domingo, 31 de marzo de 2013

David Foster Wallace (21 de febrero de 1962 - 12 de septiembre de 2008)


David Foster Wallace (21 de febrero de 1962 - 12 de septiembre de 2008) fue un autor estadounidense, quien escribió novelas, ensayos, y cuentos, y sirvió como un profesor en Pomona College en Claremont. Fue extensamente conocido por su novela Infinite Jest (La broma infinita), que era considerada por la revista Time como una de las 100 mejores novelas en lengua inglesa del período comprendido entre 1923 y 2006.

David Ulin, un editor de libros para The Los Angeles Times, llamó Wallace `uno de los escritores más influyentes e innovadoras de los últimos 20 años.`

Una novela inacabada de Wallace, The Pale King (El rey pálido), fue publicada en 2011. Una biografía de Wallace por D. T. Max se proyecta para publicación en 2012.

http://es.wikipedia.org/wiki/David_Foster_Wallace

LA BROMA INFINITA.

Esta obra es una epopeya cómica de ciencia ficción acerca de una película, Broma Infinita, que hipnotiza a todo el que la ve: el público pierde todo el deseo a excepción de ver repetidamente el film. Es tanto el poder de Broma Infinita que la gente muere feliz una vez vista la película. 

Esta novela fue escrita durante tres años y publicada en 1996 por el autor estadounidense David Foster Wallace. Debido a su inusual extensión (más de mil páginas, cientos de las cuales son notas al final) y a la enorme diversidad de temas que cubre, se le puede clasificar simultáneamente en los géneros de sátira, novela posmoderna, novela existencialista, ciencia-ficción, tragicomedia, distopía, novela filosófica, novela política y novela psicológica. La narración utiliza, y a veces combina, las técnicas de monólogo interior, alternación de narradores y bibliografía ficticia. 

FRAGMENTO.

DAVID FOSTER WALLACE
La broma infinita
Traducción de Marcelo Covián
Revisión de Javier Calvo
www.megustaleer.com
Contenido
Portadilla
La broma infinita
Notas y erratas
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
A F.P. Foster: R.I.P.

