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lunes, 6 de julio de 2015

PREMIO HAMMETT DE NOVELA 1988. PACO IGNACIO TAIBO II. Novela: La vida misma.


PREMIO HAMMETT DE NOVELA 1988.  PACO IGNACIO TAIBO II. Novela: La vida misma.

Aunque nacido en Gijón, creció en México a partir de los 10 años: su padre, Paco Ignacio Taibo I, de gran tradición socialista, se exilió en ese país latinoamericano en 1959 después de huir de la dictadura franquista. Allí nacieron sus hermanos menores, el poeta Benito Taibo y el cineasta Carlos Taibo Mahojo.

Paco Taibo II comenzó a practicar la actividad política en sus tiempos de estudiante, y sería ella la que motivaría su renuncia, en julio de 2012, a la dirección la de Semana Negra de Gijón para integrarse en el equipo de López Obrador.

El detective Héctor Belascoarán Shayne es el protagonista de sus novelas policiacas. Su pasión por este género lo llevó a fundar en 1986 la Asociación Internacional de Escritores Policíacos (AIEP) junto con el también mexicano Rafael Ramírez Heredia, los cubanos Rodolfo Pérez Valero y Alberto Molina, el uruguayo Daniel Chavarría, el ruso Iulián Semiónov y el checo Jiri Prochazka.

En 1988 creó el festival multicultural Semana Negra de Gijón, por el que han pasado miles de escritores de novelas policíacas, históricas, de fantasía y ciencia ficción. Como su nombre indica, se lleva a cabo en la ciudad natal del escritor.

Taibo II ha desarrollado muchas otras actividades, además de la de escritor. Ha enseñado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ha sido director de las series México, historia de un pueblo y Crónica general de México (1931-1986), del suplemento cultural de la revista Siempre! (1987-1988) y de las revistas Crimen y Castigo y Bronca.

Su obra literaria, distinguida con numerosos premios, no se limita al género policiaco, también ha escrito novelas históricas, cuentos, cómics, reportajes, ensayos y crónicas. Ha publicado una cincuentena de títulos y algunos de sus textos han sido traducidos a diversos idiomas.

Está casado desde 1971 con la activista cultural y fotógrafa Paloma Sáiz Tejero, con quien tiene una hija.

Durante el I Consejo Nacional del Movimiento Regeneración Nacional, celebrado en el Deportivo Plan Sexenal de la Ciudad de México, fue elegido secretario de Arte y Cultura del Comité Ejecutivo Nacional de MORENA para el periodo 2012-2015.

***
José Daniel Fierro, cincuentón escritor de novelas policiacas, se encuentra de repente transmutado en el Jefe Fierro de la policía municipal de Santa Ana, una población norteña con ayuntamiento de izquierda cercado por la ofensiva priista. ¿ Va a poder resolver el asesinato de una fotógrafa gringa con la misma facilidad con la que escribe un libro? ¿Cómo se metió en esa locura?, piensa mientras trata de quitarse de encima a judiciales y pistoleros de los caciques.
En una población en la que no queda una sola barda sin pintar, y cuya estación de radio independiente insiste en programar una y otra vez el `Venceremos`, José Daniel Fierro se encuentra cara a cara con las preguntas que se han estado haciendo estos últimos 20 años muchos mexicanos.

***
Fuente: Editorial Planeta.

(Fragmento de novela).

CAPÍTULO I
Lloviendo en el D.F.



«Si en esta ciudad no lloviera, hacía mucho que la habría abandonado», pensaba José Daniel Fierro pensando en que pensaba; porque había ideas que eran trabajo, reutilizables pensamientos que formaban frases y luego se iban por el camino de las teclas. La sensación era suya, pero podría ser del viejo villista que trabajaba en una tlapalería hacia la mi-tad del capítulo tres de la novela que estaba escribiendo. «Si no lloviera» . . . escribía en la cabeza mirando las gotas de agua estrellándose en el doble vidrio ante su mesa blanca e imaginando sin oír el splash, los pequeños plop. Había que ponerle a la frase un poco del sonido del viento que empujaba la lluvia contra la ventana y que se hacía imagen literaria sacudiendo el laurel solitario del camellón, hacién-dolo bailar. «Si no hubiera laurel», también se habría ido, él, no el viejo del capítulo tres. Cada vez escribía más de irse y, sin embargo, se quedaba. Encendió un Mapleton con la colilla del otro. Ana, sentada a sus espaldas en un sillón blanco, levantó la vista del libro que estaba leyendo y estiró la mano para robarle un cigarrillo.
—¿Sabes cuánto nos cuesta fumar?
José Daniel se atusó el bigotazo negro mirando la lluvia.
—Cuarenta y dos mil pesos al mes, ¿cómo lo ves? El en-fisema pulmonar es la enfermedad más cara de adquirir del mundo —dijo Ana sin esperar respuesta.
—Alguna vez oí de -una sífilis que le costó a un tipo 200 mil pesos.
—Nada. Menor el asunto —dijo Ana—. ¿Un café?
—Un coñac doble.
—Pensándolo bien, el alcoholismo es más caro todavía —dijo ella caminando hacia la cocina. A la mitad del cami-no el timbre de la puerta la hizo cambiar de rumbo.
José Daniel Fierro se tocó el codo, la lluvia le traía un dolor artrítico.
Los principios de capítulo deberían ser contundentes, sólo un escritor de segunda empezaría un capítulo con «Si en es-ta ciudad no lloviera . . .» Trató de que la conversación en la puerta no le rompiera el hilo. Casi lo tenía. Tecleó qui-tándole la infecta blancura a la hoja de papel: "Un buen detective sólo vive en ciudades en las que llueve así".
—Daniel, tienes visita —dijo Ana casi soplándole las pa-labras en la pelusa de la nuca,
José Daniel se volteó y contempló a los tres recién llega-dos: un joven despeinado con chamarra y botas, lentes muy gruesos; un barbudo de unos 40 años con mirada fiera; un hombre de unos 35, muy moreno y de ojos verdes, al que había visto muchas veces en fotografías.
—Pasen, siéntense —les dijo a los tres personajes que tra-taban de que las botas no enlodaran la alfombra blanca. Se acercaron extendiendo las manos. El escritor giró su si-lla para enfrentarla a los recién llegados, cediéndoles los dos sillones; Ana se mantuvo vigilante cerca de la puerta en su actitud de anfitriona-propietaria.
—Somos de la comisión —dijo el joven de los lentes.
—Está lloviendo a mares —dijo José Daniel por decir algo.
—Le hablaron, ¿verdad? —preguntó el hombre de los ojos verdes.
—Tú eres Benjamín Correa —afirmó el escritor, el jo-ven asintió.
—Macario, el dirigente de la sección 23 y Fritz, el direc-tor de nuestra estación de radio —contestó señalando con el dedo a sus dos compañeros.
—No, nadie me habló, pero no hay bronca —dijo el es-critor—, ¿Para qué soy bueno? ¿Lo de la semana de la cultura en Santa Ana? Ya les dije que sí, que iría, y firmé el manifiesto. ¿Salió hoy, no?
—Queremos que nos firme otro papelito —dijo el diri-gente de los mineros.
—¿Un cheque?
Los tres personajes se rieron.
—No, compañero Fierro, está peor —dijo Fritz Glockner.
José Daniel sonrió.
—Queremos que sea el jefe de policía de Santa Ana —di-jo el presidente municipal rojo. Los tres personajes rieron.
José Daniel Fierro emitió una risita de hurón, dudosa.
—¿Quieren que escriba una novela policiaca sobre San-ta Ana?
—No. Queremos que sea el jefe de policía de Santa Ana.
—Bueno, qué cosa —exclamó Ana.
—¿En serio? —preguntó el escritor,
—Claro —dijo Benjamín Correa, encendiendo un Deli-cado sin filtro. Macario, el minero, asintió con una sonrisa ladina.
José Daniel Fierro los observó fijamente tratando de no cruzar su mirada con la de su mujer.
—Esperen un minuto, déjenme ponerlo claro. ¿Quieren que yo vaya a Santa Ana y me haga cargo de la policía?; ¿será la municipal, no?
Los tres personajes asintieron.
—A mí me parece muy importante lo que están hacien-do. En medio de tanta mierda la experiencia de ustedes es fundamental. Hasta ahí. Que quede claro. Firmo manifies-tos, voy a manifestaciones, escribo sobre ustedes donde pue-do si tengo algo que decir, apoyo económicamente, voy a Santa Ana y participo de una semana de la cultura; son co-sas que sé hacer, que puedo hacer. Hasta ahí de nuevo . . . Pero ser jefe de policía es una locura. Tengo 50 años . . .
—Cincuenta y dos —dijo Ana desde su esquina.
—Cincuenta y uno y cumplo en un mes . . . —le contestó rápido José Daniel—. No he disparado una pistola en mi vida.
—¿A poco? —preguntó Macario, al que no le cabía en la cabeza que todavía quedara alguien en México que no hubiera disparado una fusca.
—Pero en Muerte al atardecer se cuenta todo sobre una 45, el impacto, el retroceso, la precisión, la limpieza . . . —dijo Fritz Glockner sonriendo.
—Lo saqué de un manual de armas italiano —contestó el escritor disculpándose—. Pero además, ¿qué importa? No tengo ninguna experiencia policiaca real. Sólo ficción, sólo literatura.
—En La cabeza de Pancho Villa cuenta la historia del fraude del banco, así supimos como lo andaban haciendo en Santa Ana.
—Bueno, es que así pasa. ¡Chingaos! ¿Tengo que con-tarles la diferencia entre escribir y vivir?
—No hay diferencia —dijo el alcalde rojo—. Nomás es cuestión de kilómetros. ¿Quién sabe de policía en México? Nadie. Nomás usted, escritor. ¿Quién lleva 11 novelas? Por cierto, me falta una, la de los, braceros . . .
—La raya —dijo José Daniel—. Tengo ejemplares por ahí . . .
—A lo mejor lo que pasa es que no se lo estamos propo-niendo bien —dijo Fritz—. A ver así: en año y medio han asesinado a dos jefes de policía municipal en Santa Ana. Los judiciales del estado nos traen jodidos, necesitamos una buena policía municipal, alguien a quien no puedan matar sin que se arme un pedote nacional, hasta internacional; por ejemplo, un escritor que acaba de ganar el Gran Premio de Literatura Policiaca en Grenoble, o al que entrevista el New York Times. Un escritor que aunque es de izquierda sale en el programa de Rocha cuando publica un libro. Uno que no puedan matar, y que además tenga coco, ideas, mente de investigador, uno que le sirva al pueblo y que además saque de onda a los priístas y al gobierno del estado, alguien que ponga su nombre en Santa Ana.
—Entiendo eso, pero tiene que tomar algo en cuenta. Yo soy un culero. Tengo miedo. Este país cada vez me da más miedo. Si sigo hablando y escribiendo es porque me da más miedo callarme.
—Por valientes no paramos, eso es cosa nuestra —dijo el presidente municipal—. Tenemos como diez que se me-ten a la jaula de los leones, esposados, y le dan patadas en los huevos a las fieras . . . Queremos a uno como usted. No-más imagínese: «José Daniel Fierro, jefe de policía de San-ta Ana».
—No, si me lo imagino. —Me divorcio, ¡eh! —dijo Ana. —¿Quién fue el de la idea? —preguntó el escritor. —Nosotros andábamos buscando por ahí, y lo comen-tamos con algunos, y Carlos Monsiváis fue el que nos dio la idea.
—Maldita sea, vaya broma más cabrona. —Piénselo, maestro. No sólo nos hace un servicio en Santa Ana, sino la cantidad de novelas policiacas que salen de ahí. Tenemos unos crímenes de lo más lucidores —dijo Fritz,
—Nos traen jodidos —dijo el presidente municipal, y ahí José Daniel se dio cuenta cómo había llegado hasta el pues-to. Ponía tal intensidad en las palabras, que tomaba el hí-gado del oyente y no lo soltaba—. Nos cercan, cortan pre-supuestos, los caciques hostigan, no entregan los dineros del municipio, nos provocan, nos rodean con una de las cam-pañas de publicidad más negras que se ha hecho en la his-toria de México. Tenemos elecciones en ocho meses: si las ganamos nos van a meter el ejército, si las perdemos nos van a desmontar toda la organización popular que se ha creado. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir. Necesitamos un jefe de policía . . . ¿Qué pues?
-¿Llueve mucho en Santa Ana?
-Todos los días —contestó Macario.
-Nunca —dijo Fritz Gíockner.
-Usted dirá —contestó el presidente municipal.
-Me divorcio —dijo Ana—. Te juro que me divorcio.



jueves, 2 de julio de 2015

Premio Hammett de novela 2000. Jorge Franco.


