la inteligencia; más

bien, bajo la hipnosis del tedio hastiado de las salas de clases.

(Sólo hace flecha en blanco, por azar pensamos, el profesor de sesenta años ha,

cuando llama a las tentativas de poesía filosófica “muy bellas empresas de

desesperación”). Tener la sensibilidad de las argucias intelectuales, el gusto de la

erudición, la necesidad de verdades formales, y escrúpulos de orden escolástico

o dialéctico, son fuentes de ardua poesía metafísica que Browning no se negó.

La aridez en pasajes poéticos de Browning: la sequedad del idioma, de las ideas

e imágenes, de los giros y de los silencios, de la puntuación misma –que en este

inglés abunda de manera desmedida, desmesurada diríamos, en guiones,

desesperadas pausas o cambios de asunto y digresiones en la conversación o el

monólogo-, lo yermo del poema es, en los de Browning, parte inseparable y

esencial de lo poético. Las rugosidades, las discordancias, el carácter en

apariencia ingrato de la intrincada psicología de sus fundamentales personajes,

bien fundada, sus apotegmas de moralista, y la atmósfera moral de poemas

enteros, sus filosofías, son pura poesía, o si se quiere, impura. La poesía no se

para en pelillos de higiene.

Las historietas y discursos de Browning ocurren en países europeos variados; la

propia Inglaterra, la ajena Italia y sus ciudades, las de España, en presente suyo

(que es hoy nuestro pasado), en antigua Francia, en campiñas extranjeras, en

lugares árabes, en antigüedades históricas precisas o imaginadas, con personajes

de carácter, nombrados con apellido y apelativos, que pueden parecer exóticos.

Los exotismos de Browning, su por qué.

La época en que viviera estaba dominando definitivamente el mundo:

comunicaciones, historia, arqueologías. Estaba más documentada que todas las

anteriores. Inglaterra era la potencia de Europa y el globo. Europa constituiría la

culminación de las civilizaciones.

Browning admitía, ¿cómo no?, estar en una cúspide mundial; pero desconfiaba

de su altura y de su profundidad. Deseaba penetrar más allá de la cáscara de las

maneras, convencionalismos materiales, ideas predominantes de su tiempo.

Necesitaba poner su presente físico y mental en contraste con lo que era y había

sido de otros, con lo otro.

Sus exotismos eran las vías para colacionar lo permanente de los seres humanos

y sus sociedades, para extraer lo nítido y neto que pudiese ser calificado de

duradero; la eternidad esencial, humana y colectiva.

Era asimismo el siglo en que los poetas y otros artistas esquivaban la Inglaterra

triunfante, con su espantoso “cant”, que suponía hipocresías peores que las

conocidas fuera de ella; y viajaban, o se instalaban por años en países

extranjeros, en el continente, de preferencia hacia el Mediterráneo. Ya no bastaba

el “tour” de los ricos y nobles por las Europas, ni se trataba de un viaje, más o

menos prolongado, de “formación”, aprendizaje y ejercicio de lenguas,

experiencias de las “cortes” forasteras.

Para los poetas ingleses fue el tiempo, iniciado por Byron, Keats y Shelley en

esta nueva versión cultural y humana, que suponía una crítica, más explícita que

implícita, al país natal, del expatriarse a sitios vividos como más cultos y

humanos. Italia fue lugar de elección. También para Browning.

Pese a ello, sus “exotismos” superaron las motivaciones de los demás. No se

reducían sólo a escoger otros espacios de geografías y topografía muy diferentes

a las natales, sino, de manera semejante, otras épocas, efectivas o imaginadas, un

antes más idóneo para lo que su poesía necesitaba decir.

Nada de superficial o frívolo en estas opciones.

