viernes, 28 de febrero de 2014

La cafetera de Balzac

 
 
 
La cafetera de Balzac
No sólo vivía de día y escribía de noche, sino que para mantenerse despierto y “poner la sangre en movimiento” inventó el consumo industrial de café antes que nadie. Todos los días compraba sus propios granos e inició a su secretario en el arte de graduar la intensidad según las necesidades de cada noche. Incluso vivió sin secretario, pero lo que siempre rescató de todas las mudanzas fue su cafetera.


Por Eduardo Febbro, desde París

El 21 de agosto de 1850 una compacta multitud atravesó París bajo una lluvia desigual. “Era uno de esos días en que el cielo parece derramar algunas lágrimas”, escribió Victor Hugo en sus memorias. El autor de Los miserables iba a la cabecera del cortejo, sosteniendo una de las asas de plata del ataúd donde yacía el cuerpo de Honoré de Balzac. Del otro lado estaba Alejandro Dumas llevando la segunda asa. El duelo había reunido en un mismo momento a tres glorias de la literatura del siglo XIX. Balzac el inmenso, el inagotable narrador, el mujeriego empedernido que esperó hasta casi el final del camino para poder casarse con la mujer que más amaba, el eterno endeudado que adoptaba mil disfraces para escapar de sus deudores, el jugador de destinos que emprendió mil aventuras para evitar la repetición de la vida, el potente creador de La comedia humana que concentró una ciudad y sus personajes en una obra arrasadora. Honoré de Balzac, consumido por la enfermedad, los viajes y la edad había fallecido dos días antes en París.
En los últimos años de su vida, las transformaciones de su rostro habían sido tales que uno de sus mucamos se negó a abrirle la puerta de su propia casa porque no lo había reconocido. Como Alejandro Dumas, Balzac tuvo una vida desplegada en todas las direcciones posibles. Pero a diferencia del autor de El conde de Montecristo, Balzac llevó a cabo la suya con más densidad y con doble intensidad diurna y nocturna. Vivía de día y recreaba el mundo durante insomnes noches de trabajo. Sus aliados para eso que él llamó “el evangelio de la vigilia y el trabajo intelectual” eran el café y la blanca cafetera marcada con las iniciales de su nombre, perpetuamente instalada sobre su escritorio entre los libros, el tintero, la pluma y las hojas manuscritas.
 
OJALA QUE LLUEVA CAFE Su secretario personal, Auguste Benjamin Guillaume Belloy, había adquirido con el tiempo la exacta sabiduría en la preparación del café: sobriamente fuerte (en las noches de cansancio), concentrado hasta el suicidio (cuando era preciso llenar páginas y páginas para pagar las deudas), suave (después de las horas de amor), aromático y condensado (cuando estaban al alcance las últimas páginas de una novela). Formado por Balzac en la preparación rigurosa de la droga graduando la potencia requerida, Belloy dejaba puntualmente la cafetera en el escritorio del genial autor de una literatura hecha de pasiones, virulencia, polifonía y veracidad. Allí está aún hoy, en el escritorio de la casa del 47 de la Rue Raynouard que Balzac ocupó durante siete años, donde corrigió el conjunto de La comedia humana y escribió algunas de sus obras maestras: Un caso tenebroso, Esplendores y miserias de las cortesanas, la Prima Bette, el Primo Pons. La cafetera ocupa un lugar mucho más destacado que los demás objetos. Porque, a diferencia de otros testimonios materiales de la existencia de un autor, no son las plumas de Balzac, ni sus sillas, ni su cama, ni sus tinteros, ni su escritorio lo que compone la galería de emblemas íntimos o personales: es en la cafetera blanca de bandas rojas donde palpita el corazón de Honoré de Balzac. Por eso, la metáfora de su vida y de sus libros cabe en un grano de ese “torrefactor interior” que al mismo tiempo que le daba las fuerzas para crear centenas de personajes le enfermó el cuerpo mucho antes de tiempo. En ella están los esfuerzos de Balzac por trascender las fuerzas debilitadas. Allí están las interminables horas de trabajo. Allí está la filosofía de un hombre que encarnó, a fuerza de café, andanzas, insomnios y constancia, la parte más visible de un universo en expansión. El autor de Ferragus ponía un cuidado tan especial en “drogarse a la medida” y extraerle al cansancio la potencia que necesitaba para sus libros que él mismo elegía y compraba el café. En el número 60 de la Rue Monsieur le Prince, a unos pasos de donde vivía Blaise Pascal, una placa recuerda aún que a ese lugar acudía Honoré de Balzac a comprar su café. 
 
CAFEINA POR ENTREGAS Derrotado mil veces, encarcelado por deudas, perseguido por un ejército de acreedores, Balzac perdió más de una vez todo lo que poseía. Lo único que conservó en cada uno de sus muchos domicilios parisinos fue la cafetera. Sin ella, todo afán de escribir era en vano. Balzac no sólo fue el escritor que inventó la novela por entregas. También fue editor y propietario de una imprenta que arrastró a la ruina a su familia. No sólo respondió a la pregunta ¿Puede hacerse literatura con nada?, sino que también resultó ser el primer hombre que probó una combinación de papel que lo llevó a inventar la celulosa.
En sus años de renuncias y desaliento pensó en abandonar la literatura, pero su principio motor le dio la sabia de la resurrección: Balzac pensaba que ningún pecado humano era tan imperdonable como la abdicación de la propia voluntad. “Trabajar es levantarme siempre a medianoche, escribir hasta las ocho, desayunar en un cuarto de hora, trabajar hasta las cinco de la tarde, cenar, acostarme y recomenzar al día siguiente”, escribió. En contra del adormecimiento, del cansancio, de la renuncia y el abandono al sueño, en contra del confort y la blandura, hizo del café el antídoto contra las debilidades del ser. “En cuanto se lo toma”, escribió en su Tratado sobre los excitantes modernos, “todo se despierta. Las ideas se agitan como batallones del Gran Ejército en el campo de batalla, y la batalla tiene lugar. Los recuerdos acuden a paso de combate, con las banderas desplegadas. La caballería ligera de las comparaciones se despliega con un magnífico galope. Las figuras se levantan, el papel se cubre de tinta porque la vigilia comienza y termina con torrentes de agua negra, como la batalla se tiñe con la negra pólvora”.
 
LA SANGRE EN MOVIMIENTO ¿Cómo vivir sin descanso, ocupando el día en existir para los demás y dedicando la noche a sacar del cerebro y del alma las “voces agitadas”? Los métodos para preparar el café y sus perfectas proporciones eran para Balzac “una ciencia necesaria”. El café “pone la sangre en movimiento, activa a los espíritus motores: la excitación que provoca precipita la digestión, aleja el sueño y mantiene despierto mucho más tiempo el ejercicio de las facultades mentales”. No es casual que el gran proyecto de su vida fuera combatir la impotencia humana y la debilidad. La comedia humana es el retrato de esa ambición. A Balzac le daba tantos escalofríos la brevedad de la vida como la inacción: “Cuando no escribo mis manuscritos, pienso en mis planes. Y cuando no pienso en mis planes, y no elaboro manuscritos, tengo que corregir mis pruebas. Esa es mi vida”. Muchos de los personajes balzacianos revelan ese proyecto interior, cuya alianza es el café. Por encima de los compromisos del día, la verdadera vida es aquella que comienza cuando, “volviendo a su casa se encierra en la habitación y enciende su lámpara inspiradora pidiéndole palabras al silencio e ideas a la noche”, como el extranjero de Los proscritos.
Los mejores años de Honoré de Balzac son años de café y vigilia. Sumergiéndose en las horas nocturnas, consiguió ir más allá que ningún otro escritor. Allí donde los demás pulen frases, Balzac construía vidas humanas, personajes que pasaron a formar parte de la historia de París como si, condensados como el café por el agua hervida, hubiesen surgido en cuerpo y alma de su escritorio. Balzac trabajaba vestido con una bata blanca, con las cortinas bajas, una pluma de cuervo y seis velas incrustadas en un candelabro de plata. El doble sistema de la cafetera mantenía el líquido caliente hasta el despuntar del día. En esas horas de silencio Balzac ponía en escena lo que había vendido oralmente y con croquis durante el día, lo poco que le alcanzaba para convencer a sus amigos y editores que esa historia de la que les hablaba estaba ya escrita. Balzac vendió a diarios y editores decenas de historias que aún no existían y que, a veces, tampoco existieron después.
 
