sábado, 8 de noviembre de 2014

Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe. Mauro Armiño.


TRADICIONALMENTE las historias de la literatura ven en Edgar Allan Poe al inventor de un género literario que, aunque no nuevo, debe al «poeta del horror» unas características precisas. Es cierto que antes de Poe había cuentos, relatos: desde la Edad Media no han faltado apólogos y fábulas de carácter moral, como Calila e Dina, que trae a Europa, a través de la lengua castellana, la primera antología de relatos del mundo oriental; e incluso, el género de narración breve adquiriría un desarrollo básico para el nacimiento de la novela moderna, para El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, que no hubiera podido producirse sin los antecedentes de los novellinos italianos, tan conocidos en los albores del Renacimiento: colecciones como El Decamerón boccacciano y Las historias trágicas y ejemplares de Mateo Bandello. En esos dos ejemplos está perfectamente estructurado el género narrativo menor, el cuento como tal, que gozará en España de gran boga durante el siglo XVII, con las Novelas ejemplares cervantinas, y con las «novelas cortesanas», nuevo enfoque, aunque sustentado en los principios del novellino italiano, aprovechado ventajosamente en nuestra lengua por Lope de Vega en sus Novelas a Marcia Leonarda y por doña María de Zayas en sus Novelas ejemplares y amorosas.
Mas casi todos estos ejemplos poseían un carácter común, marcado en su esencia por la narrativa oriental trasvasada a través del Calila e Dina, y por la graciosa articulación de Las mil y una noches (aunque debemos advertir que ese libro no sería conocido hasta varios siglos más tarde en el mundo occidental): se trata de cuentos ensamblados, pegados a una presunta acción general que, de hecho, funciona también como otro relato: en Las mil y una noches, es Sherezade quien, para salvar su vida mientras entretenga al rey, desgrana noche a noche un cuento cuyo desenlace —en un hábil esguince de suspense— queda para la noche siguiente: así, el rey irá aplazando de modo indefinido la ejecución de la bella, cuya habilidad narrativa no deja de sintetizar una hermosa metáfora que todo escritor agradecerá siempre a ese antecesor anónimo que en Sherezade encamó una equivalencia: vivir = narrar, vivir = inventar, vivir = maravillar, mantener la tensión y el suspense. Y el ligamento que une las cien novelas de El Decamerón, aunque más tosco, no deja de apuntar a ese carácter globalizador de la estructura: personajes de la vida cortesana que, refugiados de la peste en una villa rural, entretienen sus jornadas —ese retiro y alejamiento supondrán la salvación de la muerte— con los relatos.
Pero habrá que esperar al siglo XIX para que el cuento se produzca «exento», es decir, liberado del monumento grandioso que es la estructura novelesca: el siglo XVIII no hizo sino mantener aquel viejo esquema en su representante más conspicuo y dedicado al género con una perspectiva totalmente medieval y renacentista en cuanto a estructuración: el marqués de Sade en sus Cien jornadas no hace de hecho sino repetir —con otras implicaciones, por supuesto— la técnica ya conocida. En el XIX el cuento va a darse «autónomo», es decir, con valores por sí mismo. Si los franceses Mérimée y Balzac rompen el fuego, serán dos estadounidenses, Hawthome y Edgar Allan Poe, quienes lograrán situarlo en una autonomía esencial. Y de esos dos escritores, solo el último conseguiría algo insospechado entonces: que un cuento sea tan importante, por su profundidad, por su técnica, por el mundo de relaciones que engloba, por la red intrincada de tensiones que en el lector crea, como una novela. A partir de Poe hay grandes narradores que solo han escrito algo hasta entonces considerado menor: cuentos. Y en nuestra propia lengua tenemos una muestra relevante: Jorge Luis Borges.
Con Poe cambia cualitativamente el género. ¿Por qué? Poe era un perspicaz analista literario. En los comentarios al método de composición de su famoso poema El cuervo, lo manifestó para gran escándalo de los creyentes en musas, inspiraciones y otras zarandajas idealistas, considerando la literatura como un arte, como un artificio: en definitiva, como un enjuague de elementos literarios heredados de la tradición a los que el autor, cada autor, aporta algo personal; como una manipulación de herramientas, como una utilización de trucos y recursos que son propios, exclusivamente, de un oficiante del gremio literario: ese artesano especial, de poderes, métodos y útiles definidos será el autor, el escritor. Y si nos aplicamos al cuento, no son escasos los textos y artículos en que Poe —comentando su propia obra o libros de otros— teoriza. Y teoriza para explicarse y explicarnos un sistema, un método.