A la vista del que escudriña, un fondo de insatisfacción y de disgusto en cuanto a

la era que le había tocado en (mala) suerte, respecto de los lugares y las

situaciones que ofrecía una civilización percibida como incompleta, conteniendo

gérmenes de fracaso y quizá de Apocalipsis, bajo el manto pétreo o de ladrillo y

brea cubierto de ambición, artificio y arrogancia, en que las Grandes Bretañas

regían y seriamente se solazaban, bendiciéndose y aun pavoneándose.

Ese hondo sentimiento era un cráter, apenas apagado en apariencia, del que

tenían urgencia se surgir las obras del poeta.

Otras atmósferas le permitirían labrar sus verdades; incluso las opiniones de

fondo del poeta sobre su país y tiempo serían trazadas más precisamente

introduciéndolas en sitios y períodos “exóticos”.

Y algo todavía más profundo: el mundo, todos los mundos, todos los tiempos,

pasados y actuales, son por él considerados como lo ajeno, lo que no es propio,

lo que no es sólido ni duradero. La necesidad de otro mundo, uno eterno, que se

refleja como posible por la contraposición con todos los tiempos efímeros y las

caras mortales. El sentimiento religioso. Algo diremos sobre ello hacia el final.

Lenguas extranjeras al inglés no aparecen citadas en sus versos, salvo como

inscripciones ilustradas: griegas por ejemplo. Su presencia es la de signos

arcaicos, o de lo extraño, raro, inquietante; lo que más tarde, en psicología y

literatura, fue muy nombrado como “uncanny”.

En cambio la poesía de Browning, no siempre a sabiendas, tiene una larga

penetración en otras literaturas. La poesía de las lenguas modernas europeas es

tributaria suya en aspectos que, para describirlos, requerirían escribir otro

ensayo. También la literatura de ficción, después de él, recibió variaciones que

introdujo Browning, al menos en cuanto al punto de vista en que se coloca el

autor.

Y todo ello, por cierto, ocurrió en primer lugar en las obras literarias del idioma

inglés.

¿A qué se debe que este actuar por presencia de Robert Browning en la cultura

que le sucedió asuma un aire clandestino, no muy reconocido, y supuestamente

discutible?

Asimismo, es materia de un estudio separado. Creemos, para decirlo en breve,

que la influencia general de la literatura de Browning, se ha dado, en distintos

idiomas que el inglés, pero igualmente en éste, por medio de otros autores, que

son tributarios suyos en prosa y en verso; más que en forma directa.

Porque éste es un autor difícil, denso, complejo, caracoleado. No es que su

lectura sea en especial ardua. No por encima; por dentro sí.

Para cerrar esto de las influencias. Algo acerca del influjo de la poesía sobre la

prosa; y viceversa.

Puesto que la poesía se da en la prosa, tanto como en el verso, nada tiene de raro

que la poesía en verso pase naturalmente al alambique de las narraciones,

cuentos, novelas, ensayos y por cierto a las obras teatrales y a diálogos

filosóficos. Deja de ser verso métrico, pero –máxime desde que es blanco, suelto

o libre- interviene lo que, formando parte justificada, evidente, exigida, de la

trama, contenga en pasajes que pueden ser prolongados, esa carga extrema de

energía comunicativa a que nos referíamos antes como lo distintivo de la poesía.

Puede presentarse en el diálogo o en las descripciones; pero, en aparente

paradoja, se trasluce menos en lo que dio por llamarse “prosa poética” con

imágenes y sonoridades ofreciéndose en veste de “líricas”, que en las situaciones

en que el nervio de lo dicho y escrito está al vivo, y transmite –pásennos la

metáfora- paralizante corriente eléctrica.

No nos asilemos en metáfora retórica. La poesía de las situaciones la

experimentamos todos en lectura de novelas. La clave misma de la trama queda

en momentos, ¿por qué no durables?, al desnudo, en descubierto. Se incrusta en

la memoria como si contuviera rimas: se recuerda su contenido que se puede

repetir al menos resumido; algunas frases, una tirada de esa prosa de ficción,

resuenan como si se las hubiera escuchado cantadas con bellos o terribles

acentos; se las escandea, pueden ser contadas literalmente a quienes no conocen

tal novela, y reiterárselas en voz alta décadas más tarde. Es poesía.

