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jueves, 29 de septiembre de 2016

MARCO EL ROMANO MIKA WALTARI


Escritor finlandés (1908-1979) nacido en Helsinki, famoso por sus novelas históricas. Su padre murió cuando tenía cinco años. Estudió Teología y Filosofía. Su primer libro, Jumalaa Paossa, apareció en 1925 y tres años más tarde su primera novela La gran Ilusión (1928). Waltari se convirtió en una de las figuras líderes del movimiento liberal llamado The Torcbearers, cuyos miembros trataron de introducir la influencia del futurismo ruso e italiano en la literatura finlandesa. Durante los años 30 el grupo fue suplantado por otro de tendencias más izquierdista, el llamado Kiila, pero para este momento Waltari ya se había transformado en un ultraconservador. En su comedia teatral Kuriton Sukupolvi (1937), ridiculiza a esta generación. Trabajó como periodista y como crítico de literatura para varios periódicos y revistas finlandesas. En la década de los treinta viajó frecuentemente por Europa, publicando Un extraño llegó a la granja (1937), la obra teatral Akhamaton (1938) y Sinuhé, el egipcio (1939), que representaba al Faraón como profeta de un único y justo dios para reemplazar al corrupto clero. Después de la Segunda Guerra Mundial se concentró en largas novelas históricas, ubicadas en el mundo mediterráneo clásico, como El etrusco (1955), o en la antigua Roma, como en Ihmiskunnan Viholliset (1964). Dentro de las novelas que tienen lugar en el imperio bizantino están Miguel, el renegado (1948), El ángel oscuro (1952), El sitio de Constantinopla (1952) y Nuori Johannes (1981), libro póstumo. Poco antes de su muerte apareció Humildad y Pasión (1978), memorias íntimas en las que revela todas sus obsesiones. Desde 1957 a 1978 fue miembro de la Academia Finlandesa. Sus obras han sido traducidas a más de 30 idiomas y está considerado como uno de los mejores escritores fineses del siglo XX. Murió en 1979 en Helsinki.

***

Marco el romano es uno de los más célebres frescos históricos que nos legó Mika Waltari. En ella se reproduce con intensidad y colorido el mundo judeorromano del siglo I, donde no podía faltar la figuar de Jesús y sus primeros seguidores. El protagonista al que alude el título es inicialmente un típico romano de la época, de vida licenciosa y costumbres disipadas, pero del contacto con los apóstoles surgirá un nuevo Marco. El recorrido de Marco por el mundo conocido de la época es una fascinante aventura por la que Waltari conduce el autor con mano maestra.

Fuente:
N.N.

MARCO EL ROMANO
MIKA WALTARI
 Primera Carta

Marco Mecencio a Tulia.

Salve Tulia, en mi carta anterior te hablé de mis viajes a lo largo del río de Egipto. Después de esperarte en vano en Alejandría hasta el comienzo de las tempestades otoñales, pasé el invierno allí. ¡Qué infantil era mi amor! ¡Aguardé la llegada de los barcos procedentes de Ostia y Brindisi con una fidelidad que ni los comerciantes más ricos o los ciudadanos más curiosos podrían superar! Pasé muchas horas en el puesto hasta el final de la temporada de navegación; por fin, los guardas, los aduaneros y los oficiales empezaron a rehuirme, temerosos de que siguiese importunándolos con mis preguntas incesantes.

Es cierto que durante esta espera mis conocimientos se acrecentaron y oí muchos relatos acerca de países lejanos; pero mis ojos se arrasaron en lágrimas de tanto mirar fijamente el mar. Finalmente, cuando arribó el último de los navíos, tuve que admitir que me habías engañado. En estos días se cumple un año de nuestro último encuentro, Tulia, y ahora me doy cuenta de que tus juramentos y promesas sólo eran mentiras para conseguir que saliese de Roma.

Me sentía triste y profundamente amargado cuando te escribí la carta en que me despedía para siempre de ti y donde juraba que partiría hacia la India para no regresar jamás. Aún hay griegos descendientes de los oficiales de Alejandro Magno, que gobiernan como reyes en ciudades extrañas. Pero ahora reconozco que al escribir de ese modo todo lo que intentaba era ocultarte la verdad. Porque lo único cierto es que no podía soportar la idea de no volver a verte, Tulia.

El hombre que ha pasado de los treinta no debería ser esclavo del amor. Ahora mi espíritu se ha apaciguado, y la llama de la pasión se ha extinguido. En Alejandría, el despecho me llevó a frecuentar compañías sospechosas y a poner en peligro mi cuerpo y mi espíritu. Pero no me arrepiento de ello, pues ningún hombre puede borrar ni cambiar las consecuencias de sus actos. Aunque sólo ha servido para demostrarme lo mucho que te amo, pues nada pudo satisfacerme. Pero te advierto, dilectísima Tulia, que llegará el día en que tu belleza se marchitará, tu rostro terso se verá surcado de arrugas, el brillo de tus ojos desaparecerá, la plata del tiempo desteñirá tus cabellos y perderás los dientes. Entonces, tal vez te arrepientas de haber preferido la ambición y el disfrute de una posición política a tu amor por mí. Porque creo que me has amado, ya que no puedo dudar de tus juramentos. Si no fuera así, ya nada tendría sentido para mí. Sé que me has querido, pero ignoro si aún me amas.

En los momentos de optimismo pienso que lo hiciste por mí, para salvarme del peligro, para evitar que perdiese mis posesiones y, tal vez, la vida; por eso me obligaste con falsas promesas a abandonar Roma. No lo habría hecho si no me hubieses jurado que te reunirías conmigo en Alejandría y allí pasaríamos juntos el invierno. Muchas otras mujeres casadas y de noble linaje han viajado antes que tú a Egipto para pasar allí el invierno sin la compañía de sus esposos, y seguirán haciéndolo en el futuro, o ya no conozco a las damas romanas.

Tú hubieras podido volver a Roma en primavera, una vez reanudada la temporada de navegación. ¡Habríamos pasado tantos meses juntos, Tulia!

