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viernes, 9 de junio de 2023

Agota Kristof La analfabeta FRAGMENTO.

 




           Once breves capítulos para once momentos de la intensa vida de Agota Kristof.

Una obra autobiográfica que sintetiza en once fragmentos, los once momentos fundamentales de una existencia apasionada. Unas páginas que han sido definidas por la crítica como «un regalo para el intelecto». Un trayecto vital que describe primero a una joven que devora libros en húngaro para luego dar la palabra a una escritora reconocida en otro idioma, el francés. De la infancia feliz a la pobreza después de la guerra, los años de soledad en el internado, la muerte de Stalin, la lengua materna y las lenguas enemigas como el alemán y el ruso, la huida de Austria y la llegada a Lausanne (Suiza) con su bebé.

Una historia hecha de historias llenas de lucidez y humor. Sus palabras nunca son tristes, son implacablemente justas y precisas. Todo el mundo de Agota Kristof está aquí, en este libro caracterizado por frases breves, minimalistas, diminutas en las que se perciben en todo momento las grandes reflexiones y los poderosos pensamientos que las han provocado.

 


 

Agota Kristof

 La analfabeta

 

 

 


Título original: L’analphabète

Agota Kristof, 2004

Traducción: Juli Peradejordi

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

 

 

 

 


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 Inicios

 

 

Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa.

Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar. Vivimos en un pueblecito que no tiene ni estación, ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono.

Mi padre es el único maestro del pueblo. Enseña en todos los cursos, desde el primero hasta el sexto. En la misma aula. La escuela está separada de nuestra casa sólo por el patio, y las ventanas del colegio dan al huerto de mi madre. Cuando me encaramo a la ventana más alta del comedor veo a toda la clase con mi padre delante, de pie, escribiendo en la pizarra negra.

El aula de mi padre huele a tiza, a tinta, a papel, a calma, a silencio, a nieve incluso en verano.

La gran cocina de mi madre huele a animal muerto, a carne cocida, a leche, a mermelada, a pan, a ropa húmeda, a pipí del bebé, a agitación, a ruido, al calor del verano… incluso en invierno.

Cuando el mal tiempo no nos permite jugar fuera, cuando el bebé grita más fuerte de lo habitual, cuando mi hermano y yo hacemos demasiado ruido y demasiados destrozos en la cocina, nuestra madre nos envía a nuestro padre para que nos imponga un «castigo».

Salimos de casa. Mi hermano se detiene delante del cobertizo en el que guardamos la leña:

—Yo prefiero quedarme aquí. Voy a cortar un poco de leña pequeña.

—Sí. Mamá se pondrá contenta.

Atravieso el patio, entro en la gran sala y me detengo cerca de la puerta. Bajo los ojos. Mi padre me dice:

—Acércate.

Me acerco y le digo a la oreja:

—Castigada… mamá…

—¿Nada más?

Me pregunta «nada más» porque a veces tengo que entregarle sin decir nada una nota de mi madre, o debo pronunciar las palabras «médico» o «urgencia», o bien únicamente un número: 38 o 40. Todo esto por culpa del bebé, que se pasa el día enfermo.

Le digo a mi padre:

—No. Nada más.

Me da un libro con imágenes:

—Ve y siéntate.

Voy al fondo de la clase, donde siempre hay lugares vacíos detrás de los mayores.

Fue así como, muy joven, por casualidad y sin apenas darme cuenta, contraje la incurable enfermedad de la lectura.

Cuando vamos de visita a casa de los parientes de mi madre, que viven en una ciudad cercana, en una casa que tiene luz y agua, mi abuelo me toma de la mano y, juntos, recorremos el vecindario.

El abuelo saca un diario del bolsillo de su levita y dice a los vecinos:

—¡Mirad! ¡Escuchad!

Y a mí me dice:

—¡Lee!

Y yo leo. Normalmente, sin errores, y tan rápido como me lo pida.

Dejando de lado este orgullo de abuelo, mi enfermedad de la lectura me traerá sobre todo reproches y desprecio:

«No hace nada. Se pasa el día leyendo.»

«No sabe hacer nada más.»

«Es la tarea más pasiva de todas.»

«Perezosa.»

Y, sobre todo, «Lee en vez de…».

¿En vez de qué?

«Hay miles de cosas más útiles, ¿no?»

