Alessandro Baricco (Turín, 1958) ha publicado en Anagrama las novelas Tierras de
cristal, Océano mar, Seda, City, Sin sangre, Esta historia, Emaús, Mr Gwyn, Tres
veces al amanecer y La Esposa joven, la reescritura de Homero, Ilíada, el monólogo
teatral Novecento, los ensayos Next, Los bárbaros, The Game y Lo que estábamos
buscando, las reseñas de Una cierta idea de mundo y los artículos de El nuevo
Barnum.
La vía de la narración Baricco reflexiona sobre las narraciones y trata de desentrañar
sus misterios. ¿Cuál es su sentido último y su mecánica interna? La narración tiene
algo de jeroglífico y algo de mapa. Su alquimia surge en las esquivas y enigmáticas
fronteras entre la magia y la ilusión óptica, entre el evento místico y el proceso
químico. ¿Se puede enseñar a narrar? ¿Se puede aprender a hacerlo?
El siguiente texto es la transcripción, convenientemente reelaborada, de una lección
impartida en la Scuola Holden en noviembre de 2021. En aquella ocasión
inaugurábamos la Cátedra Spencer, una especie de seminario permanente en el que el
profesorado de la escuela se detiene a reflexionar de la mejor manera posible, y con toda
la intensidad que requiere el caso, sobre su propia tarea docente. Vista la solemnidad
del contexto (no dejaba de ser una inauguración, quiero decir), se me ocurrió intentar
plantear una lección en la que, de forma extremadamente sintética y lo más clara
posible, recogiera las principales cosas de las que he ido tomando conciencia desde que
me ocupo de la narración. Me parecíaútil hacer un balance, por así decirlo, de la
situación. Intentar esbozar un sistema. Digo todo esto para explicar por qué el texto, al
hablar de la narración, se detiene a menudo en lo que significa enseñarla: en aquella
clase había mucha gente que lo hace para ganarse la vida con ello. Imagino que si me
hubiera encontrado en una reunión de pescadores sin duda habría prestado más
atención a las historias marinas.
Turín, abril de 2022
1
Ocurre a veces que teselas concretas de la realidad emergen del ruido blanco del
mundo y se ponen a vibrar con una intensidad particular, anómala. A veces es como un
agradable aleteo. Otras veces es como una herida que no quiere cerrarse, una pregunta
que espera una respuesta. Un día de caza, para un hombre prehistórico, o el destello de
una mirada ilegible en el metro, para nosotros. Allí donde se verifica esa vibración, se
genera un tipo de intensidad que, cuando perdura en el tiempo –superando el estatus
del puro y simple asombro–, tiende a organizarse y a convertirse en una figura dibujada
en el vacío. Se podría decir que, para lograr una determinada permanencia, genera un
campo magnético a su alrededor, dotado de su propia geometría. A estos campos
magnéticos singulares les damos un nombre particular. Ese nombre es: historias.
2
Una historia es el campo de energía producido en el alma de uno de nosotros por la
vibración inesperada de una tesela del mundo. Su génesis puede durar un instante o
incubarse durante años. Su tiempo de germinación es un misterio.
3
La historia, por tanto, es siempre movimiento, pero no entendido como un paso
rectilíneo de un punto A a un punto B, sino como la organización dinámica de una
intensidad que procede de un choque de partida. Es el campo magnético que se forma
alrededor de una iluminación. La historia no es nunca una línea, sino siempre un
espacio.
4
Poseemos un cierto conocimiento de los campos magnéticos a los que llamamos
historias. Por ejemplo, estamos familiarizados con cierto número de estructuras que
adoptan las historias cuando habitan en el espacio mental de quien las genera para sí
mismo. Son como figuras geométricas. Menciono aquí cuatro de ellas, a modo de
ejemplo.
