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jueves, 2 de julio de 2020

6 Venado de las Siete-rozas Miguel Ángel Asturias.ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO III.




6
Venado de las Siete-rozas

Miguel Ángel Asturias
MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS nació en la ciudad de Guatemala, en 1899 y cursó allí sus estudios, graduándose de doctor en leyes en 1922.
A partir de 1924 viaja, como estudioso y periodista, por toda Europa, Egipto, Grecia, Tierra Santa, y vuelve a su país en 1933. En 1946 su gobierno lo designa agregado cultural en Méjico.
En 1948 llega con el mismo cargo a Buenos Aires. Desempeña otras misiones diplomáticas, hasta 1953, año en que integra la comisión que representa a Guatemala en la Conferencia de Caracas. Producida la invasión extranjera a Guatemala, se radica en la Argentina. Obras: Leyendas de Guatemala, El Señor Presidente, Sien de Alondra, Hombres de Maíz, El Papa Verde, etc.
—Por lo visto no ha pasado el de las Siete-rozas.
—No. Y ende quiá que estoy. ¿Cómo sigue mi nana?
—Mala, como la viste. Más mala tal vez. El hipo no la deja en paz y la carne se le está enfriando.
Las sombras que así hablaban desaparecieron en la tiniebla del cañal una tras otra. Era verano. El río corría despacio.
—¿Y que dijo el Curandero…?
—¿Que qué dijo? Que había que esperar mañana.
—¿Pa qué?
—Pa que uno de nosotros tome la bebida de veriguar quién brujió a mi nana y ver lo que se acuerda. El hipo no es enfermedad, sino oral que le hicieron con algún grillo. Ansina fue que dijo.
—¿Lo beberás vos?
—Sigún.
—Más mejor sería que lo bebiera el Calistro. Es el hermano mayor. Mesmo tal vez así lo mande el Curandero.
—Mesmo pué; y si llegamos a saber quen le hizo daño a mi nana con ese embrujamiento de grillo…
—¡Cállate mejor!
—Sé lo que estás pensando. Igualito pensaba yo. Algún ninguno de esos maiceros.
Apenas se oía la voz de los vigiadores en el cañal. Hablaban al atisbo del Venado de las Siete-rozas. A veces se oía el viento, respirar delgado del aire en algún guachipilín. A veces las aguas del río que piaban en los rincones de las pozas, como pollitos. De un lado a otro se hamaqueaba el canto de las ranas. Sombra azulosa, caliente. Nubes golpeadas, oscuras. Los tapacaminos, mitad pajaros, mitad conejos, volaban aturdidos. Se les oía caer y arrastrarse por el suelo con ruido de tuzas. Estos pájaros nocturnos que atajan al viajero en los caminos, tienen alas, pero al caer a la tierra y arrastrarse en la tierra, las alas se les vuelven orejas de conejos. En lugar de alas estos pájaros tienen orejas de conejos. Las orejas de tuza de los conejos amarillos.
—Y que tal que el Curandero volviera hoy mismo, ansina se sabe luego quién le trafica ese grillo en la barriga a mi nana.
—Sería bien bueno.
—Si querés yo voy por el Curandero y vos de aquí te vas a avisarle a mis hermanos, para que estemos todos cuando él llegue.
—Se nos pasa el venado.
—¡Qué lo ataje el diablo!
Las sombras se apartaron al salir de la tiniebla del cañal. Una se fue siguiendo el río. Dejaba en la arena marcada la huella de los pies descalzos. La otra trepó más aprisa que una liebre por entre los cerros. El agua corría despacio, olorosa a piña dulce.
—Es menester un fuego de árboles vivos para que la noche tenga cola de fuego fresco, cola de conejo amarillo, antes que el Calistro tome la bebida de averiguar quién hizo el perjuicio de meterle por el ombligo un grillo en la barriga a la señora Yaca.
Así dijo el Curandero, pasándose los dedos uñudos como flautas de una flauta de piedra, por los labios terrosos color de barro negro.
Los cinco hermanos salieron en busca de leña verde. Se oyó su lucha con los árboles. Las ramas resistían, pero la noche era la noche, las manos de los hombres eran las manos de los hombres y los cinco hermanos volvieron del bosque con los brazos cargados de leños que mostraban signo de quebradura o desgajamiento.
Se encendió la hoguera de leña viva que les pidió el Curandero, cuyos labios de barro negro fueron formando estas palabras:
—Aquí la noche. Aquí el fuego. Aquí nosotros, reflejos de gallo con sangre de avispa, con sangre de sierpe coral, de fuego que da las milpas, que da los sueños, que da los buenos y los malos humores…
Y repitiendo estas y otras palabras, hablaba como si matara liendres con los dientes, entró al rancho en busca de un guacal para dar al Calistro la toma que traía en un tecomate pequeño, color de güergüecho verde.
—Que se junte otro fuego en el rancho, junto a la enferma —ordenó al volver con el guacal, mitad de calabaza lustrosa por fuerza y por dentro morroñosa.
Así se hizo. Cada hermano robó un leño encendido a la hoguera de árboles vivos que ardía en el descampado.
Sólo Calistro no se movió. En la media oscurana, junto a la enferma, era mero como ver un lagarto parado. Dos arrugas en la frente estrecha, tres pelos en el bigote, los dientes magníficos, blancos, largos, en punta, y muchos granos en la cara. La enferma se encogía y se estiraba con todo y trapos sobre el petate sudado, mantecoso, al compás del elástico del hipo que le traficaba adentro, en las entrañas y el alma salida a sus ojos escarbados de vieja, en muda demanda de algún alivio. No valió el humo de trapo quemado, no valió la sal que se le dio como a ternero con empacho, no valió que pegara la lengua a un ladrillo mojado con agua de vinagre, no valió que le mordieran los dedos meñiques de la mano, hasta hacerle daño, el Ruperto, el Gaudencio, el Felipe, todos sus hijos.
El Curandero vació en el guacal el agua de averiguar y se la dio al Calistro. Los hermanos seguían la escena en silencio, uno junto a otro, pegados a la pared del rancho.
Al concluir la toma —le pasó por el güergüero como purgante de castor—, el Calistro se limpió la boca con la mano y los dedos, miró a sus hermanos con miedo y se hizo tantito a la pared de cañas. Lloraba sin saber por qué. El fuego se iba apagando en el descampado. Sombras y luzazos. El Curandero corría a la puerta, alargaba los brazos hacía la noche, sus dedos como flautas de flauta de piedra, y volvía a pasear las manos abiertas sobre los ojos de la enferma, para alentarle la mirada con la luz de las estrellas. Sin hablar, por sus gestos de hombre que conocía los misterios, pasaban tempestades de arena seca, desmoronamientos de llanto que lo sala todo, porque el llanto es salado, porque el hombre es salado por el llanto desde que nace, y vuelos alquitranados de aves nocturnas, uñudas, carniceras.