Premio Hammett de novela  2000.
Jorge Franco.
Medellín (Colombia), 1962
Hizo estudios de dirección y realización de cine en The London International Film School, en el Reino Unido. Fue miembro del Taller Literario de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, que dirigió Manuel Mejía Vallejo, y del Taller de Escritores de la Universidad Central, y realizó estudios de Literatura en la Universidad Javeriana. Con su libro de cuentos Maldito amor ganó el Concurso Nacional de Narrativa `Pedro Gómez Valderrama`, y con la novela Mala noche obtuvo el primer premio en el XIV Concurso Nacional de Novela `Ciudad de Pereira` y fue finalista del Premio Nacional de Novela de Colcultura. Rosario Tijeras es su última novela, ampliamente editada en Hispanoamérica y traducida a varios idiomas. Destaca también Paraíso Travel (2002)..

***

El éxito de `Rosario Tijeras` 
CARTAGENA DE INDIAS.- En Medellín tiene una lápida con foto. La última morada de Rosario Tijeras, el personaje creado por el escritor Jorge Franco, es visitada en la ciudad donde murió Gardel, que fue base de operaciones de uno de los más sangrientos carteles del narcotráfico en los años 80.

`Rosario Tijeras`, la novela que dio fama internacional a su autor, vendió en siete años más de 150.000 ejemplares sólo en Colombia. Es, además, canción en la música del cantautor Juanes, y film, de la mano del mexicano Emilio Maillé.

Con serenidad, Franco cuenta a LA NACION que, salvo los protagonistas y la historia de amor, todos los hechos son reales. `Los sicarios hervían las balas en agua bendita antes de matar y en el Museo de San Pedro, en Medellín, hay un mausoleo con unos narcos sepultados y 24 horas de música. Estos eran ritos del narcotráfico`, dice el escritor.

La novela de Franco es reclamada por `los muchachos como lectura en las escuelas. Es maravilloso que, en medio de tantas distracciones, a los jóvenes les interese leer una novela`, dice.

`No sé cuál es la clave del éxito de esta novela. El personaje es de carne y hueso. Y el lector lo siente, como yo sufrí escribiéndola`, cuenta Franco, nacido en Medellín. Novelas como la suya, o `La Virgen de los Sicarios`, de Fernando Vallejo, reciben en Colombia un nombre curioso que ya acuña una tendencia cultural: narcorrealismo o sicaresca, por la mezcla de elementos del sicariato y la picaresca española.

`Los artistas de mi generación tenemos mucho para contar sobre el narcotráfico, porque todos nuestros problemas sociales y políticos como país están ligados a este asunto. Tenemos que contar lo que vemos, lo que oímos y lo que sabemos mientras esto nos afecte de manera tan fuerte. El otro tema en la literatura joven es la violencia urbana y la violencia política actual ligadas al mismo asunto`, dice el narrador. `Los políticos nos han decepcionado profundamente. Mi generación ha ido de la esperanza a la frustración. Por eso hay que apoyar toda iniciativa por la paz`. Franco lo dice una vez más con esperanza, en relación con la erradicación de cultivos de coca y la desmilitarización de Colombia que ocupa hoy al gobierno de Alvaro Uribe.

Para conocer a `Rosario Tijeras` hay que dejarla hablar: `¿Te has fijado que muerte rima con suerte? Es más difícil amar que matar`.

Fuente: N.N.

(Fragmento. Novela. Rosario Tijeras).

Rosario Tijeras

Jorge Franco

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Oración al Santo Juez
Si ojos tienen que no me vean,
si manos tienen que no me agarren,
si pies tienen que no me alcancen,
no permitas que me sorprendan por la espalda,
no permitas que mi muerte sea violenta,
no permitas que mi sangre se derrame,
Tú que todo lo conoces,
sabes de mis pecados,
pero también sabes de mi fe,
no me desampares,
Amén.