AÑO DE GLAD
Estoy sentado en una sala, rodeado de cabezas y de cuerpos. Mi postura es conscientemente congruente con la forma de mi dura silla. Es una fría habitación en la administración de la universidad con las
paredes forradas de madera, con cuadros al estilo Remington, y ventanas dobles que la protegen de la canícula de noviembre. Los ruidos administrativos quedan aislados por la sala de recepción por la que
acabamos de entrar el tío Charles, el señor DeLint y yo.
Yo estoy aquí dentro.
Tres rostros perentorios se sitúan encima de sendas americanas ligeras de verano y anchas corbatas de seda en la otra punta de una pulida mesa de conferencias de pino que brilla con la luz cual telaraña del
atardecer de Arizona. Son tres decanos: el de admisiones, el de asuntos académicos y el de asuntos deportivos. No sé qué rostro pertenece a quién.
Creo estar dando una imagen neutra, quizá incluso agradable, aunque se me ha aconsejado que es preferible que ande por la senda de la neutralidad y que ni siquiera intente lo que a mí me parecería una
expresión amable o una sonrisa.
Me he decidido por cruzar las piernas, espero que cuidadosamente, el tobillo sobre la rodilla, las manos juntas sobre los pantalones. Tengo los dedos entrelazados en una sucesión especular de lo que a mí me
parece una letra equis. El personal restante de la sala de entrevistas incluye a: el director de redacción de la universidad, el entrenador del primer equipo de tenis y A. DeLint, prorrector de mi academia. A mi
lado está C.T.; los demás están respectivamente sentados, de pie y de pie en la periferia de mi visión. El entrenador de tenis juguetea con unas monedas. Hay algo vagamente estomacal en el olor de la
habitación. La suela de alta tracción de mi maravillosa zapatilla Nike corre paralela al bamboleante zapatón deportivo del hermanastro de mi madre, presente en su condición de director de estudios de mi
escuela, sentado en la que espero que sea la silla de mi derecha y también de cara a los decanos.
El decano de la izquierda, un hombre flaco y amarillento cuya sonrisa invariable tiene sin embargo la calidad inmanente de algo estampado en un material nada receptivo, es de un tipo de personalidad que
últimamente he llegado a apreciar, del tipo que aplaza la necesidad de que yo responda o explique cualquier cosa porque él mismo se encarga de dar mi versión de la historia en mi nombre. Y me la cuenta a mí.
El decano del medio, una especie de león en decadencia, le pasa una pila de hojas de ordenador y él parece hablarle al papel, con una sonrisa disimulada.
–Usted es Harold Incandenza, dieciocho años, fecha de graduación aproximadamente dentro de un mes, asiste a la Academia Enfield de Tenis, en Enfield, Massachusetts, un internado en el cual reside. –Sus
gafas de lectura son rectangulares, con forma de cancha de tenis, con las líneas de banda de esa cancha por encima y por debajo–. Según el entrenador White y el decano (ilegible), es usted un jugador de tenis
listado en los rankings junior locales, nacionales y continentales, un atleta con potencial suficiente para ser miembro de la ONANCAA, una promesa en bruto, reclutado por el entrenador White mediante
correspondencia con el doctor Tavis… de febrero de este año. –Quita la primera página y la pone cuidadosamente al final de la pila–. Reside en la Academia Enfield de Tenis desde que tiene siete años.
No me atrevo a rascarme el lado derecho de la mandíbula, donde tengo un lobanillo.
–El entrenador White ha informado a nuestra oficina de que tiene en alta estima el programa y los logros de la Academia Enfield de Tenis y que el equipo de tenis de la Universidad de Arizona se ha
beneficiado con la matriculación de varios ex alumnos de la AET, uno de los cuales fue el señor Aubrey F. DeLint, quien hoy está aquí, a su lado. El entrenador White y su equipo nos han proporcionado…
La forma de expresarse del amarillento administrador carece de toda distinción, aunque debo admitir que se hace comprender. El director de redacción parece tener una cantidad de cejas mayor de lo
normal. El decano de la derecha me mira a la cara de una forma un tanto rara.
Tío Charles les está diciendo que aunque puede anticipar que acaso los decanos puedan estar predispuestos a considerar lo que él afirme como el discurso de una especie de cheerleader de la AET, él, de
cualquier modo, no puede menos de asegurar a los decanos presentes en esta sala que lo que se acaba de afirmar es la pura verdad y que en este mismísimo momento la academia tiene como residentes a no
menos de un tercio de los treinta primeros top juniors del continente y de todas las edades posibles, y que yo aquí presente, a quien se me llama normalmente «Hal», estoy «en la cima, entre la mismísima
crema». Los decanos de la derecha y la izquierda sonríen con aire profesional; DeLint y el entrenador inclinan sus cabezas mientras el decano de la izquierda se aclara la garganta.
–… creo que usted bien podría hacer, incluso en su primer año, una sólida contribución al equipo de tenis de esta universidad. Nos congratulamos –dice o lee apartando una página– de que un torneo local le
haya traído aquí y nos haya dado la oportunidad de reunirnos y hablar sobre su solicitud de ingreso, y su posible admisión, matriculación y beca.
–Se me ha pedido que añada que Hal, aquí presente, ha sido clasificado en singles como el tercer cabeza de serie en el prestigioso torneo WhataBurger Southwest Junior Invitational para menores de
dieciocho años en el Randolph Tenis Center –dice quien imagino que es el de asuntos deportivos, uno de cabeza gacha con pecas en la calva.
–Sí, el que está en el parque Randolph, cerca del famoso El Con Marriott –inserta C.T.–, un club del que hasta la fecha todo el mundo ha coincidido en declarar de primerísima clase, y que…
–Bien dicho, Chuck, y también que, de acuerdo con Chuck, Hal ya ha justificado su clasificación al llegar esta mañana a las semifinales con una victoria al parecer impresionante, y que mañana volverá a jugar
contra el ganador del partido de cuartos de final de esta noche; creo que será mañana a las ocho y media en punto…
–Trata de ponerte por delante antes de que te dé de lleno el maldito calorazo que hace por estos lares. Aunque, por supuesto, es un calor seco.
–… y parece que ya se ha clasificado para participar en el Continental Indoors del próximo invierno en Edmonton, según me ha dicho Kirk –dice inclinando el cuerpo hacia delante para levantar la mirada y
dirigirse al entrenador que está a la izquierda, cuya sonrisa permite vislumbrar unos dientes relucientes sobre un violento bronceado de fondo–. Lo que no es moco de pavo, diría yo. –Sonríe y me dirige la
mirada–. ¿Son correctos nuestros datos, Hal?
C. T. ha cruzado los brazos con gran naturalidad. Sus tríceps están salpicados de manchas a la luz de un sol de aire acondicionado.
–Sin la menor duda, Bill. –Sonríe. Las dos mitades de su bigote nunca están del todo simétricas–. Y permítaseme decir que Hal está entusiasmado, entusiasmado de que le hayan invitado al Invitational por
tercer año consecutivo y de estar aquí, en una comunidad por la que siente verdadero afecto, y de conocer al alumnado y al equipo técnico y de haber justificado su alta clasificación en la competición nada fácil
de esta semana, de estar aún allí sin haber bajado la guardia en ningún momento y, sobre todo, de haber tenido la oportunidad de conocerlos a ustedes, caballeros, y de visitar las instalaciones. Aquí todo parece
del máximo nivel, por lo que ha visto.
Se produce un silencio. DeLint se rasca la espalda frotándola contra la pared y vuelve a equilibrar su peso. Mi tío sonríe y se inclina hacia delante como un fleje disparado. El sesenta y dos coma cinco por
ciento de los rostros presentes se dirigen hacia mí, agradablemente expectantes. El pecho se me agita como una secadora llena de zapatos. Compongo lo que espero que les parecerá una sonrisa. Miro en una y
otra dirección delicadamente, como intentando dirigir mi expresión sin olvidarme de nadie.
Nuevo silencio. Las cejas del decano amarillento se ponen circunflejas. Los otros dos decanos miran al director de redacción. El entrenador de tenis se ha trasladado hasta la ancha ventana rascándose la
nuca. Tío Charles se toca el antebrazo por encima del reloj. Abruptas y curvilíneas sombras de palmeras avanzan lentamente por el brillo de la mesa; la cabeza de alguien es una sombra como de negra luna.
–¿Hal se encuentra bien, Chuck? –pregunta el de asuntos deportivos–. Parece… como si hiciera una mueca. ¿Le duele algo? ¿Sientes algún dolor, hijo?
–Hal está estupendamente –dice sonriente mi tío calmando el ambiente con un movimiento de la mano–. Solo se trata de lo que quizá podríamos llamar un tic facial, no gran cosa, debido a la adrenalina de
estar aquí en un campus que impresiona a cualquiera, de haber justificado su ranking sin perder hasta ahora ni un solo set, de recibir por escrito del entrenador White una oferta oficial con membrete de la Pac-
10 no solo de exclusiva sino también de pensión mensual completa y de estar pendiente de que con toda probabilidad hoy y aquí mismo firme una declaración de compromiso con la universidad, según me ha
indicado. –C.T. me dirige una mirada espantosamente amable. Yo hago lo más seguro: relajo todos los músculos de mi cara y la vacío de toda expresión. Observo cuidadosamente el nudo a lo Kekulé de la
corbata del decano que se sienta en medio.
Mi respuesta silenciosa al silencio expectante empieza a afectar al ambiente de la sala; el polvo y las hilachas de la ropa deportiva, agitados por las ráfagas del aire acondicionado, bailan en medio del sesgado
rayo de luz que entra por la ventana; el aire sobre la mesa es un espacio burbujeante como un vaso de soda recién servida. El entrenador, con un acento que no acaba de ser ni británico ni australiano, le
comunica a C.T. que todo el proceso de solicitud por interfaz, si bien por lo general es una mera y agradable formalidad, podría encaminarse mejor si se permite que el solicitante hable por sí mismo. Los
decanos del centro y de la derecha se inclinan para conferenciar en voz baja formando una especie de tienda tribal de piel y pelos. Supongo que probablemente el entrenador quiso decir «ir mejor» en vez de
«encaminarse mejor», aunque «acelerarse», si bien es más rebuscado que «ir mejor», sería más sensato como error desde un punto de vista fonético. El decano del chato rostro amarillento se inclina hacia
delante enseñando las encías en lo que a mí me parece un gesto de preocupación. Junta las manos sobre la mesa de reuniones. Sus dedos parecen copular mientras mi propia serie de equis manual se disuelve
cuando me aferro a los lados de mi silla.
Empieza a decir que habría cierta necesidad de que ellos y yo hablásemos francamente de algunos problemas potenciales de mi solicitud. Y hace una referencia al valor de la sinceridad.
–Los problemas que debe afrontar mi despacho en la documentación de tu solicitud, Hal, están relacionados con los resultados de tus exámenes. –Baja la mirada hasta una colorida página de resultados
oficiales que esconde tras la trinchera de sus brazos–. El personal de admisiones está viendo que tus calificaciones, y estoy seguro de que lo sabes y de que lo puedes explicar, son… ¿cómo diríamos?…
subnormales.
Les debo una explicación.
Resulta evidente que este tipo amarillento y bastante sincero de la izquierda es el decano de admisiones. Y no puede caber la menor duda, entonces, de que la pequeña figura de pajarraco de la derecha es el
de deportes, porque las arrugas faciales del hirsuto decano del medio están fruncidas como ante una lejana afrenta, en una expresión de «Estoy comiendo algo que realmente me hace apreciar la bebida con que
lo acompaño», que transmite reservas profesionalmente académicas. Por tanto, allí campea una inquebrantable lealtad a las normas. Mi tío mira perplejo al de deportes. Se mueve un poco en la silla.
La incongruencia entre la mano del de admisiones y el color de su rostro es algo bastante impresionante.
–… resultados orales que están demasiado próximos al cero como para poder sentirnos cómodos, y más si tenemos en cuenta el informe del colegio en el que tus padres son los administradores –dice
leyendo directamente del papel escondido en la elipsis de sus brazos–… Que este último año, sí, ha bajado un poco, pero quiero decir que ha «bajado» a extraordinario después de tres años de francamente
increíble.
–Más allá de lo imaginable.
–La mayoría de las instituciones ni siquiera tienen notas de «sobresaliente» con prefijos superlativos múltiples –dice el director de redacción con una expresión imposible de interpretar.
–Esta clase de… ¿cómo podríamos clasificarla?… de incongruencia –dice el de admisiones con expresión sincera y preocupada–, tengo que decirte que suscita una alerta roja de conflicto potencial durante el
proceso de admisión.
–Por tanto, te invitamos a que expliques la aparición de estas incongruencias, para no decir auténticas tomaduras de pelo. –El de alumnado tiene una vocecita chillona; resulta ridículo que provenga de una
cara tan grande como la suya.
–Seguramente por «increíble» usted quiso decir algo impresionante, muy impresionante como opuesto a un «increíble» literal –dice C.T. dando la impresión de observar al entrenador, que se masajea la nuca
junto a la ventana. La ventana inmensa muestra únicamente un sol deslumbrante y la tierra agrietada y recubierta por un calor trémulo.
–Así que nos enfrentamos no con los dos ensayos obligatorios para ser admitido, sino con nueve ensayos distintos, algunos de los cuales son tan largos como monografías, y todos ellos sin excepción son… –
Cambia de página– … el adjetivo que varios lectores han coincidido en usar es «estelar»…
–Yo hice uso deliberado de «lapidario» y «decadente» –precisa el de redacción.
–… y con unos temas y unos títulos que estoy seguro que recordarás perfectamente, Hal: «Conjeturas neoclásicas en gramática normativa contemporánea», «Las implicaciones de las transformaciones post-
Fourier en el cine holográficamente mimético», «La aparición de la parálisis heroica en la comunicación radial»…
–«La gramática de Montague y la semántica de la modalidad física»,
–«Un hombre que empezó a sospechar que estaba hecho de cristal»,
–«El simbolismo terciario en el erotismo justiniano»… Baste señalar –dice mostrando grandes extensiones de chicle al fondo de la boca– que existe una preocupación sincera y honesta acerca del que ha
recibido esas desafortunadas calificaciones, ya que es el único autor de estos ensayos.
–Dudo que Hal sea consciente de lo que aquí se está sugiriendo –dice mi tío. El decano del medio se toquetea las solapas mientras interpreta unos datos informáticos adversos.
–Lo que aquí está diciendo la universidad es que desde un punto de vista estrictamente académico existen problemas de admisión que Hal debe ayudarnos a resolver. El papel prioritario del solicitante a la
universidad es y debe ser el de un estudiante. No podríamos admitir a un alumno del que tenemos muchas razones para sospechar que no tiene el nivel adecuado, por más campeón que pueda ser en el campo
de juego.
–El decano Sawyer quiere decir la pista de tenis, Chuck –dice el de asuntos deportivos con la cabeza muy gacha de modo que su mensaje también llegue de algún modo a White, que está detrás de él–. Por
