martes, 30 de septiembre de 2014

Samuel Dashiell Hammett


Samuel Dashiell Hammett
Nació el 27 de mayo de 1894 en el condado de St. Mary`s (Estados Unidos). Sin una educación formal, trabajó como mensajero para los ferrocarriles de Baltimore y Ohio, fue dependiente, fue mozo de estación y trabajador en una fábrica de conservas entre otros oficios. En 1915, entra en la `Pinkerton`s National Detective Agency` de Baltimore. En Junio de 1918, abandona Pinkerton y se alista en el ejército. Después de servir en el ejército en la Primera Guerra Mundial, se instaló en San Francisco en donde trabajó como detective y en publicidad. Consiguió prestigio literario y sus novelas aparecieron con los honores de la tapa dura entre 1929 y 1931, así, la más popular de todas, El halcón maltés, y las también excelentes Cosecha roja y La llave de cristal. Fue el inventor de la figura del detective cínico y desencantado de todo. Corrían los tiempos del nacimiento de la novela negra, un movimiento literario en que se adoptaba el enfoque realista y testimonial para tratar los hechos delictivos. Fue el fundador de tal corriente y su más egregio representante. No sólo gozó del reconocimiento popular, también críticos serios elogiaron su trabajo. Reconocido como izquierdista, en 1951 pasó seis meses en la cárcel por rechazar atestiguar en el Civil Rights Congress. En 1953, volvió a rechazar contestar a preguntas del comité del senador José McCarthy`s. Su compañera sentimental fue la escritora Lillian Hellman con la que vivió más de treinta años. Falleció el 10 de enero de 1961




El Halcón Maltés (título original en inglés: The Maltese Falcon) es una de las mejores novelas de Dashiell Hammett. Icono de la novela negra y policíaca. Fue publicada en 1930 poco después de La llave de cristal y forma, junto con esta, la parte más popular de su obra.

El Halcón Maltés, que da nombre a la novela, es una supuesta estatuilla con figura de halcón incrustada de piedras preciosas que los caballeros de la Orden de Malta regalaron al emperador Carlos V en 1530. La novela se desarrolla en la ciudad de San Francisco, donde un puñado de delincuentes, no todos traficantes de arte, siguen la pista a dicha joya.

Sam Spade, el protagonista de `El Halcón Maltés`, es, sin duda alguna, el personaje más conocido de Dashiell Hammett. Detective privado que hace gala de la dureza y brutalidad de un hombre acostumbrado a abrirse camino a codazos en los ambientes más hostiles y que parece apreciar menos la propia vida que el dinero.
Fuente: N.N.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Eduardo Sacheri. "El secreto de sus ojos".


Eduardo Sacheri (Buenos Aires, 1967) es un escritor argentino. Es mayormente conocido por su novela La pregunta de sus ojos, en la que se basó la película de Juan José Campanella El secreto de sus ojos, cuyo guion coescribió.

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Eduardo Sacheri nacido en 1967 en Castelar, provincia de Buenos Aires, Argentina 

Es profesor y licenciado en Historia, y ejerce la docencia universitaria y secundaria. Comenzó a escribir cuentos a mediados de la década de los 1990. 

Pertenece a ese extraño grupo de escritores que son best seller pero que pocos lo conocen. Sus primeros relatos futboleros encontraron una amplia audiencia gracias a su difusión por Alejandro Apo en su programa `Todo con afecto`, que se emite por Radio Continental. 

Desde entonces ha publicado, con gran repercusión en el público lector, cuatro libros de cuentos: 

Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (2000) 
Te conozco, Mendizábal y otros cuentos (2001) 
Lo raro empezó después (2004) 
Cuentos de fútbol y otros relatos y la pregunta de sus ojos (2005). 
`Esperándolo a Tito` fue también editado en España como `Los traidores y otros cuentos` 

Recientemente ha guionado su primer largometraje cinematográfico a partir de sus cuentos `El golpe del Hormiga`, `La promesa` y `Cerantes y la tentación`.

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Treinta años atrás, cuando Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción, llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, ya jubilado, repasa buena parte de su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la historia de un amor secreto que lo mantiene acorralado entre la pasión y el silencio. 
El autor de “Esperándolo a Tito” propone en esta, su primera novela, una trama policial ambientada en los años sesenta y setenta, en una Argentina que paulatinamente se sumerge en la violencia política y cuyos personajes luchan contra la impunidad, la burocracia del sistema judicial y las miserias propias y ajenas. 
Una historia protagonizada por hombres que hicieron de la búsqueda de la verdad un destino, de la memoria, un camino imprescindible, y de la lealtad, un culto que trasciende el tiempo, las distancias y la muerte.

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(Fragmento de novela: El secreto de sus ojos).
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No estoy demasiado seguro de los motivos que me llevan a escribir la historia de Ricardo Morales después de tantos años. Podría decir que lo que le pasó a ese hombre siempre ejerció en mí una oscura fascinación, como si me diera la oportunidad de ver reflejados, en esa vida destrozada por el dolor y la tragedia, los fantasmas de mis propios miedos. Muchas veces me ha sorprendido advertir en mi espíritu cierta alegría culposa frente a los horrores ajenos, como si la circunstancia de que a otros les sucedan cosas espantosas fuera un modo de alejar de mi propia vida esas tragedias. Una suerte de salvoconducto nacido de cierta obtusa ley de probabilidades: si a Fulano le ha ocurrido semejante cosa, difícilmente les pase a los conocidos de Fulano, entre los que yo me cuento. No es que pueda ufanarme de una vida pletórica de éxitos. Pero en la comparación de mis desdichas con las de Morales salgo ganando. De todos modos, no se trata de contar mi historia sino la de Morales, o la de Isidoro Gómez, que es la misma pero vista del otro lado, vista del revés, o algo así.

No es eso solo lo que me conduce a escribir estas páginas. Aunque esa especie de asombro morboso tenga su peso y su parte. Supongo que la cuento porque tengo tiempo. Mucho, demasiado tiempo. Tanto tiempo que las minucias cotidianas que componen mi vida se disuelven velozmente en la nada monótona que me rodea. Estar jubilado es peor de lo que me había imaginado. Debería haber aprendido eso. No lo de estar jubilado, sino eso de que las cosas que tememos suelen ser peores cuando ocurren que cuando las imaginamos. Durante años vi a mis compañeros del Juzgado despedirse del trabajo con el cándido optimismo de que ahora sí, por fin, iban a disfrutar de su tiempo y de su ocio. Los vi partir convencidos de que ganaban poco menos que el paraíso. Y los vi regresar aniquilados, velozmente derrotados por el desengaño. En dos semanas, en tres a lo sumo, consumían todos los supuestos placeres que creían haber postergado durante sus años de rutina y de trabajo. ¿Y para qué? Para caerse por el Juzgado cualquier tarde, como quien no quiere la cosa, para sacar charla, tomar un café o hasta ofrecer una mano con alguna causa medio complicada.

Por eso, por tantas y tantas veces en que tuve frente a mí a esos tipos estragados por una vejez vacía, por tantas y tantas ocasiones en que vi sus ojos implorando un rescate imposible, es que me juramenté no caer en esas bajezas cuando me tocara el turno. Nada de tiempo al divino botón. Nada de excursiones nostálgicas a ver cómo andan los muchachos. Nada de espectáculos deplorables para conmover durante cinco segundos a los que tienen la suerte de seguir funcionando.

Pues bueno, hace dos semanas que estoy jubilado y ya me sobra el tiempo. No es que no se me ocurran cosas para hacer. Se me ocurren un montón de cosas, pero todas me parecen inútiles. Tal vez la menos inútil sea esta. Jugar un par de meses a ser escritor, como me decía Silvia cuando todavía me amaba. En realidad, estoy mezclando dos épocas distintas, y dos modos de llamarme. Cuando todavía me amaba, me prometía un futuro en el que sería escritor, un escritor probablemente famoso. Después, cuando ya su amor se había licuado en el tedio de nuestro matrimonio, hablaba de eso de jugar al escritor desde la torre de ironía y desprecio mordaz que había elegido para atrincherarse y lanzarme sus balas. No puedo quejarme, porque yo también debo haberle propinado vilezas semejantes. Una lástima. Que lo que quede de diez años de matrimonio sea sobre todo el inventario vergonzoso del daño que nos hicimos. Por lo menos con Silvia llegamos a discutir. En mi primer matrimonio, con Marcela, ni siquiera pudimos hablar de esas cosas. Bah, ni de esas ni de otras. Parece mentira. Compartí buena parte de mi vida con dos mujeres y de ambas conservo a duras penas un puñado de recuerdos borrosos. Esa misma lejanía en la que ambas quedan en mi memoria es una prueba más (como si hiciese falta) de lo viejo que estoy. He sobrevivido a dos matrimonios con tiempo suficiente como para perdurar en esta meseta de soltería esteparia. La vida es larga, a fin de cuentas.

Igual nunca me tomé demasiado en serio lo de ser escritor. Ni cuando Silvia me lo decía admirada, ni cuando después me lo escupía sarcástica. Sí llegué a soñar (porque ciertos sueños se imponen aun a los corazones más escépticos) con esa escena idílica del escritor en su estudio, preferentemente con un gran ventanal, preferentemente con vista al mar, preferentemente desde la altura de un peñasco castigado por la intemperie.