En cambio, durante ese tiempo todo lo que he hecho ha sido desgastar mi cuerpo y mi espíritu. Hubo una época en que no podía dejar de pensar en ti y me dedicaba a escribir tu nombre y el mío en las piedras de los antiguos monumentos y en las columnas de los templos. En mi desesperación, llegué incluso al extremo de iniciarme en el culto secreto a Isis. Será que estoy más viejo y curtido que en aquella noche inolvidable de Bayas, en que tú y yo nos iniciamos en los misterios de Dionisio. Pero en esta ocasión no experimenté el mismo éxtasis que entonces. ¡No puedo creer lo que dicen esos sacerdotes de cabeza rapada! Lo único que lamenté más tarde, fue haber pagado un precio demasiado alto por un misterio tan insignificante.

Pero no creas que mi única compañía fueron los sacerdotes de Isis y las mujeres de sus templos. Me relacioné asimismo con actores y bardos, e incluso con gladiadores. Asistí a la representación de algunos antiguos dramas griegos, y su traducción y adaptación al latín moderno no me resultaría una empresa difícil, si quisiera dedicarme a ello. Te cuento todo esto para que sepas que no me he aburrido; Alejandría es una ciudad universal, más refinada, madura y agotadora que Roma.

Sin embargo, la mayor parte del tiempo la he pasado en el Museion, que es su biblioteca, y que se halla junto al puerto.

En realidad, se trata de varias bibliotecas. Sus edificios forman un barrio entero. Los ancianos, que viven en el pasado, se quejan constantemente del estado lamentable en que se halla la biblioteca, y me aseguraron que nunca volverá a alcanzar el esplendor que tenía en la época de Julio César, quien, hace de ello tantos años como puede vivir un hombre, incendió las naves egipcias para romper el sitio. El fuego destruyó parte de los edificios de la biblioteca, con lo cual se perdieron, de modo irreparable, cien mil rollos, legado de grandes escritores del pasado.

Aun así, transcurrieron semanas antes de que yo aprendiese a utilizar los catálogos y a dar con aquello que buscaba. Sólo los comentarios sobre la Ilíada incluyen varias decenas de miles de rollos, por no hablar de los escritos de Platón y Aristóteles, que llenan edificios enteros. Existen innumerables rollos que jamás fueron registrados en los catálogos, y creo que nadie los ha leído desde que fueron guardados en la biblioteca.

Por comprensibles razones políticas, los ancianos no se mostraban muy dispuestos a desempolvar las profecías de los antiguos ni a ayudarme a buscarlas. Tuve que interrogarlos con habilidad y ganarme su confianza con regalos y convites.

Disponen de muy escasos fondos y son pobres, como suelen serlo los sabios y como lo son siempre los hombres que aman a los libros más que a su vida y a la luz de sus ojos.

Así fue como logré extraer de los escondrijos de la biblioteca una serie considerable de profecías, famosas unas, desconocidas u olvidadas las otras. Tales profecías, tan oscuras y ambiguas en cuanto a su interpretación como las respuestas de los oráculos, han existido en todos los pueblos desde tiempo remoto. A decir verdad, más de una vez me distraje leyendo alguna fábula griega y sentí deseos de abandonar a su destino aquellas profecías y comenzar a escribir un libro, según el modelo de las fábulas, dejando volar mi imaginación. Pero, a pesar de mi origen, aún soy demasiado romano para poder escribir cosas que sólo existen en mi mente.

En esta biblioteca también hay tratados sobre el arte de amar que hubieran hecho parecer ingenuo a nuestro viejo Ovidio.

Unos son de origen griego y otros son traducciones al griego de antiguos textos egipcios y, sinceramente, no sé cuáles me parecen mejores. Sin embargo, después de leer algunos, uno acaba aborreciéndolos. A partir de la época de Augusto se han guardado estos escritos en compartimentos secretos. Nadie puede copiarlos y sólo se autoriza su lectura a los investigadores.

Pero volvamos a las profecías: las hay antiguas y modernas.

Las antiguas han sido alteradas de forma que pudieran aplicarse a Alejandro y no a Octavio Augusto, que dio la paz al mundo. Al intentar profundizar en su sentido comprendo, cada vez mejor, que la mayor tentación en que puede caer un estudioso es la de interpretar tales escritos a la luz de su época y capricho.

Sin embargo, hay una cosa de la que estoy absolutamente convencido, y tanto los sucesos de nuestro tiempo como los astros confirman esta convicción. El mundo está entrando en una nueva era, con características propias. Esto es algo tan claro y evidente que los astrólogos de Alejandría y Caldea, al igual que los de Rodas y Roma, se han pronunciado unánimemente al respecto. Es lógico y comprensible que el nacimiento del nuevo soberano universal deba producirse bajo el signo de Piscis.

Quizá se tratase del emperador Augusto(1) , que en vida fue adorado en las provincias como un dios. Pero, como ya te conté en Roma, mi padre putativo Marco Maniliol mencionó en su obra astronómica la conjunción de Saturno y Júpiter en la constelación de Piscis. Es cierto que por razones políticas omitió este punto en el volumen publicado, pero también lo es que los astrólogos de aquí recuerdan perfectamente esa conjunción. Si en verdad fue entonces cuando nació el futuro soberano del mundo, ahora debería tener treinta y siete años, y seguramente ya habríamos oído hablar de él.

1. Poeta romano, contemporáneo de Augusto y de Tiberio, autor de una obra de cinco libros y en verso titulada Astronómica. En ella, después de describir la estructura del universo, se ocupa de la influencia que los astros y los signos zodiacales ejercen en la conducta del hombre y en su destino.


Te sorprenderá el motivo para que mencione abiertamente en una carta el asunto que una madrugada, entre las rosas de Bayas, confié a tus oídos como el más profundo secreto, convencido de que nadie en el mundo jamás podría comprenderme como tú, Tulia. Pero ahora poseo mucha más experiencia que entonces y he aprendido a contemplar las profecías como un hombre maduro.

