6
Venado de las Siete-rozas
Miguel Ángel Asturias
MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS nació en la ciudad de
Guatemala, en 1899 y cursó allí sus estudios, graduándose de doctor en leyes en
1922.
A partir de 1924 viaja, como estudioso y
periodista, por toda Europa, Egipto, Grecia, Tierra Santa, y vuelve a su país
en 1933. En 1946 su gobierno lo designa agregado cultural en Méjico.
En 1948 llega con el mismo cargo a Buenos Aires.
Desempeña otras misiones diplomáticas, hasta 1953, año en que integra la
comisión que representa a Guatemala en la Conferencia de Caracas. Producida la
invasión extranjera a Guatemala, se radica en la Argentina. Obras: Leyendas de Guatemala, El Señor Presidente, Sien de Alondra, Hombres de Maíz, El Papa
Verde, etc.
—Por lo visto no ha pasado el de las Siete-rozas.
—No. Y ende quiá que estoy. ¿Cómo sigue mi nana?
—Mala, como la viste. Más mala tal vez. El hipo no
la deja en paz y la carne se le está enfriando.
Las sombras que así hablaban desaparecieron en la
tiniebla del cañal una tras otra. Era verano. El río corría despacio.
—¿Y que dijo el Curandero…?
—¿Que qué dijo? Que había que esperar mañana.
—¿Pa qué?
—Pa que uno de nosotros tome la bebida de veriguar
quién brujió a mi nana y ver lo que se acuerda. El hipo no es enfermedad, sino
oral que le hicieron con algún grillo. Ansina fue que dijo.
—¿Lo beberás vos?
—Sigún.
—Más mejor sería que lo bebiera el Calistro. Es el
hermano mayor. Mesmo tal vez así lo mande el Curandero.
—Mesmo pué; y si llegamos a saber quen le hizo daño
a mi nana con ese embrujamiento de grillo…
—¡Cállate mejor!
—Sé lo que estás pensando. Igualito pensaba yo.
Algún ninguno de esos maiceros.
Apenas se oía la voz de los vigiadores en el cañal. Hablaban al atisbo del Venado de las
Siete-rozas. A veces se oía el viento, respirar delgado del aire en algún
guachipilín. A veces las aguas del río que piaban en los rincones de las pozas,
como pollitos. De un lado a otro se hamaqueaba el canto de las ranas. Sombra
azulosa, caliente. Nubes golpeadas, oscuras. Los tapacaminos, mitad pajaros,
mitad conejos, volaban aturdidos. Se les oía caer y arrastrarse por el suelo
con ruido de tuzas. Estos pájaros nocturnos que atajan al viajero en los caminos,
tienen alas, pero al caer a la tierra y arrastrarse en la tierra, las alas se
les vuelven orejas de conejos. En lugar de alas estos pájaros tienen orejas de
conejos. Las orejas de tuza de los conejos amarillos.
—Y que tal que el Curandero volviera hoy mismo,
ansina se sabe luego quién le trafica ese grillo en la barriga a mi nana.
—Sería bien bueno.
—Si querés yo voy por el Curandero y vos de aquí te
vas a avisarle a mis hermanos, para que estemos todos cuando él llegue.
—Se nos pasa el venado.
—¡Qué lo ataje el diablo!
Las sombras se apartaron al salir de la tiniebla
del cañal. Una se fue siguiendo el río. Dejaba en la arena marcada la huella de
los pies descalzos. La otra trepó más aprisa que una liebre por entre los
cerros. El agua corría despacio, olorosa a piña dulce.
—Es menester un fuego de árboles vivos para que la
noche tenga cola de fuego fresco, cola de conejo amarillo, antes que el
Calistro tome la bebida de averiguar quién hizo el perjuicio de meterle por el
ombligo un grillo en la barriga a la señora Yaca.
Así dijo el Curandero, pasándose los dedos uñudos
como flautas de una flauta de piedra, por los labios terrosos color de barro
negro.
Los cinco hermanos salieron en busca de leña verde.
Se oyó su lucha con los árboles. Las ramas resistían, pero la noche era la
noche, las manos de los hombres eran las manos de los hombres y los cinco
hermanos volvieron del bosque con los brazos cargados de leños que mostraban
signo de quebradura o desgajamiento.
Se encendió la hoguera de leña viva que les pidió
el Curandero, cuyos labios de barro negro fueron formando estas palabras:
—Aquí la noche. Aquí el fuego. Aquí nosotros,
reflejos de gallo con sangre de avispa, con sangre de sierpe coral, de fuego
que da las milpas, que da los sueños, que da los buenos y los malos humores…
Y repitiendo estas y otras palabras, hablaba como
si matara liendres con los dientes, entró al rancho en busca de un guacal para
dar al Calistro la toma que traía en un tecomate pequeño, color de güergüecho
verde.
—Que se junte otro fuego en el rancho, junto a la
enferma —ordenó al volver con el guacal, mitad de calabaza lustrosa por fuerza
y por dentro morroñosa.
Así se hizo. Cada hermano robó un leño encendido a
la hoguera de árboles vivos que ardía en el descampado.