¡Cómo no entender, entonces, que la poesía en verso tiene todas las condiciones

para ser asimilada, en lo más primigenio y esencial, por la prosa!

Claro que hay, además, la “prosa prosaica”, en que las palabras agotan, al

pronunciarse, y en letras de molde, todo su efecto en el instante justo en que son

oídas o leídas, cumplen su modesto rol, y quedan atrás, borradas.

Viceversa, la prosa, de ficción u otras clases, puede influir en la poesía en verso.

No cabe dar ejemplos manifiestos aquí. Los hay célebres. Como de razón, se

trata de obras en prosa que contienen una espesa o sutil, en todo caso una rica

poesía.

Basta de escollos.

Reduzcámonos, ya que de tan amplias cuestiones se trata, al abundante

Browning.

Después de pasear por caminos contiguos a estas versiones del inglés, oigamos

derechamente algunas observaciones pertinentes de Armando Roa Vial, el poeta

que lo traduce. Van, en seguida, con comillas.

“Browning es un poeta que intenta explorar hasta los rincones más íntimos del

alma humana. Para ello yuxtapone el tiempo psicológico con el tiempo

cronológico, en un hábil juego contrapuntístico que entrecruza los aspectos

externos de la trama del poema con las vicisitudes internas de sus protagonistas.

No sería aventurado conjeturar en Browning al primer gran moderno que

prefigura obras como las de Joyce o Faulkner, apelando a la ‘corriente de

conciencia’.

“El simultaneísmo anterior se refleja también en la forma como Browning

intenta absorber diferentes personajes históricos para enmascarar sus propios

sentimientos, ejercicio que, como recuerda Manuel Almagro, luego sería

adoptado y denominado por Pound como la ‘contemporaneidad de todas las

épocas’.

“Los poemas filosóficos de Browning reflejan un imperturbable optimismo

metafísico y religioso, ajeno al mundo protestante que condena de raíz a la

naturaleza humana. El hombre, para Browning, gracias a su voluntad, puede

culminar su ser. La idea del universo como voluntad es muy central en su obra.

Si para Schopenhauer el mundo era abyecto por ser voluntad insatisfecha, en

Browning ese mismo mundo alcanza plenitud porque la voluntad puede

trascenderse en su itinerario de despliegue hacia el Creador. Voluntad, en

consecuencia, como impulso de amor. En esto último el pensamiento de

Browning se acerca a la escolástica de Escoto, quien influiría poderosamente en

Gerald Manley Hopkins.

“Quizá el punto más fascinante de investigar sería este: algunas de las

concepciones anteriores se pueden rastrear en la obra del Padre Lacunza, cuya

última edición fue hecha en Londres, y quien de acuerdo a los estudios de Mario

Góngora “tuvo una fuerte penetración en una serie de pensadores religiosos,

especialmente escoceses, de la Inglaterra previctoriana”. Dada la enorme

erudición de Browning, sobre todo en lo que a pensamiento filosófico y religioso

se refiere, no sería descabellado conjeturar que hubiera leído la obra del padre

Lacunza (La Venida del Mesías en Gloria y Majestad) con lo cual se podría

establecer un interesante nexo intelectual entre Browning y la obra de uno de

nuestros más ilustres escritores”.

El intento fundamental de Browning en su obra poética, si tuvo alguno

centralmente, y si ése fuera único, ¿lo logró? ¿Fue un intento frustrado?

Conjeturas.

La verdad es que si hacemos tal pregunta, y con tantos puntos de interrogación,

es porque tenemos el pálpito irracional que –más allá de alguna proposición que

haya expresado para dar cuenta del por qué escribía- habría tenido un propósito

intencional, de intención más profunda que su propio consciente; y que tal

intento fue frustrado.

Es muy sencillo decir: por la muerte. A todos los que no somos Browning nos

ocurre o nos ocurrirá. El intento de ser inmortal.