no mencionar el reglamento de la ONANCAA y sus investigadores siempre al acecho para oler la más mínima pista de un comportamiento no conforme a las reglas.
El entrenador de tenis consulta el reloj.
–Suponiendo que en este caso las calificaciones del tribunal reflejan acertadamente la verdadera capacidad del solicitante –dice el de asuntos académicos con su voz aguda, seria y ronca mientras observa los
documentos que tiene delante como si fueran un plato de algún comistrajo repugnante–, les digo ya mismo que mi opinión es que no sería justo. No sería justo para los demás candidatos. No sería justo para la
comunidad universitaria. –Me mira–. Y sería especialmente injusto para el propio Hal. Admitir a un chico en quien solo vemos un valor deportivo significaría utilizarlo. Y a nosotros se nos vigila estrechamente
para que no utilicemos a nadie. Los resultados de tus exámenes, hijo, indican que podríamos ser acusados de utilizarte.
Tío Charles le pide al entrenador White que pregunte al decano de deportes si la tormenta que se cierne por las notas sería tan virulenta si yo fuera, digamos, un prodigio del fútbol americano que diera
montones de dinero. Aumenta el conocido pánico de sentirme rechazado y el pecho me sube y me baja. Concentro la energía en permanecer absolutamente en silencio en la silla, vacío, mis ojos son dos grandes
y pálidos ceros. Así he arrancado promesas a más de uno.
Sin embargo, tío C.T. tiene el aspecto azorado de los arrinconados. Su voz adquiere un timbre extraño cuando lo acorralan como si gritara mientras retrocede.
–Las notas de Hal en la AET, institución de la que debo destacar su carácter «académico» y que no es un mero campo de deportes ni una vulgar fábrica, acreditada tanto por las autoridades de
Massachusetts como por la Asociación Académica de Deportes de Estados Unidos, una institución, la AET, que está consagrada a las necesidades globales del deportista y del estudiante, fundada por una
figura tan sobresaliente que ni siquiera es necesario mencionarla aquí, pero que la basó en el exigente modelo del plan de estudios Quadrivium-Trivium de Oxbridge, un colegio exquisitamente equipado y con un
cuerpo docente perfectamente acreditado, todo ello tendría que ser más que suficiente para demostrar que mi sobrino aquí presente puede cumplir los requisitos de la Pac-10 sin despeinarse, y que…
DeLint se aproxima al entrenador de tenis, que sacude la cabeza.
–… Se podría detectar el aroma característico de prejuicios contra los deportes minoritarios en todo este asunto –prosigue C.T. cruzando y recruzando las piernas mientras yo soy todo oídos y estoy sereno
y atento.
El silencio carbonatado de la sala ahora es hostil.
–Creo que ya es hora de que el solicitante hable por sí mismo –dice muy tranquilo el de asuntos académicos–. Y eso parece casi imposible con usted aquí presente.
–Tal vez nos excusas un momento y nos esperas fuera, Chuck. –El de asuntos deportivos sonríe con expresión fatigada por debajo de la mano con que se masajea el puente de la nariz.
–El entrenador White podría acompañar al señor Tavis a la recepción –dice el decano amarillento sonriendo ante mis ojos desenfocados.
–… uno llega a creer que todo esto ha sido preparado previamente, desde el… –va diciendo C.T. mientras él y DeLint marchan hacia la puerta. El entrenador de tenis extiende un brazo hipertrofiado.
–Aquí todos somos amigos y colegas –dice el de deportes.
Esto no funciona. Me doy cuenta de que el letrero de salida, EXIT, a un hablante de latín le parecería un letrero en rojo que dice ÉL SE VA. Cedería al deseo de salir corriendo hacia la puerta y adelantarlos por
el camino si pudiera estar seguro de que los hombres que hay en esta sala verían que salgo corriendo hacia la puerta. DeLint dice algo al oído del entrenador. Cuando la puerta se abre por un momento, se oyen
ruidos de máquinas de escribir y de la centralita telefónica. Ya estoy solo entre los altos cargos de la administración.
–… que nadie se sienta ofendido –dice el de deportes con su chaqueta marrón y la corbata estampada con motivos diminutos–, pero más allá de las capacidades físicas que están en juego, que, créaseme,
nosotros respetamos y queremos de verdad…
–… de no ser por eso no estaríamos tan ansiosos por hablar contigo sin intermediarios, ¿te das cuenta?
–… al procesar varias solicitudes anteriores provenientes del despacho del entrenador White, nos hemos enterado de que la escuela Enfield está dirigida, y no importa que esté excelentemente dirigida, por
gente muy cercana, en primer lugar, al hermano de usted, de quien aún recuerdo cuánto le mimaba Maury Klamkin, el predecesor de White, de modo que la objetividad de las credenciales aquí presentadas
puede ser puesta en duda con cierta facilidad…
–… por quien se lo proponga, digamos la NAAUP, los programas de la Pac-10, que tienen tanta mala leche, la ONANCAA…
Los ensayos son viejos, pero son míos, à moi. Pero sí, son viejos y nada tienen que ver con La Experiencia Educativa Más Significativa De Tu Vida, que es el tema obligatorio de la solicitud. De haberles
dado uno del año pasado, les habría parecido obra de un bebé tocando teclas al azar, y eso a ustedes, que usan habitualmente palabras como «quienesquiera». Y en esta compañía más reducida, el director de
redacción da la sensación de haber sido accionado de pronto, porque ahora parece el macho dominante de la manada y ha empezado a actuar de un modo más afeminado que al principio, primero de pie y en
pose y con una mano en la cintura, luego caminando con un movimiento de hombros, haciendo ruidos con monedas cuando se estira los pantalones y se desliza en la silla aún caliente de las nalgas de C.T.,
cruzando las piernas de un modo que lo hace entrar bien dentro de mi espacio personal de manera que puedo verle múltiples tics en las cejas y redes de capilares en las bolsas de debajo de los ojos y olerle el
suavizante para la ropa y los restos de un caramelo contra el mal aliento que se ha agriado.
–… un muchacho brillante y sólido, pero muy tímido; sabemos que eres tímido. Kirk White nos ha contado lo que le ha contado tu otro instructor más joven provisto de una complexión atlética pero más bien
estirado –dice en voz baja el director colocándome lo que me parece que es una mano sobre los bíceps a través de mi americana (no estoy muy seguro)–, que solo necesita respirar hondo y confiar y contar su
versión de la historia a estos caballeros carentes de toda malicia, porque solo estamos haciendo nuestro trabajo e intentando cuidar los intereses de todos al mismo tiempo.
Me puedo imaginar a DeLint y White sentados con los codos sobre las rodillas en la postura defecatoria de los atletas en descanso, DeLint contemplándose los enormes pulgares mientras C.T. en la
recepción da vueltas elípticas hablando por su teléfono móvil. Me han entrenado para esto como a un jefe mafioso antes de prestar declaración en el juzgado. Un silencio neutral, inexpresivo. El tipo de juego
completamente defensivo con que me hacía jugar Schtitt, la mejor defensa: limítate a devolverlas todas, no hagas nada. Yo te diré todo lo que tú quieras, y más si los sonidos que hago son los únicos que tú oyes.
–… evitar procedimientos de admisión que puedan dar a entender que priorizamos el deporte. Podría montarse un jaleo, hijo –dice el de deportes con la cabeza bajo el ala.
–Bill se refiere a la imagen, no necesariamente a los hechos reales, que solo tú puedes explicar –dice el director de redacción.
–… la imagen que da un ranking deportivo tan alto, los resultados subnormales del examen oral, los ensayos superacadémicos, las notas increíbles emanando de lo que se puede interpretar como una situación
de nepotismo.
El decano amarillento se ha inclinado tanto hacia delante que a su corbata le va a quedar una marca horizontal del borde de la mesa; tiene una expresión demacrada y bondadosa, pero también de que aquí no
bromea nadie.
–Mire usted, señor Incandenza… Hal, explícame, por favor, ¿por qué no se nos podría acusar de utilizarte, hijo? ¿Por qué no podría venir alguien y decirnos: «Mirad, vosotros, los de la Universidad de
Arizona, vosotros estáis utilizando a un chico nada más que por su físico, un muchacho tan tímido y apocado que es incapaz de hablar por sí mismo, un burro con notas de doctor y una documentación en la
solicitud de ingreso comprada en alguna tienda»?
La luz que se refleja en un ángulo de Brewster sobre la superficie de la mesa aparece como un fulgor detrás de mis párpados cerrados. No puedo hacerme comprender.
–No soy un burro –digo lentamente. Nítidamente–. Acaso mis notas del año pasado fueron retocadas un poco, pero eso fue para evitarme dificultades. Las notas anteriores son à moi. –Mantengo los ojos
cerrados; se ha hecho el silencio en la sala–. Ahora no puedo hacerme entender. –Hablo lenta y claramente–. Digamos que es algo que comí.
Es divertido lo que uno no recuerda. De nuestro primer hogar, en el suburbio de Weston, del que apenas me acuerdo, mi hermano mayor Orin dice que puede recordar haber estado allí a inicios de la primavera
con mi madre en la parte de atrás ayudándola a arar un pedazo de tierra de aquel gélido lugar. Marzo o principios de abril. El terreno del huerto era un rectángulo irregular delimitado con palitos de piruleta y
cordel. Orin quita piedras y terrones duros abriéndole paso al roturador alquilado que conduce Mami, una cosa con forma de carretilla con propulsión a gas que rugía y resonaba y retumbaba, y recuerda que
parecía conducir a Mami y no viceversa; Mami, que era muy alta, tenía que esforzarse penosamente para seguir aferrada; sus pies dejaban huellas borrachas sobre la tierra recién arada. Recuerda que en medio
de la faena llegué yo habiendo traspasado la puerta a toda velocidad y vestido con un jersey rojo y ligeramente peludo a lo Winnie the Pooh; iba llorando y portando en la palma de la mano algo que era
realmente desagrable de ver. Dice que yo tenía unos cinco años y que se me veía vívidamente rojo en el frío aire de la primavera. Yo repetía algo una y otra vez que él no podía descifrar hasta que Mami me vio
y apagó el motor, sus oídos resonando, y se acercó a ver lo que yo traía. Resultó ser un gran trozo de algo enmohecido y viscoso, Orin supone que provenía de algún rincón oscuro del sótano de la casa de
Weston, que era caluroso debido al horno y que se inundaba cada primavera. Describe aquella cosa como algo horripilante: de un color verdusco oscuro, lustroso, vagamente hirsuto, manchado con puntos
amarillentos, anaranjados y rojizos de hongos parasitarios. Y peor aún, la cosa tenía un aspecto vagamente incompleto, estaba mordida; y parte de aquella porquería nauseabunda me manchaba la boca abierta.
–Me he comido esto –repetía yo.
Se lo mostré a Mami, que se había quitado los lentes de contacto para hacer aquel trabajo sucio y que, al principio, al agacharse, solo vio a su criatura sollozante y con una mano ofreciendo algo y con el más
maternal de los reflejos, ella, que temía y abominaba más que nada en el mundo la suciedad y la podredumbre, se acercó a coger lo que fuera que tenía en la mano su bebé como lo había hecho tantas veces con
Kleenex muy usados, caramelos sucios o chicles ya mascados en tantos cines, aeropuertos, asientos de coche o de cines. Orin permaneció inmóvil, dice, con un frío terrón de tierra en la mano, jugueteando con
el Velcro de su grueso abrigo viendo cómo Mami se me acercaba con una mano extendida, el rostro con los ojos bizcos y presbiopes y de repente se detenía, se quedaba congelada empezando a imaginarse
qué era lo que yo tenía en la mano y sopesando las pruebas de un contacto bucal con aquello. Recuerda su cara como indescriptible. Su mano extendida, temblando aún por el roturador, colgaba en el espacio
delante de la mía.
–Me he comido esto –dije yo.
–¿Qué?
Orin dice que solo puede recordar (sic) que dijo algo caústico mientras se sacudía un calambre de la espalda con un paso de limbo. Dice que debió de sentir la llegada de una ansiedad inminente y terrible.
Mami hasta se negó a ir al húmedo sótano. Yo había dejado de llorar, recuerda, y permanecí allí con el tamaño y la forma de una boca de incendios y con un pijama rojo que me cubría hasta los pies, mostrando
con solemnidad aquella porquería como el informe de alguna especie de auditoría.
Orin dice que en este punto se le redobla la memoria, quizá como resultado de la ansiedad. En su primer recuerdo, los pasos de Mami por el terreno describen un amplio círculo de histeria.
–¡Dios santo! –clama.
–¡Socorro! ¡Mi hijo se ha comido esto! –chilla en la segunda y más vívida versión mnemotécnica de mi hermano, y repite sus palabras cogiendo la porquería con la punta de los dedos mientras corre dando
vueltas por el rectángulo y Orin se queda con la boca abierta ante esta su primera y auténtica visión de histeria adulta. Las cabezas de los vecinos del barrio aparecen en las ventanas y por encima de los setos
observando la escena. Orin recuerda que yo me caí, al intentar seguirla, tropezando con el cordel y ensuciándome y llorando a gritos–. ¡Santo cielo! ¡Mi hijo se ha comido esto! –continúa chillando ella y
corriendo dentro del rectángulo.
Y mi hermano Orin recuerda haber notado que, incluso presa de un trauma histérico, la dirección de su carrera era recta, sus huellas de nativa americana no se desviaban ni un milímetro y sus giros, dentro del
ideograma de la alambrada, eran marciales y secos mientras clamaba «¡Mi hijo se ha comido esto!» y me daba dos bofetadas antes de que se acallasen los recuerdos de mi hermano.
–Mis documentos no han sido comprados –les digo dirigiéndome a la roja caverna que se abre ante mis ojos cerrados–. No soy un chico que solo juega al tenis. Tengo una historia intrincada. Experiencias y
sentimientos. Soy un ser complejo.
»Yo leo –digo–. Leo y estudio. Apuesto a que he leído más que ustedes. No se crean que no lo he hecho. Devoro bibliotecas. Desgasto los lomos de los libros y los lectores de CD-ROM. Hago cosas como
coger un taxi y decir: “A una biblioteca, y vamos ya”. Mis instintos sintácticos y mecánicos son mejores que los de ustedes, y esto lo digo con el debido respeto.
»Pero trascienden lo mecánico. Yo no soy una máquina. Siento y creo. Tengo opiniones. Algunas son interesantes. Podría, si ustedes me lo permiten, hablar y hablar. Hablemos de cualquier cosa. Creo que
se ha minimizado la influencia de Kierkegaard en Camus. Creo que es muy posible que Dennis Gabor haya sido el Anticristo. Creo que Hobbes no es más que un Rousseau entrevisto en un espejo oscuro.
Creo, con Hegel, que la trascendencia es absorción. Creo que les podría batir a ustedes, caballeros, sin el menor esfuerzo –digo–. No soy un creatus prefabricado, condicionado y criado para una sola función.
Abrí los ojos.
–Por favor, no crean que no me importa.
Miro en derredor. Miradas de horror en mi dirección. Me levanto de la silla. Veo mandíbulas colgantes, cejas arqueadas en frentes temblorosas, mejillas de un blanco brillante. Las sillas retroceden ante mi
presencia.
–Virgen santa –murmura el director.
–Me siento bien –les digo de pie.
Por la expresión del decano amarillento, sopla un viento brutal desde donde estoy. La cara del de asuntos académicos ha envejecido en un abrir y cerrar de ojos. Son ocho los ojos que se han convertido en