Sólo Calistro no se movió. En la media oscurana,
junto a la enferma, era mero como ver un lagarto parado. Dos arrugas en la
frente estrecha, tres pelos en el bigote, los dientes magníficos, blancos,
largos, en punta, y muchos granos en la cara. La enferma se encogía y se estiraba
con todo y trapos sobre el petate sudado, mantecoso, al compás del elástico del
hipo que le traficaba adentro, en las entrañas y el alma salida a sus ojos
escarbados de vieja, en muda demanda de algún alivio. No valió el humo de trapo
quemado, no valió la sal que se le dio como a ternero con empacho, no valió que
pegara la lengua a un ladrillo mojado con agua de vinagre, no valió que le
mordieran los dedos meñiques de la mano, hasta hacerle daño, el Ruperto, el
Gaudencio, el Felipe, todos sus hijos.
El Curandero vació en el guacal el agua de
averiguar y se la dio al Calistro. Los hermanos seguían la escena en silencio,
uno junto a otro, pegados a la pared del rancho.
Al concluir la toma —le pasó por el güergüero como
purgante de castor—, el Calistro se limpió la boca con la mano y los dedos,
miró a sus hermanos con miedo y se hizo tantito a la pared de cañas. Lloraba
sin saber por qué. El fuego se iba apagando en el descampado. Sombras y
luzazos. El Curandero corría a la puerta, alargaba los brazos hacía la noche,
sus dedos como flautas de flauta de piedra, y volvía a pasear las manos
abiertas sobre los ojos de la enferma, para alentarle la mirada con la luz de
las estrellas. Sin hablar, por sus gestos de hombre que conocía los misterios,
pasaban tempestades de arena seca, desmoronamientos de llanto que lo sala todo,
porque el llanto es salado, porque el hombre es salado por el llanto desde que
nace, y vuelos alquitranados de aves nocturnas, uñudas, carniceras.
La risa de Calistro interrumpió el ir y venir del
Curandero. Le chisporroteaba entre los dientes y la escupía como fuego que le
quemara por dentro. Pronto dejó de reírse a carcajadas y fue de quejido en
quejido a buscar el rincón más oscuro para vomitar, los ojos salidos, crecidos,
terribles. Los hermanos corrieron tras el hermano que después del estertor
había caído al suelo con los ojos abiertos color de agua de ceniza.
—Calistro, ¿quién fue el que le hizo el mal a mi
nana…?
—Oy, pues, Calistro, decinos quien le metió a
nanita el grillo en el estómago…
—Habla, decinos…
—Calistro, Calistro…
Mientras tanto la enferma se encogía y estiraba con
todo y trapos sobre el petate, flacuchenta, atormentada, elástica, el pecho en
hervores, los ojos ya blancos.
A instancias del Curandero, habló Calistro, habló
dormido.
—Mi nanita fue maleada por los Zacatón y para
curarla es necesario cortarles la cabeza a todos ésos.
Dicho esto, cerró los ojos.
Los hermanos volvieron a mirar al Curandero y sin
esperar razón, escaparon del rancho blandiendo los machetes. Eran cinco. El
Curandero se acuñó a la puerta, bañado por los grillos, mil pequeños hipos que
afuera respondían al hipo de la enferma, y estuvo contando las estrellas
fugaces, los conejos amarillos de los brujos que moraban en piel de venada
virgen, los que ponían y quitaban las pestañas de la respiración a los ojos del
alma.
Por una callecita de zacate tierno desembocaron los
cinco hermanos, al salir del cañaveral, en un bosque de árboles ya algo ruines.
Ladridos de perros vigilantes. Aúllo de perros que ven llegar la muerte. Gritos
humanos. En un decir amén cinco machetes separaron ocho cabezas. Las manos de
las víctimas intentaban lo imposible por desasirse de la muerte, de la
pesadilla horrible de la muerte que los arrastraba fuera de las camas, en la
sombra, ya casi con la cabeza separada del tronco, sin mandíbulas éste, aquél
sin orejas, con un ojo salido el de más allá, aliviándose de todo al ir cayendo
en un sueño más completo que el sueño en que reposaban cuando el asalto. Las
hojas filosas daban en las cabezas de los Zacatón como en cocos tiernos. Los
perros fueron reculando hacia la noche, hacía el silencio, desperdigados,
aullantes.
Cañaveral de nuevo.
—¿Cuántas traes vos?
—Yo traigo el par…
Una mano ensangrentada hasta el puño levantó dos
cabezas juntas. Las caras desfiguradas por los machetazos no parecían de seres
humanos.
—Me quedé atrás, yo traigo una. De dos trenzas
colgaba el cráneo de una mujer joven. El que la traía daba con ella en el
suelo, arrastrándola en los tierreros, golpeándola en las piedras.
—Yo traigo la cabeza de la anciana; ansina debe ser
porque no pesa mucho.
De otra mano sanguinolenta pendía la cabeza de un
niño, pequeñita y deforme como anona, con su cofia de trapo duro y bordados
ordinarios de hilo rojo.
Al pronto llegaron al rancho, empapados de rocío y
sangre, la cara pendenciera, el cuerpo tembloroso. El Curandero esperaba con
los ojos de par en par sobre las cosas del cielo, la enferma de hipo en hipo y
el Calistro dormido y los ojos de los chuchos andando en la atmósfera, porque
aunque estaban echados, estaban despiertos.
Sobre ocho piedras, al alcance del fuego que en el
interior del cuarto seguía ardiendo, se colocaron las cabezas de los Zacatón.
Las llamas, al olor de la sangre humana, se
alargaron, escurriéndose de miedo, luego se agazaparon para el ataque, como
tigres dorados.
Un repentino lengüetazo de oro alcanzó dos caras,
la del anciano y el niño. Chamusco de barbas, bigotes, pestañas, cejas.
