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martes, 15 de agosto de 2023

MROZEK EL ELEFANTE

 




CONTENIDO

EL ELEFANTE 7

DESDE LA OSCURIDAD 10

ONOMÁSTICA 12

QUIERO SER UN CABALLO 15

COLABORADOR EN LA SOMBRA 16

NIÑOS 18

EL PROCESO 21

EL CISNE 25

EL PEQUEÑAJO 27

EL LEÓN 30

PARÁBOLA DE LA SALVACIÓN MILAGROSA 32

MONÓLOGO 34

LA JIRAFA 36

SOBRE EL PÁRROCO Y LA BANDA DE BOMBEROS 39

PENA 42

* * * 44

EL MONUMENTO A UN SOLDADO 46

EL TRASFONDO HISTÓRICO 49

EN EL CAJÓN 52

REALMENTE 54

LO QUE SÉ DE ZYGMUŚ 56

LA AVENTURA DE UN TAMBORILERO 58

LA COOPERATIVA UNA 61

PEER GYNT 64

CARTA DESDE EL GERIÁTRICO 69

EL ÚLTIMO HÚSAR ALADO 71

CABALLITOS 74

POESÍA 76

LA EVOLUCIÓN DEL CIUDADANO 79

CUENTOS DE MI TÍO 82

EL PASTOR 86

LA VIDA CONTEMPORÁNEA 88

UN ACONTECIMIENTO 90

DE VIAJE 93

EL ARTE 96

EL GUARDABOSQUES ENAMORADO 98

LA PRIMAVERA EN POLONIA 100

LA SIESTA 103

EL VETERANO DEL QUINTO REGIMIENTO 109

EL ESCÉPTICO 112

CRÓNICA DE UNA CIUDAD ASEDIADA 113

ADAGIOS Y SENTENCIAS 121


EL ELEFANTE

El director del parque zoológico resultó ser un trepa. Trataba a los animales como simples peldaños de su carrera. Tampoco le preocupaba el papel que la institución que regentaba debía desempeñar en la formación de la juventud. En su zoológico, la jirafa tenía el cuello corto, no había ni una triste madriguera para el tejón y las marmotas, indiferentes a todo, silbaban sólo muy de vez en cuando y de mala gana. Estas irregularidades resultaban tanto más inexcusables cuanto que su parque zoológico era el destino habitual de las excursiones escolares.

Era un zoológico de provincias donde faltaban algunos de los animales básicos, por ejemplo el elefante. Temporalmente, se intentó suplir esta carencia con la cría de tres mil conejos. Sin embargo, a medida que el país se desarrollaba, se fue poniendo remedio a las deficiencias de forma planificada. Y, finalmente, le llegó el turno al elefante. Con motivo de la fiesta del 22 de Julio, se notificó al parque zoológico que su solicitud de adjudicación de un elefante había sido resuelta favorablemente. Los empleados, entregados sin condiciones a la causa, se alegraron sobremanera. ¡Cuál fue su asombro cuando se enteraron de que en un memorial enviado a Varsovia el director renunciaba a la asignación y presentaba un proyecto para adquirir el elefante con recursos propios!

«Yo y toda la plantilla —escribía— somos conscientes de que el elefante constituiría una enorme carga para los mineros y los metalúrgicos de Polonia. Para minimizar los costes, sugiero la posibilidad de sustituir el elefante solicitado por un elefante casero. Fabricaremos un elefante de goma de tamaño real, lo hincharemos y lo colocaremos detrás de los barrotes. Debidamente pintado, nadie podrá distinguirlo de un animal auténtico, ni siquiera mirándolo de cerca. No hay que olvidar que el elefante es un animal pesado. No salta, no corre, ni se revuelca en el barro. Un letrero colgado en la cerca explicará que se trata de un ejemplar particularmente macizo. Así ahorraremos un dinero que podrá ser destinado a la construcción de un nuevo avión de caza o a la restauración de la arquitectura religiosa. Les ruego adviertan que tanto la idea como la ejecución del proyecto constituyen mi modesta contribución a los esfuerzos y a la lucha de nuestra sociedad. Su seguro servidor». Y una firma.

Por lo visto, el memorial había llegado a las manos de un oficinista rutinero que trataba sus deberes con una falta de sensibilidad típicamente burocrática. Sin entrar en el quid de la cuestión y guiándose sólo por la directriz de reducir costes, aprobó el proyecto. Al recibir el visto bueno, el director del parque zoológico ordenó confeccionar una gran bolsa de goma que luego tenía que ser hinchada.

Dos conserjes se encargarían de la tarea soplando por los dos extremos. Para mantener el asunto en secreto, disponían sólo de una noche. Los habitantes de la ciudad ya se habían enterado de que un elefante de verdad iba a llegar al zoo y querían verlo. Además, el director los apremiaba, porque esperaba cobrar una prima cuando la idea se hiciera realidad.

Los conserjes se encerraron en un cobertizo habilitado como taller y procedieron a la insuflación. Sin embargo, después de dos horas de duro trabajo, constataron que la bolsa gris apenas se había levantado del suelo, formando un bulto deforme que no se parecía en nada a un elefante.

La noche avanzaba, las voces humanas habían enmudecido y del parque zoológico sólo llegaban los aullidos del chacal. Fatigados, interrumpieron su labor, cuidando de que no se escapara el aire que habían insuflado. Eran hombres de avanzada edad, poco avezados a esta clase de trabajos.