Incluso ahora, por la mañana, cuando la casa se vacía y todos mis vecinos se van a trabajar, tengo un poco de cargo de conciencia por instalarme en la mesa de la cocina a leer los diarios durante horas en vez de… fregar los platos del día anterior, ir de compras, lavar y planchar la ropa, hacer mermeladas o pasteles…

Y, ¡sobre todo!, en vez de escribir.

 


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 De la palabra
 a la escritura

 

 

Ya desde muy pequeña me gustaba contar historias. Historias inventadas por mí misma.

A veces viene a visitarnos mi abuela, para ayudar a mi madre. Por la noche, la abuela nos acuesta; intenta dormirnos con cuentos que ya hemos escuchado centenares de veces.

Salgo de mi cama y le digo a la abuela:

—Las historias las explico yo, no tú.

Me sienta sobre sus rodillas y me acuna:

—Cuéntame, cuéntame, pues…

Comienzo por una frase, no importa cuál, y todo se encadena. Aparecen personajes, mueren o desaparecen. Hay los buenos, los malos, los pobres y los ricos, los vencedores y los vencidos. «No se acabará nunca», balbuceo sobre las rodillas de la abuela:

—Y después… y después…

La abuela me deja en la cama plegable, baja la llama de la lámpara de petróleo y se va a la cocina.

Mis hermanos duermen y yo también. Pero la historia sigue en mi sueño, hermosa y terrorífica.

Lo que más me gusta es explicarle historias a mi hermanito Tila. Es el preferido de mamá. Tiene tres años menos que yo, así que se cree todo lo que le cuento. Por ejemplo, lo llevo hasta un rincón del jardín y le pregunto:

—¿Quieres que te cuente un secreto?

—¿Qué secreto?

—El secreto de tu nacimiento.

—No hay ningún secreto en mi nacimiento.

—Pues sí, pero sólo te lo diré si me juras que no se lo contarás a nadie.

—Te lo juro.

—Pues mira, eres un niño encontrado. No eres de nuestra familia. Te encontraron en un campo, abandonado y desnudo.

Tila dice:

—No es verdad.

—Mis padres te lo explicarán más adelante, cuando seas mayor. Si supieras qué pena nos dabas, tan delgado, tan desnudo…

Tila empieza a llorar. Lo tomo en brazos:

—No llores. Te quiero como si fueras mi propio hermano.

—¿Tanto como a Yano?

—Casi. Al fin y al cabo Yano es mi hermano de verdad.

Tila reflexiona:

—Entonces, ¿por qué tengo el mismo apellido que vosotros? ¿Por qué mamá me quiere más que a vosotros dos? Os castiga todo el rato, a ti y a Yano. A mí nunca.

Se lo explico:

—Tienes el mismo apellido porque se te adoptó oficialmente. Y si mamá es más buena contigo que con nosotros, es porque quiere demostrar que no hace ninguna diferencia entre tú y sus verdaderos hijos.

—¡Yo soy su verdadero hijo!

Tila chilla, corre hacia la casa:

—¡Mamá, mamá!

Corro detrás de él:

—Me has jurado que no dirías nada. ¡Era una broma!

Demasiado tarde. Tila llega a la cocina, se arroja a los brazos de mamá:

—Dime que soy tu hijo. Tu verdadero hijo. Tú eres mi verdadera madre.

Me castigan, desde luego, por haber explicado necedades. Me arrodillo frente a una mazorca de maíz en una esquina de la habitación. Enseguida llega Yano con otra mazorca y se arrodilla a mi lado.

Le pregunto:

—¿Por qué te han castigado?

—No lo sé. Sólo he acariciado la cabeza de Tila y le he dicho «te quiero, bastardito».

Reímos. Sé que lo ha hecho expresamente para que le castigaran, por solidaridad, y porque sin mí se aburre.

Explicaré muchas otras burradas a Tila; lo intento también con Yano, pero él no me cree porque tiene un año más que yo.

Las ganas de escribir vendrán más tarde, cuando el hilo de plata de la infancia se haya quebrado, cuando vengan los días malos y lleguen los años de los que diré: «No me gustan». Cuando, separada de mis padres y mis hermanos, ingreso en un internado de una ciudad desconocida, donde, para soportar el dolor de la separación, sólo me queda una solución: escribir.

 


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 Poemas

 

 

Cuando entro en el internado tengo catorce años. Yano, mi hermano, está interno desde hace un año, pero en otra ciudad. Tila todavía está con mi madre.