LA JUNGLA DE LOS VICIOS Por la noche, en la casa de la entonces Rue Fortunéé -hoy lleva su nombre- o en el escritorio de su casa de Passy, Balzac construía el libro con las escasas anotaciones que traía en el bolsillo. Abogados, notarios, cortesanas, ladrones, escribanos, clérigos corruptos y condes engañados, bellas damas enamoradas por bandidos y mediocres, jugadores, fanáticos del dinero, arribistas, putas, soñadores y cobardes, todos forman una inagotable exposición de hombres y mujeres a los que Balzac cubrió con la autenticidad del aroma del café. De todos ellos, Eugène Rastignac es el más logrado. Su permanencia en el tiempo es tal que, en Francia, decir “un Rastignac” equivale a evocar la figura voluntarista del huésped de la pensión Vauquier (otro monumento de la ficción que hoy se toma por real). Más allá de los siglos, los lugares y los idiomas todos hemos conocido o conoceremos alguna vez un Rastignac. ¿Cómo desconfiar de aquel personaje de La comedia humana, estudiante de buena familia, digno en su pobreza, idealista, impetuoso e inteligente, movido por la ambición de la gloria y el poder a las que piensa llegar a fuerza de trabajo? En la lejana provincia de sus orígenes sus hermanas se privan de lo esencial para darle a Rastignac los medios de llegar a sus sueños. Pero entre ellos y Rastignac están París y su jungla de mujeres, de luces engañosas y vicios fáciles. En vez de abogado, Rastignac se convierte en un dandy de cabriolet financiado por sus hermanas al que una mujer dudosa le revela el secreto parisino de los éxitos rápidos y grandiosos: calcularlo todo, esconder sus sentimientos, aplastar a todo el mundo. Pero el hombre se resiste a vender su pureza y sus ideales en nombre del éxito sonado. París lo arrastra corriendo los telones del cinismo, la mentira, la corrupción. Rastignac se deja llevar a ese mundo desde el cual, de vez en cuando, ve surgir la fe y los ideales perdidos. En poco tiempo, Eugène Rastignac asumirá el desafío que le impone París: no ser como los demás, sino “el mejor de los peores”.
En un mundo insensible al trabajo, a la verdad y a los esfuerzos, Rastignac entiende que la vida es una presa que se debe poseer para no ser devorado por ella. Poseerla sin escrúpulos, por todos los medios. Pocos años bastarán para que aquel estudiante escrupuloso y honesto se vuelva un experto en traiciones e intrigas de todo tipo. Los ideales no suenan como las monedas en el bolsillo, ni como el frenesí del poder. Balzac creó decenas de personajes como éste: perfectos en su dimensión, corrompidos por la vida, vacíos de toda compasión, incapaces de cualquier clemencia. Son hijos de la ciudad a la que vinieron y no difieren mucho de los Rastignac de hoy. Sólo cambiaron las corbatas, los oficios, los nombres y la cantidad de dinero. Honoré de Balzac los vio desde mucho antes, desde mucho más lejos. Los entrevió alguna noche de café concentrado, entre el silencio y la sombra que proyectaban las velas.

jueves, 27 de febrero de 2014

Un cuarto de millón de visitas.


 
Hemos llegado a las 250.000 visitas en el blog. Gracias a todos los que visitan el sitio. Con el blog he procurado entretener a mis amigos blogueros con reseñas encontradas en la Internet de escritores poco conocidos, en otras ocasiones presentar obras literarias que siempre me han interesado pero, de poca difusión y que, en ocasiones solo se pueden hallar en revistas especializadas sin embargo, gracias a la Internet he hallado. En el blog entonces, se encuentran mis gustos literarios como mis inquietudes como narrador.
La mayoría de los artículos no son míos pero como siempre, se señalan los autores propietarios de los artículos y la fuente de donde fueron tomados.

J.Méndez-Limbrick.

El hijo del vampiro, por Julio Cortázar.

 

 

Si Carlos Fuentes, uno de los últimos libros que escribió antes de su muerte fue "Vlad", el otro gigante latinoamericano Julio Cortázar, en el año 1937, escribe un cuento con el tema de los vampiros y que, incluiría en su colección: "La otra orilla", escrito entre los años de 1937-1945. (J.Méndez-Limbrick).

 

 

El hijo del vampiro, por Julio Cortázar

Clásicos con un cuento de Cortázar, El hijo del vampiro.