El agujero negro. El mundo entero cobra vida en la atracción fatal hacia un agujero
negro central, en gran medida ilegible, de algún modo sobrehumano y no pocas veces
maligno. La dinámica del sistema es contradictoria porque todas las fuerzas del campo
parecen proponerse como misión destruir la oscura fuente de vida que las genera y por
la que se sienten atraídas y aterrorizadas. (Ilíada, Don Juan, Drácula)
La reparación. El orden del mundo, por algún motivo, sufre una alteración y nada se
asienta hasta que una fuerza paciente y muy decidida consigue volver a poner las cosas
en su lugar. (En la frontera, El amor en los tiempos del cólera, Sherlock Holmes)
El remolino. Existe una única cosa: un movimiento circular que vuelve
obsesivamente al mismo punto. El resultado, sin embargo, no es cero. En su marcha, ese
movimiento genera o consume mundo, alterando la totalidad de lo existente. (Odisea,
Viaje al fin de la noche, la Recherche)
La deserción. De la alineación de la materia se desprende un fragmento,
aparentemente enloquecido, que pone en peligro toda la secuencia de la realidad. El
resultado final es la regeneración del sistema o la aniquilación de la célula desertora.
(Hamlet, El guardián entre el centeno, los Evangelios)
5
El hecho de que algunas historias se dispongan en el espacio mental reproduciendo
figuras geométricas reconocibles no significa que podamos y debamos elaborar una
taxonomía de las historias. De hecho, hacerlo sería imperdonable. Hay que evitar
enérgicamente la tentación de atribuir a los seres vivos un repertorio de historias
definido, circunscrito y arquetípico. Las formas de los campos magnéticos a los que
llamamos historias son y deben seguir siendo ilimitadas. Hay que vigilar y proteger esa
infinidad, pues a ella encomiendan los seres humanos el vínculo fundamental entre
historias y libertad.
6
Como puede verse, en su momento auroral, las historias son la composición de
determinadas fuerzas, casi como el entrelazamiento de corrientes marinas. No son en
modo alguno un acoplamiento de personajes. Lo que llamamos personaje es el efecto de
una acción conceptualmente sucesiva: los humanos, para leer mejor esas corrientes, les
dan una forma antropomórfica. Los personajes, los caracteres, los héroes, siempre son la
traducción antropomórfica de una energía, de una corriente, de una sección del campo
magnético. El agujero negro, Aquiles. El remolino, Ulises. Quien ve a los personajes sin
captar la fuerza y la forma geométrica que subyacen en ellos se detiene en la fachada de
una historia, perdiéndose su corazón.
7
En este sentido, debemos entender que el aspecto psicológico de los personajes, el
diagrama de su devenir psíquico, no es más que la formulación matemática, calculable,
por así decirlo, de una figura antropomórfica, a su vez formulación didáctica de la pura
irrupción de una fuerza. Lejos de ser el origen de una historia, el viaje psicológico de un
héroe es meramente una lejana emanación de ella. Que emergiera a la superficie como
la parte más visible de la narración es el resultado de una anomalía en la novela de los
siglos XIX y XX, heredada posteriormente por la narración audiovisual. Pero ya
Benjamin advertía del peligro de situar la novela, sin reservas, en el ámbito de la
narrativa propiamente dicha.
8
Entendida como espacio, campo magnético, organización de un flujo de intensidad,
la historia existe como un movimiento que, paradójicamente, no puede moverse.
Habita, de forma invisible, en una mente individual o colectiva, y de ahí no puede salir.
Hay que imaginarla como una esfera de energía y movimiento que descansa sobre sí
misma, inaccesible. Incluso secreta. Muchos humanos la mantienen en ese estado de
reclusión durante toda una vida. Proust los comparó con esas personas que, después de
hacer fotografías, guardan las placas en el sótano, sin revelarlas nunca.
9
Lo que saca a la historia de sí misma, trayéndola así al mundo, es el acto de contarla.
