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miércoles, 8 de julio de 2015

Premio Hugo de novela 1969. Novela: Todos Sobre Zanzibar.


Premio Hugo de novela 1969.
Novela: Todos Sobre Zanzibar.

Novela aún más larga que Duna de Frank Herbert, Todos sobre Zanzíbar, la obra más conocida de Brunner difiere notablemente de la de Herbert en casi todos los aspectos. Lo más llamativo de esta novela es que no trata de crear un mundo fantástico de la nada sino que emprende la tarea mucho más difícil de describir qué características podría tener nuestro mundo real dentro de tres o cuatro décadas. Brunner nos muestra el planeta Tierra en el umbral del siglo veintiuno: superpoblado, inestable, dominado por gigantescas corporaciones y los medios de comunicación. El libro se concentra en los Estados Unidos, aunque partes importantes de la narración están ambientadas en África y el Lejano Oriente, demostrando ?algo esquemáticamente? las diferencias entre países desarrollados, en desarrollo y subdesarrollados. Es una novela increíblemente ambiciosa. Aunque despareja, el esfuerzo del autor merece ser apreciado.

***

John Brunner fue un escritor británico de ciencia ficción perteneciente al movimiento llamado Nueva Ola.

Sus obras suelen versar sobre un futuro inmediato narrado a través de múltiples personajes, centrando su interés más en la descripción de la sociedad imaginada que en las peripecias o aventuras de sus personajes... o, más bien, lo que le ocurre a sus personajes siempre está enmarcado en un punto de vista sociológico. Es este peculiar enfoque, ausente de elementos épicos o de una trama central evidente, el que le ha impedido convertirse en un autor de éxito. Sin embargo, las historias de John Brunner siempre tienen un final (y una finalidad) que las dota de pleno sentido narrativo.

Sus mejores obras corresponden a la llamada `Trilogía del Desastre`, especialmente `Todos sobre Zanzíbar` y `El rebaño ciego`, y a la novela `El jinete de la onda de shock`, una de las obras precursoras de la corriente cyberpunk y que también inspiró el ensayo de Alvin Toffler `El shock del futuro`. Las obras posteriores (y las anteriores) se suelen considerar menores.

(Fragmento de novela).

COINCIDENCIA: No prestabas atención a la otra mitad de lo que estaba pasando.

—El diccionario del felicrimen, por Chad C. Mulligan.)

que tengamos locriminates. Soporte: «locriminal» es una adaptación de «Loki». No hagas caso a quien te diga que es un término compuesto de «loco» y «criminal». Se puede sobrevivir a un loco o a un criminal, pero si uno quiere sobrevivir a un locriminal lo mejor es que no esté allí cuando ocurra.

«Antes del siglo XX, la concentración mayor de seres humanos se daba casi con seguridad en las ciudades asiáticas (con la excepción de Roma, y ya hablaré de Roma más adelante). Cuando se metía demasiada gente por delante de uno, uno se armaba con un panga o un kris y salía a cortar unas cuantas gargantas. No tenía importancia el que uno supiera o no utilizar estas armas... la gente con la que se encontraba estaba en su marco de referencia habitual y moría. Uno se encontraba en el marco de referencia de los berseker. Soporte: los berseker se desarrollaron en comunidades que durante una gran parte del año estaban inactivas en los valles de los fiordos noruegos, con una cordillera inescalable a cada lado, una losa de horribles nubes grises por encima y sin poder alejarse tampoco por mar debido a las tormentas invernales.

»Según un dicho corriente entre los nguni de Sudáfrica, no basta con matar a un guerrero zulú: hay que empujarle para hacerle caer. Soporte: Chaka Zulú tomó por estrategia el apartar a su carne de cañón de los padres, en la primera infancia, y criarles en condiciones de barraca, sin más posesiones que una lanza, un escudo y una funda de caña para el pene y sin la más mínima intimidad. Realizó independientemente el mismo descubrimiento que los espartanos.

«También fue cuando Roma ya se había convertido en la primera ciudad del mundo, con más de un millón de habitantes, que las misteriosas religiones del Este, con sus ideas de miseria autoimpuesta y mutilación propia correspondientes, arraigaron. Uno se incorporaba a los seguidores de la procesión que honraba a Cibeles, tomaba un cuchillo de uno .de los sacerdotes, se cortaba los huevos y corría por la calle agitándolos al aire hasta llegar a una casa con la puerta abierta y entonces los arrojaba sobre el umbral. A uno le daban un vestido de mujer y se unía al sacerdocio. ¡Imaginaos la presión que le hacía pensar a uno que ése era el medio de escape más sencillo!»

—Eres un idiota ignorante, por Chad C. Mulligan.

sábado, 4 de julio de 2015

Premio Hugo 1968. Novela: El señor de la luz. Roger Zelazny


Premio Hugo 1968. Novela: El señor de la luz.
Roger Zelazny, nacido el 1937, es uno de los más celebrados escritores norteamericanos contemporáneos. Su surgimiento impetuoso en la década de 1960 se suele asociar con la difusión de la `new wave` en Estados Unidos, siendo, sin duda, uno de sus máximos exponentes.

En el transcurso de muy pocos años, su nombre se hizo merecedor de una enorme reputación en el terreno de la ciencia ficción, llegando a ganar dos Premios Hugo de novela consecutivos (el primero de ellos a `Tú, el inmortal`, compartido con `Dune`, de Frank Herbert). Sin embargo, la máxima popularidad le ha llegado en el campo de la fantasía, con el que muchas de sus novelas de ciencia ficción guardaban influencias marcadas y hacia el que su obra ha venido decantándose progresivamente. Su serie de `Ámbar` y demás libros de fantasía han sido auténticos bestsellers en los últimos años.

El autor ha publicado asimismo numerosos volúmenes de poesía a lo largo de su trayectoria.

Falleció el 14 de junio 1995.

***
En un mundo lejano de los extremos del tiempo, el panteón hindú gobierna todas las cosas. Sam, dominador de demonios, que ha perdido la gracia del cielo, ayudado ahora por los poderes de las tinieblas luchará por libra al hombre de las leyes del Karma y las divinidades autócratas.
Fuente: N.N.

martes, 30 de junio de 2015

PREMIO HUGO DE NOVELA 1967. La luna es una cruel amante.


PREMIO HUGO DE NOVELA  1967. La luna es una cruel amante.

Robert Anson Heinlein (7 de julio de 1907 - 8 de mayo de 1988) fue un escritor estadounidense de ciencia ficción considerado por algunos críticos entre los tres mejores de todos los tiempos (junto con Isaac Asimov y Arthur C. Clarke).
Ganó cuatro premios Hugo por Estrella doble (1956), Tropas del espacio (1960), Forastero en tierra extraña (1962) y La Luna es una cruel amante (1967). Fue elegido en 1974 Gran Maestro por la Asociación de escritores de ciencia ficción y fantasía de Estados Unidos (SFWA), convirtiéndose así en el primer galardonado con esta distinción.
Habitualmente riguroso en cuanto a la base científica en sus historias, incluso sus historias de fantasía contienen una estructura científica lógica. Una de las características que definen su escritura fue el introducir en la temática de la ciencia ficción la administración, la política, la economía, la lingüística, la sociología y la genética. Fue también uno de los abanderados del individualismo, lo cual quedaba reflejado en la riqueza de los personajes (ejemplo claro es Lazarus Long), tanto en conocimientos, como en habilidades.
Otro de los temas recurrentes en este autor es cuestionar las costumbres contemporáneas, culturales, sociales y sexuales, describiendo sociedades con ideales bastante alejados de los de la sociedad occidental de su época. Estas ideas se reflejan en varios de sus libros, como en Forastero en tierra extraña o El número de la bestia (1980).
***
LA LUNA ES UNA CRUEL AMANATE. 
La Luna, con el devenir del tiempo, se ha convertido en una singular colonia penal, en la que conviven los más recientes transportados con los descendientes ya libres, de los primeros penados. Sin embargo, la omnipotente Autoridad de Tierra, a través del Alcaide, sigue rigiendo con mano férrea sus destinos e imponiendo sus drásticas leyes.

En ese mundo tan distinto al nuestro, con otras concepciones acerca de la política, la amistad, el sexo, la vida, la muerte y el matrimonio, Manuel O`Kelly, descendiente de transportados, manco, poseedor de siete brazos especializados, descubrirá de pronto el germen de una rebelión que pretende oponerse al tiránico poder del planeta madre. Y descubrirá también la sorprendente personalidad de Mike, el ordenador central de Luna, una extraña máquina con un desconcertante sentido del humor, capaz de convertirse en el líder de una desesperada revolución vindicativa de unos derechos nunca reconocidos...
Fuente: Enrico Pugliatti.

sábado, 27 de junio de 2015

Premio Hugo de novela 1966.


Premio de novela HUGO, 1966.
Roger Zelazny, nacido el 1937-1995, es uno de los más celebrados escritores norteamericanos contemporáneos. Su surgimiento impetuoso en la década de 1960 se suele asociar con la difusión de la `new wave` en Estados Unidos, siendo, sin duda, uno de sus máximos exponentes.

En el transcurso de muy pocos años, su nombre se hizo merecedor de una enorme reputación en el terreno de la ciencia ficción, llegando a ganar dos Premios Hugo de novela consecutivos (el primero de ellos a `Tú, el inmortal`, compartido con `Dune`, de Frank Herbert). Sin embargo, la máxima popularidad le ha llegado en el campo de la fantasía, con el que muchas de sus novelas de ciencia ficción guardaban influencias marcadas y hacia el que su obra ha venido decantándose progresivamente. Su serie de `Ámbar` y demás libros de fantasía han sido auténticos bestsellers en los últimos años.

El autor ha publicado asimismo numerosos volúmenes de poesía a lo largo de su trayectoria.

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(Fragmento de novela: Tú, el inmortal).
Al tratar de reconstruir los acontecimientos de los últimos seis meses, me doy cuenta ahora de que, mientras nosotros levantábamos muros de pasión en torno a nuestro octubre y la isla de Os, la Tierra había caído ya en manos de aquellos poderes aniquiladores de todos los Octubres. Dirigidas desde dentro y fuera, las fuerzas de la destrucción definitiva avanzaban ya, a paso de ganso, entre las ruinas. ~. Implacables, sin rostro, con los brazos en alto. Cort Myshtigo aterrizó en Port-au-Prince tras un viaje en el «Autobús Solar Nueve», que le trajo desde Titán junto con todo un cargamento de camisas y zapatos, ropa interior, calcetines, vinos variados, medicinas y las últimas grabaciones de la civilización. Hombre rico e influyente, ese periodista galáctico. Hasta dónde llegaba su riqueza, tardaríamos muchas semanas en descubrirlo; hasta qué punto era influyente, me enteré sólo hace cinco días.
Paseando entre los abandonados, olivares, abriéndonos camino por entre las ruinas de un castillo franco, o mezclando nuestras huellas con el rastro jeroglífico de las gaviotas, allí, en la arena húmeda de las playas de Kos, matábamos el tiempo mientras esperábamos un rescate que no podía llegar, que nunca, en realidad, debiéramos haber esperado.
El cabello de Cassandra es brillante y posee el color de los olivos de Katamara. Sus manos son suaves, sus dedos cortos, delicadamente ensamblados. Tiene los ojos muy negros. Sólo es unos diez centímetros más pequeña que yo, lo que confiere una gracia especial a su figura, teniendo en cuenta que yo paso del metro ochenta y cinco. Claro está que cualquier mujer resulta agraciada, distinguida y hermosa caminando a mi lado, puesto que yo no soy nada de eso: mi mejilla izquierda era por entonces un mapa de Africa pintado a todo color, por culpa de aquellas fungosidades que atrapé al contacto con una lona mohosa cuando volvía de desenterrar a Guggenheim para el viaje a Nueva York. Mi pelo se detiene a un dedo de las cejas, y mis ojos son desiguales (cuando quiero intimidar a las personas, les clavo la mirada utilizando el ojo derecho, azul y frío, reservando el otro, de color castaño, para las miradas «francas y honradas»). Además llevo una bota reforzada, debido a mi pierna derecha, más corta que su compañera.
Verdad es que Cassandra no necesita de contrastes. Es hermosa.
La encontré por casualidad, la perseguí desesperadamente, me casé con ella a la fuerza (esto último fue idea suya). En realidad, no era ése mi propósito, ni siquiera aquel día cuando atraqué mi caique en el puerto y la vi allí, tendida al sol como una sirena junto al plátano de Hipócrates, y decidí que la deseaba. Los kallikanzaroi nunca fuimos el tipo ideal para fundar familias. Cometí un error, una vez mas.
Era aquélla una mañana clara. Iniciábamos nuestro tercer mes de vida en común. Era también mi último día en Kos... debido a una llamada recibida la tarde anterior. Todo rezumaba aún la humedad de la lluvia nocturna, y nos hallábamos sentados en el patio, bebiendo café turco y comiendo naranjas. El día comenzaba a infiltrarse por el mundo. Soplaba una brisa intermitente, húmeda, que nos ponía la carne de gallina bajo la negra armadura del suéter y disipaba el vapor de las tazas de café.

martes, 23 de junio de 2015

Premio Hugo, 1965. Autor: Fritz Leiber.


Premio Hugo, 1965.
Autor: Fritz Leiber.
El planeta errante es una novela larga, ambiciosa y de lectura fácil y amena.
Comienza con un eclipse de Luna. En todo el mundo la gente mira al cielo, y en rápida sucesión aparece una docena de personajes: astrónomos aficionados, fanáticos de ciencia ficción, entusiastas de los platillos voladores, y otros, todos brillantemente descritos. Es una narración con muchas tramas. La principal concierne a Paul Hagbolt, Margo Gelhorn, y a su gato Miau, durante un viaje nocturno en California del Sur. Se encuentran con una reunión, al aire libre, de observadores de ovnis. Repentinamente, las estrellas se desplazan hacia el lado oscuro de la Luna y un nuevo planeta se hace visible. Es el Errante, cuatro veces más grande que la Luna, en la cara visible tiene la forma del símbolo Yin?Yang, mitad oro, mitad púrpura: un enorme objeto no identificado que supera la imaginación de los fanáticos de los platillos voladores, un mundo artificial que ha viajado a través del hiperespacio y se ha detenido en nuestro sistema solar para reabastecerse en la Luna.
El planeta errante es en parte una novela de desastre, en parte una ópera espacial. Leiber enriquece el libro con incontables referencias a la mitología, la religión, las artes y la ciencia ficción.

