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martes, 8 de enero de 2019

AMOS OZ. EL MISMO MAR.


Amos Oz nos sorprende con una historia contada por diferentes personajes en lugares distintos, pero constantemente interrelacionados, bien por la realidad, bien por sus sueños y obsesiones. Todos los personajes se hallan separados de su objeto de amor, a veces por una barrera, una pared, un país, una habitación o la muerte.
Publicada en más de veinte países de todo el mundo, «El mismo mar» representa un singular evento en la literatura actual: aquí, prosa y poesía se entrelazan en la narración con un estilo que consagra a Amos Oz como uno de los grandes escritores de la literatura contemporánea.

Amos Oz
El mismo mar
Título original: ’Oto ha-yam
Amos Oz, 1999
Traducción: Raquel García Lozano
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Un gato
No muy lejos del mar, en la calle Amirim
vive solo el señor Albert Danon. Le gustan las aceitunas
y el queso curado. Es un hombre apacible, asesor fiscal,
hace poco que Nadia, su mujer,
murió una mañana de cáncer de ovarios. Dejó
algunos vestidos, un tocador, unas servilletas bordadas
con delicados hilos. Su único hijo, Enrico David,
se ha ido a escalar las montañas del Tíbet.
En Bat Yam hace una mañana de verano húmeda y cálida
pero en aquellas montañas cae la noche. La niebla
se arrastra por los barrancos. Un viento punzante
aúlla como un ser vivo y la luz turbia
se parece cada vez más a un mal sueño.
Aquí se bifurca el camino,
uno es escarpado y otro llano.
En el mapa no aparece la bifurcación del sendero
y, puesto que ya casi es noche cerrada y el viento azota
con granizo punzante, Rico debe escoger instintivamente
si bajar por el camino más corto o por el más fácil.
Sea como fuere, ahora el señor Danon se levantará
y apagará el ordenador. Se dirigirá
hacia la ventana. Fuera, en el patio,

hay un gato sobre la tapia. Ha visto una lagartija. No perdona.

jueves, 3 de enero de 2019

AMOS OZ. NOVELA. FRAGMENTO. LA CAJA NEGRA.


Amos Klausner, más conocido como Amos Oz (Jerusalén, 1939 - 28 de diciembre de 2018) fue un escritor israelí en lenguas hebrea e inglesa, que en la actualidad era considerado el mejor prosista en lengua hebrea moderna. 

Cursó estudios en la Universidad de Jerusalén y en Oxford, Inglaterra. Tenía el grado de oficial del ejército israelí y fue destacado miembro del movimiento Paz Ahora, que aboga por el entendimiento pacífico entre israelíes y palestinos. Vivió en un kibbutz, en el que desempeñó las más diversas tareas, entre ellas la de dar clases desde 1957 hasta 1973. También impartió diversos cursos como profesor invitado en universidades de Estados Unidos. 

Su narrativa trata las inquietudes y la diversidad ideológica de los israelíes, las diferentes tendencias políticas y espirituales que coexisten en su país, así como la tensión y el delicado equilibrio de la sociedad en la que viven, apresada entre el horror del inmediato pasado anterior a la creación del Estado y el presente e interminable conflicto bélico con sus vecinos. 

Su estilo es intensamente apasionado, de atmósfera casi febril en ocasiones, y por momentos, profundamente poético. Siempre comprometido con la realidad y sus personajes, subyace en su voz un desencanto que se advierte también en sus artículos periodísticos, en los que se aprecian, a partes iguales, retratos objetivos de la realidad del Medio Oriente y un permanente pesimismo sobre el futuro de la región. 

Entre sus novelas más conocidas figuran `En otro lugar` (1966), sobre la vida del kibbutz, `Mi querido Mijael` (1968), una de las más famosas, análisis del amor como dominación, contraponiendo la tolerancia, el optimismo y la visión positiva de la vida del protagonista con la negativa y pesimista de su esposa, que se siente siempre amenazada, `Tocar el agua. Tocar el viento` (1973), sobre el destino del pueblo judío y la diáspora en Israel, `La caja negra` (1987), en forma de cartas, telegramas y notas mediante las que se pasa revista a la vida de los protagonistas y sus relaciones, `Las mujeres de Yoel` (1990), traducida también como `Conociendo a una mujer`, novela de suspense sobre un antiguo agente del Mossad que se plantea el sentido de la vida, y `La paz perfecta` (1982), sobre las motivaciones para vivir en un kibbutz. 