Que, sin embargo, no es un acto natural ni indoloro. Para acceder a la forma del relato,
la historia debe perder gran parte de sí misma. El relato es bidimensional, la historia
vive en infinitas dimensiones. Es una esfera, debe convertirse en una línea. Es un
espacio, debe convertirse en una secuencia temporal. Hay que llevar a cabo, por tanto,
una reducción. El expediente técnico por el que una historia se reduce al formato del
relato se llama trama.
10
No hay peor error que confundir trama e historia.
11
La trama es un viaje lineal dentro de una historia: solo pretende pasar por
determinados puntos de la historia y hacer visible solo una parte de ella. Es como una
línea de ferrocarril que cruza un continente. Quien viaje en esa línea no podrá decir que
ha visto todo el continente, pero sí que lo ha habitado, visto, intuido. Y sabe lo que se
puede hacer.
12
En una versión más sofisticada, que es el sello distintivo de las narraciones más
elevadas, la trama puede disponerse no solo como una escaleta de acontecimientos, sino
simultáneamente como una secuencia de formas, consistencias, tonos, ritmos. Al
disponer en línea no tanto hechos como ambientes, cada uno de ellos con su propia
forma y consistencia, recupera algo de la naturaleza original de la historia, que es
espacio y no línea. Cuando esto ocurre –circunstancia harto infrecuente–, resulta válida
una semejanza que puede sernos útil para la comprensión: del mismo modo que los
mapas geográficos, aunque limitados por el veredicto matemático que decreta que es
imposible reproducir exactamente una superficie esférica sobre una superficie plana,
consiguen dibujar el mundo con figuras que no son una lista del mundo, sino una
representación real del mismo, por muy imprecisa que resulte, así la trama, en su
versión más sofisticada, consigue plasmar la complejidad esférica de las historias en la
superficie plana de la narración, recuperando, aunque sea de forma imprecisa, la
naturaleza del ambiente, del espacio, del mundo.
En el mejor de los casos, las tramas son proyecciones geográficas. Mapas de
historias.
13
Así pues, en el principio están las historias. Campos magnéticos. Espacios de
intensidad.
Las tramas las habitan, las atraviesan y las hacen legibles. Son jeroglíficos que las
significan, mapas que las representan.
Para que el acto de contar historias se verifique de la forma más completa, falta un
último componente químico, el más misterioso de los tres, el único que tiene algo que
ver con la magia.
Intermedio
Brevísimo ensayo
sobre El viaje del
escritor, de
Christopher Vogler
El libro que más ha determinado la idea colectiva de lo que es contar historias en los
últimos treinta años lo escribió un guionista estadounidense, Christopher Vogler, a
principios de los noventa. Se titula El viaje del escritor (The Writer’s Journey: Mythic
Structure for Storytellers and Screenwriters, 1992). Cualquiera que haya asistido a una
escuela de storytelling o de escritura creativa se habrá encontrado estudiándolo, y la
cosa no debe extrañarnos: en un tipo de enseñanza a la que le cuesta encontrar bases
«científicas», desdibujándose a menudo, para consternación del gran público, en una
especie de impresionismo sacerdotal, el libro de Vogler ofrecía reglas, trazaba
esquemas, aseguraba resultados: los éxitos de Hollywood, perfectamente alineados con
esa biblia, estaban allí para demostrar que sus teorías no eran castillos en el aire.
Como es bien sabido, la convicción de Vogler –heredada de Campbell y,
lejanamente, de Propp– es que todas las historias del mundo derivan de un único
modelo original y arquetípico. En la práctica, existe una única historia, reformulada
hasta el infinito: un héroe es llamado a realizar una hazaña, parte para llevarla a cabo,
logra superar todas las pruebas a las que se le somete y luego regresa al mundo
llevando consigo una nueva sabiduría o un nuevo poder. No hay que pensar
inmediatamente en dragones y caballeros. Incluso Casablanca o Tiburón, dice Vogler,
funcionan así. Lo mismo ocurre con Moby Dick, para entendernos. Y la hazaña a la que
el héroe está llamado podría ser «simplemente» la de hacerse mayor, o la de conquistar
a su compañera de pupitre. Digamos que el viaje del héroe es el nombre de una
secuencia de acontecimientos que Vogler considera arquetípica: que se trate luego de
guerras intergalácticas o de la vida de un chiquillo en la Inglaterra rural de principios
del siglo XX, cambia poco las cosas.