Chamusco de la cofia ensangrentada. Del otro lado, otra llama, una llama recién
nacida, chamuscó las trenzas de la mujer Zacatón. El día fue apagando la
hoguera sin consumirla. El fuego tomó color tierno, vegetal, de flor que sale
del capullo. De los Zacatón quedaron sobre los tetuntes ocho cabezas como
jarros ahumados. Aún apretaban los dientes blancos del tamaño de los maíces que
se habían comido.
El Curandero recibió un buey por el prodigio. A la
enferma se le fue el hipo, santo remedio, al ver entrar a sus hijos con ocho
cabezas humanas desfiguradas por las heridas de los machetazos. El hipo que en
forma de grillo le metieron los Zacatón por el ombligo.
—A lo visto no ha pasado el de las Siete-rozas.
—No, y ende quiá que estoy. ¿Cómo sigue el
Calistro?
—Nanita lo llevó onde el Curandero otra vez.
—Calistro dio el sentido por la vida de mi nana.
—Dice, cuando no está llorando, que tiene nueve
cabezas.
—Y el Curandero, ¿vos supiste lo que dijo?
—Lo dejó sin remedio, salvo que se le dé caza al
Venado de las Siete-rozas.
—Decirlo es fácil.
Sobre un mes que Calistro ronda la casa del Curandero
y sus hermanos andan a la atalaya del Venado de las Siete-rozas en el cañal.
Calistro va desnudo, va y viene desnudo, los cabellos en desorden y las manos
crispadas. No come, no duerme, ha enflaquecido, parece de caña, se le cuentan
los cañutos de los huesos. Se defiende de las moscas que lo persiguen por todas
partes, hasta sangrarse, y tiene los pies como tamales de niguas.
—Hermano, venite, ya no esperés al de las
Siete-rozas.
—¡Hacéme el favor, no ves que estoy sentado en él!
—¡Venite, hermano, Calistro mató al Curandero!
—Por asustarme no lo digas…
—Es hecho…
—¿Y cómo lo mató?
—De la quebrada subió con el cadáver desnudo
arrastrándolo de una pata…
El que estaba sobre el Venado de las Siete-rozas,
Gaudencio Tecún, arrecho por su buena puntería y orgulloso de su escopeta, se
fue deslizando de sobre el animal, hasta quedar por el suelo tendido, sin
habla, pálido, como si le hubiera dado vahído. El hermano que trajo la noticia
de la muerte del Curandero lo sacudía para que le volviera el aliento a la
cara. Lo llamaba a gritos. Y de no ser que le gritó su nombre, ¡¡¡Gaudencio
Tecún!!!, con todos los pulmones, se le va de la tierra, de la familia, de la
pena de puercoespín en que estaban.
Gaudencio Tecún, al grito de su hermano, abrió los
ojos y al sentir cerca de su brazo el cuerpo del venado muerto, alargó la mano
para acariciarle con los dedos las pestañas entre rubias, la nariz de noval, el
belfo, los dientecillos, los cuernos de ébano, las siete cenizas del testuz, el
mascabado de la pelambre, los ijares y alguna gordura delante de los
testículos.
—¡Pior si a vos también se te juyó el sentido!
¿Onde se ha visto que se le haga cariño a un animal muerto? ¡No sias bruto,
parate y vonós que dejé a mi nana en el rancho con el difunto y el loco del
Calistro!
Gaudencio Tecún se despenicó en los ojos el sueño
que sentía, parpadeando, para decir con palabras tanteadas:
—No fué Calistro el que ultimó al Curandero.
—¡Qué sabes vos!
—Al Curandero lo maté yo…
—¿Y caso no vide yo con mis ojos a Calistro salir
arrastrando el cadáver, y caso vos no estabas aquí vigilando al venado, y
caso…?
—Al Curandero lo maté yo, las tuyas son visiones.
—Vos matarías al Venado de las Siete-rozas, no se
desmiente; pero al Curandero, aunque digas que son visiones, lo mató Calistro; por
fortuna que todos vieron, que a todos les consta y que al Calistro no se le
culpa en nada, porque es loco.
Gaudencio Tecún se enderezó frente a su hermano
Ruperto —era más bajito que él—, se sacudió los pantalones, sucios de tierra y
monte, y doblando el brazo, para llevarse la mano izquierda al corazón, al
tiempo de sacar el pecho de ese lado, palabra por palabra le dijo:
—El Curandero y el venado, para que vos sepas, eran
énticos. Disparé contra el venado y ultimé al Curandero, porque eran uno solo
los dos, énticos.
—No se me esclarece; si me lo explicás lo entiendo.
El Curandero y el venado… —Ruperto levantó las manos y apareó los dedos
índices, el de la derecha y la izquierda—, eran de ver un dedo gordo formado
por dos dedos.
—Nada de eso. Eran el mismo dedo. No eran dos. Eran
uno. El Curandero y el Venado de las Siete-rozas, como vos con tu sombra, como
vos con tu alma, como vos con tu aliento. Y por eso decía el Curandero cuando
estaba nanita con el mal del grillo que era menester cazar el Venado de las
Siete-rozas para que se curara, y agora con el Calistro lo volvió a repetir, lo
dijo otra vez.
—Énticos, decís vos, Gaudencio, que eran.
—Como dos gotas de agua en un solo trago. En un
suspiro iba el Curandero de un lugar a otro…
—Eiba en forma de venado…
—Y por eso supo al momentito la muerte del cacique
Gaspar Ilóm.