UNO

Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte.
 Pero salió de dudas cuando despegó los labios y vio la pistola.
 —Sentí un corrientazo por todo el cuerpo. Yo pensé que era el beso... –me dijo desfallecida camino al hospital.
 —No hablés más, Rosario –Le dije, y ella apretándome la mano me pidió que no la dejara morir.
 —No me quiero morir, no quiero.
 Aunque yo la animaba con esperanzas, mi expresión no la engañaba. Aún moribunda se veía hermosa, fatalmente divina se desangraba cuando la entraron a cirugía. La velocidad de la camilla, el vaivén de la puerta y la orden estricta de una enfermera me separaron de ella.
 —Avísale a mi mamá –alcancé a oír.
 Como si yo supiera dónde vivía su madre. Nadie lo sabía, ni siquiera Emilio, que la conoció tanto y tuvo la suerte de tenerla.
 Lo llamé para contarle. Se quedó tan mudo que tuve que repetirle lo que yo mismo no creía, pero de tanto decírselo para sacarlo de su silencio, aterricé y entendí que Rosario se moría.
 —Se nos está yendo, viejo.
 Lo dije como si Rosario fuera de los dos, o acaso alguna vez lo fue, así hubiera sido en un desliz o en el permanente deseo de mis pensamientos.
 —Rosario.
 No me canso de repetir su nombre mientras amanece, mientras espero a que llegue Emilio, que seguramente no vendrá, mientras espero que alguien salga del quirófano y diga algo. Amanece más lento que nunca, veo apagarse una a una las luces del barrio alto de donde una vez bajó Rosario.
 —Mirá bien donde estoy apuntando. Allá arriba sobre la hilera de luces amarillas, un poquito más arriba quedaba mi casa. Allá debe estar doña Rubi rezando por mí.
 Yo no vi nada, sólo su dedo estirado hacia la parte más alta de la montaña, adornado con un anillo que nunca imaginó que tendría, y su brazo mestizo y su olor a Rosario. Sus hombros descubiertos como casi siempre, sus camisetas diminutas y sus senos tan erguidos como el dedo que señalaba. Ahora se está muriendo después de tanto esquivar la muerte.
 —A mí nadie me mata –dijo un día—. Soy mala hierba.
 Si nadie sale es porque todavía estará viva. Ya he preguntado varias veces pero no me dan razón, no la registramos, no hubo tiempo.
 —La muchacha, la del balazo.
 —Aquí casi todos vienen con un balazo— me dijo la informante.
 La creíamos a prueba de balas, inmortal a pesar de que siempre vivió rodeada de muertos. Me atacó la certeza de que algún día a todos nos tocaba, pero me consolé con lo que decía Emilio: ella tiene un chaleco antibalas debajo de la piel.
 —¿Y debajo de la ropa?
 —Tiene carne firme –respondió Emilio al mal chiste—. Y contentate con mirar.
 Rosario nos gustó a todos, pero Emilio fue el único que tuvo el valor, porque hay que admitir que no fue sólo cuestión de suerte. Se necesitaba coraje para meterse con Rosario, y así yo lo hubiera sacado, de nada hubiera servido porque llegué tarde.
 Emilio fue el que la tuvo de verdad, el que se la disputó con su anterior dueño, el que arriesgó la vida y el único que le ofreció meterla entre los nuestros. «Lo mato a él y después te mato a vos», recordé que la había amenazado Ferney. Lo recuerdo porque se lo pregunté a Rosario:
 —¿Qué fue lo que te dijo , Farley?
 —Ferney.
 —Eso, Ferney.
 —Que primero mataba a Emilio y después me mataba a mí – me aclaró Rosario.
 Volví a llamar a Emilio. No le pregunté por qué no venía a acompañarme, sus razones tendría. Me dijo que él también seguía despierto y que seguramente más tarde pasaría.
 —No te llamé para eso, sino para que me dieras el teléfono de la mamá de Rosario.
 —¿Supiste algo? –preguntó Emilio.
 —Nada. Siguen ahí adentro.
 —Pero qué, ¿qué dicen?
 —Nada, no dicen nada.
 —¿Y ella te dijo que le avisaran a la mamá? –preguntó Emilio.
 —Eso dijo antes que se la llevaran.
 —Qué raro –dijo Emilio—. Hasta donde yo supe, ya no se hablaba con su mamá.
 —No hay nada de raro, Emilio, ahora sí como que es en serio.
 Rosario siempre ha luchado por olvidar todo lo que ha dejado atrás, pero su pasado es como una casa rodante que la ha acompañado hasta el quirófano, y que se abre espacio a su lado entre monitores y tanques de oxígeno, donde la tienen esperando a que resucite.
 —¿Cómo dijo que se llamaba?
 —Se llama –le corregí a la enfermera.
 —Entonces, ¿cómo se llama?
 —Rosario –mi voz dijo su nombre con alivio.
 —¿Apellido?
 Rosario Tijeras, tendría que haber dicho, porque así era como la conocía. Pero Tijeras no era su nombre, sino más bien su historia. Le cambiaron el apellido, contra su voluntad y causándole un gran disgusto, pero lo que ella nunca entendió fue el gran favor que le hicieron los de su barrio, porque en un país de hijos de puta, a ella le cambiaron el peso de un único apellido, el de su madre, por un remoquete. Después se acostumbró y hasta le acabó gustando su nueva identidad.
 —Con el solo nombre asusto –me dijo el día en que la conocí—.
 Eso me gusta.
 Y se notaba que le gustaba, porque pronunciaba su nombre vocalizando cada sílaba, y remataba con una sonrisa, como si sus dientes blancos fueran su segundo apellido.
 —Tijeras –le dije a la enfermera.
 —¿Tijeras?
 —Sí, Tijeras –le repetí imitando el movimiento con dos dedos—.
 Como las que cortan.
 —Rosario Tijeras –anotó ella después de una risita tonta.
 Nos acostumbramos tanto a su nombre que nunca pudimos pensar que se llamara de otra manera. En la oscuridad de los pasillos siento la angustiosa soledad de Rosario en este mundo, sin una identidad que la respalde, tan distinta a nosotros que podemos escarbar nuestro pasado hasta en el último rincón del mundo, con apellidos que producen muecas de aceptación y hasta perdón por nuestros crímenes. A Rosario la vida no le dejó pasar ni una, por eso se defendió tanto, creando a su alrededor un cerco de bala y tijera, de sexo y castigo, de placer y dolor. Su cuerpo nos engañaba, creíamos que se podían encontrar en él las delicias de lo placentero, a eso invitaba su figura canela, daban ganas de probarla, de sentir la ternura de su piel limpia, siempre daban ganas de meterse dentro de Rosario. Emilio nunca nos contó cómo era. Él tenía la autoridad para decirlo porque la tuvo muchas veces, mucho tiempo, muchas noches en que yo los oía gemir desde el otro cuarto, gritar durante horas interminables sus prolongados orgasmos, yo desde el cuarto vecino, atizando el recuerdo de mi única noche con ella, la noche tonta en que caí en su trampa, una sola noche con Rosario muriéndose de amor.
 —¿A qué horas la trajeron? –me preguntó la enfermera, planilla en mano.
 —No sé.
 —¿Cómo qué horas serían?
 —Como las cuatro –dije—. ¿Y qué horas serán ya?
 La enfermera volteó a mirar un reloj de pared que estaba detrás.
 —«Las cuatro y media» —anotó la enfermera.
 El silencio de los pisos es violentado a cada rato por un grito.
 Pongo mucha atención por si alguno viene de Rosario. Ningún grito se repite, son los últimos alaridos de los que no verán la nueva mañana. Ninguna voz es la de ella; me lleno de esperanza pensando que Rosario ya ha salido de muchas como ésta, de las historias que a mí no me tocaron. Ella era la que me las contaba, como se cuenta una película de acción que a uno le gusta, con la diferencia de que ella era la protagonista, en carne viva, de sus historias sangrientas. Pero hay mucho trecho entre una historia contada y una vivida, y en la que a mí me tocaba, Rosario perdía. No era lo mismo oírla contar de los litros de sangre que le sacó a otros, que verla en el piso secándose por dentro.
 —No soy la que pensás que soy –me dijo un día, al comienzo.
 —¿Quién sos, entonces?
 —La historia es larga, parcero –me dijo con los ojos vidriosos—, pero la vas a saber.
 A pesar de haber hablado de todo y tanto, creo que la supe a medias; ya hubiera querido conocerla toda. Pero lo que me contó, lo que vi y lo que pude averiguar fue suficiente para entender que la vida no es lo que nos hacen creer, pero que valdría la pena vivirla si nos garantizaran que en algún momento nos vamos a cruzar con mujeres como Rosario Tijeras.
 —¿De dónde salió lo de «Tijeras»? –le pregunté una noche, aguardiente en mano.
 —De un tipo que capé – me contestó mirando la copa que después vació en la boca.
 Quedé sin ganas de preguntarle más, al menos esa vez, porque después, a cada instante, me atacaba la curiosidad y la bombardeaba con preguntas; unas me las contestaba y otras me decía que las dejáramos para después. Pero todas me las contestó, todas a su tiempo, incluso a veces me llamaba a mi casa a medianoche y me respondía alguna que había quedado en el tintero. Todas me las contestó excepto una, a pesar de repetírsela muchas veces.
 —¿Alguna vez te has enamorado, Rosario?
 Se quedaba pensando, mirando lejos, y por respuesta sólo me daba una sonrisa, la más bella de todas, que me dejaba mudo, incapacitado para cualquier otra pregunta.
 —Vos sí que preguntás güevonadas –también contestaba a veces.
 Adonde la metieron entran y salen médicos y enfermeras presurosos, empujando camillas con otros moribundos o conversando entre sí en voz baja y con cara de circunstancia.
 Entraban limpios y salían con los uniformes salpicados.
 Imagino cuál de todas será la sangre de Rosario, tendría que ser distinta a la de los demás una sangre que corría a mil por hora, una sangre tan caliente y tan llena de veneno. Rosario estaba hecha de otra cosa, Dios no tuvo nada que ver en su creación.
 —Dios y yo tenemos malas relaciones –dijo un día hablando de Dios.
 —¿No creés en Él?
 —No –dijo—. No creo mucho en los hombres.
 Una particularidad de Rosario era que reía poco. No pasaba de sonreír, rara vez le escuchamos una carcajada o cualquier tipo de ruido con el que expresara una emoción. Se quedaba impávida ante un chiste o la situación más grotesca, no la movían ni las cosquillas tiernas con las que Emilio le buscaba la risa, ni los besos en el ombligo, ni las uñas correteando bajo los sobacos, ni la lengua recorriendo su piel hasta la planta del pie.
 Como mucho ofrecía una sonrisa, de esas que alumbran en la oscuridad.
 —Por Dios, Rosario, ¿cuántos dientes tenés?
 Otra cosa que nunca supimos fue su edad. Cuando la conocimos, cuando la conoció Emilio tenía dieciocho, yo la vi por primera vez a los pocos meses, dos o tres, y me dijo que tenía veinte; después le oímos decir que veintidós, que veinticinco, después otra vez que dieciocho, y así se la pasaba, cambiando de edad como de ropa, como de amantes.
 —¿Cuántos años tenés, Rosario?
 —¿Cuántos me ponés?
 —Como unos veinte.
 —Eso tengo.
 La verdad era que sí aparentaba todos los años que mentía.
 A veces parecía una niña, mucho menor de los que solía decir, apenas una adolescente. Otras veces se veía muy mujer, mucho mayor que sus veintitantos, con más experiencia que todos nosotros. Más fatal y más mujer se veía Rosario haciendo el amor.
 Una vez la vi vieja, decrépita, por los días del trago y el bazuco, pegada de los huesos, seca, cansada como si cargara con todos los años del mundo, encogida. A Emilio también lo metió en ese paseo. El pobre casi se pierde. Se metió tanto como ella y hasta que no tocaron fondo no pudieron salir. Por esos días ella había matado a otro, esta vez no a tijeretazos sino a bala, andaba armada y medio loca, paranoica, perseguida por la culpa, y Emilio se refugió con ella en la casita de la montaña, sin más provisiones que alcohol y droga.
 —¿Qué les pasó, Emilio? –fue lo primero que pude preguntar.
 —Matamos a un tipo –dijo él.
 —Matamos es mucha gente –dijo ella con la boca seca y la lengua pesada—. Yo lo maté.
 —Da lo mismo –volvió a decir Emilio—. Lo que haga uno es cosa de los dos. Rosario y yo matamos a un tipo.
 —¿A quién, por Dios? –pregunté indignado.
 —No sé –dijo Emilio.
 —Yo tampoco –dijo Rosario.
 También nos quedamos sin saber a cuántos mató. Supimos que antes de conocerla tenía a varios en su lista, que mientras estuvo con nosotros había «acostado», como ella decía, a uno que otro, pero desde que la dejamos hace tres años hasta esta noche cuando la recogí agonizante, no sé si en uno de sus besos apasionados habrá «acostado» a alguien más.
 —¿Usted vio al tipo que le disparó?
 —Estaba muy oscuro.
 —¿Lo cogieron? –volvió a preguntarme la enfermera.
 —No –le contesté—. Apenas terminó de besarla salió corriendo.
 Cada vez que Rosario mataba a alguno se engordaba. Se encerraba a comer llena de miedo, no salía en semanas, pedía dulces, postres, se comía todo lo que se le atravesara. A veces la veían salir, pero al rato llegaba llena de paquetes con comida, no hablaba con nadie, pero todos, al ver que aumentaba de peso, deducían que Rosario se había metido en líos.
 —Estas rayas son estrías –nos las mostró en el abdomen y en las piernas—. Es que yo he sido gorda muchas veces.
 A eso de los tres o cuatro meses del crimen, dejaba de comer y comenzaba a adelgazar. Guardaba las sudaderas donde escondía sus kilos y volvía a sus bluyines apretados, a sus ombligueras, a sus hombros destapados. Volvía a ser tan hermosa como uno siempre la recuerda.
 Esta noche cuando me la encontré estaba delgada; eso me hizo pensar en una Rosario tranquila, recuperada, alejada de sus antiguas turbulencias, pero al verla desmadejada salí de mi engaño de segundos.
 —Desde niña he sido muy envalentonada –decía orgullosa—.
 Las profesoras me tenían pavor. Una vez le rayé la cara a una.
 —¿Y qué te pasó?
 —Me echaron del colegio. También me dijeron que me iban a meter a la cárcel, a una cárcel para niñas.
 —¿Y todo ese alboroto por un rayón?
 —Por un rayón con tijeras –me aclaró.
 Las tijeras eran el instrumento con el que convivía a diario:
 su mamá era modista. Por eso acostumbró a ver dos o tres pares permanentemente en su casa, además, veía que su madre no sólo las utilizaba para la tela, sino también para cortar el pollo, la carne, el pelo, las uñas y, con mucha frecuencia, para amenazar a su marido. Sus padres, como casi todos los de la comuna, bajaron del campo buscando lo que todos buscan, y al no encontrar nada se instalaron en la parte alta de la ciudad para dedicarse al rebusque. Su mamá se colocó de empleada de servicio, interna, con salidas los domingos para estar con sus hijos y hacer visita conyugal. Era adicta a las telenovelas, y de tanto verlas en la casa donde trabajaba se hizo echar. Pero tuvo más suerte, se consiguió un trabajo de por días que le permitía ir a dormir a su casa y ver las telenovelas acostada en la cama.
 De Esmeralda, Topacio y Simplemente María aprendió que se podía salir de pobre metiéndose a clases de costura; lo difícil entonces era encontrar cupo los fines de semana, porque todas las empleadas de la ciudad andaban con el mismo sueño. Pero la costura no la sacó de la pobreza, ni a ella ni a ninguna, y las únicas que se enriquecieron fueron las dueñas de las academias de corte y confección.
 —El hombre que vive con mi mamá no es mi papá –nos aclaró Rosario.
 —¿Y dónde anda el tuyo? –le preguntamos Emilio y yo.
 —Ni puta idea –enfatizó Rosario.
 Emilio me había advertido que no le hablara de su padre; sin embargo, ella misma fue la que puso el tema ese día. Los traguitos la ponían nostálgica, y creo que se conmovió al oírnos hablar de nuestros viejos.
 —Debe ser rarísimo tener papá –así comenzó.
 Después fue soltando pedazos de su historia. Contó que el suyo las había abandonado cuando ella nació.
 —Al menos eso dice doña Rubi –dijo—. Claro que yo no le creo nada.
 Doña Rubi era su madre. Pero a la que no se le podía creer nada era a la misma Rosario. Tenía la capacidad de convencer sin tener que recurrir a muchas patrañas, pero si surgía alguna duda sobre su «verdad», apelaba al llanto para sellar su mentira con la compasión de las lágrimas.
 —Estoy metido con una mujer de la cual no sé nada –me dijo Emilio—, absolutamente nada. No sé dónde vive ni quién es su mamá, si tiene hermanos o no, nada de su papá, nada de lo que hace, no sé ni cuántos años tiene, porque a vos te dijo otra cosa.
 —Entonces, ¿qué estás haciendo con ella?
 —Más bien preguntale a ella qué está haciendo conmigo.
 Cualquiera podía enloquecerse con Rosario, y si yo no caí fue porque ella no me lo permitió, pero Emilio... Al principio lo envidié, me dio rabia su buena suerte, se conseguía a las mejores, las más bonitas; a mí, en cambio, me tocaban las amigas de las novias de Emilio, menos buenas, menos bonitas, porque casi siempre una mujer hermosa anda al lado de una fea. Pero como yo sabía que a él no le duraban mucho las aventuras, esperaba tranquilo con mi fea hasta que él cambiara para cambiar yo también, y esperar a ver si esa vez me tocaba algo mejor. Pero con Rosario fue distinto. A ella no la quiso cambiar, y yo tampoco quise quedarme con ninguna amiga de ella: a mí también me gustó Rosario. Pero tengo que admitirlo:
 yo tuve más miedo que Emilio, porque con ella no se trataba de gusto, de amor o de suerte, con ella la cosa era de coraje. Había que tener muchas güevas para meterse con Rosario Tijeras.
 —Esa mujer no le come cuento a nada –le decíamos a Emilio.
 —Eso es lo que me gusta de ella.
 —Ha estado con gente muy dura, vos sabés –insistíamos.
 —Ahora está conmigo. Eso es lo que importa.
 Estuvo metida con los que ahora están en la cárcel, con los duros de los duros, los que persiguieron mucho tiempo, por los que ofrecieron recompensas, los que se entregaron y después se volaron, y con muchos que ahora andan «cargando tierra con el pecho». Ellos la bajaron de su comuna, le mostraron las bellezas que hace la plata, cómo viven los ricos, cómo se consigue lo que uno quiere, sin excepción, porque todo se puede conseguir, si uno quiere. La trajeron hasta donde nosotros, nos la acercaron, nos la mostraron como diciendo miren culicagados que nosotros también tenemos mujeres buenas y más arrechas que las de ustedes, y ella ni corta ni perezosa se dejó mostrar, sabía quiénes éramos, la gente bien, los buenos del paseo, y le gustó el cuento y se lo echó a Emilio, que se lo comió todo, sin masticar.
 —Esa mujer me tiene loco –repetía Emilio, entre preocupado y feliz.
 —Esa mujer es un balazo –le decía yo, entre preocupado y envidioso.
 Los dos estábamos en los cierto. Rosario es de esas mujeres que son veneno y antídoto a la vez. Al que quiere curar cura, y al que quiere matar mata.