Vogler demuestra que sabe mucho acerca de esta secuencia. Cada uno de los pasajes,
explica, es una caja que contiene otros, más pequeños. Así, por ejemplo, la partida del
héroe hacia su tarea no es un acto tan simple, sino que pasa por unas estaciones bien
definidas: primero vive en un mundo normal, luego recibe la llamada, al principio la
rechaza, después encuentra a un Mentor, luego, por fin, se marcha, cruzando con cierta
solemnidad un umbral que lo conduce a la segunda parte de la historia. A su vez, cada
una de estas estaciones tiene su geografía particular, una serie de formulaciones
posibles; es fácil decir que el héroe «encuentra a un Mentor»: en realidad, el asunto tiene
toda una serie de variantes que Vogler se esfuerza en catalogar y poner a disposición
del aspirante a narrador. Lo mismo ocurre con lo que hemos llamado Umbral: no
debemos pensar en una puerta pura y simple, el de umbral es un concepto muy
articulado y con miles de matices, del que conocemos una serie de variantes. En
resumen, para cada pasaje hay muchas formas de realización. Pero, al final, dice Vogler,
nada cambia el hecho de que los pasajes son esos: hay un Mentor, y un Umbral también,
y están colocados en ese mismo punto de la secuencia, desde siempre y para siempre. Si
uno aplica esta convicción a todas las etapas de ese viaje, a todos sus pasajes, obtiene un
fascinante sistema de cajas chinas donde prácticamente todo lo que puede ser relatado
está contemplado, regulado, fijado. Hay que añadir que el sistema cuenta también con
su propia elegancia formal: Vogler dice que está estructurado en tres actos, según una
proporción armónica: el segundo acto, el de la aventura propiamente dicha, es tan largo
como la suma del primero (la partida) y el tercero (el regreso). Amén.
Se entenderá que tal repertorio de certezas haya representado durante años un
fantástico amarre para los muchos que se han encontrado navegando por el mar abierto
de las historias. Incluso en los días de cansancio, no hay nada como una buena clase
sobre el viaje del héroe para volver a casa con un buen subidón del propio prestigio
como docente. Sin embargo, ya es hora de regresar a las raíces del acto de narrar y
poner fin a los atajos que el método Vogler ha puesto en circulación. Es importante
despertar de ese agradable hechizo y recordar que el sistema por el que los humanos
producen historias es mucho más complejo y libre de lo que reconoce el viaje del héroe.
La idea de que una historia puede remitir en su totalidad al desarrollo lineal de un
personaje es ingenua y reduccionista. Como he intentado explicar, a eso se le llama
trama y no es más que una reducción de un mundo esférico, la historia, preexistente a
aquella. El propio héroe, al que Vogler confía la espina dorsal de la narración, no es sino
una tardía y, en el fondo, infantil antropomorfización de algo más ambiguo,
subterráneo y misterioso que se mueve en el espacio mental del narrador, por zonas
donde no rige ninguna ley. Por molesto que resulte (y por problemática que resulte así
una lección de escritura creativa), la producción de historias comienza en un universo
que es, por así decirlo, alquímico: la química de la trama, como hemos visto, solo
consigue iluminar una mínima parte. Todas las reglas de Vogler, generalmente llenas de
sentido común, siguen siendo los muebles de una casa deshabitada, porque construyen
la trama en ausencia de una historia: no son la consecuencia de una vida, sino su
sustituto. Cuando uno las lee, le producen ese mismo desconcierto ambiguo que se
siente al pasar por las habitaciones vacíasde una tienda de muebles. Sería insensato
negar que les pertenece una cierta sabiduría artesanal: pero ahora es importante
recordar que saber construir una mesa no es más que una parte circunscrita al acto que
llamamos habitar. Por ello también se puede trabajar con el texto de Vogler para
combatir la confusión obtusa de tantos experimentos narrativos; a veces, incluso puede
ser necesario, para reducir los daños, intentar reconducir el material indistinto de un
narrador novato a una estructura de tres actos: pero me gustaría recordar aquí que
detenerse en ese punto es triste e imperdonable.