—Le servía entonces, eso de ser hombre y venado. Le
servía, pué… Ni atiempaban los enfermos. Era llamándolo y ya estaba con la
medecina de zacates que andan lejos. Llegaba, veía al enfermo y se iba a la
costa a traer el remedio.
—Pero ¿cómo to explicas entonces al Calistro con el
cadáver?
—Pues igual. Dende días lo andaba ronciando el
Calistro; debe haberlo perseguido hoy en la tarde por la quebrada y antes que
lo alcanzara se le volvió venado y de venado se vino corriendo sólo a que yo le
metiera el postazo de escopeta.
—Talmente, onque el mortal no dejó aquí el cuerpo.
El cuerpo apareció allá.
—Es lo que pasa siempre en este caso. El que tiene
la gracia de ser gente y animal, al caso de perder la vida deja su mero cuerpo
donde hizo la muda y el cuerpo animal onde lo atajó la muerte. El Curandero se
le volvió venado al Calistro, y allá, al darle yo el postazo, dejó su forma
humana, porque allí hizo la muda, y aquí vino a dejar su forma de venado, donde
yo lo atajé con la muerte.
—Será cosa esa.
—Adelántate y le ves la cicatriz…
—Hecho. Me esperás en el camino. Escondé bien la
escopeta.
—De juerza, la guerra sigue.
Gaudencio Tecún regresó los ojos al vuelo —se había
quedado contemplando el cañal que en la noche clara era como ver agua verde— y
puso el sentido en el rancho de su nana, allacito estaba y por aquí se oía.
Charás… Charás… Charás…
Paró la oreja para orientarse donde quedaba el
rancho por las barridas que le daba el viento remolón al guarumo que alentaba
en el patio. Los grillos contaban las hierbas, las hierbas contaban las
estrellas, las estrellas contaban el número de pelos que tenía el loco en la
cabeza, el loco de Calistro que también se oía gritar a lo lejos.
—A la babosa me hice ya de otro muerto —se dijo
pronunciando las palabras; estaba solo—, de haber sabido no tiro… ¡Venado de
las Siete-rozas, riendo ibas! Y… —esto ya pensando, sin hablarlo— tendré de
fuerza que regresar a despertarlo antes de la medianoche; malobra la que me
buscó la suerte; y despierta o lo entierro…
Se sonó. Los dedos le quedaron engusanados de mocos
y resuello de monte húmedo. Escupió amargo mientras se los limpiaba en el
sobaco. Y con el brazo metido en una cueva, tanteando fondo para dejar
escondida el arma, lo topó su hermano Ruperto, que volvía de verle la cicatriz
al muerto, acezoso, que le tardaba el llegar.
—Puro cierto lo que venías cuenteando, vos,
Gaudencio —le gritó—; el Curandero tiene el postazo tras la oreja zurda, mero
como el Venado, no se podía pedir más cabalencia, justo tras la oreja zurda.
Por supuesto que al que no sabe la mauxima se le desimula entre los raspones
que le dio Calistro al sacarlo arrastrando de una pata.
—Y allá están mis hermanos —indagó Gaudencio con la
voz oscura.
—Saliendo yo, llegaba Felipe —contestó Ruperto; por
la cara le bajaba el sudor de la carrera que había echado del rancho a donde
estaba Gaudencio escondiendo el arma.
—Y Calistro qué se hizo.
—Lo amarramos al tronco del guarumo para que no
haga perjuicio. Él dice que otro mató al Curandero, pero como está fuera de sus
sentidos ninguno le hace caso, luego que lo vidieron salir arrastrando al
muerto.
Gaudencio y Ruperto echaron a andar en dirección
del rancho.
—Ve. Gaudencio Tecún —gritó Ruperto después de
algunos pasos; Gaudencio iba delante; no volvió a mirar, pero oyó—, lo del
venado y el Curandero sólo los dos lo sabemos.
—Y Calistro…
—Pero Calistro está loco…
Sólo Gaudencio y Ruperto Tecún saben a ciencia
cierta quién ultimó al Curandero. Sus hermanos ni lo sospechan. Menos su nana.
Mucho menos las demás mujeres de la familia, las que torteaban en la cocina
periqueando sobre el suceso. Un trastorno aquel palmearse unas a otras,
llamándose como se llama a las tortilleras cuando pasan por la calle, con
palmaditas de mano. El sudor les raja la cara de barro sumiso. Les brillan los
ojos ribeteados de Colorado de ocote, por culpa del humo. Crío a la espalda,
unas. Otras panzonas, esperando hijo. Las trenzas en culebrerío sobre la
cabeza. Todas con los brazos alistonados y escamosos de aguachigüe.
—Y aquí están ustedes, ooo… y no envitan…
Las torteadoras volvieron a mirar, sin dejar de
palmear. Gaudencio Tecún asomaba por la puerta de la cocina.
—Yo les traiba un traguito, si alcaso quieren.
Le agradecieron.
—Si hay un cristal que se acomida alguna de todas.
—¡Amor cuánto vales! —exclamó la más joven y
alcanzando el vaso a Gaudencio, echó el resto—: ¿Por qué no decir yo quiero tal
cosa, sin venir con cuentos que buenos son para que los crean otras?
—¡Lástimas al desprecio se llama esa manera de
hablar; prestá el cristal para vaciar el trago, y dejate de plantas!
—¡Se echa de ver, ni que estuviera tan de más en el
mundo, ni que sólo vos fueras el hombre y todos los demás mujeres, para hacerme
el favor!