La inmortalidad, no obstante, excede a la carne que se toca y a la carne de la

psique. La del alma, que para los cristianos, es regalo de la Gracia.

Por cierto la poesía no es producto del alma; y goza, en el mejor de los casos, de

reflejos de Gracia. Nunca por la obra literaria, por excelente y excelsa, única y

perdurable, influyente o célebre que sea, se salva el ser humano y se salva su

alma.

Intuimos que esto, Browning, en lo profundo lo sabía. Que sin embargo, recurrió

a escribir poesía a la desesperada, por si acaso, incluso para distraerse de la

angustia de ser hombre y mortal en su carne.

Y empero, a sabiendas, en esa suprema caída de saberse irrisorio, escribe. De

ahí, la frustración irremediable.

Conjeturas; evidentemente más irrisorias que lo que insolentemente atribuimos a

Browning.

Dejémoslo de lado; no sin acápites sobre lo religioso en su poesía.

La religiosidad de Robert Browning en persona.

Fue protestante. No cabe en esta sede discurrir sobre sus dudas filosóficas,

morales, psíquicas, acerca de la verdad y trascendencia sobrenatural de la

religión.

Concretémonos a un poema: la Apología del obispo Blougram. Es un prelado

católico. Explica sus percances espiritales en su mundo material, durante una

época que, justamente, era de apologías sacerdotales, de rectorías cardenalicias.

Tiempos de la Apología “Pro Vita Sua” del Cardenal Newman. Mediados del

siglo XIX. La apología apareció en 1864. El poema de Browning en Men and

Women, fue publicado en 1855. La autobiografía de Newman nació de un debate

teológico con el reverendo anglicano Kingsley. Newman lo había sido hasta

1843; y recibió el orden sacerdotal en Roma el año ’47.

El obispo Blougram conversa con un hombre de letras no creyente, y

particularmente desconfiado, parece, de la Iglesia romana. Modelo de monseñor

Blougram, inglés y “papista”, ficticio en el poema, fue el alto prelado Wiseman,

cardenal que había sido inspirador del “Oxford Movement” religioso,

encabezado por los reverendos Pusey y Newman.

Controversias vivísimas sobre la fe y la duda. Conversiones a la Iglesia

Apostólica Romana, y crítica a ellas, y al anticristo eclesiástico.

Wiseman mismo comentó el poema, a poco de ser publicado, en una revista

confesional, con fecha de enero de 1856. Lo tomaba muy en serio, no

reduciéndose a lo literario; y haciendo algunas expresas reservas, concluyó que

el autor era, en el fondo, religioso, y su conversión (al catolicismo de Roma) no

sería de ninguna manera sorprendente.

En efecto, considerado por un lego, el Obispo sale bien de las escaramuzas

doctrinarias y terrenales en que espontáneamente se enzarza frente a su tácito

impugnador.

“Mientras más dudas, más fuerte es la fe, digo yo, si la fe sobrelleva las dudas

(…) Qué importa aunque dude por cada poro, dudas en la cabeza, dudas en el

corazón, duda en la punta de los dedos, dudas en el trabajo trivial de cada día

(…) y todo es duda en mí, ¿dónde está la ruptura de la fe en estas cosas?”.

“¡El gran Quizás! miramos sin auxilio” (…), “visto desde el desierto que se

despliega a lado y lado” (…), “y así el tropiezo a prueba de verdades”.

“Vamos; mejor creer, si es que podemos”.

“Yo, perentoria y absolutamente

¡creo!”.

“Hablamos de lo que es, no de lo que pudiera ser, y cuánto mejor sería si fuese

de otra manera (…) Mi trabajo no es ser de otra manera, sino el hacer de mí lo

máximo absoluto de aquello que Dios hizo”.

“Nuestro interés está en el filo riesgoso de las cosas”.