Se ve que el hábito no hace al monje. Porque no ha bastado que acomode el living de mi casa al estereotipo de "santuario de escritor escribiendo" (es un espanto, ese gerundio de escritor-escribiendo queda como una patada en el hígado, qué mal me veo). Y eso que está lindo, la verdad. Me faltan el mar y la borrasca, cierto. Pero tengo el escritorio ordenado. Una resma de hojas oficio casi flamante, a un costado. Un cuaderno de notas, sin ninguna nota, al otro lado. En medio la máquina de escribir, una imponente Remington color verde oliva, apenas más chica que un tanque de guerra pero con acero igual de grueso, como solían bromear en el Juzgado, años atrás.

Me acerco a la ventana, que tal como quedó dicho no se asoma desde un peñasco a la tempestad oceánica sino a un prolijo jardincito de cinco por cuatro, y miro hacia la calle. No pasa nadie, como siempre. Treinta años antes estas calles estaban pobladas de pibes y de gente. Pero ahora son un desierto. Los pibes se han ido, y los viejos se han metido adentro. Como yo mismo. Suena risueño: tal vez seamos unos cuantos los que tenemos el escritorio preparado para el berretín de escribir una novela.

En realidad y muy en el fondo, sospecho que esta página que porfío en llenar de palabras va a terminar también, como las diecinueve que la precedieron, echa un bollo en el rincón opuesto de la pieza. Porque a medida que descarto borradores no puedo evitar la tentación deportiva de arrojarlos, con un gallardo balanceo de muñeca y suerte despareja, al paragüero de mimbre que heredé ya no recuerdo de quién. Y me entusiasma tanto cuando encesto, y me envalentona tanto la minúscula frustración de mis tiros errados, que estoy casi más interesado en el próximo intento que en la remota posibilidad de que este sí sea, por fin, el inicio de la historia que supuestamente me propongo contar. Es evidente que estoy tan lejos de ser un escritor como de volverme basquetbolista a los sesenta años.

Durante varios días intenté encontrar respuestas a ciertas cuestiones cruciales de la obra antes de pretender escribirla, temiendo precisamente esto que me está pasando ahora: que se me evaporen los últimos restos de osadía en este correrme la cola delante de la máquina de escribir. Lo primero que pensé es que no tengo la imaginación suficiente como para escribir una novela. La solución que encontré fue escribir sin inventar nada, es decir, narrar una historia verdadera, algo de lo que yo hubiese sido, aunque indirectamente, testigo. Por eso decidí escribir la historia de Ricardo Morales. Por lo que dije al principio y porque es una historia que no necesita que yo le agregue nada, y porque sabiéndola cierta tal vez me atreva a contarla hasta el final, sin amedrentarme con la vergüenza de empezar a mentir para llenar baches, alargar la trama o convencer a quien la lea de que no la tire al cuerno apenas transcurridas quince páginas.

La primera dificultad concreta, una vez decidido el tema: ¿En qué persona gramatical voy a redactar esta cosa? Cuando hable de mí mismo, ¿diré "yo" o diré "Chaparro"? Es tétrico que este escollo baste para detener todo mi brío literario. Supongamos que elijo la tercera persona para el relato. Tal vez sea mejor, para no verme tentado a volcar impresiones y vivencias demasiado personales. Eso lo tengo claro. No pretendo hacer catarsis con este libro, o con este embrión de libro, hablando más exactamente. Pero la primera persona me queda más cómoda. Por inexperiencia, supongo, pero me queda más cómoda. ¿Y qué hago con las partes de la historia de las que no he sido directamente testigo, esas partes que intuyo pero no conozco a ciencia cierta? ¿Las cuento igual? ¿Las invento de pe a pa? ¿Las ignoro?

Vayamos por partes. Hagamos las cosas fáciles. Arrancaré en primera persona. Bastantes dificultades tengo como para buscarme otras. Y será mejor contar lo que sé y también lo que supongo, porque de lo contrario nadie va a entender un carajo. Ni yo mismo. Y otra cosa complicada, el léxico: en el renglón anterior resalta la palabra "carajo" como un cartel de neón en medio de las tinieblas. ¿Uso esas palabras burdas y soeces, o las elimino de mi lenguaje escrito? Cuántas dudas, carajo. Ahí está, de nuevo, el improperio. Al final tendré que concluir que soy un malhablado.

Y otra cosa, peor todavía: aun cuando tengo claro que voy a escribir la historia de Morales, esta tiene que empezar por el principio. Pero ¿cuál es ese principio? Aunque mis técnicas narrativas sean pedestres, soy capaz de advertir que el viejo recurso del "había una vez" no resulta adecuado al caso. ¿Y entonces? ¿Cuál es el principio? No es que esta historia no tenga un principio. El problema es que tiene como cuatro o cinco principios posibles y distintos. Un joven que se despide con un beso de su mujer, en el pasillo que da a la calle, antes de irse a trabajar. O dos tipos que dormitan sobre un escritorio y pegan un respingo cuando suena la campanilla estridente de un teléfono. O una chica recién recibida de maestra que posa para una foto grupal. O un empleado judicial, que soy yo, y que casi treinta años después de todos esos posibles principios recibe una carta manuscrita enviada por un remitente inverosímil.

¿Con cuál de todos estos voy a quedarme? Probablemente me quede con todos, elija uno cualquiera para arrancar y luego ubique los demás en el orden que me parezca menos azaroso, o a medida que los vaya escribiendo. Tal vez no importe tanto si fracaso. Ya llevo unas cuantas tardes dedicadas a esto. Y, en el peor de los casos, si destruyo un número suficiente de borradores, indefectiblemente voy a terminar mejorando mi tiro de larga distancia.



sábado, 27 de septiembre de 2014

Rescatan obra de Di Benedetto, el admirado autor de Bolaño.


Rescatan obra de Di Benedetto, el admirado autor de Bolaño

El autor argentino, que Roberto Bolaño siempre citó como referencia, regresa con antología.

por Javier García

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Antonio di Benedetto vivía en Madrid cuando un joven Roberto Bolaño le envío una carta desde la ciudad catalana de Girona. Ambos habían participado en el mismo concurso literario.

"¡Un crack de primera división, jugando en los campos de tierra pelada de cuarta regional preferente!", diría décadas después el autor chileno sobre ese escritor que había admirado y que figuraba participando en un concurso de provincia.

La historia la contaría en el cuento Sensini, donde el narrador dice que ha leído la novela Ugarte, y que "algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial". Ugarte era una alusión a la novela Zama, precisamente de Di Benedetto, el escritor argentino que tuvo que exiliarse en Madrid, después del golpe militar de 1976 encabezado por Jorge Rafael Videla. Previamente, eso sí, fue torturado y encarcelado.

Antes del exilio, Di Benedetto, nacido en Mendoza en 1922, había publicado un libro de cuentos y tres novelas breves. La primera, Zama (1956), después El silenciero (1964) y Los suicidas (1969). Los títulos ahora se publican en un solo volumen: Trilogía de la espera, libro que acaba de editarse por editorial El Aleph con prólogo de Juan José Saer. Ante la noticia, el escritor argentino Ricardo Piglia asegura que "la prosa de Di Benedetto está a la altura de la prosa de Borges: los dos estilos son antagónicos, pero también son perfectos. La publicación en un único volumen -Trilogía de la espera- debe ser leída como una sola novela. Las tres obras reafirman la unidad del proyecto narrativo de un escritor excepcional".

Estilo concentrado

"Admirado por Bolaño, Saer, Cortázar, su prosa parecía venir de ninguna parte y estar escrita para nadie. Fue un escritor radicalmente singular. Un genio del lenguaje", ha dicho el autor español Enrique Vila-Matas, situándolo en el lugar postergado, enunciando su estilo y sus temas.

En su novela más reeditada, Zama, Di Benedetto pone como protagonista a Diego de Zama, un funcionario de la corona española que espera en Asunción (Paraguay) su sueldo y un traslado a Buenos Aires. Algo que nunca ocurre.

Mientras, en El silenciero, un hombre que vive con su madre sufre por los constantes ruidos, propios y ajenos, que intentará suprimir sin buenos resultados.

Obra asociada al existencialismo, Los suicidas, da más pistas en esa dirección. La historia de esta novela es comandada por un periodista que investiga tres suicidios. Esto lo hará volver a su propio pasado. El libro ratifica el estilo de Di Benedetto: Ideas concentradas en frases breves. Un ejemplo: "No hago ruido. Me gustan muchas cosas. Vivo. Me pregunto por qué estamos vivos".

En 1968 una revista alemana le pidió a Di Benedetto un texto autobiográfico, y escribió: "Bailar no sé, nadar no sé, beber sí sé. Coche no tengo. Prefiero la noche. Prefiero el silencio".

viernes, 26 de septiembre de 2014

Entrevista: Jorge Luis Borges. Harold Alvarado Tenorio.


Harold Alvarado Tenorio.
Conversando con Borges.
Todos, más allá de nuestras opiniones, todos somos hijos de Rubén Darío, todo procede del modernismo...” Borges.