La risa de Calistro interrumpió el ir y venir del Curandero. Le chisporroteaba entre los dientes y la escupía como fuego que le quemara por dentro. Pronto dejó de reírse a carcajadas y fue de quejido en quejido a buscar el rincón más oscuro para vomitar, los ojos salidos, crecidos, terribles. Los hermanos corrieron tras el hermano que después del estertor había caído al suelo con los ojos abiertos color de agua de ceniza.
—Calistro, ¿quién fue el que le hizo el mal a mi nana…?
—Oy, pues, Calistro, decinos quien le metió a nanita el grillo en el estómago…
—Habla, decinos…
—Calistro, Calistro…
Mientras tanto la enferma se encogía y estiraba con todo y trapos sobre el petate, flacuchenta, atormentada, elástica, el pecho en hervores, los ojos ya blancos.
A instancias del Curandero, habló Calistro, habló dormido.
—Mi nanita fue maleada por los Zacatón y para curarla es necesario cortarles la cabeza a todos ésos.
Dicho esto, cerró los ojos.
Los hermanos volvieron a mirar al Curandero y sin esperar razón, escaparon del rancho blandiendo los machetes. Eran cinco. El Curandero se acuñó a la puerta, bañado por los grillos, mil pequeños hipos que afuera respondían al hipo de la enferma, y estuvo contando las estrellas fugaces, los conejos amarillos de los brujos que moraban en piel de venada virgen, los que ponían y quitaban las pestañas de la respiración a los ojos del alma.
Por una callecita de zacate tierno desembocaron los cinco hermanos, al salir del cañaveral, en un bosque de árboles ya algo ruines. Ladridos de perros vigilantes. Aúllo de perros que ven llegar la muerte. Gritos humanos. En un decir amén cinco machetes separaron ocho cabezas. Las manos de las víctimas intentaban lo imposible por desasirse de la muerte, de la pesadilla horrible de la muerte que los arrastraba fuera de las camas, en la sombra, ya casi con la cabeza separada del tronco, sin mandíbulas éste, aquél sin orejas, con un ojo salido el de más allá, aliviándose de todo al ir cayendo en un sueño más completo que el sueño en que reposaban cuando el asalto. Las hojas filosas daban en las cabezas de los Zacatón como en cocos tiernos. Los perros fueron reculando hacia la noche, hacía el silencio, desperdigados, aullantes.
Cañaveral de nuevo.
—¿Cuántas traes vos?
—Yo traigo el par…
Una mano ensangrentada hasta el puño levantó dos cabezas juntas. Las caras desfiguradas por los machetazos no parecían de seres humanos.
—Me quedé atrás, yo traigo una. De dos trenzas colgaba el cráneo de una mujer joven. El que la traía daba con ella en el suelo, arrastrándola en los tierreros, golpeándola en las piedras.
—Yo traigo la cabeza de la anciana; ansina debe ser porque no pesa mucho.
De otra mano sanguinolenta pendía la cabeza de un niño, pequeñita y deforme como anona, con su cofia de trapo duro y bordados ordinarios de hilo rojo.
Al pronto llegaron al rancho, empapados de rocío y sangre, la cara pendenciera, el cuerpo tembloroso. El Curandero esperaba con los ojos de par en par sobre las cosas del cielo, la enferma de hipo en hipo y el Calistro dormido y los ojos de los chuchos andando en la atmósfera, porque aunque estaban echados, estaban despiertos.
Sobre ocho piedras, al alcance del fuego que en el interior del cuarto seguía ardiendo, se colocaron las cabezas de los Zacatón.
Las llamas, al olor de la sangre humana, se alargaron, escurriéndose de miedo, luego se agazaparon para el ataque, como tigres dorados.
Un repentino lengüetazo de oro alcanzó dos caras, la del anciano y el niño. Chamusco de barbas, bigotes, pestañas, cejas. Chamusco de la cofia ensangrentada. Del otro lado, otra llama, una llama recién nacida, chamuscó las trenzas de la mujer Zacatón. El día fue apagando la hoguera sin consumirla. El fuego tomó color tierno, vegetal, de flor que sale del capullo. De los Zacatón quedaron sobre los tetuntes ocho cabezas como jarros ahumados. Aún apretaban los dientes blancos del tamaño de los maíces que se habían comido.
El Curandero recibió un buey por el prodigio. A la enferma se le fue el hipo, santo remedio, al ver entrar a sus hijos con ocho cabezas humanas desfiguradas por las heridas de los machetazos. El hipo que en forma de grillo le metieron los Zacatón por el ombligo.
—A lo visto no ha pasado el de las Siete-rozas.
—No, y ende quiá que estoy. ¿Cómo sigue el Calistro?
—Nanita lo llevó onde el Curandero otra vez.
—Calistro dio el sentido por la vida de mi nana.
—Dice, cuando no está llorando, que tiene nueve cabezas.
—Y el Curandero, ¿vos supiste lo que dijo?
—Lo dejó sin remedio, salvo que se le dé caza al Venado de las Siete-rozas.
—Decirlo es fácil.
Sobre un mes que Calistro ronda la casa del Curandero y sus hermanos andan a la atalaya del Venado de las Siete-rozas en el cañal. Calistro va desnudo, va y viene desnudo, los cabellos en desorden y las manos crispadas. No come, no duerme, ha enflaquecido, parece de caña, se le cuentan los cañutos de los huesos. Se defiende de las moscas que lo persiguen por todas partes, hasta sangrarse, y tiene los pies como tamales de niguas.
—Hermano, venite, ya no esperés al de las Siete-rozas.
—¡Hacéme el favor, no ves que estoy sentado en él!
—¡Venite, hermano, Calistro mató al Curandero!
—Por asustarme no lo digas…
—Es hecho…
—¿Y cómo lo mató?
—De la quebrada subió con el cadáver desnudo arrastrándolo de una pata…
El que estaba sobre el Venado de las Siete-rozas, Gaudencio Tecún, arrecho por su buena puntería y orgulloso de su escopeta, se fue deslizando de sobre el animal, hasta quedar por el suelo tendido, sin habla, pálido, como si le hubiera dado vahído. El hermano que trajo la noticia de la muerte del Curandero lo sacudía para que le volviera el aliento a la cara. Lo llamaba a gritos. Y de no ser que le gritó su nombre, ¡¡¡Gaudencio Tecún!!!, con todos los pulmones, se le va de la tierra, de la familia, de la pena de puercoespín en que estaban.
Gaudencio Tecún, al grito de su hermano, abrió los ojos y al sentir cerca de su brazo el cuerpo del venado muerto, alargó la mano para acariciarle con los dedos las pestañas entre rubias, la nariz de noval, el belfo, los dientecillos, los cuernos de ébano, las siete cenizas del testuz, el mascabado de la pelambre, los ijares y alguna gordura delante de los testículos.
—¡Pior si a vos también se te juyó el sentido! ¿Onde se ha visto que se le haga cariño a un animal muerto? ¡No sias bruto, parate y vonós que dejé a mi nana en el rancho con el difunto y el loco del Calistro!