Por Julio Cortázar |
Probablemente todos los fantasmas sabían que Duggu Van era un vampiro. No le tenían miedo pero le dejaban paso cuando él salía de su tumba a la hora precisa de medianoche y entraba al antiguo castillo en procura de su alimento favorito.
El rostro de Duggu Van no era agradable. La mucha sangre bebida desde su muerte aparente —en el 1060, a manos de un niño, nuevo David armado de una honda-puñal— había infiltrado en su opaca piel la coloración blanda de las maderas que han estado mucho tiempo debajo del agua. Lo único vivo, en esa cara, eran los ojos. Ojos fijos en la figura de Lady Vanda, dormida como un bebé en el lecho que no conocía más que su liviano cuerpo.
Duggu Van caminaba sin hacer ruido. La mezcla de vida y muerte que informaba su corazón se resolvía en cualidades inhumanas. Vestido de azul oscuro, acompañado siempre por un silencioso séquito de perfumes rancios, el vampiro paseaba por las galerías del castillo buscando vivos depósitos de sangre. La industria frigorífica lo hubiera indignado. Lady Vanda, dormida, con una mano ante los ojos como en una premonición de peligro, semejaba un bibelot repentinamente tibio. Y también un césped propicio, o una cariátide.
Loable costumbre en Duggu Van era la de no pensar nunca antes de la acción. En la estancia y junto al lecho, desnudando con levísima carcomida mano el cuerpo de la rítmica escultura, la sed de sangre principió a ceder.
Que los vampiros se enamoren es cosa que en la leyenda permanece oculta. Si él lo hubiese meditado, su condición tradicional lo habría detenido quizá al borde del amor, limitándolo a la sangre higiénica y vital. Mas Lady Vanda no era para él una mera víctima destinada a una serie de colaciones. La belleza irrumpía de su figura ausente, batallando, en el justo medio del espacio que separaba ambos cuerpos, con hambre.
Sin tiempo de sentirse perplejo ingresó Duggu Van al amor con voracidad estrepitosa. El atroz despertar de Lady Vanda se retrasó en un segundo a sus posibilidades de defensa, y el falso sueño del desmayo hubo de entregarla, blanca luz en la noche, al amante.
Cierto que, de madrugada y antes de marcharse, el vampiro no pudo con su vocación e hizo una pequeña sangría en el hombro de la desvanecida castellana. Más tarde, al pensar en aquello, Duggu Van sostuvo para sí que las sangrías resultaban muy recomendables para los desmayados. Como en todos los seres, su pensamiento era menos noble que el acto simple.
En el castillo hubo congreso de médicos y peritajes poco agradables y sesiones conjuratorias y anatemas, y además una enfermera inglesa que se llamaba Miss Wilkinson y bebía ginebra con una naturalidad emocionante. Lady Vanda estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte. La hipótesis de una pesadilla demasiado verista quedó abatida ante determinadas comprobaciones oculares; y, además, cuando transcurrido un lapso razonable, la dama tuvo la certeza de que estaba encinta.
Puertas cerradas con Yale habían detenido las tentativas de Duggu Van. El vampiro tenía que alimentarse de niños, de ovejas, hasta de —¡horror!— cerdos. Pero toda la sangre le parecía agua al lado de aquella de Lady Vanda. Una simple asociación, de la cual no lo libraba su carácter de vampiro, exaltaba en su recuerdo el sabor de la sangre donde había nadado, goloso, el pez de su lengua.
Inflexible su tumba en el pasaje diurno, érale preciso aguardar el canto del gallo para botar, desencajado, loco de hambre. No había vuelto a ver a Lady Vanda, pero sus pasos lo llevaban una y otra vez a la galería terminada en la redonda burla amarilla de la Yale. Duggu Van estaba sensiblemente desmejorado.
Pensaba a veces —horizontal y húmedo en su nicho de piedra— que quizá Lady Vanda fuera a tener un hijo de él. El amor recrudecía entonces más que el hambre. Soñaba su fiebre con violaciones de cerrojos, secuestros, con la erección de una nueva tumba matrimonial de amplia capacidad. El paludismo se ensañaba en él ahora.
El hijo crecía, pausado, en Lady Vanda. Una tarde oyó Miss Wilkinson gritar a la señora. La encontró pálida, desolada. Se tocaba el vientre cubierto de raso, decía:
—Es como su padre, como su padre.
Miss Wilkinson llegó a la conclusión de que el pequeño vampiro estaba desangrando a la madre con la más refinada de las crueldades.
Cuando los médicos se enteraron hablóse de un aborto harto justificable; pero Lady Vanda se negó, volviendoo la cabeza como un osito de felpa, acariciando con la diestra su vientre de raso.
—Es como su padre —dijo—. Como su padre.
El hijo de Duggu Van crecía rápidamente. No solo ocupaba el cuerpo de Lady Vanda. Lady Vanda apenas podía hablar ya, no le quedaba sangre; si alguna tenía estaba en el cuerpo de su hijo.
Y cuando vino el día fijado por los recuerdos para el alumbramiento, los médicos se dijeron que aquél iba a ser un alumbramiento extraño. En número de cuatro rodearon el lecho de la parturienta, aguardando que fuese la media noche del trigésimo día del noveno mes del atentado de Duggu Van.
Miss Wilkinson, en la galería, vio acercarse una sombra. No gritó porque estaba segura de que con ello no llegaría a nada. Cierto que el rostro de Duggu Van no era para provocar sonrisas. El color terroso de su cara se había transformado en un relieve uniforme y cárdeno. En vez de ojos, dos grandes interrogaciones llorosas se balanceaban debajo del cabello apelmazado.
—Es absolutamente mío —dijo el vampiro con el lenguaje caprichoso de su secta— y nadie puede interponerse entre su esencia y mi cariño.
Hablaba del hijo; Mis Wilkinson se calmó.
Los médicos, reunidos en un ángulo del lecho, trataban de demostrarse unos a otros que no tenían miedo. Empezaban a admitir cambios en el cuerpo de Lady Vanda. Su piel se había puesto repentinamente oscura, sus piernas se llenaban de relieves musculares, el vientre se aplanaba suavemente y, con una naturalidad que parecía casi familiar, su sexo se transformaba en el contrario. El rostro no era ya el de Lady Vanda. Las manos no eran ya las de Lady Vanda. Los médicos tenían un miedo atroz.
Entonces, cuando dieron las doce, el cuerpo de quien había sido Lady Vanda y era ahora su hijo se enderezó dulcemente en el lecho y tendió los brazos hacia la puerta abierta.
Duggu Van entró en el salón, pasó ante los médicos sin verlos, y ciñó las manos de su hijo.
Los dos, mirándose como si se conocieran desde siempre, salieron por la ventana. El lecho ligeramente arrugado, y los médicos balbuceando cosas en torno a él, contemplando sobre las mesas los instrumentos del oficio, la balanza para pesar al recién nacido, y Miss Wilkinson en la puerta, retorciéndose las manos preguntando, preguntando, preguntando.
1937.
 

 

miércoles, 26 de febrero de 2014

Iván Turgénev (escritor).

 
Iván Turgénev (escritor). Nació el día 9 de noviembre de 1818, su fecha fallecimiento es 3 de septiembre de 1883, es natural de Rusia.
 