Y pone casos atinentes a peligros: “Ladrón honesto, tierno asesino, supersticioso

ateo, mujeres medio-mundanas, que aman y su alma salvan según los nuevos

libros venidos de París…”

“¿Qué gano yo poniéndome del lado de los negadores?”.

“Cree –y con todo miente, roba, mata, fornica, frente a la cara de la fe, como la

bestia que eres”.

“La suma de todo esto es –sí, mi duda es grande, mi fe es más grande, entonces

mi fe es más que bastante”.

Y resume el Obispo la fe en palabras que casi pudieran ser de Wiseman, y de las

que hay semejantes en Newman.

“¡Pura fe, en realidad! –no sabe lo que pide.

“La creencia desnuda en Dios Omnipotente.

“Omnipotente y Omnisciente, pesa demasiado en la conciencia de las creaturas.

“Ninguna carne puede verlo.

“Hay quienes creen que la Creación lo muestra. Digo yo: lo oculta todo y para

eso es que sirve el Mal Bendito”.

Newman, a decir verdad, no habría jamás escrito la última línea paradojal: “And

that’s what all the blessed Evil’s for”.

Lo anterior sí:

“Si me mirara en un espejo, y no viera mi cara, tendría la especie de sentimiento

que me viene efectivamente cuando miro este viviente mundo en sus trabajos y

no veo ningún reflejo de su Creador (…) Si no fuera por su voz, que habla tan

clara en mi conciencia y en mi corazón, yo sería un ateo, o un panteísta, o un

politeísta, cuando miro el mundo (…)”.

“Los argumentos para probar que hay un Dios (…) no me calientan o alumbran;

no hacen desaparecer el invierno de mi desolación”. “Considerad el mundo: (…)

los desengaños de la vida, la derrota del bien, el éxito del mal, el dolor físico, la

angustia mental, cómo prevalece la intensidad de los pecados, las invasoras

idolatrías, las corrupciones (…)”.

“Si hubiera un Dios –puesto que hay un Dios”. (Apología, VII parte).

Dicen comentaristas de Browning, que las últimas cuarenta líneas de su

soliloquio –el cual cubre más de mil- colocarían al Obispo al margen de la

verdad. Discrepamos. Se plantea ahí si habría sido sincero: “En cuanto a

Blougram, él creía, digamos, la mitad de lo que dijo”.

Conforme: es sentencia del poeta. Quiere a la vez decir que creía efectivamente

en la otra mitad. Aquélla en que era incrédulo, está compuesta por los variados y

cuantiosos símiles y paradojas que utiliza en su argumentación para inducir al

descreído que le escucha, a que se convierta a la verdadera Iglesia.

¿Tuvo Browning el deseo o el capricho de convertirse a la Romana? Asunto para

los autores de Vida suya, o de Apologías, que no han faltado.

Pero su poesía toca directamente la cuestión en el soliloquio del Obispo; y la

roza, más misteriosamente, en numerosísimos pasajes de sus distintas obras. La

divinidad trascendente es, en suma, su principal, literal, Deus ex machina. Sin

acepción de iglesias.

Las posibilidades de trasladar poemas de una lengua a otra permiten o estimulan

muchas formas de resolver los intríngulis: desde las traducciones más literales a

las versiones, a las versiones libres, a las imitaciones, remedos, parodias,

pastiches; se llega hasta los plagios, o a lo que los academicistas tienden a

llamar, con feo término, “intertextualidades”.

Hay, además, una forma peculiar: verter libremente fragmentos breves de

poemas largos, dando a cada uno de los trozos cierta unidad cerrada, y haciendo

de aquello que se desprendió de la obra un poema completo; el cual puede

resultar inesperado. No es enmendar la plana al autor extranjero, ni resumir. La

poesía no admite reducción sintética.

Esta sería una especie de subgénero: de los fragmentos como poesía lírica

autónoma. Se querría decir: por antonomasia. Bien se sabe que la alta lírica

griega que nos resta se compone principalmente de fragmentos (a veces

recogidos por gramáticos u otros curiosos).