—¡Mancita!
—¡Caballo el que habla!
—¡Entonces yegüita la que contesta!
—¡Liso!
—Y de repente te robo, no decís.
—¡Gente es tanate!
—¡Gente enstruída, pero, vos, pura del monte!
—Demos el dedalito, pues, si nos lo va a dar
—intervino la molendera—; yo estoy con algo de cólico; mejor si es anisado…
—Es…
—Yo también le recibo el favor —dijo otra
muchachona, mientras la molendera se limpiaba las manos en el delantal para
recibir el vaso—; me asusté mucho al ver que el Calistro subía con el Curandero
arrastrándolo, como a un espantajo de esos que ponen en las milpas.
—Nemiga, ¿vos estabas lavando? —preguntó Gaudencio
Tecún a la joven que se le reía en la cara, con los dientes color de jazmín,
los labios pulposos, la nariz recogida y dos hoyuelos en las mejillas después
de las palabras que cambiaron de entrada, palabra uno y palabra otro.
—Sí, vos, nemigo malo —contestó aquélla, dejando de
reír y sin disimular un suspiro—, torciendo unos trapitos estaba cuando asomó
el loco con el muerto. Lo verde que se pone una cuando se muere. Servime otro
trago.
—Sabido —dijo Gaudencio al tiempo de empinar la
botella de anisado en el vaso de cristal, hasta hacer dos dedos—. La sangre
animal se vuelve vegetal antes de volverse tierra, y por eso se pone uno verde
al pronto de morirse.
En el patio oloroso a perejil se oían los pasos del
loco. Somataba los pies bajo el guarumo, como si andara a oscuras con el árbol
a cuestas.
—Nana —murmuró Ruperto en el cuarto donde habían
tendido al Curandero: yacía el cuerpo en un petate tirado en el suelo, cubierto
con una chamarra hasta los hombros y la cara bajo el sombrero—. Nana, no se
halla uno a ver gente muerta.
—Ni trastornada, mijo.
—No se hace uno a la idea de que la persona que
conoció viva, sea ya difunta, que esté y no esté, que es como están los muertos.
Si los muertos más parece que estuvieran dormidos, que fueran a despertar al
rato. Da no sé que enterrarlos, dejarlos solos en el camposanto.
—Mejor me hubieran dejado morir del hipo. Bien
muerta estuviera y mijo bien bueno, con su razón, su peso. No me jalla ver al
Calistro loco. Cuerpo que se destiempla, mijo, ya no sirve para la vida.
—El tuerce, nana, el puro tuerce.
—Docena de varoncitos eran ustedes, siete en el
camposanto y cinco en vida. Calistro estaría alentado como estaba y yo
haciéndole compañía a mis otros hijos en el cementerio. Las nanas cuando
tenemos hijos muertos y vivos, de los dos lados estamos bien.
—Por medecinas no ha quedado.
—Dios se los pague a todos ustedes —murmuró muy
bajito y después de un silencio contado con lágrimas que eran notas graves de
compases de ausencia, se apuró a buscar palabras para decir—: La única
esperanza es el Venado de las Siete-rozas, que se deje agarrar un día de éstos
para que Calistro vuelva a sus cabales.
Ruperto Tecún desvió los ojos de los ojos de su
nana y los puso en el fuego de ocote que alumbraba al muerto, no fuera a leerle
lo del venado en el pensamiento, aquel manojito de tuzas envuelto en trapos
negros, con la cabeza blanca y ya casi sin dientes, su nana.
Una señora asomó en ese momento. Entró sin hacer
ruido. Se fijaron en ella cuando apeaba el canasto que traía en la cabeza,
doblándose por la cintura, para ponerlo en el suelo.
—¿Qué tal, comadrita? ¿Qué tal, señor Ruperto?
—Con el pesar, qué le parece. ¿Y por su casa,
comadre, cómo están todos?
—Viera que también un poco fatales. Donde hay
criaturas no se halla que hacer con las enfermedades, porque si no es uno, es
otro. Le traje unas papitas para el caldo.
—Ya se fue a molestar, comadre, Dios se lo pague; y
el compadre, ¿cómo está?
—Que días que no anda, comadrita. Le cayó hinchazón
en un pie y no hay modo que le corra.
—Pues ansina estuvo Gaudencio hace años, de no
poder dar paso, y después de Dios, sólo la trementina y la ceniza caliente.
—Eso me decían, y anoche se lo iba a hacer yo, pero
no quiso. Hay personas que no se avienen a los remedios.
—Sal grande tostada al fuego manso y revolvida con
sebo, también es buena.
—Eso sí no sabía, comadre.
—Pues después me lo va a contar, si un caso se lo
hace. Pobre el compadre, él que ha sido siempre tan sano.
—También le traiba una flor de izote.
—Dios se lo pague. Tan buenas que salen en
colorado, o en iguaxte. Siéntese por aquí tantito.
Y los tres sentados en pequeñas trozas de madera,
se quedaron mirando el cuerpo del Curandero que merced a las oscuranas y
vislumbres del ocote bailón, tan pronto zozobraba en la tiniebla, como salía a
flote en los relámpagos.
—A Calistro lo amarraron a un palo —dijo la nana,
después de un largo silencio en que los tres, callados, parecían acompañar más
al muerto.
—Lo sentí al pasar por el patio, comadre. Lástima
que da el muchacho sin su juicio. Pero dice mi marido, el otro día me lo estaba
diciendo, que con el ojo del venado la gente vuelve en juicio. Mi marido ya
vido casos. Dice que es seguro para el señor Calistro.