No se trata de un internado para jovencitas ricas, sino todo lo contrario. Es algo entre un cuartel y un convento, entre un orfelinato y un reformatorio.

Somos más o menos doscientas chicas de entre catorce y dieciocho años, alojadas y mantenidas gratuitamente por el Estado.

Tenemos dormitorios donde caben de diez a veinte personas, con literas cubiertas por jergones y mantas grises. Nuestros armarios, metálicos, estrechos, están en el pasillo.

A las seis de la mañana nos despierta una campana, y una vigilante medio dormida viene a controlar las habitaciones. Algunas alumnas se esconden debajo de la cama, otras bajan al jardín corriendo. Después de dar tres vueltas por el jardín, hacemos ejercicio durante diez minutos. Luego subimos corriendo y, ya dentro del edificio, nos lavamos con agua fría, nos vestimos y después bajamos al comedor. Nuestro desayuno está compuesto de café con leche y una rebanada de pan.

Distribución del correo del día anterior: cartas abiertas por la dirección. Justificación:

«Sois menores de edad. Reemplazamos a vuestros padres.»

A las siete y media partimos hacia la escuela en fila india, cantando canciones revolucionarias mientras atravesamos la ciudad. Los niños se paran para vernos pasar, silban y nos dicen piropos y palabras vulgares.

Al volver de la escuela, comemos y luego vamos a la sala de estudio, donde nos quedamos hasta la hora de cenar.

En las salas de estudio se exige un silencio total.

¿Qué hacer durante todo este tiempo? Los deberes, desde luego, pero los deberes te los quitas de encima enseguida, especialmente porque no tienen ningún tipo de interés.

También se puede leer, pero sólo tenemos libros de «lectura obligatoria» que se leen enseguida y que, en su mayoría, no tienen el más mínimo interés.

Así pues, durante estas horas de silencio forzado, empiezo a redactar una especie de diario y me invento una escritura secreta para que nadie pueda leerlo. Anoto en él mis desgracias, mi pesar, mi tristeza, todo lo que por la noche me hace llorar en silencio en la cama.

Lloro la pérdida de mis hermanos, de mis padres, de la casa de la familia, en la que ahora viven unos extranjeros.

Lloro sobre todo mi libertad perdida.

Es cierto que tenemos la posibilidad de recibir visitas los domingos por la tarde en el «salón» del internado, incluso de chicos, en presencia de una vigilante. También nos dejan pasear, incluso con chicos, los domingos por la tarde, pero sólo por la calle principal de la ciudad. También se pasea una vigilante.

Pero no me dejan ir a ver a mi hermano Yano, que está a veinte kilómetros de aquí, en la misma situación que yo, y que tampoco puede venir a verme. Nos han prohibido abandonar la ciudad, aunque, de todos modos, no tenemos dinero para el tren.

También lloro mi infancia, nuestra infancia, la de los tres, Yano, Tila y yo.

Se acabaron las carreras descalzos por el bosque sobre el suelo húmedo hasta «la roca azul»; se acabó subirse a los árboles o caer cuando se quiebra una rama podrida; se acabó Yano, que me levantaba de mi caída; se acabaron los paseos nocturnos por el tejado; se acabaron las denuncias de Tila a mi madre.

En el internado, las luces se apagan a las diez de la noche. Una vigilante controla las habitaciones.

Leo aún, si tengo algo que leer, a la luz reverberante. Luego, cuando me duermo llorando, nacen frases en la noche. Dan vueltas a mi alrededor, cuchichean, adquieren un ritmo, riman, cantan, se convierten en poemas:

«Ayer, todo era más bello,

la música en los árboles

el viento en mis cabellos

y en tus manos tendidas

el Sol.»

sábado, 11 de febrero de 2023

MAX FRISCH No soy Stiller Traducción de Margarita Fontseré FRAGMENTO PRÓLOGO Y NOTAS.

 




 

MAX FRISCH

 

 

No soy Stiller

 

 Traducción de Margarita Fontseré

 SEIX BARRAL

 

Sinopsis

 

Debido a un incidente en la aduana, James Larkin, un ciudadano norteamericano, es retenido en prisión preventiva en Suiza. Se le acusa de ser Anatol Stiller, un suizo desaparecido ocho antes y tal vez relacionado con un caso de espionaje. Para que demuestre la falsedad de la acusación, se le entrega un cuaderno en blanco para que escriba 'sencillamente la verdad'. Es decir, el señor White debería escribir su vida, pero acaba escribiendo la del ausente Stiller.