Un viejo casi ciego, que solía frecuentar la biblioteca, me dijo sarcásticamente que las profecías son para los jóvenes, y es que después de haber leído mil libros, el hombre comienza a intuir la amarga verdad. Y diez mil le vuelven incrédulo para siempre.

Te escribo con tanta claridad porque en esta época es imposible guardar un secreto. La conversación más íntima es escuchada y repetida y no hay carta que no pueda ser leída y, si es necesario, copiada. Vivimos en un tiempo de recelos y sospechas. Por eso he llegado a la conclusión de que el mejor modo de sobrevivir es hablar y escribir con toda sinceridad.

Gracias al testamento del que te hablé, soy lo suficientemente rico para satisfacer todos mis caprichos, pero no tanto como para que alguien pueda desear mi muerte. Debido a mi origen no puedo aspirar a cargos públicos, que en modo alguno deseo, aunque pudiera obtenerlos. Jamás he sentido tal ambición.

Los astros nos señalaban hacia Oriente. Para librarte de mí, Tulia, mi amada perjura, me indujiste a salir de Roma ya que mi presencia empezaba a fastidiarte. En son de desafío juré que buscaría al futuro soberano del mundo. Estaría a su lado entre los primeros y le ofrecería mis servicios para ser digno un día de convertirme en tu cuarto o quinto esposo. ¡Cómo debes haber reído a mis espaldas!

Tranquilízate. Ni siquiera por esta intención puede alguien desear mi muerte. No se ha oído ni visto señal alguna anunciadora del nacimiento del soberano universal. En Alejandría se sabría ya, puesto que aquí nos encontramos en el ombligo del mundo, es decir, en el centro de todas las habladurías, de todas las filosofías y de la intriga mundial.

Además, el mismo Tiberio estaba al corriente de la conjunción de Júpiter y Saturno hace treinta y siete años. También lo sabría todo el hombre cuyo nombre no conviene mencionar en una carta. Por todo ello, es seguro que el rey del mundo no vendrá de Oriente.

Tulia, mi bienamada, sé de sobra que el estudio de las profecías ha intentado ser un remedio para mi soledad, una evasión para pensar en otra cosa que no seas tú. Por la mañana, al despertar, tú eres mi primer pensamiento, y el último antes de dormirme. He soñado contigo y velado noches enteras por ti. Pero cómo puede un rollo de pergamino sustituir jamás a la mujer amada?

De las profecías pasé a estudiar las escrituras sagradas de los judíos. Vive y trabaja en Alejandría un filósofo judío llamado Filón que interpreta esas escrituras en sentido alegórico, tal como griegos y romanos hicieron con Homero.

Cree poder facilitar de este modo la compresión de la religión judía mediante la ayuda de la filosofía griega.

Conoces a los judíos y su religión. Incluso en Roma viven apartados de los demás y no ofrecen sacrificios a los dioses romanos. Muchos les temen por ello. En muchas familias han adoptado el séptimo día como día de descanso, de acuerdo con la costumbre judía. Pero la mayoría los desprecia, pues sólo tienen un dios y, por lo visto, ni siquiera poseen una representación de él.

De todos modos, ya desde tiempos remotos, se conserva rigurosamente en sus escritos sagrados la profecía del futuro soberano universal. Sus profetas no cesan de repetirla, por lo que es la mejor conservada de todas las profecías nacionales. A este soberano universal le dan el nombre de Mesías. Cuando llegue al poder, los judíos gobernarán el mundo. Tal desfachatez es el resultado de una ilusa ideología nacional. Este pueblo ha tenido que soportar adversidades, miserias y deshonras. La esclavitud en Egipto y en Babilonia, hasta que los persas les permitieron volver a su patria. Su templo ha sido destruido en varias ocasiones. La última vez lo incendió Pompeyo, aunque sin querer. Se diferencian también de los otros pueblos por tener un solo templo, que se alza en su ciudad sagrada:

Jerusalén. Las sinagogas esparcidas por todas las ciudades del mundo no son templos, sino lugares de reunión, donde cantan en voz alta sus escritos sagrados y los comentan entre sí.

A causa de la profecía que anuncia que entre ellos nacerá el soberano universal que les permitirá dominar el mundo, son odiados por muchos, por lo cual no hablan abiertamente y tratan de apartarse lo más posible.

Tampoco es cierto que oculten su profecía. Si encuentran a un extraño dispuesto a escucharlos, los sabios hebreos se complacen en ayudarlo a comprender sus escrituras sagradas. Al menos en Alejandría sucede así. Algunos eruditos, Filón entre ellos, interpretan la profecía del Mesías como una parábola.

Pero otros me han asegurado que se debe ser fiel a las escrituras. Yo, por mi parte, creo firmemente que, para poder creer en escrituras de tan ambigua interpretación, es indispensable haber crecido en esta religión desde la infancia. Sin embargo, debo reconocer que, en comparación con tantas profecías confusas de otros pueblos, la de los judíos es la más clara.

Los sabios judíos de Alejandría son de mentalidad abierta y, sin duda, existen entre ellos verdaderos filósofos que incluso no se niegan a comer con los extranjeros. Me hice íntimo amigo de uno de estos sabios, y juntos bebimos vino puro. Estas cosas ocurren en Alejandría. Cuando fue preso de los vapores del alcohol me habló con mucho énfasis del Mesías y de la inminente supremacía hebrea sobre el resto del mundo.

Para demostrar hasta qué punto todos los judíos creen al pie de la letra en la profecía del Mesías, me contó cómo el gran rey Herodes, pocos años antes de morir, hizo matar a los niños varones de toda una ciudad, pues unos sabios caldeos habían llegado a Judea siguiendo una estrella, y aseguraron ingenuamente que allí nacería el nuevo rey. Pero Herodes deseaba conservar el trono para su familia. Este relato parece demostrar que Herodes era tan suspicaz como cierto soberano de tiempos pasados, que, en su vejez, se retiró a una isla deshabitada.