lunes, 29 de junio de 2015

Premio Hammett de novela 2001 y XXXII Premio de Novela Ateneo de Sevilla.


Premio Hammett de novela 2001.

Andreu Martín, guionista de cómic y cine, está considerado como uno de los maestros de la novela negra española. Aficionado a la literatura de aventuras y al tebeo, durante el bachillerato empezó a escribir guiones de cómics, actividad que será su principal fuente de ingresos durante más de diez años. También siente interés por el teatro. En 1965, comienza a estudiar Psicología en Barcelona y se licencia en 1971. No ejerce la profesión, pero su obra demuestra en la construcción de los personajes y los argumentos el profundo conocimiento que el autor tiene del mundo de la locura y la obsesión.

Ha ganado varios premios de importancia: en 1979 ganó el premio Círculo del Crimen, con la novela `Prótesis`, en 1989 consiguió el Premio Nacional de Literatura Juvenil, ha ganado tres veces el Premio Hammet, concedido cada año durante la Semana Negra de Gijón por la Asociación Internacional de Escritores Policíacos a la mejor novela negra publicada originalmente en castellano en el año, y en 1992 ganó el Deutsche Krimi Preis, que es el premio a la mejor novela policíaca publicada en el año en Alemania. También ha obtenido el Premio Ateneo de Sevilla en 2000 con la novela `Bellísimas personas`, el premio «La sonrisa vertical» en 2001 con `Un diablo en el juego de rol`, el II Premio Alandar de Narrativa Juvenil de la editorial Edelvives, y en 2004 ganó —junto a Jaume Ribera— el Premio Brigada 21 a la mejor novela del año escrita en catalán, con `Amb els morts no s’hi juga`. En el año 2011 se le concedió el premio Carvalho en el marco de BCNegra y también el Sant Joan Unnim por la novela `Cabaret Pompeia`, ambientada en la Barcelona de la primera mitad del siglo XX.

***

Mientras escribo esto, miro a Roger, que está dormido en la cuna y me pregunto qué sentiré cuando sea él quien me diga `A las seis y media estaré aquí` y pasen las siete, y las siete y media, y las ocho, y las ocho y media, y las nueve y media, y mi Roger, la madre que lo parió, que no llega. No puedo saberlo porque no lo he vivido, pero puedo imaginármelo.

Bellísimas personas es la historia de una escritura. La historia de Nuria Masclau. La historia de un libro de Nuria Masclau

-Este libro me tiene muy perturbada. ¿Sabes qué quiero decir? Taquicardia, malestar, angustia. No me imaginaba que escribir pudiera llegar a afectarme tanto.

En 1991, cuando Ramón Estévez, el mentiroso de Cornellá acaba de cumplir su condena, Nuria decide escribir una novela, una true crime.

Fuente:  Rosi43

***
En Barcelona, a finales de 1978, a punto de ser abolida por fin la pena de muerte en España, secuestran al niño Daniel Cortés. Casi veinte años después, cuando Ramón Estévez, alias el “Mentiroso de Cornellá” acusado del secuestro –y que ya disfruta del régimen abierto–, acaba de cumplir su condena, una joven periodista decide investigar el suceso. Pero pronto aquella investigación aparentemente inofensiva se convertirá en un vertiginoso descenso a los infiernos, en busca de las verdaderas razones del criminal y de las más profundas raíces del crimen.
"Bellísimas personas" no es sólo un excelente "thriller" y un inquietante relato de intriga. Andreu Martín se adentra en la psicología del mal y de la violencia, y en las siempre difíciles relaciones entre los sentimientos, la ética y la justicia, para sorprendernos con una novela tan apasionante como aterradora, que obtuvo por unanimidad el XXXII Premio Ateneo de Sevilla.
Andreu Martín nació en Barcelona en 1949. Licenciado en Psicología por la Universidad de Barcelona, su labor creativa abarca la novela, el cómic, el teatro, la televisión y el cine.
Máximo representante de la novela policíaca en España, con Manuel Vázquez Montalbán, es también de los autores más populares entre el público juvenil: su serie del detective Flanagan, escrita con Jaume Ribera, se halla entre las novelas juveniles más vendidas.
En su amplia producción literaria –casi cuarenta obras en catalán o castellano– destacan "Aprende y calla" 1979, "Prótesis" 1980, en que se basó la película "Fanny Pelopaja", "Momento de difuntos" 1985, "El día menos pensado" 1986, "Barcelona connection" 1988, "Cuidados intensivos" 1990, "A martillazos, El rey de la navaja" 1992, "Jugar a matar" 1995, "Fantasmas cotidianos" 1996 o "Mentiras de verdad" 2000.
Merecedora de numerosos galardones nacionales e internacionales. Premio Nacional de Narrativa Infantil y Juvenil de 1989 con "No pidas sardinas fuera de temporada", en colaboración con Jaume Rivera|, su obra ha sido adaptada al cine por directores como Vicente Aranda o Imanol Uribe, y traducida al francés, italiano, portugués, alemán y holandés.
"Bellísimas personas" obtuvo el XXXII Premio de Novela Ateneo de Sevilla.
V Premio Ateneo Joven de Sevilla
Oscar Esquivias .

jueves, 25 de junio de 2015

Premio Hammett de novela 2002. José Carlos Somoza. Novela: Clara y la penumbra.


José Carlos Somoza nació en La Habana en 1959, pero desde 1960 vive en España. Es autor de las novelas Silencio de Blanca (premio La Sonrisa Vertical, 1996), La ventana pintada (premio Café Gijón, 1998), Cartas de un asesino insignificante (Debate, 1999), Dafne desvanecida (finalista premio Nadal, 2000), La caverna de las ideas (premio Gold Dagger 2002 a la mejor novela de suspense en Inglaterra), traducida a más de veinte idiomas y con una extraordinaria acogida en la crítica internacional, Clara y la penumbra (premio Fernando Lara 2001 y premio Hammett a la mejor novela policíaca 2002, elegida por la revista Lire entre los diez mejores libros publicados en Francia en 2003), La dama número trece (Areté, 2003) y La caja de marfil (Areté, 2004). Ha escrito también varios relatos, un guión de radio y varias piezas teatrales.

***
En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra `Desfloración`, en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter `duro y arriesgado`, el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.
Dr. Enrico Pugliatti.

(Fragmento. Novela. Clara y la penumbra).


La adolescente está desnuda sobre un podio. El vientre liso y la elipse oscura del ombligo quedan a la altura de nuestra mirada. Mantiene el rostro ladeado, los ojos bajos, una mano frente al pubis, la otra en la cadera, las rodillas juntas y algo flexionadas. Está pintada de siena natural y ocre. Sombras en siena tostado realzan los pechos y perfilan las ingles y la rajita. No deberíamos decir «rajita» porque hablamos de una obra de arte, pero al verla no se nos ocurre otra cosa. Es una hendidura nimia y vertical, sin rastro de vello. Damos la vuelta al podio y contemplamos la figura de espaldas. Las atezadas nalgas reflejan grumos de luz. Si nos alejamos, su anatomía nos parece más inocente. Pequeñas flores blancas le tapizan el pelo. Hay más flores a sus pies —un charco de leche—. Incluso a esta distancia seguimos percibiendo el olor tan peculiar que desprende, como a bosque perfumado de lluvia. Junto al cordón de seguridad, un atril con el título en tres idiomas: Desfloración.
Dos notas musicales de altavoz quiebran el trance del público: el museo está cerrando. Lo dice una señorita en alemán, después en inglés y francés. Por lo general, todo el mundo la entiende, o al menos capta el mensaje implícito. La profesora del selecto colegio vienés reúne a sus ovejitas uniformadas y las cuenta para que no falte ninguna. Ha llevado a los niños a ver la exposición, aunque es de desnudos. No importa, son obras de arte. A los japoneses lo que les importa es que no les hayan dejado hacer fotos, por eso no sonríen cuando salen. Se consuelan a la entrada, donde venden catálogos al precio de cincuenta euros con fotografías a todo color. Un bonito recuerdo que llevarse de Viena.
Diez minutos después —la sala vacía de público— ocurre algo inesperado. Llegan varios hombres con tarjetas prendidas de las solapas de sus trajes. Uno de ellos se dirige al podio de la adolescente y dice en voz alta:
—Annek.
No sucede nada.
—Annek —repite.
Un parpadeo, el giro del cuello, la boca se abre, el cuerpo se estremece, los pechos en cierne se proyectan con la respiración.
—¿Puedes bajar sola?
Asiente, pero vacila un poco. El hombre le tiende la mano.
Por fin, la adolescente desciende del podio arrastrando con el pie una polvareda de pétalos.