En su cuaderno, White se limita a escribir lo que sobre Stiller le cuentan sus visitas. Debido a su parecido físico con el desaparecido, todo el mundo da por supuesto que habla con el auténtico Stiller. Así, White puede reconstruir la vida de su doble: su participación en la Guerra Civil española, su matrimonio, su trabajo como escultor y hasta sus aventuras extramatrimoniales.

Pese a su pormenorizada anotación de la vida de Stiller, White en ningún momento reconoce ser el desaparecido. Escribe sobre la vida íntima de ese hombre con distancia y desapasionamiento. De hecho, rara vez toma parte por Stiller en su relato, sino que siempre parece ponerse del lado de los otros, sea su mujer, su hermano o su amigo.

 

 ¿ES POSIBLE SER SUIZO?

¿ES TAN terrible ser suizo? Leyendo a algunos autores contemporáneos de ese país se diría que no hay pesadilla más siniestra que la civilización. Ser prósperos, bien educados y libres resulta, por lo visto, de un aburrimiento mortal. El precio que se paga por gozar de semejantes privilegios es la monotonía de la existencia, un conformismo endémico, la merma de la fantasía, la extinción de la aventura y una formalización de las emociones y los sentimientos que reduce las relaciones entre los seres humanos a gestos y palabras rituales carentes de sustancia.

Tal vez sea así. Tal vez el progreso material y el desarrollo político que tantos pueblos pobres y reprimidos miran como paradigma tenga un aspecto deprimente. Ello sólo prueba, claro está, algo que podíamos saber echando una ojeada a la historia que ha corrido: todo estadio del progreso humano trae consigo nuevas formas de frustración e infelicidad para la especie, distintas de aquellas que ha dejado atrás, y, por lo tanto, nuevas razones para la inconformidad y el deseo de una vida distinta y mejor. Eso no significa que no exista algo llamado «progreso», que la «civilización» sea un fraude, sino que estas nociones nunca se traducen en formas acabadas y perfectas de existencia. Ambas son provisionales y relativas y valen sobre todo como términos de comparación. Por avanzada y admirable que sea una sociedad, el descontento habitará en ella y, si no fuera así, convendría provocarlo aunque sea artificialmente, para la salud futura de aquel pueblo. Pero el progreso existe: es preferible morirse de aburrimiento siendo suizo que perecer de hambre en Etiopía o por obra de las torturas en cualquier satrapía tercermundista.

Pero es importante, sobre todo, que los hombres que luchan para que algún día sus países alcancen los niveles de desarrollo de una Suiza, conozcan las máculas que pueden afear un logro así, a ver si de esta manera las evitan o por lo menos atenúan. Y para conocer aquel peligro nada mejor que la literatura, actividad que atestigua mejor que ninguna otra sobre el espíritu de contradicción del ser humano, su resistencia a conformarse con aquello —no importa cuán digno y elevado sea— que ha conseguido. A esa insatisfacción que acompaña como una sombra al hombre de Occidente desde los albores griegos, debe esta cultura haber llegado tan lejos; pero, también, el haber sido incapaz de hacer más felices a esos ciudadanos que, tropezones aparte, iba haciendo cada día menos pobres, más cultos y más libres.

Ésta es la problemática que anida en el corazón de No soy Stiller, y no es extraño que el libro tuviera tanto éxito en Europa y en Estados Unidos cuando apareció, en 1954. La novela de Max Frisch, aunque situada en Suiza, aludía a un asunto que concierne íntimamente a todas la sociedades liberales desarrolladas. Se puede formular de manera muy simple: ¿quién es culpable, en países así, de que la felicidad sea imposible: los individuos particulares o la sociedad en general? La pregunta no es académica. Averiguar si el desarrollo material y político que ha alcanzado el Occidente es incompatible con vidas individuales intensas y ricas, capaces de colmar las inquietudes más íntimas y el deseo de plenitud y originalidad que alienta en los seres humanos (en muchos de ellos, por lo menos), es saber si la civilización democrática no conduce también a la uniformización y a la destrucción del individuo, ni más ni menos que aquellas sociedades cerradas y organizadas bajo el rígido patrón de un ideal colectivista.