Comprenderás fácilmente, Tulia, como este episodio brutal exaltó mi imaginación. Basándome en el año en que murió Herodes, me fue fácil calcular que la fecha de la masacre coincidió exactamente con la conjunción de Saturno y Júpiter.

El relato demuestra, por consiguiente, que la conjunción de esos astros despertó entre los sabios judíos y orientales la misma preocupación manifestada en Rodas y Roma.

-¿Crees entonces -pregunté yo- que el futuro Mesías fue asesinado mientras estaba aún en la cuna?

El joven judío, por cuya barba chorreaba vino, repuso riendo:

-¿Quién pudo matar al Mesías? Herodes estaba enfermo y su mente obnubilada.

De pronto pareció asustado de sus propias palabras, y receloso añadió:

-No creas que el Mesías nació entonces. La profecía no habla de una época precisa. Seguramente ya habríamos oído hablar de él. Además, en cada generación nace un falso Mesías que llena de inquietud a la gente sencilla de Jerusalén.

Pero era evidente que aquel pensamiento le atormentaba, ya que después de beber más vino, me confió en tono reservado:

-En tiempo de Herodes, desde Jerusalén y otros lugares, muchos huyeron a Egipto. Algunos se instalaron allí definitivamente, pero la mayoría retornó a sus hogares a la muerte del tirano.

-Quieres decir -pregunté- que llevaron a Egipto el Mesías que acababa de nacer, para protegerle de Herodes?

-Soy saduceo -respondió.

Lo dijo para demostrar que era un hombre de mundo y que por lo tanto no estaba sometido totalmente a las tradiciones judías.

-Por eso, dudo -continuó-. No creo, como los fariseos, en la inmortalidad del alma. Cuando uno muere, no existe nada. Así está escrito. Y ya que sólo vivimos una vez, es razonable tratar de encontrar un cierto goce en este mundo. Nuestros grandes reyes no se negaban ninguno, aunque el exceso de placeres entristeció el corazón del sabio Salomón. Pero hasta en el hombre más erudito se esconde en su mente un resto de ingenua superstición. Precisamente cuando se bebe vino puro, aunque esto sea pecado, se creen cosas que en estado de sobriedad parecen imposibles. Por ello te contaré una historia que me explicaron al cumplir los doce años, al inicio de la pubertad. Durante el día de descanso está prohibido el trabajo manual. En tiempos del rey Herodes, un viejo artesano huyó de Belén a Judea con su joven mujer, llevando consigo un niño recién nacido. Al llegar a Egipto, se establecieron en un huerto fragante. El hombre mantenía a la familia con el trabajo de sus manos, y nadie hubiera podido murmurar en contra de ellos. Pero un sábado, cuando el niño tenía tres años, fue sorprendido por otros judíos del pueblo modelando golondrinas de barro. Mandaron llamar a su madre, ya que el niño había desobedecido la ley. Pero entonces el pequeñuelo sopló sobre los pájaros de barro, que se elevaron en el cielo como golondrinas vivas. Poco después, la familia desapareció del pueblo.

-¿Quieres decir -pregunté turbado, pues tenía a mi amigo por hombre muy equilibrado-, quieres decir que debo creer esa fábula pueril?

Mi interlocutor sacudió la cabeza y, con sus saltones ojos judíos, miró fijamente a un punto indeterminado. Era un hombre agraciado y orgulloso, como muchos judíos de rancia estirpe.

-No quiero decir eso -respondió-. Esta pueril fábula, como tú la llamas, indica simplemente que en tiempos de Herodes una familia particularmente humilde y piadosa huyó a Egipto. Una explicación razonable del origen de esta leyenda pudiera ser que la madre del pequeño infractor del sábado, lo defendió citando las escrituras con tal acierto que hizo callar a los acusadores. O también pudiera ser que la explicación fuese tan complicada que se haya perdido. Con la ayuda de nuestras escrituras es posible demostrar, desde luego, cualquier cosa. Cuando la familia desapareció tan misteriosamente como había aparecido, la gente ideó una explicación del acontecimiento para que pudieran comprenderlo las mentes más simples.

El sabio concluyó observando:

-¡Quién pudiera tener aún la mentalidad de un niño y pudiera creer, como ellos, en las escrituras! Sería mejor que permanecer vacilando entre dos mundos. Jamás seré completamente griego, y en el fondo de mi corazón tampoco soy hijo de Abraham.

Al día siguiente la cabeza me daba vueltas y me sentí enfermo.

No era la primera vez que me ocurría aquello en Alejandría.

Pasé el día en las termas. Después del baño, el masaje, la gimnasia y una buena comida me sumergí en un extraño sopor, como si me hubiera alejado del mundo real y mi propio cuerpo se hubiese convertido en una sombra. Tal sensación me era ya conocida y proviene de mi origen. Por algo me llamo Mecencio(2). En este estado, el hombre se torna más sensible para percibir los augurios, si bien siempre es difícil distinguir los falsos de los verdaderos.

2. Del verbo griego meziemi: abandonar, soltar lastre.

En cuanto abandoné el fresco ambiente de las termas, el calor de la calle me sofocó y el fulgor del sol cegó mis ojos. El estado de mi espíritu era el mismo. Recorrí sin rumbo fijo las calles repletas de gente. Mientras vagaba absorto, envuelto y abrumado por el sol de la tarde, un guía me tomó por forastero en Alejandría, se aferró a mis ropas y me propuso con tono petulante una visita a las casas de placer de Canopo, al Faro o al templo del buey Apis. Era un hombre testarudo y no pude librarme de él, hasta que de pronto un grito interrumpió su elocuencia. Señaló con un dedo sucio, a quien había gritado y, echándose a reír, dijo:

-¡Mira al judío!

En la esquina del mercado de verduras había un hombre vestido con pieles. Tenía la barba y el cabello hirsutos, la cara enflaquecida por el ayuno y los pies agrietados. Pregonaba sin cesar en arameo, siempre la misma frase monótona; evidentemente era un mensaje. El guía me dijo:

-No creo que puedas entender lo que dice.