Gaudencio Tecún se despenicó en los ojos el sueño que sentía, parpadeando, para decir con palabras tanteadas:
—No fué Calistro el que ultimó al Curandero.
—¡Qué sabes vos!
—Al Curandero lo maté yo…
—¿Y caso no vide yo con mis ojos a Calistro salir arrastrando el cadáver, y caso vos no estabas aquí vigilando al venado, y caso…?
—Al Curandero lo maté yo, las tuyas son visiones.
—Vos matarías al Venado de las Siete-rozas, no se desmiente; pero al Curandero, aunque digas que son visiones, lo mató Calistro; por fortuna que todos vieron, que a todos les consta y que al Calistro no se le culpa en nada, porque es loco.
Gaudencio Tecún se enderezó frente a su hermano Ruperto —era más bajito que él—, se sacudió los pantalones, sucios de tierra y monte, y doblando el brazo, para llevarse la mano izquierda al corazón, al tiempo de sacar el pecho de ese lado, palabra por palabra le dijo:
—El Curandero y el venado, para que vos sepas, eran énticos. Disparé contra el venado y ultimé al Curandero, porque eran uno solo los dos, énticos.
—No se me esclarece; si me lo explicás lo entiendo. El Curandero y el venado… —Ruperto levantó las manos y apareó los dedos índices, el de la derecha y la izquierda—, eran de ver un dedo gordo formado por dos dedos.
—Nada de eso. Eran el mismo dedo. No eran dos. Eran uno. El Curandero y el Venado de las Siete-rozas, como vos con tu sombra, como vos con tu alma, como vos con tu aliento. Y por eso decía el Curandero cuando estaba nanita con el mal del grillo que era menester cazar el Venado de las Siete-rozas para que se curara, y agora con el Calistro lo volvió a repetir, lo dijo otra vez.
—Énticos, decís vos, Gaudencio, que eran.
—Como dos gotas de agua en un solo trago. En un suspiro iba el Curandero de un lugar a otro…
—Eiba en forma de venado…
—Y por eso supo al momentito la muerte del cacique Gaspar Ilóm.
—Le servía entonces, eso de ser hombre y venado. Le servía, pué… Ni atiempaban los enfermos. Era llamándolo y ya estaba con la medecina de zacates que andan lejos. Llegaba, veía al enfermo y se iba a la costa a traer el remedio.
—Pero ¿cómo to explicas entonces al Calistro con el cadáver?
—Pues igual. Dende días lo andaba ronciando el Calistro; debe haberlo perseguido hoy en la tarde por la quebrada y antes que lo alcanzara se le volvió venado y de venado se vino corriendo sólo a que yo le metiera el postazo de escopeta.
—Talmente, onque el mortal no dejó aquí el cuerpo. El cuerpo apareció allá.
—Es lo que pasa siempre en este caso. El que tiene la gracia de ser gente y animal, al caso de perder la vida deja su mero cuerpo donde hizo la muda y el cuerpo animal onde lo atajó la muerte. El Curandero se le volvió venado al Calistro, y allá, al darle yo el postazo, dejó su forma humana, porque allí hizo la muda, y aquí vino a dejar su forma de venado, donde yo lo atajé con la muerte.
—Será cosa esa.
—Adelántate y le ves la cicatriz…
—Hecho. Me esperás en el camino. Escondé bien la escopeta.
—De juerza, la guerra sigue.
Gaudencio Tecún regresó los ojos al vuelo —se había quedado contemplando el cañal que en la noche clara era como ver agua verde— y puso el sentido en el rancho de su nana, allacito estaba y por aquí se oía.
Charás… Charás… Charás…
Paró la oreja para orientarse donde quedaba el rancho por las barridas que le daba el viento remolón al guarumo que alentaba en el patio. Los grillos contaban las hierbas, las hierbas contaban las estrellas, las estrellas contaban el número de pelos que tenía el loco en la cabeza, el loco de Calistro que también se oía gritar a lo lejos.
—A la babosa me hice ya de otro muerto —se dijo pronunciando las palabras; estaba solo—, de haber sabido no tiro… ¡Venado de las Siete-rozas, riendo ibas! Y… —esto ya pensando, sin hablarlo— tendré de fuerza que regresar a despertarlo antes de la medianoche; malobra la que me buscó la suerte; y despierta o lo entierro…
Se sonó. Los dedos le quedaron engusanados de mocos y resuello de monte húmedo. Escupió amargo mientras se los limpiaba en el sobaco. Y con el brazo metido en una cueva, tanteando fondo para dejar escondida el arma, lo topó su hermano Ruperto, que volvía de verle la cicatriz al muerto, acezoso, que le tardaba el llegar.
—Puro cierto lo que venías cuenteando, vos, Gaudencio —le gritó—; el Curandero tiene el postazo tras la oreja zurda, mero como el Venado, no se podía pedir más cabalencia, justo tras la oreja zurda. Por supuesto que al que no sabe la mauxima se le desimula entre los raspones que le dio Calistro al sacarlo arrastrando de una pata.
—Y allá están mis hermanos —indagó Gaudencio con la voz oscura.
—Saliendo yo, llegaba Felipe —contestó Ruperto; por la cara le bajaba el sudor de la carrera que había echado del rancho a donde estaba Gaudencio escondiendo el arma.
—Y Calistro qué se hizo.
—Lo amarramos al tronco del guarumo para que no haga perjuicio. Él dice que otro mató al Curandero, pero como está fuera de sus sentidos ninguno le hace caso, luego que lo vidieron salir arrastrando al muerto.
Gaudencio y Ruperto echaron a andar en dirección del rancho.
—Ve. Gaudencio Tecún —gritó Ruperto después de algunos pasos; Gaudencio iba delante; no volvió a mirar, pero oyó—, lo del venado y el Curandero sólo los dos lo sabemos.
—Y Calistro…
—Pero Calistro está loco…
Sólo Gaudencio y Ruperto Tecún saben a ciencia cierta quién ultimó al Curandero. Sus hermanos ni lo sospechan. Menos su nana. Mucho menos las demás mujeres de la familia, las que torteaban en la cocina periqueando sobre el suceso. Un trastorno aquel palmearse unas a otras, llamándose como se llama a las tortilleras cuando pasan por la calle, con palmaditas de mano. El sudor les raja la cara de barro sumiso. Les brillan los ojos ribeteados de Colorado de ocote, por culpa del humo. Crío a la espalda, unas. Otras panzonas, esperando hijo. Las trenzas en culebrerío sobre la cabeza. Todas con los brazos alistonados y escamosos de aguachigüe.
—Y aquí están ustedes, ooo… y no envitan…
Las torteadoras volvieron a mirar, sin dejar de palmear. Gaudencio Tecún asomaba por la puerta de la cocina.
—Yo les traiba un traguito, si alcaso quieren.
Le agradecieron.
—Si hay un cristal que se acomida alguna de todas.
—¡Amor cuánto vales! —exclamó la más joven y alcanzando el vaso a Gaudencio, echó el resto—: ¿Por qué no decir yo quiero tal cosa, sin venir con cuentos que buenos son para que los crean otras?