Anatol Stiller, escultor de Zurich que peleó en las brigadas internacionales en la guerra de España (donde protagonizó un humillante episodio por no atreverse a disparar cuando debía), un buen día, siguiendo un impulso difuso, huye de su mujer, de su vocación, de su país y de su nombre. Vagabundea por Estados Unidos y por México y casi siete años más tarde reaparece en Suiza, con un pasaporte norteamericano, bajo el nombre de Sam White. Allí es detenido por la policía, que sospecha su verdadera identidad y quiere establecer si tuvo participación en un hecho criminal, el «asunto Smyrnov».

La novela son los cuadernos que escribe Stiller en la cárcel, mientras se investiga su caso, y un epílogo redactado por el fiscal Rolf, cuya mujer, Sibylle, fue amante de Stiller poco antes de la misteriosa desaparición del escultor.

Durante buena parte de la historia, una incógnita impregna de tensión al relato: ¿es Stiller el señor White, como pretende la policía, o se trata de un absurdo malentendido, según afirma el arrestado? La duda está alimentada por contradicciones objetivas y, sobre todo, por la categórica convicción con la que el autor de los cuadernos niega ser Stiller. Pero luego, cuando, a través de su propio testimonio, va transpareciendo la verdad y resulta evidente que Stiller y White son la misma persona, otra incógnita toma el relevo de la primera, para mantener alerta el interés del lector. ¿Qué ocurre con el escultor? ¿Por qué huye de sí mismo y rechaza su pasado y su nombre con esa obcecada desesperación? ¿Es ésta una fuga dictada por el remordimiento, una inconsciente manera de rehuir la responsabilidad que le incumbe en el fracaso de su relación sentimental con Julika? ¿O se trata de algo más abstracto y complejo, del rechazo de una cultura, de unas maneras de ser y de vivir que fueron siempre para Stiller incompatibles con una realización plena de la existencia?

A diferencia de la primera, esta segunda incógnita no la resuelve la novela: la tarea concierne al lector. El libro se limita a suministrarle un abundante y heterogéneo material de episodios y situaciones de la vida de Stiller a fin de que, expurgándolos y cotejándolos, cada cual saque sus conclusiones. Y la densidad y sutileza de esta documentación existencial son tales que, en verdad, las conclusiones que se pueden sacar sobre Stiller son muy diversas. Desde la patológica, un simple caso de esquizofrenia, hasta la metafísica cultural, una recusación alegórica del «ser suizo», o, mejor dicho, de la imposibilidad, siéndolo, de asumir la condición humana en todas sus ricas y múltiples posibilidades.

¿Qué es lo que Stiller detesta de su mundo zuriqués? Que todo esté tan limpio y ordenado y que la vida sea para sus compatriotas una rutina previsible de la que han sido excluidos los excesos y la grandeza. A la mediocridad, piensa, sus compatriotas la han disfrazado con el virtuoso nombre de «templanza», y, como han renunciado a la «audacia», han ido perdiendo espiritualidad y muriéndose, vaciándose de fuerza vital: «La atmósfera suiza está necesitada de vida, necesitada de espíritu en el sentido de que el hombre pierde espiritualidad al no aspirar a la perfección.» Ni siquiera la libertad de que se jactan los suizos le parece real, pues el conformismo ha erradicado de sus vidas «el peligro de la duda» y esa actitud es para el escultor prototípica de la falta de libertad.

En esta atmósfera de «suficiencia opresiva», todo lo que implica un riesgo o una ruptura con las formas establecidas de existencia tiende a ser reprimido y evitado, y por ello esa mediocridad disimulada bajo la bonanza material se infiltra también en las relaciones humanas, empobreciéndolas y frustrándolas, como muestran las dos historias de amor —si se las puede llamar así— que figuran en la novela: la de Julika y Stiller y la de Rolf y Sibylle.

Pese a los desplantes y arrebatos anticonformistas del escultor, sus conflictos conyugales con Julika, la bella bailarina de ballet víctima de la tuberculosis, a quien hace sufrir y maltrata antes de abandonar —para luego recuperar a medias a su retorno a Suiza—, son típicamente burgueses (y un tanto tediosos). Nunca queda muy claro qué reprocha Stiller a la delicada y paciente Julika. ¿Su delicadeza y paciencia, tal vez? ¿Su resignación a lo que es y a lo que tiene? ¿No «amar lo imposible», según la fórmula de Goethe que él quisiera convertir en norma de conducta? O tal vez sea el temor de verse arrastrado por ella a la vida convencional, a la aurea mediocritas de sus conciudadanos, lo que repele a Stiller en esa mujer a la que, por otra parte, no hay duda de que ama. Cuando, a su regreso a su país y a su identidad, Stiller trata de reconstituir aquel amor frustrado es ya tarde y una muerte vulgar —de folletín— pone fin al intento.

