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viernes, 8 de octubre de 2010

EL LABERINTO DEL VERDUGO-NOVELA. PREMIO EDITORIAL COSTA RICA 2009. PREMIO DE NACIONAL DE NOVELA AQUILEO J ECHEVERRÍA 2010.

Del segundo capitulo a mis amigos blogueros escogi un fragmento que espero les guste.
NOTA. Disculpen las faltas de tildes pero el teclado esta en ingles. Gracias.




De los cines-cementerios.

No queriendo desprenderme del cordón umbilical de la Zona Fantasma, por temor a caer en las manos de la policía, decidí alterar las visitas a los diferentes lugares que todavía tenía programados, sea los cines que proyectaban cintas pornográficas y San José de la Montaña. Lo hacía a última hora. ¿Por qué? Fue un rumor o una conciencia más antigua que mi conciencia que me rondaba todas las noches, algo o alguien que me murmuraba que no iniciara los recorridos cerca del Valle de las Muñecas y otras zonas de San José de noche.
La decisión era bien tomada, y esa misma noche que empezaba el recorrido por los cines La Central y el Hilton, se daba una exhaustiva cacería de putas, todas indocumentadas, y de travestis menores de edad en las periferias del Valle de las Muñecas.
La virulencia de las acciones eran un plan minucioso y elaborado por Ernesto Miranda Rojas. ¿La razón? Su cabeza pendía de un hilo por las fuertes críticas días atrás; la ciudadanía estaba descontenta por lo que sucedía: las muertes de las prostitutas que no cesaban con mi detención. Ya muchos empezaban a cuestionar si yo era el asesino.
La ciudadanía no estaba conforme con el jerarca del OIC y los diputados más avezados querían sacar provecho, y si fuera del caso, sacrificarlo políticamente; pero Ernesto no se quedaba de brazos cruzados, realizaba e informaba a los medios de comunicación sobre los allanamientos y la detención de veinte o treinta personas sospechosas con las muertes en la Zona del Vampiro.

***

En los perímetros de los cines La Central, el Hilton y el Metropolitan, el ambiente era de una gran quietud, de una calma que transmigraba a los bombillos de las marquesinas de los cines y que se devolvía en efecto búmeran a los objetos que yo visualizaba. Y mientras nos dirigíamos hacia la boletería, la calle iluminada no dejaba para duda: Felipe y yo éramos los únicos que caminábamos por la ancha acera. Nadie se percibía por los alrededores, ningún ruido hacía colapsar el sonambulismo delicioso que contaminaba nuestros cuerpos.
Me detuve con Felipe en la entrada de la boletería, miré más hacia el sur de los cines: al fondo de la oscuridad y de la noche se percibían los límites entre la Zona Fantasma, la Zona del Pacífico y el enclave del terror: la Zona del Vampiro.
Era absurdo, pero no me importó nada de los acontecimientos que estaba cargando en mi espalda, y en ocasiones sentía que la espalda iba a ser un “tris” y me iba a dejar bocabajo en el suelo. Por unos instantes me desprendía del rencor, la venganza, el miedo, la frustración, la desesperanza, las obsesiones y hasta el deseo del enfrentamiento final con don Julián Casasola Brown. Toda la Zona Fantasma y sus zonas hijas me parecieron que eran las zonas más normales del mundo, que no tenían nada de particular, también me percibía en un adolescente con blue jeans desteñido y raído, con una camisa de lona y con zapatos de suela tractor entrando por curiosidad a un cine barato de pornografía.
Pero no era cierto, en nuestro infortunio la realidad laceraba mi conciencia. La verdad era que ingresaba a un cine porno donde en una cartelera de mal gusto anunciaba el clásico Cuando las colegialas crecen, y de seguido indicaba otro cartelón en tandas continuas varias películas de la gran estrella del cine porno John Holmes, un gringo que su pene le llegaba hasta las mismas rodillas en actitud apacible con la “bestia dormida”, y que a decir verdad, si estaba en guerra y despertaba, su tamaño no aumentaba, ¿para qué? La naturaleza es sabia, siempre me dije que con el órgano del placer tan desmesuradamente grande no crecería mucho en erección, pero los jóvenes de mi época esperaban que en las cintas, Holmes “desenfundara” y –a mí me daba risa– escuchar el cine como si fuera una enorme boca y una enorme garganta exclamar: “¡Aaaahhh, uyyyy, ooohhhh!”; supongo que no era para menos, entretanto Holmes mascando chicle y con una parsimonia de un pulpero o de un carnicero y sin ninguna prisa, acomodaba a la prostituta de cuatro patas para penetrarla y la mujer no menos asustada hacía visajes en su cara por cada centímetro de penetración.
Al final, la estrella porno terminó mal: murió de sida en los años ochenta o a principios de los noventa del siglo pasado, con un promedio aproximado de tres mil películas triple equis, como protagonista, según afirmó una nota periodística.