LOS RECUERDOS POÉTICOS DE IVÁN TURGUÉNEV
En la inmensidad de la geografía literaria de Rusia el nombre de Iván Turguénev forma parte de una res­plandeciente constelación de novelis­tas, cuyas obras son espejo para el pensamiento que tiende a convertirse en palabras y comunicarse. Turguénev, como escritor, asimiló y recreó en un lenguaje admirable el fluir de su época; en sus novelas y relatos hay todo un universo sorprendente: las costumbres y paisajes de la antigua Rusia, las ilusiones y cambios de las clases sociales, los problemas políticos, la visión de las ciudades y los reflejos de la historia y, sobre todo, la diversidad y autenticidad psicológica de sus personajes. Ya sean éstos los humildes campesinos de su región natal o los propietarios rurales y la nobleza, sus caracteres, sus pasiones, sus sentimientos, en la convivencia o en la soledad, están trazados con genial maestría. Son minuciosos estudios de tal profundización en las complejidades anímicas que únicamente pudo lograrlas quien, como Turguénev, fue un perspicaz y sensible observador de los seres humanos. Y sólo llegó a esta penetración del alma ajena por haber contemplado y conocido la suya propia e interiorizar reflexivamente los desafíos y demandas de su entorno. Así, temperamento y mente le fueron conformados en una dialéctica creadora, tanto de sufrir adversidades afectivas como de ser feliz ante el ideal de la belleza artística.
Una larga vida tuvo para Iván Turguénev una infinidad de dádivas tanto como hirientes sufrimientos. En la incertidumbre infantil, en las frustracio­nes juveniles pretendió alcanzar el afecto primorial y le fue negado, pero sí gozó de numerosas y fieles amistades; fue autor respetado y su obra admirada, pero ante él se desvanece la posibilidad de amor, perseguido y siempre esquivo; una situación privilegiada de desahogo económico estuvo perturbada por problemas de administración, y los estimulantes viajes que enriquecieron su talento eran acompañados de enfermedades verdaderas o imaginarias. Todo este intenso transcurrir de los años, con sus cientos de episodios, de relaciones, de observaciones, sirvió para dar a sus obras la calidad que hoy hace de Turguénev un escritor contemporáneo nuestro.
Algunas de tales experiencias debieron tener una especial modulación íntima y persistente huella en la memoria, y a partir de 1877, casi al final de su vida, tomó la decisión de transformarlas en breves relatos como una forma de dejarlas tras él, darles perennidad y testimonio biográfico. Estos fragmentos de sus recuerdos son los Poemas en prosa.
En ellos -traducidos cuidadosa y fielmente en estas páginas por la Profesora María Sánchez Puig-, está una materia literaria que se podría calificar como clave de un itinerario vital, pues así suele ser la obra poética. Porque la gran poesía no es sino la transposición al lenguaje del doloroso y sabio madurar del poeta, y esta evolución está latente en los Poemas. Son las respuestas cruciales de Turguénev a los hechos del mundo, a los sentimientos e ideas que suscitaron, a las fricciones originadas por el torrente de la existencia.
Los Poemas en prosa, en número de 51, fueron los que Turguénev quiso publicar en vida, y así aparecieron bajo el título de Senilia en la revista Vestnik Evropy, de San Petersburgo, en 1882. Pero Turguénev retuvo otros 32 poemas y en su archivo se conservaron después de su muerte (1883), hasta que el eslavista francés André Mazon, cuarenta años más tarde, los encontró y los hizo publicar. Se puede considerar que estos inéditos eran en los que Turguénev liberaba contenidos más íntimos, acaso más dolorosos.
Aunque fechados todos por él de 1877 a 1882, son recuerdos pertenecien­tes a lejanas y diversas épocas suyas, que quiso redactar en aquellos años postreros cuando el pensamiento gusta de evocar, con nostalgia, los caminos recorridos.
Si sugestivos son los primeros publicados, no lo son menos los inéditos. Predomina en ambas series el carácter de documento privado, con una hermosa revelación de su íntima y secreta personalidad ante momentos para él transcendentales.
Varios de estos Poemas hacen referencia a episodios de la actividad profesional del escritor, las rivalidades, la relación difícil con los críticos, y opiniones motivadas por el comportamiento humano. Otros expresan su inalterable amor al país natal, a esa Rusia de la que se alejó, pero que siempre tuvo ante sí como ámbito de una lengua maravillosamente expresiva, como espacio social idealizado de cuya suerte fluctuante él participaba.
Su imagen del mundo y, en él, de la condición humana forman otros pensamientos de sabiduría superior al enjuiciar lo efímero de la existencia en una naturaleza indiferente que no concede al hombre mayor importancia que a un insecto. Esta conciencia de humilde insignificancia, de quien se identificó con los que nada son, se extiende a la comprensión del desamparo de los animales en cuyos ojos ve una mirada temerosa idéntica a la suya. Son poemas con una significación filosófica que revelan su cosmovisión de pensador realista contrario a prejuicios, movido por la tolerancia, por la piedad ante el dolor, enemigo de las armas, de la envidia, de la ingratitud.
En bastantes poemas se conduele de la llegada de la vejez con sus monótonas dolencias y su vacío de ilusiones, mas esta actitud desalentada no se puede atribuir a la fecha en que fueron escritos, pues a Turguénev le acompañó siempre el terror a las enfermedades y la sensación de la senectud, incluso siendo joven, como si percibiera en su ser la acumulación del vivir de sus antepasados, de generaciones que le precedieron. Y, a la par, el constante presentimiento de la muerte, el cual le engrandece por la serena objetivación de esa fatalidad ineludible.
Y es revelador de estas obsesiones que en varios de los Poemas en prosa relatan sus sueños; éstos son sueños de muerte o amenaza de destrucción no sólo personal, sino de su mundo, de su sociedad. Y tan emotivos, por su contenido subconsciente, debieron de ser, que no dudó en insertar algunos, como pasajes misteriosos, en sus novelas. Y misterioso parecerá el motivo de algunos poemas, y así debe de ser porque proceden de hondos estratos de la conciencia, inasequibles a la fácil comprensión, y porque toda gran creación artística conlleva aspectos enigmáticos.
Pero los Poemas más espontáneos y emocionados son, sin duda, aquellos en los que Turguénev descubre –discretamente- la tensión amorosa, ya sea en la frustración o en la exaltación de sentir su ímpetu poderoso. Como en su biografía de hombre fue, en sus escritos es el amor la más bella sugerencia de felicidad; como un supremo anhelo, llenó los años del escritor de promesas y búsquedas, no por infructuosas menos apasionadas. Si no se realizó en la consecución habitual, y no siempre halló correspondencia a las solicitudes de su alma poética, sentimental, romántica, ya el solo propósito de amor fue una dinámica vivificadora que transmitió a sus obras como delicada melancolía o ilusionada esperanza.
Admira en estos Poemas en prosa el hálito imaginativo en el desarrollo de sus temas; y quien conozca la lengua rusa apreciará también en esta edición la armonía y la sutil musicalidad de la frase de Turguénev. Quien lea solamente en castellano los Poemas en prosa podrá decir que ha leído un fragmento emotivo e importante de la herencia literaria de un escritor genial, ruso, europeo, del mundo entero.
Juan Eduardo Zúñiga
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ESBOZO BIOGRÁFICO
El gran novelista ruso Iván Serguéyevich Turguénev nació en 1818, en la provincia de Oriol, en el seno de una familia hidalga adinerada. La madre, mujer de talante duro y autoritario, era propietaria de inmensos latifundios de más de cien mil hectáreas de tierra y de cinco mil siervos campesinos. El padre, un oficial de la guardia imperial, galante y bien parecido, diez años más joven que su esposa, llevó una vida disipada, llenando la casa familiar de amantes y jaurías de perros de caza. La madre del escritor quedó inmortalizada en la figura de la protagonista de la novela Mumú, y el padre quedó plasmado en la novela El primer amor.