Annek Hollech abrió la llave del primer frasco conectado a la ducha de metal cromado y el agua se hizo verde. Después abrió la segunda y se restregó con agua roja. Luego se dejó inundar por agua azul y violeta. Los líquidos de los frascos limpiaban uno solo de los cuatro productos adheridos a su piel: pinturas, aceites, fijadores del pelo, aromas artificiales. Los frascos estaban numerados y teñían el agua de un color distinto para que pudiera identificarlos. La pintura y los fijadores fueron los primeros en desprenderse entre un estrépito de gotas. Lo que más se resistía siempre era el aroma a tierra húmeda. El cubículo se llenó de vaho y su cuerpo se perdió tras una cortina de arco iris líquido. Había otros veinte cubículos en la sala, cada uno ocupado por una silueta difuminada. Se oía el zumbido de las duchas.
Diez minutos después, envuelta en toallas y niebla, caminó descalza hasta el vestuario, se secó, se peinó, se untó una crema hidratante y otra protectora por todo el cuerpo, empleando una esponja de mango largo para la espalda, y resguardó su rostro sin cejas bajo dos capas de productos cosméticos. Luego abrió su taquilla y descolgó la ropa. Era nueva, recién comprada en tiendas de Judengasse, Kohlmarkt, la Haas Haus y la lujosa calle Kärntner. Le gustaba comprar ropa y complementos en las ciudades donde se exhibía. También había adquirido, durante las siete semanas que llevaba en Viena, porcelana y cristalería de Ausgarten y dulces de Demel para su madre, así como pequeños adornos para su amiga Emma van Snell, que era obra de arte como ella pero se exponía en Amsterdam.
Aquel miércoles 21 de junio de 2006, Annek había ido al museo con blusa rosada, chaleco militar y pantalón holgado con multibolsillos. Sacó todas esas prendas de la taquilla y se las puso. No usaba ropa interior porque no es aconsejable si uno debe exhibirse completamente desnudo (deja marcas). Se calzó unos zapatos de peluche con la forma de dos pequeños osos, se abrochó el reloj de brazalete negro sin esfera y cogió el bolso.
En el asiento contiguo al suyo en la sala de etiquetado estaba Sally, la obra del podio número ocho. Vestía una blusa malva sin mangas y vaqueros. Se saludaron y Sally comentó:
—Hoffmann opina que estoy perdiendo el púrpura como un Van Gogh perdería los amarillos. Quiere probar con un color más intenso, pero en Conservación creen que eso podría estropearme la piel. ¿Qué te parece? La misma contradicción de siempre: unos quieren crearte y otros conservarte.
—Es verdad —dijo Annek.
Un empleado se acercó con dos cajas de etiquetas. Sally abrió la suya y cogió una de las etiquetas.
—Estoy soñando con la cama —dijo—. No creo que me duerma pronto, pero me quedaré acostada mirando al techo y disfrutando de la posición horizontal. ¿Y tú?
—Tengo que llamar antes a mi madre. La llamo cada semana.
—¿Dónde está ahora? Viaja mucho, ¿no?
—Sí. En Borneo, fotografiando monos. —Annek se colocó una de las etiquetas en el cuello y cerró el broche—. De vez en cuando me envía la foto de una pareja de monos por correo electrónico.
—¿En serio?
—En serio. No sé si trata de decirme que me case.
Sally soltó una risa contenida a través de su perfecta dentadura blanca.
—Al menos, ella te envía algo. Mi neoyorquino papá ni siquiera me escanea la foto de un par de perritos calientes. Nunca le gustó que su hija se convirtiera en un cuadro valioso.
Un silencio. Annek se abrochó la última etiqueta en el tobillo. Su cuello, muñeca y tobillo derechos mostraban tres cartulinas rectangulares de ocho por cuatro centímetros y color amarillo intenso atadas por cordones negros. Sally también había terminado de abrocharse las suyas. Por el espejo observaron cómo se marchaban las primeras obras: Laura, Cathy, David, Estefanía, Celia. Un desfile de figuras atléticas y etiquetadas.
—He perdido la regla otra vez —dijo Annek en tono indiferente—. Se me va y se me viene desde Hamburgo.
Sally la miró un instante.
—No tiene importancia, nos pasa a todas. Lena dice que su menstruación parece un paraguas: la tiene y la pierde, y luego vuelve a tenerla y la vuelve a perder. Es una consecuencia más de ser cuadro, ya lo sabes.
—Sí, ya lo sé. —Annek seguía mirando hacia el espejo—. Además, me siento mejor cuando no la tengo —concluyó.
—Oye, ¿tenías pensado hacer algo el próximo lunes?
Le intrigó la pregunta. Nunca planeaba nada para el día en que cerraba el museo, salvo aquellas frenéticas orgías de compras con su inacabable tarjeta de crédito. Todo lo demás, los solitarios paseos por el Hofburg, Schönbrunn, Belvedere (en realidad, no tan solitarios porque la acompañaban los agentes), o las visitas al museo de Arte Histórico o a la catedral de San Esteban, incluso los ballets y espectáculos del festival vienés de junio, todo la aburría y empalagaba hasta la náusea. Se preguntaba qué podía hacer una obra de arte como ella en aquella ciudad, donde todo era arte. Estaba deseando proseguir la gira fuera de Europa. Para el año siguiente, 2007, la Fundación les había prometido que viajarían por América y Australia. Quizás allí encontrara verdaderas diversiones.
—Nada —contestó—. ¿Por qué?
—Laura, Lena y yo habíamos pensado ir al Prater a pasar todo el día. ¿Te apuntarías?
—Bueno.
Y de repente sintió cómo la invadía una cálida oleada de gratitud hacia Sally. Con catorce años de edad, Annek Hollech era el cuadro más joven de la exposición (Sally, por ejemplo, tenía diez años más que ella). Cuando llegaba el día de descanso, el resto de las obras se marchaba por su cuenta. Nadie se preocupaba por ella. Para cualquier chica que no fuera Annek —habituada a la soledad y al silencio de museos, galerías y casas particulares—, aquella situación se hubiera hecho insoportable. De modo que el gesto de Sally la había emocionado. Pero hubiera sido muy difícil percibirlo, porque su rostro sólo expresaba las emociones que un pintor le hacía expresar.
—Gracias —dijo simplemente, depositando en ella una mirada azul verdosa.
—No me lo agradezcas —contestó Sally—. Lo hago porque me apetece estar contigo.
Y aquella frase tan amable volvió a emocionarla.


Bajaban en el ascensor. Dos Anneks de cabello lacio y rubio, espigadas, con sendas etiquetas amarillas atadas al cuello, se reflejaban en los cristales oscuros de las gafas de Díaz. Óscar Díaz era el agente de turno que la custodiaba de regreso al hotel. Siempre la obsequiaba con una sonrisa amable y una frase banal de cortesía. Aquel miércoles, sin embargo, se hallaba inusualmente lacónico. A ella le hubiera gustado iniciar la conversación, porque se sentía muy relajada después de hablar con Sally, pero recordó que no era conveniente que las obras de arte charlaran con el personal de custodia y decidió olvidarse del mutismo de Díaz. Tenía otras cosas en que pensar.
Llevaba dos años siendo Desfloración, una de las obras maestras de Bruno van Tysch, e ignoraba cuánto tiempo le quedaba antes de que el pintor decidiera sustituirla. ¿Un mes? ¿Cuatro? ¿Doce? ¿Veinte? Todo dependía de lo rápido que madurara su cuerpo. Por las noches, desnuda en las espaciosas camas de los hoteles donde dormía, se dedicaba a pasar el dedo por el borde de las etiquetas atadas a su cuello o muñeca, o llevaba la mano hasta la firma tatuada en su tobillo izquierdo (BvT en azul índigo), y pedía en silencio al remoto Dios del Arte y de la Vida que su anatomía se mantuviera en calma, que no se removiera en secreto, por favor, que no granaran sus pechos, que sus piernas no se elevaran como el barro en el torno, que las manos que pintaban sus caderas no recorrieran, cada día, un trayecto más amplio, más curvilíneo.
No quería dejar de ser Desfloración.
Le había costado seis años de esfuerzos llegar a convertirse en una obra maestra. Todo se lo debía a su madre, que había descubierto sus posibilidades como lienzo y la había llevado a la Fundación con sólo ocho años de edad. Su padre se hubiera negado, por supuesto, pero no pudo evitarlo porque ya no vivía con ellas: el matrimonio llevaba roto casi cinco años y Annek apenas lo había conocido. Sabía que era un hombre brutal, alcohólico y desequilibrado, un pintor anticuado de lienzos de tela que insistía en querer vivir de su oficio y se resistía a admitir que los lienzos no humanos ya habían pasado de moda. Desde que la madre de Annek obtuviera su custodia, pero sobre todo desde que Annek comenzara a estudiaren Amsterdam para convertirse en lienzo profesional, aquel hombre irascible y desconocido no había cesado de molestarlas salvo durante sus frecuentes ingresos en hospitales y cárceles. En el año 2001, cuando Annek se exhibía en el museo Stedelijk de Amsterdam como Intimidad, la primera obra que Van Tysch había pintado con ella, su padre se plantó de improviso en la sala. Annek reconoció las facciones desencajadas y terribles y los ojos enrojecidos que la contemplaban a diez pasos de distancia, junto al cordón de seguridad, y supo lo que iba a pasar un instante antes de que sucediera. «¡Es mi hija! —gritaba aquel hombre, fuera de sí—. ¡Se exhibe desnuda en un museo y sólo tiene nueve años de edad!» Se precisó la intervención de un equipo completo de agentes de Seguridad. Hubo un escándalo y un juicio muy breve, y su padre terminó en la cárcel de nuevo. Annek no quería recordar aquel desagradable episodio.
Aparte de Intimidad, el Maestro había pintado otros dos cuadros con ella: Confesiones y Desfloración. Esta última, de 2004, estaba considerada una de las más grandes obras de Bruno van Tysch; parte de la crítica especializada se atrevía a calificarla, incluso, como una de las más importantes de la pintura de todos los tiempos. Annek había pasado a la historia del arte con letras de oro y su madre estaba muy orgullosa de ella. Solía decirle: «Esto no es nada. Tienes toda la vida por delante, Annek». Pero ella odiaba tener «toda la vida por delante», no quería crecer, le angustiaba la posibilidad de abandonar Desfloración, de ser sustituida por otra adolescente.
La menstruación había irrumpido como una mancha roja sobre un lienzo puro, o como una señal de peligro. «Cuidado, Annek, estás madurando, Annek, pronto serás demasiado mayor para la obra», le advertía aquella señal. ¡Vaya si se alegraba de perderla, al menos por una temporada! Le rezaba al Dios del Arte (el de la Vida la odiaba), pero el Dios del Arte era el Maestro, que no iba a hacer nada salvo decirle, algún día: «Debemos sustituirte para que el cuadro perdure».
Intentó apartar la angustia de su mente. En vano: allí seguía.
El aparcamiento estaba oscuro y embrujado de ecos de motores. Un inmigrante turco llamado Ismail lo vigilaba aquella noche. Saludó a Díaz con la mano. Al sonreír, su bigote negro se alzó por las puntas. Díaz le devolvió el saludo mientras abría la puerta trasera de la furgoneta. Ismail vio el cuerpo de Annek inclinándose al entrar en el vehículo y la tiniebla ocre del interior tachando gradualmente su figura: la espalda, el contorno de sus caderas, el trasero, la longitud de sus piernas, un zapato de peluche, el otro. La puerta se cerró, la furgoneta arrancó, maniobró para salir, se alejó. El hotel Vienna Marriott se encontraba en la Ringstrasse, a pocas manzanas del complejo artístico del Museumsquartier, y el trayecto era breve y seguro, de modo que Ismail carecía de motivos para sospechar que pudiera suceder algo malo o incluso algo distinto de lo habitual.
No imaginaba que era la última vez que veía a Annek Hollech con vida.

lunes, 22 de junio de 2015

Premio Hammett de novela 2003. Novela: El pecado o algo parecido.


Premio Hammett de novela 2003. Novela: El pecado o algo parecido.