—De eso hablábamos con Ruperto, cuando usté vino.
El ojo del venado es una piedra que se les pasa por el sentido y así se curan.
—Se les pasa por las sienes bastantes veces, como
alujando tuza, y mesmo bajo la cabecera de la cama les hace provecho.
—Y esa tal piedra ¿ónde la tiene el venado?
—inquirió Ruperto Tecún, al que llamaban Ruperto; había permanecido como
ausente, sin decir palabra, temeroso de que le adivinaran la intención de ir a
ver si el Venado de las Siete-rozas había vomitado esa belleza.
—La escupe el animal al sentirse herido, ¿verdá,
comadre? —fue el hablar de la nana, que había sacado de la bolsa de su delantal
un manojo de cigarros de tuza, para ofrecerle de humar a la visita.
—Ansina cuentan; la escupe el animal cuando está en
la agonía, es algo así como su alma hecha piedrecita, parece un coyol chupado.
—Creiba, comadre, que no sabía cómo era ni me lo
figuraba.
—Y eso es lo que se les pasa por el sentido hasta
volverlos lúcidos —dijo Ruperto. Con los ojos de la imaginación veía el venado
muerto por Gaudencio, en lo oscuro del monte, lejano el monte; y con los ojos
de la cara, el cuerpo del Curandero allí mismo tendido. Pensar que el venado y
el Curandero eran un solo ser se le hacía tan trabajoso, que por ratos se
agarraba la cabeza, temeroso de que a él también se le fuera a basquear el
sentido común. Aquel cadáver había sido venado y el Venado de las Siete-rozas
había sido hombre. Como venado había amado a las venadas y había tenido
venaditos, hijos venaditos. Sus narices de macho en el álgebra de estrellas del
cuerpo azuloso de las venadas de pelín tostado como el verano, nerviosas,
sustosas, sólo prestas al amor fugaz. Y como hombre, de joven, había amado y
perseguido a las hembras, había tenido hijos hombrecitos, llenos de risa y sin
más defensa que su llanto. ¿Quiso más a las venadas? ¿Quiso más a las mujeres?
Asomaron otras visitas. Un viejo centenario que
preguntaba por la Yaca, nana de los muchachos Tecún, muchachos y ya todos eran
hombres con hijos y reverencias. En el patio se oía el rondar del loco.
Somataba los pies bajo el guarumo, enterrando los pasos en la tierra, como si
andara con el árbol a memeches.
Otros dos Tecún, Roso y Andrés, conversaban a un
ladito del rancho. Ambos con el sombrero puesto, encuclillados, machete pelado
en mano.
—¿Humás, Ta-Nesh?
Andrés Tecún, a la pregunta de su hermano dejó
quieto el machete que jugaba de un lado a otro rasurado al pulso los zacates
que le quedaban cerca, y sacó un manojo de cigarros de tuza, más grandes que
trancas.
—Te cuadran éstos.
—Por supuesto. Y me das brasa.
—Con gusto. Yo también te acompaño.
Andrés Tecún se puso el cigarro en la boca, sacó el
mechero y ya fue de echar chispas la piedra de rayo al dar contra el eslabón,
hasta encender una mecha que parecía cascara de naranja sacada en culebrita, y
con la brasa de la mecha encender los cigarros.
Andrés Tecún recogió el machete y siguió trozandito
las hierbas sólo por encima. Los cigarros encendidos se veían en la oscuridad
como decir ojos de animal del monte.
—Y entre nos, vos, Roso —Andrés hablaba sin dejar
en paz el machete—, al Curandero no lo mató Calistro: tras la oreja tiene un
postazo y aquel no cargaba arma.
—Me fijé que le dimanaba sangre de por la oreja;
pero, por Dios, Ta-Nesh, que no había pensado en eso que me estás diciendo.
—Es la guerra que sigue, hermano. Que sigue y
seguirá. Y nosotros sin con que defendernos. Te vas a acordar de mí: nos van a
ir venadeando uno por uno. Dende que murió el cacique Gaspar Ilóm que nos
madrugan. Es un perjuicio el que le haya podido el coronel Godoy.
—¡Hombre maldito, no lo mentés! ¡Sólo matándolo
volvería a ser bueno; Dios nos dé licencia!
—Bien chivados nos tiene…
—Y eso que nosotros, hermano, las del buey, sólo pa
bajo…
—La guerra sigue. En Pisigüilito, según dicen, son
bastantes los que no creen que Gaspar Ilóm haya hecho viaje al otro mundo con
sólo tirarse al río. El hombre parecía un pescado en el agua y fue a salir más
bajo, onde la montada ya no podía darle alcance. Debe estar escondido en alguna
parte.
—Eso de darse culas uno mismo con la esperanza, que
sea cierto lo que uno quiere, eso quiere uno siempre. Lástima, pues, que no sea
así. El Gaspar se ahogó, no porque no supiera nadar (como vos decís era un
pescado en el agua), sino porque en lugar de gente, en el campamento encontró
cadáveres, los habían hecho picadillo, y esto le dolió a él más que a ninguno,
porque era jefe, y entonces comprendió que su papel era también irse con los
que ya estaban sacrificados. Sin darle gusto a la patrulla, se echo al río como
una piedra, ya no como un hombre. Vas a ver que cuando el Gaspar nadaba,
primero era nube, después era pájaro, después sombra de su sombra en el agua.