Ingresamos primero a un salón, los pinballs en hileras aguardaban a los jóvenes, pero nadie jugaba y ese aire viciado con olor a aerosol, polvo de alfombras y comida chatarra giraba a nuestro alrededor. Avanzamos y en otro salón anterior al principal estaban los juegos de videos (no había nadie jugando), más al fondo la urna de las golosinas aguardaba con toda la variedad de comida artificial, incluidos chocolates y turrones italianos que por el alto precio esperaban un milagro para que alguien los comprara. Antes de iniciar el miniviaje de la hibernación, le compré un tarro de Coca Cola y una bolsa de papas a Felipe, quien las aceptó en automático. Felipe miraba con curiosidad cuanto le rodeaba y se movía a su alrededor, hasta que se posó hipnotizado en una urna iluminada con un color azul profundo donde se exhibían pistolas viejas, espadas, espadines, cuchillos y dagas, con letreros de “reward”, que anunciaban jugosas recompensas de bandidos del oeste norteamericano, en especial de: Billy the Kid, Jesse James y otros no tan famosos. Más abajo del material bélico de la urna, en un pequeño letrero se leía que la colección era original y que eran piezas de gran valor. Aminoré el paso, esperé que Felipe consumiera la Coca Cola y las papas, esperé que emergiera del sonambulismo por unos instantes y le dije que mejor me acompañara y que no se alejara demasiado de mí en medio de la oscuridad. Felipe no contestó, se dignó a mirar las gruesas cortinas que teníamos en frente y que daban a la sala de proyección zambulléndose conmigo en la negritud del salón.

Sabía –lógico– que en el cine no estaría don Julián, pero necesitaba el ritual, necesitaba ponerme en forma con actos que debía cumplir. Era una especie de “tótem de la ritualización”, porque de lo contrario suponía que no tendría éxito con la cacería de don Julián. Lo atávico y primitivo salía a flote en mis actos. No me pintarrajeaba la cara con extraños símbolos o colores determinados, imitando a nuestros antepasados antes de iniciar la persecución de un animal, pero sí tenía –repito– que cumplir ciertos ritos y el hecho de volver a algunas zonas antes de empezar con la búsqueda del hombre era necesario para calmar mis nervios y mis obsesiones, de otra manera mi voluntad se podría resquebrajar. ¿Cacería? Sí, porque era un monstruo, no cabía otra palabra, era imposible definir de otra forma lo que yo estaba haciendo, no me importaba que un grupo de personas por medios diferentes estaban llegando a la misma conclusión: los asesinatos de las mujeres no eran obra de un hombre o de una persona llamada Henry de Quincey, supe que el boleto del terror lo tenía que comprar ahí para mi última aventura.