—¡Lástimas al desprecio se llama esa manera de hablar; prestá el cristal para vaciar el trago, y dejate de plantas!
—¡Se echa de ver, ni que estuviera tan de más en el mundo, ni que sólo vos fueras el hombre y todos los demás mujeres, para hacerme el favor!
—¡Mancita!
—¡Caballo el que habla!
—¡Entonces yegüita la que contesta!
—¡Liso!
—Y de repente te robo, no decís.
—¡Gente es tanate!
—¡Gente enstruída, pero, vos, pura del monte!
—Demos el dedalito, pues, si nos lo va a dar —intervino la molendera—; yo estoy con algo de cólico; mejor si es anisado…
—Es…
—Yo también le recibo el favor —dijo otra muchachona, mientras la molendera se limpiaba las manos en el delantal para recibir el vaso—; me asusté mucho al ver que el Calistro subía con el Curandero arrastrándolo, como a un espantajo de esos que ponen en las milpas.
—Nemiga, ¿vos estabas lavando? —preguntó Gaudencio Tecún a la joven que se le reía en la cara, con los dientes color de jazmín, los labios pulposos, la nariz recogida y dos hoyuelos en las mejillas después de las palabras que cambiaron de entrada, palabra uno y palabra otro.
—Sí, vos, nemigo malo —contestó aquélla, dejando de reír y sin disimular un suspiro—, torciendo unos trapitos estaba cuando asomó el loco con el muerto. Lo verde que se pone una cuando se muere. Servime otro trago.
—Sabido —dijo Gaudencio al tiempo de empinar la botella de anisado en el vaso de cristal, hasta hacer dos dedos—. La sangre animal se vuelve vegetal antes de volverse tierra, y por eso se pone uno verde al pronto de morirse.
En el patio oloroso a perejil se oían los pasos del loco. Somataba los pies bajo el guarumo, como si andara a oscuras con el árbol a cuestas.
—Nana —murmuró Ruperto en el cuarto donde habían tendido al Curandero: yacía el cuerpo en un petate tirado en el suelo, cubierto con una chamarra hasta los hombros y la cara bajo el sombrero—. Nana, no se halla uno a ver gente muerta.
—Ni trastornada, mijo.
—No se hace uno a la idea de que la persona que conoció viva, sea ya difunta, que esté y no esté, que es como están los muertos. Si los muertos más parece que estuvieran dormidos, que fueran a despertar al rato. Da no sé que enterrarlos, dejarlos solos en el camposanto.
—Mejor me hubieran dejado morir del hipo. Bien muerta estuviera y mijo bien bueno, con su razón, su peso. No me jalla ver al Calistro loco. Cuerpo que se destiempla, mijo, ya no sirve para la vida.
—El tuerce, nana, el puro tuerce.
—Docena de varoncitos eran ustedes, siete en el camposanto y cinco en vida. Calistro estaría alentado como estaba y yo haciéndole compañía a mis otros hijos en el cementerio. Las nanas cuando tenemos hijos muertos y vivos, de los dos lados estamos bien.
—Por medecinas no ha quedado.
—Dios se los pague a todos ustedes —murmuró muy bajito y después de un silencio contado con lágrimas que eran notas graves de compases de ausencia, se apuró a buscar palabras para decir—: La única esperanza es el Venado de las Siete-rozas, que se deje agarrar un día de éstos para que Calistro vuelva a sus cabales.
Ruperto Tecún desvió los ojos de los ojos de su nana y los puso en el fuego de ocote que alumbraba al muerto, no fuera a leerle lo del venado en el pensamiento, aquel manojito de tuzas envuelto en trapos negros, con la cabeza blanca y ya casi sin dientes, su nana.
Una señora asomó en ese momento. Entró sin hacer ruido. Se fijaron en ella cuando apeaba el canasto que traía en la cabeza, doblándose por la cintura, para ponerlo en el suelo.
—¿Qué tal, comadrita? ¿Qué tal, señor Ruperto?
—Con el pesar, qué le parece. ¿Y por su casa, comadre, cómo están todos?
—Viera que también un poco fatales. Donde hay criaturas no se halla que hacer con las enfermedades, porque si no es uno, es otro. Le traje unas papitas para el caldo.
—Ya se fue a molestar, comadre, Dios se lo pague; y el compadre, ¿cómo está?
—Que días que no anda, comadrita. Le cayó hinchazón en un pie y no hay modo que le corra.
—Pues ansina estuvo Gaudencio hace años, de no poder dar paso, y después de Dios, sólo la trementina y la ceniza caliente.
—Eso me decían, y anoche se lo iba a hacer yo, pero no quiso. Hay personas que no se avienen a los remedios.
—Sal grande tostada al fuego manso y revolvida con sebo, también es buena.
—Eso sí no sabía, comadre.
—Pues después me lo va a contar, si un caso se lo hace. Pobre el compadre, él que ha sido siempre tan sano.
—También le traiba una flor de izote.
—Dios se lo pague. Tan buenas que salen en colorado, o en iguaxte. Siéntese por aquí tantito.
Y los tres sentados en pequeñas trozas de madera, se quedaron mirando el cuerpo del Curandero que merced a las oscuranas y vislumbres del ocote bailón, tan pronto zozobraba en la tiniebla, como salía a flote en los relámpagos.
—A Calistro lo amarraron a un palo —dijo la nana, después de un largo silencio en que los tres, callados, parecían acompañar más al muerto.
—Lo sentí al pasar por el patio, comadre. Lástima que da el muchacho sin su juicio. Pero dice mi marido, el otro día me lo estaba diciendo, que con el ojo del venado la gente vuelve en juicio. Mi marido ya vido casos. Dice que es seguro para el señor Calistro.
—De eso hablábamos con Ruperto, cuando usté vino. El ojo del venado es una piedra que se les pasa por el sentido y así se curan.
—Se les pasa por las sienes bastantes veces, como alujando tuza, y mesmo bajo la cabecera de la cama les hace provecho.
—Y esa tal piedra ¿ónde la tiene el venado? —inquirió Ruperto Tecún, al que llamaban Ruperto; había permanecido como ausente, sin decir palabra, temeroso de que le adivinaran la intención de ir a ver si el Venado de las Siete-rozas había vomitado esa belleza.
—La escupe el animal al sentirse herido, ¿verdá, comadre? —fue el hablar de la nana, que había sacado de la bolsa de su delantal un manojo de cigarros de tuza, para ofrecerle de humar a la visita.
—Ansina cuentan; la escupe el animal cuando está en la agonía, es algo así como su alma hecha piedrecita, parece un coyol chupado.
—Creiba, comadre, que no sabía cómo era ni me lo figuraba.