Francisco González Ledesma (Barcelona, 17 de marzo de 1927), escritor y periodista español especializado en género policiaco. Junto a Manuel Vázquez Montalbán y el pequeño grupo, reunido en torno a la Semana Negra de Gijón, es considerado como uno de los principales impulsores de la novela negra de corte social en España.
Novelista precoz, se inició escribiendo guiones de cómics para la editorial Bruguera y novelas del Oeste que entrega a un ritmo de una a la semana, bajo el pseudónimo Silver Kane, lo que le proporciona oficio y recursos literarios, además de permitirle costearse la carrera de Derecho. Obtuvo en 1948, con solo 21 años, el Premio Internacional de Novela instituido por el editor José Janés por su novela Sombras viejas y en cuyo jurado se encontraba Somerset Maugham y Walter Starkie. Sin embargo, la censura franquista prohibió su publicación, tildando a su autor de `rojo` y `pornógrafo`, lo que le sumió en el silencio como novelista y le llevó a dedicarse primero a la abogacía y después al periodismo, en el Correo Catalán y, durante 25 años, en La Vanguardia, donde llegó a ser redactor jefe. Ambas profesiones le proporcionaron un buen conocimiento de la sociedad, de las calles de Barcelona, de los políticos y del mundo de las finanzas, que utilizaría en sus futuras novelas. En su tiempo libre, escribió Los napoleones (que también fue prohibida), Las calles de nuestros padres y Expediente Barcelona (finalista del Premio Ciutat de València, en 1983), que solo pudieron ser publicadas con la transición política a la democracia. En 1984 recibió el Premio Planeta por Crónica sentimental en rojo lo que le supuso notable popularidad y muchos ánimos para seguir escribiendo.
Su novela Expediente Barcelona fue traducida y publicada por la prestigiosa editorial francesa Gallimard, lo cual le proporcionó un prestigio y éxito editorial en Francia muy superior del que goza en España, hasta el punto de que sus nuevas novelas aparecen publicadas antes en el país vecino. El protagonista de sus novelas, el comisario Ricardo Méndez, mezcla de escepticismo y pundonor, sigue los cánones del relato criminal. Méndez aparece por vez primera precisamente en Expediente Barcelona e inagura una serie novelística que, junto a la propia ciudad de Barcelona, constituye el nexo central de sus novelas.

Fuente: N.N.

***
Un nuevo caso del detective Méndez. Una señora contempla como unos hombres vestidos de cura cargan el cadáver de un hombre que estaba en el banco de la plaza. Éste no es un caso cualquiera para Méndez, que deberá ocultar la muerte y la desaparición del cadáver de Paco Rivera, finado en un prostíbulo que frecuentan personajes muy poderosos.

(Fragmento de novela).

Francisco González Ledesma
El pecado o algo parecido
Comisario Méndez 6
Título original: El pecado o algo parecido
Francisco González Ledesma, 2002

 
  1. UNA CUESTIÓN DE SOTANAS

Habrase visto, milady —dijo la señora Robles, que a sus setenta y cinco años estaba aprendiendo inglés—, habráse visto, my teacher, usted, que lleva tan poco tiempo en Madrid, lo que pensará de esta ciudad chingona. Ahora mismo, aquí, al otro lado de la plaza, ¿no ve usted? ¿No diría que aquel caballero tan respetable, aquel gentleman, of course, está muerto? ¿No le parece su postura un poco extraña para uno que está tomando el suri?
  —Speak english, only english —susurró con paciencia la jovencísima profesora de jubilados (estudiante a la vez en la Complutense) mientras pensaba que todos sus alumnos jubilados machos no querían aprender inglés, sino tocarle paternalmente el culo—. Only english, if you want learn quickly. ¿Quién quiere decir usted?
  —Aquél de enfrente, justo enfrente, my baby, ¿no ve usted? See you just in front, please. Para mí que aquel caballero está jodido, está dead. No se mueve: he is very quiet, demasiado quiet. Y lleva así casi cinco minutos, me he fijado bien. El sombrero le tapa la cara, pero tiene la cabeza demasiado hundida, the head is underground, o como se diga, lady my teacher, ya sabe usted, ya sabe you. Y otra cosa asombrosa: usted no se ha fijado, pero yo sí. ¿Sabe quién lo ha puesto en ese banco? Pues dos putitas. Con toda la delicadeza del mundo, eso sí, haciendo ver que todavía andaba, pero dos putitas.
  —Only english —dijo pacientemente la jovencísima profesora, que esperaba cobrar muy pronto las clases del mes.
—Tiene razón: dos foqui-foqui girls. —¿Pero qué dice?
—Pues claro que sí, yo lo he visto. I see it with the eyes of me, lady teacher. Y oiga… ¿pero qué otra cosa asombrosa está sucediendo? Mire: do you means? ¿No ve esos dos curas que se están llevando al muerto? Y sin demasiados disimulos, oiga, joder, que hablar en castellano descansa. Que yo a los muertos no les rezo en only english, oiga. Se lo llevan como si estuviese enfermo, o borracho, o sidado en fase terminal, y aquí nadie chista. No sé qué va a pensar usted, hija, con el poco tiempo que lleva aquí, de esta ciudad del ande yo caliente, el kiss me y el chollo putañero. Ah… ¿no me entiende? Claro, ya sé cómo se dice: putañero business. Pues no sé qué va a pensar, hija, es lo que yo digo. Claro que como van vestidos de cura quizá nadie se atreve. Mire qué solemnes: parecen deanes de Toledo, ésa es la verdad. Yo estuve en Toledo de recién casada, pero entonces los curas eran más santos y más gordos, parecían todos en estado de buena esperanza. En fin, ya lo han metido en aquel coche tan bonito, Dios sabe lo que van a hacer con él. Y con tanta desvergüenza… Vestidos como curas de los de antes, curas de verdad, curas de canto gregoriano después de cenar, aunque mi difunto marido decía que eran de canto gastronómico. Si al menos hubieran venido vestidos como Dios manda, es decir, como obreros de la Renfe… Se ve que no tienen un street wardrobe. O al menos, digo yo, podrían haber venido en clergyman. Qué escándalo.

miércoles, 17 de junio de 2015

Raúl Argemí. Novela. Retrato de familia con muerta.


RETRATO DE FAMILIA CON MUERTA

  Raúl Argemí

El asesinato sin resolver de una mujer de la alta sociedad argentina persigue a Juan Manuel Galván, juez en activo. La violencia con que es asesinada y la falta de un móvil claro lo mantienen en vilo. Tanto que su curiosidad profesional para que los culpables sean descubiertos y castigados deviene en una peligrosa obsesión. En torno a la muerta y su asesinato va tejiéndose una red que, lejos de aclarar los hechos, la complica todavía más. Su familia, sus amistades, la fundación para la ayuda a los niños necesitados que preside, todo lo que la rodeaba se convierte en una inmensa trampa que la lleva a esa muerte indigna y patética.
  Raúl Argemí consigue con Retrato de familia con muerta descubrirnos las miserias de las clases bienestantes argentinas, la podredumbre que rodea los «countrys» o urbanizaciones cerradas, fuertemente protegidas, que son un campo sembrado para criminales de guante blanco, «inocentes» que no dudan en matar para preservar su estatus. A través de los ojos de un juez que ha perdido la fe en su oficio y en la capacidad de las instituciones para proteger a las verdaderas víctimas nos sumergimos en una sociedad carcomida por la corrupción.


ACERCA DEL AUTOR

  Raúl Argemí (La Plata, Argentina, 1946). Es autor de novela negra. Su obra ha ganado siete premios internacionales, el Dashiell Hammett entre ellos, y ha sido traducida al francés, italiano, holandés y alemán.
  A comienzos de los setenta participó en la lucha armada en Argentina, militando en el ERP - 22 de Agosto. Pasó toda la dictadura encarcelado y recuperó la libertad en 1984. Fue jefe de cultura y director de la revista Claves y colaborador de la edición suramericana de Le monde diplomatique. Vivió más de una década en la Patagonia hasta que se trasladó a Barcelona en 2000.
  Con esta novela, en 2008 Raúl Argemí se convirtió en el ganador del Premio Internacional de novela negra LH Confidencial, en su segunda edición.
Fuente: RocaEditorial.
***
  (Fragmento. Capítulo 1).
  1
Ella: la muerta