La historia sentimental del fiscal Rolf y su mujer Sibylle, contada al sesgo de la aventura de Stiller, es acaso lo más logrado del libro y la que mejor ilustra aquella enajenación del amor por obra de la civilización moderna que es la gran acusación de No soy Stiller.

Jóvenes, cultos, desprejuiciados, los esposos han decidido que su matrimonio será una relación abierta y sin servidumbres, en la que ambos conservarán su independencia y libertad. La bella teoría —como suele ocurrir— no llega a funcionar en la práctica. Cuando Sibylle tiene un amante (Stiller), Rolf sufre una profunda impresión. Tal vez descubre entonces, por primera vez, que ama y necesita a su mujer. Y la aventura de ésta con el escultor da la impresión de una instintiva estrategia de Sibylle para provocar el amor de Rolf, o, en otras palabras, para animarlo, encenderlo, cargarlo de sustancia y salvarlo de la rutina. Las condiciones están dadas para que esta pareja, que en el fondo se ama, se ame también en las formas y resulte de ello una relación intensa y recíprocamente enriquecedora. Pero ello es imposible, porque ninguno es capaz de apartarse de las buenas maneras, contenidas y frías, que constituyen en ambos algo así como una segunda naturaleza. Formales hasta en la informalidad que han querido introducir en su matrimonio, Rolf y Sibylle acaban separándose. Más tarde se reconcilian y, en cierto modo, llegan a ser felices, pero de esa manera pasiva y resignada —formal— que a Stiller causa espanto.

Ocurre que en el escultor hay un sustrato romántico —amar lo imposible— que lo condena a la desdicha. Lamartine, comentando Los miserables de Víctor Hugo, escribió que lo peor que le podía ocurrir a un pueblo era contraer la «pasión de lo imposible». También para los individuos es ésta una enfermedad muy arriesgada. Pero de ella, agreguemos, no sólo han resultado muchos sufrimientos para los hombres; también, las más extraordinarias hazañas del espíritu humano, las obras maestras del arte y el pensamiento, los grandes descubrimientos científicos y —lo más importante— la noción y la práctica de la libertad. «Amar lo imposible» forma parte de la naturaleza del hombre, ser trágico a quien han sido dados el deseo y la imaginación, que lo inducirán siempre a querer romper los límites y alcanzar aquello que no es y que no tiene.

Es esto, probablemente, más que las imperfecciones de su país, lo que lleva a Anatol Stiller a huir, en busca de aquello que intuye como una garantía de plenitud: la aventura y el exotismo. En sus años de exilio voluntario parece haber llevado una existencia errante y primordial, en Estados Unidos y en México, de la que sus diarios nos dejan entrever algunas briznas. Son evocaciones impregnadas de cierta melancolía y que, a menudo, alcanzan un alto nivel artístico, como la hermosa descripción de los jardines de Xochimilco, o la del mercado de Amecameca y la del día de los muertos en Janitzio, y una amenidad muy pintoresca, como el relato de la súbita aparición de un volcán en la hacienda tabacalera de Paricutín donde Stiller —su fantasma, más bien— trabajaba como bracero.

¿Encontró el escultor prófugo de la castradora civilización urbana occidental la intensidad de vida que buscaba, viviendo de manera primitiva en los bosques de Oregón o compartiendo la miseria y la explotación de los campesinos mexicanos? Su testimonio es vago, pero la ironía y el sarcasmo que a veces brotan en esos recuerdos parecerían indicar que la respuesta es negativa. Aunque no lo diga, se tiene la impresión de que al retorno de su peregrinaje, Stiller ha comprendido esta dura verdad: que la vida real no estará nunca a la altura de los sueños de los individuos, y que, por lo tanto, la insatisfacción que lo llevó a desaparecer está condenada a no ser jamás satisfecha.

Salvo, sin duda, en el plano de lo imaginario, en el de la ficción. Allí sí los hombres pueden saciar —y de manera inocua— su vocación por el exceso, el apetito por existencias fuera de lo común, o por el drama y el apocalipsis. Es algo que por lo visto aprende Stiller en la prisión preventiva donde lo encierran las autoridades mientras averiguan su identidad. Al buenazo de Knobel, su guardián, lo entretiene y aterra refiriéndole supuestos crímenes que habría cometido y diversas anécdotas, llenas de gracia y de color, que se adivinan falaces o profundamente distorsionadas. Son páginas que el lector agradece por el humor y la picardía que hay en ellas, pues hacen el efecto de un refrescante bálsamo en un libro, en su conjunto, de movimientos lentos y saturado de sombrío pesimismo.