—Y eso es lo que se les pasa por el sentido hasta volverlos lúcidos —dijo Ruperto. Con los ojos de la imaginación veía el venado muerto por Gaudencio, en lo oscuro del monte, lejano el monte; y con los ojos de la cara, el cuerpo del Curandero allí mismo tendido. Pensar que el venado y el Curandero eran un solo ser se le hacía tan trabajoso, que por ratos se agarraba la cabeza, temeroso de que a él también se le fuera a basquear el sentido común. Aquel cadáver había sido venado y el Venado de las Siete-rozas había sido hombre. Como venado había amado a las venadas y había tenido venaditos, hijos venaditos. Sus narices de macho en el álgebra de estrellas del cuerpo azuloso de las venadas de pelín tostado como el verano, nerviosas, sustosas, sólo prestas al amor fugaz. Y como hombre, de joven, había amado y perseguido a las hembras, había tenido hijos hombrecitos, llenos de risa y sin más defensa que su llanto. ¿Quiso más a las venadas? ¿Quiso más a las mujeres?
Asomaron otras visitas. Un viejo centenario que preguntaba por la Yaca, nana de los muchachos Tecún, muchachos y ya todos eran hombres con hijos y reverencias. En el patio se oía el rondar del loco. Somataba los pies bajo el guarumo, enterrando los pasos en la tierra, como si andara con el árbol a memeches.
Otros dos Tecún, Roso y Andrés, conversaban a un ladito del rancho. Ambos con el sombrero puesto, encuclillados, machete pelado en mano.
—¿Humás, Ta-Nesh?
Andrés Tecún, a la pregunta de su hermano dejó quieto el machete que jugaba de un lado a otro rasurado al pulso los zacates que le quedaban cerca, y sacó un manojo de cigarros de tuza, más grandes que trancas.
—Te cuadran éstos.
—Por supuesto. Y me das brasa.
—Con gusto. Yo también te acompaño.
Andrés Tecún se puso el cigarro en la boca, sacó el mechero y ya fue de echar chispas la piedra de rayo al dar contra el eslabón, hasta encender una mecha que parecía cascara de naranja sacada en culebrita, y con la brasa de la mecha encender los cigarros.
Andrés Tecún recogió el machete y siguió trozandito las hierbas sólo por encima. Los cigarros encendidos se veían en la oscuridad como decir ojos de animal del monte.
—Y entre nos, vos, Roso —Andrés hablaba sin dejar en paz el machete—, al Curandero no lo mató Calistro: tras la oreja tiene un postazo y aquel no cargaba arma.
—Me fijé que le dimanaba sangre de por la oreja; pero, por Dios, Ta-Nesh, que no había pensado en eso que me estás diciendo.
—Es la guerra que sigue, hermano. Que sigue y seguirá. Y nosotros sin con que defendernos. Te vas a acordar de mí: nos van a ir venadeando uno por uno. Dende que murió el cacique Gaspar Ilóm que nos madrugan. Es un perjuicio el que le haya podido el coronel Godoy.
—¡Hombre maldito, no lo mentés! ¡Sólo matándolo volvería a ser bueno; Dios nos dé licencia!
—Bien chivados nos tiene…
—Y eso que nosotros, hermano, las del buey, sólo pa bajo…
—La guerra sigue. En Pisigüilito, según dicen, son bastantes los que no creen que Gaspar Ilóm haya hecho viaje al otro mundo con sólo tirarse al río. El hombre parecía un pescado en el agua y fue a salir más bajo, onde la montada ya no podía darle alcance. Debe estar escondido en alguna parte.
—Eso de darse culas uno mismo con la esperanza, que sea cierto lo que uno quiere, eso quiere uno siempre. Lástima, pues, que no sea así. El Gaspar se ahogó, no porque no supiera nadar (como vos decís era un pescado en el agua), sino porque en lugar de gente, en el campamento encontró cadáveres, los habían hecho picadillo, y esto le dolió a él más que a ninguno, porque era jefe, y entonces comprendió que su papel era también irse con los que ya estaban sacrificados. Sin darle gusto a la patrulla, se echo al río como una piedra, ya no como un hombre. Vas a ver que cuando el Gaspar nadaba, primero era nube, después era pájaro, después sombra de su sombra en el agua.
Callaron Roso y Andrés Tecún. En el silencio se oía el ir y venir de los machetes que eran parte de la respiración de aquellos hombres. Seguían jugandito, trozando las hierbas.
—El cacique le hubiera podido al coronel ése, si no le mata a su gente —expuso Roso a manera de conclusión escupiendo casi al mismo tiempo una brizna de tabaco que le había quedado en la lengua.
—Desde luego, luego, que sí —afirmó Andrés que ya jugaba el machete con el ánimo inquieto— y la guerra está en eso, en que uno se ha de matar al pleito y no como lo hicieron con él, dándole veneno como a un chucho, y como lo están haciendo con nosotros, allí tenés al Curandero: mampuesta, plomazo y ni quien te eche tierra. La ruindad de no tener armas. ¡Cuestarse vivo y no saber si amanece, amanecer y no saber si anochece! Y siguen sembrando maíz en la tierra fría. Es la pobreza. La peor pobreza. Las mazorcas se les debían volver veneno.
A la familia entera se le aliviaba algo, no sabía que, cuando el loco dejaba de pasearse bajo el guarumo. Dolorón tan de todos. Calistro se detenía largos momentos bajo las orejas verdes del árbol cosquilloso de viento, a olfatear el tronco y babeaba palabras con las quijadas tiesas, la lengua de loroco, la cara de siembra escarbada por la locura y los ojos abiertos totalmente.
—¡Luna colorada!… ¡Luna colorada!… ¡Taltucita yo!… ¡Taltucita yo!… ¡Fuego, fuego, fuego… oscurana de sangre cangrejo… oscurana de miel de talnete… oscurana… oscurana… oscurana…!
… Plac, clap, plac, el ruido que hacía Gaudencio Tecún sobre el cuerpo del Venado de las Siete-rozas, al pegarle con la mano, plac, clap, plac, tan pronto aquí, tan pronto allá… Golpecitos, cosquillas, pellizcos.
Desespera del animal que no despierta, gran perezudo, y va por agua. La trae del río en la copa de su sombrero para rociársela con la boca en la cabeza, en los ojos, en las patas.
—¡Ansina quizás vuelva en sí!
Los recostones de los árboles unos con otros hacen huir a los pájaros, vuelo que toma Gaudencio como anuncio de la salida de la luna.
¡No tarda en aparecer ese pellejo de papa de oro!
Desespera del venado que no despierta a rociones de agua y empieza a darle de golpes en el testuz, en el vientre, en el cuello.
Al sesgo cruzan las aves nocturnas, cuervos y tapacaminos, dejando en el ambiente airecito de puyones con machete, tirados a fondo.
¡Y quizás por eso es que uno se hace los quites de noche, aunque no haya naide y aunque esté dormido, por aquello de las dudas del aire!
Rociada el agua, golpeado el animal; Gaudencio se envuelve los pies, los brazos, la cabeza con hoja de caña morada y así vestido de caña dulce baila alrededor del venado haciéndole aspavientos para asustarlo.
—¡Juirte! —le dice mientras baila—. ¡Juirte, venadito, juirte! ¡Hacerle a la muerte de chivo los tamales! ¡Engatusarla! ¡Juirte, venadito, juirte! ¡Por algo salvaste de morir lucero en las Siete-rozas! Allá lejos me acuerdo… Yo no había nacido, mil padres no habían nacido, mis abuelos no habían nacido, pero me acuerdo de todo lo que pasó con los brujos de las luciérnagas cuando me lavo la cara con agua llovida. ¡Juirte por bien, venadito de las tres luciérnagas en el testuz! ¡Un ánimo reuto!… ¡Por algo me llamo tiniebla sanguínea, por algo te llaman tiniebla de miel de talnete, tus cuernos son dulces, venadito amargo!