  Me llamo Juan Manuel Galván, y soy juez. En activo. He hecho el proceso de muchos, pasando desde la convicción más cerrada hasta la aceptación de que las cosas son como son, y no se pueden cambiar. Sólo que, de tanto en tanto, una chispa de rebeldía, de inconformidad, aparece para estropear un camino de rutinas hacia la nada.
  Fue un 28 de octubre cuando soñé con ella. Imposible olvidar la fecha, y su cara. Sonriéndome, y con el mismo gesto de la mano con que unos días antes Mariela, mi hija, le contaba a todo el mundo cuántos años cumplía. Cuatro dedos regordetes, Mariela. Cuatro dedos afilados tal vez por las sombras, la muerta.
  Sonreía con esa cara un poco boba, que yo conozco tanto; desde la primera vez que tuve conciencia de que ese reflejo en los espejos era yo mismo. Una cara un poco boba; de retrasado, de idiota.
  Me miraba con los ojos dolidos del que no entiende, del que llega siempre un poco tarde a la comprensión de los hechos más sencillos.
  Mariela no tiene esa cara, y doy gracias a Dios.
  Ella sí. Tal vez porque cumplía sus primeros cuatro años como muerta y aún ni ella ni nadie sabía quién había sido su asesino. Me equivoco. Ella sabe, y el dolor de su mirada es porque los otros, los que miran con viveza, siguen ensuciando el juego.
  La vi con tanta claridad que de pronto estaba tan despierto como si nunca en la vida hubiera necesitado dormir. Como si hubiera recibido un mandato que no podía rechazar, porque si lo hacía, nunca más volvería a dormir sin que ella volviera a mostrarme sus dedos y su sonrisa de simple.
  Todavía estuve unos minutos horizontal, preguntándome qué era aquello. Por qué la muerta recurría a mí, que había dejado de seguir esa causa hacía tiempo, cuando a pesar de mi cara me nombraron juez.
  Me había quedado dormido en el sofá de mi despacho, donde muchas veces trabajo toda la noche, sin volver a casa. Muchos dicen que soy un empecinado, que soy despiadadamente ambicioso, que muerdo como un perro de pelea; y es cierto. Cuando uno tiene cara de tonto, de lento, y no lo es, no puede dar ventajas. No quiere dar ventajas.
  Está bien, ella no miraba así por las mismas razones que yo. A mí, cuando era un recién nacido, se me cruzó un algo sobre lo que los médicos nunca se pusieron de acuerdo, y desde entonces arrastro un poco la pierna izquierda. Unos días más, otros menos. El brazo izquierdo también se me suele declarar en huelga en los momentos más incómodos, pero ya estoy acostumbrado. El presagio de que la parálisis de medio cuerpo me haría un inútil para siempre no se cumplió. No del todo. Pero me dejó la cara afilada, y a veces un arrastre al hablar, y esa mirada de tonto dolido que no puedo evitar, ni aunque pudiera hacer un pacto con el diablo.
  Es cierto, muchas veces fue una ventaja. Cuando llegué a secretario judicial y debía interrogar a los procesados llevaba las de ganar. Ellos se relajaban, y sus mentiras se hacían fáciles; predecibles. Nunca se me escapaban. Pero en otros terrenos todo era contra. No era fiable, no parecía inteligente, no imponía, y en la justicia, entre los que mandan, parecer es lo que cuenta.
  Por eso tenía que morder como un perro. O nunca llegaría a ninguna parte.
  ¿Por qué estoy contando esto? ¿Para que me tengan lástima? Error. Pienso más rápido que la mayoría, pienso con rabia, con furia domada por años de sentirme desvalorizado. Puedo morder hasta sacar sangre, si es necesario. Y casi siempre es necesario.
  La verdad es que ya me había olvidado de la muerta. Era un episodio del pasado. Pero ella se me apareció en ese sueño para compartir su cuarto cumpleaños en el limbo de los asesinados sin asesino. Y me vi en sus ojos desconcertados.
  Es verdad, eso ya me había llamado la atención cuando fui parte de una de las investigaciones más enredadas, confusas y sórdidas que puedo recordar.
  Por aquellos días pude ver una serie de fotos que la mostraban jugando al tenis, en fiestas familiares, estrenando una bicicleta de un infantil color de rosa, pocas veces sola, casi siempre con alguno de sus asesinos en las cercanías. Y también estaban los tapes de la televisión. Cuando ella se transformó en una figura pública un poco desconcertante, y la llevaban a los programas de entrevistas para la hora de la siesta. Ya se sabe, un vendedor de helados que recibe mensajes extraterrestres cuando duerme, la inventora del yoga que adelgaza veinte kilos en tres semanas, el político joven que sonríe constantemente, como si en ello le fuera la vida; la vieja actriz que aparenta hablar de otra cosa, pero lo que quiere es lucir sus tetas nuevas.
  Tenía esa mirada. De simple. En algunos sitios al tonto del pueblo, al niño o al hombre retardado, no se lo llama tonto o tarado, se le tiene piedad, se lo llama «simple», como si los otros fueran demasiado complejos.
  Y ella, la muerta, tenía esa mirada, de simple.
  Seguramente la misma sorprendida mirada con que recibió los seis tiros que terminaron con su vida.
  En ese mes de octubre, con el olor de la primavera entrando por las ventanas, junto al perfume ácido y ruidoso de los coches que cruzaban la noche, me di cuenta de que no sabía quién era ella. Que nunca me había preguntado quién había sido la muerta, antes de ser eso, un cadáver plantado en el centro de una investigación procesal.
  Y me sentí deudor. ¿De quién? De mí mismo, que no había sabido reconocer mi mirada en sus ojos. ¿Ocultaba también un secreto?
  Entonces tomé la decisión de violar un poco la ley. Cualquiera de mis profesores de derecho penal diría que la ley se respeta o se viola. Que como las mujeres, no se puede estar «un poco» embarazada; o está o no lo está. Pero yo ya soy perro viejo. Y no tengo necesidad de decir tonterías.
  Por eso me propuse violar las normas «un poco», y aventurarme sin permiso en los registros informáticos que vinculan los juzgados. Se supone que eso no se puede hacer, porque la técnica lo impide, y no se debe hacer porque la ética otro tanto. Pero yo sé que se puede. Y lo hago.
  Si no hubiera tenido esta cara que tengo, mi mujer habría sospechado que mis prolongadas ausencias ocultaban una amante. No lo hizo, o tal vez sí lo hizo, en todo caso se equivocó a medias. Porque noche tras noche me recluía en el despacho, cuando no salía de fantasma a invadir despachos ajenos, para encontrarme con mi amante, la muerta. Necesitaba saber quién había sido.
  Otro seguramente se hubiera conformado con buscar el caso en Internet, y en las bases de datos judiciales, pero para mí no era suficiente. Necesitaba saber cómo habían construido, las miradas de los otros, la vida y la muerte de esa mujer.
  —¡Pirandello ataca otra vez! —hubiera dicho el Ritter, con ese tono burlón, irónico, que adoptó para siempre cuando íbamos a la secundaria.
  Ritter tenía razón, porque el escritor italiano decía que somos la suma de las miradas de quienes nos ven. Y yo necesitaba sumar los ojos que convergían sobre la muerta, para saber quién era.
  A Ritter todavía no le había llegado el turno, pero ya era seguro que tendría que apelar a él para enterarme de lo que yo no podía saber de ninguna manera. Ritter era muchas personas, y también mis ojos en el lado oscuro de la Luna.
  Con el tono burlón del Ritter en el oído, arrastré mi pierna hasta el escritorio, encendí la pantalla y entré en los archivos a lo bestia, sin preguntarme si me estaba permitido.
  Para construirla. Para saber cómo era. Quería entender su mirada.
  Lo confieso. Por primera vez en mi vida me sentí libre. No tenía la obligación de juzgar a nadie. No tenía que cumplir rituales, ni plazos, ni formalidades. Estaba violando las normas que me tocaba defender, y saberme un delincuente me hacía libre.
  No era una bestia de juzgado, era un cazador. Y mi presa una mujer muerta que miraba de cierta manera. El rastro eran los otros. Los que estuvieron allí, rondando su cadáver.

jueves, 11 de junio de 2015

Premio Hammett 2006. Leonardo Padura. Novela: "La neblina del ayer".


Leonardo de la Caridad Padura Fuentes (La Habana, 1955) es un novelista y periodista cubano, conocido especialmente por sus novelas policiacas del detective Mario Conde. Desde 2011, ostenta doble nacionalidad, ya que el Gobierno de España le concedió ese año la española por carta de naturaleza.

Nacido en el barrio de Mantilla, hizo sus estudios preuniversitarios en el de La Víbora, naturalmente, estas zonas de La Habana, muy ligadas espiritualmente a Padura, se verán reflejadas más tarde en sus novelas. Padura estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Habana y comenzó su carrera como periodista en 1980 en la revista literaria El Caimán Barbudo, también escribía para el periódico Juventud Rebelde. Más tarde se dio a conocer como ensayista y escritor de guiones audiovisuales y novelista.

Su primera novela —`Fiebre de caballos`—, básicamente una historia de amor, la escribió entre 1983 y 1984. Pasó los seis años siguientes escribiendo largos reportajes sobre hechos culturales e históricos, que, como él mismo relata, le permitían tratar esos temas literariamente. En aquel tiempo empezó a escribir su primera novela con el detective Mario Conde y, mientras lo hacía, se dio cuenta `que esos años que había trabajado como periodista, habían sido fundamentales` en su `desarrollo como escritor`. `Primero, porque me habían dado una experiencia y una vivencia que no tenía, y segundo, porque estilísticamente yo había cambiado absolutamente con respecto a mi primera novela`, explica Padura en una entrevista a Havana-Cultura.

Las policiacas de Padura tienen también elementos de crítica a la sociedad cubana. Al respecto, el escritor ha dicho: `Aprendí de Hammett, Chandler, Vázquez Montalbán y Sciascia que es posible una novela policial que tenga una relación real con el ambiente del país, que denuncie o toque realidades concretas y no sólo imaginarias`.

Su personaje Conde —desordenado, frecuentemente borracho, descontento y desencantado, `que arrastra una melancolía`, según el mismo Padura— es un policía que hubiera querido ser escritor y que siente solidaridad por los escritores, locos y borrachos. Las novelas con este teniente han tenido gran éxito internacional, han sido traducidas a varios idiomas y han obtenido prestigiosos premios. Conde, señala el escritor en la citada entrevista, refleja las `vicisitudes materiales y espirituales` que ha tenido que vivir su generación. `No es que sea mi alter ego, pero sí ha sido la manera que yo he tenido de interpretar y reflejar la realidad cubana`, confiesa.

Conde, en realidad, `no podía ni quería ser policía`4 y en `Paisaje de otoño` (1998) deja la institución —como el mismo Padura dejó tres años antes su puesto de jefe de redacción de la Gaceta de Cuba, la revista de la Unión de Escritores, para consagrarse a la escritura— y cuando reaparece en `Adiós Hemingway` (2001) está ya dedicado a la compraventa de libros viejos.

Tiene también novelas en las que no figura Conde, como `El hombre que amaba a los perros` (2009), donde las críticas a la sociedad cubana alcanza sus cotas más altas.

Padura ha escrito también guiones cinematográficos, tanto para documentales como para películas de argumento.

Vive en el barrio de Mantilla, el mismo en el que nació. Al preguntarle por qué no puede dejar La Habana, el ambiente de su historia, ha dicho: “Soy una persona conversadora. La Habana es un lugar donde se puede siempre tener una conversación con un extranjero en una parada de guaguas”.

***
La Habana, verano de 2003. Han trascurrido catorce años desde que el teniente investigador Mario Conde, desencantado, abandonara la policía. En esos años han ocurrido muchos cambios en Cuba, y también en la vida de Mario Conde. Su inclinación por la literatura y la necesidad de ganarse la vida lo han llevado a dedicarse a la compra y venta de libros de segunda mano. El hallazgo fortuito de una valiosísima biblioteca le coloca al borde de un magnífico negocio, capaz de aliviar sus penurias materiales. Pero, en un libro de esa biblioteca, aparece una hoja de revista en la que una cantante de boleros de los años cincuenta, Violeta del Río, anuncia su retiro en la cumbre de su carrera. Atraído por su belleza, por el misterio de su retiro y el silencio posterior, Mario Conde –ahora con más años y más cicatrices en la piel y en el corazón– inicia una investigación, sin imaginar que, al seguir el rastro de Violeta del Río, despertará un pasado turbulento que, como la fabulosa biblioteca, ha estado tapiado durante más de cuarenta años.
Considerado uno de los más significativos representantes de la actual literatura cubana, Leonardo Padura regresa con La neblina del ayer al detective Mario Conde, que le ha permitido crear una vívida crónica literaria de la existencia cotidiana en su isla del Caribe. Además de un retrato de las dificultades de la vida cubana contemporánea, La neblina del ayer es un viaje a La Habana nocturna de los años cincuenta y su música, al mundo de los libros en la isla, y una especie de descenso a los infiernos del bajo mundo habanero de hoy, en el que Conde debe introducirse tras las huellas de la enigmática cantante Violeta del Río.
Fuente: Revista Cruz y Raya. Revista Literaria.

miércoles, 3 de junio de 2015

Premio Hammett de novela 2007. Novela: “Cadáver de ciudad”. Juan Hernández Luna.


Premio Hammett de novela 2007.  Novela: “Cadáver de ciudad”.
Juan Hernández Luna (nació en Ciudad de México el 19 de agosto de 1962, murió el 8 de julio de 2010, también en Ciudad de México), autor mexicano de novela policíaca.
Licenciado en Arte dramático (Escuela Andrés Soler, ANDA), realizó estudios de cine y literatura. Realizó guiones para cómic, corto y largometrajes cinematográficos. Impartió cursos de literatura y cine. Fue subdirector de publicaciones en el DIF-D. F. y subsecretario de cultura en el PRD-D.F., donde coordinó las áreas de teatro, cine, publicaciones y artes plásticas.
Tras la fusión de la Secretaría de Cultura con la de Prensa y Propaganda, se encargó de dirigir el semanario informativo de dicho instituto político.
Fue coordinador del programa de Literatura Siempre Alerta en el municipio de Nezahualcóyotl.
Algunos de sus cuentos se encuentran en antologías nacionales y extranjeras. Varias de sus novelas han sido traducidas al francés e italiano.
Colaboró en diversas revistas y periódicos y publicó algunos libros y artículos de divulgación científica bajo seudónimo.
Ganó el Premio Nacional de Cuento 1985, el Premio Nacional de Libro de Cuento 1988, el Premio Nacional de Primera Novela 1990, el Premio Latinoamericano de Cuento 1992, el Premio Nacional de Ciencia Ficción 1995, el Premio Hammett 1997 de novela policíaca por Tabaco para el puma, el Premio Nacional de Libro de Cuento del IPN por Crucigrama, y el Premio Dashell Hammett 2007 por Cadáver de ciudad. 
Pd: no he podido conseguir para los amigos blogueros la novela ganadora del Premio Hammett correspondiente al año 2007. Sin embargo, se transcribe un fragmento de la novela Yodo, que posee todos los ingredientes de una excelente obra literaria. J. Méndez-Limbrick.
***
Novela: Yodo.
En un ambiente urbano, corrosivo y marginal habita un serial-killer que regresó de entre los muertos cubierto de tatuajes, alguien que no resiste la luz del sol. En su habitación guarda secretos relacionados con huesos, sangre y destazamientos de ciertas víctimas que lo mantienen en permanente estado de euforia, pasión y llanto. El consuelo: cercenar decenas de gallinas y regresar al asombro perpetuo del mundo en el que vive. La madre de este ser es la bruja del barrio, adivinadora de presagios y destinos, capaz de maldecir dinastías enteras. Ambos personajes se mueven en un escenario azotado por la urbanidad abrupta, donde el lavado de dinero y la traición son formas cotidianas para iniciar el día.
Fuente: N.N.
***

Novela: “Yodo” Fragmento.