Al aplicar los principios de la Poética aristotélica al relato, Poe señaló la vía que iba a recorrer la novela corta contemporánea, cuya base de tierra es la creación de una determinada tensión en el lector, una tensión semejante a la que estructura un poema lírico, y que se disuelve en el desenlace. El cuento no va a ser a partir de entonces una novela en pequeño, una «novela corta»: es una articulación esencial, fundamentalmente distinta, de elementos fuertemente concentrados y destinados a un fin; digámoslo con sus propias palabras: Poe busca «un cierto efecto singular y, único que hay que conseguir», para lo cual…
… imagina unos incidentes… combina los acontecimientos de modo que todo contribuya de la manera más eficaz a que dicho efecto preconcebido se produzca… No debe haber en toda la composición ni una sola palabra cuya tendencia no se dirija, directa o indirectamente, a lograr el propósito preestablecido. Empleando dichos medios con el mayor cuidado y con toda la posible habilidad, se obtendrá un cuadro pintado con tal esmero que producirá en el espíritu de quien lo contemple con las debidas facultades un sentimiento de plena satisfacción.
Como puede verse, Poe fija de forma rigurosa y clara bases que permiten diferenciar un cuento de cualquier otra forma genérica. En su comentario a los cuentos de Hawthome, encomia el relato como género y deja traslucir además determinados rasgos personales:
Dada su longitud, la novela ordinaria es objetable… Como no puede ser leída de una sola vez, se ve privada de la inmensa fuerza que se deriva de la totalidad. Los sucesos del mundo exterior que intervienen en las pausas de la lectura modifican, anulan o contrarrestan, en mayor o menor grado, las impresiones del libro… El cuento breve, en cambio, permite al autor desarrollar plenamente su propósito… Durante la hora de lectura, el alma del lector está sometida a la voluntad de aquel…
Riguroso y, además, nítido: todo queda ordenado a la captación del lector, aprehendido, con el aliento contenido, entre las redes tendidas por el autor: redes que en los cuentos serán misterio, presentación de un mundo narrativo perfectamente marcado y aderezado en función del clima del relato hasta en los menores detalles —obsérvense, por ejemplo, las estancias de relatos como El hundimiento de la casa Usher o El retrato oval, en los que las descripciones de luces, cortinajes, etc., van creando la tensión del lector, preparándolo para una atmósfera irreal en la que, sin embargo, los hechos resultan verosímiles (narrativamente, racionalmente verosímiles)—; y todos estos elementos que pueden parecer externos a la esencia misma de lo narrado, adyacentes y ornamentales, no son lo que parecen en última instancia, sino el tirón que arrastra lenta pero inexorablemente hacia un momento único, de ruptura dramática con la disolución de la tensión en el desenlace. El propósito estético no está, pues, en un lenguaje literariamente exquisito: todo se ordena al misterio, al terror y a la fantasía, claves temáticas del conjunto de sus relatos. No estamos ante cuentos «bien escritos», entendiendo por ello una acaramelada literatura ornamental y vacua, sino ante cuentos escritos para que el lector, como expresa la última frase de la cita, quede sometido al dominio del autor. Que esto se cumple sobradamente lo demuestran sus mejores cuentos, en los que el lector, atrapado por las claves tendidas por Poe, ha de pegarse a la letra del relato para, con el desenlace, liberarse de la obsesión sutilmente creada por los planteamientos, unos planteamientos desnudos de accidentes externos al final: la pureza —que supone economía— de los medios dista considerablemente de uno de los recursos típicos de las novelas policíacas al uso contemporáneo, que estriba en perder al lector en una maraña de datos falsos que oculten precisamente el elemento eje; porque incluso en sus cuentos detectivescos —Los crímenes de la calle Morgue—, Poe hace hincapié no en el burdo despiste del lector: lo que más le interesa es seguir el proceso de raciocinio que lleva a M. Dupin —antecedente directo de Sherlock Holmes— a la resolución del misterio.