Fuente: Título original: The wanderer. Traducción de Rubén Masera. Portada de Ripoll Arias.  1964; Fritz Leiber. 1988, EDHASA. Colección Clásicos Nebulae. Edición digital de Bizien.

Nota: como dato curioso  a esta novela en el año 2012, se publicó una noticia que señaló la existencia de un planeta errante o vagabundo en nuestra galaxia.
He aquí la noticia.

Un mundo errante vaga por el espacio. El insólito objeto cósmico, detectado por el Observatorio Austral Europeo (ESO, por sus siglas en inglés), flota libremente por el Universo sin estrella anfitriona. Este cuerpo es el mejor candidato descubierto hasta ahora que podría clasificarse como planeta errante y el objeto de este tipo más cercano al Sistema Solar, ya que se encuentra a una distancia de unos 100 años luz.
Los planetas errantes son objetos de masa planetaria que vagabundean por el espacio sin estar atados a ninguna estrella. Ya se han encontrado antes posibles ejemplos de este tipo de objetos, pero, al no conocer sus edades, los astrónomos no podían saber si se trataba de planetas o de enanas marrones — estrellas 'fallidas' que perdieron la masa necesaria para desencadenar las reacciones que hacen brillar a las estrellas.
Pero ahora los astrónomos han descubierto un objeto, denominado CFBDSIR2149, que parece formar parte de un grupo cercano de estrellas jóvenes conocido como Asociación estelar de AB Doradus. Los investigadores encontraron el objeto en unas observaciones realizadas con el telescopio CFHT (Canada France Hawaii Telescope) y han aprovechado las capacidades del VLT (Very Large Telescope) de ESO para examinar en profundidad sus propiedades.
El lazo entre el nuevo objeto y la asociación estelar es la clave que permitirá a los astrónomos deducir la edad del nuevo objeto descubierto. Si el objeto está asociado a este grupo en movimiento -y por tanto es un objeto joven— es posible deducir aún más cosas sobre él, incluyendo su temperatura, su masa, y de qué está compuesta su atmósfera. Se trata del primer objeto de masa planetaria aislado identificado en una asociación estelar, y su relación con este grupo lo convierte en elcandidato a planeta errante más interesante de los identificados hasta el momento.
"Buscar planetas alrededor de sus estrellas es similar a estudiar una mosca sentada a un centímetro de un distante y potente faro de coche", afirma Philippe Delorme (Instituto de planetología y astrofísica de Grenoble), investigador principal del nuevo estudio. "Este objeto errante cercano nos da la oportunidad de estudiar la mosca con detalle sin la deslumbrante luz del faro estorbándonos".
Se cree que objetos como este se pueden crear de dos modos, ambos intrigantes: como planetas normales que han sido expulsados del sistema que los albergaba, o bien como objetos solitarios como las estrellas más pequeñas o enanas marrones.
Este tipo de planetas pueden ser una ventana a multitud de conocimientos sobre el Universo. "Estos objetos son importantes, ya que pueden ayudarnos tanto a comprender más sobre cómo pueden eyectarse planetas de sistemas planetarios, como a entender cómo objetos muy ligeros pueden resultar del proceso de formación de una estrella", afirma Philippe Delorme. "Si este pequeño objeto es un planeta que ha sido eyectado de su sistema original, saca de la nada la asombrosa imagen de mundos huérfanos, a la deriva en el vacío del espacio".
Sin embargo, las investigaciones aún deben continuar para certificar si este objeto es definitivamente un planeta errante.

viernes, 19 de junio de 2015

Clifford D. Simak. Premio Hugo, 1964.


Clifford D. Simak nace en Milville (Wisconsin, EUA) en 1904, en 1929 contrae matrimonio con Agnes Kuchenberg, con quien tendrá dos hijos. Estudia en la Universidad de Wisconsin y comienza a trabajar para algunos diarios, hasta que en 1939 entra a trabajar en el Minneapolis Star And Tribune de Minneapolis (Minnesota), en el que permanecerá hasta su retiro en 1976. Durante todo este tiempo, simultaneara su trabajo como periodista con su actividad como escritor, de ciencia-ficción principalmente.

Su primera publicación es EL MUNDO DEL SOL ROJO (THE WORLD OF THE RED SUN), en el número de diciembre de 1931 de Wonder Stories. Se trata, pues, de un autor previo a la época dorada de la era Campbell. Uno de los pocos que logró sobrevivir al cambio de orientación en la ciencia ficción que supuso que éste tomara las riendas de Astounding Science Fiction en 1937. De hecho, Simak no escribió nada en el periodo que va de 1933 a 1937 (con la única excepción THE CREATOR en 1935) porque el mismo confesaba sentirse incómodo con la ciencia ficción que se hacía en la época. No obstante, con la llegada de Campbell a ASF, las nuevas directrices se adaptaron perfectamente a su estilo, y se convirtió en uno de los autores regulares de la revista.

Es significativo el gran respeto y admiración que siempre despertó entre el resto de escritores del género, Isaac Asimov lo describe como un hombre afable y bondadoso en el aspecto personal, y como la encarnación de la sencillez y claridad literaria que él siempre ha buscado a lo largo de su obra, en el aspecto literario. Robert Heinlein va si cabe más allá, y dice que leer ciencia ficción es leer a Clifford D. Simak. Este reconocimiento culminará en 1976 con la otorgación del premio Gran Maestro de los Escritores de Ciencia Ficción de América (antes que él únicamente lo habían recibido Robert Heinlein y Jack Williamson).

Otros premios destacables a lo largo de su carrera son:
Premio Internacional de Fantasía (International Fantasy Award) para el mejor libro de ficción por CIUDAD (CITY) en 1953.
Premio Hugo a la mejor novela corta de 1959 por UN GRAN PATIO DELANTERO (THE BIG FRONT YARD).
Premio Hugo a la mejor novela de 1964 por ESTACIÓN DE TRÁNSITO (WAY STATION).
Premio de la Academia de las Ciencias de Minnesota en 1967 por el destacado servicio prestado a la ciencia [2]
Primer Premio Fandom Hall of Fame en 1973
Premio Júpiter a la mejor novela de 1978 por HERENCIA DE ESTRELLAS (A HERITAGE OF STARS).
Premios Hugo, Nébula, Locus y Analog al mejor relato corto de 1981 por LA GRUTA DE LOS CIERVOS DANZARINES (GROTTO OF THE DANCING DEER).
Premio Bram Stoker a la labor de toda una vida en 1988.

***

Estación de tránsito
Clifford D. Simak
Título original: Way Station
Trad. J. Ribera
Col. Biblioteca de Ciencia Ficción nº 4
Orbis, 1986
¿Qué podría decir de esta novela y de su autor que no se haya dicho ya? Os diría que es una de las más grandes escritas jamás, que forma parte de aquellos papeles impresos que nos han mantenido felizmente atrapados en el sillón durante tanto tiempo, que está a la altura de los seis o siete mejores títulos de ciencia-ficción, siempre en mi modestia opinión, junto a Pórtico de Frederik Pohl, Tigre Tigre (o Las estrellas mi destino, por favor) de Alfred Bester, El día de los trífidos de John Wyndham, 2001: una odisea espacial, de Clarke, Edén de Stanislaw Lem, Fundación de Asimov, y las que espero descubrir con los años.

Estación de tránsito nos narra la historia de Enoch Wallace, una persona sencilla que vive en una casa desconectada de todo atisbo de civilización, y del que se dice que tiene más de un siglo. Hombre corriente, aparentemente apocado, guarda un maravilloso secreto que le convierte, irónicamente, en uno de los hombres más civilizados del planeta. Deberá compaginar su vida cotidiana -y sus remordimientos al recordar su participación en la Guerra de Secesión- con el tremendo secreto que esconde, consciente que será descubierto, tarde o temprano, por aquellos a los que trata de proteger de una situación que podría cambiar, e incluso destruir, su actual forma de vida.

El maestro Simak narra la historia con una perfección descriptiva (a veces excesiva) que muy pocas veces he podido descubrir. La naturaleza montañosa y los largos paseos por caminos de idílica tranquilidad demuestran una sensibilidad ecologista que resulta extremadamente avanzada para la época, y que llevan implícitos unos ligeros toques de mágica fantasía.

Se muestra crítico con situaciones enormemente preocupantes y gran conocedor de la sociedad humana `natural`, donde sabe que el ser humano no es suficientemente bueno ni evolucionado. Hace gala de una imaginación propia de un avanzado exobiólogo, aunque debe expresarse en los términos de su época -el aparente desfase es más que natural-, y de una inventiva genial ante las situaciones que plantea, con un tono que se muestra, al mismo tiempo, utópico y clásico.

Si hay que poner un pero, sería el final, apretado y demasiado impaciente, que impide una conclusión explosiva de la historia que la convertiría, sin lugar a dudas, en la mejor novela de este género. No os dejéis disuadir por este pequeño punto negro y disfrutad de un libro maravilloso que, entre un maremagno de sentimientos, parece que nos ruega: seamos amigos.
Fuente: Raúl de la Cruz Orobio

(Fragmento de novela)
2
ESTACIÓN DE TRANSITO
Clifford D. Simak
Traducción de JOSÉ RIBERA
TITULO ORIGINAL EN INGLÉS:
WAY STATION
NEBULAE 120
E. D. H. A. S. A.
BARCELONA BUENOS AIRES
Depósito legal: B 26.724-1966
No. Rgtro. : 5214-66
© Clifford D. Simak
Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A.
Avenida Infanta Carlota, 129 - Barcelona
Emegé. E. Granados, 91 y Londres. 98 – Barcelona
3
I
El fragor ya había terminado. El humo se arrastraba en finas hebras grises de
niebla sobre la tierra torturada, las cercas destrozadas y los melocotoneros hechos
astillas aguzadas por el fuego de cañón. Por un momento - reinó silencio, aunque no paz, sobre aquellos escasos kilómetros cuadrados de terreno, donde sólo un
momento antes los hombres gritaban y se debatían con el frenesí de un Odio
ancestral que los enfrentaba en una lucha s~ aliar, antes de que se separasen paracaer exhaustos.
Durante un tiempo interminable, según pareció, los truenos rodaron del uno al otro
confín del horizonte, la tierra destripada saltó por los aires, los caballos relincharon y los hombres profirieron roncas imprecaciones; se escuchó el silbido del metal y el
golpe sordo con que terminó; brilló el ruego abrasador y resplandeció el acero; los
gallardos colores de las banderas restallaron en el viento de la batalla.
Luego todo terminó y reinó el silencio,
Pero el silencio era una nota extraña que no tenía ningún derecho sobre aquel
campo ni sobre aquel día, y no tardaron en romperlo los gemidos y los gritos de
dolor, las voces pidiendo agua y las súplicas de muerte... el llanto, las llamadas y los gemidos que proseguirían durante horas bajo el sol del estío. Luego aquellas siluetas acurrucadas se quedarían quietas y tranquilas, se esparciría un hedor que causaría náuseas a todos cuantos por allí pasaran, y las tumbas no serían profundas.
Habría trigo que no sería nunca segado, árboles que no florecerían cuando
volviese la primavera, y en la ladera que subía hasta el farallón, las palabras sin
pronunciar, las gestas sin realizar y los bultos empapados que pregonaban el vacío y el despilfarro de la muerte.
Había hombres orgullosos que aún se habían cubierto de más gloria, pero que
entonces no eran más que nombres cuyo eco resonaría a través de las edades... la Brigada de Hierro, el V de New Hampshire, el I de Minnesota, el II de Massachusets, el XVI de Maine.
Y había también Enoch Wallace.
Aún empuñaba el mosquetón hecho pedazos y tenía ampollas en las manos. Su
cara estaba tiznada de pólvora. Tenía los zapatos cubiertos de polvo y sangre reseca.
Pero aún vivía.