—A este paso, no acabaremos hasta mañana —dijo uno de ellos—. ¿Qué le diré a mi mujer cuando vuelva a casa? No me va a creer si le cuento que me he pasado toda la noche hinchando un elefante.

—Cierto —afirmó el otro—. No se hincha un elefante todos los días. ¡Esto nos pasa por tener un director de izquierdas!

Al cabo de media hora estaban agotados. El torso del elefante había aumentado de volumen, pero aún le faltaba mucho para alcanzar la forma definitiva.

—Se me hace cada vez más cuesta arriba —declaró el primero.

—Totalmente de acuerdo —asintió el otro—. Esto es un trabajo de negros. Descansemos un rato.

Mientras descansaban, uno de ellos advirtió una espita de gas que sobresalía de la pared. Se le ocurrió que, en lugar de hacerlo con aire, tal vez fuera posible hinchar el elefante con gas. Le comentó la idea a su compañero.

Decidieron hacer una prueba. Conectaron la espita al elefante y con gran alegría constataron que, al poco, en medio del cobertizo se erigía un espécimen de estatura normal. Parecía vivo. Un corpachón imponente, patas como columnas, enormes orejas y la imprescindible trompa. El director, que tenía vía libre y quería exhibir un elefante espectacular en su zoológico, había hecho todo lo posible para que el prototipo fuese grande.

—¡De perlas! —declaró el que había tenido la idea del gas—. Podemos irnos a casa.

Por la mañana, transportaron el elefante a un recinto construido especialmente para la ocasión en el centro mismo del zoológico, junto a la jaula de los monos. Colocado en primer plano y con una roca natural al fondo, el elefante ofrecía un aspecto amenazador. Delante, instalaron un letrero que rezaba: «¡Ejemplar particularmente pesado: no corre!».

Los primeros visitantes del día fueron los alumnos de la escuela local acompañados de un maestro. El maestro se disponía a dar una clase práctica sobre el elefante. Detuvo al grupo frente al animal y empezó la lección:

—...El elefante es herbívoro. Arranca con la trompa árboles pequeños y devora el follaje.

Los colegiales agolpados delante del elefante lo contemplaban con admiración. Tenían la esperanza de que arrancara algún árbol, pero el bicho permanecía inmóvil detrás de la cerca.

—...El elefante es un descendiente directo de los mamuts, hoy ya extinguidos. No es extraño, pues, que sea el animal terrestre más grande.

Los alumnos más aplicados tomaban apuntes.

—...Sólo la ballena pesa más que el elefante, pero vive en el mar. Por lo tanto, podemos decir que el elefante es el rey de la selva.

Un leve soplo de viento recorrió el parque zoológico.

—...El peso de un elefante adulto oscila entre los cuatro y los seis mil kilos.

De pronto, el elefante se estremeció y alzó el vuelo. Se meció por un instante a ras del suelo, pero, sustentado por la brisa, ganó altura y su recia silueta se recortó contra el cielo azul. Tras unos segundos el elefante se elevó aún más y exhibió ante los espectadores las cuatro pezuñas circulares, el vientre abombado y la punta de la trompa. Luego, arrastrado por el viento en sentido horizontal, sobrevoló la cerca y desapareció por encima de las copas de los árboles. Los monos miraban al cielo, estupefactos. El elefante fue encontrado en el cercano jardín botánico, donde se había pinchado al caer sobre un cactus y había reventado.

Los chavales que habían visitado el parque zoológico aquel día empezaron a tomarse a pitorreo los estudios y se volvieron unos gamberros. Por lo visto, beben vodka y rompen cristales. Y no creen en elefantes.


DESDE LA OSCURIDAD

En este pueblucho de mala muerte estamos cayendo cada vez más en el oscurantismo y las supersticiones. Yo saldría con gusto a hacer mis necesidades a un lugar apartado, pero los murciélagos-vampiros revolotean en enjambre cual hojas secas en otoño y golpetean con las alas los cristales de las ventanas. Temo que alguno se me enrede en el pelo y se quede allí por los siglos de los siglos. O sea que no salgo, no puedo a pesar de los retortijones, y os escribo este informe, camaradas.

En lo referente a la compra de cereales: desde que el diablo se apareció en el molino y saludó educadamente quitándose la gorra, los índices no han dejado de caer. Llevaba una llamativa gorra, roja y azul, con la inscripción: «Tour de la Paix» —¡en francés!—. Los campesinos empezaron a evitar el molino, y el molinero y su esposa, a ahogar las penas en la bebida. Parecía que siempre iba a ser así, pero un día el molinero roció a la molinera con vodka, le prendió fuego y corrió a la Universidad Popular para matricularse en marxismo porque, citando sus propias palabras, estaba harto de tanta irracionalidad y quería tener algo con que contrarrestarla.

En cambio, la molinera ardió entera y así aumentó la población de trasgos.

Porque debéis saber que por las noches algo aúlla, aúlla tan fuerte... que se le hiela a uno el corazón. Algunos dicen que es el fantasma del pelagatos de Karaś que gime despotricando contra los ricachones. Otros sostienen que el millonetis de Krzywdoń se queja de las incautaciones después de muerto. ¡Vaya, ni más ni menos que la lucha de clases! Mi cabaña solitaria está cerca del bosque, la noche es negra, el bosque es negro y mis pensamientos parecen cuervos. Un día, mi vecino Jusienga se sentó en un tocón a la orilla del bosque para leer los Horizontes de la técnica y de pronto algo se le acercó por detrás. Después de aquello, anduvo tres días con los ojos desorbitados.