Arrastra una caña de azúcar a manera de cola, va montado en ella. Así vestido de hojas de caña morada baila Gaudencio Tecún hasta que la fatiga lo bota junto al venado muerto.
—¡Juirte, venadito, juirte, la medianoche se está juntando, el fuego va a venir, va a venir la última roza, no te estés haciendo el desentendido o el muerto, por aquí sale tu casa, por aquí sale tu cueva, por aquí sale tu monte, juirte, venadito amargo!
Saca, al dar término a sus pedimentos, una candela de sebo amarillo, y la enciende con gran trabajo, porque primero hace llama en una hoja seta con las chispas del mechero. Y con la candela encendida entre las manos, se arrodilla y reza:
—¡Adiós, venadito, aquí me dejaste en lo hondo del pozo después que te di el hamaqueón de la muerte, sólo para enseñarte cómo es que le quiten a uno la vida! ¡Me acerqué a tu pecho y oí los barrancos y me embarqué para oler tu aliento y era paxte con frío tu nariz! ¿Por qué hueles a azahar, si no eres naranjo? En tus ojos el invierno ve con ojos de luciérnaga. ¿Dónde dejaste tu tienda de venadas vírgenes?
Por el cañal oscuro vuelve una sombra, paso a paso. Es Gaudencio Tecún. El Venado de las Siete-rozas quedó en la tierra bien hondo, lo enterró bien hondo. Oía ladrar los perros, los gritos del loco y al allegarse más al plan, subiendo de la quebrada de los cañales, el rezo de las mujeres por el alma del difunto.
—Que Dios lo saque de penas y lo lleve a descansar… Que Dios lo saque de penas y lo lleve a descansar…
El Venado de las Siete-rozas quedó enterrado bien hondo, pero su sangre en forma de sanguaza bañó la luna.
Un lago de miel negra, miel de caña negra, rodea a Gaudencio que ha metido el brazo hasta el sobaco en la cueva en que dejó escondida el arma, que lo ha sacado tranquilo porque el arma está allí segura y que antes de avanzar por el plan hacia el rancho del velorio, después de hacer la señal de la cruz con la mano y besarla tres veces, ha dicho en alta voz, mirando a la luna colorada:
—Yo, Gaudencio Tecún, me hago garante del alma del Curandero y juro por mi Señora Madre, que está en vida, y mi Señor Padre, que ya es muerto, entregársela a su cuerpo en el lugar en que lo entierren y caso que al entregársela a su cuerpo resucite, darle trabajo de peón y tratarlo bien. Yo, Gaudencio Tecún…
Y marchó hacia el rancho pensando: …Hombre que cava la voluntad de Dios en roca viva, hombre que se carea con la luna ensangrentada.
—Ve, Gaudencio, que el venado ya no está…
Gaudencio reconoció la voz de Ruperto, su hermano.
—Y vos fuiste por onde estaba, pué…
—Cierto que fuide…
—Y no lo incontraste…
—Cierto que no…
—Pero si viste cuando salió rispando…
—¿Vos lo viste, Gaudencio?
—No sé bien si lo soñé o lo vide…
—Recobró la vida entonce y entonce va a recobrar la vida el Curandero. Susto que se va a llevar mi nana, cuando vea el hombre sentarse, y el susto del muerto cuando oiga que le están rezando.
—Lo que no es susto en la vida no vale gran pena. Y ve que yo sí que me asusté cuando fue medianoche. Una luz muy rara, como cuando llueven estrellas, alumbró el cielo. El de las Siete-rozas abrió los ojos, yo había ido a ver si lo enterraba por no ser un animal cualquiera, sino un animal que era gente. Abrió los ojos, como te consigno, levantó humo dorado y salió de estampida reflejando en el río color de sueño.
—La arena, decís vos.
—Sí, la arena tiene color de sueño.
—Con razón que yo no lo encontré donde lo mataste. Fuide por si casual no había escupido esa piedra que dice mi nana que es buena para volver el sentido a los locos.
—Y, ¿encontraste algo?
—Ni riesgo, al principio. Pero buscando, estaba y aquí la traigo; piedra de ojo de venado, me tarda en llevársela a mi nana para que le aluje los sentidos y la mollera al Calistro; tal vez así se aviene a curar de su trastorno.
—Fue suerte, Ruperto Tecún, porque la piedra de ojo de venado, sólo la llevan los venados que no sólo son venados.
—Pues porque este Venado de las Siete-rozas era gente la llevaba, y como sirve para otros males yo a solas me he repetido que el Curandero tenía razón cuando la gravedad de nanita dicía que sólo se curaba del grillo cazando al de las Siete-rozas, y por atalayarlo vaya que no quedó, días y noches me pasé en el canal vigilando si pasaba, la escopeta ya lista, y la suerte fue tuya, Gaudencio, porque vos te lo trajiste al suelo de un solo postazo, y también te trajiste al Curandero; pero no culpas porque no sabías, de haber sabido que el venado y el Curandero eran énticos no le tiras.
A la familia entera de los Tecún se les alivió todo cuando el loco dejó de pasearse bajo el guarumo. Era un dolorón tan de ellos, de dieciséis familias de apellido Tecún, habitantes del Corral de los Tránsitos, el trastorno del Calistro que se detenía a veces bajo el árbol de orejotas verdes, olfateaba el tronco y babeaba palabras que no se entendían: ¡Luna colorada! ¡Luna colorada! ¡Taltucita yo! ¡Taltucita yo! ¡Fuego, fuego, fuego! ¡Oscurana de sangre! ¡Oscurana de miel de talnete!
La nana le alujó las sienes y la mollera con piedra de ojo de venado. La cabeza del Calistro era de tamaño normal, pero por ser loco se le veía una cabezota tan grande. Grande y pesada, con dos remolinos, cayó sobre la falda negra, olorosa a guisados de la nana y se dejó, igual que un niño, al ronrón de que le quitaba los piojos, pasar y pasar el ojo de venado, hasta que estuvo en sus cabales. La piedra de ojo de venado junta los pedacitos del alma que en el loco se han fragmentado. El loco tiene la visión del que se le quiebra un espejo y en los pedacitos ve lo que antes veía junto. Todo esto lo explicaba el Calistro muy bien. Lo que no se explicaba era la muerte del Curandero. Un sueño incompleto, porque junto a él decía ver, sin poderle descubrir la cara, al que de veras lo mató, a esa persona que era sombra, era gente, era sueño. Físicamente sentía aún el Calistro haberla tenido muy cerca, oprimida contra él como un hermano gemelo en el vientre materno y haber sido parte de esa persona, sin ser él, cuando ultimó al Curandero.
Todos se le quedaban mirando al Calistro. Tal vez no estaba curado. Sólo Gaudencio y Ruperto Tecún sabían que estaba bien curado. El remedio. La pepita de ojo de venado no falla.