En uno de sus más recientes ensayos sobre literatura, In the beginning (1999), esboza una interesante teoría acerca del `contrato` que compromete a un autor con sus lectores, cuyas condiciones se establecen al comienzo de una obra y deberán cumplirse en su desarrollo.

Galardonado con el premio Príncipe de Asturias de las Letras

Los Premios Príncipe de Asturias están destinados a galardonar la labor científica, técnica, cultural, social y humana realizada por personas, instituciones, grupos de personas o de instituciones en el ámbito internacional, aunque con especial atención al ámbito español. 

Cada Premio consta de un diploma, una escultura de Joan Miró representativa del galardón, una insignia con el escudo de la Fundación Príncipe de Asturias y una dotación de 50.000 euros. Si el premio fuera compartido, corresponderá a cada galardonado la parte proporcional de su cuantía. 

Se componen de un total de ocho categorías, de las cuales el Premio Príncipe de Asturias de las Letras se concede desde 1981 a la persona, institución, grupo de personas o de instituciones cuya labor creadora o de investigación represente una contribución relevante a la cultura universal en los campos de la Literatura o de la Lingüística.

Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.


Querido Alec: Que no hayas destruido esta carta al reconocer mi letra en el sobre prueba que la curiosidad es más poderosa que el odio. O que tu odio necesita carne fresca». Es éste el deslumbrante comienzo de La caja negra, considerada por la crítica internacional como una de las mejores novelas de Amos Oz. 
Alec e Ilana no se hablan desde hace siete años. El divorcio ha sido muy duro, las emociones, crueles. Él se ha mudado a Estados Unidos y se ha hecho famoso por sus estudios sobre el fanatismo, ella se ha quedado en Israel y se ha vuelto a casar con un ortodoxo. Tienen, sin embargo, un hijo en común, Boaz, que el padre ignora como ofensa a la madre. El joven es un adolescente inquieto, que ha sido expulsado del colegio por su actitud violenta. Ilana, después de largos años de silencio, escribe a Alec para pedirle ayuda… 
Igual que la caja negra de los aviones contiene el registro de los accidentes aéreos, las cartas que se intercambian los personajes desvelan las razones de sus fracasos… La mujer infiel, el marido arrogante, el hijo rebelde: todos se hieren a sí mismos y a los demás en su lucha por la existencia en un país sin compasión.

(Fragmento. La Caja Negra). Novela.