discos vacíos que miran a lo que sea que ven.
–Dios santo –susurra el de deportes.
–Por favor, no se preocupen –digo–. Puedo explicarlo. –Calmo el ambiente con un gesto despreocupado.
El director de redacción me coge por detrás con los dos brazos y me tumba con todo su peso. Saboreo el suelo.
–¿Cuál es el problema?
–No hay ningún problema –digo.
–¡Todo está bien! ¡Yo estoy aquí! –me susurra al oído el director de redacción.
–¡Buscad ayuda! –clama un decano.
Me aprietan la frente contra un parquet más frío de lo que nunca hubiera podido imaginar. Estoy arrestado. Intento que me perciban blando y sin ofrecer resistencia. Me aplastan la cara y el peso del de
redacción me dificulta la respiración.
–Traten de escuchar –digo muy lentamente y amortiguado por el suelo.
–En nombre del Señor, ¿qué es eso…? –chilla frenético un decano–, ¿esos sonidos?
Se oyen los clics de una centralita telefónica, taconeos que van y vienen, una pila de papeles que se derrumba.
–Por Dios.
–¡Socorro!
La parte inferior de una puerta se abre en la periferia izquierda: de mi campo visual entran una corriente de luz halógena, unas zapatillas blancas y una sandalia Nunn Bush desgastada.
–¡Dejad que se levante! –Es DeLint.
–No pasa nada –digo lentamente desde el suelo–. Estoy aquí.
Me levantan por las axilas y me sacuden hasta dejarme en un estado que el director de cara rubicunda debe de considerar calmado.
–¡Reponte, hijo!
Y delante del rudo brazo del hombretón, DeLint dice:
–¡Basta ya!
–Yo no soy lo que ven y lo que oyen.
Sirenas a lo lejos. Una presa de antebrazo brutal me inmoviliza el cuello. Hay formas en la puerta. Una joven hispana se lleva las manos a la boca, mirando.
–No lo soy –digo.
Los viejos lavabos de hombres son dignos de amor: el aroma cítrico de los ambientadores sobre el largo lavamanos de porcelana; los armarios con puertas de madera y marcos de mármol frío; las hileras de
lavamanos, apoyados sobre destartalados alfabetos de cañerías a la vista; espejos sobre anaqueles metálicos; más allá de todas las voces, el ligero sonido de un goteo interminable aumentado por el eco al
chocar contra la porcelana húmeda y un frío suelo de azulejos cuya forma de mosaico parece casi islámica vista tan de cerca.
Gira en derredor el desorden que he causado. Me han arrastrado, aún inmovilizado, a través de un gentío de empleados administrativos; lo ha hecho el director de redacción, que parece haber pensado
alternativamente que me ha dado un ataque de epilepsia (abriéndome la boca por la fuerza para ver si tengo la lengua en su sitio), que me estoy ahogando (ha sido una maniobra Heimlich de manual lo que me ha
provocado una tos convulsa) y que estoy psicóticamente fuera de control (varias posturas y apretones diseñados para transferirse ese control a sí mismo), mientras DeLint da vueltas alrededor tratando de
refrenar el refreno que me ha impuesto el director, el entrenador de tenis refrena a DeLint, el hermanastro de mi madre habla con una rápida combinación de polisílabos al trío de decanos, que se sofocan, se
retuercen las manos, se desabrochan las corbatas, gesticulan ante la cara de C.T. y se hacen pases taurinos entre ellos con las páginas de una solicitud de ingreso ahora claramente superflua.
Estoy en posición supina sobre los mosaicos geométricos. Me concentro dócilmente en la cuestión de por qué los lavabos americanos siempre nos parecen enfermerías para la ansiedad pública, el sitio para
recuperar el control. Tengo la cabeza apoyada sobre el blando regazo del director arrodillado; él me limpia el rostro con toallas de papel institucional de color marrón sucio que le ha entregado alguna mano de la
muchedumbre que se agolpa en derredor; contemplo con toda la concentración que puedo los pequeños hoyuelos de sus carrillos, más hondos en la difuminada línea de su mandíbula, debidos seguramente a un
antiquísimo acné. El tío Charles, que es un lanzador de mierda verdaderamente incomparable, está disparando andanadas de ella, tratando de calmar a unos hombres que parecen tener más necesidad que yo de
un buen lavado de jeta.
–Pero si está bien –dice–. Miradlo, más tranquilo no puede estar, ahí echado.
–Usted no presenció lo que sucedió ahí dentro –le contesta un decano encorvado con la cara tapada por una maraña de dedos.
–Se excita, eso es todo, es un chico excitable que se impresiona…
–Pero los sonidos que hizo…
–Indescriptibles.
–Como un animal.
–Sonidos y ruidos subanimales.
–Y no nos olvidemos de los gestos.
–¿Alguna vez han sometido a tratamiento a este chico, doctor Tavis?
–Como una especie de animal con algo en la boca.
–Este chico está mal.
–Como un paquete de mantequilla machacado con un mazo.
–Como un animal retorcido con un cuchillo clavado en los ojos.
–¿Qué intentaba usted tratando de hacer ingresar a este…?
–Y los brazos.
–Usted no lo vio, Tavis. Sus brazos estaban…
–Aleteaban. Se agitaban de forma atroz como si tocaran unos tambores. Serpenteaban.
El grupo miró por un instante a alguien que estaba fuera de mi campo de visión tratando de demostrar algo.
–Como un lapso ultrasónico de tiempo, un revoloteo de algún tipo de movimiento… atroz.
–Sonaba más que nada como una cabra que se ahoga. Sí, una cabra ahogándose en algo viscoso.
–Una serie estrangulada de balidos y…
–Sí, serpenteaban.
–Entonces, ¿qué pasa? ¿Quién ha dicho de repente que es delito balar un poco?
–Usted, señor, se ha metido en un berenjenal. Tiene problemas.
–Su cara. Como si lo estuvieran estrangulando. Ardiendo. Creo que he tenido una visión del infierno.
–Tiene algún problema de comunicación. Nadie está negando que no le va mucho la comunicación.
–Ese chico necesita cuidados.
–En vez de cuidar a ese chico, ¿usted lo envía para que ingrese en la universidad y compita?
–¿Hal?
–Ni en sus más esperpénticas fantasías se ha imaginado usted la cantidad de problemas que esto le va a acarrear, doctor… presunto director de estudios. Docente.
–… se me aseguró que se trataba de una mera formalidad. Ustedes lo han asustado. Tímido como es…
–Y usted, White… ¡Usted intentó reclutarlo!
–… y terriblemente impresionado y asustado, allí solo, sin nosotros, que somos su sistema de apoyo, y ustedes mismos nos pidieron que saliésemos de la sala, que de haber…
–Yo solo lo había visto jugar. En la cancha es maravilloso. Posiblemente un genio. No teníamos ni idea. Su hermano está en la maldita liga nacional de fútbol americano, por todos los santos. He aquí un
jugador de primera, pensamos, con raíces en el sudoeste. Sus estadísticas están fuera de lo común. El invierno pasado lo vimos jugar todos los partidos del WhataBurger. Ni un solo balido, ni un chillido. Allí
veíamos ballet, algo excepcional.
–Maldita sea, claro que usted vio ballet, White. Este muchacho es un atleta digno del ballet, un verdadero jugador.
–Entonces se trata de una especie de idiot savant atlético. Lo del ballet compensa los profundos problemas que usted, señor, decidió ocultar para colarnos aquí al chaval… –Un par de alpargatas de esparto
brasileñas de lujo pasan por la izquierda y entran en una cabina del lavabo; las sandalias dan la vuelta y se ponen delante de mí. El urinario recibe un fino chorro en medio de los ecos lejanos de las voces.
–Ya es hora de irnos –está diciendo C.T.
–Señor, usted ha puesto en peligro para siempre la integridad de mi sueño.
–¿… pensaba que podía hacer pasar a un candidato en malas condiciones, amañarle las credenciales y colárnoslo con una entrevista preparada para finalmente integrarlo en todos los rigores de la vida
universitaria?
–Hal es funcional, cretino. Si tiene el apoyo adecuado. Está bien cuando se le deja en paz. Pues sí, tiene algún problema de excitación cuando se trata de conversar. ¿Acaso alguna vez me ha oído negarlo?
–Nosotros presenciamos algo solo marginalmente mamífero, señor.
–De ninguna manera. Mírelo. Cómo esa criatura excitable está ahí echada de lo más tranquila. Eh, Aubrey, ¿qué te parece a ti?
–Usted, señor, seguramente está enfermo. Este asunto no ha concluido.
–¿Qué ambulancia? ¿No pueden ustedes escuchar? Les estoy diciendo que hay…
–¿Hal? ¿Hal?
–Lo droga, intenta hablar en su nombre, mienta, y ahora él se queda ahí echado con esa mirada catatónica.
El crujido de las rodillas de DeLint.
–¿Hal?
–Ustedes lo exageran todo, lo distorsionan. La academia tiene ex alumnos distinguidos, juristas en los tribunales. Hal, aquí presente, es probablemente competente. Olvídate de las credenciales, Bill. Este
chico se traga los libros. Digiere las cosas.
Yo me limito a seguir echado, oliendo el papel higiénico, viendo cómo pivota una sandalia.
–¡La vida es algo más que sentarse a consultar el ordenador! ¡A ver si se enteran ustedes de una puñetera vez!
¿Y quién no va a amar este estruendo especial y leonino de un baño público?
No por nada Orin dijo que la gente de aquí cuando sale al aire libre solo se mueve en vectores que van de un aire acondicionado a otro aire acondicionado. El sol es un martillo. Puedo sentir que un lado de mi
cara empieza a cocerse. El cielo azul es lustroso y está henchido de calor, unos pocos y finos cirrocúmulos trasquilados desperdigan filamentos como cabellos. El tráfico no es el de Boston. La camilla es de un
tipo especial con ligaduras a los lados. El mismísimo Aubrey DeLint, a quien durante años yo había considerado un martinete de las dos dimensiones, se arrodilla para cogerme una mano maniatada y decirme
«Tranquilo, campeón» antes de volver a la refriega administrativa que se lleva a cabo al lado de la puerta de la ambulancia. Se trata de una ambulancia especial enviada desde mejor no saber dónde, no solo con
enfermeros, sino también con un médico psiquiatra a bordo. Los enfermeros me han movido con suavidad y son expertos con las ligaduras. El psiquiatra, con la espalda contra el costado del vehículo, levanta las
dos manos en una desapasionada mediación entre los decanos y C.T., que no para de blandir la antena de su móvil hacia el cielo como si fuera un sable, indignado de que se me meta sin ninguna necesidad en
una ambulancia para llevarme a alguna sala de urgencias contra mi voluntad y contra mis legítimos intereses. La cuestión de si el enfermo tiene voluntad o intereses es despachada sin miramientos mientras un caza
supersónico que vuela demasiado alto para que lo oigamos surca el cielo de sur a norte. El médico tiene las dos manos en el aire, al que da palmaditas que pretenden significar neutralidad. Tiene una gran
mandíbula con sombra de barba. En la única otra sala de urgencias que he estado, hace casi exactamente un año, la camilla psiquiátrica entró rodando hasta que la aparcaron al lado de otras sillas en la sala de
espera. Las sillas eran de plástico anaranjado; tres de ellas estaban ocupadas por diferentes personas, todas con frascos vacíos de medicinas recetadas y sudando la gota gorda. Esto ya era bastante malo, pero
en la última silla, justo al lado de la parte superior llena de correas de mi camilla, había una mujer en camiseta con la piel morena como la madera y una gorra de camionero y gravemente escorada a estribor que
me empezó a contar a mí, allí echado e inmovilizado, cómo había sufrido de la noche a la mañana una súbita y anómala elefantiasis en su pecho derecho, al que se refería como «tetita»; tenía un acento de
Quebec casi paródico y me describió durante casi veinte minutos su «tetita» presentando la historia clínica y los diagnósticos posibles antes de que me sacaran rodando de allí. El avance y la estela del caza
parecen producir una incisión, como si una carne blanca detrás del cielo azul estuviera expuesta y se abriera ante el avance de la hoja del cuchillo. Una vez vi la palabra CUCHILLO escrita con el dedo sobre el
espejo cubierto de vapor de un lavabo privado. Me he convertido en un infantófilo. Me veo forzado a mover los ojos para arriba o para los lados para evitar que la caverna roja estalle en llamas debido a la luz
del sol. El tráfico en la calle es constante y parece pasar diciendo «Poco a poco, poco a poco». El sol, cuando los ojos parpadeantes alcanzan a verlo aunque sea de soslayo, los enceguece de azul y rojo como
un foco. «¿Por qué no? ¿Por qué no? ¿Por qué no «no» entonces, si el mejor razonamiento que puedes hacer es por qué no?» La voz de C.T. se aleja indignada. Ahora solo son visibles las gallardas estocadas
de la antena de su teléfono móvil justo dentro del marco derecho de lo que alcanzo a visualizar. Me llevarán a algún tipo de sala de urgencias donde me retendrán mientras no responda a sus preguntas, y
entonces, cuando responda a sus preguntas, me sedarán; de modo que será una inversión de un viaje normal, la ambulancia y la sala de urgencias: primero haré el viaje, luego me iré. Pienso un instante en el
malogrado Cosgrove Watt. Pienso en el Terapeuta Hipofalangial del Dolor. Pienso en Mami alfabetizando latas de sopa en la alacena encima del microondas. En el paraguas de Él Mismo colgado del borde de
la mesa de correos en el foyer de la casa del director de estudios. Hace ya todo un año que no me duele el tobillo lesionado. Pienso en John N.R. Wayne, que habría ganado este año el WhataBurger,
montando guardia enmascarado mientras Donald Gately y yo desenterramos la cabeza de mi padre. Casi no cabe duda de que Wayne habría ganado. Y Venus Williams posee un rancho cerca del Green Valley;
bien puede ser que participe en las finales de chicos y chicas de hasta dieciocho años. Mañana llegaré con mucho tiempo de antelación a la semifinal; confío en el tío Charles. Es casi seguro que el ganador de
esta noche será Dymphna, de dieciséis, pero que cumple años a solo dos semanas de la fecha límite del 15 de abril; y Dymphna estará cansado para mañana a las ocho y media, mientras que yo, sedado, habré
dormido como un bendito. Nunca me he enfrentado a Dymphna en un torneo ni he jugado con las pelotas sónicas que necesitan los ciegos, pero lo vi despachar con dificultades a Petropolis Kahn en el torneo
de hasta dieciséis años, y sé que será mío.
Empezará en la sala de urgencias, en el mostrador de registros, si C.T. se retrasa al seguir la ambulancia. O en la sala de azulejos verdes tras la habitación con las abrumadoras máquinas digitales, o, dado que
esta ambulancia especial está dotada de psiquiatra, acaso suceda durante el viaje: un médico sin afeitar y con un halo de brillo antiséptico, con su nombre escrito en cursivas sobre el bolsillo blanco de la bata y
una pluma de escritorio de buena calidad, que llevará a cabo un cuestionario a pie de camilla, una etiología y emitirá su diagnóstico usando el método socrático, todo ordenado y punto por punto. Según el
Diccionario enciclopédico Oxford, hay diecinueve sinónimos no arcaicos para «mudo, el que no contesta», de los cuales nueve provienen del latín y cuatro del sajón. En la final del domingo jugaré contra Stice o
Polep. Tal vez contra Venus Williams. Aunque inevitablemente será alguien no cualificado y sin licencia –una ayudante de enfermera con las uñas comidas o un tipo de la seguridad del hospital o un ordenanza
cubano y cansado– el que se dirigirá a mí con un «Eh, chico», interrumpiendo una tarea pesada y aburrida, verá lo que supone que es mi ojo y me preguntará: «Y tú, chico, ¿cuál es tu historia?».