Más aún: es peligroso. Este es quizás el aspecto más importante. En el método
Vogler hay un veneno y es necesario que seamos capaces de verlo. Quien quiera
saborearlo, lo encontrará en este pasaje, que sin prudencia aparece ya en la tercera
página del libro, tan orgulloso de sí mismo:
Los relatos edificados sobre los fundamentos básicos del viaje del héroe poseen un
atractivo que está al alcance de cualquier ser humano, una cualidad que brota de una
fuente universal ubicada en el inconsciente colectivo y que es un fiel reflejo de las
inquietudes universales.¹
Lo que Vogler formula sin rodeos es una tesis a la que nos hemos acostumbrado sin
demasiadas reticencias. Lo cierto es que formula una enormidad. Dice que las reglas del
viaje del héroe no son una hábil organización del material narrativo, sino una estructura
que procede a priori del inconsciente compartido: si sabes utilizarlas, obtienes un poder
universal porque no algunos humanos, sino todos, encuentran en ellas sus propias
preguntas, su propia manera de estar en el mundo y, en general, sus propios orígenes.
Todos somos héroes y todos tenemos un viaje que realizar y del que regresar. Es un
destino que nos precede y que permanecerá inalterable después de nosotros. Por lo
tanto, si se encontrara a un narrador capaz de relatar ese viaje, no existirían límites para
su público potencial: hasta la expresión público de masas sonaría reduccionista. Contar
a todos la historia de todos: el sueño del cine de Hollywood.
Lo cierto es que podemos afirmar con una relativa seguridad que el viaje del héroe,
lejos de ser una secuencia narrativa universal y arquetípica, es el producto claro,
históricamente determinable y completamente artificial, de un pensamiento dominante,
que de generación en generación ha ido transmitiendo una vivencia-madre donde está
contenido el ADN mental y ético útil para la dominación. Lejos de ser el producto de un
inconsciente compartido, la cadena narrativa del viaje del héroe es el instrumento con el
que la lengua de la dominación intenta absorber el escándalo del inconsciente
individual. Pretendiendo encarnar las preocupaciones universales, fija principalmente
las preocupaciones del pensamiento dominante. No remite a una humanidad que de
veras existe, sino más bien a una humanidad esclavizada que se ha alineado con las
consignas del vencedor.