Borges, no se si recuerda, nos conocimos en Islandia…

Si, en ese hotel de Reikjavick, en el otoño del setenta y uno ¿no? Usted quería hacer una foto… ¿Hizo usted la foto? Ese año me nombraron islandés honorario: usted me encontró porque en el diario decía que me nombraban “el gran trovador escandinavo”… ¿Va Usted a grabar esta conversación? Mi voz es horrible, parece un batido de matusalén con chillidos de un bebé…

Si, la foto la hizo su traductor de entonces, qué hacía en Islandia…

Iba a Jerusalém a recibir un dinerito… Islandia ha sido una de mis curiosidades desde la juventud, desde cuando leí en las traducciones de las sagas que hizo William Morris. Lo que entendemos hoy por cultura germánica tuvo su culminación en Islandia y produjo una literatura muy rica. En algunos de mis primeros libros escribí sobre la poesía de los escaldos, en especial sobre Snorri Sturluson y creo haber aprendido a narrar en esos libros. En las sagas ya está la novela moderna y de una manera más eficaz. Los islandeses hablan como hace siete siglos, pueden leer a sus clásicos sin tener que recurrir a diccionarios o a explicaciones, y desprecian a los noruegos y los suecos porque consideran que sus lenguas se han deformado. Las ediciones que tengo de la Heimskringla y de la Edda Menor no tienen notas, la gente entiende todo. El islandés tiene una belleza muy particular por su sonoridad y porque todavía se puede formar palabras compuestas sin que esas palabras resultan artificiales o pedantes. Yo estudio islandés los sábados y los domingos, con un grupo medio secreto de personas… Islandia es un gran país de clase media, no hay ni ricos ni pobres. Yo escribí un poema luego de esa visita, creo recordar que comienza:

Qué dicha para todos los hombres,
Islandia de los mares, que existas.
Islandia de la nieve silenciosa y del agua ferviente.
Islandia de la noche que se aboveda
sobre la vigilancia y el sueño.

Déjeme ordenar un poco estas preguntas. Vamos al principio de los tiempos, digamos su bisabuelo materno, el coronel Isidoro Suárez…

Bueno, se remonta usted muy lejos… Se llamaba Manuel Isidoro Suárez… Yo tenía unos 18 años cuando falleció mi abuela, que nos contaba las historias de él. Era hijo de Nicolás Suárez y Pérez y de Leonor Merlo y Rubio, nació en la esquina de San Martín y Cangallo, a tres cuadras de la Plaza de Mayo. A los catorce años se enroló como cadete en el Regimiento de Granaderos a Caballo y al año lo nombraron portaestandarte del tercer escuadrón, luego lo hicieron alférez y hacía parte del Ejército de los Andes de San Martín cuando la batalla de Maipú y en la batalla de Junín comandó los Húsares de Perú,  un regimiento de caballería peruana y colombiana donde había pocos argentinos, ya San Martín se había ido, estaba a las órdenes de Bolívar y él comandó una carga de caballería que decidió la batalla.  La batalla de Junín sería militarmente una escaramuza, sólo duró tres cuartos de hora y no se disparó un solo tiro, fue una batalla entre la caballería patriota y la caballería española y toda la batalla fue entre sable y lanza, y allí mi bisabuelo atravesó con su lanza a un español que había tomado prisionero al Coronel José Valentín de Olavaria, que era un amigo suyo, entonces él vio eso, fue al galope, y lo atravesó al godo, como se decía entonces, y le dio la libertad a su amigo, que era uno de los hombres más valientes del ejército de la independencia, pero, como Carlos XII, había una cosa a la que él le tenía mucho miedo, la oscuridad, no podía dormir en lo oscuro;  Carlos XII de Suecia, para mí uno de los hombres más valientes que registra la historia, tenía miedo a la oscuridad también, Olavarría igualmente… Yo he dedicado demasiados poemas a mi bisabuelo, deben ser en verdad borradores… Sucre en las cartas que escribió a Bolívar hizo repetidos elogios de él… Era primo segundo de Rosas pero prefirió el destierro y la pobreza en Montevideo a vivir bajo su dictadura, le confiscaron los bienes y a uno de sus hermanos lo ejecutaron…

Y doña Leonor…

Bueno, puedo contarle una anécdota o dos.  Voy a empezar por una, un poco truculenta. Mi madre había cumplido noventa y tantos años, la llamaron por teléfono, una noche, serían las tres de la mañana.  Yo oí el teléfono vagamente, me dormí y le pregunté al día siguiente si habían llamado o si había soñado aquello.  Y me dijo, no, era el teléfono. ¿Quién era?  Y, bueno, me dice, un sonso.  Este, ¿qué te dijo?  Bueno, me dijo, dice, con una voz así muy grosera, “yo voy a matarte a vos y a tu hijo”.  Mi madre dijo, “Por qué Señor.”, “Porque soy peronista”.  Entonces mi madre le dijo: “Bueno, matar a mi hijo que está ciego es una gran hazaña, pero en cuánto a mí he cumplido 90 y tantos años y es mejor que se apure, porque a lo mejor me le muero antes” y le colgó el tubo.  Sí, “me le muero antes”.  Qué raro, mi madre salió con esa criollada, ¿eh?…
Voy a contarle otra anécdota, totalmente distinta.  Yo estaba dictándole un cuento que a ella no le gustaba, porque era un cuento de cuchilleros, la historia de dos hermanos, uno tiene una querida y el menor se enamora de ella, el mayor piensa, y el menor también, que lo más importante es su amistad, que la mujer es una intrusa en su vida, todo esto ocurre entre gente muy primitiva, muy bárbara, entonces mata la mujer, para que la mujer no los divida, y, éste, llegamos a un momento en el cual el mayor tiene que decirle al menor que la ha matado.
Yo no sabía con que palabras decirlo, yo estaba dictándole esas líneas finales y decisivas a mi madre y mi madre estaba con la pluma en la mano y me dijo, espera, y se quedó así, abstraída, y luego me dijo:  “ya sé lo que le dijo”, como si hubiera ocurrido aquello, éste, no me dijo “puede decirle tal cosa”, como si fuera de veras el cuento, “ya sé lo que le dijo”, bueno, le dije, entonces escribilo, entonces mi madre leyó, lo que ella había escrito era la frase perfecta “a trabajar hermano, esta mañana la maté”, pero él no le dice directamente que él la ha matado, sino que él ya lo hace cómplice, al otro, se entiende que tiene que enterrarla, él le dice esa orden, él es el mayor, entonces le dice “a trabajar hermano” y luego después, una especie de after for, “esta mañana la maté”, entonces los dos la entierran.
Ahora, esa frase, sin la cual, éste, el cuento no hubiera existido, esa frase me la dio mi madre, y esa frase ha sido muy elogiada, parece que es exactamente lo que debe decir, pero mi madre me dijo “ya sé lo que dijo” como si fuera cierto, y luego me pidió que no volviera a escribir más cuentos de cuchilleros…

Cuénteme sobre aquellos poemas revolucionarios que usted redactó cuando era ultraísta…

En primer término esos poemas eran muy flojos, en segundo término ser partidario del comunismo en 1917 era algo completamente distinto de ser comunista ahora, porque ahora quiénes son comunistas son partidarios digamos del imperio de Rusia, en cambio en aquel tiempo pensábamos en el maximalismo, como se le llamaba, como una posibilidad de fraternidad entre los hombres, de que no hubiera nacionalidades de que no hubiera guerras; lo veíamos así, no tiene absolutamente nada que ver con las Repúblicas Soviéticas actuales… Si yo me arrepiento de esos poemas es sobre todo por razones literarias, realmente eran malísimos…

¿Quienes le han influenciado….Borges?

Yo creo que todos los libros que he leído han influido en mi obra, que todos mis amigos han influido en mi obra, que sin duda mis antepasados, mis mayores han influido en mi obra, y hay grandes escritores que no han influido en mi obra, por ejemplo, éste, Joseph Conrad, la verdad es que yo lo he leído, pero yo no he sido digno de Conrad, y escritores que yo aprecio menos y que han influido en mi obra como Chesterton…

O Macedonio Fernández…

Yo heredé la amistad de Macedonio Fernández de mi padre. Hicieron juntos la carrera de abogacía, y recuerdo, de chico, cuando volvimos de Europa -esto fue el año 1.920-, ahí estaba Macedonio Fernández esperándonos en la dársena. De modo que, bueno, ahí estaba la patria. Un hombre que vivía dedicado al pensamiento;  dedicado a pensar esos problemas esenciales que se llaman -no sin ambición- la filosofía o la metafísica. Macedonio vivía pensando, de igual modo que Xul Solar vivía recreando y reformando el mundo. Macedonio me dijo que él escribía para ayudarse a pensar. Es decir, él no pensó nunca en publicar. Es verdad que, en vida, salió un libro suyo, Papeles de recién venido, yo le "robé" un poco los papeles a Macedonio: Macedonio no quería publicar, no tenía ningún interés en publicar, y no pensó en lectores tampoco. Él escribía para ayudarse a pensar, y le daba tan poca importancia a sus manuscritos, que se mudaba de una pensión a otra -por razones, bueno, fácilmente adivinables, ¿no?, y eran siempre pensiones, o del barrio de los Tribunales o del barrio del Once, donde había nacido, y abandonaba allí sus escritos. Entonces, nosotros lo recriminábamos por eso, porque él se escapaba de una pensión y dejaba un alto de manuscritos, y eso se perdía. Nosotros le decíamos: "Pero Macedonio, ¿por qué hacés eso?"; entonces él, con sincero asombro, nos decía: "¿Pero ustedes creen que yo puedo pensar algo nuevo? Ustedes tienen que saber que siempre estoy pensando las mismas cosas, yo no pierdo nada. Volveré a pensar en tal pensión del Once lo que pensé en otra antes, ¿no? Pensaré en la calle Jujuy lo que pensaba en la calle Misiones".

Y ¿Schopenhauer y el budismo?

Si, he dedicado muchos años al estudio de la filosofía china, especialmente al taoísmo, que me han interesado mucho y también he estudiado el budismo. He estado también muy interesado por el sufismo. De modo que todo eso ha influido en mí, pero no sé hasta dónde. He estudiado esas religiones, o esas filosofías orientales como posibilidades para el pensamiento o para la conducta, o las he estudiado desde el punto de vista imaginativo para la literatura. Pero yo creo que eso ocurre con toda la filosofía. Creo que fuera de Schopenhauer, o de Berkeley, yo no he tenido nunca la sensación de estar leyendo una descripción verdadera o siquiera verosímil del mundo. He visto más bien en la metafísica una rama de la literatura fantástica. Por ejemplo, yo no estoy seguro de ser cristiano; pero he leído muchos libros de teología –El libre albedrío, Los castigos y Los goces eternos- por los problemas teológicos. Todo eso me ha interesado, pero como una posibilidad para la imaginación.