Os pido consejo, camaradas, porque estamos solos en esta tierra, rodeados de tumbas y de leguas y más leguas de tierra.

Un guardabosques me ha contado que, las noches de luna llena, cabezas sin tronco ruedan a cual más veloz por las trochas y los calveros haciendo entrechocar las frentes gélidas, corriendo hacia Dios sabe dónde. Y que, al romper el alba, todo desaparece y sólo los abetos murmuran. Pero no mucho, porque tienen miedo. ¡Virgen santísima! Ahora sí que no saldré de casa. Por más que me apremie el cuerpo.

Se mire por donde se mire, todo es así. Vosotros nos decís: Europa. Pero a la que intentas cuajar la leche, aparecen como por arte de magia unos gnomos jorobados que se te mean en el puchero.

Una vez, la vieja Glisiowa se despertó bañada en sudor. Miró el jergón y ¡helo allí sentado!: el minúsculo crédito que le habían concedido antes de las elecciones para construir una pasarela y que había muerto nada cristianamente. Estaba sentado allí, todo verde, tronchándose de risa. La vieja, venga a gritar. Pero ¡ya podía gritar! Nadie se movió de casa. En los tiempos que corren, cuesta saber quién grita. Y contra qué grita.

Y en el lugar donde iba a construirse el puentecillo, como no había ninguno, se ahogó un artista. Tenía sólo dos añitos, pero era un genio y si hubiera llegado a crecer, lo habría entendido todo y lo habría escrito. Pero, así las cosas, sólo vuela y fosforesce.

No es extraño, pues, que todos estos acontecimientos hayan provocado cambios en nuestra mentalidad. La gente de aquí cree en hechicerías y supersticiones. Ayer mismo encontraron un cadáver detrás del cobertizo de Moczasz. El párroco dice que es un cadáver político. Los lugareños creen en ondinas, en fantasmas e incluso en brujas. A decir verdad, por estos andurriales vive un vieja que hace que las vacas se escosen y propaga la plica, pero nosotros queremos captarla para el Partido y así dejar sin argumentos a los enemigos del progreso.

¡Madre mía, cómo aletean, cómo vuelan, cómo chillan —¡pii-pii, pii-pii! —una y otra vez! ¡Quién viviera en un bloque de pisos! Allí seguramente todo está bajo techo y no hay que acercarse al bosque.

Pero esto no es lo peor. Lo peor es que, mientras escribo, se ha abierto la puerta de par en par y ha aparecido un hocico de cerdo que me mira de una manera extraña, muy extraña... ¿No os he dicho que tenemos nuestra idiosincrasia?


ONOMÁSTICA

Mi primera visita a la casa del letrado y su esposa. El salón estaba a oscuras. La luz se filtraba a través de las cortinas y los tupidos helechos. Ataviada con un vestido estampado con mariposas exóticas, la señora de la casa estaba sentada en un sillón cubierto con una funda de lona blanca. Cada vez que un carro pesado circulaba por la calle, las lágrimas de cristal de la lámpara de araña que se insinuaba en la oscuridad sobre mi cabeza tintineaban delicadamente. Cuando mis ojos se acomodaron a aquella tenue claridad, divisé en un rincón lejano, debajo de una palmera, un parque como los que se usan para los niños, sólo que mucho más alto. Detrás de los barrotes de madera había un hombre que bordaba sentado sobre un escabel.

Puesto que mi anfitriona no me lo presentó ni le hacía el menor caso y a mí no me pareció correcto preguntar, fingí no verlo, aunque la situación me resultaba algo incómoda. Transcurrido el tiempo que las convenciones sociales estipulan para esta clase de reuniones, me levanté para despedirme. Al salir, lancé una mirada curiosa hacia el parque, pero no conseguí ver más que una silueta inclinada sobre la labor. La esposa del abogado me acompañó hasta el porche y me invitó cordialmente a la celebración del santo de su marido, que tendría lugar el próximo sábado.

Como era nuevo en el pueblo, aún no estaba al tanto de sus peculiaridades, entre las que incluí lo que acababa de ver en el salón del letrado y su esposa. Esperaba que la siguiente visita lo esclareciera todo. Al llegar la noche del sábado, me vestí con esmero y me dirigí a la mansión.

La casa, la más suntuosa del pueblo, se veía desde lejos gracias a la profusa iluminación que se reflejaba en las aguas negras como la baquelita de un arroyo cercano. Unos fuegos artificiales alzaron el vuelo sobre el Consejo Municipal. El puesto de policía expresaba de este modo su júbilo por la onomástica del letrado, sentimiento compartido por todos los vecinos. La cancilla estaba abierta. El resplandor se derramaba sobre el sendero a través de la puerta entreabierta. Entré en el salón. La luz de la araña me deslumbró. Habían retirado las fundas blancas de los sillones. Vi el rostro sanguíneo del párroco, los rostros amarillentos del farmacéutico y su señora, los del médico y su costilla, los del presidente de la cooperativa y de su mujer, y el del propietario de un miserable taller que fabricaba portaplumas por encargo del Estado, este último también acompañado de su esposa. Acudió a recibirme el letrado en persona.