II
4
El Dr. Erwin Rardwicke hizo rodar el lápiz entre las palmas de las manos. Era una
cuestión irritante. Miró al hombre sentado al otro lado de la mesa de su escritorio,
con cierta expresión calculadora.
- Lo que no acabo de entender - dijo Hardwicke - es por qué ha acudido usted a
nosotros.
- Verá; ustedes son de la Academia Nacional de Ciencias y pensé que...
- Y ustedes son de la CIA.
- Mire, doctor, si le parece mejor, considere esta visita extraoficial. Finjamos que
soy un ciudadano intrigado que se dejó caer por aquí para ver si usted podía ayudarme.
- No es que no quiera ayudarle pero no sé cómo podría hacerlo. Todo esto me
parece tan nebuloso y tan hipotético...
- ¡Pero por Dios hombre! - dijo Claude Lewis -, no puede usted negar las pruebas
que tengo... por pequeñas que sean.
- Bien, de acuerdo - repuso Hardwicke -, empecemos de nuevo y examinémoslo
detalle por detalle. Dice usted que tienen a este hombre...
- Se llama Enoch Wallace - continuó Lewis -. Bajo el punto de vista cronológico,
tiene ciento veinticuatro años. Nació en una alquería de Wisconsin, a pocos
kilómetros de la ciudad de Millville, el 22 de abril de 1840, y es hijo único de Jedediah
y Amanda. Fue de los primeros en alistarse en respuesta a la llamada de Abraham
Lincoln que pedía voluntarios. Se incorporó a la Brigada de Hierro, la cual fue
prácticamente liquidada en Gettysburg, en 1863. Pero Wallace consiguió ser
destinado a otra unidad de combate y luchó en toda Virginia bajo el mando de Grant.
Asistió al fin de la lucha en Appomatex...
- Veo que han investigado sus antecedentes.
- He mirado su hoja de servicios. Su solicitud de alistamiento en el Capitolio del
Estado, en Madison. El resto de la documentación, entre la que se cuenta su
licenciamiento, aquí en Washington.
Y dice usted que aparenta unos treinta años.
- Ni un día más. Y quizá menos que eso.
- Pero usted no ha hablado con él.
Lewis meneó negativamente la cabeza.
- Acaso no sea nuestro hombre. Si tuviésemos sus huellas dactilares...
- En tiempo de la Guerra de Secesión - dijo Lewis -, aún no se tomaban huellas
dactilares.
5
- El último veterano de nuestra guerra civil - comentó Hardwicke -, murió hace
unos años. Creo que era un tambor de la Confederación. Aquí debe de haber algún error.
Lewis hizo un movimiento negativo con la cabeza.
- Lo mismo pensaba yo, cuando me destinaron a este caso.
-¿Y cómo fue que lo destinaron a él? ¿Por qué se interesan los servicios de
Información en un asunto como éste?
- Reconozco que es algo que se sale un poco de lo corriente - admitió Lewis -.
Pero es algo que podría tener consecuencias tan extraordinarias...
-¿Se refiere usted a la inmortalidad?
- Es posible que tal idea cruzara por nuestra mente. Una simple posibilidad de
ella. Pero sólo de refilón. Antes tuvimos en consideración otras cosas. , Hay algo tan extraño, que merecía una investigación.
- Pero la CIA...
Lewis sonrió.
- Ya sé lo que piensa: ¿por qué no se encargaba de la - investigación a un centro
científico cualquiera? Supongo que lógicamente así debiera haber sido. Pero uno de nuestros hombres tropezó casualmente con el asunto. Se hallaba de vacaciones.
Tenía familia en Wisconsin... y no ea aquella región particular, sino a unos cincuenta kilómetros de ella. Oyó un rumor... un rumor muy vago, que apenas pasaba de ser una mención casual. Entonces husmeó un poco por allí. No descubrió mucho, pero sí lo suficiente para hacerle creer que el rumor no se hallaba desprovisto de fundamento.
- Esto es lo que más me intriga - observó Hardwike -. ¿Cómo es posible que un
hombre viva ciento veinticuatro años en una localidad sin convertirse en una celebridad de renombre mundial? ¿Se imagina usted el partido que sacarían los
periódicos a un notición como éste?
- Me estremezco sólo de pensarlo - repuso Lewis.
- Aún no me ha dicho cómo sería posible.
- Resulta un poco difícil de explicar - contestó Lewis -. Se tiene que conocer la
región y sus moradores. El extremo de Wisconsin está limitado por dos ríos, el
Mississipi por el oeste, y el Wisconsin por el norte. Entre los ríos se extienden
anchurosas y dilatadas praderas, con ricas tierras, prósperas alquerías y ciudades.
Pero las tierras que descienden hasta el río son fragosas y quebradas; abruptos
riscos, altivos peñascos, profundas gargantas y acantilados, entre los que quedan
algunas regiones aisladas, a modo de bolsas. Para llegar a ellas, sólo hay malas
carreteras y las pequeñas y toscas casas de labor están habitadas por unas gentes que tal vez se hallan más cerca de los pioneros de hace cien años que de la civilización del siglo XX. Tienen automóviles, desde luego, y radios y pronto tendrán hasta televisión. Pero son de espíritu muy conservador y retrógrado... no todos los habitantes, desde luego, y de éstos muy pocos, pero esos pocos se encuentran en esos pequeños grupos aislados.
»Hubo un tiempo en que había muchas alquerías en esas bolsas aisladas, pero
hoy en día apenas nadie puede vivir en esas míseras explotaciones agrícolas. Las
dificultades económicas obligan poco a poco a los habitantes de estas zonas a
abandonarlas. Venden sus tierras por lo que les quieren dar por ellas y emigran,
principalmente a las ciudades, para poder ganarse la vida.
Hardwicke hizo un gesto de asentimiento.
- Y únicamente se quedan, por supuesto, los más retrógrados y conservadores.
Exacto. La mayoría de las tierras pertenecen actualmente a propietarios que viven
fuera de ellas y que las tienen abandonadas. Lo más que hacen es criar en ellas
unas cuantas cabezas de ganado. No es un mal sistema de eludir los impuestos para quienes necesitan recurrir a estos medios. Y en los días en que se estilaba el banco de tierra, muchas de estas tierras fueron administradas por este banco.
-¿Quiere usted decir que esas gentes tan atrasadas se han confabulado para no
hablar?
- Acaso no sea una conspiración tan declarada como eso - repuso Lewis -. Sólo
es su manera de hacer las cosas, una supervivencia de la antigua y recia filosofía de los pioneros. Sólo se ocupaban de sus propios asuntos. No les gustaba que los
demás se inmiscuyesen en ellos y en cuanto a ellos, no se metían en los asuntos
ajenos. Si un hombre quería vivir hasta tener mil años, esto podía ser asombroso,
pero al fin y al cabo era cuenta suya. Podrían comentarlo entre ellos, pero con nadie más. Les molestaría que un extraño quisiera tirarles de la lengua.
»AI cabo de un tiempo, supongo, terminaron por aceptar el hecho de que Wallace
continuaba siendo joven mientras ellos envejecían. La costumbre terminó por hacer desaparecer el asombro y probablemente no hablaron mucho de ello, ni siquiera entre ellos mismos. Las nuevas generaciones lo aceptaron porque sus padres no veían en aquello nada de extraordinario... y además, veían muy poco a Wallace, porque éste llevaba una vida muy retraída.
- Y en las regiones vecinas, cuando las gentes pensaban en aquello, se
acostumbraron a considerarlo como una especie de leyenda... otra absurda historia que no valía la pena comprobar. Tal vez fuese una simple broma de aquellos rústicos. Una historia como la de Rip Van Winkle que probablemente no encerraba una sola palabra de verdad. Nadie tenía ganas de hacer el ridículo tratando de averiguar lo que tuviese de cierto.
- Pero su agente lo hizo.
- Sí, y no me pregunte por qué.
- Sin embargo, no le habían ordenado que investigase el caso.
- Lo necesitaban en otra parte. Y además, allí ya era demasiado conocido.
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-¿Y usted?
- Me requirió dos años de trabajo.
- Pero ahora ya sabe la verdad.
- No toda. Hay más incógnitas ahora que al principio.
- Usted ha visto a ese hombre.
- Muchas veces - repuso Lewis -. Pero nunca he hablado con él. No creo que ni
siquiera me haya visto. Da un paseo todos los días antes de ir a buscar el correo.
Tenga usted en cuenta que nunca abandona sus tierras. El cartero le trae las
pocas cosas que necesita. Un saco de harina, una libra de tocino, una docena de
huevos, cigarros y a veces vino.
- Pero esto debe de ser contrario al reglamento postal. Claro que lo es. Pero los
carteros lo hacen desde hace años. No hace daño a nadie y así continúa hasta que alguien se queja. Pero en este caso, nadie se quejará. Es probable que los carteros sean los únicos amigos que ha tenido ese hombre.
- Según tengo entendido, el tal Wallace apenas trabaja
- Así es. Tiene un pequeño huerto y en él - cultiva algunas verduras. Sus tierras
vuelven a ser bravías y. salvajes.
- Pero tiene que vivir. Tiene que sacar dinero de alguna parte.
- Y lo saca - dijo Lewis -. Cada cinco o diez años envía un puñado de piedras
preciosas a una empresa de Nueva York.
-¿Las obtiene legalmente?
- Solo que usted quiere saber es si se trata de algo delictivo, le diré que no lo creo.
De todos modos, si alguien quisiera denunciarlo por ello, creo que habría una base
legal para hacerlo. No al principio, cuando empezó a enviar piedras preciosas, hace muchos años. Pero las leyes cambian y sospecho que tanto él, como el comprador, burlan a varias de ellas.
-¿Y eso a usted no le importa?
- Visité a esa empresa - contestó Lewis -, y se pusieron bastante nerviosos. En
primer lugar, robaban escandalosamente a Wallace. Yo les dije que siguiesen
comprándole, y que si se presentaba alguien a investigar, que me lo enviasen
inmediatamente. Por último, les pedí que guardasen silencio sobre e1 asunto y no
cambiasen nada.
- No quiere que nadie pueda asustarlo - comentó Hanwicke.
- Exactamente. Quiero que el cartero siga haciendo de recadero y que la empresa
de Nueva York continúe comprándole piedras preciosas. Quiero que todo siga tal
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como está. Y antes de que usted me pregunte de dónde proceden esas piedras, le
diré que lo ignoro.
- Quizá tenga una mina.
-¡Menuda mina sería! Una mina que daría diamantes, rubíes y esmeraldas.
- Yo diría que, incluso a los precios que le pagan, recibe mucho dinero.
Lewis asintió.
- Por lo visto, sólo efectúa envíos de piedras cuando necesita fondos. Vive de una
manera muy frugal, a juzgar la comida que compra, y, por lo tanto, no necesita
mucho dinero. Pero está suscrito a numerosos diarios y revistas de información, sin hablar de docenas de publicaciones científicas. También compra muchos libros.
-¿Obras técnicas?
- Algunas de ellas sí, en efecto, pero en su mayoría tratan de los últimos
adelantos. Física, química y biología... esas cosas.
- Pero yo no...
- Claro que usted no. Ni yo tampoco. No es hombre de o, al menos, no tiene una
formación científica.
En los días en que fue a la escuela eso no se estilaba... quiero decir que no se
daba la educación científica actual. Y además, lo que entonces pudiera haber
aprendido, hoy de poco le serviría. Asistió a la escuela de primeras letras - una de
esas escuelas rurales de una sola habitación - y sólo un invierno en una academia
que existió durante un año o dos en la aldea de Millville. Por si usted no lo sabe, le
diré que esa academia era de las mejores que existían a mediados del siglo pasado.
En cuanto a él, parece ser que era un joven muy inteligente.
Hardwícke movió dubitativamente la cabeza.
- Parece algo increíble. ¿Y usted ha comprobado todo esto?
- Lo mejor que he podido. He tenido que hacerlo con mucho cuidado. No quería
levantar la liebre. Ah; me olvidaba de una cosa... escribe mucho. Compra esas
grandes agendas o diarios, encuadernados en tela, en lotes de una docena. En
cuanto a la tinta, la compra a litros.
Hardwicke se levantó de la mesa y empezó a pasear por la habitación.
Lewis – dijo -, si usted no me hubiese mostrado sus credenciales y yo no hubiese
comprobado su autenticidad, me figuraría que todo esto no pasaba de ser una broma de muy mal gusto.
Regresó a la mesa y volvió a sentarse. Tomando el lápiz, se puso a hacerlo rodar
de nuevo entre las palmas de las manos.
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- Lleva ya dos años estudiando este caso – dijo -. ¿Y no tiene ninguna idea?
- Ninguna en absoluto - repuso Lewis -. Estoy completamente desconcertado. Por
esto me encuentro aquí.
- Sígame contando la historia de ese hombre. ¿Qué hizo después de la guerra?
- Su madre murió - dijo Lewis -, mientras él estaba en el ejército. Su padre y los
vecinos la enterraron allí, en sus tierras. Esto era frecuente entonces. El joven Wallace consiguió un permiso, pero no llegó a tiempo para asistir al entierro. En aquellos días no se solían embalsamar a los muertos y se viajaba con mucha lentitud.
Después volvió a la guerra. Por lo que he podido averiguar, no le dieron otros
permisos. Su padre vivió solo, cultivando sus tierras, haciendo su propio pan, sin
necesitar a nadie. Parece ser que fue un buen agricultor, excepcional para su época.
Estaba suscrito a varias revistas agrícolas y tenía ideas progresivas. Tenía en
cuenta, por ejemplo, la rotación de las cosechas y la prevención de la erosión, entre otras cosas. Sus tierras dejaban mucho que desear según las normas modernas, pero sacaba de ellas su sustento e incluso le permitían reunir algunos ahorros.
»Entonces Enoch regresó de la guerra y ambos cultivaron las tierras juntos
durante un año o cosa así. El viejo Wallace adquirió una segadora tirada por un
caballo, con una hoz mecánica que segaba el heno o el trigo. Aquello era un sistema revolucionario, junto al cual la guadaña no tenía comparación.
»Hasta que una tarde, el viejo salió a segar un campo de heno. Los caballos,
asustados por algo, se desbocaron.
El padre de Enoch fue derribado del asiento y cayó delante de la segadora
mecánica. No fue una manera muy agradable de morir.
Hardwicke hizo una mueca de disgusto.
- Horrible - dijo.
- Enoch fue a buscar a su padre y llevó el cadáver a la casa. Luego tomó una
escopeta y salió en persecución de los caballos. Los encontró en un extremo de los pastos, los mató a tiros y allí los dejó. Sí, allí. Durante años, sus esqueletos yacieron entre la hierba, allí donde él los mató, aun uncidos a la segadora, hasta que los arneses se pudrieron.
»Después volvió a la casa y tendió a su padre frente a ella. Lo lavó, lo vistió con
su traje negro de las fiestas, lo tendió sobre una tabla y luego fue al establo para
hacer un ataúd. Hecho esto, cavó una fosa junto a la tumba de su madre. La terminó a la luz de una linterna; luego volvió a la casa y pasó la noche velando a su padre. Al amanecer fue a participar lo sucedido al vecino más próximo, éste lo notificó a los demás y alguien fue en busca de un sacerdote. Al atardecer se celebró la ceremonia
mortuoria, terminada la cual Enoch volvió a la casa. Y allí ha vivido desde entonces, pero nunca ha vuelto a cultivar las tierras. Es decir, excepto el huerto.
- Decía usted que esa gente no quiere hablar con extraños. ¿Cómo se las ha
arreglado para saber tanto?
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- He necesitado dos años. Conseguí infiltrarme. Compré un automóvil
desvencijado, me presenté en Millville y dije que era un recolector de ginseng.
-¿Un qué?
- Un recolector de ginseng. El ginseng es una planta.
- Sí, ya lo sé. Pero ahora apenas nadie la emplea.
- Aún la compran algunos herbolarios. Se puede vender una poca para la
exportación. Pero yo también buscaba plantas medicinales y pretendía poseer un
amplio conocimiento de ellas y de sus virtudes. "Pretendía" no es la palabra
adecuada; me hallaba bastante empollado sobre la materia.
- El tipo de alma sencilla - comentó Hardwick - que aquellas gentes podían
entender. Una especie de anacronismo cultural. Y además inofensivo. Tal vez un
poco mal de la cabeza.
Lewis asintió.
- Salió mejor de lo que yo mismo esperaba Me limitaba a ir de una parte a otra y
escuchar lo que la gente me decía. Incluso descubrí un poco de ginseng. Habla una familia en particular... los Fisher. Viven a la orilla del río, al pie de la casa de Wallace, cuyas tierras se asoman al farallón. Esta familia habita en aquellas tierras desde hace casi tanto tiempo como los Wallace, pero son de un genero muy distinto. Los Fisher son una tribu de cazadores de zarigüeyas y de pescadores, amigos de cocinar a la luz de la luna. En mí encontraron un alma gemela. Y era tan enemigo de cambios y tan atrasado como ellos. Guisé con ellos a la luz de la luna, comimos y bebimos juntos y hasta nos fuimos en varias ocasiones a vender nuestras chucherías al pueblo. Salí de caza y de pesca con ellos, nos sentamos juntos, hablamos y me enseñaron un par de sitios donde podría encontrar un poco de ginseng..., “sang” es como ellos lo llaman. Supongo que un etnólogo hallaría una mina de oro con los Fisher. En la familia hay una muchacha..., es sordomuda, pero muy linda, que sabe curar las verrugas por medio de ensalmos...
- Conozco ese tipo humano - dijo Hardwick -. Yo nací y me crié en las montañas
del Sur.
- Fueron ellos quienes me contaron lo de los caballos y la segadora. Así es que un
día subí al lugar indicado y me puse a excavar en los pastos de los Wallace.
Encontré una calavera de caballo y algunos huesos.
- Pero era imposible saber si pertenecían a uno de los caballos de los Wallace.
- Desde luego que no - dijo Lewis -. Pero también encontré parte de la segadora.
No quedaba gran cosa de ella, pero sí lo bastante para identificarla.
- Volvamos a la historia de su vida - apuntó Hardwick -. Después de la muerte de
su padre, Enoch se quedó a vivir en la casa solariega. ¿No la abandonó nunca?
Lewis denegó con la cabeza.
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- Sigue viviendo en la misma casa. Nada ha cambiado.
Y la casa al parecer, no ha envejecido más que su habitante.
-¿Ha estado usted en la casa?
- En ella, no. Junto a ella. Le diré cómo es.