Hernandez Luna Juan - Yodo Rt



PRIMERA PARTE

Evitaba exponerse a la luz cruda y ocultaba los ojos bajo el brazo. La luz del día, de una lámpara o de la luna llena le hacía daño: lo desnudaba, penetraba bajo su piel y ahí revelaba la vergüenza o las lágrimas secretas. La sentía pasar sobre su cuerpo como una llama que hiciera arder sus mascaras, un filo que retirara lentamente el velo de carne que mantenía entre el y los otros la distancia necesaria.
TAHAR BEN JELLOUN

¿Podrías tu rectificar las líneas de mis manos? ¿Quien esparcirá al azar los pozos del café?
HÉROES DEL SILENCIO



I
Es de noche.
Como un demonio de lluvia y sal, como un relámpago de lodo y abismo, la calle muestra su espina des-carnada.
Es una calle larga, delgada, sinuosa.
La calle principal del barrio.
Mi sombra se desliza lenta por las casas perdidas, bajo la inmensidad húmeda y silenciosa.
Amenaza llover. El agua se esconde en la vejiga oscu-ra del cielo y se niega a caer en estas calles sin pavimento.
Camino hasta la parada de los camiones y levanto algunas sobras de comida: una mitad de naranja, una cáscara de lo que fue un tamal.
Son las 7:45 de la noche cuando llega el autobús número 50. El chofer baja de su unidad y me insulta, lanza una piedra para alejarme.
Dicen que atraigo la mala suerte. El chofer está segu-ro que si llego a tocar su camión habrá de tener un mal día y nadie subirá; no ganará dinero y su patrón se mo-lestará por no entregarle la cuenta completa del turno. Llegará a su casa y su mujer lo puteará y le dirá cabrón jodido comemierda pinche fracasado no sé para qué me casé contigo, y al día siguiente se sentirá más inútil y entonces —para evitar todo esto— prefiere aventarme piedras para que no me acerque a su camión. De acuerdo.
Comprendo el lenguaje de los insultos y las piedras y acepto no acercarme. Sobre todo porque las piedras lastiman.
Antes, creía que las personas me arrojaban piedras simplemente por jugar, hasta el día que me golpearon en la cabeza. Fue demasiada sangre la que salió de su pro-fundidad escondida. El sol de la mañana me produjo un mareo cuando regresaba a casa buscando refugio. Perdí el conocimiento. La sangre escurrió hasta formar una costra en toda la cara. Desperté alterado por el zumbar de las moscas alrededor de mi frente, picándome la piel, atraídas por el olor ferroso y lascivo de la sangre.
Cuando llegué a casa mi madre preguntó quién me había golpeado de esa manera y mentí. Dije que había caído en una zanja y eso me dio miedo. De seguir min-tiendo, labraría mi camino directo al infierno.
Luego supe que el infierno no existe y continué diciendo mentiras. De cualquier forma jamás hubiera contado a mi madre quién me lanzó esa piedra. Segura-mente le buscaría para maldecir su sangre como lo hizo con Gabriel García, mi supuesto padre.
Sigo caminando.
La noche es más aguada.
Las noches con luna no son del todo noches. El horizonte y el cielo se diluyen por la claridad lechosa de la luna y entonces semeja una noche aguada.
Hoy es una noche aguada.
Mi madre se preocupa porque me da por vagar sin sentido. Sucede que me gusta caminar por el barrio. Me atrae la terminal de los camiones, el ruido de los moto-res, mirar cómo las máquinas maniobran en reversa y enfilan de vuelta por la carretera terregosa.
Tras cada autobús anoto en mi libreta la hora en que llega y a la que se marcha de nuevo. Cuando olvido la libreta lo hago mentalmente y al estar en mi cuarto transcribo las entradas y salidas.
El barrio siempre ha sufrido por el transporte. Hace años mi madre desesperaba por tener su consultorio en el centro de la ciudad.
Cuando hicieron el camino principal los camiones comenzaron a entrar hasta esta zona.
Desde entonces, mi madre ya no fue al centro de la ciudad a trabajar.
Puso su consultorio en este barrio, en la casa, junto a la cocina, frente a la sala. Al principio fue difícil que la gente llegara a consultarle.
Desde que realizó su tercer milagro, la maldición de la peste sobre Gabriel García, le visitan gentes de todos lugares.
Es una santa. Hace milagros. La gente reza ante ella, prende veladoras y mi madre limpia con yerbas el cuer-po de las personas, les da oraciones y recetas de magia. Mi madre se pone feliz cuando por la noche cuenta el dinero obtenido con sus sanaciones.
A veces se fatiga y me pide que diga a quienes aún esperan en la sala que ya no podrá atender a nadie más porque sus poderes han disminuido y el Dios todopo-deroso le impide seguir trabajando. En ocasiones así, la gente sale afligida de no poder visitar a la oradora, a la Madame, a la santa y entonces yo puedo prender la te-levisión de la sala y ver la Pantera Rosa.
La noche se vuelve más aguada.
Tomo una piedra y la colocó sobre un montículo que he formado a lo largo de los años y en tiempo de lluvias se oculta con la hierba.
Las piedras que deposito son pequeñas, caben en mi mano.
Es un lote baldío. La "Primera Sangre". Así llamo a este lugar.
Los camiones siguen llegando al paradero. Los anoto en mi libreta. Uno de ellos da la vuelta y sus potentes lu-ces me iluminan. El ayudante del chofer asoma el cuer-po por la puerta delantera y cuando pasa me insulta.
Lo saludo agitando la mano y con mi gran sonrisa.




lunes, 1 de junio de 2015

Juan Ramón Biedma. Premio Hammett de novela 2008. El imán y la brújula.


Premio Hammett de novela 2008. El imán y la brújula.
Juan Ramón Biedma nace en Sevilla (España), estudia Derecho, y durante años combina su actividad en la gestión de emergencias con la de locutor de radio, guionista, crítico musical y cinematográfico, actualmente colabora en diversas publicaciones y páginas webs.

Su primera novela `El manuscrito de Dios` fue designada Mención Especial del Jurado en el II Premio de Novela de la Semana Negra de Gijón del 2004 y finalista del Premio Memorial Silverio Cañada, la obra ha sido reeditada continuamente desde su publicación. Con su segunda obra, `El espejo del monstruo`, inicia una serie de novelas por entregas protagonizadas por el abogado Set Santiago, que interrumpe para presentar `El imán y la brújula`, una intriga histórico-criminal ambientada en la España de 1926.

En la actualidad, finaliza la corrección de `El efecto Transilvania`, una novela de fantasía callejera para adultos mayores de 14 años.

***

Sevilla, Madrid, 1926. Un desertor de la guerra de Marruecos que sobrevive gracias al pequeño contrabando es contratado para encontrar dos películas perversas rodadas catorce años atrás por los extraños miembros de un grupo que pretendió liberarse de la necesidad de Dios siguiendo los postulados del Marqués de Sade. En el descenso que supondrá esta búsqueda el protagonista se enfrentara a los estamentos más abyectos de un mundo sumergido, a los intereses de los militares coloniales y a los de la misma casa del rey.

En su búsqueda Éctor recibe la ayuda de Piancastelli, un individuo enigmático capaz de extraños prodigios, así como de Séptima, sobrina de uno de los miembros del grupo de realizadores de las películas. El recorrido que se hace por el Madrid de los años veinte, mientras se reconstruye la vida de cada integrante del grupo, contribuye a mostrar el cambio de época que está experimentando el país y enfrentarse a los bandos que han terminado por hacer de las películas una cuestión de estado.

En paralelo vemos a Jacinto Ortega, un aparente monstruo que se dedica a degollar niños para extraer su sangre. Cuando nos enteramos de que su hijo padece tuberculosis y que se ha descartado la posibilidad de curarle por medios convencionales, entendemos que casi nada es lo que inicialmente parece.

Galardonada con el premio Novelpol a la mejor novela policíaca del año 2007 y finalista del premio Hammett de la Semana Negra, Biedma nos habla de temas tan actuales, duros y controvertidos como las snuff movies, las sectas religiosas, la corrupción de menores, los asesinos en serie, la masoneria, el fascismo y el colonialismo.

«Biedma se ha convertido en un artista de una nueva novela negra, esperpéntica, que podría calificarse de nieta de Valle Inclán.» Paco Ignacio Taibo II

*David G. Panadero


(Fragmento. Novela). El imán y la brújula.
 1


JACINTO ORTEGA Y JACINTO ORTEGA



El cuerpo de la niña se desmorona cuando el hombre abre la mano izquierda y deja que dibuje en el suelo un lento garabato. La derecha sostiene el recipiente de barro que con-tiene la sangre que ha brotado al cortarle el cuello. Después toma la jarra de loza decorada con una ballena que él mismo ha pintado y la llena hasta el borde del líquido caliente.
Todavía siente en los dedos, ásperos de tanto tiempo en contacto con sal marina, la piel de crema de la peque-ña de no más de ocho años, el cabello suave que casi se deshacía mientras lo sujetaba, los estertores de monigote de una de esas nuevas películas de dibujos animados, pero proyectada con un dispositivo defectuoso.
Para no mirar la agonía de la niña a sus pies, intenta fi-jar la mirada en el calendario de la pared, que le sirve para recordar que se encuentra en la cochera anexa a su casa, que el 23 de noviembre de 1926 aún no ha terminado.

Adelgazar sin drogas:
por la simple evaporación de un líquido resolutivo.
Desafío, a cualquiera, que pruebe que mi Agua Reductora no hace adelgazar
en ocho días y desaparecer definitivamente los mofletes,
la doble barba y, en general, toda grasa superfina.

La leyenda del almanaque publicitario va acompañada de una ilustración donde un individuo gordo y feliz se columpia en una balanza gigante. Su hijo siempre se ríe al ver el dibujo.
Aparta con el pie la navaja que dejó precipitadamente en el suelo para coger la vasija y no perder ni una sola go-ta de sangre, con cuidado de no mellar la herramienta, consciente de que ésta es la primera de otras muchas veces en las que tendrá que usarla para el mismo fin, y deja el recipiente en un rincón; ya lo limpiará todo después, aho-ra no puede perder más tiempo.
También tendrá que enterrar el pequeño cadáver. La garganta se le contrae en un nudo que no deja pasar ni el aire cuando repara en que tendrá que sepultarlo tan cerca de la esquina como pueda para dejar sitio a los muchos que lo seguirán.
Cuando empieza a caminar, despacio para no derramar nada, casi se sorprende de volver a respirar. Deja abierta la puerta que comunica el garaje con el salón, el niño nunca entra allí sin permiso y en la casa no vive nadie más; cru-za la penumbra de la estancia y sube la escalera que le lle-va frente al dormitorio.
Su hijo, pálido y adormilado, sonríe cuando lo ve llegar.

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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

 CAPÍTULO I La primera poesía La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la epopeya y el teatro. Hay múltipl...

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