miércoles, 20 de febrero de 2019

Miguel Ángel Asturias Los ojos de los enterrados Trilogía Bananera - 3 Fragmento.


Diez años después de la publicación de «Viento fuerte» , con la que MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS (1889-1974) inició su «Trilogía bananera», «LOS OJOS DE LOS ENTERRADOS» completó el vasto ciclo que tiene como tema !a penetración en Centroamérica de las grandes compañías multinacionales. Si la novela que inauguraba la serie narraba la lucha de los pequeños plantadores —encabezados por el norteamericano Lester Mead— contra la gran Compañía internacional y «El Papa Verde» denunciaba la intromisión de intereses económicos extranjeros en los resortes del Estado, «Los ojos de los enterrados» relata el fin de Maker Thompson y la organización de una huelga general que permite a los peones de la Bananera y del Sindicato de los trabajadores de Tiquisate imponer sus condiciones a la Compañía, provocando, finalmente, la caída de una larga dictadura. El clima de violencia alcanza ia máxima cota de tensión en la novela que cierra la trilogía y le confiere una dimensión épica. Las peripecias personales de Juan Pablo Mondragón, Malena Tobay, Cayetano Duende y Andrés Medina ceden el primer plano del relato al protagonismo del pueblo en lucha contra la opresión La antigua leyenda indígena, según la cual los enterrados esperan con los ojos abiertos el día de la justicia, se entrelaza con la incidencias de la trama y proporciona a la narración un fondo mítico y un elemento de lirismo. Novela evidentemente política, la prosa magistral de sus páginas, en que se aúna la frescura del habla popular con la brillantez heredada de la tradición modernista y las innovaciones técnicas de las vanguardias, revela que el Premio Nobel de 1967 fue un autor tan comprometido con la realidad sociopolítica de su país como con las más altas exigencias artísticas.