viernes, 12 de junio de 2015

Premio Hugo de novela 1961. CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ Walter M. Miller Jr.


Premio Hugo de novela 1961. CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ
Walter M. Miller Jr.

El escritor de ciencia ficción, famoso por su irónica distopia `A Canticle for Leibowitz` (1959), la cual recibió en 1961 el Hugo Award. Fue la única novela que Miller publicó en vida. Su segunda novela `Saint Leibowitz and the Wild Horse Woman`, apareció hasta 1997. Ambas reflejan la preocupación religiosa de Miller y su pesimista visión `Spenglerian` de la humanidad en la cual las culturas van a traves del ciclo de la vida y decaen. Walter M. Miller Jr. nació en New Smyrna Beach, Florida. Creció en el sur americano y estudió en la Universidad de Tennessee, Knoxville desde 1940 a 1942. Después de los de Pearl Harbor, se enlistó en la Fuerza Aérea y estuvo la mayor parte de la IIGM como encargado del radio y como artillero de cola. Miler voló en 53 misiones de bombardeo sobre Italia y los Balcanes, participando entre otras en la destrucción de la Abadía Benedictina en Monte Casino El controversial asalto al viejo monasterio en el Antiguo Continente fue para Miller una experiencia traumática. Después de la guerra, Miller se casó con Anna Louise Becker, tuvieron 4 hijos. Miller estudió ingeniería en la Universidad de Texas, Austin. En 1947 a la edad de 25 años se convirtió al Catolicismo. Trabajó para las líneas de los ferrocarriles y después vivió en una pensión del ferrocarril y el Servicio Social. En años posteriores Miller pasó evitando las visitas. Después de sufrir de depresión por décadas, Miller terminó con su propia vida. Murió de un disparo que el mismo se inflingió el 9 de enero de 1996 en Daytona Beach, Florida. Antes de su muerte, había empezado a trabajar en la secuela de `Canticle`. Esta novela fue finalmente terminada por Terry Bisson. Miller empezó a publicar historias cortas en los 50`s. Antes de `Secret of the Death Dome` (in Amazing Stories), el cual es mencionado en varias fuentes como su primera historia, publicó `MacDoughal`s Wife` en American Mercury (March 1950) y `Month of Mary` en Extension Magazine (May 1950). En 1955 Miller recibió el Hugo Award por su novelette `The Darfsteller` en el cual un teatro había substituido actores humanos por muñecas tamaño humanocontroladas por el Maestro, también una máquina. Durante su período de escritor activo, Miller publicó cerca de 40 historias. Muchas de ellas transfiguradas del tema convencional de ciencia ficción a exámenes de cuestionamientos éticos, relaciones humanas a tecnología y progreso en historia.
Fuente:n.n.

***

Cántico por Leibowitz 
Walter M. Miller Jr.
Título original: A Canticle For Leibowitz
Trad. I. Peypoch (revisada por Pedro J. Romero)
Col. Nova Ciencia Ficción nº 47
Ediciones B, 1992
Que el género ha evolucionado en los últimos cuarenta años no es un hecho que se pueda poner en duda. Nuevas temáticas, nuevos estilos, y en definitiva, nuevas inquietudes, han venido a transformar la ciencia-ficción y a convertirla en lo que es hoy en día. Algunos autores como Gibson, Simmons o Egan han introducido importantes novedades en las dos últimas décadas, llegando a crear en algunos casos subgéneros -el ejemplo más notable sería el del ciberpunk- dentro del género madre. Otros incluso han intentado ir más allá, tratando de dotar a sus novelas de una calidad literaria que pudiera acercar las cotas estilísticas de la ciencia-ficción escrita a la corriente principal, el famoso mainstream.

Curiosamente, la persecución de la dignidad del género como `gran literatura` ha conseguido en la mayoría de los casos lo contrario. La excesiva pomposidad unida a las ordenanzas editoriales de nuestro tiempo, cuyo primer mandamiento es engordar las novelas para así poder cobrar más por ellas, ha provocado que la pesadez se haya apoderado de muchos de los libros publicados en la pasada década. Por eso no es extraño que uno sienta la necesidad, de vez en cuando, de oxigenarse con una buena dosis de sencillez (que no simplicidad), para lo cual la mejor opción es siempre mirar hacia atrás y sumergirse en la refrescante lectura que proporciona cualquier novela de la década de los 50.

El libro que nos ocupa es un doctorado sobre la mencionada sencillez: cómo contar algo realmente importante de manera amena, con una estructura muy sencilla y en apenas trescientas cincuenta páginas. La carencia de pretensiones de estilo hace que se lean en un suspiro los varios temas que Cántico por Leibowitz ataca, aunque sea de una manera pacífica.

El motor central es el eterno viaje paralelo de las dos creaciones humanas más significativas, la ciencia y la religión, antagonistas eternas, pero como nos cuenta el autor, condenadas a complementarse. Esta batalla de amor y odio es el instrumento del que se vale Miller Jr. para enseñarnos las dos caras de la moneda y presentarnos a su vez otras tramas menores que en realidad no son tal cosa. El libro, dividido en tres capítulos principales, empuja al lector a través de más de mil doscientos años de historia humana. Los nombres de cada parte dan la clave de lo que nos encontraremos en su interior.

Comienza el viaje (`Fiat homo`) cientos de años después de un holocausto nuclear que ha sumido al mundo en una nueva edad oscura. La ciencia, causante de todos los males, es perseguida, y sólo encuentra cobijo, curiosamente, en la Orden Albertiana de San Leibowitz, dedicada a cuidar los libros que sobrevivieron a la quema posterior a la guerra, convirtiendo el cuidado de la Memorabilia en su razón de ser. No más de cinco personajes bastan y sobran para presentarnos rotundamente cómo es el mundo superviviente. Magistralmente, se marcan las pautas de lo que será el nuevo comienzo de la Humanidad.

Transcurridos seiscientos años, abordamos la segunda parte del libro (`Fiat lux`), y nos encontramos con una incipiente civilización que vuelve a despertar por el único camino que el hombre conoce: la guerra. Y gracias a la Orden de Leibowitz, también por la ciencia, por supuesto. El conflicto es evidente para los monjes que tan bien han guardado el saber durante centurias: puesto que la ciencia es la causante de la destrucción de la Humanidad, ¿deberían dejar que saliera de su refugio? Y por otra parte, ¿qué sería de ellos si todo el mundo tuviera los conocimientos cuya custodia da sentido a la existencia de la Orden?

Finalmente, seiscientos años después (`Fiat voluntas tuas`), el Hombre ha recuperado su antiguo esplendor, aunque la amenaza de la destrucción volverá a estar más presente que nunca, y la última esperanza reposará, como siempre fue, en la religiosa Orden que da nombre a la novela, aunque sea más allá de las estrellas.

La religión como soporte de la civilización. Los supersticiosos monjes de Leibowitz como guardianes de la ciencia, del monstruo exterminador que duerme en sus sótanos, cuidando el recipiente del saber humano, del enemigo, en sus entrañas. A lo largo de toda la narración pervive el conflicto moral entre los dos grandes protagonistas del progreso humano, para bien o para mal, compenetrándose y finalmente combatiendo en un maravilloso último capítulo, en el que además Miller Jr. regala la inteligencia del lector con las dudas morales de los monjes, meros guardianes que ven impotentes cómo su criatura se les escapa de las manos, y a los que no les queda otro camino que la resignación y aceptación de su papel en el destino de la raza humana. El instante más intenso aparece en esa última parte, con la eutanasia como excusa, presentándonos el verdadero dilema que separa religión y ciencia, creencia y saber.

Mención aparte merecen el personaje del judío errante, cuya vivencia de la trama corre paralela a la del lector, y los buitres, imperecedera representación del paso del tiempo, que todo lo devora. Cuando termina la novela, un ciclo más de la evolución humana ha sido expuesto a los afortunados ojos del lector. Aun así, el libro no presenta un destino cíclico cerrado, porque el final, por muchas razones, abre nuevas expectativas para el futuro. Al fin y al cabo, no somos el centro del Universo.

Más de mil años de historia, los conflictos morales humanos y, sobre todo, la inevitabilidad de la estupidez del Hombre, presente en sus genes, y por tanto imposible de extirpar, son algunos de los elementos de estudio de este Cántico por Leibowitz. Todo contado a través de la más sublime sencillez, valiéndose nada más que de una docena de personajes, efímeros pero perfectamente descritos. Sencillamente, una extraordinaria novela, premio Hugo de 1961, escrita por un auténtico conocedor del espíritu humano, a la que Nova debería haber otorgado en su tiempo una portada a su altura.

Santiago L. Moreno 

***
(Fragmento de novela).
CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ
Walter M. Miller Jr.



Título original: A Cantilce For Leibowitz
Traducción: I. Peypoch
© 1959 Walter M. Miller Jr.
© 1972 Editorial Bruguera S.A.
Av. infanta carlota, 129 - Barcelona.
ISBN 84-02-00670-1
Edición electrónica: Biblioteca de Bizien
R6 04/02