Pero como ya sabes, pasé mi juventud en Antioquia, y hablo y entiendo el arameo. Incluso entonces examiné en serio la posibilidad de hacer carrera como secretario al servicio de un procónsul en Oriente, hasta que al ingresar en la escuela de Rodas supe de verdad lo que deseo de la vida.

Así, pues, comprendí las palabras predicadas. Había llegado del desierto y no cesaba de gritar con voz áspera:

-Quien tenga oídos, que oiga. El reino ya se aproxima.

Preparad el camino.

El guía comentó:

-Anuncia la llegada del rey de los judíos. Estos perturbados vienen como enjambres del desierto a la ciudad, y son tantos, que la policía no puede azotarlos a todos. Además, es una buena política hacer que los judíos peleen entre sí. Mientras se pegan con bastones, a nosotros nos dejan en paz. No existe nación más sanguinaria que la de los judíos. Por suerte, sus sectas se odian entre sí más de lo que nos odian a nosotros, a quienes nos llaman descreídos.

Mientras, la voz afónica no se cansaba de repetir las mismas palabras, de tal modo que quedaron grabadas en mi mente.

Anunciaba la proximidad del reino, y en el estado mental en que me hallaba sólo pude interpretar este mensaje como un presagio. Era como si de pronto las profecías que había estudiado durante el largo invierno hubieran perdido su oscuridad y se resumieran en una única frase: «El reino se aproxima».

El guía, siempre cogido a mis ropas, continuó diciendo:

-Se acerca la Pascua de los judíos -afirmó-. Las últimas caravanas y los últimos navíos están ya a punto de partir llevando peregrinos a Jerusalén. Veremos qué jaleo se arma allí este año.

-Me gustaría visitar la ciudad santa de los judíos -dije distraídamente.

Mis palabras entusiasmaron tanto al guía, que comenzó a gritar:

-¡Es una sabia decisión, la tuya, pues el templo de Herodes es una de las maravillas del mundo! Quien no lo ha visto en sus viajes, no ha visto nada. Y en cuanto a desórdenes y tumultos no tienes por que temer, te lo aseguro. Lo que he dicho antes era una broma. Los caminos de Judea son seguros, y en Jerusalén impera la ley y el orden romanos. Hay una legión completa para mantener la paz. Si te dignas acompañarme unos pocos pasos, estoy seguro de que gracias a mis buenas relaciones podré conseguirte una plaza en un barco directo a Jaffa y Cesárea. Por supuesto, en principio te dirán que todas las plazas están agotadas siendo, como es, la víspera de la Pascua, pero tú déjame hablar a mí. Sería una vergüenza que un noble romano como tú no consiguiera plaza en un barco de pasajeros.

Tiró con tal entusiasmo de mi túnica que casi sin querer lo seguí hasta la oficina de un armador sirio, situada a pocos pasos del mercado de verduras. No tardé en enterarme de que yo no era el único forastero que deseaba viajar a Jerusalén para Pascua. Junto a los judíos, llegados de todas las partes del mundo, había otros viajeros simplemente deseosos de ver nuevas tierras.

Después que el guía hubo contratado para mí, con el acaloramiento como sólo un griego puede negociar con un sirio, me enteré de que había adquirido el derecho a una litera a bordo de una nave de peregrinos que partiría rumbo a la costa de Judea. Me aseguraron que aquel era el último barco que zarpaba de Alejandría para aquella Pascua. El retraso se debía a que el barco era nuevo y le faltaban aún algunos trabajos de acabado para poder emprender por la mañana su primer viaje, así que no tenía por qué temer la mugre habitual y los parásitos, que suelen hacer penoso un viaje por estas costas.

El guía me robó cinco dracmas por sus buenos oficios, pero se las di gustoso, ya que gracias a él, había tenido un presentimiento y mi decisión era irrevocable. El hombre quedó muy satisfecho, porque también consiguió una comisión del representante del armador. Antes de anochecer, solicité a mi banquero que me extendiera un pagaré a cobrar en Jerusalén, pues poseo la experiencia suficiente como para no llevar conmigo fuertes sumas de dinero en efectivo cuando parto de viaje. Saldé mi cuenta en la posada, así como mis otras deudas, y por la noche me despedí de algunas amistades a las que no podía dejar de saludar. Para evitar que se burlaran de mí no les dije adónde me dirigía; me limité a contar que emprendía un viaje y que a más tardar regresaría durante el otoño próximo.

Aquella noche permanecí despierto hasta muy tarde, y sentí más intensamente que nunca que el abrasador invierno de Alejandría había agotado mi mente y mi cuerpo. Con la belleza de sus paisajes y monumentos, Alejandría es sin duda una de las maravillas del mundo. Pero tenía la impresión de que había llegado el momento de abandonarla. De haberme quedado, habría sucumbido a la fiebre que devora a esa ciudad, sedienta de placeres y ahíta de cultura griega. Un hombre abúlico como yo, podría llegar a un total estado de abandono, del que jamás le sería posible salir.

Por eso pensé que un viaje por mar y un recorrido por los caminos romanos de Judea sentarían bien a mi cuerpo y a mi espíritu. Pero, cuando a la mañana siguiente me despertaron muy temprano para embarcar, sin apenas haber dormido, estallé en insultos a mí mismo, por abandonar las comodidades de una vida refinada y dirigirme a la tierra extraña y hostil de los judíos en pos de una ilusión, creada en mi mente por oscuras profecías.

Al llegar al puerto comprobé que me habían engañado con más descaro del que pueda imaginarse. Me costó mucho encontrar el barco, pues al principio me negué a admitir que aquel cascarón podrido y asqueroso pudiera ser la nave, nueva y flamante, dispuesta para su primer viaje, de que el sirio había hablado.

Indudablemente le faltaban trabajos de acabado, pues no hubiera podido mantenerse a flote sin taparle todos los agujeros que tenía y calafatearla bien. El vaho que desprendía trajo a mi memoria el recuerdo de las casas de placer de Canopo, pues el armador había hecho encender en un rincón incienso barato para sofocar de algún modo los repugnantes olores que envolvían la cubierta. Telas de colores cubrían las podridas maderas de los costados y un cargamento de flores marchitas intentaba dar un tono festivo a la salida del barco.