* * *

Una división sumaria de los relatos de Edgar Allan Poe los dividiría en: a) cuentos terroríficos o de horror, que a su vez se subdividirían en: aquellos que suscitan horror por su argumento y aquellos otros en que utiliza recursos atmosféricos o sobrenaturales para la creación de ese clímax; b) cuentos de ciencia ficción, en los que Poe sienta las bases de un género al que Julio Verne aportaría maneras más ingeniosas y amenas, aunque más superficiales en su temática de victoria y superación, mediante la ingenuosidad científica de un problema o aventura que exige al ser humano la tensión total de cuerpo y mente (El escarabajo de oro, por ejemplo); c) de misterio y detectivescos, que se orientan un poco en esa línea de superación del ser humano, aplicado ahora a la resolución de unos interrogantes que logra despejar mediante un raciocinio lógico y riguroso; y, por último; d) los cuentos menores, de tema satírico o humorístico.
Dejando de lado estos últimos, la primera de estas divisiones contiene quizá la mayoría de las obras maestras: desde El pozo y el péndulo hasta El hundimiento de la casa Usher; en el primero, Poe utiliza una entrada in media res: desde la cuarta línea del relato el lector se encuentra situado, dramáticamente situado, en la pesadilla, frente a un tema de horror que guía el suspense; late por debajo —como en El hundimiento de la casa Usher— una angustia subterránea que el lector desconoce y que el protagonista encarna, pero Poe no se entretiene en contar las causas: nos pone en contacto inmediato con el castigo, y sus terrores —que son distintos en ambos relatos aunque posean un denominador común—: el problema del mal, un mal anterior a la acción; en un caso parece ser producto del enfrentamiento con la Inquisición; en el otro intuimos un mal genealógico, misterioso, que ha pasado de sangre a sangre por la misma familia hasta llegar al protagonista, en quien se ejemplifica el castigo: es una especie de mal atávico, de pecado transmitido inmemorialmente lo que paga el último habitante y descendiente de la casa Usher. Otros relatos de la serie incluirán personajes demoníacos que rompen toda verosimilitud real sin faltar a lo verosímil narrativo —por ejemplo, La máscara de la muerte roja, o en mayor profundidad aún por su clima totalmente irreal, sobrenatural, Ligeia—. Todos ellos apuntan a un mundo subyacente a la corteza terrestre, demoníaco pero inserto en el espíritu del hombre; a un mundo corroído por la insania, por la demencia, por la perversión y el mal, por el poder de tuerzas ocultas, por el dominio del inconsciente. El enterramiento prematuro, El retrato oval, El caso del señor Valdemar, El corazón delator. El barril de amontillado son los mejores ejemplos de ese terror solapado en el que aparece nítidamente la obsesión necrofílica de Poe como un dato más, como un dato perturbador.
La exposición que de sus obsesiones hace Poe en los mejores cuentos —desde esa obsesión necrofílica a los matices de sadismo, desde el gusto por la fuerza mental o física como un Dupin a la astucia y la habilidad— van revelando a un análisis riguroso el trasfondo psicológico del autor: muchos han sido los trabajos que, fijándose en un hecho capital —el análisis que Poe hace de los terrores que invaden al ser humano por una excesiva sensibilidad dañada, por una inteligencia atenta a los matices y pliegues más recónditos del espíritu—, han seguido esa misma línea para, descifrando claves y comentándolas en relación a los datos biográficos, tratar de elaborar un mapa de la mente de Poe, de sus terrores y obsesiones, de sus mecanismos de elaboración de pensamientos, pesadillas y sueños, fantasmas y deseos. Cierto que este tipo de estudios psicologistas está hoy en retroceso frente a las nuevas tendencias de la crítica que se fijan sobre todo en el hecho literario de modo autónomo; pero cuando se hacen con rigor, si no explican el meollo definitivo del tema ni su eficacia literaria, colaboran de forma meritoria a una lectura en profundidad. En el caso de Poe hay un análisis que supone la penetración a fondo en su obra, porque a su luz se explican mejor las relaciones entre los distintos cuentos poniéndolos en contacto con los datos que sabemos del autor: el de Marie Bonaparte, Edgar Allan Poe. Sa vie. Son oeuvre, precedido por una breve nota introductoria de su maestro, Sigmun Freud, que, inteligentemente, pone el dedo en los límites de todo intento de interpretación psicologista. Tras advertir las tendencias patológicas de Poe y elogiar los frutos a que ha llegado el libro, Freud comenta atinadamente:
Gracias a su trabajo de interpretación, ahora se comprenden cuántos caracteres de la obra fueron condicionados por la personalidad del hombre, y también puede verse que esa personalidad era el residuo de poderosas fijaciones afectivas y de acontecimientos dolorosos que datan de su primerísima juventud. Tales investigaciones no pretenden explicar el genio de los creadores, pero muestran qué factores lo han puesto en guardia y qué clase de materia le ha sido impuesta por el destino.