sábado, 30 de marzo de 2013

Juan Goytisolo





Juan Goytisolo Gay (Barcelona, España, 6 de enero de 1931- )
La vida de Juan Goytisolo ha sido la de un intelectual rebelde al franquismo, como tal, realizó un autoexilio viviendo en Marrakech y París. Fue hermano de los también escritores comprometidos el poeta José Agustín Goytisolo y el narrador Luis Goytisolo. Se instaló en París en 1956 y trabajó como asesor literario de la editorial Gallimard. Entre 1969 y 1975 fue profesor de literatura en universidades de California, Boston y Nueva York, en el curso de sus investigaciones como profesor de literatura hizo una excelente edición de la novela picaresca Vida de Estebanillo González, hombre de buen humor, y publicó una combativa antología del heterodoxo decimonónico José María Blanco White con la evidente intención subterránea de atacar en doble lectura el cerrado régimen franquista, que prohibió o censuró sus obras desde 1963. Ha cultivado el ensayo, la narrativa, el reportaje, la literatura de viajes, o las memorias (Coto vedado (1985), En los reinos de Taifas (1986) y Memorias, 2002, que reúne los dos volúmenes anteriores). Su situación en la editorial Gallimard le ha convertido, además, en uno de los intelectuales españoles más influyentes en el extranjero y en un habitual de la prensa española, en particular de El País, para el que ha sido corresponsal de guerra en Chechenia y Bosnia. Es sobre todo un crítico implacable de la civilización occidental, que contempla desde una óptica periférica. Desde la muerte de su esposa, Monique Lange (1996) ha fijado su residencia en Marrakech.
Fuente: NN.