Usted ha vivido la mayor parte de su vida en Buenos Aires, ¿por qué?

Yo no podría vivir fuera de Buenos Aires, estoy acostumbrado a ella como estoy acostumbrado de mi voz, a mi cuerpo, a ser Borges, a esa serie de costumbres que se llaman Borges. No es que la admire especialmente, es algo más profundo. Mi vida está en Buenos Aires; además voy a cumplir ochenta y dos años, sería absurdo que quisiera rehacer mi vida en otra parte. No tengo motivo para hacerlo. Mi madre murió en Buenos Aires, mi hermana y mis sobrinos viven allí, mis amigos todos están en Buenos Aires. Yo he escrito mucho sobre mi ciudad.

Cuatro o cinco versiones ha hecho de Fervor de Buenos Aires en la última Buenos Aires es ya cualquier ciudad…

Usted me acusa de estar destruyendo a Buenos Aires… cuando yo escribí ese libro yo había leído demasiado de los clásicos españoles, abunda en arcaísmos, había frases, por ejemplo, yo recuerdo habré escrito "minucia guarismal", eso es evidentemente horrible, ahora puse "pormenor numérico",  se nota menos feo; yo tengo derecho a modificar lo que he escrito y además las versiones antiguas están a la venta, yo no oculto nada, simplemente he ido corrigiendo aquellos antiguos borradores, además todo lo que yo escribo es un borrador, todo puede ser infinitamente corregible, yo no escribo páginas definitivas, a mí me pareció tan raro cuando Enrique Larreta publicó un libro La gloria de don Ramiro, y puso, edición definitiva, pero como podía saber él que al día siguiente tenía que encontrar que era mejor poner punto donde él había puesto punto y coma, por ejemplo, cómo podía defenderse de eso, como resignarse a todos los adjetivos, a todos los signos de puntuación de ese libro, cómo no pensar que sería mejor, por ejemplo, donde puso encarnado poner rojo, cómo podía uno decir, edición definitiva, las ediciones definitivas se hacen cuando uno ha muerto, entonces ya son desgraciadamente definitivas, mientras tanto todo es corregible, mejorable…

No gusta del tango…

Todo mundo está de acuerdo con que el tango nació en los lupanares. Incluso se puede determinar la fecha, hacia 1880. Los instrumentos prueban que no fue una música popular. El piano, la flauta y el violín corresponden a un nivel económico alto, precisamente el de los prostíbulos de Buenos Aires. Estaban en lo que ahora es el barrio judío y lo llamaban el barrio Tenebroso. Era el centro de la mala vida. El pueblo no lo aceptó porque sabía que tenía esa raíz infame. El era como dijo Lugones “un reptil de lupanar”. Cuando yo era chico vivía en los arrabales, en Palermo, y vi muchas veces cómo llegaba el organillero y se bailaba tango. Se bailaba entre hombres porque las mujeres no conocían esa raíz infame. Las mujeres de esos hombres, chulos, no habrían querido nunca bailar eso. El tango era una infamia y no bailar era una manera de demostrar que eran pobres pero decentes.

Usted me dijo que escribió  Tlon, Uqbar, Orbis Tertius como jugando…

Cuando yo lo escribí lo hice como juego, yo me acuerdo que me reía cuando lo escribía, yo me sentía muy feliz… Sabe, cuando todavía podía ver, me encantaba escribir, cada momento, cada frase. Las palabras eran como juguetes mágicos con los que yo jugaba y movía de toda clase de formas. Desde que perdí la vista a los cincuenta años, no he podido regocijarme con la escritura con esta naturalidad. He tenido que dictarlo todo, volverme un dictador más que un jugador de palabras. Es difícil divertirse con juguetes cuando uno está ciego. Me divertí mucho escribiendo eso. Nunca dejé de reírme, de principio a fin. Todo era una enorme broma metafísica. La idea del eterno regreso es, claro está, una vieja idea de los estoicos. San Agustín condenó esta idea en Civitas Dei, cuando compara la creencia pagana en un orden cíclico del tiempo, la Ciudad de Babilonia, con el concepto lineal, profético y mesiánico del tiempo que se encuentra en la Ciudad de Dios, Jerusalén. Este último concepto ha prevalecido en nuestra cultura occidental desde San Agustín. Sin embargo, creo que puede haber algo de verdad en la vieja idea de que, detrás del aparente desorden del universo y de las palabras que usamos para hablar de nuestro universo, podría surgir un orden oculto... un orden de repetición o coincidencia.

Entonces no habría progreso…

Soy tan anticuado, Alvarado, que creo en el progreso. Al hablar de optimismo y de pesimismo, creo que no es inútil recordar que estas dos palabras fueron inventadas humorísticamente. Leibniz creía que vivimos en el mejor de los mundos. Entonces, Voltaire, que se rió de él con el personaje de Pangloss de Candide, inventó la palabra optimismo. Y, evidentemente, una vez aparecida la palabra optimismo, la palabra pesimismo era inevitable. Yo creo en un sentido general del progreso, pero pienso más bien en la línea espiral de Goethe, es decir, que no considero al martes, por fuerza, superior al lunes anterior o al miércoles que le seguirá. Creo que después de varias centenas y millares de lunes o de martes las cosas serán evidentemente, mejores.

Ahora se cree que el progreso es la sociedad de consumo…

Yo leí hace muchos años en un libro de Thorstein B. Veblen [The Theory of the Leisure Class ] sobre la clase que él llama ociosa, donde dice que uno de los rasgos de la sociedad actual es que las personas deben gastar de un modo ostentoso y se imponen una serie de deberes: hay que vivir en tal barrio o hay que veranear en tal playa. Según Veblen, un sastre en Londres, o en París, cobra una suma exagerada porque lo que se busca en ese sastre es justamente que sea muy caro lo que vende. O, tambien, un pintor pinta un cuadro, que puede ser desdeñable, pero como es un pintor famoso lo vende por una suma altísima. El objeto de ese cuadro es que el comprador pueda decir “aquí tengo un Picasso”. Yo creo que eso debe ser combatido. Yo no tengo ninguna de esas supersticiones.

Qué decir de la idea de originalidad…

Yo creo que la originalidad es imposible. Uno puede variar muy ligeramente el pasado, cada escritor puede tener una nueva entonación, un nuevo matiz, pero nada más. Quizá cada generación esté escribiendo el mismo poema, volviendo a contar el mismo cuento, pero con una pequeña y preciosa diferencia: de entonación, de voz y basta con eso.

Dicen que los ciegos vislumbran el futuro, cómo sería ese futuro, Borges…

El futuro depende de nosotros.  Hay una sola cosa que sabemos, y es que va a ser distinto al presente, y además a qué hablar del futuro, porque habrá muchos futuros, que no se parecerán entre sí, como el siglo XIX no se parece al XVIII, ni el XVIII al XVII, posiblemente ahora vivamos en una época en que la máquina es muy importante, todo eso puede olvidarse, ahora estamos muy interesados en astronomía, en explorar el espacio astronómico, todo eso puede olvidarse, puede venir una época de pasión religiosa, sin duda ocurrirán muchas cosas, lo mejor es no anticiparnos a ellas, no podemos preverlas, pero podemos soñar con ellas…

A fin de cuentas usted qué es Borges, ¿es anarquista o es conservador o qué?

Anarquista, pues yo creo que lo mejor sería un país que no precisara de un gobierno. Quizás con el tiempo lleguemos a eso, por el momento, no. Por el momento, el gobierno es un mal necesario, pero lamentablemente en todas partes el Estado cada vez se torna más molesto. Cuando fuimos a Europa en el año 1914, viajamos sin pasaporte y uno pasaba de un país a otro como de una estación a otra. Claro, después de la Primera Guerra Mundial comenzó a desconfiarse... ¡Pero, ahora! ¡Usted no puede salir a la calle sin la cédula o el pasaporte porque el Estado se mete en todo y hasta lo lleva detenido! ¡Es una barbaridad! Yo fui comunista, socialista, conservador y ahora soy anarquista. Es decir, yo en el año dieciocho creí en la revolución rusa. Ahora veo que ese es un modo de llegar al imperialismo. Ahora yo querría que hubiera un sólo Estado, que desaparecieran las diversas naciones, pero sé que no estamos maduros para eso. Hay, en este país, algunas circunstancias favorables que se han dado aquí y no en otras repúblicas del continente. Desearía preguntarme por qué no han sido aprovechadas. Tenemos una fuerte clase media, también es ventajosa la inmigración de muchos países.

Usted ha dicho muchas veces que la democracia no existe…

Yo descreí de la democracia durante mucho tiempo pero el pueblo argentino se ha encargado de demostrarme que estaba equivocado. En 1976, cuando los militares dieron el golpe de Estado, yo pensé: al fin vamos a tener un Gobierno de caballeros. Pero ellos mismos me hicieron cambiar de opinión aunque tardé en tener noticias de los desaparecidos, los crímenes y las atrocidades que cometieron. Un día vinieron a mi casa las madres de Plaza de Mayo a contarme lo que pasaba. Hace poco estuve en el juicio y conocí al fiscal, allí recordé la frase de Almafuerte: "sólo pide justicia, pero será mejor que no pidas nada". Todo esto es muy triste y habría que tratar de olvidarlo. El olvido también es una forma de venganza. Fue un periodo diabólico y hay que tratar de que pertenezca al pasado. Sin embargo, por todo lo que ocurre ahora pienso que hay mucha gente que siente nostalgia por ese pasado. Claro que a mi me resulta fácil decir que debemos olvidar, probablemente si tuviera hijos y hubieran sido secuestrados no pensaría así…

Y que mas que político es un hombre ético...