Lo felicité y, mientras le entregaba mi regalo, la señora de la casa, ataviada con un traje adornado con un fajín, me invitó a tomar asiento. O sea que en un primer momento no tuve tiempo, pero apenas me hube enfrascado en una conversación, pude barrer discretamente la estancia con la mirada. No me equivocaba. Debajo de la palmera del rincón había un hombre encerrado en un parque, sólo que esta vez el hombre iba mejor vestido y dormitaba apoyado sobre el brazo. Lo escudriñé por el rabillo del ojo hasta donde me lo permitían las buenas maneras. Los demás huéspedes, asiduos del salón del letrado y su esposa, charlaban animados y alegres como corresponde a una fiesta de santo y no le prestaban la más mínima atención. Por un instante me pareció que el durmiente entreabría los párpados como si hubiera captado mi mirada, pero pronto volvió a cerrarlos y siguió durmiendo en su postura indiferente.

Entre risas y discusiones, ora bromeando con el farmacéutico, ora intercambiando ideas con el cura, pasé un buen rato sin dar con la solución del misterio. De repente, la puerta de dos hojas se abrió de par en par y los criados entraron una mesa que refulgía con el brillo de la cristalería, los manjares y las botellas multicolores. Comparecieron también los hijos de los anfitriones y, en medio de la animación generalizada ante la perspectiva de la cena, nos sentamos a la mesa. Tras los sucesivos brindis, las personas y los objetos ganaron intensidad y el bullicio se acrecentó. De golpe y porrazo, entre el tintineo de las copas, los cuchillos y los tenedores, sobre las risas perladas de las mujeres y los chascarrillos estentóreos de los hombres, se elevó un canto. ¡Sí, era él! ¡El hombre del parque cantaba! «Volga, Volga...». Fluían las notas lánguidas acompañadas de los tientos delicados de una balalaica. Los comensales reaccionaron con la misma indiferencia que si cantara un pájaro. Después le llegó el turno a Ojos negros y a la mucho más animada juventudes socialistas... Sirvieron los postres y una nube de humo de tabaco envolvió la mesa. Reparé en que los hijos de los señores, con el consentimiento de la madre, se llevaban de la mesa una botella de licor de cereza y se acercaban al parque para abrevar a su morador a través de los barrotes. Bebió tranquilamente dejando a un lado la balalaica y volvió a cantar dos o tres estrofas de ¡Adelante, soldados de la libertad! o del Canto del tractorista. Habiéndome enzarzado en un disputa sobre Darwin con el párroco, no tuve oportunidad de estar tan atento a lo que ocurría, aunque no dejé de observar. El cura argüía: «Hay quien sostiene que el hombre procede del mono». A pesar de que empezaba a sentirme aturdido por el alcohol, advertí que al hombre del parque también le había hecho efecto la bebida.

—¿Sabe usted quién es? —me preguntó riéndose el anfitrión, al advertir de pronto mi curiosidad—. Una idea de mi mujer. No quería tener un canario ni nada por el estilo en el salón, porque le parecía cursi. De modo que le conseguí a un progresista de carne y hueso. No se asuste, está domesticado.

Los invitados miraron al hombre de la balalaica con visible hilaridad. El letrado siguió explicando:

—Un lugareño. Durante los primeros años era un salvaje, incluso hizo varios destrozos, pero claro, últimamente se ha desbravado y, usted ya me entiende, ahora lo tenemos en casa. Borda, toca la balalaica y canta, aunque a veces me da la sensación de que añora algo.

—Quizá la libertad, la acción... —sugerí con timidez—. Al fin y al cabo, se trata de un progresista.

—¿Acaso le falta algo? —El letrado se indignó—. Tiene todas las necesidades cubiertas, paz y tranquilidad, ningún quebradero de cabeza. Está tan bien adiestrado que come de la mano, usted mismo lo ha visto. Ya no es peligroso en absoluto. Sólo lo soltamos el 22 de Julio y en el aniversario de la Revolución para que tome un poco el aire. Al fin y al cabo, el pueblo es pequeño, no tendría donde esconderse.

Mientras el letrado me ponía al corriente de la situación, el hombre miraba a su alrededor. Frunció el ceño. Bajo aquella mirada, el párroco se quedó pasmado, sosteniendo un trozo de emmental enastado en el tenedor a la altura de la boca. Las conversaciones se fueron apagando. Tintineó una cucharilla que el presidente de la cooperativa había dejado caer al suelo. Incluso el letrado se puso serio. Y entonces, aquel hombre clavó los ojos en la opípara mesa, apretó la balalaica contra el pecho y entonó ¡A las barricadas, pueblo obrero!

El alivio fue general. El cura engulló su emmental. Todos escucharon la canción con vivo interés.

—¡Ésta sí que es buena! —exclamó el letrado, dándose palmadas de regocijo en los muslos. El farmacéutico se tronchaba de risa y al presidente se le llenaron los ojos de lágrimas. Sólo la esposa del abogado no estaba contenta.

—Cariño, ¿no crees que se ha hecho tarde y los niños deberían acostarse? —dijo, dirigiéndose a su marido—. Y a ése hay que taparlo con una manta para que deje de cantar. Ya basta por hoy.

—Como quieras —dijo el letrado—. Que nuestro progresista descanse.

Muy entrada la noche y siendo uno de los últimos en abandonar el salón tras despedirme cordialmente de mis anfitriones, pasé al lado del parque. Estaba cubierto con una sobrecama de felpa violeta floreada. Pero a pesar de ello, me pareció que de debajo del sobrecama llegaba el ligerísimo murmullo de la balalaica y algo parecido a un canto. Incluso pude distinguir las palabras:

 

¡Ea, adelante

ea, adelante...!


QUIERO SER UN CABALLO

Dios mío, ¡cómo me gustaría ser un caballo...!