Primera Parte - Fiat Homo

1

El hermano Francis Gerard, de Utah, tal vez no hubiera descubierto los sagrados documentos de no haber sido por el peregrino de los lomos ceñidos que apareció durante el ayuno cuaresmal del joven novicio en el desierto.
El hermano Francis nunca antes había visto a un peregrino con los lomos ceñidos, pero se convenció de que se trataba de un ser real tan pronto como se hubo recobrado del escalofrío que recorrió su cuerpo ante la aparición del peregrino en el lejano horizonte; parecido a una iota serpenteante y negra en la trémula neblina del calor. Sin piernas, pero sosteniendo una cabeza pequeña, la iota se materializó a través del espejo de la neblina en la maltratada carretera; pareció deslizarse, más que caminar, hasta llegar a distinguirse, y obligó a que el hermano Francis se aferrase al crucifijo de su rosario y murmurase un par de avemarías. La iota semejaba una diminuta aparición engendrada por los demonios del calor que torturaban la tierra al mediodía, cuando toda criatura capaz de moverse en el desierto (a excepción de los buitres y algunos monjes eremitas como Francis) se quedaba quieta en su madriguera o detrás de una roca, protegiéndose de la ferocidad del sol. Sólo algo monstruoso, preternatural o con el ingenio atrofiado caminaría voluntariamente por la carretera al mediodía.
El hermano Francis añadió una apresurada plegaria a san Raúl el Ciclópeo, patrono de los deformes, para protegerse de sus infelices protegidos. (¿Quién no sabía que en aquellos días había monstruos en la tierra? ¿Que lo que nacía vivo, por la ley de la Iglesia y de la naturaleza, estaba condenado a vivir y que, de ser posible, quienes lo habían engendrado tenían que ayudarlo a desarrollarse? La ley, aunque no siempre obedecida, lo era con la suficiente frecuencia como para mantener una extendida multitud de monstruos adultos, los cuales escogían a menudo las más remotas de las tierras desiertas para sus vagabundeos y rondas nocturnas cerca de los viajeros de la pradera.) Pero finalmente la iota emergió al aire claro retorciéndose entre nubes de vapor y allí se reveló como un lejano peregrino. El hermano Francis soltó el crucifijo con un tenue amén.
El peregrino era un viejo zanquilargo que se apoyaba en un báculo; llevaba un sombrero de paja, una barba hirsuta y un odre que se balanceaba colgado del hombro. Masticaba y escupía con demasiado placer para ser un espectro y aparentaba ser muy frágil y estar derrengado para poder practicar con éxito el ogrismo o el bandolerismo. A pesar de todo, Francis se apartó silenciosamente del campo de visión del peregrino y se acurrucó detrás de un montón de piedras sin labrar, desde donde podía mirar sin ser visto. En el desierto, los encuentros con extraños, aunque raros, eran ocasión de mutua sospecha y se subrayaban con preparaciones iniciales por ambas partes por si se daba el caso de un incidente, que tanto podría resultar cordial como bélico.
En muy pocas ocasiones, no más de dos o tres veces al año, algún seglar o extraño recorría el viejo camino que pasaba ante la abadía, a pesar de que el oasis que permitía la existencia de ésta habría hecho del monasterio una posada natural para los caminantes; pero se daba la circunstancia de que, dadas las costumbres de la época para viajar, aquella carretera no venía de ninguna parte y no conducía a ningún sitio. Tal vez en épocas pretéritas había formado parte de la ruta más corta entre el lago Great Salt y el viejo El Paso; al sur de la abadía cruzaba otra cinta similar de piedra fragmentada, que se extendía de este a oeste. El cruce estaba erosionado por el tiempo; el hombre no había tenido últimamente nada que ver con ello.
El peregrino estaba ya al alcance de la voz, pero el novicio permaneció oculto detrás del montón de piedras. El hombre llevaba los lomos verdaderamente ceñidos por un pedazo de sucia arpillera; su única vestimenta, además del sombrero y las sandalias. Avanzaba obstinada y penosamente con una cojera mecánica ayudando su pierna tullida con el báculo. Sus pasos rítmicos eran los del hombre que ha hecho un largo recorrido y tiene un largo camino que cubrir. Pero al penetrar en la zona de las viejas ruinas, interrumpió su marcha y se detuvo para orientarse.
Francis se encogió aún más.
No habla ninguna sombra entre el racimo de montículos donde antiguamente se asentó un grupo de edificios; sin embargo, algunas de las piedras más grandes podían proporcionar sensaciones refrescantes a partes selectas de la anatomía de los viajeros acostumbrados a vivir en el desierto, entre los que el peregrino pronto demostró que se contaba. Buscó brevemente una roca del tamaño deseado. Aprobadoramente, el hermano Francis vio que no se aferraba a la piedra y la arrancaba de modo imprudente, sino que, al contrario, se quedaba a cierta distancia de la misma y, con el báculo como palanca y una pequeña piedra como puntal, la levantó hasta que la inevitable criatura reptante salió embistiendo de frente. Fríamente, el viajero mató con su báculo a la serpiente y de un golpe apartó el cuerpo todavía palpitante. Después de haber despachado a la ocupante del agradable hueco de debajo de la piedra, el peregrino se posesionó del refrescante techo del hueco por el método usual de dar vuelta a la piedra. Hecho esto, levantó la parte de atrás de su taparrabo y apoyó su marchito trasero contra la relativamente fresca parte interior de la piedra; se quitó las sandalias con un solo movimiento y presionó las plantas de sus pies contra lo que había sido el suelo arenoso del hueco refrigerante. Así acomodado, movió los dedos de los pies, sonrió haciendo evidente que carecía de dientes y empezó a canturrear una tonada. Pronto estuvo cantando, con verdadero sentimiento, un curioso canto en una lengua desconocida para el novicio. Cansado de su posición, el hermano Francis se removió inquieto.
El peregrino, mientras cantaba, sacó un panecillo y un trozo de queso; interrumpió su canto y se levantó para murmurar suavemente en la lengua de la región, con una especie de deje nasal:
- Bendito seas, Adonái Elohim, Rey de Todos, que hiciste que el sustento saliese de la tierra.
Terminada la oración, se sentó de nuevo y empezó a comer.
Realmente el caminante venía de lejos, pensó el hermano Francis, el cual no sabía de ningún reino vecino gobernado por un monarca con un nombre tan poco familiar y con tales extrañas pretensiones. Aventuró que el viejo hacía una peregrinación de penitencia - quizás a la capilla de la abadía, aunque no fuese de modo oficial una capilla ni el santo fuese aún oficialmente un santo -. Al novicio no se le ocurría otra explicación de la presencia de un viejo caminante en este camino que no iba a ningún sitio.
El peregrino se tomaba su tiempo en comer el pan y el queso; y a medida que la ansiedad del novicio se desvanecía, su incomodidad aumentaba. La regla del silencio para los días de la vigilia de cuaresma no le permitía conversar voluntariamente con el viejo; pero debido a que se le había prohibido abandonar los alrededores de la ermita antes del final de la cuaresma, estaba seguro de que si salía de su escondite antes de que el hombre se marchase éste lo vería u oiría.
Aunque ligeramente vacilante, el hermano Francis se aclaró ruidosamente la garganta y se levantó.
El pan y el queso del peregrino volaron por el aire. El viejo agarró su báculo y se levantó de un salto.
- ¡Trata de acercarte y verás!
Agitó amenazadoramente su báculo hacia la figura encapuchada que se había alzado detrás del montón de piedras. El hermano Francis observó que el grueso final del bastón estaba armado con una punta de hierro. El novicio se inclinó cortésmente tres veces, pero el peregrino ignoró aquella cortesía.
- ¡Quédate donde estás! - chilló -. No te acerques, mutante. No tengo nada de lo que buscas... a menos que sea el queso, y éste puedes quedártelo. Si lo que quieres es carne, soy sólo cartílagos, pero lucharé para conservarlos. ¡Atrás! ¡Atrás!
- Espera... - El novicio hizo una pausa. Cuando las circunstancias exigían la palabra, la caridad y hasta la natural cortesía, podían tener prioridad sobre la regla cuaresmal del silencio; pero hacerlo por su propio impulso lo ponía siempre ligeramente nervioso -. No soy ningún mutante, buen hombre - prosiguió con términos educados. Echó hacia atrás la capucha para mostrar su corte de pelo monástico y le enseñó las cuentas de su rosario -. ¿Comprende su significado?
Durante unos segundos el viejo permaneció al acecho, en actitud beligerante, mientras estudiaba la adolescente cara del novicio cubierta de granos. Su error había sido natural. Las criaturas monstruosas que merodeaban por los límites del desierto llevaban a menudo capuchas, máscaras o hábitos holgados para ocultar sus deformidades. Había algunos cuyas imperfecciones no se limitaban a las del cuerpo, y eran quienes a veces buscaban en los viajeros una fuente segura de carne de venado.
Después de su breve escrutinio, el peregrino se enderezó.
- Ah... uno de ellos. - Se apoyó en su báculo y lo miró ceñudo -. ¿Es la abadía de Leibowitz lo que se ve allí? - preguntó señalando en dirección al sur, hacia el distante grupo de edificios.
El hermano Francis se inclinó educadamente hacia el suelo y asintió.
- ¿Qué haces aquí en las ruinas?
El novicio cogió un pedazo de piedra caliza. Que el viajero supiese leer era estadísticamente improbable, pero decidió probar suerte. Ya que los dialectos vulgares empleados por el populacho no tenían ni alfabeto ni ortografía, escribió en latín: «Penitencia, Soledad y Silencio» sobre una gran piedra plana y las repitió debajo en inglés antiguo. Esperaba, a pesar de su no declarado deseo de tener alguien con quien hablar, que el viejo comprendería y le dejaría en su solitaria vigilia de cuaresma.
El peregrino sonrió burlonamente ante la inscripción. Su risa pareció una mueca fatalista más que otra cosa.
- ¡Vaya, escribiendo aún cosas periclitadas! - dijo, aunque sin condescender a admitir que había comprendido la inscripción.
Dejó su báculo a un lado, se sentó de nuevo en la roca, recogió su pan y su queso de la arena y empezó a limpiarlos.
Francis se humedeció los labios ansiosamente, pero apartó la mirada. Desde el Miércoles de Ceniza sólo había comido frutos de cactos y un puñado de maíz tostado. Las reglas del ayuno y la abstinencia eran muy rígidas en las vigilias vocacionales.
Viendo su turbación, el peregrino partió en dos su pan y su queso y le ofreció una parte al hermano Francis.
A pesar de la deshidratación producida por el insuficiente abastecimiento de agua, la boca del novicio se llenó de saliva. Sus ojos se negaron a apartarse de la mano que le tendía la comida. El universo se contrajo y en su exacto centro geométrico flotó el arenoso bocado de pan oscuro y queso claro. Un demonio dirigió los músculos de su pierna izquierda, los cuales hicieron que su pie avanzase. Después, el demonio se posesionó de su pierna derecha para que colocase el otro pie más adelante que el izquierdo, arreglándoselas, además, para que sus pectorales derechos y bíceps balanceasen su brazo hasta que su mano tocó la mano del peregrino. Sus dedos sintieron la comida y hasta parecieron saborearla. Un estremecimiento involuntario recorrió su cuerpo medio muerto de hambre. Cerró los ojos y vio al padre abad mirándole y blandiendo un látigo. Cada vez que el novicio trataba de imaginar la santísima Trinidad, el rostro de Dios Padre se confundía con la cara del abad, cuyo estado normal, le parecía a Francis, era el del enojo. Detrás del abad ardía furiosamente una fogata, y en medio de las llamas, los ojos del bendito mártir Leibowitz miraban, en la agonía de la muerte, cómo su ayunante protegido era descubierto en el acto de aceptar queso.
El novicio se estremeció de nuevo.


viernes, 5 de junio de 2015

Premio Hugo 1960.Robert Anson Heinlein.TROPAS DEL ESPACIO.

Robert Anson Heinlein (7 de julio de 1907 - 8 de mayo de 1988) fue un escritor estadounidense de ciencia ficción considerado por algunos críticos entre los tres mejores de todos los tiempos (junto con Isaac Asimov y Arthur C. Clarke).
Ganó cuatro premios Hugo por Estrella doble (1956), Tropas del espacio (1960), Forastero en tierra extraña (1962) y La Luna es una cruel amante (1967). Fue elegido en 1974 Gran Maestro por la Asociación de escritores de ciencia ficción y fantasía de Estados Unidos (SFWA), convirtiéndose así en el primer galardonado con esta distinción.
Habitualmente riguroso en cuanto a la base científica en sus historias, incluso sus historias de fantasía contienen una estructura científica lógica. Una de las características que definen su escritura fue el introducir en la temática de la ciencia ficción la administración, la política, la economía, la lingüística, la sociología y la genética. Fue también uno de los abanderados del individualismo, lo cual quedaba reflejado en la riqueza de los personajes (ejemplo claro es Lazarus Long), tanto en conocimientos, como en habilidades.
Otro de los temas recurrentes en este autor es cuestionar las costumbres contemporáneas, culturales, sociales y sexuales, describiendo sociedades con ideales bastante alejados de los de la sociedad occidental de su época. Estas ideas se reflejan en varios de sus libros, como en Forastero en tierra extraña o El número de la bestia (1980).

***

Esta novela, desde su publicación, ha sido objeto de controversia.
Mientras algunos han querido ver en ella un simple panfleto militarista, otros la presentan como una crítica subterránea de ese mismo militarismo. La obra, sin embargo, se lee con agrado y es quizá la mejor que ha escrito Robert Heinlein.
No es más que una historia sobre la guerra, una guerra a unos 5000 años en el futuro, y sobre los soldados que luchan en ella: Hombres de la infantería, equipados con trajes acorazados electrónicos y provistos de armas espantosas.
Fuente: n.n.



(Fragmento de novela)
TROPAS DEL ESPACIO
Robert A. Heinlein
 
 
 

Al sargento Arthur George Smith, soldado, ciudadano, científico,
 y a todos los sargentos que han trabajado para hacer hombres de
 simples muchachos.
Capitulo 1
 
 -¡Vamos, micos! ¿Acaso queréis vivir para siempre?
 Alocución de un sargento desconocido a su pelotón, en 1918.
 