Soy un hombre que se sabe incapaz de ofrecer sus soluciones, pero creo poder aceptar las de otros. No entiendo de política, mi vida personal no ha sido otra cosa que una serie de errores. Pero estoy condenado a ello. He tratado de ser un hombre ético, aunque quizá sea imposible serlo en esta sociedad en la que nos ha tocado vivir, ya que todos somos cómplices o víctimas, o ambas cosas. Sin embargo, creo en la ética. La ética puede salvarnos personalmente y colectivamente también. Yo, como usted, seguramente, estoy en un estado de resignada desesperación. No veo solución a los problemas que nos aquejan. Y no me refiero sólo a nuestro país, porque lo que aquí sucede es, sin duda, menos importante que lo que ocurre en el mundo entero. Creo que Spengler tenía razón cuando habló de la declinación de Occidente. Esa declinación es general.

Todo el mundo dice que usted es muy enamorado…

Estar enamorado es sentir que existe algo único, precioso y sobre todo indispensable en alguien. Yo no estoy tan seguro. Yo diría que el amor no puede prescindir de la amistad. Si el amor prescinde de la amistad es una forma de locura. Una especie de frenesí, un error en suma. Que en la amistad haya algún elemento del amor puede ser; pero son dos cosas diferentes. El amor exige pruebas sobrenaturales, uno querría que la persona que está enamorada o enamorado de uno le diera pruebas milagrosas de ese amor. En cambio la amistad no necesita de pruebas. La felicidad es una cosa serena y no sé hasta dónde conviene la exaltación. Hay que dejarla llegar y ser hospitalario con ella. Uno va caminando por una calle, por ejemplo, y de pronto se siente feliz. Esto puede deberse a dos cosas: un estado fisiológico o una felicidad anterior a la que responden temperatura, luz y calle. Me observo y me veo como a un hombre que cree estar enamorado de una mujer y luego comprueba que ya no lo está. Eso no ha sido una decisión mía. Ha sido algo que me fue revelado. He comprobado eso en mí.
En verdad hubo demasiadas mujeres en mi vida. No recuerdo, fuera de los primeros años de mi vida, una época en que no estuviera enamorado y siempre de una mujer única e irremplazable, salvo que esta mujer única, como es natural, no era la misma. Esos amores han sido dedicados a mujeres sucesivas. Cada vez creía que era la única. Es natural, siempre pasa así.
Ahora me siento lleno de amistad, lleno de amor y espero seguir así hasta el momento de mi muerte.

Ahora recuerdo este soneto suyo que dice:

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.

Mis padres me engendraron
para el juego arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida

no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.

Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.

Yo escribí ese mal soneto a los pocos días de la muerte de mi madre que murió a los 99. Creo que debí haber sido más bueno con ella… Pensé que la había hecho sufrir con mis dolencias y ahora se que es nuestro deber ser felices no por nosotros sino por las personas que nos quieren...

Buenas lenguas me han dicho que usted conoció ciertas drogas…

Si, pero fracasé con la cocaína y con la marihuana. Hice varios experimentos sinceros, cinco o seis. Y con la cocaína, sí, me sentía gárrulo, pero muy nervioso. Con la marihuana, en cambio, no sentí absolutamente nada. Ahora, yo estuve a punto de ser borracho. Todos las sábados salíamos Francisco Luis Bernardez y yo a recorrer los arrabales de Buenos Aires, entonces, como no había mucho que ver, entrábamos a los almacenes, pedíamos así, para ser criollos, una caña brasileña, un guindado oriental o lo que fuera. Eso duró algún tiempo. Hasta que un día estaba en una reunión y alguien, quizás un ángel, dijo: “Lástima que Borges sea borracho”. No se quien dijo eso, pues yo no me di la vuelta, pero dejé el alcohol en ese instante. Desde entonces sólo he probado el vino. Sólo un poquito de champagne en alguna fiesta de fin de año…

Otras dicen que su obra ha sido concebida mientras camina por Buenos Aires…

Si, debo a las calles, a las peluquerías, a los cafés, a los andenes de Constitución y de Retiro, mis mejores ideas…

Y sus detractores que usted no gusta de la supuesta tradición latinoamericana.

La tradición latinoamericana es lo universal, precisamente la ventaja que le llevamos a Europa, es que un europeo no es un europeo, es un inglés, es un noruego, es un francés;  en cambio nosotros podemos aceptar todas las culturas, precisamente por el hecho de que nuestra tradición es pobre, así que estamos obligados a ser hospitalarios, yo creo que esa es la tradición latinoamericana, es que tenemos el gran ejemplo de Rubén Darío, Rubén Darío, renovó el idioma castellano, cómo lo hizo?, lo hizo leyendo a Hugo, leyendo a Verlaine, leyendo a Poe, y luego trayéndonos esa  música nadie considera que es un malhechor, ha sido un bienhechor.

Otros desdeñan a Rubén…

Todos, más allá de nuestras opiniones, todos somos hijos de Rubén Darío, todo procede del modernismo, al decir modernismo pienso evidentemente en su jefe, aunque desde luego hay están los otros, desde luego hay están Valencia, Lugones, Jaimes Freyre, Amado Nervo, etc., podría mencionar muchos nombres… yo recuerdo haber conversado cuatro o cinco veces en mi vida con Leopoldo Lugones y él desviaba la conversación para hablar de "mi amigo y maestro Rubén Darío", a él le gustaba reconocerse discípulo de Darío, y de algún modo, aunque lo que yo escriba no se parezca a Darío, Darío era dueño de una música que yo no puedo alcanzar, que no trato de alcanzar tampoco, sin embargo, sin duda, yo no escribiría lo que he escrito sin Darío, porque cuando por un idioma pasa alguien como Rubén Darío ya todo cambia…

¿Hay Borges, diferencia entre lo que llamamos poesía y lo que llamamos prosa?

Yo creo que la diferencia esencial está en el lector, no en el texto., El lector, ante una página en prosa espera noticias, información, razonamientos; en cambio, el que lee una página en verso sabe que tiene que emocionarse. En el texto no hay ninguna diferencia, pero en el lector sí, porque la actitud del lector es distinta.
Ahora, ambas, la prosa y el verso, son medio idóneos para expresarse. Stevenson pensaba que la prosa viene a ser la forma más compleja del verso. No olvide que para Mallarme, desde el momento que cuidamos lo que escribimos, versificamos. Yo creo con Stevenson que la prosa es más compleja del verso, pero hay literaturas que no han alcanzado nunca la prosa.

¿Por qué escribe Borges, cómo escribe?

Escribo porque siento que cumplo una función que es necesaria para mi, si no escribo siento desventura y remordimiento. Escribo con suma dificultad. Creo que conviene que el escritor intervenga lo menos posible en la obra, que no debe buscar experiencias, las experiencias deben buscarlo. Cuando yo escribo un poema es porque el poema insiste en que yo lo escriba pero yo no me propongo el tema.

Usted ha estado siempre en desacuerdo con la literatura llamada de compromiso…

Sí, pero quizás esa idea puede llevar a una buena literatura.  Hay ejemplos a los cuales yo recurro siempre.  Yo descreía de la democracia, pero quizá, sin duda la democracia le sirvió a Whitman para ejecutar su obra; yo descreo de la fé católica, pero sin la fé católica no tendríamos la Divina Comedia; yo descreo del comunismo, pero el comunismo fue útil para los fines de Pablo Neruda… quiero decir que cualquier idea puede ser un buen estímulo, aunque sea una idea equivocada por ejemplo, yo enemigo del nazismo, pero nada me cuesta imaginar un buen poeta nazi por qué no?, claro, todo puede ser un buen estímulo para el poeta, todo puede ser un estímulo, esta taza de café puede ser un estímulo, una doctrina puede ser un estímulo, todo…

¿Ha leído a Neruda?

Con Neruda hable una sola vez hace muchísimos años. Los dos éramos jóvenes y llegamos a la conclusión de que en español la poesía no era posible, de que convenía escribir en inglés, ya que el español era un idioma muy torpe. Posiblemente cada uno haya querido asombrar un poco al otro y por eso exageramos nuestras opiniones. Realmente conozco poco la obra de Neruda, pero creo que es un buen discípulo de Whitman o tal vez de Sandburg.

Y Lorca

García Lorca me parece un poeta menor, le ha favorecido su muerte trágica. Desde luego, los versos de Lorca me gustan, pero no me parecen muy importantes. Es una poesía visual, decorativa, hecha un poco en broma; es como un juego barroco. Yo no creo que uno pueda ponerlo al lado de Manuel Machado, o de Antonio Machado por ejemplo, o de Juan Ramón Jiménez…, en todo caso no me he sentido muy conmovido leyéndolo, de emociones, uno mide los poetas por la emoción que produce, en el caso de Lorca he sentido agrado, pero nada más, he sentido agrado y a veces sorpresa ante las metáforas, pero nunca me he sentido conmovido…

Usted se negó a que su editor francés publicara "Obras Completas".

Yo no sabía eso…  Usted está más informado que yo, no, pero realmente, yo me negué a que se incluyeran algunos libros, porque no me gustan, yo quisiera estar representado por lo mejor de lo que yo he escrito…

Borges, quién escribe ahora sus textos…

Cualquier persona que viene a casa se aboca en peligro de que yo le dicte una página, si viene a Buenos Aires, todas las tardes me encuentra en la calle Maipú 994, en el sexto piso, salvo que está descompuesto el ascensor.