Apenas viera en el espejo que tengo cascos en lugar de pies y manos, una cola en los cuartos traseros y una auténtica testuz de caballo, acudiría a la Oficina de Vivienda.

—Necesito un piso grande y moderno —diría.

—Presente la solicitud y espere su turno.

—¡Ja, ja! —me reiría—. ¿No ven que no soy un simple hombre de la calle, uno de tantos? ¡Soy diferente, extraordinario!

Y enseguida me entregarían un piso grande y moderno con baño.

Actuaría en un cabaré y nadie diría que no tengo talento. Aun cuando mis números no hicieran gracia. Al contrario.

—Para tratarse de un caballo, está muy bien —me alabarían.

—Éste sí que tiene la cabeza sobre los hombros —dirían otros.

Por no decir nada del partido que sacaría de dichos y proverbios: una dosis de caballo, el caballo de Espartero, a caballo regalado no se le mira el diente...

Como es natural, ser un caballo tendría sus inconvenientes. Me convertiría en el blanco fácil de mis enemigos. Sus cartas anónimas empezarían así: «¿Usted se cree un caballo? ¡Pero si no es más que un pony!».

Les haría tilín a las mujeres.

—Usted no es como los otros —me dirían.

Cuando me fuera al cielo, lógicamente recibiría un par de alas y me volvería un pegaso. ¡Un caballo alado! ¿Acaso a un hombre puede ocurrirle algo más hermoso?


COLABORADOR EN LA SOMBRA

Una vez me asomé a la ventana y vi pasar por la calle un cortejo fúnebre. Un ataúd sin adornos viajaba en una sencilla carroza mortuoria tirada por un solo caballo. La seguían la viuda enlutada y otras tres personas, por lo visto parientes, amigos o conocidos del difunto.

El modesto séquito no me habría llamado la atención si el ataúd no hubiera estado engalanado con una pancarta roja que rezaba: «¡Viva!».

Intrigado, abandoné mis aposentos y fui en pos de la comitiva. Llegué a un cementerio. Iban a enterrar al muerto en el rincón más apartado, entre unos abedules. Durante la ceremonia fúnebre me mantuve alejado, pero acto seguido me acerqué a la viuda y, presentándole mi pésame y mis respetos, le pregunté quién era su marido.

Resultó que había sido funcionario. La viuda se conmovió ante mi interés por el finado y me contó algunos detalles de sus últimos días. Se lamentó de que se hubiera dejado los hígados haciendo un trabajo voluntario muy extraño. Escribía sin cesar informes sobre nuevos métodos de propaganda. Intuí que la propagación de las consignas al uso se había convertido en el principal objetivo de su vida.

Acuciado por la curiosidad, le pedí a la viuda que me permitiera ver los últimos trabajos del difunto. Accedió y me confió dos folios amarillentos escritos con una letra regular, aunque algo anticuada. De este modo, llegué a conocer el contenido de uno de los informes.

«Pongamos por caso las moscas —decía la primera frase—. Las veces que estoy de sobremesa contemplando cómo vuelan alrededor de la lámpara, se me agolpan muchos pensamientos en la cabeza. ¡Qué felices seríamos —pienso—, si las moscas estuvieran tan concienciadas políticamente como la mayoría de los ciudadanos! Atrapas a una, le arrancas las alas, la bañas en tinta y la dejas sobre una hoja de papel en blanco. La mosca va y, desplazándose sobre el papel, escribe: "¡Fomentemos la aviación!". O alguna otra consigna».

A medida que avanzaba en la lectura, veía con mayor claridad el perfil espiritual del difunto. Un hombre sincero, profundamente entregado al proyecto de colocar consignas y pancartas por doquier. Su idea de sembrar una variedad especial de trébol era una de las más originales.

«Mediante la colaboración entre artistas plásticos y agrobiólogos —decía—, podríamos desarrollar una variedad especial de trébol. De resultas de la manipulación adecuada de la semilla, allí donde esta planta tiene actualmente una flor monocolor, crecería un minúsculo retrato vegetal de un dirigente político o de un héroe del trabajo. ¡Imagínense campos enteros de un trébol así en la época de floración! Naturalmente, serían inevitables algunos errores. Por ejemplo, una persona que no gasta ni barba ni lentes, podría brotar retratada con barba y lentes por culpa de un cruce de semillas. En este caso no quedaría más remedio que segar toda la plantación y volver a sembrar».

Las ideas del vejestorio resultaban cada vez más sorprendentes. Al acabar el informe, adiviné que la pancarta «¡Viva!» había sido colocada sobre el ataúd en cumplimiento de su última voluntad. Aquel inventor desinteresado, aquel fanático de la propaganda visual, deseaba dar fe de su entusiasmo incluso en la hora final.

Hice algunas indagaciones para enterarme de cómo había abandonado este mundo. Resultó que por exceso de celo. Con motivo de una fiesta nacional, se desnudó y, con los siete colores del arco iris, se pintó siete rayas en el cuerpo. A continuación, se asomó al balcón e intentó hacer «el puente», esto es, una figura gimnástica que consiste en doblarse por completo hacia atrás apoyando las manos en el suelo de modo que el cuerpo dibuje un arco. De esta manera, pretendía crear una imagen viviente del arco iris, es decir, de un futuro prometedor. Por desgracia, el balcón estaba en un segundo piso.