En mi opinión, Marie Bonaparte da importancia desmesurada al mundo femenino que rodeó a Poe: madres, primas, amores, etc. Pero ese mundo femenino carece de amor erótico, como ya advertía el introductor de Poe en Francia, otro escritor marcado por tendencias patológicas y con un mundo femenino cuando menos conflictivo: Baudelaire, su primer traductor y analista. Veamos, sin embargo, de su mano, algunas de las interpretaciones a cuentos recogidos en esta antología.
El hundimiento de la casa Usher, publicado en 1839, fue considerado por el crítico Colling como la cima de Poe en cuanto a creación de una atmósfera maléfica. Otros críticos han subrayado la unidad estructural y el tono musical del cuento; por último, en Usher, quienes abogan por el carácter autobiográfico han visto el retrato de Poe a los treinta años; Lady Madeline sería Virginia, prima carnal y esposa de Poe, que junto al lecho de la moribunda pasó prolongadas torturas semejantes a las del protagonista. Marie Bonaparte vincula este cuento al ciclo de la madre muerta-viva, para encontrar el sentido siniestro del relato en el destino de Usher-Poe, que será castigado por haber sido infiel a su madre al amar a Madeline-Virginia; y también por su sadismo, evidente en las relaciones de Roderick con su hermana; en última instancia, la resurrección de Lady Madeline para castigar a su hermano no es, para la psicoanalista, sino el retorno de la madre que resucita para arrastrar consigo, a la muerte, al hijo: durante toda su vida Poe llevaría ese fantasma de la madre muerta que aparece en tantos relatos necrofílicos.
El escarabajo de oro, probablemente el más famoso de E. A. Poe, porque su interés puede ser captado por todas las edades, apareció en junio de 1843; el relato ha dado lugar a abundantes estudios; algunos han pretendido incluso reconstruir el misterioso escarabajo suponiendo que Poe combinó tres especies conocidas. Para los detalles paisajísticos y localistas se supone que Poe empleó los que el recuerdo de su vida militar en Fort Moultrie le inspirara. Para Marie Bonaparte, el cuento pertenecería al ciclo de la madre-paisaje, entendiendo esta última palabra en un sentido muy amplio: paisaje es todo lo que de la naturaleza se aparece a los ojos del hombre, sea tierra, agua o cielo: el mar y la tierra pueden revestir los rasgos imponentes de las grandes divinidades maternas que adoraban nuestros antepasados, sean Cibeles o Astarté; y El escarabajo de oro, con estos riachuelos de tesoros en las entrañas terrestres, es, como el relato de las Aventuras de Arthur Gordon Pym, una especie de epopeya de la madre que nutre y colma de satisfacción, de una madre convertida en placenta llena de las riquezas profundas de sus entrañas.
El retrato oval tuvo dos versiones: en la primera el protagonista se hallaba sometido a la influencia del opio, lo cual explica de modo más realista la tonalidad de su visión del retrato oval. Según Marie Bonaparte, fue compuesto bajo la impresión de la vida declinante de Virginia y denunciaría otra prueba más del complejo de Edipo en Poe.
Uno de los más célebres por su concisión y efectos, por su brillante técnica narrativa, el diálogo incisivo, seco, y el clima de terror que inunda la trama es El barril de amontillado. Otro gran novelista, R. L. Stevenson, duro crítico de la obra poeiana, afirma que todo el espíritu del cuento depende del disfraz carnavalesco de Fortunato, el gorro de cascabeles y el traje de bufón. «Una vez que Poe acertó a vestir a su víctima grotescamente, halló la clave del cuento». Para la psicoanalista es, sin embargo, un cuento menor —no literariamente, sino desde el enfoque de las claves que puede ofrecer el texto para su penetración psicológica en Poe—; he ahí una muestra de la distinta perspectiva de enfoque a la hora de los resultados: espléndidos cuentos pueden no suponer nada para una búsqueda concreta.
Los crímenes de la calle Morgue, aparecido en 1841, otorga a Poe el título de primer novelista policíaco: con esta creación del «chevalier Dupin», Poe se convierte en el iniciador del género detectivesco. Si en El hombre de la multitud (no recogido en el presente volumen) el escritor había esbozado la figura del criminal, había dejado empero el crimen en la sombra. En Los crímenes de la calle Morgue es el crimen mismo el que protagoniza la acción, presentándose a nuestros ojos con toda su horrible crudeza. Y el enigma de la identidad del criminal queda resuelto por el infalible razonador que es Dupin. Marie Bonaparte lo clasifica dentro del ciclo de la madre asesinada, con recuerdos infantiles y obsesiones de la primera juventud en clave dentro del relato.