Al igual que la Ilíada y la Odisea fueron el manual de cierta clase dirigente del siglo
VIII a. C., el repertorio de figuras mentales con las que se construye el viaje del héroe
coincide plenamente con la epopeya conceptual de una forma específica de dominación,
que se manifiesta históricamente a principios del siglo XIX:el mito del héroe que cambia
el mundo, la obsesión por el individualismo, el culto incuestionable del progreso, la
idea de que la superación de una serie de pruebas es lo que lo genera, la necesidad
estructural de un enemigo, la necesidad del optimismo y, por tanto, del final feliz, e
incluso la convicción de que las cosas suceden de forma lineal y según una arquitectura
ordenada y racional: ¿quién no reconoce las señas de identidad de una determinada
civilización productiva y, al mismo tiempo, sus deudas evidentes con una idea militar y
guerrera de la existencia? Son figuras mentales que sirven para construir trabajadores
mansos y soldados convencidos: las dos fuerzas que necesitaba esa civilización. Han
llegado hasta nosotros como una herencia envenenada, que ha ayudado a delimitar el
perímetro del ciudadano ideal, es decir, del siervo inconsciente. Cuando, por el
contrario, los humanos viven una locura espectacular, hamletiana, transmitiéndose de
manera clandestina que el progreso es solo una de las direcciones posibles y, de entre
todas, la más dudosa; que las pruebas no son obstáculos que hay que superar, sino
escenarios que hay que habitar; que nadie es un individuo, sino todos una parte del
todo; que la mayor parte de las experiencias no conducen a un aumento del saber y del
poder; que quien necesita un enemigo para existir está sembrando la destrucción; y que
los acontecimientos de una vida ni respetan un orden ni lo generan. Estas y otras
figuras mentales los humanos las cultivan de forma clandestina, y retenerlas como
historias es precisamente uno de los sistemas con los que las resguardan. Quien narra
tiene algo que ocultar.
Por eso, quienes enseñan a contar historias tienen una gran responsabilidad. En
cierto modo, están llamados a compartir una clandestinidad y a defender una
insumisión. Luego, después, llegará también el momento de ocuparse del mobiliario, y
el placer de enseñar a construir mesas sólidas, útiles y hermosas. Pero solo después.
Antes, enseñar a narrar coincide esencialmente con ser capaz de regenerar cuotas de
libertad, eliminando bloqueos y miedos. Por eso enseñar el viaje del héroe de forma
perezosa no solo es una tontería, sino que resulta contraproducente. Cada vez que lo
hacemos, transmitimos una forma de dominación, y al aprovecharnos del desconcierto
de los seres vivos, les robamos loque sería la recompensa de ese desconcierto, es decir,
la libertad.
Fin del intermedio.
14
Donde hay una historia, apoyada por una trama, lo que falta todavía es una voz. El
estilo.
15
El estilo es de unos pocos. Surge de una intimidad muy elevada y misteriosa con un
material concreto. No se puede enseñar, se posee. Es un acontecimiento. Ocurre cuando
el lenguaje, cualquier lenguaje, deja de ser una herramienta externa y se convierte en la
prolongación de un cuerpo. Mano, no martillo. Respiración.
16
El estilo, por tanto, es cuerpo. Lo es del mismo modo ambiguo que lo es la voz: una
extensión incorpórea del cuerpo que se asoma hacia lo eterno. Una vibración que se
convierte en sonido.
17
Cada estilo –como cada voz– es un sonido único. Se puede imitar, evidentemente,
pero su código genético está enterrado en una región inaccesible del individuo. El big
bang que lo generó es puro misterio. De ahí esa forma de asombro, cuando no de
sospecha, que el estilo difunde a su alrededor. De manera instintiva, la gente percibe el
peligro latente de un fenómeno que procede de las tinieblas.
Cuando, por el contrario, el estilo, siempre, es luz.
18
En el estilo, la historia y la trama adquieren cuerpo, y así se convierten en tierra, y en
realidad definitiva. Antes de que intervenga una voz, son un acontecimiento
interrumpido, un instrumento musical perfecto que nadie está tocando.
19
El estilo es lo que mantiene unidos el cielo y la tierra, por así decirlo. El cielo de las
historias, la tierra de la realidad.
20
Así pues: Narrar es el arte de dejar andar una historia, una trama y un estilo en el
flujo de un único acto. Su propósito es mantener unidos el cielo y la tierra.
21
Es posible encontrar formas imperfectas. Más que imperfectas, parciales.
Historia y trama sin estilo. Lo que queda no es verdaderamente real, no incide en lo existente,
reside en un mundo paralelo al que se le ha dado un nombre muy preciso: entretenimiento.