Jerusalén, 5-2-1976




Dr. Alexander A. Gideon
Departamento de Ciencias Políticas
Midwest University
Chicago, Illinois (EE UU)
Querido Alec:
Que no hayas destruido esta carta al reconocer mi letra en el sobre prueba que la curiosidad es más poderosa que el odio. O que tu odio necesita carne fresca.
Ahora empalideces mientras aprietas tu mandíbula de lobo con esa forma tan tuya de hacer desaparecer los labios, y te lanzas como un rayo sobre estas líneas para descubrir qué es lo que quiero de ti, qué me atrevo a pedirte tras siete años de silencio total entre nosotros.
Lo que quiero es que sepas que Boaz está mal. Y que es urgente que le ayudes. Mi marido y yo no podemos hacer nada, porque Boaz ha roto todo contacto. Como tú.
Ahora puedes dejar de leer esta carta y arrojarla directamente al fuego. (Por alguna razón siempre te imagino en una larga habitación llena de libros, sentado en silencio a una mesa de despacho negra, frente a una ventana tras la cual se extienden llanos cubiertos de nieve. Llanos sin colina ni árboles, árida nieve cegadora. Un crepitante fuego en la chimenea, a tu izquierda, y un vaso y una botella vacíos en el escritorio que tienes delante. La escena es siempre en blanco y negro. Tú también: monacal, ascético, arrogante, en blanco y negro de pies a cabeza).
En este momento estrujas la carta, murmurando como lo haría un británico, y la lanzas con puntería al fuego: a ti qué te importa Boaz. Y, en cualquier caso, no te crees una sola palabra de lo que digo. Aquí fijas tus ojos de color gris en el ondulante fuego y te dices: Intenta jugarme una mala pasada de nuevo. Esta hembra no se da nunca por vencida ni deja las cosas en paz.
Entonces, ¿por qué te escribo?
Por desesperación, Alec. En asuntos de desesperación eres verdaderamente una autoridad mundial. (Sí, claro que he leído -como todo el mundo-tu libro La violencia desesperada: un estudio comparado del fanatismo). Pero ahora no me refiero a tu libro sino a la sustancia que modela tu alma: la helada desesperación. Desesperación glacial.
¿Aún estás leyendo? ¿Alimentando tu odio hacia nosotros? ¿Paladeando a pequeños sorbos el deleite por las desgracias ajenas como si fuera un whisky caro? Si es así, será mejor que deje de meterme contigo y me concentre en Boaz.
La verdad es que no tengo ni la menor idea de cuánto sabes. No me sorprendería lo más mínimo que estuvieras al corriente de cada detalle, porque le diste instrucciones a tu abogado, Zakheim, de que te enviara cada mes un informe sobre nuestras vidas, con lo que nos has tenido controlados durante todos estos años. Por otra parte, no me asombraría descubrir que no sabes nada en absoluto: ni que me he casado con un hombre que se llama Michael Sommo, ni que he tenido una hija, ni qué ha sido de Boaz. Sería muy propio de ti volvernos la espalda con un gesto brutal y sacarnos de una vez por todas de tu nueva vida.
Después de que nos echaras a patadas, cogí a Boaz y nos fuimos a vivir con mi hermana y su marido en su kibbutz. (No teníamos ningún otro lugar adonde ir, ni dinero tampoco). Viví allí durante seis meses y luego volví a Jerusalén. Trabajé en una librería. Mientras tanto, Boaz se quedó en el kibbutz durante cinco años, hasta que cumplió los trece.
Yo iba a verlo cada tres semanas, hasta que me casé con Michel, y desde entonces el chico me llama zorra. Como tú. No ha venido a vernos ni una sola vez a Jerusalén, y cuando le llamamos para contarle el nacimiento de nuestra hija Madeleine Yifat, nos colgó violentamente.
Hace dos años se presentó de repente una noche de invierno a la una de la madrugada para comunicarme que había terminado con el kibbutz: o yo le enviaba a una escuela de agricultura, o se marcharía y «viviría en la calle», y eso sería lo último que sabría de él.
Mi marido se despertó y le dijo que se quitara la ropa mojada, comiera algo, tomara un buen baño y se acostara, y al día siguiente por la mañana hablaríamos. Y el muchacho (incluso entonces, con trece años y medio, era bastante más alto y corpulento que Michel) replicó, como si aplastara un insecto bajo su pie: «¿Y tú quién te crees que eres? ¿Quién te está pidiendo tu opinión?». Michel, sonriendo, contestó: «Te sugiero, amiguito, que salgas afuera, te calmes, cambies el disco, vuelvas a llamar y entres de nuevo, y esta vez intenta actuar como un ser humano y no como un gorila».
Boaz se volvió hacia la puerta, pero me interpuse entre él y el umbral. Yo sabía que a mí no iba a tocarme. La niña se despertó y empezó a llorar, y Michel fue a cambiarle los pañales y a calentarle un poco de leche en la cocina. Le dije: «De acuerdo, Boaz. Puedes ir a una escuela de agricultura si es eso lo que realmente deseas». Michel, de pie en calzoncillos con la niña, callada ahora, en brazos, añadió: «A condición de que te disculpes con tu madre, se lo pidas correctamente y le des las gracias. Porque no eres un animal, ¿no?».