Qué está escribiendo ahora…

Estoy escribiendo un libro sobre el historiador islandés Snorri Sturluson en colaboración con María Kodama, y ahora va aparecer en diciembre en Santiago de Chile, una breve antología anglosajona que he compilado con ella, y además de eso estoy escribiendo un cuento del cual solo revelaré el título, va a ser mi mejor cuento, como son todos mis cuentos antes de escribirse, ¿no?, un título lindísimo, La memoria de Shakespeare, es un cuento fantástico, las dos cosas parecen infinitas; si yo digo, la memoria de Milton, no, y aún la memoria de Dante u Homero, pero Shakespeare tiene algo, no sé bueno, este va a ser un lindo cuento, el protagonista es un profesor alemán ya que los alemanes son muy devotos de Shakespeare, más que los ingleses, desde luego…

Ayer me dijo que no tenía miedo de morir…

Si,  yo no le temo a la muerte, si usted me dijera que yo voy a morir esta noche, bueno, yo propondría un brindis y me sentiría muy feliz, yo he vivido demasiado, quizás, setenta y nueve años no es poco…

Una última pregunta Borges. A sus ochenta y tantos años, ¿vive usted de las regalías de sus libros?

No, vivo de dos pensiones. Yo era director de la Biblioteca Nacional, cuando volvió Perón renuncié porque no podía servirle, también he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. Los libros dan muy pocos ingresos porque los libreros cobran el 30%, los tipógrafos el 25, al dueño de la imprenta menos que a los obreros, al editor que corre con todos los gastos de imprenta, difusión, propaganda, el 20 y al autor el 10%. Quizás los músicos puedan vivir de su arte, quizás los pintores, porque hay cuadros muy caros, un escritor no. Casi todos se dedican a otras actividades como el periodismo o la cátedra.
Harold Alvarado Tenorio

jueves, 25 de septiembre de 2014

Milan Kundera. La insoportable levedad del ser.


Novela filosófica y de  reflexión.

La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, es uno de esos libros memorables que suelen utilizarse como pequeños hitos a la hora de seguir la bibliografía de su autor. Una novela completísima, llena de pequeños momentos donde el narrador consigue romper la realidad como si fuera una vidriera y dejar claro que no es una novela más, ni una historia de amor, sino todo un manifiesto sobre la vida y sus detalles.

Tomás, un médico mujeriego, conoce a Teresa casi por casualidad y se la lleva a la cama. Tras descubrir que ella no es como las demás (con ella el juego no es el mismo, parece ir más allá del sexo), inician un extraño romance lleno de contradicciones, como las aventuras de Tomás o lo pronto que comienzan a vivir juntos. Este encuentro tan accidentado será el centro de una espiral que obedece a la vez a la malicia del azar y la fatalidad del eterno retorno, y que irá volviéndose cada vez más dolorosa, más insoportable, a medida que vayan entrando personajes como Sabina (la atractiva fotógrafa) o Franz, el amante de ésta, un marido idealista que encuentra el sentido de su matrimonio en la infidelidad.

Pero eso es el argumento. Bajo un título que asusta y enamora, el libro realmente son páginas y páginas sobre cómo se toman los personajes la historia. Las incomodidades que le causa a Tomás la vida en pareja, los quebraderos de cabeza de Teresa al descubrir los celos, el miedo de Franz. Cómo estos personajes afrontan el mundo dentro de su paraíso/infierno particular, cómo respiran, se mueven y piden la hora, con una profundidad psicológica que (a veces, algunas) roza la perfección.
Fuente:N.N.
***

MILÁN KUNDERA

Nació en Brno, en la antigua Checoslovaquia, en 1929. Después de la invasión soviética de 1968, perdió su trabajo y quedó prohibida la circulación de sus libros. Vive desde 1975 en Francia, país del que adoptó la nacionalidad. Recibió varios premios literarios internacionales importantes y sus libros están traducidos en el mundo entero. En España, las novelas La broma, la vida está en otra parte y El libro de la risa y el olvido fueron publicadas por la editorial Seix—Barral. En 1985, Tusquets Editores publicó, con el mismo éxito desbordante que en otros países, La insoportable levedad del ser (Andanzas 25). Desde entonces hemos ido traduciendo las novelas La despedida, El libro de los amores ridículos, La inmortalidad y su última obra, La lentitud (Andanzas, 32, 44, 114 y 231), una obra de teatro, Jacques y su amo, y los ensayos El arte de la novela y Los testamentos traicionados (Marginales, 93, 99 y 130). Los dos últimos, al igual que La lentitud, escritos directamente en francés.

(Fragmento).
Primera parte - La levedad y el peso 
1
La idea del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito! ¿Qué quiere decir ese mito demencial?
El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan. No es necesario que los tengamos en cuenta, igual que una guerra entre dos Estados africanos en el siglo catorce que no cambió en nada la faz de la tierra, aunque en ella murieran, en medio de indecibles padecimientos, trescientos mil negros.
¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados africanos si se repite incontables veces en un eterno retorno?
Cambia: se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable.
Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. Pero dado que habla de algo que ya no volverá a ocurrir, los años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo. Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció sólo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses.
Digamos, por tanto, que la idea del eterno retorno significa cierta perspectiva desde la cual las cosas aparecen de un modo distinto de como las conocemos: aparecen sin la circunstancia atenuante de su fugacidad. Esta circunstancia atenuante es la que nos impide pronunciar condena alguna. ¿Cómo es posible condenar algo fugaz? El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia; todo, incluida la guillotina.
No hace mucho me sorprendí a mí mismo con una sensación increíble: estaba hojeando un libro sobre Hitler y al ver algunas de las fotografías me emocioné: me habían recordado el tiempo de mi infancia; la viví durante la guerra; algunos de mis parientes murieron en los campos de concentración de Hitler; ¿pero qué era su muerte en comparación con el hecho de que las fotografías de Hitler me habían recordado un tiempo pasado de mi vida, un tiempo que no volverá?
Esta reconciliación con Hitler demuestra la profunda perversión moral que va unida a un mundo basado esencialmente en la inexistencia del retorno, porque en ese mundo todo está perdonado de antemano y, por tanto, todo cínicamente permitido.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Lolita de Nabokov. "Un eros que quema... un eros pervertido y en la sombra..."


Recomendación de la semana.

PRIMERA PARTE


1

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuan-do firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.
¿Tuvo Lolita una precursora? Por cierto que la tuvo. En verdad, Lolita no pudo existir para mí si un verano no hubiese amado a otra... «En un principado junto al mar.» ¿Cuándo? Tantos años antes de que naciera Lolita como tenía yo ese verano. Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa fantástica.
Señoras y señores del jurado, la prueba número uno es lo que envidiaron los serafines de Poe, los errados, simples serafines de nobles alas. Mirad esta maraña de espinas.  (...)


Amid Hamed.

El novelista aristócrata, metamorfoseado en un suizo Humbert Humbert, confrontado a la cegadora ordinariez de Loly Haze, logró rescatar al pedófilo semienterrado en París y, pulcramente, ir destilando en cientos de páginas el ergon de la lolita

El renacimiento y el barroco dieron multitud de figuras, como entre otros Quijote, Lazarillo, Fausto, Hamlet, Otelo, Don Juan, que pasaron a constituir categorías de pensamiento, es decir, modos de interpretar la realidad o paradigmas. El fenómeno se fue desdibujando y, para el siglo XIX, el registro guarda excepciones como Madame Bovary, Goriot, probablemente una niña transgresora de espejos llamada Alicia, acaso una ballena blanca y -también de Melville- cierto I rather not Bartleby. Salvo el bovarismo, éstos no son paradigmas, sino referentes fuertes, a través de los cuales se pueden atisbar ciertas obsesiones y búsquedas. A su turno, el vigésimo, comido desde el principio por ismos, alcanzó a promulgar algunos adjetivos tentaculares, como proustiano, kafkiano, o borgeano, anos que tratan de capturar los mundos fabulatorios de unos escasos autores. Tal vez, si se lo repasa, se pueda encontrar un solo paradigma, tenuemente patrocinado por Alicia y por el Pygmaleon de Shaw, que entró con furor al siglo XXI de la mano de proxenetas digitales y de millones de desdoblados navegantes de Internet: la Lolita.

Si se la considera patrimonio de un caballero errante, que se iba corriendo de Rusia hacia el Far West perseguido por la meticulosidad bolchevique y por nazis no menos puntillosos. Si se entiende que Vladimir Nabokov, hereje de toda identidad, iba abandonando sucesivos inquilinatos o lenguas en las que escribía (primero el ruso nativo, luego el alemán y el francés, hasta radicarse en el inglés americano), hasta publicar -traducida al francés- una de las mejores novelas norteamericanas -como, probablemente sin exagerar, señala Roberto Echavarren-, podría considerarse que, a primera vista, la lolita es hija de la perversidad: su génesis sería una especie de parto anal, o a contracorriente.

Sin embargo, si se la entiende como un reclamo del siglo, que buscaba su intérprete o traductor hasta que lo encontró en el huidizo Nabokov, el nacimiento de Lolita sólo puede verse como necesario y como prueba de la cuantiosa paciencia que requieren las obras cardinales para ver la luz.

En el bélico París de 1938, y en francés, don Vladimir borroneó El hechicero, una nouvelle con pederasta culposo como protagonista. Si allí hubiera terminado la historia, acaso el mercado de niños del sudeste asiático succionara diecisiete turistas occidentales menos por año, nos hubiésemos ahorrado una película de Adrian Lyne y, sin duda, al siglo se le hubiera atragantado una de sus mejores novelas.