Esta lírica fragmentaria contrasta con el poema discursivo, descriptivo,

dramático y con anécdota, histórico o metafísico; los del género que cultivara, no

exclusivamente, Browning.

La poesía de Browning es tan variada, compleja y completa que puede, incluso

por fragmentos extraídos de poemas extensos, trozos cogidos al azar y por

curiosidad, interés y pasión, convencer que aquellos pasajes recogidos son por sí

mismos poemas íntegros incrustados, poesías dentro de su poesía.

Ocurre con Browning, en este aspecto y sentido, como con obras teatrales de

Shakespeare. Algunos monólogos, breves partes de escenas, retirándolas de la

pieza teatral, adquieren la lumbre, tienen el lucimiento de poemas líricos

autónomos.

Eso ha sido intentado con fragmentos poéticos de Robert Browning.

Ejemplos (serían, por así decir, imitaciones fieles):

“Death in the desert”, en Poetical Works, p.483

La muerte en el desierto.

(La supuesta de Pámphylax de Antioquia:

un pergamino entre mis manuscritos,

número cinco, tres pellejos juntos,

en griego, desde Épsilon a Mu,

es el segundo en el cajón llamado

el Especial, y se ha ensuciado

pero se le conserva en terebinto,

cubierto por un paño peludo, letra X,

viene de Xanthus, tío de mi esposa

(descansa en paz): Mu y Épsilon

señan mi nombre y apellido,

no los escribo enteros pero marco

una cruz + porque espero Su venida

como todos, así es: Comienza Pámphylax).

“How it strikes a contemporary”, en Poetical Works, p.420-421

Un único poeta conocí en esta vida.

Y esto es, o esta era, su manera.

Todo pasó en Valladolid.

Iba y venía, y uno se fijaba

inevitablemente en él, de traje negro

más bien usado, elegante y modesto,

heredado tal vez, pero comprado nuevo.

La capa, reluciente por lo brillosa, ya mostraba

la cuerda, las hilachas, un viso carmesí.

Pero tenía empaque. Tremebundo.

Caminaba golpeando el pavimento

con su bastón, husmeando el mundo

mirándolo de cara a cara en pleno.

Un perro viejo cegatón y calvo

a sus talones. Doblaban por la esquina

de la iglesia que lleva a parte alguna.

O por las alamedas, a la buena ventura,

o a aquellas horas en que están vacías.

Miraba la vitrina de una tienda

francesa, o bien se detenía

a ver al remendón que cosía zapatos,

o los impresos de estampas tremendas

y caracteres hoscos en un patio.

Y conocía entonces a los hombres y cosas

tanto como la fusta a la piel del caballo,

la mujer al marido. Y de todo lo cual tomaba nota.

Y así teníamos entre nosotros

más que un espía, más que Inquisidor.

¡Si la ciudad supiera que ya tiene patrón!

Se gobierna pro-forma, cuando hay un tal ignoto.

No es nada fácil, es difícil

cuando el secreto de las crisis

está a la vista de él.

Que tenía sus años.

Bajo esas cejas ¡qué ojos!

agudos como avispas a ambos lados

de la nariz curvada como garra de halcón.

Hubo un informe reservado

sobre su vida. Dice: Seguido hasta su casa

de más allá del ghetto, se le vio en una pieza

cenando entre unos cirios, y con cuatro tizianos

en la pared; hay más: como unas veinte mozas de ésas

que se desnudan traíanle los platos.

No creo en esa relación.

Pobre hombre. Otra su vida, otra su raza.

Dijo mi padre que se le llamaba

-chiit, chiit- Corregidor.

Error. Ese hombre no era.

“Filippo Baldinucci on the privilege of burial”, Epilogue, I, en Poetical Works,

p.551

“Los poetas escancian

vino”, dijo el poeta más querido

que hube en mis tiempos conocido,

el del amor, el más grande, el mejor.