Fui otra vez al cementerio para encontrar el lugar de su reposo eterno. Pero busqué insistentemente en vano. No logré dar con los abedules entre los que estaba enterrado. Me sumé a una charanga que desfilaba por allí tocando una marcha gallarda.


NIÑOS

Aquel invierno había nevado a pedir de boca.

En la plaza mayor, los niños hacían un muñeco de nieve.

La plaza mayor era espaciosa. Mucha gente la cruzaba a diario. Las ventanas de las numerosas oficinas miraban hacia la plaza. Pero a ella le daba igual, ella se limitaba a estar. En el mismísimo centro, los niños modelaban con algazara y júbilo una cómica figura de nieve.

Primero, formaron una gran bola. Era la barriga. Después otra, más pequeña: la espalda y los hombros. Después otra, todavía más pequeña —con ésta hicieron la cabeza—. Luego, el monigote recibió unos botones de carbón para abrocharse de arriba abajo. Tenía una nariz de zanahoria. O sea que era un muñeco de nieve normal, uno de las decenas de miles de muñecos que se hacen cada año en nuestro país si el tiempo lo permite.

Los niños se lo pasaban en grande. Parecían muy felices.

Por la plaza circulaban muchas personas, miraban el muñeco y seguían su camino. Las oficinas funcionaban como si nada.

El padre se alegró de que los chiquillos retozaran al aire libre y tomaran color. Y de que se les abriera el apetito.

Pero al anochecer, cuando todos estaban reunidos junto a la mesa, alguien llamó a la puerta. Era el vendedor de periódicos que tenía un quiosco en la plaza mayor. Se excusaba por la hora y las molestias, pero consideraba un deber comunicarle al padre sus observaciones. Ya se sabe, los niños son pequeños, pero uno no puede dormirse en las pajas, porque a la que te descuidas te salen rana. Nunca se hubiera atrevido a meterse en lo que no le iba ni le venía si no fuera por el bien de los niños. Una cuestión educativa. Concretamente, se refería a la nariz de zanahoria que le habían puesto al muñeco. A eso de que era roja. Y él, el vendedor de periódicos, también la tenía roja. Porque se le había congelado. No por beber. ¿Realmente había motivos para hacer esta clase de indirectas en público? En fin, rogaba que aquello no se repitiera. Siempre por una cuestión educativa.

El padre se tomó la advertencia muy a pecho. Cierto, los niños no debían burlarse de nadie, aunque tuviera la nariz roja. Todavía eran demasiado pequeños para entenderlo. Los llamó y les preguntó en un tono severo, señalando al vendedor:

—¿Es verdad que le habéis puesto una nariz roja al muñeco pensando en este señor?

Los niños se quedaron atónitos y de entrada ni siquiera comprendieron de qué iba la cosa. Cuando finalmente cayeron en la cuenta, contestaron que nada de eso.

Por si acaso, como castigo, el padre les mandó a la cama sin cenar.

El vendedor se lo agradeció y se fue. En la puerta se cruzó con el presidente de la cooperativa comarcal. El presidente saludó al señor de la casa, que se complació en recibir a un personaje tan importante. Al ver a los críos, el presidente frunció el ceño, resopló y dijo:

—Me alegro de ver a estos arrapiezos. Debería atarlos corto. ¡Tan pequeños y tan insolentes! Hoy miro por la ventana del almacén y ¿qué veo? ¡Hacen un muñeco de nieve como si tal cosa!

—Ya. Se refiere a la nariz... —adivinó el padre.

—La nariz me importa un rábano. Pero fíjese: primero han hecho una bola, después otra y a continuación una tercera. Y luego ¿qué? Han colocado la segunda bola sobre la primera y la tercera sobre la segunda. ¡Es indignante!

Al ver que el padre no entendía nada, el presidente se enfadó todavía más.

—Lo que intentaban sugerir es evidente. Que en la cooperativa comarcal hay ladrón sobre ladrón. ¡Y eso es una calumnia! Ni siquiera la prensa puede publicar algo así sin pruebas. Y aquí se trata de una manifestación pública, en la plaza mayor.

No obstante, en consideración a la corta edad y a la inexperiencia de los culpables, el presidente de la cooperativa no iba a exigir una rectificación oficial y sólo rogaba que no volviera a ocurrir algo así.

Preguntados por si, al colocar una bola de nieve sobre otra, pretendían dar a entender que en la cooperativa había ladrón sobre ladrón, los niños dieron una respuesta negativa y rompieron a llorar. Sin embargo, por si acaso, el padre los castigó de cara a la pared.

Pero aquello no fue todo. En la calle repicaron los cascabeles de un trineo que enmudecieron justo delante de la casa. Dos personas llamaron a la puerta al mismo tiempo. Una de ellas era un gordinflón vestido con zamarra, la otra, el mismísimo presidente del Consejo Nacional.

—Hemos venido por lo de sus hijos —dijeron desde el umbral.

Ya familiarizado con esa clase de visitas, el padre les acercó sendas sillas. El presidente miró de reojo al otro hombre, preguntándose para sus adentros quién sería. Luego habló:

—Me extraña mucho que tolere usted actividades subversivas en su casa. A lo mejor le falta conciencia política. Más le vale confesarlo abiertamente.

El padre no entendía por qué iba a faltarle conciencia política.

—Se nota a la legua. Basta con ver a sus hijos. ¿Quién satiriza los órganos del Gobierno popular? ¡Ellos! Han hecho un muñeco justo delante de las ventanas de mi despacho.

—Ya, ladrón sobre ladrón... —musitó el padre tímidamente.