Miguel Ángel Asturias

Los ojos de los enterrados

Trilogía Bananera - 3




Miguel Ángel Asturias, 1969
Editor digital: Piolin
ePub base r1.2






 Primera parte

 I

—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
La Anastasia —Anastasia, sin apellido, ni reloj, ni calzón, todo al aire como la gente del pueblo, el nombre, el tiempo, el sexo— no se contuvo, lo soltó como los buenos días de todas las mañanas, al asomar la cara por la puerta del salón «Granada», salón de baile, bar, restaurante, donde vendían helados con olor a peluquería, chocolates envueltos en relumbres de estaño, sandwiches de tres o más pisos, refrescos con espuma de mil colores y trago del extranjero.
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
La puerta caía sobre un salón largo, espacioso, ocupado por sillones de cuero rojizo, angulosos, pesados, propios para gente holgazana o borracheras corcoveadoras y mesas redondas, amplias, bajas, con lo de encima de una madera porosa que en lugar de lustrar se lijaba todos los días, para que siempre estuvieran limpias y nuevas, como acabaditas de estrenar.
Y todo lucía, como las mesas, limpio y acabadito de estrenar, menos los lustradores, niños miserables, sucios y haraposos que parecían viejos con voces infantiles:
—¡Lustre!… ¡Lustre!… ¿Se lustra, cliente?… ¡Una sacudidita!…
Todo lucía nuevo a las 10 de la mañana. ¡Qué 10 de la mañana, si ya iban a ser las 11!…
Nuevo el piso de cemento que brillaba como alfombra de caramelo, nuevos los ventanales, nuevos los espejos por donde se perseguían a velocidad de relámpagos de colores, las imágenes de los automóviles que paseaban sus carrocerías flamantes por la Sexta Avenida; nuevos los peatones mañaneros que iban por las aceras empujándose, topeteándose, abriéndose paso, piropo va y mirada viene, entre saludos, abrazos, golpes de sombrero y adioses con la mano; nuevas las paredes decoradas con motivos tropicales, nuevo el techo alabastrino y las lámparas de luz indirecta, gusanos de cristal que soltaban por la noche alas de mariposas fluorescentes; nuevo el tiempo en el reloj redondo, nuevos los meseros de pantalón negro y chaquetín blanco a lo torero, nuevos los borrachos gigantes, rubios, contemplando con los ojos azules, conservados en alcohol, el hormiguero de la ciudad mestiza, y nueva la voz de la Anastasia:
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
Jefes y soldados de uniforme verdoso, se acuartelaban desde muy temprano en el «Granada» a beber whisky and soda, masticar chicles y fumar cigarrillos de tabaco fragante —unos cuantos fumaban pipa—, todos ajenos a lo que pasaba alrededor de ellos en aquel país, totalmente ajenos, aislados en la atmósfera extraterritorial de su poderosa América.
La clientela matinal ocupaba las mesas vecinas. Agentes viajeros, sin más compañía que sus valijones de muestra, desayunaban almuerzos, mientras devoraban con los ojos las viandas de algún magazine, servidas en páginas de porcelana. No sólo de pan…, el businessman vive de anuncios. Entraban y salían bebedores del país, al trago mañanero. Lo ingerían y a escupir a la calle. Les disgustaba la presencia de la soldadesca extranjera. Eran aliados, pero Ies caían como patada. Otros, menos sudados de soberanía, por haber sido educados en los Yunait Esteit o haber trabajado en la Yunait, no les molestaba instalarse en el bar o en el salón junto a los yanquis, y no sólo hablaban, sino eructaban inglés, habilidad que lucían a gritos, sin faltar los que por dárselas de viajados, sin hablar ni entender aquel idioma, exclamaban a cada rato: ¡O-kayo-kayAmerica!..,
Los soldados se despernancaban a sus anchas, una pierna alargada bajo la mesa y la otra en gancho sobre el brazo del sillón. Algunos, tras apurar de tesón el vaso de whisky and soda, golpeándolo al dejarlo sobre la mesa ya vacío, hablaban de seguido un buen rato. Callaban y seguían hablando. Hablaban y seguían callados. Como si cablegrafiaran. Otros, apartándose el cigarrillo o la pipa de la boca, soltaban exclamaciones tajantes, recibidas por sus compañeros con grandes risotadas. Los que estaban en el bar, de espaldas a la concurrencia que ocupaba el salón, se volvían con el banco giratorio, sin abandonar el trago, rubios los cabellos, azules los ojos, blancas las manos, para indagar quién había dicho lo que festejaban sus camaradas, y aplaudirlo. Lucían, como soldados imperiales, los dedos con anillos y las gruesas muñecas con pulseras de oro…
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
—¡Tía, cuidado la oyen!… —decía a la mulata un chiquillo flaco que la coleaba por todas partes.
—¡Onque me oigan… vos sí que me gustás… caso entienden castilla!
El barman recibía los pedidos de la bodega entre gruñidos y rascones de cabeza.
—No es que los traigan tarde —se decía—, es que esta gente de la base militar está aquí desde que Dios amanece…
Los ojos achinados, el tajo de la boca bajo los bigotes lacios, un puro tiburón en la penumbra.
De las cajas y canastas tomaba las botellas como espadas, las desenfundaba de sus vainas de paja, y las alineaba en orden de ataque, convertidas en soldados. Los whiskys a la descubierta, tropa de choque, seguidos de las botellas de ron importado y ron del país, acaramelado y purgativo, de las botellas de gin, ladrillos transparentes llenos de fuego blanco, de los coñacs condecorados, de las botellas de vino generoso, envueltas en papel de oro, de las botellas de licores con algo de sirenas en las redes…
Y mientras el barman alineaba las botellas, el ayudante que atendía a la clientela, le decía:
—Moradas tengo las uñas de estar quebrando ajenjo, señor Mincho, y lo peor es que por ratos se me va la cabeza…
El olor a elixir paregórico del ajenjo, que no era ajenjo sino pernod, le mareaba y se le amorataban las uñas de mantener entre los dedos los vasos con pedazos de hielo en que la gota del grifo iba quebrando aquella bebida de color seminal.
—Tía, yo digo que entro… —insinuó el chicuelo a la Anastasia, cansado de estar frente a la puerta, sin hacer nada, un pie sobre otro.
—Entrá, pues, entrá… —empujó la mulata al chiquillo flaco, tiñoso de mugre, casi con escamas tras las orejas y el cuello, rotas las escasas ropas, los pies descalzos y uñudos.
El chico, medio haciéndose el cojo, la boca torcida y un hombro caído para inspirar más lástima, entraba con el sombrero en la mano a pedir limosna. De la puerta corría a las mesas ocupadas por los gigantes rubios. Junto a ellos se miraba más negro. (¡Ay, suspiraba la Anastasia desde la puerta, qué prieto que se ve mi muchachito entre la concurrencia!) Los soldados sin dejar de mover las mandíbulas rumiantes y hasta las orejas masca que masca chicles, le botaban algunas monedas en el sombrero. Otros le ofrecían whisky, otros le alejaban con la brasa del cigarrillo. Los meseros le espantaban, como a las moscas, a servilletazo limpio.
Un sargento canoso de piel colorada, dirigiéndose al empleado que atendía la caja registradora detrás de un mostrador de cigarrillos, confites, chocolates y caramelos, gritaba:
—¡No espantajlo, matajlo de una vez…, insecto, matajlo…, matajlo…, todos los hispanish insectos!
Y reía de su broma, mientras el chicuelo ganaba la puerta más corriendo que andando, asustado por los trapazos que con las servilletas le lanzaban los sirvientes.
—Arreuniste tanto así… —anunciaba la Anastasia al sobrino juntando y sopesando las monedas en una sola mano.
El chico le dejaba el sombrero y corría a pedir uno de los papeles con letras y caras de leones, caballos y gente, que repartían en la puerta del cine. Eso quería ser él, cuando le diera permiso su tía: repartidor de programas. Así entraría gratis en el cinematógrafo.
—¡Para estar encerrada en lo oscuro, Ave María, por cuánto iba yo a pagar!… —le cortaba la Anastasia, cada vez que él le pedía que lo llevara al cine—. Los pobres, sin necesidad de pagar, como no tenemos luz de esa eléctrica, cuando empieza la noche empieza nuestro cine. ¡No, mi hijito, cuesta mucho la vida para andar gastando… los ojos en lo oscuro!
—¿Insectos los hispanish?… —preguntó en inglés, recogiendo el dicho del sargento un parroquiano joven que ocupaba una mesa con otros amigos—. ¡Insectos pero necesitan de nosotros!…
—¡México, insecto que picar muy duro —tartamudeó aquél en español alzando la voz—, la Centroamérica, insectos chiquitos, locos… Antillas, no insectos, gusanos, y la Sudamérica, cucarachas con pretensiones!
—¡Pero necesitan de nosotros!
—¡En Minnesota no necesitamos, amigo! ¡Minnesota no ser Washington ni Wall Street!
La voz de un tercero, desde otra mesa, interrumpió vibrante:
—¡Díganle que se vaya a la… bisconvexa!
Bocinazos de automóviles último modelo que paseaban por la Sexta Avenida, entre el ir y venir de los peatones. Mediodía. Calor. El «Granada» a reventar. Todas las mesas ocupadas. El barman o el milagro de la multiplicación de los tragos. Tomaba las botellas al tacto, sin verlas y se las pasaba al aire de una mano a otra, ya listas, ya inclinadas para verter el líquido. Los meseros no se daban alcance. La caja registradora en un solo repique. El teléfono. Los periódicos. La rocola. La Anastasia…
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
En las calles, altoparlantes anunciando películas y teatros. —¡El Gran Dictador, de Charles Chaplin!… ¡El Gran Dictador!… ¡El Gran Dictador!…—, más galillo que megáfono; chóferes ofreciendo sus taxis, más labia que galillo; vendedores de billetes de lotería, la fortuna con la pobreza del brazo, y el sobrino de la mulata de mesa en mesa, aprovechando que el servicio por atender a la clientela, no tenía tiempo de ocuparse de su mínima persona.
Pero al mediodía no juntaba mayor cosa. Mucho caballero encopetado y mucha dama enguantada, emplumada, empolvada, pintada, peinada, perfumada, y apenas si sacaba dos o tres monedas. Unos se hacían los sordos, otros los distraídos y aunque el chiquillo se atrevía a tocarlos, urgido por la necesidad, con sus pobres manos sucias, seguían conversando, sin hacerle caso, como no fuera para echarle fuerte, amenazarlo con la policía o preguntarle en forma agria y destemplada, si no tenía padres que lo mantuvieran. El rapaz se quedaba sin saber qué contestar, los ojos y el olfato en las sabrosuras que los criados repartían en las mesas, entre el traguerío y los ceniceros, sabrosuras que aquella gente bien comía con los dedos, entre sorbo y sorbo de trago.
—Porque debes tener tus padres… —le reclamó alguien.
—Papá tal vez que tenga… —susurró el chiquillo.
—¿Y mamá?
—No, mamá no tengo…
—Se te murió…
—No…
—¿La conociste?
—Es que yo soy sin mamá…
—¿Cómo es eso? Todo el mundo tiene su madre…

—Pero yo no tengo… Mi papá me hizo en una mi tía…

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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

 CAPÍTULO I La primera poesía La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la epopeya y el teatro. Hay múltipl...

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