JUAN GOYTISOLO
Cuentos


CUENTO.
SUBURBIOS
Aquel invierno Alvarito solía venir a buscarme por las tardes. Antonia golpeaba en la puerta de la habitación con los nudillos y, al preguntarle yo qué quería, respondía, invariablemente:
—Está el señorito Álvaro.
—¿Dónde?
—En la portería. Dice que le espera a usted en la calle.
Yo cerraba los libros, malhumorado. Mi padre me había prometido un viaje por Europa si aprobaba el curso y veía aproximarse con inquietud la fecha de los exámenes. Alvarito afectaba gran desprecio por los empollones y, para evitar sus sarcasmos, debía estudiar a escondidas. Al pasar frente al espejo del pasillo me despeinaba un poco. Durante mis siete años de internado había vestido de punta en blanco y conservaba intacto mi horror por las corbatas, los cosméticos y los cuellos duros. Alvarito me había regalado una chalina de terciopelo y me la puse al salir a la calle.
—Sube, pronto —gritó, abriéndome la puertecilla—. Hay arco iris y quiero llegar a las afueras antes de que anochezca.
Llevaba el coche descapotado a pesar del frío y arrancó a gran velocidad. Evitando la aburrida tranquilidad del Ensanche, nos dirigimos hacia el cementerio. Alvarito parecía muy excitado. Tenía una botella de ginebra en el bolsillo y se atizó un trago, sin soltar el volante. Aunque conocía el camino, cogía las curvas demasiado cerradas y. en una esquina, estuvimos a punto de atropellar a unos viejos.
—¿ Qué te pasa? —dije.
—No me lo preguntes.
—¿Por qué?
—Porque ando con mala uva y, como vea a alguien que no me guste, lo embisto y me lo cargo.
Me pasó el botellón y bebí. Alvarito había alquilado un estudio en el Barrio Gótico y, muchas tardes, después de recorrer las afueras en automóvil, se procuraba algún alcohol y nos emborrachábamos. Nuestra vida carecía de alicientes y buscábamos sensaciones nuevas, para olvidar. En el estudio (el Antro, como llamaba Alvarito) nos sentíamos aislados del resto del mundo y conversábamos durante largas horas, ansiosos y febriles. Lo habíamos probado todo: el coñac, el pernó, la ginebra, el vino peleón, el anís. Un día, Alvarito trajo alcohol de noventa de la farmacia y lo bebimos, templado con un chispo de agua. Otra vez tomamos tres litros de café y nos aturdimos oliendo un frasquito de éter. A menudo nos invadía un furor universal e incontenible y, en las tabernas de Escudillers, nos liábamos a discutir con las putas y los borrachos.
—Hay que quitarles las razones de vivir —decía Alvarito—, obligarles tomar drogas o a suicidarse.
Habíamos decidido organizar una Jornada de Opresión al Pobre, defraudar a los obreros en su jornal...
Habitualmente realizábamos nuestras incursiones por el puerto o por Montjuic pero, aquel día, Alvarito continuó, más allá del cementerio, hacia la explanada donde los murcianos edificaban sus barracas.
—Mira. Un gordo —exclamó, apuntando con el dedo, hacia lo lejos.
—Ya lo veo.
—Como no se dé prisa, lo aplasto.
El viento le alborotaba el pelo sobre la frente y apretó el acelerador con rabia.
—El hijoputa... —El hombre se había salvado, de un brinco—. Le ha ido de un pelo...
—Caray —dije yo—. Si no se aparta...
Alvarito repitió todavía el juego. Cada vez que veía a un gordo (o a un pelirrojo, o a una mujer fea) aceleraba de repente y acogía con una mueca de burla la salva de insultos que le largaban.
—Estamos en Cuaresma —decía—. La vida es breve...
Al fin, pareció cansarse también. Su agitación había decaído y aminoró poco a poco la marcha. Durante unos momentos me miró de reojo, como para hablarme. Tenía el botellín de ginebra en el bolsillo y bebió, de nuevo, un trago.
—Estoy metido en tal lío, que no sé cómo me saldré.
—¿Faldas? —dije.
—No —denegó con la cabeza—. Es mucho más complicado...
Estábamos en las afueras y se detuvo en un solar. Las nubes escampaban velozmente y la tierra olía a recién llovido. Encaramados en una pila de escombros, contemplamos los lavajos y barrizales. El sol rozaba la cresta de la montaña y en el cielo se barruntaba el crepúsculo.
—He roto definitivamente con mi familia.
—¿Cuándo?
—Esta mañana. Tuve una agarrada con papá y me echó a la calle.
Más allá del solar había una herrería y, desde fuera, podía verse la fragua. Un hombre batía el hierro con el martillo, y el aprendiz se asomó a la puerta y apretó a correr por los lodazales. El sol parecía un disco de cobre. Antes de ponerse, coloreaba la explanada de un tono rojizo y el chico empezó a bailar frente a él y a dar saltos.
—Conozco un ventorro cerca de aquí —dijo Alvarito—. La hija del dueño está como un tren... Tiene unas tetas que no le caben en la blusa de grandes.
Junto a los muros del cementerio se extendía un solar cubierto de huertecillos y jardines. Dos albañiles corregían el alabeo de la pared. El más joven preparaba la mezcla en un cuezo y el otro la recogía del esparavel con la llana. Hablaban con fuerte acento andaluz y, al pasar, nos dieron las buenas tardes.
—¿Qué ha ocurrido? —dije. Alvarito caminaba con la cabeza gacha e hizo un ademán con los hombros.
—Es tan complicado, que no sé por dónde empezar.
—Empieza por donde tú quieras.
—Espera. Cuando lleguemos al ventorro.
Nos detuvimos frente a un edificio de aspecto mísero. Su interior estaba adornado con faroles y banderitas y un cartel de la Feria de Sevilla presidía, detrás de la barra. Alvarito entró y le seguí. Una chica fregaba los vasos en un lebrillo. Tal como había dicho llevaba una blusa de seda muy ceñida y sus tetas se adivinaban grandes y bien formadas.
—¿Qué te parece? —me preguntó.
—Magnífica —repuse—. Le haría un favor ahora mismo.
—Yo también —suspiró—. Si no me encontrara en la situación en que me encuentro...
El dueño se acercó a tomar el encargo. Una pareja hablaba a media voz en la mesa vecina y, mientras Alvarito decidía, me entretuve en observarles. La mujer parecía buscona (o criada) y soportaba el asedio del hombre a la defensiva. Su amigo tenía un rostro abollado de boxeador, el pelo cortado al cepillo y una cicatriz en la sien, rosada y larga. Acodado en la mesa intentaba vanamente atrapar la mano de la mujer. Sus ojos centelleaban de ira y, por su tartajeo, comprendí que estaba borracho.
—Gachona. ..
—No hay gachona que valga.
—Una vez más... Solo una vez.
—Ni una vez, ni cien veces.
—Me lo prometiste... Cuando viniste a verme.
—Que no... Que no lo aguanto.
La hija del dueño se había vuelto por primera vez hacia nosotros y cambió una sonrisa con Alvarito. Estaba verdaderamente en su punto, con el pelo largo, deshecho, y el cuello, curvado y blanco.
—¿Te conoce? —le pregunté.
—El otro día charlamos unos minutos.
El padre vino con dos jarrillos de tinto. Alvarito se sirvió y me sirvió a mí. La presencia de la chica le ponía visiblemente nervioso y se removió en el asiento, sin decidirse a permanecer en él ni a levantarse.
—Papá me ha dado un ultimátum de. veinticuatro horas —dijo al fin.
—¿Para qué?
—Para elegir. Quiere que formalice mi situación con Memé y plante a Laura. —¿Sabe lo de...?
—Sí. Ayer hablé con el médico.
—¿Y qué?
—No hay nada que hacer. Es demasiado tarde
. —¿Cuánto tiempo?
—No sé... Al menos cuatro meses.
—¿Y tu padre? ¿Qué tal ha reaccionado?
—Ya lo puedes suponer. —Vació su vaso de un trago—. Está convencido de que no es mío y no quiere que lo reconozca.
—¿Cómo. que no es tuyo?
—Dice que Laura ha ido con muchos y que debe ser de otro.
—¿ Se lo has contado a ella?
—Sí.
—¿Y qué dice?
—Me jura que es mentira, como una loca... —Vertió el vino del jarrillo en el vaso y volvió a beber—. Creo que si no reconozco al niño se suicidará... :
—¿Y qué vas a hacer?
—No lo sé... Me gusta más que Memé, como mujer. Pero no me veo viviendo con ella. Apenas sabe leer y escribir. Es demasiado bruta.
Había acabado con el vino del jarrillo e inclinó la cabeza, abrumado. En la mesa vecina, el hombre había cogido la mano de la mujer e intentaba besuquearla.
—Una sola vez... Apagaré la luz y no te darás cuenta.
—Suéltame.
—Te prometo que lo haré a oscuras.
—Te digo que me dejes.
El antebrazo del hombre era fuerte y velludo y la nuez le subía y bajaba en el gaznate, lo mismo que un émbolo. Sus ojos miraron a la mujer con la desesperación de un ahogado. La mano soltó la presa al fin y, al hacerlo, descubrí que le faltaban dos dedos.
—Lo peor de todo —continuó Alvarito— es que Memé se ha enterado de lo ocurrido y no quieras saber cómo se ha puesto...
—¿Memé? —exclamé—. ¿Quién se lo ha dicho?
—¿Quién quieres que se lo diga?...Mi padre
—¿Lo del niño también?
—También. Cuando fui a verla esta mañana, estaba hecha un mar de lágrimas y me dio a elegir, entre Laura y ella.
—Vaya lío...
—Dímelo a mí. —Se quitó las gafas sin montura y las limpió con su pañuelo—. Desde ayer, las dos se pasan el día llorando y no hay manera de calmarlas. Laura quiere que vaya a Madrid con ella y Memé, que dé el anillo a sus padres... —Movió la cabeza con desaliento—. Me dan ganas de largarme a la Cochinchina y de dejarlas a las dos plantadas...
El dueño repasaba las piqueras de los toneles y la muchacha nos sonrió desde el bar. Alvarito cogió los jarrillos y se los dio para que los llenara. Retrepándome en el asiento, observé con disimulo a la pareja. El hombre había servido su vaso hasta el borde. Su rostro estaba congestionado y los labios le temblaban. Sin hacerle caso, la mujer se arregló el pelo y miró ostensiblemente el reloj.
—Me voy. Se me hace tarde...
—Aguarda... Un minuto.
—Estoy fuera de casa desde las cinco. Mis patrones pueden llegar de un momento a otro y no quiero que me abronquen por tu culpa. —Hizo ademán de levantarse pero continuó sentada en la silla—. Bastante he hecho con venir a verte.
—Entonces, vuelve mañana...
—Dale con la canción... Ya te he dicho que acabó y se acabó.
—Gachona. ..
—Es inútil. Aunque me dieras todo el oro del mundo no vuelvo...
En la barra, Alvarito hablaba animadamente con la chica. Le había quitado una horquilla del pelo y se hacía el remolón para devolverla. Ella seguía el juego, halagada. Su padre se había eclipsado por la trastienda y Alvarito amagaba tirarle de la manga.
—Démela usted, no sea malo... Voy a parecer una bruja.
—¿Usted?
—Sí, yo.
—Se la daré si me promete usted una cosa...
—¿Qué cosa?
Alvarito le sopló algo al oído. La muchacha pareció reflexionar y le contestó del mismo modo. Después, Alvarito volvió a la mesa con los jarrillos y ella se acodó como absorta en la barra.
—¿Qué le has dicho?
—Nada —repuso—. Tonterías. —Bebía directamente del jarrillo y añadió—: ¿Qué harías tú en mi situación?
—No lo sé —dije. Estaba acostumbrado a sus historias de faldas y sabía por experiencia que, dijera lo que dijera, acabaría por hacer lo que le diera la real gana. —Es tan complicado todo...
—Yo no quiero comprometerme aún... Vivir con Laura me aburre y el matrimonio me da cuatro patadas.
—Ya supongo.
Cambió una mirada con la chica y tabaleó suavemente los dedos.
—¿No se te ocurre nada?
—No.
—Me fastidia perder mi libertad ¿comprendes?— La luz se había remansado en sus pupilas y hablaba sosegadamente—. En cuanto uno acepta vivir con una mujer está listo.
—Dile a Memé que quieres acabar la carrera.
Me observó. Sus ojos brillaban enfrente de los míos.
—¿Y Laura? ¿Qué hago con Laura?
—Mándala a paseo.
—Esto está pronto dicho...
—Lárgate. Haz las maletas. Viaja.
—Ya lo he pensado —murmuró—. Hace más de dos noches que no duermo.
Oí un estropicio detrás y me volví. El hombre acababa de incorporarse y había arrojado un vaso contra la pared. En su rostro bermejo, como soflamado, sus ojillos brillaban, inyectados en sangre.
—Está bien. Como tú quieras...
Evitando mirar a la mujer, cogió una cachava del colgador y se encaminó hacia la salida. La mesa había ocultado hasta entonces la parte inferior de su cuerpo y, con un repelo de frío, descubrí que le faltaba una pierna.
—¿Qué ocurre? —preguntó la hija del dueño, cuando se fue.
La mujer se había levantado también y miraba hacia la calle, confundida.
—Se puso furioso porque no he querido ir con él...
Se inclinó e hizo ademán de recoger los cristales del suelo.
—Espera. Yo te ayudo...
—Desde que salió del hospital no encuentra ninguna mujer y está de malas pulgas.
La chica vino con una bayeta y una escoba, y se dejó caer en su asiento. Sus ojos escudriñaban la oscuridad de la puerta y su mirada se cruzó con la mía.
—Habíamos sido muy buenos amigos, antes —dijo como disculpándose—. Trabajaba en una fábrica cerca de aquí y le explotó una caldera.
—Su cuerpo es sólo una cicatriz —explicó la chica.
—Es algo más fuerte que yo, no puedo... lo he probado una vez, por lástima, y me moriría si tuviera que hacerlo de nuevo...
Apuré el vino del jarrillo. La mujer callaba y la chica se había ido con la bayeta. Como siempre que andaba metido en un lío, Alvarito se quitaba y ponía las gafas y se removía nerviosamente en la silla.
—En el peor de los casos, siempre queda el recurso de la Legión —suspiró.
—¿Marruecos?
—Sí. Te apuntas en el Banderín de Enganche y desapareces.
—Luego quieres salir y no te dejan...
—¿Y qué? —repuso—. África está así de mujeres. Conozco a un tipo que vivió allí y dice que se afeitan entre las piernas... ¿Te imaginas?.. Lo mismo que las niñas...
—Deben de estar llenas de enfermedades —objeté.
—Mejor que mejor. Estoy harto de mujeres limpias y honestas. De ahora en adelante, iré con las más tiradas... Hay una, sin dientes, en el Parque, que lleva más de cuarenta años en el oficio. Negra de mugre, harapienta, un verdadero Solana... —Hablaba con vehemencia Y bebió un chisguete de mi vino—. La higiene es una virtud burguesa.
Yo también empezaba a sentirme mareado y la idea de un viajecito por Marruecos me entusiasmó. Alvarito hizo la apología del Kif, el calor y las moscas y, de mutuo acuerdo, decidimos que, si las cosas se complicaban, nos engancharíamos en la Legión.
Cuando nos dimos cuenta eran más de la ocho. La hija del dueño seguía lavando vasos y Alvarito miró, asustado, el reloj.
—Caray, tengo que irme.
—¿Dónde?
—He prometido llevar al cine a Laura.
—Ve luego.
—Imposible. Memé me espera después de la cena.
Aunque de mala gana, me puse de pie. La mujer acechaba todavía las sombras de la puerta y Alvarito se levantó y dio veinte duros a la muchacha.
—Mañana, estamos citados a las seis —me susurró, mientras ella iba a buscar el cambio.
—No revientes...
—Te lo juro por lo más sagrado. Asómate por la Bolera si no me crees...
No me lo creía y, al día siguiente, fui allí. La cabeza me dolía a causa dela resaca y había renunciado a estudiar. Sentado en una mesa, junto a la pista, me bebí un par de ginfis.
Alvarito tenía una suerte endiablada con las muchachas. Cada día salía con una distinta mientras que, a mí, ninguna me hacía caso. Pero aquella vez estaba seguro de que faroleaba y, a regañadientes, tuve que admitir mi error.
La chica llegó a la hora y Alvarito con algo de retraso. La noche antes había cenado con Memé (después de ir al cine con Laura) y, al pasar junto a mi mesa, me hizo un guiño. Una orquesta interpretaba sambas en el fondo del jardín y, cuando me fui (la cabeza me pesaba como una losa), los vi bailar a los dos, muy apretados.
Le pregunté si se había alistado en la Legión y no me contestó.
(Para vivir aquí)

jueves, 28 de marzo de 2013

José Bergamín LA IMPORTANCIA DEL DEMONIO




José Bergamín


José Bergamín (Madrid, 1895 - Hondarribia, 28 de agosto de 1983) escritor, ensayista, poeta y dramaturgo español. Estudió leyes en la Universidad Central. Sus primeros artículos aparecieron en la revista Índice, dirigida por Juan Ramón Jiménez, en los años 1921 y 1922; su amistad con el gran poeta será tan intensa y duradera como la que sostuvo con Miguel de Unamuno, que es también una de las principales fuentes intelectuales en su obra. Fue en la revista Índice donde, según él, surgió toda la nómina de escritores de la Generación del 27, marbete que detestaba, pues el prefería denominarla "Generación de la República". La crítica oficial le ha negado siempre su pertenencia a dicho grupo y le clasifica más bien entre los miembros de la Generación del 1914 o Novecentismo, pero la verdad es que participó en los comienzos del 27, colaboró en todas sus publicaciones y fue editor de sus primeros libros, por lo que puede decirse que fue uno de sus representantes más genuinos. Por otra parte, se considera a Bergamín como el principal discípulo de Unamuno y uno de los mejores ensayistas en español del siglo XX, y se aprecia en sus escritos la calidad de página de un consumado y original estilista. Sus temas preferidos van desde los mitos literarios a España, el Siglo de Oro, la mística, la política o la tauromaquia.

En 1933, fundó y dirigió la revista Cruz y Raya, "revista del más y del menos" o "de la afirmación y la negación", sin duda la publicación más original, abierta e independiente de entonces y donde participaron numerosos autores del 27. Su último número, el 39, aparece en junio de 1936, días antes del levantamiento militar, y muere con la República.

Durante la Guerra Civil Bergamín presidió la Alianza de Intelectuales Antifascistas y fue nombrado agregado cultural en la Embajada española en París, donde se ocupó en buscar apoyos morales y financieros para la decaída República; su nombre está asociado en esta época a casi todas las empresas culturales durante la contienda. Escribe en las revistas El Mono Azul, Hora de España y Cuadernos de Madrid. Preside en 1937 en Valencia el segundo Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, que reunió a más de un centenar de intelectuales llegados de casi todas partes del mundo.

Al triunfar Franco marchó al exilio llevándose un ejemplar que le había dado Federico García Lorca poco antes de morir de Poeta en Nueva York, que editará él mismo. Marchó primero a México y luego a Venezuela, Uruguay y finalmente Francia. En México fundó la revista España peregrina, que recogió las aspiraciones de los escritores exiliados, y la Editorial Séneca, donde aparecieron las primeras Obras completas de Antonio Machado y obras de Rafael Alberti, César Vallejo, Federico García Lorca y Luis Cernuda, entre otros. Volvió a España en 1958, pero fue arrestado como sospechoso por sus relaciones con la oposición al régimen y su apartamento fue quemado, por lo que ante tantas hostilidades, y sobre todo por por haber firmado un manifiesto con más de cien intelectuales dirigido a Manuel Fraga Iribarne en que se denunciaban torturas y represión contra los mineros asturianos, tuvo que exiliarse de nuevo en 1963; volvió definitivamente en 1970.