—¡Los ladrones son lo de menos! ¿No se da cuenta de lo que significa hacer un monigote delante de las ventanas del presidente del Consejo Nacional? ¿Usted cree que no sé lo que se dice de mí? ¿Por qué sus hijos no hacen un monigote delante de las ventanas de, pongamos por caso, Adenauer? ¿Eh? ¡No sabe qué decir! Su silencio es muy elocuente. Puedo hacer que pague las consecuencias.

Al oír la palabra «consecuencias», el gordo se levantó y, mirando a su alrededor, se retiró de la habitación a la chita callando, de puntillas. Al otro lado de la ventana volvieron a resonar los cascabeles, que fueron apagándose hasta enmudecer en la lejanía.

—Sí, estimado señor. Yo de usted pensaría en ello —prosiguió el presidente—. Por cierto, ¡esta cosa! Que yo ande desabrochado por casa es asunto mío. No tiene por qué ser tema de las carnavaladas de sus hijos. La botonadura del monigote también puede interpretarse de varias maneras. Le aseguro que, si me da la real gana, andaré por casa sin pantalones. ¡Y eso a sus hijos no les incumbe! ¡Recuerde lo que le digo!

El acusado mandó a los niños darse la vuelta y reconocer inmediatamente que, cuando hacían el muñeco de nieve, pensaban en el señor presidente y que, además, adornándolo de arriba abajo con botones, habían hecho una broma de mal gusto sobre la costumbre del señor presidente de andar por casa desabrochado.

Entre sollozos y lágrimas, los niños juraron haber hecho el muñeco sin segundas intenciones, sólo por diversión. Por si acaso, como castigo, el padre no sólo los dejó sin cenar y los puso de cara a la pared, sino que los hizo arrodillarse sobre el duro suelo.

Aquel día varias personas más llamaron a la puerta, pero el padre no abrió.

Al día siguiente, al pasar al lado de aquella casa, vi a los niños en el jardín. No les habían permitido salir a la plaza mayor. Se estaban preguntando a qué jugar.

—Hagamos un muñeco de nieve —dijo uno.

—Anda. Un muñeco normal no mola —dijo otro.

—Pues hagamos al señor de los periódicos. Le pondremos una nariz roja. Tiene la nariz roja porque bebe. Y podemos ponerle botones, porque anda desabrochado por casa.

Discutieron. Finalmente decidieron que los harían a todos, uno detrás de otro.

Se pusieron manos a la obra con entusiasmo.


EL PROCESO

Gracias a grandes esfuerzos, incansables diligencias, ambición y esmero, por fin se había conseguido el objetivo. A los escritores se les habían otorgado uniformes, distinciones y rangos. Así, se había acabado de una vez por todas con el caos, la falta de criterio, el esteticismo malsano, el hermetismo y las veleidades del arte. El diseño del uniforme se elaboró en los órganos centrales; la división en zonas y rangos fue el resultado de interminables preparativos de la Junta Directiva. A partir de entonces, todos los miembros de la Asociación de Escritores estaban obligados a llevar uniforme: pantalones holgados de color violeta con ribete, cazadora verde, cinturón y chacó. Sin embargo, a pesar de su aparente sencillez, el atuendo se diversificaba mucho. Los miembros de la Junta Directiva iban tocados con tricornios engalanados de oro, mientras que los de las Delegaciones Territoriales llevaban tricornios engalanados de plata. Los presidentes ceñían espada; los vicepresidentes, alfanje. Los escritores fueron divididos en formaciones según el género que cultivaban. De este modo, se formaron dos regimientos de poetas, tres divisiones de prosistas y un pelotón de fusilamiento compuesto por individuos de toda clase. Los críticos tuvieron dos destinos muy diferentes: unos fueron mandados a galeras y el resto pasó a engrosar las filas de la gendarmería.

A cada uno se le asignó un rango, desde soldado raso a mariscal. Los criterios eran: la cantidad de palabras que el escritor había publicado durante su vida, el ángulo de inclinación entre su perfil político y el suelo, los años vividos y los cargos ocupados en la administración autonómica o nacional. Para no confundir los rangos, se introdujeron distintivos de colores.

Las ventajas del nuevo orden eran evidentes. En primer lugar, todo el mundo sabía qué opinar sobre cada uno de los escritores. Quedaba claro que un escritor-general no podía haber escrito novelas malas y que un escritor-mariscal escribía las mejores. Aunque cometiera algún que otro error, un escritor-coronel siempre tenía más talento que un escritor-comandante. La tarea de los editores se volvió más fácil. Podían calcular con precisión el porcentaje en que el manuscrito de un escritor-brigadier era más publicable que el de un escritor-teniente. Por la misma regla de tres se reguló también la cuestión de los honorarios.

Naturalmente, un crítico-escritor-capitán no podía publicar una reseña desfavorable del libro de un escritor que tuviera rango de comandante o cualquier otro más alto. Sólo un crítico-escritor-general podía dar una opinión negativa sobre la obra de un escritor-coronel.

Las ventajas externas del nuevo orden también eran considerables. Los escritores que, en comparación con los deportistas por ejemplo, anteriormente ofrecían una imagen muy desangelada en los desfiles, ahora lucían charreteras. Los ribetes de los pantalones destellaban, las espadas y los alfanjes de los presidentes y vicepresidentes relumbraban y los chacos de todo el destacamento hacían otro tanto, con lo que los literatos pronto se hicieron enormemente populares.