Por lo demás, la mera existencia de una novela como No soy Stiller contradice la tesis que ella propone. La atroz civilización del país donde la historia sucede no debe ser tan destructora del espíritu crítico ni tan generalizado el conformismo que ella segrega, cuando en su seno surgen contradictores tan severos como Max Frisch y protestas tan aceradas como esta novela.

No hay que perder, pues, las esperanzas: con un poco de suerte, el limbo suizo llegará, tal vez, algún día, a ser el infierno tan deseado por gentes como Anatol Stiller.

 

Barranco, 12 de febrero de 1988

 

 

 

A mí respetado amigo Peter Suhrkamp

en testimonio de gratitud.

 

 

 

«Ves, si resulta tan difícil a cada uno escoger su propio yo es precisamente porque en ese acto la soledad absoluta se hace idéntica a la más profunda continuidad, puesto que el acto de escoger ese yo propio excluye definitivamente toda posibilidad de devenir otro y aún más: de imaginarse otro.»

«Mientras la pasión por la libertad despierta en él (y despierta en el acto de escoger porque está implicada en ese acto mismo), escoge su propio yo y lucha por poseerlo como lucharía por su salvación; y es que su salvación está en ello.»

 

KIERKEGAARD


FUENTE:

Título Original: Stiller.

Traductor: Fontseré, Margarita

Autor: Frisch, Max

©1954, SEIX BARRAL

ISBN: 9788422624059

Generado con: QualityEbook v0.87

Max Frisch

No soy Stiller

 

Con prólogo de Mario Vargas Llosa

y semblanza biográfica de Pilar Ylla

 

 

 

Título del original alemán: Stiller.

Traducción: Margarita Fontseré.

Año de edición: 1954

Editorial: SEIX BARRAL

ISBN 84-226-2405-2

Mario Vargas Llosa

 

lunes, 8 de junio de 2015

Jacques Chessex. Novela:EL VAMPIRO DE ROPRAZ.


Jacques Chessex.
Nació en Suiza en 1934. Estudió en Friburgo y en Lausana, donde impartió clases de francés. Fue fundador de dos revistas literarias. De origen francófono, es tan conocido en Francia como en Suiza.
Es autor de poemas, cuentos, ensayos y novelas. En cualquier caso, su expresión es brillante, concisa, clara y llena de sensualidad, con temas recurrentes como la soledad, el desamparo, la muerte y el erotismo. Ha obtenido premios importantes como el Goncourt en 1973 por su novela `El Ogro`, y es Caballero de la Legión de Honor.

Murió en 2009.

***
EL VAMPIRO DE ROPRAZ
En 1903, en Ropraz, en el Haut-Jorat valdense, la hija del juez de paz muere a los veinte años de una meningitis. Una mañana encuentran levantada la tapa del ataúd, profanado el cuerpo de la virginal Rosa y sus miembros parcialmente devorados. Horror. Resurgen las supersti­ciones, la obsesión por el vampirismo, cada quien espía a los demás en lo más crudo del invierno. Más tarde se co­meten otras dos violaciones en Carrouge y en Ferlens. Después de eso hay que encontrar un culpable. Lo será el tal Favez, un mozo de labranza. Condenado, encarce­lado, sometido a estudio psiquiátrico, en 1915 se pierde su rastro. A partir de un hecho real, Jacques Chessex es­cribe el estremecedor relato de la fascinación asesina. ¿Quién mejor que él para narrar la «mugre primitiva», la soledad, los fantasmas de los notables, la mala concien­cia de una época? «Un pequeño gran libro» (Jérôme Garcin, Le Nouvel Ob­servateur), «Una gran danza salvaje, animada por la san­gre, el sexo y la brutalidad en estado puro» (Jacques Sterchi, La Liberté), «Chessex sorprende una vez más con este terrible retrato de una región, una época y un hom­bre con un extraño destino» (Alexandre Fillon, Livres Hebdo).
Fuente:N.N.