Es evidente que la lolita, para irrumpir y señorear, necesitó que a Estados Unidos, en el momento exacto, llegara su intérprete. Estaban las lolitas a punto de inventar a Elvis y al rock and roll (Dolores Haze ama a los crooners ); estaba a un tris Estados Unidos de exportar la tanda definitiva de adolescencia que terminó marcándonos; estaba en su punto el ruso escapista para revivir la fiesta del espacio -perdida en su Rusia natal- y para afinar la lengua de Chaucer, Lucille Ball y Desi Arnaz.

El novelista aristócrata, metamorfoseado en un suizo Humbert Humbert, confrontado a la cegadora ordinariez de Loly Haze, logró rescatar al pedófilo semienterrado en París y, pulcramente, ir destilando en cientos de páginas el ergon de la lolita.

"El buen actor sólo entra escena cuando han construido el teatro", señalaba con acento chino Bustos Domecq. La lolita había estado guardándose paciente en los camerinos del siglo, con la planicie de su pecho, su bagaje de refrescos cola y jeans, sus caderas de chiquilín, un emporio de juke boxes y una cincuentena de estados adolescentes. Un día llegó ese señor maduro, que venía de Rusia y de cualquier otra parte, que tenía cierta historia o gana atrasada y que, seducido al instante, fue desplegando un papel para ofrecerle un lento y meticuloso teatro. Por cierto, también está el argumento de que Estados Unidos era un teatro núbil, Vladimir un actor viejo, recalentado y corruptor, etcéteras. Pero, como se sabe, la inocencia es la madre del perverso.


* Publicado originalmente en Insomnia








martes, 23 de septiembre de 2014

Jorge Luis Borges. Historia universal de la infamia.


Barroco, dijo el autor, es aquel estilo que deliberadamente agota o quiere agotar sus posibilidades y que linda con su propia caricatura`. Los siete cuentos que integran Historia universal de la infamia responden a esta definición. Sus protagonistas: Lazarus Morell, emancipador de esclavos, Tom Castro y su falsa identidad, la viuda Ching, comandante de cuarenta mil piratas, Monk Eastman, pistolero de Nueva York, el asesino Billy the Kid en Arizona, Kotsuké no Suké, perverso funcionario japonés, y Hákim de Merv, profeta enmascarado del Turquestán, brindan un ingenioso panorama de iniquidad en diferentes medios culturales.

A - Historia universal de la infamia:
1) El atroz redentor Lazarus Morell
2) El impostor inverosímil Tom Castro
3) La viuda Ching, pirata
4) El proveedor de iniquidades Monk Eastman
5) El asesino desinteresado Bill Harrigan
6) El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké
7) El tintorero enmascarado Hákim de Merv

B - Hombre de la Esquina Rosada

C - Etcétera:
1) Un teólogo en la muerte
2) La cámara de las estatuas
3) Historia de los dos que soñaron
4) El brujo postergado
5) El espejo de tinta
6) Un doble de Mahoma

D - Índice de las fuentes
Fuente: N.N.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Adolfo Bioy Casares. Centenario de su nacimiento. Relato: Todos los hombres son iguales.