En una palabra, aquella indigna tinaja, a duras penas acondicionada para que pudiera mantenerse a flote, hacía pensar en una vieja prostituta del puerto que no se aventura a salir a la luz del sol sin emperifollarse de los pies a la cabeza con trajes de colorines, sin disimular con una espesa capa de maquillaje las arrugas de sus mejillas y sin bañarse con perfume barato. Me pareció ver una mirada fría y astuta en los ojos del administrador de la nave cuando al recibirme, me aseguró que no había ningún otro barco y me señaló mi litera, en medio de una barahúnda de gritos, lágrimas y despedidas en las lenguas más diversas.

Al ver aquello no tuve más remedio que echarme a reír, olvidando mi enojo. A fin de cuentas, yo me lo había buscado.

Por otro lado, quien ve peligros por todas partes termina por convertir su vida en algo insoportable. Las enseñanzas de muchos filósofos a quienes he tenido ocasión de escuchar me han afirmado en la convicción de que el hombre, haga lo que haga, no podrá prolongar ni un ápice los días que el destino le haya asegurado.

Es verdad que todavía hoy existen hombres ricos y supersticiosos, los cuales, infringiendo la ley romana, hacen sacrificar un esclavo joven a la diosa de las tres cabezas, creyendo que los años de vida robados al infeliz prolongarán la suya. En cualquier importante ciudad oriental es posible encontrar a un brujo o a un sacerdote renegado que conozca las palabras mágicas y esté dispuesto a realizar un sacrificio similar a cambio de una buena compensación. Pero, en mi opinión, es una cruel equivocación, ya que lo único que se consigue de este modo es engañarse a sí mismo. Cierto es que el género humano posee una capacidad desmedida para autoengañarse y creer en la realidad de sus deseos y sueños.

Aunque dudo de que ni siquiera en mi vejez tema tanto a la muerte como para dejarme arrastrar por tales supersticiones.

En tan ridícula situación me consoló saber que el barco navegaría a lo largo de la costa, y por fortuna soy un buen nadador. En el fondo la aventura me divertía por lo que una despreocupada jovialidad se apoderó de mí. Decidí gozar plenamente de mi viaje para poder contar en el futuro alguna anécdota divertida, exagerando los sufrimientos e incomodidades que había tenido que soportar.

No bien levaron el ancla, los remos empezaron a agitarse desacompasadamente, la popa se separó del muelle y el capitán vertió por la borda una copa en honor de la diosa Fortuna. ¡No hubiera podido elegir mejor al destinatario de su sacrificio!

Sabía muy bien que necesitaríamos muy buena suerte para llegar a destino. Los viajeros judíos elevaron los brazos al cielo e imploraron en su idioma sagrado la ayuda de su Dios. En el puente de proa, una muchacha coronada con flores empezó a tañer la lira, mientras un muchacho la acompañaba con una flauta. Al son de los instrumentos reconocimos la melodía de la última canción de moda en Alejandría. Los peregrinos judíos descubrieron horrorizados que en el barco también viajaba un grupo de cómicos ambulantes, pero era demasiado tarde para lamentarse. Para colmo de males la mayor parte de los viajeros eran de otra raza y, por tanto, impuros según el concepto judío. Así que tuvieron que resignarse con nuestra presencia, contentándose con lavar constantemente los recipientes destinados a su comida.

Hoy en día la soledad es el más raro de los lujos. Por esto, jamás soporté verme rodeado de esclavos que vigilaran todos mis pasos y gestos, por lo cual compadezco a quienes por su posición se ven obligados a rodearse de esclavos las veinticuatro horas del día. Pero durante el viaje tuve que prescindir de este lujo, y compartir el camarote con tipos de la más variada índole. Afortunadamente los pasajeros judíos tenían camarotes reservados, y la posibilidad de encender fuego en una caja de arena donde cocinaban sus propios alimentos. De otro modo, habrían desembarcado en la costa de Judea tan contaminados por nuestras inmundas personas, que de ningún modo hubieran osado continuar el viaje hasta su ciudad sagrada, ya que sus leyes y normas de purificación son en extremo severas.

Si no hubiera sido por la ayuda de un suave viento de popa y de una vela, creo que jamás habríamos llegado a nuestro destino, pues los remeros eran todos pobres viejos, inválidos, torpes y asmáticos; en pocas palabras, verdaderas ruinas humanas. No todos eran esclavos, sino chusma del puerto, más barata todavía, que por falta de otro trabajo se habían alistado como esclavos. Hubieran servido de miserable coro para una comedia satírica. Incluso el cómitre, que les marcaba el compás desde lo alto de una plataforma, se doblaba de risa viendo cómo los remos chocaban entre sí y cómo los remeros se quedaban dormidos bajo sus bancos. Creo que sólo usaba la fusta por no perder la costumbre, pues era imposible sacar más provecho de aquellos despojos humanos.

Del viaje en sí mismo puedo decir simplemente que era el menos apropiado para inducirme a la religiosidad o preparar mi espíritu para entrar a la ciudad sagrada de las profecías. Era necesaria la devoción judía y el respeto por su templo para poder orar con los brazos en alto, por la mañana, la tarde y la noche, y cantar salmos gozosos o tristes en honor de su Dios. El resto del día se oía, desde la cubierta de proa, a los artistas ensayando cantos populares griegos, y cuando los remeros acudían a los remos, se elevaba desde abajo de la cubierta una letanía de afónicos lamentos.

La muchacha griega que inició el viaje con una guirnalda de flores en la cabeza y una lira en las manos, se llamaba Mirina(3). Era delgada, de nariz pequeña y respingona y ojos verdes, fríos y aunque era muy joven además de tañer la lira y cantar, ejecutaba con maestría danzas acrobáticas. Era un placer verla entrenarse para conservar la agilidad; pero los piadosos judíos se tapaban el rostro y clamaban ante aquel escándalo.