Vivió en Madrid muchos años y se convirtió en un disidente del proceso político conocido como "Transición", cuyas componendas fue lúcidamente uno de los primeros en percibir, lo que le supuso ser expulsado sucesivamente de varios periódicos. Fue republicano en las primeras elecciones democráticas y publicó el manifiesto Error monarquía; "mi mundo no es de este reino", escribirá. Fue radicalizando su postura y al final de su vida se marchó a morir al País Vasco; allí colaboró en el periódico Egin situándose políticamente en la izquierda abertzale. El tema de España se halla también muy presente en su obra, y acaso expresó su postura de la forma más sintética en su soneto "Ecce España".

Libros: El cohete y la estrella. Madrid; Índice, 1923. Caracteres: (I-XXX), 1926. El arte de birlibirloque; La estatua de Don Tancredo; El mundo por montera. Santiago de Chile; Madrid: Cruz del Sur, 1961. Ilustración y defensa del toreo. Torremolinos: Litoral, 1974. Mangas y capirotes: (España en su laberinto teatral del XVII). Madrid: Plutarco, 1933. Segunda edición Buenos Aires, Argos, 1950. El cohete y la estrellaLa cabeza a pájaros. Madrid: Cátedra, 1981. La más leve idea de Lope. Madrid: Ediciones del Arbol, 1936. Presencia de espíritu. Madrid: Ediciones del Árbol, 1936. El alma en un hilo. [México, D.F.]: Séneca, 1940.Detrás de la cruzterrorismo y persecución religiosa en España. México: Séneca, (1941) El pozo de la angustia. Barcelona: Anthropos, 1985. La voz apagada(Dante dantesco y otros ensayos).Mexico: Editora Central, 1945. La corteza de la letra: (palabras desnudas). Buenos Aires: Losada, 1957. Lázaro, Don Juan y Segismundo. Madrid: Taurus, 1959. Fronteras infernales de la poesía. Madrid : Taurus, 1959. La decadencia del analfabetismo; La importancia del demonio. Santiago de Chile; Madrid: Cruz del Sur, 1961.Al volver. Barcelona: Seix Barral, 1962. Beltenebros y otros ensayos sobre literatura española. Barcelona [etc?: Noguer, 1973. De una España peregrina. Madrid: Al-Borak, 1972. El clavo ardiendo. Barcelona: Aymá, 1974. La importancia del demonio y otras cosas sin importancia. Madrid: Júcar, 1974. El pensamiento perdido: páginas de guerra y del destierro. Madrid: Adra, 1976.Calderón y cierra España y otros ensayos disparatados. Barcelona: Planeta, 1979. La música callada del toreo. Madrid: Turner, 1989. Aforismos de la cabeza parlante. Madrid: Turner, 1983. La claridad del toreo. Madrid: Turner, 1987. Al fin y al cabo: (prosas). Madrid: Alianza, 1981.Cristal del tiempo. Hondarribia: Hiru, 1995. El pensamiento de un esqueleto: antología periodística. Torremolinos: Litoral, 1984. Prólogos epilogales. Valencia: Pre-Textos, 1985. Escritos en Euskal Herria. Tafalla: Txalaparta, 1995. Las ideas liebres: aforística y epigramática, 1935-1981. Barcelona: Destino, 1998. Enemigo que huye: Polifemo y Coloquio espiritual (1925-1926). Madrid: Biblioteca Nueva, 1927. La risa en los huesos. Madrid: Nostromo, 1973. Contiene: Tres escenas en ángulo recto y Enemigo que huye.  La hija de Dios; y La niña guerrillera. México: Manuel Altoaguirre, 1945. Los filólogos. Madrid: Turner, 1978. Don Lindo de Almería : (1926). Valencia: Pre-Textos, 1988. Rimas y sonetos rezagados / Duendecitos y coplas. Santiago de Chile; Madrid: Cruz del Sur, 1963. La claridad desierta. Madrid: Turner, 1983.Del otoño y los mirlos: Madrid, El Retiro: otoño 1962 Barcelona: RM, 1975. Apartada orilla : (1971-1972). Madrid: Turner, 1976.Velado desvelo: (1973-1977) Madrid: Turner, 1978. Esperando la mano de nieve: (1978-1981). Madrid: Turner, 1985. Canto rodado. Madrid: Turner, 1984. Hora última. Madrid: Turner, 1984. Por debajo del sueño: antología poética. Málaga: Litoral, 1979.Poesías casi completas. Madrid: Alianza, 1984. Antología poética. Madrid: Castalia, 1997. (Fuente del esbozo: Wikipedia)