La máscara de la muerte roja, aparecido en mayo de 1842, está relacionado con el poema «El gusano conquistador», que el autor incluye en otro cuento, Ligeia. Aunque la primitiva versión llevaba como subtitulo el lema «una fantasía», lo cierto es que para el crítico poeiano Shanks, el contenido del relato es el puro horror de la pesadilla, pero ha sido elaborado y ejecutado por un artífice de suprema y deliberada habilidad.
El manuscrito hallado en una botella, de 1833, es una de las primeras composiciones del escritor, que ya da muestras de su valía para la factura del relato; para otros críticos lo maravilloso reside en la creación de una atmósfera inexplicablemente terrible, mientras otros destacan esa facilidad, ese don de Poe para armar situaciones con cien palabras.
El pozo y el péndulo, de 1842, es uno de los más famosos relatos de Poe: parte de la crítica ha querido ver en él la utilización de temas de una o más pesadillas provoca das por el opio. R. L. Stevenson se indignaba contra Poe por haber escamoteado lo que el personaje vio en el fondo del pozo, detalle este que acrecienta sin embargo la dosis de misterio. Marie Bonaparte interpreta la Inquisición como clave del Padre: el protagonista es una víctima del sadismo de la autoridad, psicológicamente encamada siempre por los padres.
El enterramiento prematuro, aparecido en 1844, vuelve a ser otro relato de terror en el que se mezclan las pesadillas que producía en Poe el opio, y también los trastornos cardíacos que experimentaba con frecuencia. Por supuesto, Poe conocía, y los enumera en el relato, enterramientos de difuntos que estaban vivos.
El caso del señor Valdemar, de 1845, posee cierto tono científico. En uno de sus trabajos en prosa, Marginalia, I, Poe nos habla de las secuelas que la publicación del relato provocaron en Londres, donde fue considerado precisamente como informe científico sobre una experiencia hipnótica o mesmérica; precisamente ese tono debió haber puesto a los lectores sobre aviso de que se trataba de un cuento que no retrocedía ante detalles descriptivos por repugnantes que fuesen.
El corazón delator, de 1843, está unido ante todo a las obsesiones y sufrimientos cardíacos del autor, que los aprovecha para referirse al tema de Caín como en otros cuentos: en El demonio de la perversidad, que lo trata en su forma más pura, y en Willian Wilson, que lo analiza desde una alucinación visual. Aquí lo hará desde una alucinación auditiva. Marie Bonaparte lo incluye dentro del ciclo de la revuelta contra el padre: el asesino mutila a su víctima en un gesto que no deja de ser una castración simbólica; en los rasgos del anciano asesinado se han encarnado los varios padres —natural, adoptivos— de Poe, que libra un combate edípico cuyo premio es la madre. La prueba de que esta lectura es sugestiva la tenemos en que el viejo aparece solo en su lecho; la psicoanalista añade: «… como el pequeño Edgar hubiera querido que John Alian durmiese para siempre solo. La soledad del sueño del viejo refleja verosímilmente un fantasma de deseo del pequeño Poe».
El demonio de la perversidad, de 1845, analiza en su forma más pura el tema de Caín, ya lo hemos dicho. Como casi todos los de su tiempo, Poe creía en los principios de la frenología; sin embargo, en este cuento parece subrayarse que cree en ella como seudociencia. En cuanto al término de perverse, que no tiene equivalencia en castellano, pese a la explicación de Poe, significa «el sentido de encarnizamiento en hacer lo que no se quisiera y no se debiera hacer», nota esta que puede ayudar a la lectura.
Estas breves sugerencias sobre los relatos permitirán al lector adentrarse por ellos con unas claves en principio bastante alejadas del texto; no obstante, una lectura en profundidad, y una lectura completa de Poe, así como un análisis de los hechos biográficos relacionados con su escritura, ha de facilitar acercamientos distintos a su obra, acercamientos que se producen no por la vía literaria, sino por un entramado de enfoques —biografía, análisis psicológico, relaciones de época—, pero que bien realizados no dejarán de enriquecer y profundizar la lectura y la interpretación —una de las muchas que pueden hacerse— de estas obras que, a casi ciento cincuenta años de distancia, siguen siendo las narraciones más sugestivas del siglo XIX de la literatura en lengua inglesa.
MAURO ARMIÑO

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