(3) Mirina es nombre de amazona. Según la mitología griega, era la reina de las amazonas. Al frente de su gente luchó contra los atlantes y se alió después con ellos contra las Gorgonas. Conquistó la mayor parte de Libia y Egipto y fue muerta por el rey Mopso de Tracia. Mencionada en la Ilíada, su nombre «humano» es Batiea, si bien reina una gran confusión por las variadas leyendas protagonizadas por esta heroína.

Me explicó cándidamente que le habían puesto este nombre por ser muy delgada y carecer de pechos y que había trabajado en Judea y al otro lado del Jordán, en las ciudades griegas de Perea. Me contó también que en Jerusalén hay un teatro construido por Herodes, pero que tenían pocas esperanzas de ser contratados para trabajar en él, ya que en vista del miserable estado del pueblo raras veces daban representaciones.

Los judíos odian el teatro, así como todo cuanto procede de la civilización griega, incluidos los acueductos, y la nobleza no es suficientemente numerosa como para llenarlo. Por este motivo, actuarían al otro lado del Jordán, donde los romanos habían construido un centro de reposo para la duodécima legión, donde el público, aunque algo rudo, era muy entusiasta. También esperaban poder trabajar en la ciudad de Tiberiades, a orillas del mar de Galilea, donde estaba la residencia del gobernador, y en el viaje de regreso quizá probarían dando alguna representación extra en la Cesárea de los romanos, sobre la costa de Judea.

Después de esta amable conversación, por la noche, Mirina se acercó con mucho sigilo a mi litera y me susurró que la haría muy feliz con un par de monedas de plata, pues ella y su compañero eran muy pobres y tenían serias dificultades para comprar el vestuario y el calzado apropiados para la actuación. De no ser por esto, no se hubiera dirigido a mí con semejante petición, pues era una muchacha decente.

Al buscar en el fondo de mi bolsa, di con una pesada moneda de diez dracmas y se la entregué. Mirina se alegró mucho, me abrazó, me besó, y me susurró que tanta generosidad me hacía irresistible a sus ojos y que por lo tanto podía hacer con ella lo que quisiera. Cuando se percató de que yo no deseaba nada, pues es verdad que el invierno en Alejandría me ha hastiado de las mujeres, se sorprendió mucho, y me preguntó en tono inocente si prefería a su hermano, aún joven e imberbe, para compartir mi lecho. Jamás me ha tentado este vicio griego, aunque en los años de escuela en Rodas tuve un admirador platónico. Al asegurarle que me bastaba con su amistad, dedujo que, por una u otra razón, había hecho voto de castidad, y no me importunó más.

Como recompensa, comenzó a hablarme de las costumbres de los judíos, y me aseguró que los más cultos no consideran pecado el adulterio con una mujer extranjera, siempre que ésta se mantenga alejada de las mujeres judías. Para demostrar la veracidad de sus palabras, me susurró al oído, en la oscuridad del camarote, varios episodios picantes que me resultó imposible creer. El trato con los sabios judíos en Alejandría me había hecho comprender y respetar a todo su pueblo.

Cuando las primeras luces del amanecer permitieron ver, reflejadas sobre el mar, las montañas de Judea, Mirina me confió sus ilusiones como podría hacerlo una muchacha con un amigo mayor. Sabía perfectamente que la carrera de una bailarina es breve, por lo cual se proponía ahorrar dinero, para con el tiempo poner una modesta tienda de perfumes en alguna ciudad costera combinada con una tranquila casa de placeres. Me miró con ojos inocentes y manifestó que la espera se acortaría si encontraba un amante rico. Le deseé con todo mi corazón que tuviera suerte y gracias al tesón del capitán, a una afortunada casualidad o a las continuas oraciones de los peregrinos judíos, llegamos al fin, aunque devorado por los parásitos, muertos de hambre, sedientos y sucios, pero sin haber sufrido otra desgracia, al puerto de Jaffa, tres días antes de la Pascua de los judíos. Este año caía en sábado, su día de descanso, y por esto era doblemente sagrada. Los judíos estaban tan deseosos de emprender el viaje, que apenas tuvieron tiempo de purificarse y comer juntos, antes de partir, aquella misma noche, hacia Jerusalén. La noche era suave, sobre el mar centellaban innumerables estrellas, y resultaba agradable por demás caminar a la luz de la luna. El puerto estaba abarrotado de naves, entre ellas grandes buques procedentes de Italia, España y África. Entonces comprendí, mejor que nunca, que el amor de los judíos hacia su templo, supone un magnífico negocio para los armadores del mundo entero.

Ya sabes que no me siento un ser superior. Sin embargo, por la mañana evité proseguir el viaje en compañía de los comediantes griegos, aunque me lo solicitaron con insistencia, ya que querían asegurarse mi protección, pues ninguno de ellos era ciudadano romano. Deseaba terminar esta carta en Jaffa, en paz y tranquilidad, en parte para pasar el tiempo, y también para intentar comprender la caprichosa razón de mi viaje.

Busqué, pues, una habitación en una posada para descansar de las fatigas del viaje y allí he concluido esta carta. Me he dado un baño cubierto con abundantes polvos contra los parásitos, y he regalado a los pobres las prendas de vestir que usé en el viaje, ya que produjo un verdadero escándalo mi intención de quemarlas. Ahora vuelvo a sentirme el mismo de antes; he rizado mis cabellos, me he perfumado y comprado ropa nueva. No llevo mucho equipaje. Sólo he traído papiro limpio y utensilios de escribir, así como algunos recuerdos de Alejandría para obsequiar a alguien en el caso de que se presente la ocasión.