Y Boaz, con la faz contraída por ese odio desesperado y el desprecio que ha heredado de ti, me siseó: «¿Y tú permites que esa escoria te folie todas las noches?»; al instante extendió la mano, me tocó el cabello y dijo, con una voz diferente que me encoge el corazón al recordarla: «Pero tienes una niña muy bonita».
Luego (gracias a la mediación del hermano de Michel) conseguimos que Boaz entrara en la Escuela de Agricultura Telamim. Eso fue hace dos años, a principios de 1974, no mucho después de la guerra para la que tú -según tengo entendido-volviste de Estados Unidos y en la que tomaste parte como comandante de un batallón de carros de combate en el Sinaí, antes de salir corriendo otra vez. Incluso accedimos a su petición de no ir a visitarle. Pagábamos los recibos y callábamos. Es decir, los pagaba Michel. Ni siquiera Michel, para ser exactos.
Durante estos dos años no recibimos ni una simple postal de Boaz. Sólo avisos alarmantes de la jefa de estudios: el muchacho es violento; se ha visto envuelto en una pelea y le ha abierto la cabeza al vigilante nocturno; desaparece por la noche; se le ha abierto expediente policial; se le ha concedido la libertad condicional; tendrá que dejar la escuela; es un monstruo.
¿Y qué recuerdas tú, Alec? Lo último que viste fue un crío de ocho años, resuelto, delgado y larguirucho como una espiga de trigo, capaz de permanecer de pie en silencio durante horas en un taburete, apoyado en tu escritorio, concentrado, construyendo para ti aviones de madera de balsa sacados de los folletos de bricolaje que tú le llevabas: un niño cuidadoso, disciplinado, casi tímido, pese a que ya entonces, a los ocho años, era capaz de superar la humillación con una determinación silenciosa y controlada. Y, entretanto, como una bomba de relojería genética, Boaz ya ha llegado a los dieciséis años y al metro noventa, y sigue creciendo, y se ha convertido en un chico amargado, arisco, al que el odio y la soledad le han infundido una asombrosa fuerza física. Y esta mañana ha sucedido finalmente lo que temía desde hace tiempo: una llamada telefónica urgente. Han decidido expulsarle del internado por agredir a una profesora. Me ahorraron los detalles.
Bien, me puse en marcha enseguida hacia allá, pero Boaz se negó a verme. Se limitó a hacer que me dijeran que «no tenía nada que ver con esa zorra». ¿Se refería a la profesora o a mí? No lo sé. Resultó que no la había «agredido» exactamente: él había hecho un comentario morboso, ella le había cruzado la cara con una bofetada, y él le había devuelto dos al instante. Les rogué que pospusieran la expulsión hasta que encontrara una alternativa. Se apiadaron de mí y me concedieron una quincena.
Michel dice que, si yo quiero, Boaz puede quedarse en casa (pese a que la niña y nosotros vivimos en una habitación y media, de la que aún estamos pagando la hipoteca). Pero sabes tan bien como yo que Boaz no estará de acuerdo. El chico me aborrece. Y a ti. Así que, después de todo, tú y yo tenemos algo en común. Lo siento.
No existe la menor posibilidad de que lo admitan en otra escuela especializada, con su expediente policial y las referencias negativas del director del instituto. Te escribo porque no sé qué hacer. Te escribo aunque no vayas a leer esto, y, si lo haces, no contestarás. A lo sumo indicarás a tu abogado, Zakheim, que me envíe una carta formal, donde corroborará que su cliente sigue negando la paternidad, que el resultado de la prueba de sangre fue ambiguo, y que fui yo quien, en su momento, se opuso con denuedo a una prueba de tejidos. Jaque mate.
Sí, y el divorcio te eximió de toda esa responsabilidad hacia Boaz y de toda obligación hacia mí. Todo eso me lo sé de memoria, Alec. No me queda ni un resquicio de esperanza. Te escribo como si estuviera ante la ventana hablando a las montañas, o a la oscuridad que media entre las estrellas. La desesperación es tu terreno. Si lo deseas puedes utilizarme como ejemplo.
¿Todavía estás sediento de venganza? Si es así, aquí me tienes poniendo la otra mejilla. La mía y la de Boaz. Adelante, pega todo lo fuerte que puedas.
Sí, voy a enviarte esta carta, aunque en este instante estoy dejando la pluma con la intención de renunciar: después de todo, no tengo nada que perder. Se me han cerrado todos los caminos. Tienes que darte cuenta de esto: aunque el oficial que supervisa la libertad condicional o el asistente social consigan persuadir a Boaz de que acepte algún tipo de tratamiento, rehabilitación, ayuda o traslado a otra escuela (y no creo que tuvieran éxito), yo no tengo el dinero para pagarlo.
En cambio, a ti te sobra, Alec.