***

Se afinó el ojo en medio de la oscuridad y pude observar en el Hilton –años atrás sucedía con las mismas variables– a un grupo de personas desperdigadas en medio del salón. Eran siluetas inmóviles, otras inquietas llegaban a saciar insatisfacciones volcando en los filmes de pornografía barata toda su frustración de mujeres inalcanzables (para ellos obreros de fábricas y de maquilas), que imaginaban ser los hombres europeos que les hacían el sexo a rubias nórdicas en el capó de lujosos autos y en medio de un bosque de pinos con un paisaje de ensueño.
Pensé que era curioso pero a las nuevas generaciones no les satisfacía tanto la pornografía de salón o de cine, a diferencia de las generaciones anteriores a las que yo pertenecía. Mi generación de voyeuristas y de masturbadores en cines se esfumaba para nunca retornar, ahora los jóvenes iniciaban el ascenso y la ruta de una pornografía desde sus casas, jefeadas por el ciberespacio: mayor anonimato, mayor comodidad, mayor privacidad, menos ojos observando.
Los cines de pornografía se desplazaban en su totalidad a la Zona Fantasma y estaban a punto de colapsar, se mantenían a flote por una minoría de depravados consuetudinarios que acechaban en las sombras y fermentaban sus vicios en la oscuridad, en un aquelarre.
Seguí caminando en medio de la penumbra buscando nada, avanzando entre las sombras por el hecho de avanzar, de buscar algo que ignoraba qué era; los hombres al mirarnos con disimulo dejaban de masturbarse y otros no les importaba y seguían haciéndolo.
Era curioso pero en momentos sentí una profunda lástima por la pequeña casta de frustrados virtuales, hombres solitarios y desperdigados por el salón que buscaban más soledad: en hileras y espaciados unos de otros por varios asientos observaban las películas porno. Y en los rituales de la oscuridad no observé en el cine ninguna mujer en solitario, quizá atisbé dos o cuatro parejas gravitando maliciosamente, latigando con su presencia y desprecio la soledad de los “otros”, y cavilé que muchos de aquellos hombres no tendrían ninguna compañía cuando llegaran a su casa, que vivirían con un gato o un perro –sin pedigrí, por supuesto– o que alquilarían un cuarto en una casa de familia, o que eran hombres tímidos y que el mayor contacto sexual con una mujer era la pantalla y el celuloide, o que tal vez serían profesores de bachillerato por madurez viviendo de una paupérrima mensualidad que apenas les alcanzaría para sus gastos primarios y tendrían de único consuelo en el celibato a una madre octogenaria, que esperaría al hijo para compartir una taza de té por las noches. Me imaginé que el cine Hilton era un enorme cementerio con grandes mausoleos, con caminos que no conducían a ninguna parte, donde la vista se cansaba de observar tanto mármol convertido en ángeles y en cruces, en lápidas blancas pero sin nombres, un cine-mausoleo, un cine-cementerio de deseos idos, esfumados, la erotización asesinada en las imágenes de aquellas mujeres; sentí que hurgaba en un enorme paisaje de ocasos triste y hediondo a muerte, o que el gran salón del Hilton era una boca sedienta de sexo, sexo y más sexo insatisfecho.
Felipe miraba la pantalla sin que los músculos de su cara se aligeraran o cambiaran de postura, no importaba que en la pantalla una chica estuviera haciendo sexo de cuatro patas o que le hiciera el sexo oral con una cara virginal a un hombre maduro, la cara de Felipe seguía inmutable... Continuamos caminando...
A la mitad del salón me detuve y Felipe lo hizo detrás de mí. Volví a mirar con tristeza aquel paisaje de penumbras y de deseos anquilosados, por un instante especulé dirigirme al segundo piso del cine, pero desistí de la idea, ¿para qué? Ya veía suficiente. Esta segunda vez, me dije, no aparecía el puente de comunicación, la energía que fluyera en un éter en el espacio de aquel cine decadente que sí sucedía años atrás en La Central; en el Hilton no operaba el mecanismo de los reencuentros, se perdía la posibilidad que pudiera arrojarme a navegar en los canales de energía en los que navegué la primera vez, para iniciar la ruta del asalto final en contra de don Julián Casasola Brown. Esta ocasión el canal estaba perdido, “esfumado”, las coordenadas de tiempo y espacio no eran las mismas.

Salimos a la noche y nada cambiaba, por supuesto, la Zona Fantasma continuaba metamorfoseada en un duende dormido. Algunos transeúntes se detenían y miraban las carteleras de los cines Hilton, Metropolitan y La Central para decidir a cuál iban a ingresar para chapotear con sus malditas frustraciones.
Las luces de las marquesinas iluminaban con agresividad el pavimento y las vidrieras de los cines. Me resistí a observar las figuras en los ventanales que reflejaban a los locos que la policía perseguía, pero la realidad no se podía ocultar: en un ventanal teñido de un marrón oscuro estaba yo, Henry de Quincey, regordete, semicalvo y con el poco pelo enmarañado que todavía se negaba a abandonar mi cabeza, con un saco sport a cuadros, una camisa también a cuadros y sin corbata... y para rematar la imagen –de bufón en busca de circo–, un pantalón de lona color caqui dos o tres tallas más que la mía; una vestimenta que el Gran Archivero de la Noche me conseguía de buena voluntad pero que odié el primer día que la vi y me la puse, pero ¿qué hacer? Lo otro era salir con el uniforme de loco que nos vestían en el sanatorio. ¿Cómo negar la figura que proyectaba hacia los otros? ¿Y Felipe? No andaba muy lejos en su indumentaria de payaso de turno.

En la acera del Hilton le dije a Felipe que no tenía intención de entrar a La Central, que ya bastaba, que era suficiente con lo que habíamos visto en el Hilton, que “el acto” lo hacía –el ingresar al cinema porno y estar en medio de la oscuridad observando personas– por una especie de ritual que yo suponía me llevaría a ponerme en sintonía con don Julián, o algo parecido, pero que ya no importaba, que la sintonía de “la extraña dimensión” en que cohabité no la hallaba. Felipe no dijo nada.
De camino escuchamos el metro que daba pitazos para avisar que se acercaba a la Zona Fantasma, y recapacité que a la noche siguiente o dentro de una semana tendríamos que tomarlo para hacer otros recorridos que nos estaban esperando.

Fragmento de la Segunda Parte. EL LABERINTO DEL VERDUGO.

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