 Siempre me entran escalofríos antes de una bajada. Ya me han dado las inyecciones, por supuesto, y me han sometido a la preparación hipnótica; por tanto, cabe suponer que no debo sentir miedo. El psiquiatra de la nave ha comprobado mis ondas cerebrales, haciéndome preguntas tontas mientras yo estaba dormido, y me dice que no es miedo, que no es nada importante..., que sólo es como ese temblor característico del caballo de carreras ansioso por lanzarse en la puerta de salida.
 Sobre eso no puedo opinar, pues nunca he sido caballo de carreras, pero la verdad es que cada vez siento un terror mortal.
 Treinta minutos antes de la hora D, tras haber pasado lista en la sala de bajadas del Rodger Young, nos inspeccionó nuestro jefe de pelotón. No era el jefe de siempre, porque al teniente Rasczak se lo habían cargado en nuestra última bajada; se trataba en realidad del sargento Jelal, sargento profesional de navío. Jelly era un turco-finlandés de Iskander, cerca de Próxima; un hombrecillo moreno con aspecto de clérigo pero a quien yo he visto coger a dos soldados enloquecidos, tan grandes que tuvo que ponerse de puntillas para agarrarles, golpearles la cabeza como si fueran dos cocos y echarse atrás tan sereno mientras los otros caían.
 Fuera de servicio no estaba mal... para ser sargento. Incluso se le podía llamar «Jelly» en sus narices. No los reclutas, claro, pero sí cualquiera que hubiera hecho al menos una bajada de combate.
 Sin embargo, ahora estaba de servicio. Todos habíamos pasado ya la inspección del equipo de combate (claro, se trata del propio cuello, ¿no?), el sargento del pelotón nos había repasado cuidadosamente después de pasar lista, y ahora Jelly volvía a concentrarse en nosotros, con el rostro muy serio y los ojos atentos al menor detalle. Se detuvo al pasar junto al hombre que estaba delante de mí, apretó el conmutador de su cinturón que daba la lectura del estado físico, y le dijo:
-¡Fuera!
-Pero, mi sargento, ¡si no es más que un resfriado! El médico dijo...
 Jelly le interrumpió:
-«Pero, mi sargento...» -remedó burlón-. No es el médico el que va a bajar..., ni tú tampoco, con grado y medio de fiebre. ¿Crees que tengo tiempo para charlar contigo justo antes de una bajada? ¡Fuera!
 Jenkins nos dejó con aire triste y furioso, y yo me sentí muy mal también. Como se habían cargado al teniente en la última bajada, y con eso de los ascensos yo era ahora jefe ayudante de sección -segunda sección en esta bajada-, ahora iba a tener un hueco en mi sección y sin medios de llenarlo. Lo cual es malo, pues significa que un hombre puede verse en un problema muy grave, pedir socorro y no encontrar a nadie que le ayude.
 Jelly no retiró a nadie más. De pronto, se detuvo delante de nosotros, nos miró de arriba abajo y agitó la cabeza con pesadumbre.
 -¡Vaya una pandilla de micos! -gruñó-. Tal vez si se os cargaran a todos en esta bajada, los jefes podrían empezar otra vez y conseguir el tipo de hombres que el teniente esperaba que fuerais. Pero probablemente no será así, con la clase de reclutas que nos vienen en estos tiempos. -De pronto, se puso en posición de firmes y gritó:
-¡Sólo quiero recordaros, micos, que todos y cada uno de vosotros le habéis costado al gobierno, contando las armas, el traje acorazado, las municiones, los instrumentos, la instrucción y demás, e incluido todo lo que coméis de más, habéis costado, digo, un total de más de medio millón! Añadid a eso los treinta centavos que valéis realmente, y es una gran suma. -Nos miró furioso-. ¡De modo que hay que devolverlo todo! No nos importa perderos a vosotros, pero no podemos quedarnos sin ese precioso traje que lleváis. No quiero héroes en este equipo. Al teniente no le gustaría. Tenéis un trabajo que hacer. Bajáis, lo hacéis, mantenéis los oídos bien abiertos para la llamada de regreso, y aparecéis para que os recojan a paso ligero y por números. ¿Entendido?
 De nuevo nos miró con el ceño fruncido:
-Se supone que conocéis el plan. Pero, por si alguno de vosotros no tiene cabeza que le hayan podido hipnotizar, lo repetiré otra vez. Se os dejará caer en dos líneas de guerrillas, calculadas a intervalos de dos mil metros. Os pondréis en contacto conmigo en cuanto piséis tierra, y tomaréis la posición y distancia de los compañeros de pelotón, a ambos lados, mientras os cubrís. Ya habréis perdido diez segundos, de modo que os dedicaréis a destruir todo lo que tengáis a mano hasta que los hombres de los flancos aterricen.
 Hablaba de mí; como jefe ayudante de sección yo iba a estar en el flanco izquierdo, sin nadie al lado. Empecé a temblar.
-Apenas lleguen ellos -prosiguió-, ¡enderezad las líneas! ¡Igualad los intervalos! Dejad lo que estéis haciendo y poneos en formación. Doce segundos. Luego avanzad a salto de rana, pares e impares, mientras los jefes ayudantes llevan la cuenta y dirigen la maniobra de envolvimiento -me miró-. Si habéis hecho todo eso con cuidado, cosa que dudo, los flancos establecerán contacto cuando suene la llamada de recogida. En cuyo momento volveréis a casa. ¿Alguna pregunta?
 No hubo ninguna; jamás las había. El continuó:
-Una palabra más: esto sólo es una incursión, no una batalla. Es una demostración de potencia de armamento, y una intimidación. Nuestra misión consiste en que el enemigo comprenda que podríamos destruir su ciudad, aunque no lo hagamos, pero que no pueden sentirse seguros aunque nos abstengamos de realizar un bombardeo total. No cogeréis prisioneros. Sólo mataréis cuando no podáis evitarlo. Pero toda la zona en que bajéis ha de quedar destruida. No quiero que ninguno de vosotros, holgazanes, vuelva a bordo sin haber gastado todas las bombas. ¿Entendido? -Miró el reloj-. Los Rufianes de Rasczak tienen fama de cumplir bien. Antes de que se lo cargaran, el teniente me encargó que os dijera que él siempre tendrá los ojos fijos en vosotros, cada minuto...,¡y que espera que vuestros nombres reluzcan!
 Jelly miró ahora al sargento Migliaccio, primer jefe de sección.
-Cinco minutos para el padre -declaró.
 Algunos chicos salieron de las filas, se acercaron y se arrodillaron delante de Migliaccio, y no necesariamente los de su propio credo, pues había musulmanes, cristianos, agnósticos, judíos.. El siempre estaba allí para todos cuantos quisieran hablar con él. He oído decir que antes solía haber cuerpos militares cuyos capellanes no luchaban junto a los soldados, pero jamás he comprendido que eso pudiera funcionar. Quiero decir, ¿cómo puede bendecir un capellán algo que no está dispuesto a hacer personalmente? En cualquier caso, en la Infantería Móvil todo el mundo baja a tierra y todo el mundo lucha, desde el capellán hasta el cocinero y el secretario del Viejo. Una vez bajáramos por el tubo no quedaría un solo Rufián a bordo, excepto Jenkins, por supuesto, pero no por culpa suya.
 Yo no me acerqué. Siempre temía que alguien me viera temblar si lo hacía y, de todas formas, el padre podía bendecirme con la misma facilidad desde donde estaba. Pero él se acercó a mí cuando los últimos rezagados se pusieron en pie, y aproximó su casco al mío para hablarme en privado.
-Johnnie -dijo en voz baja-, ésta es tu primera bajada como oficial subalterno.
-Sí -contesté.
 Yo no era realmente un subalterno, como tampoco Jelly era realmente un oficial.
-Sólo esto, Johnnie. No te quieras hacer el héroe. Conoces tu trabajo; hazlo y nada más. No intentes ganar una medalla.
-De acuerdo. Gracias, padre. No lo haré.
 Añadió algo en un lenguaje que no conozco, me dio un golpecito en el hombro y se apresuró a volver a su sección. Jelly gritó entonces: «Aten... ción!» y todos hicimos chocar los talones.
-¡Pelotón!
-¡Sección! -gritaron Migliaccio y Johnson como un eco.
-Por secciones. A babor y estribor. ¡Preparados para la bajada!
-¡Sección! ¡Métanse en las cápsulas! ¡Adelante!
-¡Escuadra!
 Yo tuve que esperar mientras las escuadras cuatro y cinco se metían en las cápsulas y bajaban por el tubo de disparo, antes de que mi cápsula apareciera en el remolque de babor y pudiera meterme en ella. Me pregunté si aquellos guerreros de la antigüedad también sintieron escalofríos al meterse en el caballo de Troya. ¿O sólo me pasaba a mí? Jelly verificaba la identidad de cada hombre que iba siendo encerrado en la cápsula, y a mí me puso el sello personalmente. Al hacerlo se inclinó hacia mí y me dijo:
-No hagas estupideces, Johnnie. Sólo se trata de un ejercicio.
 La tapa se cerró sobre mí y quedé solo. «¡Sólo se trata de un ejercicio, dice!» Empecé a temblar de modo incontrolable.
 Entonces oí por los audífonos a Jelly, desde el tubo de la línea central:
-¡Puente! Los Rufianes de Rasczak... ¡dispuestos a bajar!
-¡Dieciséis segundos, teniente! -oí la alegre voz de contralto de la capitana Deladrier..., y me molestó que ella llamara «teniente» a Jelly. Porque, sí, nuestro teniente había muerto y, claro, Jelly conseguiría su mando..., pero nosotros seguíamos siendo los Rufianes de Rasczak. -¡Buena suerte, chicos!-añadió.
-Gracias, mi capitana.
-¡Preparados! Cinco segundos.
 Yo estaba amarrado por todas partes con correas: la frente, el vientre, las piernas... Pero temblaba más que nunca.
 Es mejor una vez te han lanzado. Porque hasta ese momento estás sentado allí en una oscuridad total, envuelto como una momia contra los aceleradores, casi incapaz de respirar... y sabiendo que apenas hay nitrógeno a tu alrededor en la cápsula, aun en el caso de que uno pudiera abrir el casco, cosa que no se puede hacer, y sabiendo que, de todos modos, la cápsula está rodeada por los tubos de lanzamiento, y que si la nave recibe un buen disparo antes de lanzarte nadie rezará por ti y morirás allí solo, incapaz de moverte, impotente. Esa espera interminable en la oscuridad es lo que le hace temblar a uno, porque piensa que se han olvidado de él... o que la nave ha sido alcanzada y se va a quedar en órbita como algo muerto, y que uno pronto morirá también, incapaz de moverse, de respirar. O que ha chocado con una nave en órbita y se le ha cargado a él de paso, si es que no se asa al bajar.
 Entonces empezamos a sufrir los efectos del programa de frenado de la nave y yo dejé de temblar. Ocho g (unidad estándar de gravedad) diría yo, o quizá diez. Cuando una piloto maneja la nave no resulta demasiado cómodo; uno acaba con moretones en todos los puntos donde aprietan las correas. Sí, sí, ya sé que las mujeres son mejores pilotos que los hombres, que sus reacciones son más rápidas y que pueden tolerar más g. Pueden entrar y salir con mayor rapidez, lo que supone más probabilidades para todos, para uno mismo y para ellas. Pero sigue sin ser divertido el verse proyectado contra la espina dorsal con una fuerza equivalente a diez veces el propio peso.
 Sin embargo, debo admitir que la capitana Deladrier conoce su oficio. No hubo pérdida de tiempo en cuanto el Rodger Young hubo frenado. Inmediatamente le oí decir: «Tubo de línea central... ¡fuego!», y hubo dos retrocesos cuado Jelly y su sargento de pelotón fueron descargados; y al cabo de un segundo: «Tubos de babor y estribor... ¡fuego automático!», y los demás comenzamos a dejar la nave.
 ¡Bump!, y la cápsula pega un salto hacia delante. ¡Bump!, y salta de nuevo, lo mismo que los cartuchos que van entrando en la cámara de un arma automática antigua. Bien, eso es exactamente lo que somos. Sólo que los cañones del arma eran dos tubos de lanzamiento gemelos montados en una nave espacial de transporte de tropas, y cada cartucho era una cápsula lo bastante grande -pero apenas-para llevar a un soldado de infantería con todo el equipo de campaña.
 ¡Bump! Yo estaba acostumbrado al número tres, que salía más pronto. Ahora me había convertido en «el último de la cola», el último después de tres escuadras. Eso supone una espera muy tediosa a pesar de que se dispara una cápsula cada segundo. Intenté contar los que salían: ¡bump! (doce), ¡bump! (trece), ¡bump (catorce) con un sonido extraño: la cápsula vacía en la que debía haber ido Jenkins, ¡bump!...
 Y luego, ¡clang!, ya es mi turno, ahora que mi cápsula entra en la cámara de disparo. Entonces, ¡buump!, la explosión golpea con una fuerza que hace que la maniobra de frenado de la capitana parezca un golpecito cariñoso.
 Y luego, de repente, nada.
 Nada en absoluto. Ni sonido, ni presión, ni peso. Flotando en la oscuridad... Caída libre, quizás a cincuenta kilómetros sobre la atmósfera efectiva, cayendo sin peso hacia la superficie de un planeta que jamás has visto. Pero ahora ya no hay temblor; es la espera de antes lo que agota. Una vez descargado ya no pueden herirte, porque si algo va mal, sucederá tan aprisa que uno ni se entera de que ha muerto. Bueno, apenas se entera.
 Casi en seguida sentí que la cápsula giraba y se enderezaba de modo que todo mi peso vino a gravitar sobre mi espalda; un peso que ascendía rápidamente hasta alcanzar el total (0,87 g, según nos habían dicho) para ese planeta cuando la cápsula tuviera la velocidad terminal adecuada a la fina atmósfera superior. Un piloto que sea un auténtico artista (y la capitana lo era) se aproxima y frena, de modo que la velocidad de lanzamiento al salir del tubo le ponga en punto muerto en el espacio relativo a la velocidad de rotación del planeta en aquella latitud. Las cápsulas cargadas son pesadas; se lanzan por la atmósfera superior sin desplazarse demasiado de la posición, si bien un pelotón tiene que dispersarse algo en la bajada, perdiendo un poco la perfecta formación en que es lanzado. Un piloto torpe puede estropear las cosas esparciendo un grupo de ataque sobre una extensión tan grande que no permita reagruparse para la retirada, y mucho menos para llevar a cabo su misión. Un soldado de infantería sólo puede luchar si alguien le coloca en su zona; en cierto sentido, supongo que los pilotos son tan esenciales como nosotros.
 Por la suavidad con que mi cápsula entraba en la atmósfera, comprendí que la capitana nos había dejado caer con un vector lateral tan próximo a cero como pudiera pedirse. Me sentí feliz, no sólo porque seríamos una formación compacta al caer en tierra y no habría pérdida de tiempo, sino también porque un piloto que baja adecuadamente a los hombres es asimismo un piloto preciso para la recogida.
 El casco exterior de la cápsula se quemó y empezó a desprenderse con una sacudida, y yo di la vuelta. Al fin cayó todo y volví a enderezarme. Los frenos de turbulencia del segundo casco entraron en acción y la marcha se hizo difícil, más violenta a medida que se iban quemando de uno en uno y el segundo casco se hacía pedazos. Una de las cosas que ayuda a que el que viaja en la cápsula viva lo suficiente para cobrar la pensión es el hecho de que esa caída de las envolturas de la cápsula no sólo reduce la velocidad de bajada, sino que también llena el espacio sobre el área del blanco de tanta porquería que el radar recoge reflejos a docenas por cada soldado que está bajando, y cualquiera de ellos puede ser un hombre, o una bomba, o lo que sea. Lo bastante para que una computadora balística sufra un ataque de nervios..., cosa que ocurre a veces.
 Para complicar más las cosas, la nave deja caer una serie de cápsulas falsas en los segundos que siguen inmediatamente a la bajada de los soldados, y que caen más aprisa porque no van desprendiendo capas. Adelantan pues a los soldados, explotan, arrojan restos, actúan como cohetes, y aún hacen más cosas para aumentar la confusión del comité de recepción en tierra.
 Mientras tanto, la nave sigue con firmeza la señal luminosa direccional del jefe de pelotón, sin hacer caso de los «ruidos de radar» que ha creado, y va siguiendo a los soldados y computando su situación para uso futuro.
 Una vez se desprendió el segundo casco, el tercero abrió automáticamente mi primer paracaídas. No duró mucho, pero eso ya lo esperaba yo; un buen tirón a varios g y él se fue por su lado y yo por el mío. El segundo paracaídas duró un poco más, y el tercero bastante más aún. Ya empezaba a hacer demasiado calor dentro de la cápsula, de modo que deseé llegar a tierra.
 El tercer casco se desprendió al desaparecer el último paracaídas, y ya no tuve nada en torno excepto mi traje acorazado y un huevo de plástico. Aún seguía atrapado por correas en su interior e incapaz de moverme. Era el momento de decidir cómo y dónde iba a caer. Sin mover los brazos -porque no podía-, apreté el conmutador para una lectura de proximidad, que apareció en el reflector instrumental, dentro del casco y delante de mi frente.
 Dos kilómetros. Un poco demasiado cerca para lo que me gustaba, en especial sin compañía. La cápsula interior casi había alcanzado la velocidad normal; en nada me ayudaría seguir dentro de ella, y su temperatura indicaba que no se abriría automáticamente durante algún tiempo, de modo que apreté un conmutador con el Otro pulgar y me libré de aquel huevo.
 La primera descarga cortó todas las correas; la segunda hizo explotar el plástico a mi alrededor en ocho trozos separados, y me vi fuera, sentado en el aire y ¡capaz de ver! Además, los ocho pedazos estaban cubiertos de metal, excepto el pequeño trozo por donde yo había podido leer la proximidad, y darían el mismo reflejo que un hombre con el traje acorazado. Cualquier visor de radar, vivo o cibernético, pasaría ahora un mal rato tratando de identificarme entre todos los desechos que me rodeaban, por no mencionar los miles de restos en muchos kilómetros a la redonda, por encima y por debajo de mí. Parte del entrenamiento de un miembro de la Infantería Móvil consiste en dejarle ver desde tierra, a simple vista y por radar, lo confusa que es una bajada para los que esperan en el terreno, porque uno se siente terriblemente desnudo allá arriba. Es fácil dejarse dominar por el pánico y abrir un paracaídas muy pronto, con lo que uno se convierte en un blanco demasiado fácil, o dejar de abrirlo y romperse los tobillos, y también la columna vertebral, y el cráneo.
 De modo que me estiré para desentumecerme y miré en torno; luego me doblé de nuevo y me enderecé, como hace un ave que planea, y eché una buena ojeada. Era de noche allá abajo, como estaba planeado, pero los visores infrarrojos permiten calcular muy bien el terreno una vez uno se ha acostumbrado a ellos.
 El río que cortaba en diagonal la ciudad estaba casi debajo de mí y parecía ascender muy aprisa, brillando claramente y con una temperatura más alta que la de la tierra. No me importaba en qué lado fuese a caer, pero lo que no deseaba era caer en el mismo río, porque me hundiría hasta el fondo.
 Observé un resplandor a la derecha, hacia mi altura: algún nativo poco amistoso, allá abajo, había quemado lo que probablemente era un pedazo de mi cápsula. De modo que disparé contra mi primer paracaídas en seguida, tratando de alejarme de su pantalla mientras él seguía los blancos que caían. Me preparé para el choque del retroceso, giré luego y continué flotando hacia abajo unos veinte segundos antes, de descargar el paracaídas, porque no deseaba llamar la atención sobre mí al no bajar a la misma velocidad que todo lo que me rodeaba.