(Del libro: Historias de amor).
 TODOS LOS HOMBRES SON IGUALES


  Todavía hoy lamento que mi madre no me diera una hermana. Si yo pudiera convertir en hermana a cualquiera de las mujeres que trato, elegiría a Verónica. Admiro en ella la aptitud para tomar decisiones (qué tranquilidad vivir al lado de alguien así), la condición de buena perdedora, la muy rara de mantener, en las mayores tristezas, la urbanidad, el ánimo para descubrir detalles absurdos, aun para reír, y una ternura tan diligente como delicada. Creo que siempre la he conocido —yo diría que los inviernos de mi infancia pasaron en casa de Verónica, en el barrio de Cinco Esquinas, y los veranos en la quinta de Verónica, en Mar del Plata— pero la belleza de mi amiga guarda intacto el poder de conmoverme. En sus ojos verdes brilla por momentos una honda luz de pena, que infunde en su rostro insólita gravedad; un instante después la luz que reflejan esos mismos ojos es de alegre burla. Con Verónica uno se habitúa a estos cambios y, con otras, los extraña. Como ocurre con las mujeres que nos gustan, todo me gusta en ella, desde el color oscuro del pelo hasta el perfume que sus manos dejan en las mías. En la época de este relato, con veintiocho años y cuatro hijos, Verónica parecía una adolescente.
  Durante mucho tiempo, todos los domingos, comí en su casa, pero la vida, que nos aparta de nuestros hermanos de sangre y de elección, rompió ese rito. No sé cuántas veces determiné reanudarlo el próximo domingo; otras tantas olvidé o diferí el propósito. Luego Verónica se casó; se rodeó de hijos y de hijas; fue feliz. Alguna tarde vi la familia, de paseo, en Palermo, en un largo automóvil, un Minerva, que ya entonces tenía algo de anticuado. Aunque no la olvidé, debí de pensar que mi amiga me necesitaba menos que antes. Su marido, un tal Navarro, era lo que se llama un caballero culto; en círculos refinados y prominentes de la sociedad lo reputaban escritor, en mérito, sin duda, a que poseía una notable biblioteca, cuyo catálogo, impreso por Colombo, él había redactado personalmente. En dos o tres oportunidades los visité en la casa de la calle Arcos, frente a la plaza Alberti; nunca dejó el hombre de poner en mis manos, por unos instantes, como quien ofrece una caja de bombones, alguna edición de lujo de Las flores del mal, de Afrodita o de Las canciones de Bilitis, envuelta en papel de seda y con ilustraciones en color. Me he preguntado con frecuencia si el arbitrario encono que yo sentía contra Navarro, no provenía de que él descontaba mi admiración por esos volúmenes. La verdad era otra: yo lo hallaba (como, por lo demás, al resto del mundo) indigno de su mujer.
  En Montevideo, donde me habían llevado asuntos de familia, me enteré del accidente en que murió el pobre Navarro. Creo que mandé un telegrama de pésame. En todo caso, resolví que ni bien llegara a Buenos Aires visitaría a Verónica. Recuerdo que una noche, en el hotel Alhambra, pensé —porque la distancia y la noche imitan la locura— que yo debía consolarla, que obstinarme en tratarla como hermana tenía algo de estupidez y que para ciertas penas el único remedio era el amor. Una fotografía de Verónica, tomada años atrás, que siempre llevo entre mis documentos, afloró por unos días a la mesa de luz. Cuando volví a Buenos Aires olvidé mis intenciones. Meses después alguien me habló de lo dolorosa que la muerte del marido fue para Verónica. Al entrar en casa, esa misma tarde, la llamé por teléfono.
  —¿Me permites comer contigo? —pregunté.
  —Salgo a buscarte —contestó.
  La esperé junto a la ventana. Al ver el Minerva recordé los paseos de otros tiempos, cuando el coche repleto parecía un símbolo de que no cabía nadie más en la vida de Verónica.
  Durante el trayecto la miré embelesado: era notable la gracia con que manejaba el carromato. Reflexioné: «Con igual gracia lleva su dolor. Lo adivino, es imposible dudar de que está ahí, pero Verónica no me agobia con él; jamás pide nada; siempre da».
  Comimos agradablemente, mirando la plaza. Servía la mesa una muchacha rubia, una suerte de walkiria alegre, fresca y vulgar, de manos y piernas toscas, de abundante pecho, que trataba a su patrona con familiaridad ingenua.
  —Parece buena —comenté en un momento en que la muchacha estaba en el antecomedor.
  Mi amiga respondió:
  —¿Berta? Menos mal que me ha quedado Berta. Sin ella no sé que hubiera sido de mí.
  Estoy seguro de que en esa frase no había intención de reprocharme nada, pero me avergoncé. No abandonaría otra vez a Verónica. Todos los domingos comería con ella.
  Como me mimaron, me dieron excelente comida y me divirtieron, el propósito de enmienda no era demasiado meritorio; lo olvidé, sin embargo. Pasé un año y medio sin volver; cuando lo hice, llegué sorpresivamente. Nos encontramos en la calle, frente a su casa. Mientras ponía en marcha el Minerva, Verónica me gritó con suavidad:
  —Perdóname, salgo.
  Tan floreciente hallé su belleza, que dije:
  —Tú andas en algún amor.
  Se ruborizó como una chica.
  —¿Cómo lo adivinaste? —preguntó, sorprendida. Echó a reír y agregó—: Otro día nos contamos todo.
  Agitó una mano y se alejó en el automóvil. Confío que el episodio no sugiera al lector cínicas reflexiones contra las mujeres. Pretender que una persona que enviuda a los veintisiete años, después de haber sido feliz en el matrimonio, quede sola para el resto de la vida, me parece ilógico.
  La verdad es que reclamamos lógica para los demás, y nosotros prescindimos de ella. Yo había pensado: «De nuevo, Verónica no me necesita». Yo descontaba que si la visitaba me hablaría de su amor; preveía el tono portentoso, la historia trillada, el tedio. Pues bien, antes de que hubiera corrido el mes, volví a entrar en su casa.
  Ahora recuerdo: esa noche ocurrió un percance con el vino.
  —Está agrio —exclamó Verónica—. Yo quería que lo probaras, y está agrio. Es un vino nuevo…
  Me sorprendí a mí mismo, declarando sentenciosamente:
  —Suelen los vinos nuevos agriarse de pronto.
  Verónica me miró, perpleja. Me conoce demasiado para que yo finja, ante ella, algún conocimiento sobre vinos. Quizás avergonzada de mi presunción, rápidamente cambió de tema.
  —Una mañana me llamó Salomé Uribe —dijo—, la amiga de mis hermanas. Cuando tú y yo éramos chicos, ella era una persona grande. Ahora la hemos alcanzado. Somos todos de la misma generación. Lo increíble es que esta persona de nuestra generación tiene un hijo en la Facultad. Salomé está muy orgullosa de él; me dijo: «Juan vive para el estudio y, si no le sale al camino alguna gran tentación, dentro de poco es medalla de oro».
  El muchacho necesitaba un libro para un trabajo que le pidió un profesor; lo buscó inútilmente por todos lados, hasta que lo descubrió en el famoso catálogo impreso por Colombo, que el marido de Verónica había repartido entre sus relaciones.
  —Salomé —añadió Verónica— quería que le prestara el libro a su hijo. «De acuerdo, si viene a buscarlo», contesté.
  Verónica me explicó que nunca tuvo paciencia para descifrar el sistema de letras, de clasificación de los estantes, que había ideado el marido, y que la mañana en que habló Salomé hacía tanto calor que ella no se resignaba a buscar un libro por toda la biblioteca. Esa misma tarde apareció el muchacho.
  —¿Te acuerdas los días de calor espantoso que hubo el último verano? —preguntó Verónica—. En el peor de todos llegó Juan. Como yo no tenía ánimo para salir de mi cuarto, le pedí a Berta que lo atendiera. Dos horas más tarde entró Berta y me dijo que Juan se iba. ¿Había pasado ese tiempo buscando el libro? «Lo halló en seguida» me dijo Berta. «Estuvo leyendo y tomando notas. Mañana vuelve. No le vamos a permitir que se lleve el libro a su casa».
  Según su experiencia, declaró Verónica, las bibliotecas eran una invención inútil.
  —Por lo menos, la que yo conozco, siempre lo fue. Mi marido, que era el hombre más generoso del mundo, había descubierto un verbo para defender la biblioteca:
  «Lo siento» decía, cuando le pedían un libro, «pero no puedo descabalar la colección». Ahora yo sigo defendiéndola de los lectores, para que Berta y la familia entera no me acusen de falta de respeto o de algo peor. «Hay que preguntarle si no quiere tomar algo. Si no va a creer que somos unas viejas avaras» le dije a Berta.
  Ésta contestó:
  —Le preparé un mazagrán.
  —Parece que el niño cayó en gracia —comentó Verónica.
  Cuando ella entró en la biblioteca, lo que había caído en gracia —una suerte de insecto con anteojos, un insecto repelentemente joven— tropezó con el mazagrán, salpicó la alfombra y ofreció una mano sudorosa. El muchacho era (según las palabras de mi amiga) por momentos penosamente tímido, por momentos desaforadamente atrevido. O callaba para siempre o no callaba nunca. Si hablaba, mantenía la boca demasiado abierta, de modo que las palabras fluían como una baba.
  Esa primera entrevista fue breve. Juan volvió al otro día. Volvió todos los días.
  —Examina, por favor, el libro que leyó durante un mes.
  Verónica me alargó un librito, de tapa gris y azul, con letras blancas, que decían: Otis Howard Green: Vida y obra de Lupercio Leonardo de Argensola. Hacia la derecha del anaquel donde había estado el volumen de Howard Green, divisé una vitrina rococó.
  —¿Qué es eso? —pregunté.
  —Todos los hombres son iguales —respondió moviendo la cabeza—. Mi pobre marido llamaba a esa vitrina, su botiquín espiritual.
  Me acerqué a mirar. Traduzco de memoria los títulos de algunos libros que allí había: El jardín perfumado, Obras escogidas de Louis Prolat, Justina o las Desventuras de la virtud, Preludios carnales, Ciento veinte Jornadas de Sodoma.
  —Son libros pornográficos —exclamé.
  —No hay duda de que no tienes alma de bibliófilo. Son libros raros y curiosos. Pero ¿viste el que te di? No alcanza a doscientas páginas. ¿Cómo puede alguien tardar un mes en leerlo?
  —Estudiar lleva más tiempo que leer.
  —No soy zonza, che. No venía solamente para leer ese libro. —Me miró en los ojos e hizo una pausa, para indicarme que recapacitara—. Tardé en sospechar que el motivo de tanta asiduidad era yo misma. Confieso que la idea me divirtió. Por curiosidad me dejé arrastrar. Simulé interés en el trabajo de Juan.
  Al principio, el resultado de la maniobra fue humillante. Diríase que el muchacho no advertía nada; pero luego, con audacia un tanto brutal, acometió.
  —Yo aflojé en seguida —reconoció Verónica.
  Cuando Juan se retiró, empezaron los remordimientos. Ella cavilaba: «Soy la gran tentación de que habló Salomé. Qué gran tentación ni gran tentación. Soy una vieja obscena». Como no lo vería más, escribió una carta de ruptura, pero antes de que echara la carta al buzón, estaba Juan de vuelta; antes de que ella protestara, estaban abrazados.
  Partió Juan y de nuevo se encontró avergonzada y arrepentida. Creyó que debía pedir consejo.
  —Yo no podía ser juez y parte —dijo—. Necesitaba a alguien que viera las cosas de afuera.
  Eligió a Berta, la criada, como confidente.
  —¿Qué hay de malo? —preguntó Berta, con una inopinada vehemencia, que la volvía casi bella y casi feroz; en tono tranquilo agregó luego—: Juan es un muchacho que me gusta y ¿qué más quiere que tener una historia con una señora como usted?
  Verónica atinó a decir:
  —Nunca me perdonaré si por mí no es medalla de oro.
  —Si no cae con la señora —afirmó Berta— caerá con alguna otra arrastrada. Es la ley de la vida. El amor es como el biógrafo: al salir de la sala usted está cambiada. A usted misma le sentará distraerse con un amor inocente.
  El amor, me aseguró Verónica, entre personas honestas, nunca es inocente, ni parece cuerdo que lo sea; de modo que para ver a Juan, sin causar un escándalo que perjudicara a los chicos, ella alquiló un departamento. Me dijo:
  —Queda en Juncal al 3000. Cuando quieras te lo muestro: creo que lo arreglé bastante bien. Lo que es incomprensible es la reacción de la gente. Tan furiosa estaba Berta, que no me hablaba. Un día me interpeló: «¿Andan paseando por las calles? ¿O ya se cansó del pobre muchacho?». Casi debo asegurarle que lo veía en otra parte. Con Juan, desde el primer día, fuimos felices. Tuve una preocupación, es verdad: el automóvil. Si algún conocido pasaba por Juncal, al ver el Minerva en la puerta se preguntaría: ¿Qué hará Verónica en este barrio? Lo que es más grave, podría preguntarse: ¿Qué hará Verónica en este barrio, todas las tardes? Entonces tuve la gran idea de que Juan llevara el coche a un garage. Al principio no tardaba demasiado en volver, pero cada día tardaba más. Por último no volvió.
  —¿No volvió? —pregunté.
  —Cuando volvió, yo no estaba. Me había cansado de esperar —contestó Verónica.
  —Entre el garage y el departamento —seguí preguntando— ¿la distancia es considerable?
  —Quinientos metros, más o menos. Esperé una hora y me fui.
  —Después ¿lo viste?
  —Es claro.
  —¿Tardó siempre lo mismo?
  —Lo mismo, no. Alguna tarde volvió en seguida.
  —¿Y las otras?
  —Las otras lo seguí, en un automóvil de alquiler.
  —¿No me dirás que recogía mujeres?
  —No.
  —Ni que visitaba a las mujeres de otros departamentos de la casa.
  —No.
  —Ya sé. ¿Iba a la calle Arcos, a recrearse con esos libros raros y curiosos?
  —No. Tampoco iba a abrazar a Berta. No hay nada que hacer. Tu mente no está menos depravada que la mía. Somos de otra generación. Somos viejos. No podemos entender a la juventud de ahora. Lo que descubrí…
  —¿Qué descubriste? —pregunté bajando la voz y la mirada.
  —Me cuesta confesarlo. Es tan horrible, tan deprimente para mi amor propio. Descubrí que Juan salía a manejar el automóvil. Nada más que a manejar el automóvil.
  Levanté los ojos con alivio, seguro de encontrar una sonrisa; Verónica parecía tristísima. Estuve a punto de lanzar la exclamación ¡Esta juventud mecanizada!, pero dudé, por un momento, de su originalidad, y me contuve.
  Faltaba el aire en ese cuarto.
  —Salgamos —dije.
  —Es tarde para ir al teatro y en el cinematógrafo no dan nada.
  Yo anuncié:
  —Esta noche inauguran el Salón del Automóvil. Verónica me miró enigmáticamente y replicó en un tono por demás desabrido: —Vamos donde quieras.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Adolfo Bioy Casares. Centenario de su nacimiento. Historias de amor. Relatos.


Los dieciocho relatos reunidos en HISTORIAS DE AMOR tienen como denominador común la relación amorosa contemplada desde la perspectiva de un humorismo distanciador, un escepticismo civilizado y una implícita valoración del sentimiento. Adolfo Bioy Casares explora ese tema eterno a través de una gran variedad de situaciones argumentales, entre ellas la desgracia de un hombre que pierde lo que tiene sin lograr lo que desea, la supervivencia de una mujer en la memoria de dos rivales, la extrañeza de los primeros encuentros, la defensa de la intimidad a través del crimen, una frase que arruina una situación largo tiempo esperada, o la hibernación casual de dos amantes enemistados que se reconcilian cien años después.
Fuente: N.N.

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INTRODUCCIÓN A BROWNING TRADUCIDO Por Armando Uribe Arce

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