(Fragmento de novela).
Capítulo I
Ropraz, en el Haut-Jorat valdense, 1903. Es una región de lobos y de abandono a principios del siglo XX, mal comunicada por transporte público, a dos horas de Lausanne, encaramada en lo alto de una cuesta sobre la carretera de Berna, rodeada de bosques de abetos opacos. Viviendas a menudo diseminadas en desiertos circundados de árboles sombríos, pueblos estrechos de casas bajas. Las ideas no circulan, la tradición pesa, se desconoce la higiene moderna. Avaricia, crueldad, superstición, no estamos lejos de la frontera de Friburgo, donde abunda la brujería. Mucha gente se ahorca, en las granjas del Haut-Jorat. En el granero. En las vigas de la buhardilla. Guardan un arma cargada en la cuadra o la bodega. So pretexto de caza legal o furtiva, atesoran pólvora, perdigones, gruesas trampas con dientes de hierro, cuchillas afiladas en la piedra de amolar. El miedo que ronda. Por la noche se rezan las oraciones de conjuro o de exorcismo. Son protestantes acérrimos pero se santiguan cuando vislumbran monstruos perfilados por la bruma. Con la nieve, el lobo vuelve. No hace tanto tiempo que mataron al último, en 1881, su despojo disecado cría polvo a doce kilómetros, en una vitrina del museo del Vieux-Moudon. Y el oso horrible llegado del Jura. Destripó becerras no hace aún cuarenta años en las gargantas de la Mérine. Los viejos se acuerdan, no se ríen en Ropraz ni en Ussières. En la época de Voltaire, que residió en el castillo de abajo, en la aldea de  Ussières, los bandoleros aguardaban a los alemanes en la carretera principal, la de Berna, y más tarde los soldados que volvían de las guerras de la Grande Armée despojaban a las gentes honradas. Hay que andar con tiento a la hora de contratar a un vagabundo para la cosecha o la patata. Es el extranjero, el fisgón, el ladrón. Con un aro en la oreja, socarrón, la chaira calzada en la bota.
Aquí no hay grandes comercios, fábricas, manufacturas, sólo hay lo que se arranca a la tierra, que es como decir nada. Esto no es vivir. Somos incluso tan pobres que vendemos las vacas por su carne a los carniceros de las grandes ciudades y nos contentamos con cerdo, y lo comemos tanto en todas sus formas, ahumado, atocinado, en picadillo, salado, que acabamos pareciéndonos a ellos, la cara rosa, la cabeza colorada, lejos del mundo, en bosques y cañadas negras.
En esos campos perdidos, una muchacha es una estrella que imanta las locuras. Incesto y divagaciones, en la sombra de la soltería, de la parte carnal para siempre codiciada y prohibida.
La miseria sexual, como la llamarán más tarde, se suma a los extravíos del miedo y la imaginación del mal. Solitario, se vigila la noche, retozos de amor de algunos pudientes y de su cómplice estertorosa, frotaciones del diablo, culpabilidad retorcida en cuatro siglos de calvinismo impuesto. Descifrar sin descanso la amenaza llegada del fondo de uno mismo y del exterior, del bosque, del techo que cruje, del viento que llora; del más allá, de arriba, de abajo: la amenaza llegada de otra parte. Uno se atrinchera en el cráneo, en el sueño, en el corazón, en los sentidos, se encierra en su granja bajo siete cerrojos, con el fusil aprestado y el alma aterrada y hambrienta. El invierno atiza estas violencias bajo la larga nieve amiga de los locos, los cielos rojos y pardos entre el alba y la noche desheredada, el frío y la melancolía que tensan y corroen los nervios. Ah, me olvidaba de la belleza estremecedora de estos pagos.
Y de la luna llena. Y las noches de plenilunio, las oraciones y los rituales, las lonchas de tocino con que se frotan las verrugas y las llagas, las pociones negras contra el embarazo, los ritos con muñecas de madera mal desbastada y acribillada de agujas, martirizada, y la suerte echada por farsantes, las plegarias para la mancha de los ojos. Todavía hoy, en los graneros y los colgadizos, se encuentran grimorios y recetas de decocción de sangre menstrual, de vómito, de baba de sapo y de víbora triturada. Cuando la luna ilumina demasiado, guárdate de mescolanzas. Cuando la luna despunta temprano, guarda la serpiente en el saco. Gana la locura. Y el miedo. ¿Quién se ha deslizado por el sobradillo? ¿Quién ha caminado por el tejado? ¡Vela por tu pólvora y tu horquilla, antes del secreto de los abismos!

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