martes, 2 de junio de 2015

Blish James. Premio Hugo 1959.


Blish James. Premio Hugo 1959.

Estudió biología en la Universidad de Columbia, entre los años de 1942 - 1944 sirvió a las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos como médico asistente. Después de la Guerra obtuvo el puesto de director general en la farmacéutica Pfizer.

Su primera novela publicada apareció en el año de 1940, y poco a poco su actividad literaria creció hasta que optó por convertirse en escritor profesional Blish estuvo casado con la editora Virginia Kidd de 1947 hasta 1963.

Entre 1967 y su muerte en 1975, Blish se vuelve el primer autor en escribir una corta colección de historias basadas en una serie clásica de televisión: Star Trek. En total, Blish escribió once volúmenes de estas cortas historias las cuales eran adaptaciones de la famosa serie de los años sesenta.

Murió mientras escribía el volumen número once de las adaptaciones de Star Trek, su esposa en ese entonces, J. A. Lawrence completó el libro y escribió dos volúmenes más.

Blish vivió en Milford, Pennsylvania hasta la mitad de los sesentas. En 1968, Blish emigró a Inglaterra, y vivió en Oxford hasta que murió a causa de un cáncer de pulmón en 1975. Fue enterrado en el cementerio de Holywell, en Oxford, a lado de la tumba de Kenneth Grahame.

***

Premio Hugo 1959

Un caso de conciencia. Novela.

El padre Ruiz-Sánchez no es sólo un sacerdote, sino además un sabio, y no sólo un sabio, sino además un tipo humano. Por eso, al llegar la planeta Litina, cuyos habitantes -reptiles dotados de inteligencia- únicamente creen en la razón pura, el padre Ruíz-Sánchez se ve confrontado a un problema teológico de cuya solución puede depender el porvenir de dos mundos. Desgarrado entre las enseñanzas de su fe, las de su ciencia y las íntimas exigencias de su humanidad, sólo un camino parece ofrecérsele: el de la herejía.
Fuente:N.N.

(Fragmento. Novela. Un caso de conciencia).

JAMES BLISH.

UN CASO DE CONCIENCIA.

Editor: Martínez Roca, Barcelona

D. L.: 1977

Colección: Súper-ficción; 17

ISBN: 84-270-0397-8



LIBRO PRIMERO.

La puerta de piedra se cerró con estrépito. Era la tarjeta de visita de Cleaver. Jamás puerta alguna, por maciza, complicada o bien encarrilada en sus guías que estuviese había logrado impedir que aquél la cerrara con formidable estruendo, como si el mundo se viniera abajo. Y tampoco había en el universo planeta lo bastante húmedo y con la suficiente densidad atmosférica para amortiguar el ruido- ni siquiera Litina.

El padre Ramón Ruiz-Sánchez, oriundo del Perú, miembro regular de la Compañía de Jesús, con profesión de los cuatro votos, prosiguió la lectura. Los dedos impacientes de Paul Cleaver necesitarían algún tiempo para liberarle del traje de explorador que vestía, y en el ínterin el problema subsistía. Un problema que se remontaba a un siglo atrás —se planteó por vez primera en 1939—, pese a lo cual la Iglesia no había conseguido esclarecerlo. Por lo demás, era de una complicación diabólica (adjetivo oficialmente reconocido, rigurosamente seleccionado y con la pretensión de que fuera interpretado en sentido literal). La propia novela que había promovido el caso figuraba en el Índice de Libros Prohibidos, y sólo por dispensa de la Orden a la que pertenecía tenía el padre Ruiz-Sánchez acceso espiritual a ella.

Volvió la página sin apenas prestar atención al ruido de botas y gruñidos que llegaban del salón. El texto discurría cada vez más inextricable, más insidioso e insoluble conforme avanzaba en la lectura: (...) Magravio amenaza a Anita con inducir a Sila —un bruto integral (jefe de una panda de mercenarios: los silavanos) que pretende abandonar a Felicia en manos de Gregorio, Leo, Vitelio y Macdugalio, cuatro excavadores— a que abuse de ella si no cede a sus apetencias y se aviene a mantener a Honufrio en el engaño realizando el acto conyugal cuando se le pida. Anita, que dice haber descubierto tentaciones incestuosas en Jeremías y Eugenio...

¡Vaya por Dios! Otra vez había perdido el hilo. ¿Quiénes eran Jeremías y Eugenio? Ah, sí..., los «filadelfos~ o hermanos entrañables (seguro que aquí se ocultaba algo reprobable) que aparecían al comienzo del libro, consanguíneos en último grado de Felicia y Honufrio, este último, a juzgar por las trazas, instigador de todas las villanías y esposo de Anita. Magravio, que por lo visto admira a Honufrio, es instigado por el esclavo Mauricio —probablemente siguiendo instrucciones del propio Honufrio—a solicitar los favores de Anita, a la que llegan estos requerimientos por intermedio de su doncella Fortissa, que era o había sido en algún momento compañera de Mauricio, a quien había dado hijos, todo lo cual obligaba a sopesar con suma cautela el caso. Además, la confesión de Honufrio al inicio de la trama fue obtenida en su integridad bajo tortura, voluntaria si se quiere, pero tortura al fin y al cabo. En cuanto a las relaciones entre Fortissa y Mauricio resultaban todavía más ambiguas. A decir verdad no eran más que una suposición del padre Ware, el glosador...

—Ram6n, ¿quieres ayudarme?—gritó de repente Cleaver—. Apenas puedo moverme y..., y no me siento bien.

El jesuita y biólogo apartó a un lado la novela y se levantó alarmado. Era muy extraño oír a Cleaver expresarse en aquel tono.

El físico estaba sentado en un almohadón de junquillos trenzados relleno con una especie de musgo esfagnáceo que se hundía en el centro bajo el peso de su anatomía. Se había despojado a medias del traje de explorador, confeccionado en fibra de vidrio. Estaba pálido y sudoroso aun después de haberse quitado el casco protector. Los dedos gordezuelos se movían con torpeza tirando de una cremallera que se había atascado.

—Paul, ¿por qué no me dijiste en seguida que te sentías indispuesto? Anda, deja eso ya, no haces más que estropearlo. ¿Qué ha sucedido?

—No lo sé con certeza —contestó Cleaver, jadeante, soltando el extremo de la cremallera. Ruiz-Sánchez se arrodilló junto a él y manipuló con cuidado para encajar de nuevo el diente de la cremallera—. Me adentré en la selva para ver si descubría más mineral de pegmatita. Llevo tiempo pensando que si algún día se instalase hache una planta piloto de tritio, la producción podría ser fabulosa.

—¡No lo quiera Dios! —exclamó Ruiz-Sánchez por lo bajo.

—¿Decías?... De todos modos no encontré nada de particular. Sólo unos cuantos lagartos y saltamontes, como siempre. Luego tropecé con una planta semejante a un ananás y una de las espinas perforó el traje y me hirió. No parecía cosa seria, pero. . .

—No vestimos esos trajes por capricho. Veamos la herida. Vamos, levanta las piernas para que pueda sacar esas botas. ¿Dónde te hiciste...? Ah, ya veo. Caramba, tiene mal aspecto. Habrá que tratarlo. ¿Algún otro síntoma?

—Tengo la boca como despellejada—se quejó Cleaver.

—.Abrela —ordenó el jesuita.

Cleaver obedeció y el sacerdote pudo observar que aquél se había quedado muy corto en sus apreciaciones. Tenía casi toda la mucosa bucal cubierta de visibles ulceraciones que indudablemente debían de causarle intenso dolor y cuyos bordes aparecían muy marcados, como si hubieran sido producidas con un punzón para marcar bizcochos.

Ruiz-Sánchez se abstuvo de formular comentarios y su rostro adopt6 una expresión de fingida indiferencia. Si el físico sentía necesidad de minimizar su dolencia no seria él quien lo impidiera. Un planeta extraño no es el lugar más apropiado para privar a un hombre de sus mecanismos de defensa.

—Ven conmigo al laboratorio —indicó el jesuita—. Tienes eso muy inflamado.

Cleaver se puso en pie, un poco tambaleante, y siguió al biólogo hasta la habitación donde estaba instalado el laboratorio. Ruiz-Sánchez tomó muestras de varias úlceras, las depositó en los cristales portaobjetos y las sometió a tinción por el método de Gram. Mientras tenía lugar el proceso de coloración se aplicó al ritual de orientar el espejo situado bajo la platina del microscopio hacia la ventana, enfocándolo contra una luminosa nube blanca. Cuando sonó la alarma del cronómetro secó la primera preparación con la llama de un mechero de laboratorio y deslizó el portaobjetos hasta afianzarlo con las pinzas de sujeción.

Tal como casi se temía, el biólogo descubrió pocos de los bacilos y espiroquetas entremezclados que hubiesen delatado la existencia de una enfermedad común conocida en la Tierra como «angina de Vincent,. —pese a que el cuadro clínico de Cleaver así lo sugería—, y que Ruiz-Sánchez habría podido curar de la noche a la mañana con una simple tableta de espectromicina. La flora bucal de Cleaver era normal, aunque con tendencia a proliferar debido a la cantidad de tejido expuesto.

—Voy a inyectarte—advirtió el jesuita con voz sosegada—. Luego será mejor que te acuestes.

—¡Ni hablar de eso!—protestó Cleaver—. Tengo nueve veces más trabajo del que puedo hacer para añadir ahora obstáculos suplementarios.

—Las enfermedades siempre vienen a destiempo—argumentó Ruiz-Sánchez—. Y digo yo: ¿a santo de qué preocuparse de si pierdes un día o dos cuando de todos modos no estás eh condiciones de tenerte en pie?

—¿Qué tengo?—preguntó el físico con recelo.

—No tienes nada—repuso Ruiz-Sánchez, casi deplorando tener que decirlo—. Me refiero a que no padeces una infección. Pero eso que tú llamas ananás te ha jugado una mala pasada. En Litina la mayor parte de esta familia vegetal va provista de espinas o tiene unas hojas recubiertas de polisacáridos venenosos para el hombre. En concreto, el glucósido con el que tropezaste era sin duda una escila o algo muy parecido. Produce los mismos síntomas que la angina de Vincent, sólo que tarda mucho más en desaparecer.

—¿Y cuánto tiempo me llevará recuperarme? —preguntó Cleaver, resistiéndose

todavía, si bien replegado ahora a la defensiva.

—Varios días por lo menos; hasta que estés inmunizado. La inyección que voy a darte es una globulina gamma específica contra la escila y debería aminorar los síntomas hasta que tu organismo haya elaborado una elevada concentración de anticuerpos. Pero mientras eso no ocurra, Paul, tendrás mucha fiebre y me veré obligado a atiborrarte de antipiréticos, pues en este clima un poco de fiebre puede resultar gravísimo.

—Lo sé —dijo Cleaver, más apaciguado—. A medida que voy conociendo mejor este planeta, menos dispuesto estoy a votar en sentido afirmativo cuando llegue el momento. Bueno; adelante con tus inyecciones y tus aspirinas. Supongo que debo alegrarme de que no sufra una infección bacterial, ya que entonces las Serpientes me acribillarían con antibióticos.

—No es probable que eso ocurra—dijo Ruiz-Sánchez—. Estoy seguro de que los

litinos disponen de por lo menos cien clases de drogas que tarde o temprano acabaremos utilizando; pero por el momento no hay tal cosa, de forma que tranquilízate. Antes será preciso estudiar desde el principio su farmacología... Bien, Paul, ¡a tu hamaca! Te aseguro que dentro de diez minutos te arrepentirás de haber nacido.

Cleaver forzó una sonrisa. Su rostro sudoroso, rematado por una desgreñada mata de pelo rubio, no había perdido el vigor ni la energía de trazos a pesar de su estado de postración. Cleaver se puso en pie y pausadamente se bajó las mangas de la camisa.