La infancia de Iván Turguénev transcurrió en una de las fincas de su madre, Spásskoye, donde el futuro escritor pudo conocer muy de cerca la dura realidad de la vida de los campesinos, la tremenda lacra social que suponía el derecho de servidumbre, que permitía la compraventa de seres humanos, la separación de las familias, los castigos corporales, toda clase de abusos y violencia. Todo esto Turguénev lo reflejaría posteriormente en sus Relatos de un cazador, su primera gran obra, publicada en 1852. De niño, Turguénev trabó amistad con un siervo apellidado Punin, gran aficionado a la lectura y a la poesía, quien le inculcó su amor a la literatura. Turguénev nos dejó el retrato de su amigo Punin en la novela Punin y Baburin.
En 1827 la familia Turguénev se trasladó a Moscú, y el niño estudió en varios centros: primero en el internado privado de Weidenhammer, luego en el Instituto Armenio, donde se estudiaban lenguas orientales, y, posteriormente, en el colegio internado alemán de Krause. Prosiguió sus estudios en la Facultad de Letras de la Universidad de Moscú y de Filosofía en la Universidad de Berlín. En 1843, ocurrió un hecho que marcó profundamente el resto de su vida: conoció en San Petersburgo a la soprano Paulina García de Viardot, a quien profesó un amor inquebrantable hasta el fin de sus días, siguiéndola en sus giras por Europa, lo que le llevó a vivir prácticamente más tiempo en el extranjero que en Rusia.
Hombre de vasta cultura, conocedor de varias lenguas, de grata presencia y exquisitos modales, y sin preocupaciones económicas, Turguénev se convirtió en el portavoz de la cultura y literatura rusas en Occidente. En su larga vida conoció y trató a destacadas personalidades de la literatura y la cultura rusa y occidental como Pushkin, Saltykov-Schedrín, L. Tolstói, Grigoróvich, Zola, Flaubert, Daudet, E. Goncourt, etc.
Por la publicación de los Relatos de un cazador en 1852, Turguénev sufrió detención y arresto domiciliario durante más de un año, hecho que también le impulsó a residir fuera de Rusia. Viajero impenitente, recorrió en varias ocasiones Alemania, Suiza, Francia e Italia. Murió en 1883 en su casa de Bougival, cerca de París, de cáncer de médula espinal, tras atroces sufrimientos. Sus restos mortales fueron llevados a Rusia e inhumados, con gran solemnidad, en el cementerio de Vólkovo, en San Petersburgo.
Un dato biográfico curioso: a lo largo de su vida estuvo tres veces al borde de la muerte. La primera vez, a los cuatro años, en Berna, durante una visita al zoo estuvo a punto de caerse en el foso de los osos, lográndolo atrapar su padre por un pie en el último instante; la segunda vez, ese mismo año, a causa de una enfermedad infantil, hasta el punto de tener ya los padres preparado el ataúd; y la tercera vez, en 1838, estuvo a punto de perecer en el incendio que se produjo en el barco en el que viajaba. El temor a la muerte acompañó a Turguénev a lo largo de toda su vida, convirtiéndose, en algunos momentos, en auténtica obsesión que llenaba sus noches de angustia.
La obra literaria de Iván Turguénev, prolija y variada, puede dividirse en varios períodos, coincidentes con hechos de su vida personal y aconteci­mientos de la vida social.
Un primer período, entre 1834 y 1848, marcado por la transición del romanticismo al realismo, constituye una búsqueda de su identidad literaria. A este período pertenecen sus creaciones en verso El atardecer, A la Venus de Médicis, Ruso, Dame tu mano, los poemas Steno, Parasha, El pope, Conversación, El terrateniente, así como las novelas y relatos Andréi Kólosov, Tres retratos, El camorrista, Petushkov, etc.
Un segundo período, de 1848 a 1859, caracterizado por dos temas centrales: por una parte, la vida del campesinado ruso sometido al derecho de servidumbre; y, por otra, el prototipo de un hombre nuevo, digno represen­tante de la nobleza rusa. El primer tema culminó en una recopila­ción de narrativa breve, títulada Relatos de un cazador, que tras varias reediciones adquirió la forma definitiva con 25 relatos, en 1880. El segundo tema se plasmó en sus novelas sociales Rudin -cuyo protagonista principal está inspirado en la figura de M. Bakunin-, Nido de nobles, Asia, El diario de un hombre de más, Fausto, y en su ensayo El Hamlet del distrito Schigrovski. En el mismo período quedan comprendidas sus obras teatrales Sin blanca, Almuerzo en casa del jefe provincial, dramas que describen y analizan la decadencia de la nobleza rural; las comedias El hilo se rompe por lo más fino y Un mes en el campo; los dramas El gorrón, El solterón, La provinciana, ambientados igualmente en la pequeña nobleza rural, etc. En este período Turguénev se revela como el creador de la novela social rusa.
Un tercer período de su creación literaria, entre 1859 y 1862, marcado por grandes movimientos sociales en Rusia y la supresión, en 1861, del derecho de servidumbre, fructifica en dos grandes novelas, La víspera y Padres e hijos, que marcaron un hito en la historia de la novela rusa, provocaron acalorados debates entre público y crítica y le ocasionaron al autor no pocos disgustos.
Un cuarto período, entre 1862 y 1869, marcado por cierto cansancio y hastío del escritor, un desencanto, un deseo de apartarse de las tribulacio­nes y problemas sociales para hallar la paz en el mundo del arte, en la filosofía, en la contemplación. A este período pertenecen sus novelas cortas Basta, Fantasmas y, muy especialmente, la novela Humo, donde el escritor caricaturiza a los miembros del "círculo de Gubariov", en alusión clara al "círculo de Ogariov", uno de los promotores de la organización "Tierra y libertad".
Entre 1869 y 1877 se puede delimitar el quinto período de su actividad literaria, marcado por los acontecimientos y movimientos sociales de los años 70. A este período pertenece su novela Tierra virgen, descripción magistral de conocidas figuras y corrientes de pensamiento de diversas agrupaciones "populistas" de los años 70. La novela Tierra virgen tuvo una polémica acogida tanto por la izquierda progresista, como por la derecha conservadora, y sería la última gran novela social que escribiera Turguénev.
El sexto y último período de su fecunda labor literaria se inicia a partir de la publicación de Tierra virgen, en 1877, hasta su muerte, y se caracteriza por una búsqueda de nuevos medios de expresión literaria para temas filosóficos, morales, éticos y existenciales. Aparece, asimismo, alguna obra de corte fantástico, casi neorromántico, como El canto del amor triunfante y Clara Mílich. A esta época pertenecen, entre otras, las novelas Pum, pum, pum..., El reloj, Punin y Baburin y los renombrados Poemas en prosa, hermosas estampas lírico-filosóficas de exquisita forma y profundo sentido.
Tampoco deben olvidarse las novelas El primer amor, Aguas primavera­les, tan conocidas para el lector español, el ensayo Hamlet y don Quijote, magnífico ejemplo de crítica literaria, el relato El rey Lear de las estepas y tantas otras obras.
Uno de los mejores prosistas del s. XIX, y para algunos el mejor, Turguénev posee un estilo sereno y exquisito, de aparente sencillez, un vocabulario de inusitada riqueza, una sintaxis impecable y, sobre todo, un profundo lirismo que impregna toda su obra. A la belleza de sus descripcio­nes narrativas paisajísticas hay que añadir la profundidad del análisis psicológico de sus personajes y una visión global de la problemática social del momento, elementos que rara vez confluyen en un mismo autor y le confieren a Iván S. Turguénev un carisma especial.
María Sánchez Puig
 