¿Nos piden poesía? La escanciamos

a los sedientos de las viñas. Será la de los años

mejores, grandes uvas, oro que llena las estancias;

¿nos reclaman que sea dulce y tinto el color?

¡Si fuera vino añejo de esos años!

“Gold hair, a store of Pornic”, I, II y V, en Poetical Works, p.472

¡Oh la niña, la bella, pálida en demasía,

que vivía en Pornic, cerca del mar, donde la barra

unía mar y Loira! Su nombre de Bretaña

no lo diré, familia conocida.

La demasiado pálida. Las flores de la vida

rojas son. Su carnación bizarra

seráfica, tan suave, el alma hacía

florecer en el cielo que restaña.

Así, cuando murió, fue cosa extraña,

la tarde delicada se moría,

rayo de sol mugiente que desbarra

con un color violento, repentino, homicida.

Pauline, a Fragment of a Confession, en Poetical Works, p.1

Paulina mía, agáchate, tus pechos

suaves palpitan en el mío, inclina

tus dulces ojos sobre mí, tu pelo

suelto, y los labios que respiran,

los brazos que me atraen a ti y arman

refugio en que nos encerramos

los dos juntos, sin miedos a la alarma,

hasta que despertamos desalmados.

“Confessions”, I y II en Poetical Works, p.495-6

¿Qué es ese ruido en mis orejas?

Ahora que me estoy muriendo.

¿En el valle de lágrimas meriendo?

Ah, señor, no me venga con ésas.

Que lo que una vez vi; y lo que vi de nuevo,

donde están las botellas de remedios:

un sendero campestre al borde de la mesa,

al lado de mi mano unas murallas viejas.

Johannes Agrícola en Meditación, en Poetical Works, p.426

El cielo arriba, y la noche y las noches

miro a través del esplendente techo;

no bastan soles, lunas, por brillantes

que fueran, a apagarme, pues a prueba

soy de esplendor de estrellas; las desprecio.

Mi objeto es alcanzar a Dios. Delante

de ellas paso adelante hacia la cueva

de Dios para arrojarme contra el pecho

de Dios, donde reposo en sus carbones.

Sordello. Book I en Poetical Works, p.103

La visten, y la invisten,

esa cosa sin vida, con la vida

de su alma, disponiéndola

al querer, al control,

a que distintamente se posea,

a que tenga unos goces sólo suyos,

y alto interés en el que pueda emplearse

como conviene a la belleza,

para sí misma.

No se quedan en ello; mientras más nace la belleza

más depierta homenaje, excede el gusto

del amor, toda forma lo amoroso:

así es como a los dioses

inferiores, sus ínfimas coronas

ajenas se les quita y arrebata,

ante la gloria que nos sobreviene.

De alto abajo se escurre el fuego en flechas,

mientras los modos de la tierra pujan

para que surja este secreto: un toque

divino –y caen las escamas

de las pupilas: vara mágica:

a la vista a través de su jardín pasea

Dios.

Migajas, de entre los recuerdos que tenemos de Browning. “I have read much,

thought much, experienced much”. Lo decisivo que ha sido, para muchos, en

más de cien años, el endecasílabo de poeta.

El primer verso de “How it strikes a contemporary”, cómo nos llama la atención

a los contemporáneos. “Un único poeta conocí en mi vida”. Y ese único, ¿sería o

no un espía? “I only know one poet in my life”. Cómo golpeó este verso, aislado,

dicho de memoria más de cien años después aquí, donde esto se escribe, a dos

poetas de distintas edades, hace casi ya medio siglo; a tal enorme distancia de

Inglaterra y de todo.

Quedamos estupefactos y satisfechos.

¡Por fin!, habría un poeta incólume, el único posible.

“Mucho ha leído; pensó mucho; lo que experimentara fue muchísimo”.

No es colofón. Pudo ser su (nuestro) epitafio.

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LA VIA DE LA NARRACIÓN ALESSANDRO BARICCO (de una lección impartida en la Scuola Holden en noviembre de 2021)

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