Callaron Roso y Andrés Tecún. En el silencio se oía
el ir y venir de los machetes que eran parte de la respiración de aquellos
hombres. Seguían jugandito, trozando las hierbas.
—El cacique le hubiera podido al coronel ése, si no
le mata a su gente —expuso Roso a manera de conclusión escupiendo casi al mismo
tiempo una brizna de tabaco que le había quedado en la lengua.
—Desde luego, luego, que sí —afirmó Andrés que ya
jugaba el machete con el ánimo inquieto— y la guerra está en eso, en que uno se
ha de matar al pleito y no como lo hicieron con él, dándole veneno como a un
chucho, y como lo están haciendo con nosotros, allí tenés al Curandero:
mampuesta, plomazo y ni quien te eche tierra. La ruindad de no tener armas.
¡Cuestarse vivo y no saber si amanece, amanecer y no saber si anochece! Y
siguen sembrando maíz en la tierra fría. Es la pobreza. La peor pobreza. Las mazorcas
se les debían volver veneno.
A la familia entera se le aliviaba algo, no sabía
que, cuando el loco dejaba de pasearse bajo el guarumo. Dolorón tan de todos.
Calistro se detenía largos momentos bajo las orejas verdes del árbol
cosquilloso de viento, a olfatear el tronco y babeaba palabras con las quijadas
tiesas, la lengua de loroco, la cara de siembra escarbada por la locura y los
ojos abiertos totalmente.
—¡Luna colorada!… ¡Luna colorada!… ¡Taltucita yo!…
¡Taltucita yo!… ¡Fuego, fuego, fuego… oscurana de sangre cangrejo… oscurana de
miel de talnete… oscurana… oscurana… oscurana…!
… Plac, clap, plac, el ruido que hacía Gaudencio
Tecún sobre el cuerpo del Venado de las Siete-rozas, al pegarle con la mano,
plac, clap, plac, tan pronto aquí, tan pronto allá… Golpecitos, cosquillas,
pellizcos.
Desespera del animal que no despierta, gran
perezudo, y va por agua. La trae del río en la copa de su sombrero para
rociársela con la boca en la cabeza, en los ojos, en las patas.
—¡Ansina quizás vuelva en sí!
Los recostones de los árboles unos con otros hacen
huir a los pájaros, vuelo que toma Gaudencio como anuncio de la salida de la
luna.
¡No tarda en aparecer ese pellejo de papa de oro!
Desespera del venado que no despierta a rociones de
agua y empieza a darle de golpes en el testuz, en el vientre, en el cuello.
Al sesgo cruzan las aves nocturnas, cuervos y
tapacaminos, dejando en el ambiente airecito de puyones con machete, tirados a
fondo.
¡Y quizás por eso es que uno se hace los quites de
noche, aunque no haya naide y aunque esté dormido, por aquello de las dudas del
aire!
Rociada el agua, golpeado el animal; Gaudencio se
envuelve los pies, los brazos, la cabeza con hoja de caña morada y así vestido
de caña dulce baila alrededor del venado haciéndole aspavientos para asustarlo.
—¡Juirte! —le dice mientras baila—. ¡Juirte,
venadito, juirte! ¡Hacerle a la muerte de chivo los tamales! ¡Engatusarla!
¡Juirte, venadito, juirte! ¡Por algo salvaste de morir lucero en las
Siete-rozas! Allá lejos me acuerdo… Yo no había nacido, mil padres no habían
nacido, mis abuelos no habían nacido, pero me acuerdo de todo lo que pasó con
los brujos de las luciérnagas cuando me lavo la cara con agua llovida. ¡Juirte
por bien, venadito de las tres luciérnagas en el testuz! ¡Un ánimo reuto!… ¡Por
algo me llamo tiniebla sanguínea, por algo te llaman tiniebla de miel de
talnete, tus cuernos son dulces, venadito amargo!
Arrastra una caña de azúcar a manera de cola, va
montado en ella. Así vestido de hojas de caña morada baila Gaudencio Tecún hasta
que la fatiga lo bota junto al venado muerto.
—¡Juirte, venadito, juirte, la medianoche se está
juntando, el fuego va a venir, va a venir la última roza, no te estés haciendo
el desentendido o el muerto, por aquí sale tu casa, por aquí sale tu cueva, por
aquí sale tu monte, juirte, venadito amargo!
Saca, al dar término a sus pedimentos, una candela
de sebo amarillo, y la enciende con gran trabajo, porque primero hace llama en
una hoja seta con las chispas del mechero. Y con la candela encendida entre las
manos, se arrodilla y reza:
—¡Adiós, venadito, aquí me dejaste en lo hondo del
pozo después que te di el hamaqueón de la muerte, sólo para enseñarte cómo es
que le quiten a uno la vida! ¡Me acerqué a tu pecho y oí los barrancos y me
embarqué para oler tu aliento y era paxte con frío tu nariz! ¿Por qué hueles a
azahar, si no eres naranjo? En tus ojos el invierno ve con ojos de luciérnaga.
¿Dónde dejaste tu tienda de venadas vírgenes?
Por el cañal oscuro vuelve una sombra, paso a paso.
Es Gaudencio Tecún. El Venado de las Siete-rozas quedó en la tierra bien hondo,
lo enterró bien hondo. Oía ladrar los perros, los gritos del loco y al
allegarse más al plan, subiendo de la quebrada de los cañales, el rezo de las
mujeres por el alma del difunto.