 

martes, 25 de febrero de 2014

Giovanni Papini


Giovanni Papini, escritor italiano, nacido en Florencia un 9 de enero de 1881. Sus padres, muy cultos, lo estimularon a escribir ya desde niño. A los 12 años escribió algunos cuentos como El amigo del estudiante y El león y el niño. A los 14 años creó dos revistas manuscritas: Sapiencia y La Revista.
A los 19 años enseñó italiano en un Instituto Inglés y asistió, como oyente, a las Facultades de Letras y Medicina, mostrando su afán de conocer de todo.

A los 20 años ocupó la cátedra de filosofía moderna en la Universidad de Florencia.
En 1902 es nombrado bibliotecario en Florencia, lo que le dará oportunidad para seguir leyendo con la misma avidez de antes y mayores facilidades. Publica diversos artículos sobre filosofa y literatura.
En 1903 funda la revista Leonardo, revista de ciencia, arte, literatura y que tuvo un gran éxito; alcanzó a durar hasta 1906.
Con 23 años participa en un Congreso de Filosofía en Ginebra y después en el Congreso de Psicología celebrado en Roma.
Papini tiene ahora 24 años y publica El crepúsculo de los filósofos, una obra muy polémica, pues atacaba a Nietzsche. En esta obra Papini muestra ya muchas dudas religiosas. Se casa con una mujer católica, se confiesa y hace la primera comunión.
Publica dos nuevas revistas La Voz y El Alma.
Conoce en 1911 a Marinetti y entre los dos inician una crítica futurista a Italia, que no debía, según ellos, ser conocida sólo por sus museos, debía estar a la altura de París, fecundo en arte contemporáneo. Escribe Mi experiencia futurista contra las Academias. Tras su conversión, se separó de Marinetti.
En 1914 deja el Futurismo estando en París. Propugna el ingreso de Italia a la guerra mundial, pues veía en ello una fuente de regeneración de Italia. Pensó alistarse como voluntario, pero un defecto a la vista le impidió tal incorporación. El futurista Bucconi había muerto.
En 1919 escribe La Nueva Italia en la que lanza una diatriba a todas las instituciones: "Cerremos todas las universidades, museos, conventos...", dice.
Escribe, por esta época, La Vida de Cristo, en la que denuncia que a Cristo lo conocen los italianos por la idea de los pintores renacentistas, un Jesús de escayola, en un establo gracioso, un nacimiento de juguete. Y propone Papini al Cristo de la dura realidad de su nacimiento.
En 1912 publicó Palabra y Sangre, obra en la que habla Dios, son unas Memorias de Dios. Conoce entonces a San Agustín, a quien llama alma gemela y escribe su vida.
Después escribe Gog, unos cartapacios que, según Papini, le entregó un loco y que ahora él da a conocer. En esta obra ataca a Lenin por no documentado y suprimir al individuo.
1939 escribe Italia mía en la que apoya a Mussolini como regenerador de Italia.
1944 se encuentra en Florencia. Estaba escribiendo El juicio final, pero fue desalojado de su casa. Se refugió en los franciscanos de Lucano, había allí 1200 personas refugiadas. El P. Samuel se encargó de viajar a su casa y en un camión rescatar la biblioteca. Papini viste de franciscano, como los otros refugiados. Luego se incorpora a la Tercera Orden y su señora a la Orden de las Claras.
Ya en Florencia escribe Cartas de Celestino VI en las que aboga por la santidad.
En 1945 escribe Miguel Ángel, Dante y San Agustín. En Miguel Ángel polemiza sobre sus amores dudosos con un joven, a quien el pintor admira con toda castidad; defiende al pintor a propósito de la tumba de Julio II, una tumba excesiva, con sus esclavos, la Virgen, Moisés...; una tumba para cuya construcción se pedían indulgencias a los fieles. Miguel Ángel tiene grandes dudas, pues quiere hacer una cosa grandiosa y, a la vez, sabe que aquello es un pecado.
A los 72 años ya ciego, dicta a su nieta Anna El Diablo, último libro. A los 75 años escribe el ensayo La felicidad del infeliz, donde defiende, como máxima felicidad, la oración. Muere el 8 de julio de 1956.
Sus letras marcaron toda una época y tuvieron honda influencia en la literatura italiana, así como le allegaron al autor el reconocimiento internacional. Polemista apasionado, Papini dejó en su autobiografía, Un hombre acabado, una melancolía en páginas que para muchos representa su obra maestra.
En palabras de Jorge Luis Borges, "Si alguien en este siglo es equiparable al egipcio Proteo, ese alguien es Giovanni Papini, que alguna vez firmara Gian Falco, historiador de la literatura y poeta, pragmatista y romántico, ateo y después teólogo".
El propio Borges dice que "hay estilos que no permiten al autor hablar en voz baja. Papini, en la polémica, solía ser sonoro y enfático".
En estos cuentos apenas se escucha la voz del autor son narraciones en murmullos. El lector de estas páginas recorrerá los laberintos compartidos y enigmáticos de la intimidad humana. Los personajes parecen fantasmas desconocidos; figuras que sólo aparecen en las páginas de un libro y, al mismo tiempo, delatan rostros que vemos todos los días en los espejos. Papini narra con una sencillez y claridad cuya lectura no sólo entretiene sino también provoca.
Que un hombre sea preso de él mismo, que los hombres se puedan apropiar de los demás, que las almas sean una mercancía cotizada y que nuestros propios retratos sean caras cambiantes; nos provoca una reflexión personal más allá de los párrafos.
Papini también provoca al escritor que todos deberíamos llevar dentro; parecería entonces fácil emular sus fábulas, continuar sus cuentos y seguir su ejemplo de letras, pero esta provocación es engañosa, pues pocos han logrado narraciones de tal perfección como la alcanzada por Papini en estos breves cuentos. Quizá la provocación más evidente de estas páginas sea la inevitable invitación a proseguir la lectura, pues como todos los grandes escritores, Papini es un autor que no sólo debe leerse, sino que se deja releer fácilmente y ése es el mejor homenaje que le podemos rendir.

Advertencia
Hace un año me llegó para antes de Navidad una carta firmada por Gog. Procedía de un puerto de Escocia y decía así:

Querido amigo:
El que le escribe no es un fantasma, sino aquel extraño nómada enfermo de los nervios, siempre enfermo y siempre nómada, a quien conoció usted hace ya veinte años en una casa de salud escondida entre los árboles.
Hace muchos años leí en la edición norteamericana la selección que usted hiciera de las cartas por mí remitidas. Juzgo que la selección fue bastante buena, y he de confesar que en esas viejas páginas volví a hallar gustosamente una lejana imagen de mí mismo, así como también el recuerdo vivo de algunos seres humanos a los que conociera en tiempos pasados. Su libro hizo que me dedicara otra vez a escribir el diario, labor abandonada por las recaídas en mi malestar habitual.
Continué recorriendo la tierra sin meta ni objetivo, tal como antes lo hacía, tomado nota, sin mayor orden, de lo que veía y oía en mis caprichosas y desvariadas peregrinaciones.
Le ruego me haga saber si le agradará leer esta segunda parte de mi diario. También de ella podrá hacer el uso que le agrade, traduciendo y publicando lo que juzgue mejor.
Escriba o telegrafíe a la dirección abajo indicada. Sinceramente, de Ud. Atto. y S. S.
Gog.

Telegrafié en seguida al New Parthenon, la casa de campo del excéntrico multimillonario, haciéndole saber que me agradaría muchísimo recibir y leer lo que tan cortésmente me brindaba. No obtuve respuesta ninguna, pero al cabo de tres meses y desde un puerto de Méjico, me llegó un voluminoso paquete lleno de hojas escritas o máquina. Lo leí todo con suma atención y curiosidad y, al igual que la vez primera, hice una especie de antología de aquel original y abundante diario.
Esa selección es la que ofrezco ahora a los innumerables lectores de Gog esparcidos en todos los Países del mundo, y la título: EL LIBRO NEGRO.

II
Le puse ese título, elegido exclusivamente por mí, porque las hojas del nuevo diario corresponden casi todas a una de las edades más negras de la historia humana o sea a los años de la última guerra y del período posbélico. Haré notar que prescindí de algunos fragmentos que me parecieron demasiado escandalosos y dolorosos. Hay en la naturaleza de míster Gog, junto a una morbosa avidez intelectual, un no sé qué de sádico, y de esta su crueldad, aunque más no sea teórica y platónica, quedan trazas incluso en las páginas por mí traducidas.
Procediendo igual que en el pasado, Gog se ha acercado a los hombres más célebres y representativos de nuestro tiempo y las conversaciones mantenidas son casi siempre sorprendentes y reveladoras. En este volumen podrán conocer los lectores, por ejemplo, el pensamiento de Molotov y de Hitler, de Voronov y de Ernest O. Lawrence, de Pablo Picasso y de Salvador Dalí, de Marconi y de Valery, de Aldous Huxley y de Lin Yutang.
La mayor novedad de esta segunda parte del diario es, si no me equivoco, el descubrimiento de muchas obras de escritores famosos, hasta ahora desconocidas. Gog ha tenido siempre el placer, más aún, la manía de coleccionar. Nos dice que compró en Inglaterra una colección de autógrafos de Lord Everett, colección que sólo contenía trozos y esbozos de obras inéditas, y por su parte, el mismo Gog se ha esforzado por enriquecer esa preciosa colección con otras adquisiciones. Así, pues, los lectores hallarán aquí, por vez primera, noticias referentes a obras, ignoradas por completo hasta el presente, de Cervantes y de Goethe, de William Blake y de Robert Browning, de Stendhal y de Víctor Hugo, de Kierkegaard y de Miguel de Unamuno, de Leopardi y de Walt Whitman. Estas solas e inauditas revelaciones bastarían para que EL LIBRO NEGRO fuera uno de los acontecimientos literarios más singulares de estos tiempos.
Además, e igual que en tiempos pasados, Gog ha encontrado en su camino seres humanos paradojales y lunáticos, preconizadores de nuevas ciencias y nuevas teorías, a cerebrales maniáticos y locos sueltos, a cínicos delincuentes y visionarios. En su conjunto esos seres ofrecen un retrato fantástico y pavoroso, satírico y caricaturesco, pero más que nada, me parece, un retrato sintomático y profético de una época enferma y desesperada más que nunca. Esto que parece diversión, para los espíritus más vigilantes puede ser un saludable adoctrinamiento.
Esta selección hecha en la nueva cosecha de las experiencias de Gog, me parece mucho más sabrosa e importante que la realizada veinte años ha. Me agradaría que esta misma opinión fuera compartida, una vez llegados a la última página, por todos los lectores de EL LIBRO NEGRO.