Historia y estilo sin trama. Variante muy atractiva. El narrador se asoma hacia la narración,
pero luego, esencialmente, se retira de ella. El rito se vuelve solitario, onanista. La historia vuelve
a encerrarse en sí misma, pero tras haber dejado a sus espaldas un resplandor de luz. El sentido
de esta castración –difícil de erradicar en quienes se entregan a ella– podría ser la convicción
íntima de que una historia sedisuelve si se expone demasiado a la mirada de los demás. Por otra
parte, también es posible que, en cambio, se trate de un caso de pudor, de miedo, de represión: no
todo el mundo está dispuesto a aceptar hacer realidad sus historias.
Estilo y trama sin historia. A menudo se trata de ensayismo que se disfraza de narración.
22
Hay casos aún más minimalistas.
La historia por sí sola es poco más que una sensación. La trama por sí sola es un
gesto infantil. El estilo por sí solo es poesía.
23
Pero a menudo ocurre que historia, trama y estilo aparecen convenientemente
entremezclados, en ese ejercicio dorado de lo que llamamos narrar. En un número
limitado de casos, su fusión es tan rotunda que borra todas las marcas de sutura y las
huellas de construcción. Entonces narrar alcanza cotas en las que aparece como magia y
no como ese proceso químico que, en el fondo, es. Esta ilusión óptica, este
desplazamiento hacia el mito, lo convierte entonces en un acontecimiento casi místico, y
ahí tiene su momento esa relación particular con la verdad que a veces se le ha
atribuido.
24
Enseñar esa rotundidad –el acto dorado de la narración– no es fácil, pero solo una
visión distorsionada de lo que es un narrador puede llevar a pensar que es imposible o
incluso una estafa. En realidad, sabemos exactamente dónde podemos intervenir y
dónde no.
Podemos educar para reconocer las historias, para comprender su forma, para
acogerlas y manejarlas sin hacernos daño.
Podemos enseñar a construir una trama, de modo que sea un mapa completo y un
jeroglífico legible.
No podemos enseñar el estilo, pero podemos darle seguridad, defenderlo, hacerlo
crecer. Y si no podemos enseñar a tener una voz, podemos enseñar a cantar a los que la
tienen.
25
Así, el acto de contar historias se transmitirá de generación en generación y no se
perderá nada de lo que los seres humanos saben hacer para dar sonido a ciertas
vibraciones misteriosas del mundo.
Apostilla
La Narración
como Vía
De manera consciente o no, quien narra elige una enorme cantidad de veces: toma
decisiones. Una palabra en lugar de otra, la longitud de la frase, el movimiento de las
manos, el volumen de la voz. Una buena parte de estas decisiones se toman muy
deprisa y de un modo que parece en gran medida instintivo: sería difícil remontarlas
enteramente a cierto saber, a una experiencia adquirida. Pero si no vienen de ahí, ¿de
dónde vienen?
Es una pregunta que vale para casi todos los componentes químicos de la narración,
tal y como los hemos reconstruido. ¿Qué tienen de particular esas teselas que vibran y
que son el punto de partida de todo? ¿Por qué precisamente esas, de entre tantas? Y la
forma de loscampos magnéticos: ¿se genera por pura casualidad o replica figuras que
vienen de lejos? En el momento en que los sustituimos por personajes, ¿qué nos empuja
a elegir ese personaje en lugar de otro? ¿En qué se diferencian las soluciones
argumentales que se nos ocurren de las que se les ocurren a otros narradores? Por no
hablar del pasaje más misterioso, el estilo: ¿de dónde viene el milagro de una voz?
Parece legítimo pensar que al menos una parte de esas elecciones procede de una
zona prerracional o posrracional del narrador, una región sobre la que su conciencia
ejerce un control muy relativo. Barrios del Yo que se encuentran fuera de las murallas,
que han crecido a cielo abierto más allá de las fortificaciones erigidas por el principio de
realidad. Barrios prohibidos, en cierto modo. Ciertamente aislados durante mucho
tiempo. Teselas del inconsciente, podríamos decir.