En el mercado de Jaffa se ofrecen medios de transporte para Jerusalén para ricos y pobres, indistintamente. Podría alquilar una litera con su correspondiente escolta, viajar en un carro tirado por dos bueyes, o llegar a Jerusalén en un camello con su correspondiente guía. Pero ya te he dicho que la soledad es mi mayor lujo. Al amanecer, pienso, pues, alquilar un asno, cargar en él mis pocas pertenencias, una bota de vino y el morral, y emprender el viaje a pie, como un piadoso peregrino debe hacerlo. El ejercicio corporal me será conveniente después de tantos días de inactividad vividos en Alejandría y no hay motivo para temer a ladrones. Los caminos están llenos de gente que se dirige hacia Jerusalén y las patrullas de la duodécima legión protegen el trayecto.

Quiero que sepas, mi amada Tulia, que no te he mencionado a Mirina y a las mujeres de Alejandría para herir tu corazón o despertar tus celos. ¡Ojala sufrieras un poco! ¡Ojalá sintieras un poco de aflicción por mí! Pero mucho me temo que sólo te sientas feliz por haberte librado tan astutamente de mí. Aunque desconozco tus pensamientos, es posible que alguna razón haya impedido tu viaje. El próximo otoño volveré a esperarte en Alejandría hasta el final de la temporada de navegación. He dejado allí todas mis cosas. Ni siquiera he traído un libro conmigo. Y, si no estuviese esperándote en el puerto, en el despacho de mi banquero te darán mis señas. Pero mi corazón sabe que este otoño, como el pasado, estaré una vez más en el puerto esperando en vano los barcos que arriben de Italia.

No sé si tendrás ánimo para concluir la lectura de mi carta, aunque he intentado que fuera lo más amena posible. En verdad, me encuentro mucho más abatido de lo que puedes deducir de ella.

Toda mi vida he vacilado entre Epicuro y la escuela del Pórtico, (4) entre el placer y el ascetismo. El exceso de placer de Alejandría, el sibaritismo corporal y mental han abrasado mi espíritu. Sabes, tan bien como yo, que el placer y el amor son dos cosas distintas. Uno puede entrenarse en la lujuria como en el atletismo o en la natación. Pero el mero placer llena al hombre de tristeza. En cambio, es extraordinario e increíble encontrar a la persona para la cual se ha nacido.

4. Lugar de Atenas en que Zenón (ss. II-I a.J.C.) enseñaba su filosofía. Zenón llegó a ser jefe de la escuela epicúrea. Fue maestro de Cicerón.

Yo nací para ti, Tulia, y mi insensato corazón sigue insistiendo en que también tú naciste para mí. Recuerda las noches de Bayas en el tiempo de las rosas.

Pero de ningún modo tomes demasiado en serio cuanto te he escrito acerca de las profecías. No me importa que tu bella boca sonría y diga: «Marco sigue siendo el incorregible soñador de siempre». Porque si no lo fuera, quizá tú no me querrías. Si es que aún me amas, cosa que ignoro.

Jaffa es un puerto antiquísimo, exclusivamente sirio.

¡Qué feliz he sido al escribirte, querida Tulia! No me olvides. Me llevaré la carta y la enviaré desde Jerusalén, ya que hasta pasada la Pascua de los judíos los barcos no zarpan para Brindisi.
Fuente:
Editorial Edhasa.

domingo, 17 de mayo de 2015

Mika Waltari - (Finlandia, 1908-1979). Novela histórica.


Mika Waltari - (Finlandia, 1908-1979).  Novela histórica.

Escritor finlandés nacido en Helsinki, famoso por sus novelas históricas. Su padre murió cuando tenía cinco años. Estudió Teología y Filosofía. Su primer libro, Jumalaa Paossa, apareció en 1925 y tres años más tarde su primera novela La gran Ilusión (1928). Waltari se convirtió en una de las figuras líderes del movimiento liberal llamado The Torcbearers, cuyos miembros trataron de introducir la influencia del futurismo ruso e italiano en la literatura finlandesa. Durante los años 30 el grupo fue suplantado por otro de tendencias más izquierdista, el llamado Kiila, pero para este momento Waltari ya se había transformado en un ultraconservador. En su comedia teatral Kuriton Sukupolvi (1937), ridiculiza a esta generación. Trabajó como periodista y como crítico de literatura para varios periódicos y revistas finlandesas. En la década de los treinta viajó frecuentemente por Europa, publicando Un extraño llegó a la granja (1937), la obra teatral Akhamaton (1938) y Sinuhé, el egipcio (1939), que representaba al Faraón como profeta de un único y justo dios para reemplazar al corrupto clero. Después de la Segunda Guerra Mundial se concentró en largas novelas históricas, ubicadas en el mundo mediterráneo clásico, como El etrusco (1955), o en la antigua Roma, como en Ihmiskunnan Viholliset (1964). Dentro de las novelas que tienen lugar en el imperio bizantino están Miguel, el renegado (1948), El ángel oscuro (1952), El sitio de Constantinopla (1952) y Nuori Johannes (1981), libro póstumo. Poco antes de su muerte apareció Humildad y Pasión (1978), memorias íntimas en las que revela todas sus obsesiones. Desde 1957 a 1978 fue miembro de la Academia Finlandesa. Sus obras han sido traducidas a más de 30 idiomas y está considerado como uno de los mejores escritores fineses del siglo XX. Murió en 1979 en Helsinki.

***

En el ocaso de su vida, el protagonista de este relato confiesa: `porque yo, Sinuhé, soy un hombre y, como tal, he vivido en todos los que han existido antes que yo y viviré en todos los que existan después de mí. Viviré en las risas y en las lágrimas de los hombres, en sus pesares y temores, en su bondad y en su maldad, en su debilidad y en su fuerza`.
Sinuhé el egipcio nos introduce en el fascinante y lejano mundo del Egipto de los faraones, los reinos sirios, la Babilonia decadente, la Creta anterior a la Hélade..., es decir, en todo el mundo conocido catorce siglos antes de Jesucristo. Sobre este mapa, Sinuhé dibuja la línea errante de sus viajes, y aunque la vida no sea generosa con él, en su corazón vive inextinguible la confianza en la bondad de los hombres.
Esta novela es una de las más célebres de nuestro siglo y, en su momento, constituyó un notable éxito cinematográfico.
Fuente: N.N.

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