Giovanni Papini.
Florencia, 5 de noviembre de 1951.
http://www.librosmaravillosos.com/libronegro/



lunes, 24 de febrero de 2014

José Ortega y Gasset. "La deshumanización del arte".


José Ortega y Gasset (filósofo y escritor). Nació el día 9 de mayo de 1883, es natural de Comunidad de Madrid, su fecha fallecimiento es 18 de octubre de 1955. Forma parte de la base de conocimiento de Classora participando en 3 rankings e informes

Estando en los Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica en el año 1973, teníamos como texto para leer y debatir los estudiantes el libro: “La deshumanización del Arte”, de Ortega y Gasset.
Recuerdo, que teníamos que hacer un ensayo sobre la obra. Mi profesor en Filosofía era el poeta y luego mi amigo personal, Carlos de la Ossa, hoy ya fallecido. Recuerdo que entró a la clase y nos dijo: Pues, acá está el nombre de la obra que tienen que leerse y hacer un ensayo para final de semestre y,  apuntó en la enorme pizarra el título.
No dijo más, a pesar de su juventud en aquellos momentos y de ser un artista consumado no habló ni a favor ni en contra del libro. Supongo, que no quería “contaminar nuestra opinión” de estudiantes e intelectuales bisoños. Digo lo anterior porque, Ortega Y Gasset, se revela con acción virulenta y despiadada en contra del Arte Contemporáneo y se remite una y otra vez al Arte Clásico para ¿comparar? Con dicho canon el arte del siglo XX (entiéndase la Primera mitad). El libro es interesante, sin embargo, es ilusorio una ficción poder analizar los periodos del Arte –unos y otros- sin tomar en consideración el contexto social, político y económico en que se desarrollaron.
Pienso, que la opinión de Ortega y Gasset en algunos momentos peca de “idealista” y en otros momentos de “ingenuo” al comparar el Arte Contemporáneo, (los movimientos de vanguardia en la primera mitad del Siglo XX) con los Clásicos en Pintura y Literatura.
También es cierto que, es lúcido en momentos del ensayo. Pero, en su totalidad su ensayo y sus opiniones acerca del arte Contemporáneo y los artistas no la comparto. Pienso, que son cuestiones de ópticas, así de sencillo.
J.Méndez-Limbrick.


Documentos e imágenes:
poéticas del 27


José Ortega y Gasset: "La deshumanización del arte" (1925) (Fragmentos)

[IMPOPULARIDAD DEL ARTE NUEVO]
[...] Todo el arte joven es impopular, y no por caso y accidente, sino en virtud de su destino esencial. […] A mi juicio, lo característico del arte nuevo, «desde el punto de vista sociológico», es que divide al público en estas dos clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden. Esto implica que los unos poseen un órgano de comprensión negado, por tanto, a los otros, que son dos variedades distintas de la especie humana. El arte nuevo, por lo visto, no es para todo el mundo, como el romántico, sino que va, desde luego, dirigido auna minoría especialmente dotada. De aquí la irritación que despierta en la masa. Cuando a uno no le gusta una obra de arte, pero la ha comprendido, se siente superior a ella y no ha lugar a la irritación. Mas cuando el disgusto que la obra causa nace de que no se la ha entendido, queda el hombre como humillado, con una oscura conciencia de su inferioridad que necesita compensar mediante la indignada afirmación de sí mismo frente a la obra. El arte joven, con sólo presentarse, obliga al buen burgués a sentirse tal y como es: buen burgués, ente incapaz de sacramentos artísticos, ciego y sordo a toda belleza pura. Ahora bien: esto no puede hacerse impunemente después de cien años de halago omnímodo a la masa y apoteosis del «pueblo». Habituada a predominar en todo, la masa se siente ofendida en sus «derechos del hombre» por el arte nuevo, que es un arte de privilegio, de nobleza de nervios, de aristocracia instintiva. Donde quiera que las jóvenes musas se presentan, la masa las cocea.