—Que Dios lo saque de penas y lo lleve a descansar…
Que Dios lo saque de penas y lo lleve a descansar…
El Venado de las Siete-rozas quedó enterrado bien
hondo, pero su sangre en forma de sanguaza bañó la luna.
Un lago de miel negra, miel de caña negra, rodea a
Gaudencio que ha metido el brazo hasta el sobaco en la cueva en que dejó
escondida el arma, que lo ha sacado tranquilo porque el arma está allí segura y
que antes de avanzar por el plan hacia el rancho del velorio, después de hacer
la señal de la cruz con la mano y besarla tres veces, ha dicho en alta voz,
mirando a la luna colorada:
—Yo, Gaudencio Tecún, me hago garante del alma del
Curandero y juro por mi Señora Madre, que está en vida, y mi Señor Padre, que
ya es muerto, entregársela a su cuerpo en el lugar en que lo entierren y caso
que al entregársela a su cuerpo resucite, darle trabajo de peón y tratarlo
bien. Yo, Gaudencio Tecún…
Y marchó hacia el rancho pensando: …Hombre que cava
la voluntad de Dios en roca viva, hombre que se carea con la luna
ensangrentada.
—Ve, Gaudencio, que el venado ya no está…
Gaudencio reconoció la voz de Ruperto, su hermano.
—Y vos fuiste por onde estaba, pué…
—Cierto que fuide…
—Y no lo incontraste…
—Cierto que no…
—Pero si viste cuando salió rispando…
—¿Vos lo viste, Gaudencio?
—No sé bien si lo soñé o lo vide…
—Recobró la vida entonce y entonce va a recobrar la
vida el Curandero. Susto que se va a llevar mi nana, cuando vea el hombre
sentarse, y el susto del muerto cuando oiga que le están rezando.
—Lo que no es susto en la vida no vale gran pena. Y
ve que yo sí que me asusté cuando fue medianoche. Una luz muy rara, como cuando
llueven estrellas, alumbró el cielo. El de las Siete-rozas abrió los ojos, yo
había ido a ver si lo enterraba por no ser un animal cualquiera, sino un animal
que era gente. Abrió los ojos, como te consigno, levantó humo dorado y salió de
estampida reflejando en el río color de sueño.
—La arena, decís vos.
—Sí, la arena tiene color de sueño.
—Con razón que yo no lo encontré donde lo mataste.
Fuide por si casual no había escupido esa piedra que dice mi nana que es buena
para volver el sentido a los locos.
—Y, ¿encontraste algo?
—Ni riesgo, al principio. Pero buscando, estaba y
aquí la traigo; piedra de ojo de venado, me tarda en llevársela a mi nana para
que le aluje los sentidos y la mollera al Calistro; tal vez así se aviene a
curar de su trastorno.
—Fue suerte, Ruperto Tecún, porque la piedra de ojo
de venado, sólo la llevan los venados que no sólo son venados.
—Pues porque este Venado de las Siete-rozas era
gente la llevaba, y como sirve para otros males yo a solas me he repetido que
el Curandero tenía razón cuando la gravedad de nanita dicía que sólo se curaba
del grillo cazando al de las Siete-rozas, y por atalayarlo vaya que no quedó,
días y noches me pasé en el canal vigilando si pasaba, la escopeta ya lista, y
la suerte fue tuya, Gaudencio, porque vos te lo trajiste al suelo de un solo
postazo, y también te trajiste al Curandero; pero no culpas porque no sabías,
de haber sabido que el venado y el Curandero eran énticos no le tiras.
A la familia entera de los Tecún se les alivió todo
cuando el loco dejó de pasearse bajo el guarumo. Era un dolorón tan de ellos,
de dieciséis familias de apellido Tecún, habitantes del Corral de los
Tránsitos, el trastorno del Calistro que se detenía a veces bajo el árbol de
orejotas verdes, olfateaba el tronco y babeaba palabras que no se entendían:
¡Luna colorada! ¡Luna colorada! ¡Taltucita yo! ¡Taltucita yo! ¡Fuego, fuego,
fuego! ¡Oscurana de sangre! ¡Oscurana de miel de talnete!
La nana le alujó las sienes y la mollera con piedra
de ojo de venado. La cabeza del Calistro era de tamaño normal, pero por ser
loco se le veía una cabezota tan grande. Grande y pesada, con dos remolinos,
cayó sobre la falda negra, olorosa a guisados de la nana y se dejó, igual que
un niño, al ronrón de que le quitaba los piojos, pasar y pasar el ojo de
venado, hasta que estuvo en sus cabales. La piedra de ojo de venado junta los
pedacitos del alma que en el loco se han fragmentado. El loco tiene la visión del
que se le quiebra un espejo y en los pedacitos ve lo que antes veía junto. Todo
esto lo explicaba el Calistro muy bien. Lo que no se explicaba era la muerte
del Curandero. Un sueño incompleto, porque junto a él decía ver, sin poderle
descubrir la cara, al que de veras lo mató, a esa persona que era sombra, era
gente, era sueño. Físicamente sentía aún el Calistro haberla tenido muy cerca,
oprimida contra él como un hermano gemelo en el vientre materno y haber sido
parte de esa persona, sin ser él, cuando ultimó al Curandero.
Todos se le quedaban mirando al Calistro. Tal vez
no estaba curado. Sólo Gaudencio y Ruperto Tecún sabían que estaba bien curado.
El remedio. La pepita de ojo de venado no falla.