Sin embargo, surgió un problema al asignar la categoría a un escritor estrafalario, cuyas obras, si bien escritas en prosa, eran demasiado cortas para ser novelas y demasiado largas para ser relatos. Además, corría la voz de que la suya era una prosa poética que tiraba a sátira y también había quien afirmaba que aquel bicho raro cultivaba un folletín con ciertas características de novela corta no exentas de los rasgos típicos del ensayo crítico. No era posible asignarlo ni a la prosa ni a la poesía y no salía a cuenta crear una nueva categoría para un solo hombre. Algunos pidieron su expulsión. Finalmente, para distinguirlo de los demás, le adjudicaron unos pantalones color naranja, lo incluyeron en la categoría de escritores rasos y lo dejaron en paz. El país entero lo consideraba una oveja negra. A decir verdad, si lo hubieran expulsado, tampoco habría sido el primer caso. Antes habían sido expulsados unos cuantos escritores que no tenían planta para llevar uniforme.

No obstante, la sociedad descubrió pronto que al permitirle seguir en las filas de la Asociación se había cometido un error monumental. Aquel personaje dio pie a un escándalo que sacudió los claros y bellos principios de la jerarquía.

Un día, un respetable y conocido escritor-teniente general paseaba por el boulevard de la capital. De pronto, vio acercarse al escritor raso de los pantalones color naranja. Lo miró con desdén, esperando, como era lógico, que el otro le obsequiara con un saludo militar. Pero entonces vio sobre su chacó la distinción más alta, la que correspondía a un escritor-mariscal: el minúsculo pompón rojo. El escritor-teniente general tenía tan asumidos los principios de la jerarquía que, sin detenerse a pensar en la insólita imagen, se cuadró con sumo respeto y saludó primero. Asombrado, el escritor raso le respondió con una inclinación de cabeza, y entonces la diminuta mariquita que se había posado sobre su chacó y que el escritor-teniente general había tomado por el distintivo de la máxima autoridad desplegó las alas y levantó el vuelo. Enfurecido y humillado, el escritor- teniente general llamó al crítico de guardia y le ordenó que se llevara al escritor raso al calabozo militar de la Casa de la Literatura previa confiscación de su pluma estilográfica.

El proceso se celebró en la capital, en el Palacio de las Artes. Las charreteras de los jueces brillaban en la amplia sala de mármol. El generalato tomó asiento tras una mesa de caoba y oro, en cuya bruñida superficie se reflejaban como en un espejo negro las condecoraciones y medallas. El escritor raso de los pantalones color naranja fue acusado de llevar fraudulentamente distinciones que no le correspondían por rango.

Sin embargo, el acusado tuvo suerte. En la víspera del proceso se había celebrado una reunión del Consejo de Cultura durante la cual se había criticado severamente la insensibilidad hacia los artistas y la burocratización de la gestión del arte. Los ecos de aquel debate se dejaron oír al día siguiente en la sala del tribunal. Tomó la palabra el mismísimo crítico-escritor-vicemariscal.

—No podemos abordar la acusación con espíritu burocrático. Debemos llegar al meollo del asunto. Sin duda, el caso que nos ocupa constituye una infracción de las normas, gracias a las cuales, y a pesar de los inexorables errores, nuestra literatura florece como nunca. Pero ¿actuó el acusado conscientemente y en plena libertad? Deberíamos profundizar en esta cuestión y no limitarnos a ver los efectos, sino descubrir las causas. Pensemos: ¿quién es el responsable del triste estado en que se encuentra el acusado? ¿Quién lo depravó y se aprovechó de su ingenuidad? ¿Cuál es el ambiente literario que ha generado la crisis? ¿A quién deberíamos castigar para que en el futuro no se repitan procesos de esta índole? No, camaradas, el principal culpable no es el acusado. Él sólo fue un instrumento en las manos de la mariquita. Es ella, la mariquita, quien, sin duda empujada por el odio contra los principios de nuestra nueva jerarquía y encorajinada por los logros conseguidos gracias a la exactitud absoluta de nuestros criterios y a la impecable organización de nuestra vida corporativa, se posó a traición sobre el chacó del acusado, imitando el distintivo de un mariscal. Es ella quien aborrece nuestra jerarquía. ¡Castiguemos el brazo y no la ciega espada!

En la opinión de todos, el discurso dejó al descubierto las raíces del mal. Los cargos contra el escritor raso fueron retirados y la acusación se concentró en la mariquita.

El pelotón de críticos la encontró en el jardín donde, sentada sobre una hoja de saúco, tramaba inicuos planes. Al verse desenmascarada, no opuso resistencia. El proceso se celebró en la misma sala de mármol. Colocaron a la mariquita sobre la mesa de caoba y la cubrieron con un platillo transparente para que no escapara. Todos se esforzaban por distinguir el puntito rojo sobre la superficie negra. Recalcitrante en su ignominia, la mariquita mantuvo un silencio desdeñoso hasta el final.

Al día siguiente, al rayar el alba, fue fusilada con los cuatro tomos de la novela más reciente del escritor-mariscal, unos volúmenes de papel satinado y de tapa dura que le cayeron encima sucesivamente desde la altura de un metro y medio. Dicen que no sufrió mucho.

No obstante, sobre el escritor raso de los pantalones color naranja recayó la sospecha de haber actuado en connivencia con la criminal y no se excluyó la posibilidad de que mantuviera con ella algún otro tipo de relación, ya que al conocer la sentencia había llorado y había implorado que la soltaran en un jardín.

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