[ARTE ARTÍSTICO]
[...] Tan pronto como estos elementos puramente estéticos dominen y no pueda agarrar bien la historia de Juan y María, el público queda despistado y no sabe qué hacer delante del escenario, del libro o del cuadro. Es natural; no conoce otra actitud ante los objetos que la práctica, la que nos lleva a apasionarnos y a intervenir sentimentalmente en ellos. Una obra que no le invite a esta intervención le deja sin papel.
Ahora bien: en este punto conviene que lleguemos a una perfecta claridad. Alegrarse o sufrir con los destinos humanos que, tal vez, la obra de arte nos refiere o presenta es cosa muy diferente del verdadero goce artístico. Más aún: esa ocupación con lo humano de la obra es, en principio, incompatible con la estricta fruición estética.
Se trata de una cuestión de óptica sumamente sencilla. Para ver un objeto tenemos que acomodar de una cierta manera nuestro aparato ocular. [...] Imagínese el lector que estamos mirando un jardín al través del vidrio de una ventana. Nuestros ojos se acomodarán de suerte que el rayo de la visión penetre el vidrio, sin detenerse en él, y vaya a prenderse en las flores y frondas. Como la meta de la visión es el jardín y hasta él va lanzado el rayo visual, no veremos el vidrio, pasará nuestra mirada a su través, sin percibirlo. Cuanto más puro sea el cristal menos lo veremos. Pero luego, haciendo un esfuerzo, podemos desentendernos del jardín y, retrayendo el rayo ocular, detenerlo en el vidrio. Entonces el jardín desaparece a nuestros ojos y de él sólo vemos unas masas de color confusas que parecen pegadas al cristal. Por tanto, ver el jardín y ver el vidrio de la ventana son dos operaciones incompatibles: la una excluye a la otra y requieren acomodaciones oculares diferentes.
[…] No discutamos ahora si es posible un arte puro. Tal vez no lo sea; pero las razones que nos conducen a esta negación son un poco largas y difíciles. Más vale, pues, dejar intacto el tema. Además, no importa mayormente para lo que ahora hablamos. Aunque sea imposible un arte puro, no hay duda alguna de que cabe una tendencia a la purificación del arte. Esta tendencia llevará a una eliminación progresiva de los elementos humanos, demasiado humanos, que dominaban en la producción romántica y naturalista. Y en este proceso se llegará a un punto en que el contenido humano de la obra sea tan escaso que casi no se le vea. Entonces tendremos un objeto que sólo puede ser percibido por quien posea ese don peculiar de la sensibilidad artística. Será un arte para artistas, y no para la masa de los hombres; será un arte de casta y no demótico.
[...] Si se analiza el nuevo estilo se hallan en él ciertas tendencias sumamente conexas entre sí. Tiende: 1°, a la deshumanización del arte; 2°, a evitar Ias formas vivas; 3°, a hacer que la obra de arte no sea sino obra de arte; 4°, a considerar el arte como juego y nada más; 5°, a una esencial ironía; 6°, a eludir toda falsedad y, por tanto, a una escrupulosa realización. En fin, 7°, el arte, según los artistas jóvenes, es una cosa sin trascendencia alguna.
[COMIENZA LA DESHUMANIZACIÓN DEL ARTE]
Lejos de ir el pintor más o menos torpemente hacia la realidad, se ve que ha ido contra ella. Se ha propuesto denodadamente deformarla, romper su aspecto humano, deshumanizarla. Con las cosas representadas en el cuadro tradicional podríamos ilusionariamente convivir. De la Gioconda se han enamorado muchos ingleses. Con las cosas representadas en el cuadro nuevo es imposible la convivencia; al extirparles su aspecto de realidad vivida, el pintor ha cortado el puente y quemado las naves que podían trasportarnos a nuestro mundo habitual. Nos deja encerrados en un universo abstruso, nos fuerza a tratar con objetos con los que no cabe tratar humanamente. Tenemos, pues, que improvisar otra forma de trato por completo distinto del usual vivir las cosas; hemos de crear e inventar actos inéditos que sean adecuados a aquellas figuras insólitas. Esta nueva vida, esta vida inventada previa anulación de la espontánea, es precisamente Ia comprensión y el goce artísticos. No faltan en ella sentimientos y pasiones, pero evidentemente estas pasiones y sentimientos pertenecen a una flora psíquica muy distinta de la que cubre los paisajes de nuestra vida primaria y humana. Son emociones secundarias que en nuestro artista interior provocan esos ultra-objetos. Son sentimientos específicamente estéticos.
[INVITACIÓN A COMPRENDER]
[...] Ya he indicado antes que la percepción de la realidad vivida y la percepción de la forma artística son, en principio, incompatibles por requerir una acomodación diferente en nuestro aparato perceptor. Un arte que nos proponga esa doble mirada será un arte bizco.
[SIGUE LA DESHUMANIZACIÓN DEL ARTE
[…].El romántico caza con reclamo; se aprovecha inhonestamente del celo del pájaro para incrustar en él los perdigones de sus notas. El arte no puede consistir en el contagio psíquico, porque éste es un fenómeno inconsciente y el arte ha de ser todo plena claridad, melodía de intelección. El llanto y la risa con estéticamente fraudes. El gesto de la belleza no pasa nunca de la melancolía o la sonrisa. Y mejor aún si no llega. Toute maîtrise jette le froid (Mallarmé).
Yo creo que es bastante discreto el juicio del artista joven. El placer estético tiene que ser un placer inteligente. Porque entre los placeres los hay ciegos y perspicaces. La alegría del borracho es ciega; tiene, como todo en el mundo, su causa: el alcohol, pero carece de motivo.
[…] En vez de gozar del objeto artístico, el sujeto goza de sí mismo; la obra ha sido sólo la causa y el alcohol de su placer.
[…] Vida es una cosa, poesía es otra –piensan o, al menos, sienten. No los mezclemos. El poeta empieza donde el hombre acaba.
[…] La poesía es hoy el álgebra superior de las metáforas.
[EL TABÚ Y LA METÁFORA]
La metáfora es probablemente la potencia más fértil que el hombre posee. Su eficiencia llega a tocar los confines de la taumaturgia y parece un trebejo de creación que Dios se dejó olvidado dentro de una de sus criaturas al tiempo de formarla, como el cirujano distraído se deja un instrumento en el vientre del operado.
Todas las demás potencias nos mantienen inscritos dentro de lo real, de lo que ya es. Lo más que podemos hacer es sumar o restar unas cosas de otras. Sólo la metáfora nos facilita la evasión y crea entre Ias cosas reales arrecifes imaginarios, florecimiento de islas ingrávidas.
Es verdaderamente extraña la existencia en el hombre de esta actividad mental que consiste en suplantar una cosa por otra, no tanto por afán de llegar a ésta como por el empeño de rehuir aquélla. La metáfora escamotea un objeto enmascarándolo con otro, y no tendría sentido si no viéramos bajo ella un instinto que induce al hombre a evitar realidades.
Cuando recientemente se preguntó un psicólogo cuál puede ser el origen de la metáfora, halló sorprendido que una de sus raíces está en el espíritu del «tabú». Ha habido una época en que fue el miedo la máxima inspiración humana, una edad dominada por el terror cósmico. Durante ella se siente la necesidad de evitar ciertas realidades que, por otra parte, son ineludibles. El animal más frecuente en el país, y de que depende la sustentación, adquiere un prestigio sagrado. Esta consagración trae consigo la idea de que no se le puede tocar con las manos. ¿Qué hace entonces para comer el indio Lillooet? Se pone en cuclillas y cruza las manos bajo sus nalgas. De este modo puede comer, porque las manos bajos Ias nalgas son metafóricamente unos pies. He aquí un tropo de acción, una metáfora elemental previa a la imagen verbal y que se origina en el afán de evitar la realidad.
Y como la palabra es para el hombre primitivo un poco la cosa misma nombrada, sobreviene el menester de no nombrar el objeto tremendo sobre que ha recaído «tabú». De aquí que se designe con el nombre de otra cosa, mentándolo en forma larvada y subrepticia. Así el polinesio, que no debe nombrar nada de lo que pertenece al rey, cuando ve arder las antorchas en su palacio-cabaña tiene que decir: «El rayo arde en las nubes del cielo». He aquí la elusión metafórica.
[LA INTRANSCENDENCIA DEL ARTE]
[...] Para el hombre de la generación novísima, el arte es una cosa sin trascendencia. Una vez escrita esta frase me espanto de ella, al advertir su innumerable irradiación de significados diferentes. Porque no se trata de que a cualquier hombre de hoy le parezca el arte cosa sin importancia o menos importante que al hombre de ayer, sino que el artista mismo ve su arte como una labor intrascendente. Pero aun esto no expresa con rigor la verdadera situación. Porque el hecho no es que al artista le interese poco su obra y oficio, sino que le interesa precisamente porque no tienen importancia grave y en la medida que carecen de ella. No se entiende bien el caso si no se le mira en confrontación con lo que era el arte hace treinta años y, en general, durante todo el siglo pasado. Poesía o música eran entonces actividades de enorme calibre; se esperaba de ellas poco menos que la salvación de la especie humana sobre la ruina de las religiones y el relativismo inevitable de la ciencia. El arte era trascendente en un doble sentido. Lo era por su tema, que solía consistir en los más graves problemas de la humanidad, y Io era por sí mismo, como potencia humana que prestaba justificación y dignidad a la especie. Era de ver el solemne gesto que ante la masa adoptaba el gran poeta y el músico genial, gesto de profeta o fundador de religión, majestuosa apostura de estadista responsable de los destinos universales.
A un artista de hoy sospecho que le aterraría verse ungido con tan enorme misión y obligado, en consecuencia, a tratar en su obra materias capaces de tamañas repercusiones. Precisamente le empieza a saber algo a fruto artístico cuando empieza a notar que el aire pierde seriedad y las cosas comienzan a brincar livianamente, libres de toda formalidad. Ese pirueteo universal es para él el signo auténtico de que las musas existen. Si cabe decir que el arte salva al hombre, es sólo porque le salva de la seriedad de la vida y suscita en él inesperada puericia. Vuelve a ser símbolo del arte la flauta mágica de Pan, que hace danzar los chivos en la linde del bosque.
Todo el arte nuevo resulta comprensible y adquiere cierta dosis de grandeza cuando se le interpreta como un ensayo de crear puerilidad en un mundo viejo. Otros estilos obligaban a que se les pusiera en conexión con los dramáticos movimientos sociales y políticos o bien con las profundas corrientes filosóficas o religiosas. El nuevo estilo, por el contrario, solicita, desde luego, ser aproximado al triunfo de los deportes y juegos. Son dos hechos hermanos, de la misma oriundez.
[…] La aspiración al arte puro no es, como suele creerse, una soberbia, sino, por el contrario, gran modestia. Al vaciarse el arte de patetismo humano queda sin trascendencia alguna –como sólo arte, sin más pretensión.
[…]
[José Ortega y Gasset, «La deshumanización del arte» (1925), en La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, Madrid: Alianza Editorial, 1993, pp. 11-54.]

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