Y yo carezco de influencias, mientras que tú puedes arreglar cualquier cosa con un par de llamadas. Eres fuerte y listo. O al menos lo eras hace siete años. (Me han dicho que has sufrido dos operaciones. No supieron decirme de qué). Espero que ahora ya estés bien. No voy a decir nada más para que no me acuses de hipocresía, de adulación, de pelotilleo. Y no voy a negarlo, Alec: estoy dispuesta a hacerte la pelota todo lo que tú quieras… Haré lo que me pidas. Y me refiero a todo. Siempre y cuando rescates a tu hijo.
Si yo tuviera algo de cerebro tacharía «tu hijo» y escribiría «Boaz», para no enfurecerte. Pero ¿cómo puedo tachar la pura verdad? Tú eres su padre. Y por lo que respecta a mi cerebro, ¿no llegaste hace ya mucho tiempo a la conclusión de que soy una completa idiota?
Te haré una oferta. Estoy dispuesta a admitir por escrito, ante notario si lo prefieres, que Boaz es hijo de quien tú quieras que yo diga. Mi autoestima la asesinaron hace ya tiempo. Firmaré cualquier pedazo de papel que tu abogado ponga delante de mí, si como contrapartida accedes a proporcionar a Boaz los primeros auxilios. Llamémosle asistencia humanitaria. O un acto de amabilidad hacia un niño completamente extraño.
Es verdad, cuando dejo de escribir y conjuro su imagen, me atengo a esas palabras: Boaz es un niño extraño. No, un niño no: un hombre extraño. Me llama zorra y te llama perro. A Michel, «el chulo». Se hace llamar (incluso en documentos oficiales) por mi nombre de soltera (Boaz Brandstetter), y llama la Isla del Diablo a la escuela donde él nos pidió que le lleváramos y para lo cual tuvimos que mover tantos hilos.
Ahora voy a decirte algo que puedes usar contra mí. Mis suegros nos envían desde París algún dinero cada mes para que él pueda permanecer en ese internado, aunque nunca lo hayan visto, y él probablemente no sepa ni que existen. No son ricos en absoluto (son inmigrantes de Argelia) y, además de Michel, tienen otros cinco hijos y ocho nietos, entre Francia e Israel.
Escúchame, Alec. No voy a escribir una palabra sobre lo que ocurrió en el pasado. A excepción de una cosa, algo que no olvidaré nunca, aunque tú puedas preguntarte cómo demonios lo sé. Dos meses antes de nuestro divorcio, Boaz ingresó en la unidad de nefrología del Hospital Shaarei Zedek por una infección en el riñón. Y hubo complicaciones. Sin que yo lo supiera, fuiste a hablar con el profesor Blumenthal para enterarte de si, llegado el caso, un adulto podría donar un riñón a un niño de ocho años. Estabas pensando en darle uno de tus riñones, aunque con una sola condición: que ni el niño ni yo lo supiéramos nunca. Y no lo supe, hasta que trabé amistad con el doctor Adorno, el ayudante de Blumenthal, el joven doctor al que quisiste demandar por negligencia en el tratamiento de Boaz.
Si todavía estás leyendo, es probable que te hayas puesto aún más pálido, mientras aferras el encendedor con un gesto brusco de violencia reprimida para encenderte una pipa que no está ahí, y te dices una y otra vez: «Por supuesto, el doctor Adorno: quién si no». Y éste es el momento en que destruyes la carta, si es que todavía no lo has hecho. Y a mí y a Boaz con ella.
Boaz se recuperó y tú nos echaste a patadas de tu mansión, de tu nombre y de tu vida. No donaste ningún riñón, pero estoy convencida de que lo querías hacer de verdad. Porque todo lo que haces es en serio. Eso puedo garantizártelo: eres serio para todo.
¿De nuevo halagándote? Si quieres, me declaro culpable. De halagar. De hacer la pelota. De arrodillarme ante ti y golpearme la frente contra el suelo. Como en los viejos tiempos.
En el fondo, no tengo nada que perder y no me importa mendigar. Haré lo que ordenes. Pero no tardes demasiado, pues dentro de quince días lo echan a la calle. Y la calle está ahí, esperándole.
Después de todo, no hay nada que no puedas conseguir. Suelta a ese monstruoso abogado tuyo. Tal vez sólo con una recomendación lo admitan en la escuela naval. (Boaz siente una extraña atracción por el mar, la ha tenido desde niño. ¿Te acuerdas, Alec, de Ashkelon, en el verano de la guerra de los Seis Días? ¿Los remolinos? ¿Aquellos pescadores? ¿La balsa?).
Sólo una cosa más antes de sellar esta carta dentro del sobre: me acostaré contigo, si quieres. Cuando quieras y como quieras. (Mi marido sabe de esta carta e incluso está de acuerdo en que debo escribirla, excepto la última frase. Así que si quieres destruirme sólo tienes que fotocopiar la carta, subrayar la última frase con lápiz rojo y enviársela a mi esposo. Funcionará a las mil maravillas. Lo admito: mentía al decirte antes que no tenía nada que perder).
De modo que, Alec, ahora estamos completamente a tu merced. Incluso mi hijita. Y puedes hacer con nosotros lo que gustes.
Ilana (Sommo)
Fuente:

La caja negra

ePub r1.0




German25 27.11.17




Título original: Black box


Amos Oz, 1987


Traducción: Gracia Rodríguez


Editor digital: German25



ePub base r1.2

viernes, 18 de marzo de 2016

Sarid Yishai (Tel Aviv, 1965) . Novela: El poeta de Gaza.


Sarid Yishai (Tel Aviv, 1965) Estudió derecho en la Universidad de Jerusalén y recibió un título de posgrado por la Universidad de Harvard. Trabaja como abogado y es articulista en los principales diarios de Israel. Ganadora del Gran Premio de Literatura Policiaca (Francia, 2011), del Premio Internacional María Giorgetti (Italia, 2013) y finalista del Premio Literario Internacional IMPAC de Dublín (2012), El poeta de Gaza es la segunda novela del autor, una de las voces más importantes de la narrativa israelí contemporánea.

***
(Fragmento. Novela. SARID YISHAI  El poeta de Gaza).


Sinopsis
Un oficial de alto rango en el servicio secreto israelí, entregado a la labor de prevenir ataques terroristas suicidas, y con una vida profesional y personal complicada, es asignado para una nueva misión: asistir a las clases de creación literaria de una escritora de Tel Aviv, militante para la paz, e introducirse en su vida privada, haciéndose pasar por un aspirante a novelista de modo que pueda hacerse amigo de Daphna, escritora israelí, y su amigo Hani, un renombrado poeta palestino. Esto le permitirá acercarse a un viejo poeta palestino de Gaza, quien ha obtenido permiso para entrar a Israel con el fin de tratarse una enfermedad terminal. Su verdadero objetivo es Yotam, hijo del poeta y líder terrorista Hani, su agudo sentido del bien y del mal va diluyéndose. Los escritores han despertado en él sentimientos que él asumía habían muerto hacía mucho tiempo. Aun así, su sentido del deber y los hábitos producto de toda una vida en el ejército lo impulsan a seguir adelante con su puesta en escena y tenderle así una trampa a Yotam.
Autor: Yishai, Sarid
2011, RANDOM HOUSE
Generado con: QualityEbook v0.75

 El poeta de Gaza

Yishaï Sarid


A Raheli

Me quedé sentado en el coche un rato más para mirar la antigua fotografía de ella, y también para escuchar “Here comes the sun” hasta el final. No es frecuente escuchar a Harrison en la radio, y hay pocas canciones matinales tan buenas como ésta. Para mí es importante saber cómo es una persona antes de encontrarme con ella por primera vez, para no tener ninguna sorpresa. En la fotografía se veía muy guapa, el pelo recogido hacia atrás, una frente inteligente, sonriendo a un árabe en algún mitin de gente progresista.
Era una mañana de finales de julio. En la calle había la tranquilidad urbana de las vacaciones de verano. Unos gatos trepaban para buscar comida en los contenedores de basura, dos amigos paseaban hacia el mar por la avenida de los tamariscos, riendo despreocupadamente y con unos patines debajo del brazo. Vivo en el tercer piso, me había dicho ella por teléfono. Los buzones del correo tenían muchas capas de etiquetas, inquilinos jóvenes que llegaban y se marchaban, y nombres con letras latinas de gente que ya no estaba viva. El edificio estaba muy descuidado y el yeso de las paredes desconchado. Las ventanas de la escalera, altas y estrechas como las de un monasterio abandonado, estaban opacas de tanta suciedad. Dafna abrió la puerta descalza, el pelo recogido, la mirada penetrante. Es lo que capté a primera vista.

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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

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