—En lo que a ti concierne no me cabe duda de cuál va a ser tu voto—dijo—. Te agrada este planeta, ¿verdad, Ramón? Debe de ser un auténtico paraíso para un biólogo.

—Sí, me gusta—dijo el sacerdote, devolviéndole la sonrisa. Siguió a Cleaver

hasta la reducida estancia que hacia las veces de dormitorio. Salvo por el detalle de la ventana, uno hubiera dicho que se encontraba en el interior de un botijo. Las paredes, lisas y curvas, eran de algún tipo de material cerámico que no permitía filtraciones ni dejaba penetrar la humedad, aunque tampoco estaba completamente seco. Las hamacas pendían de unos ganchos que asomaban ligeramente del muro, de forlpa que parecían revestidos de materia cerámica como el resto de la casa—. Quisiera que mi colega la doctora Meid estuviese hache. Creo que aún se sentiría más a gusto que yo.

—Las mujeres metidas a científico no me inspiran confianza —dijo Cleaver, con ambigua y extemporánea irritación—. Siempre dejan que los sentimientos interfieran con sus hipótesis. Por cierto, ese nombre... Meid... ¿de dónde proviene?

—Del Japón—aclaró Ruiz-Sánchez—. Su nombre de pila es Liu. Allí siguen la misma costumbre que en Occidente y colocan el apellido familiar a continuación del nombre.

—Entiendo—dijo Cleaver, perdiendo interés en el tema—. Hablábamos de Litina.

—Bien. No olvides que Litina es el primer planeta extrasolar que visito-aclaró el jesuita—. Creo que me sentiría igualmente fascinado ante cualquier

mundo nuevo y habitado. Esta infinita mutabilidad de las formas de vida y la sabiduría inherente en cada una de ellas... Todo resulta asombroso y fascinante.

—¿Y por qué no ha de bastar con eso?—preguntó Cleaver—. ¿Por qué mezclar

siempre a Dios en el mejunje? No me parece Lógico.

—Al contrario; es lo que confiere sentido a las cosas—arguyó Ruiz-Sánchez—. La fe y la ciencia no se excluyen mutuamente, sino todo lo contrario. Pero si antepones los postulados de la ciencia y excluyes la fe, admitiendo sólo lo que está probado, no encuentras más que una serie de actos desprovistos de sentido. Para mí, la biología es un acto religioso, porque sé que todas las criaturas son obra de Dios y que cada nuevo planeta, con sus múltiples manifestaciones, es una afirmación del poder de Dios.

—Eres un hombre muy entregado —dijo Cleaver—. Pues bien, también yo, pero

sólo a mayor gloria del hombre. Así pienso yo.

Se dejó caer pesadamente en la hamaca. Transcurrido un intervalo razonable, Ruiz-Sánchez se levantó, y al hacerlo elevó la pierna del paciente, de la que por lo visto se había olvidado. Cleaver no se dio cuenta, señal evidente de que la inyección empezaba a surtir efecto.

—Conforme—sentenció Ruiz-Sánchez—, pero has dejado la frase a medias. El

resto dice: «...y a mayor gloria de Dios».

—No me sermonees, padre—se revolvió Cleaver. Pero en seguida añadió—: Perdona..., no he querido decir tal cosa. Es que para un físico este planeta resulta un verdadero infierno. Será mejor que me des esta aspirina. Tengo frió.

—Claro, Paul.

Ruiz-Sánchez retornó con paso vivo al laboratorio, preparó una masa de barbiturato-salicilato en uno de los soberbios morteros que poseían los litinos y la comprimió hasta formar varias tabletas (la húmeda atmósfera de Litina no permitía el acopio de pastillas por ser éstas excesivamente higroscópicas). Le hubiese gustado estampar en ellas la marca «Bayer,- antes de que se endurecieran, pues si para Cleaver la aspirina era un remedio contra todos los males, no tenia inconveniente en que siguiera pensando que las tabletas que iba a ingerir eran aspirinas.

Pero como era lógico, no disponía de la matriz necesaria para dicha operación.

Tomó dos tabletas y regresó junto a Cleaver con un vaso y una jarra de agua pasada por un filtro Berkefeld.

El corpulento hombretón estaba ya dormido, y Ruiz-Sánchez tuvo que desvelarlo a medias. Cleaver dormiría aún largo rato, y a cambio de aquel trato en apariencia brusco, despertaría muy avanzado en el camino de su recuperación. La verdad es que el paciente apenas se dio cuenta de que le hacían tragar las pastillas, y al poco volvía a respirar afanosa y entrecortadamente.

Acto seguido Ruiz-Sánchez volvió al salón, tomó asiento y empezó a inspeccionar el traje de explorador. No le costó mucho localizar el desgarro causado por la espina vegetal, y vio que podría remendarlo con facilidad. Mucho más difícil era, en cambio, remendar la idea que Cleaver tenía de que las defensas orgánicas de los terrestres les hacia invulnerables en Litina y que uno podía topar impunemente con una planta espinosa. Ruiz-Sánchez se preguntó si los dos restantes miembros del Grupo Explorador de Litina seguían compartiendo la idea.

Cleaver había dicho que el pinchazo se lo había ocasionado un «ananás». Cualquier biólogo hubiese podido indicarle que hasta en el planeta Tierra el ananás es una planta prolífica y dañina que sólo por afortunada y casual contingencia resulta comestible. Ruiz-Sánchez recordaba que en Hawai sólo era posible atravesar la fronda tropical calzando botas altas y vistiendo pantalones de burdo y resistente paño. Incluso en las plantaciones Dale, los ananás, indómitos y amazacotados, podían destrozarle a uno las piernas si no las llevaba bien protegidas.

El jesuita volvió el traje del revés. La cremallera que se le había atascado a Cleaver era de un material plástico cuyas moléculas llevaban incorporados radicales de varias sustancias terrestres antifungicidas, en especial la tiolutina, un veneno protoplásmico: Cierto que los hongos de Litina no hacían mella en esta protección; pero la compleja molécula del plástico en si, expuesta a la humedad y elevada temperatura que prevalecían en Litina, tendía a polimerizarse de forma más o menos espontánea. Éste era el caso. Uno de los dientes de la cremallera presentaba el aspecto de una roseta de maíz tostado.

Mientras Ruiz-Sánchez manipulaba en el traje empezó a oscurecer. Se oyó un chasquido y la estancia se iluminó con la pequeña y pálida llama surgida de unas oquedades en cada una de las paredes. La sustancia combustible era gas natural, del que Litina tenía un suministro inagotable y constantemente renovado. La llama se producía por absorción de un catalizador al fluir el gas de las conducciones. Si se deseaba una luz más intensa, se colocaba en la llama una camisa de calcio protegida por cristal refractario y que se graduaba mediante un tornillo. Sin embargo, el sacerdote prefería, como los propios litinos, la tenue luz amarilla y sólo utilizaba la de calcio en el laboratorio.

Con todo, los habitantes de la Tierra necesitaban de la electricidad para ciertos menesteres, lo cual les había obligado a proveerse de generadores. En electrostática los litinos estaban mucho más avanzados que los terrestres, pero en materia de electrodinámica sus conocimientos eran parcos. Habían descubierto el magnetismo sólo unos pocos años antes de la llegada de la misión exploradora, pues en el planeta no existían magnetos naturales. Experimentaron por vez primera el fenómeno no en el hierro, mineral del que apenas existían trazas, sino en el oxigeno liquido, sustancia evidentemente inadecuada para fabricar núcleos de dinamo.

Los resultados obtenidos a tenor de la técnica empleada por los litinos eran insólitos para un terrícola. Las reptiloides criaturas de tres metros y medio habían construido varios gigantescos generadores electrostáticos y veintenas de otros más pequeños, pero no tenían nada que se pareciera ni remotamente a nuestros teléfonos. Poseían notables conocimientos prácticos de electrólisis, pero consideraban un alarde técnico llevar la corriente eléctrica a larga distancia—digamos un kilómetro y pico—. Desconocían el motor eléctrico, pero efectuaban veloces vuelos intercontinentales en aviones de propulsión a chorro impulsados por electricidad estática. Cleaver había asegurado que comprendía perfectamente este fenómeno, pero Ruiz-Sánchez, por supuesto, no acertaba a explicárselo, y mucho menos después del rollo que Cleaver le largara sobre plasmas de electrones-iones calentados por inducción de corrientes de hiperfrecuencia.

Los litinos disponían de un fantástico sistema de comunicaciones por radio que, entre otras cosas, formaba una red de navegación «natural» que comprendía a la totalidad del planeta, con base en un árbol (tal vez el detalle que más evidenciaba el talento de los litinos para la paradoja), pese a lo cual no habían logrado fabricar un tubo de vacío de serie y su teoría atómica era poco más avanzada que la de Demócrito.

Cierto que estas paradojas se explicaban en parte por las carencias de Litina. Como toda masa sólida en rotación, Litina tenía su propio campo magnético. Sin embargo, es difícil que los habitantes de un planeta en el que no existe mineral de hierro descubran los postulados teóricos del magnetismo. La radiactividad superficial de aquel mundo les era por completo desconocida, por lo menos hasta la llegada de los terrestres, lo que explicaba la vaguedad y confusión de que adolecía la teoría atómica de los litinos. Como los griegos, habían descubierto que la fricción del vidrio con la seda produce una clase de energía o carga, al igual que ocurre con la seda y el ámbar. De aquí habían pasado a los generadores Van de Ciraaf, a la electroquímica y al chorro de electricidad estática. Pero al no disponer de metales idóneos les era imposible construir baterías de alta tensión o rebasar las bases de la electricidad dinámica.

En los terrenos en que habían contado con pistas suficientes realizaron grandes progresos. Así, a pesar de la constante nubosidad y la persistente llovizna, poseían unos conocimientos extraordinarios de astronomía descriptiva, gracias en especial a la afortunada circunstancia de poseer un pequeño satélite lunar que desde antiguo había atraído su atención hacia el espacio exterior. Ello, a su vez, había influido en la consecución de progresos determinantes en el campo de la óptica, convirtiéndoles en consumados y fantásticos manipuladores del vidrio. La química que practicaban obtenía el máximo provecho tanto del mar como de la floresta. El primero les proporcionaba productos tan vitales y diversos como el agar, yodo, sales, metales inferiores y alimentos de variado tipo. Del frondoso bosque obtenían los restantes productos que necesitaban: resinas, caucho, madera en toda la gama de durezas, aceites para condimento y derivados, «mantecas» vegetales, colorantes, drogas, corcho y papel. Sólo se abstenían de cazar animales terrestres, y a uno le costaba imaginar la causa. El jesuita lo atribuía a motivos de orden religioso. Sin embargo, los litinos no profesaban religión alguna y, por supuesto, consumían buena parte de las especies de la fauna marina sin escrúpulos de conciencia.

Ruiz-Sánchez lanzó un suspiro y abandonó el traje de explorador sobre las rodillas, pese a que todavía no había terminado de encajar el diente de la cremallera en forma de roseta. En el exterior, envuelta en la húmeda oscuridad, Litina bullía de vida. Era un zumbido estimulante, vital, de extrañas resonancias, que abarcaba casi todo el espectro auditivo de un terrestre, producido por las miríadas de insectos que poblaban el aire de Litina. Eran en su mayoría sonidos vibrantes y agudos, parecidos al gorjeo de algunos pájaros, y también ronroneos de ala y zurridos característicos de los insectos terrestres. En cierto modo era una suerte, ya que no había pájaros en Litina.

«¿Eran éstas las armonías del Edén antes de que el demonio hiciera su aparición en la Tierra?», se preguntó Ruiz-Sánchez. Desde luego, allá en su patria, en Perú, no se conocían sonidos tan melodiosos...

Escrúpulos de conciencia: eso era lo que en el fonda le preocupaba, más, mucho más que los laberintos taxonómicos de la biología ya bastante intrincados en la Tierra antes de que los vuelos espaciales contribuyeran con los dédalos de cada nuevo planeta, con los laberintos de cada nueva estrella. Que los litinos fueran bípedos evolucionados de los reptiles, con bolsas abdominales como los marsupiales y sistemas circulatorios pterópsidos, eran aspectos en extremo interesantes. Que tuvieran o no escrúpulos de conciencia, era una cuestión vital.

Un calendario atrajo su atención. Se trataba de uno de esos calendarios llamados «artísticos. que Cleaver había sacado de su equipaje cuando llegaron al planeta. En él aparecía una muchacha falsamente espontánea enmarcada por densas capas de refulgentes tonalidades anaranjadas. Era el 19 de abril del año 2045, es decir, casi Pascua de Resurrección, el más señalado recordatorio de que el cuerpo es una simple envoltura de la vida espiritual. Sin embargo para Ruiz-Sánchez era una fecha tan destacada como la propia Pascua, pues 2050 era Año Santo.

La Iglesia había retornado a la tradición—instituida oficial mente por Bonifacio VIII en el año 1300—de proclamar Año Santo cada cincuentenario. En el supuesto de que Ruiz-Sánchez no pudiera acudir a Roma el año próximo, en que se abría la Sacra Puerta, ya no tendría ocasión de presenciarlo en lo que le quedaba de vida.
«¡Apresúrate, apresúrate!» martilleaba en su cerebro algún demonio personal. O ¿era quizá la voz de su propia conciencia? ¿Tanto era el lastre de sus pecados—que él mismo ignoraba— como para compelerle a emprender el peregrinaje? Tal vez todo fuera una tentación sin importancia inducida por el pecado de la vanidad...


En cualquier caso no podía precipitar la misión que les había llevado allí. 1~1 y sus tres colegas se hallaban en el planeta para determinar si la Tierra podía utilizarlo como puerto de escala sin riesgo ni perjuicio para terrestres y litinos. Los tres miembros restantes del grupo explorador eran antes que nada científicos, como Ruiz-Sánchez. La diferencia estaba en que éste sabía que su recomendación final dependería en última instancia de su conciencia, no de la taxonomía. Y la conciencia, como el acto de creación, no puede ser espoleada ni programada.

Con semblante preocupado bajó la mirada hacia el todavía

~rrado traje de explorador, hasta que oyó quejarse a Clea~ Entonces 5e levantó

y abandonó la estancia al aulce siseo |~I s Ilamas en las paredes.

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