La narración como mensaje del inconsciente. Como palabra largamente aplazada y,
al final, pronunciada.
Me viene a la cabeza lo que decía Lacan. El inconsciente, afirmaba, no es el
contenedor de un pasado reprimido, sino el capítulo dejado en blanco en el texto de una
existencia. No esalgo que viene del pasado, sino, decía astutamente, del futuro anterior.
También pensaba, con una reflexión estéticamente espléndida, que no debemos
imaginarnos como el germen de una semilla, ni como el resultado de un pasado: más
bien como la consecuencia aún no realizada de un futuro anterior. Somos el
cumplimiento de una profecía que yace, no escrita, en nuestro inconsciente, en las
páginas de nuestra historia que hemos dejado en blanco. Un día se habrá escrito: él creía
que eso ocurre en la palabra analítica, en la praxis analítica. Y que escribir la profecía,
rellenar las páginas en blanco, era también una forma de reescribir el propio pasado.
¿Sería eso sanar, o, por lo menos, llegar a la realización?
Lo inconsciente que hay en el acto de narrar parece llevar precisamente a este tipo
de reflexiones. La mayoría de las veces tenemos la convicción de que narramos cosas
que nos han sucedido y de que lo hacemos basándonos en cómo somos. Pero la
multitud de elecciones instintivas que hacemos para narrar procede más probablemente
de lo que aún no somos y de cosas que aún no han sucedido. En una zona de la que
tenemos poco control, y que incluso podríamos llamar inconsciente, pescamos formas y
materiales que serían nuestros, pero que aún no lo son: en ese acto vienen al mundo,
convirtiéndose en profecía cumplida. El que narra, se convierte. No se limita a organizar
el pasado, sino que suscita el futuro. Mientras, en apariencia, relee páginas ya escritas
tiempo atrás, con la parte más animal e instintiva de su narrar está escribiendo las
páginas en blanco que había dejado a sus espaldas. De este modo, al narrar, completa
un largo viaje y llega a su realización. Pues si hay una meta a la que puede aspirar la
conciencia, esta no puede prescindir de la capacidad de soldar lo consciente a lo
inconsciente, lo escrito a lo por escribir: quien narra conoce el punto exacto de esa
soldadura.
Todo esto debería inclinarnos a reconsiderar el alcance de un acto como enseñar a
narrar. Ahora que empieza a reconocerse como enseñanza profesional, útil para
iniciarse en la práctica de un oficio, quizá ha llegado el momento de ir más lejos, y
considerarla también como una Vía posible: la Vía por la que se puede alcanzar una
cierta culminación de uno mismo. Si narrar es el acto en el que los seres humanos
pueden encontrar alguna forma de desvelamiento, aprender a hacerlo a la sombray a la
luz de un maestro puede convertirse en una práctica que encuentra su propósito en sí
misma. Narrar para narrar y, con ello, completar el texto de la propia existencia. El
cuidado de la técnica, la atención por los detalles, el esfuerzo de la corrección serían
entonces ese protocolo de cuidado que está presente en todos las Vías, donde la meta
espiritual más elevada pasa siempre por el éxito de un gesto de la mano, del ojo, del
cuerpo. Fuera del círculo restringido de los que saben realizar esos gestos con una
especial pericia, se multiplica el número de los que aspiran a realizarlos de manera
meramente educada, y a practicarlos, y a perfeccionarlos. Se percatan de que en su
repetición habita una disciplina antigua, una Vía entre otras. No parece insensato
encomendarle la tarea posible de llevar a término breves existencias individuales,
soldando cuanto es cierto en su conciencia con lo que aún es página en blanco y carta
boca abajo.
Escribir un relato como participar en una ceremonia del té.
Fin.
[←1]
Christopher Vogler, El viaje del escritor, Barcelona, Ma non troppo, 2002, traducción
de Jorge Conde, p. 43.