LA IMPORTANCIA DEL DEMONIO




Todo el Universo —decían los filósofos griegos— está lleno de almas y de demonios: es decir, de espíritus. Porque para que haya espiritualidad tiene que haber espíritus como, según decía Nietzsche, para que haya divinidad tiene que haber dioses. Y en ésta, que es plenitud espiritual del Universo, había para los griegos tres órdenes o mundos de distinta naturaleza: el de los dioses, el de los hombres y el de los demonios. La diferencia entre estos mundos era una distinción o distancia sencillamente elemental: el mundo elemental del hombre es la tierra; el de los dioses, el cielo etéreo; el de los demonios, el aire. Si atendemos a esta interpretación, que llamaríamos la interpretación clásica del Demonio, nos lo encontraremos, así, primeramente por el aire: o por los aires; poblando la atmósfera de invisibles presencias espirituales. Esta naturaleza aérea o airada del Demonio, o de los demonios, tenía, para los griegos, el sentido de intercesión o mediación divina: eran estos demonios criaturas aéreas destinadas a intervenir, y a interllevar, mensajes entre los hombres y los dioses: por eso eran indiferentemente buenos o malos, según, diríamos, que fuese el éxito de sus mediaciones o intervenciones: de sus negociaciones celestes; porque eran una especie de agentes de cambio o intercambio espiritual de los hombres con el cielo. Y así estaban sujetos, según refiere san Agustín siguiendo el testimonio de Apuleyo, a las mismas pasiones humanas: y aun, añade, que algunos creyeron que eran los hombres los que contaminaban de sus pasiones y de sus vicios a los demonios. (En el libro apócrifo de Enoch se enseña que el pecado de los ángeles, el pecado que los hizo demonios, fue el de enamorarse de las mujeres.)
Esta intercesión o mediación divina que se atribuía a los demonios originó las artes mágicas como malas artes: es decir, como la posibilidad de ejercer el hombre su influencia sobre los demonios, en vez de estar sujeto a sus influencias malignas o benignas; fue, como si dijéramos, un arte de coaccionar a los demonios para utilizarlos en provecho del hombre. No he de detenerme en la enredosa historia de estas relaciones seculares, que no interesan para nada a la importancia misma del Demonio, aun en esta interpretación hermética de los griegos. Y digo hermética porque el Hermes griego, mensajero celeste, psicopompo, conductor de las almas de los muertos por el laberinto del infierno, fue ya, aun dentro de esta versión plural de los griegos, una representación unificada del Demonio. El mito de Hermes sintetiza todas las cualidades demoníacas intermedias entre los hombres y los dioses; por esto en el Hermes griego como en su equivalente latino Mercurio, vieron los cristianos una perfecta representación o encarnación idólatra del Demonio. Por ser ésta, su naturaleza demoníaca de mediador divino, la causa por la cual más finamente se le acusa en el cristianismo cuando con las palabras de san Pablo se afirmaba que el único medianero de Dios y de los hombres es Cristo Jesús.
No cabe, pues, para el cristiano mediación celeste; ni aun, en este sentido, de los ángeles. Por eso el cristianismo nos ofrece de esta plenitud espiritual del universo otra interpretación distinta: todas las criaturas celestes (dioses y demonios de los griegos) de idéntica naturaleza elemental, no solamente aérea, sino luminosa, fueron, en una tercera parte, separadas de Dios; y no por su propia naturaleza, como dice san Agustín, sino por su propia voluntad. Separó Dios el mundo angélico del demoníaco como separó la luz de las tinieblas: la noche del día. El Demonio, a quien la Biblia denomina con predilección Satán o Satanás, o Lucifer —que así en el profeta Isaías se define como el que nace por la mañana, el que nace todas las mañanas—, es el que con este nombre luminoso de tentador y de adversario asume el imperio de las sombras. Pero habrá que advertir que esa sombra de lo divino puede aparecer a nuestros sentidos como luz. El Demonio puede ser para nosotros luz. Por esto dicen las palabras de san Pablo que el demonio se nos aparece velado de angélica luz. Y es ésta la luz tenebrosa que le atribuye en su Pimandro, Hermes Trimegisto, tan aludido por san Agustín, el que se creía nieto del Hermes griego, esto es, nieto del Demonio: Hermes, mi abuelo —escribe el Trimegisto—, cuyo nombre he heredado yo, fue el primer inventor de la medicina, a quien está consagrado un templo en el monte Libia, cerca de la costa de los cocodrilos; allí yace su hombre mundano, esto es, su cuerpo (Hermes llama hombre de mundo a un cuerpo muerto, a un cadáver), porque lo restante de él, o por mejor decir, todo él, si es que está todo el hombre en el sentido de la vida, mejorado se volvió al cielo. A Hermes se atribuye también en su mito la invención de la música y de la palabra. Hermes quiere decir eso mismo: la palabra celeste. La palabra y la música que son por el aire. Hermes, divinidad, o dios del aire o de los aires, es como una personificación de todos! los demonios; y viene así a presentársenos como un anti-Cristo, que es, en definitiva, como un anti-Dios o contra-Dios: como Demonio de los demonios, como el mismísimo Demonio.
Esta negación de la luz divina, esta sombra de Dios, puede aparecernos (que es como si lo fuera: porque ese aparecer o apariencia es su ser para nuestros sentidos) como luz, y con las palabras herméticas de Trimegisto, como lo que es: como luz tenebrosa. Y así lo entendieron los cabalistas. El Zohar define al Demonio de este modo, corno sombra divina. identificándolo con la luz: con lo que para nuestros sentidos, para nuestros ojos, es luz; con la luz material, con la luz solar. El que nace todas las mañanas, según las palabras proféticas, es, para nosotros, el Demonio; su luz es nuestra luz: la sombra divina; lo cual aunque parezca irónico, sería como decir que lo que denominamos nuestro sistema solar, materialmente es el sistema mismo del Demonio; y que esta luz material en que vivimos o de que vivimos no es otra cosa que como un chispazo, un corto-circuito celeste: un contacto cósmico de la voluntad positiva de Dios con la negativa del Demonio. Así mirado, no sé si mal o bien mirado, desde ese punto de vista, que fue el adoptado por el enorme poeta místico inglés Milton en su Paraíso perdido, tiene para nosotros importancia capital el Demonio.
Pero no hay que alarmarse por ello; porque sucede que este punto de vista, esta especie de poético ángulo de visión cinematográfico para contemplar la creación divina (que fue el de los cabalistas y, por su influencia, el de Milton; porque lo fue el de la secta materialista cristiana a que Milton pertenecía, la de los mortalistas, que hoy aún creo que se conserva en Inglaterra con el nombre de cristadelfos), este punto de vista es precisamente el punto de vista del Demonio: y es claro que desde éste, su punto de vista, sea el Demonio lo más importante de todo: o aun, lo único verdaderamente importante. Pero digo que no hay que alarmarse por ello, porque de afirmar que el Demonio tenga importancia a creer que sea lo único que tiene verdadera importancia, hay un abismo, que es el suyo, el de su caída, el de su infierno, el de su propia naturaleza abismática. Por eso, si no hay que quitarle al Demonio toda su importancia, tampoco hay que darle demasiada, que es lo que ha hecho siempre, y se llame como se llame en la Historia, todo materialismo, todo punto de vista exclusivamente materialista, que es el punto de vista propio del Demonio. Esta complicación cósmica que identifica nuestra luz solar, nuestra luz material, con la voluntad negativa del Demonio, lo hace afirmando, como decía, que esta luz es sombra divina: y digo que lo hace desde el punto de vista del Demonio —que es o puede ser en muchos casos, si no siempre, el punto de vista de la ciencia—, porque lo hace afirmando la ausencia de Dios: que es lo único que sabe positivamente el Demonio y que es lo único que se puede saber positivamente por la ciencia. En esta teoría, la ausencia de Dios es la concentración de la luz divina en sí misma. Es que Dios se vuelve de espaldas a lo creado y proyecta sobre nosotros esa luz tenebrosa de su sombra, y entonces el mundo se convierte en el imperio infernal, sombríamente luminoso, de la materia, que es el imperio mismo del Demonio. Por eso dice san Juan en su Evangelio que Cristo ha vencido al mundo: cuando vence al Demonio.
Como angélica criatura capaz de todas las ciencias, según nos dice en un admirable verso Calderón, tenía el Demonio que inmortalizarse en su caída: perpetuándose en un infinito afán perecedero, en esa absorción espiritual abismática; por esa vertiginosa precipitación en su abismo, en el que vive o muere cayendo, porque es una especie de muerte inmortal la suya: como la de la música por el sonido o la de la palabra por la voz. Por esto no es el Demonio simplemente nada: un no ser perdurable, porque de este modo, sería para nosotros metafísicamente inconcebible —que por quererle concebir de este modo se le ha negado metafísicamente—. No. El Demonio es, como san Agustín lo definía, no un no ser, no nada, sino una voluntad de no ser, una voluntad de la nada; porque no quiso ser lo que era: angélico, criatura airada y luminosa; porque quiso no ser; no quiso dejar de ser, sino ser lo que no es, lo que no era, quiso, o quiere, ser nada, queriendo ser todo, queriendo no ser. Todo lo contrario que Dios, ¡Ahí es nada querer ser nonada! Querer ser contratiempo luminoso del cielo: querer ser contrasentido de la vida: querer ser contra-Dios.
Cuando Dios se define a sí mismo por su voz mensajera y por su luz, la primera vez en que se le aparece al hombre: a Moisés en la zarza ardiendo, se define diciéndose: que Él es el que es. Si Dios, es el que es y el Demonio quiere ser como Dios (pero no en Él, como lo son los ángeles y los santos; no en participación divina, sino sin Él o contra Él; entero y verdadero, no en parte, sino en todo), tendrá que serlo, todo lo contrario: en la nada, en lo que no es; y como no puede serlo todo en todo sin dejar de ser divino —a no ser que fuera el mismo Dios: identificado con Él—, tiene que querer lo contrario: la nada, el no ser: y así se convierte en lo contrario de Dios, en el contrario, Satán, el adversario divino. Y por eso se queda en el aire, en los aires, sin dejar de ser, pero queriéndolo; y por eso es luz tenebrosa: porque no es tiniebla sombría, que sería no ser o como si no fuera, sino voluntad luminosa de la tiniebla y de la sombra: voluntad totalizadora del no ser. Príncipe: o sea principio de las tinieblas o las sombras. Pero principio o Príncipe luminoso de ellas: para ser como Dios; y eso es: Dios frustrado.
Y ésta es su tentación al hombre, hacerle como él quiso: como Dios o como nada. Por eso su voluntad nos lleva a la muerte definitiva, que es su infierno. Por eso nos trae y nos lleva, herméticamente, guiándonos, para perdernos mejor, por el laberinto espiritual de las sombras: para hacernos perder, para quitarnos el sentido divino de la vida, en el que está o debe estar —como suponía el Trimegisto— el hombre totalizado. Para hacernos perder el único sentido verdadero de la vida: el de Dios.
Si es que está todo el hombre en el sentido de la vida —que no es otro que el común sentir de nuestros sentidos: el sentido de los sentidos, el sentido común por que percibimos y con que percibimos al Demonio— la división de ese sentir íntegro o totalizador humano por el tacto, o el gusto, o el olor, o el oído, o la vista, separa nuestro ser dividiéndolo: y precisamente al separarlo, cada vez más, en ese sentido, o en cada sentido, apurándonos más en cftda Uno de ellos, el tentador de todos, el Demonio, nos separa de Dios porque lo que hace, así, es dividirnos para vencernos. Y no en vano de entre nuestros sentidos separados elige el del oído, porque en él está en su elemento; ya que el sonoro tacto del oído, es por el aire y en el aire, que es donde, lo mismo en la interpretación de los griegos que en la cristiana, se nos dice que está el demonio: los demonios.
Un gran conocedor del Demonio, san Ignacio, nos advierte en sus Reglas para en alguna manera sentir y conocer las mociones que en el ánima se causan y con mayor discreción de espíritus, de cómo pueden conocerse estos espíritus, buenos o malos, al oído o por el oído, finamente, aguzándolo: por el sonido, por una especie de sonoro tacto; que así como se ha dicho que cabe tocar con los ojos al mirar, bien pudiera decirse que se puede llegar a tocar en el alma con el sonido, ya que la fe es por el oído, según el apóstol; y sólo así a bulto y porque nos lo dice la fe sabemos, según santa Teresa, que tenemos alma. Que eso pudiera ser, en definitiva, la poesía y la música, lo mismo infernal que celeste: una especie de sonoro tacto. En los que proceden de bien en mejor —escribe san Ignacio— el buen ángel toca a la tal ánima, dulce, leve, y suavemente como gota de agua que entra en una esponja; y el malo soca agudamente y con sonido e inquietud como cuando la gota de agua cae sobre la piedra; y a los que proceden de mal en peor tocan los sobredichos espíritus contrario modo; cuya causa es la disposición del ánima de ser a los dichos ángeles contraria o símile. porque cuando es contraria entran con estrépito y con sentido, perceptiblemente. y cuando es símile entran con silencio como en propia casa a puerta abierta.
Como la fe es por el oído y el oído es por la palabra de Dios: la palabra de Dios, que es la vida, la luz y la verdad, es la que, por el oído viene a robarnos el Demonio. Por el laberinto del oído, que es como el laberinto del vientre, un entrañable laberinto de asimilación espiritual. El laberinto del oído son las entrañas del aire en las que se hace sangre espiritual nuestra fe como quería el apóstol. Por eso tenemos los creyentes el alma en un hilo: de aire o de sangre; porque en el fondo de ese sutilísimo laberinto vivo radica, como todos sabemos, no solamente el sentido del oír, que es lo más profundo del hombre, sino ese otro sentido por el que se sostiene y se mantiene en pie: el de su equilibrio en e1 espacio; como si en esa laberíntica profundidad con que escuchamos se aclarase nuestro ser temporal en el espacio silencioso, en los espacios silenciosos. El silencio eterno de los espacios infinitos le asustaba a Pascal, por eso: porque le hacía perder el equilibrio, su equilibrio vivo.
Todos conocemos la sensación vertiginosa que nos sucede si perdemos este sentido que nos equilibra en el espacio: que es como si perdiéramos pie en el aire y es como un vértigo de abismo; como si cayéramos vertiginosamente en una sima. Y así dice admirablemente el sentido común popular, la común superstición popular del Demonio, que es él, el Demonio, el que viene a tirarnos de los pies; que es el Demonio el que nos tira de los pies mientras dormimos, e1 que viene a tirarnos de los pies hacia abajo: para llevarnos al infierno. Y viene el Demonio a tirarnos de los pies mientras dormimos para llevarnos a la muerte, según el común sentir popular, porque cuando dormimos es cuando no podemos sentir la muerte; que así durmió Dios a los discípulos de Cristo cuando Él entraba en agonía en la noche del huerto: para que no sintieran la muerte que se le acercaba al Hijo del hombre. La más aguda y penetrante definición poética de la muerte que conozco es la que nos dejó Heráclito al decir que la muerte es lo que sentimos cuando estamos despiertos. —Importa no estar dormidos, dijo y tuvo como por divisa nuestro burlador sevillano don Juan: porque quiso ser un burlador de la muerte. Y por eso velaba o vigilaba noches enteras con el pretexto del amor: para no dormirse. Para no cerrar nunca los ojos a la verdad que sentimos cuando estamos despiertos: a la certeza inaplazable de la muerte. Nuestra vida y no nuestro sueño es la que vigila alerta el Demonio: la que nos vela vigilándonos con la luz tenebrosa de la muerte.
Por eso está, efectivamente, todo el hombre en el sentido de la vida: por el contrasentido de la muerte.
Sentimos nuestra vida porque estamos despiertos y en esa vigilancia de la vida sentimos la muerte; sentimos al Demonio, que es la voluntad de la muerte; porque no podíamos sentir la muerte sino como una voluntad contraria a Dios, contraria a la vida: como voluntad del Demonio. Y es esta voluntad la que tocándonos en lo que sentimos, y en lo que más sentimos, la que dividiendo nuestro común sentir, nos precisa y apura toda la vida en sensaciones separadas: para engañarnos. En los datos inmediatos de nuestra conciencia, según los observó Bergson, podemos descubrir fácilmente estas maquinaciones intelectuales del Demonio. Todas nuestras espacializaciones vivas, por decirlo al modo de Bergson, son las cadenas del Demonio, las que nos hacen esclavos suyos. Por eso todas las metafísicas intelectuales o racionales que se han inventado, todos los sistemas metafísicos, desde el de Aristóteles hasta el de Hegel, no son otra cosa, en definitiva, más que unas lógicas del Demonio.
El Demonio divide, para vencemos, nuestro total sentido humano de la vida en muchos otros: lo divide en todos sentidos; y en cada uno de estos sentidos, nos tienta: esto es, que nos toca perceptible o imperceptiblemente, para confundirnos: para confundir nuestra percepción natural y sobrenatural del mundo. Por eso, la percepción del mundo que tenemos por nuestros sentidos, desde la caída de Adán, es una percepción confusa: una percepción del Demonio; y percibimos al Demonio confusamente por nuestros sentidos porque lo primero que el Demonio causa en nosotros es sensación, es una pura sensación; es eso que llamaba Leibniz una idea confusa; y lo es, porque en esta confusa percepción que tenemos primero del Demonio no podemos hacernos todavía idea ninguna de él; lo que se dice una idea del Demonio, no la tenemos todavía. Por eso es natural que el Demonio, por el solo testimonio de los sentidos, en los que toca, no tenga, aún, para nosotros, realidad ninguna; no pueda tener realidad; porque para tenerla, tenía que ser, primeramente en nosotros, una idea –la realidad es cosa de idea-, y el Demonio no es, ni puede ser, una idea nuestra: ni una simple cosa de ideas para nosotros; aunque nosotros podamos tener una idea del Demonio, que esto lo lograremos sólo concibiéndole imaginativamente unido o único, o, como dijo en un verso admirable Víctor Hugo: unificado por la sombra. El ser múltiple —dice el verso de Víctor Hugo— vive en mi unidad sombría. Es esta multiplicidad del ser unida por la sombra, la que nos da una idea del Demonio; no una sensación; su sensación no nos puede dar idea, sino sensaciones a su vez. Así podríamos decir que al Demonio se le percibe como múltiple y se le concibe como uno: como único. Porque una cosa es tener sentido del Demonio y otra cosa es tener conocimiento de él.
Pero este sentido del Demonio lo tenemos todos: por sentido común, y es, más bien, un tenerle sentido, o sensado como decían los místicos; tenerles sentidos por los sentidos a los demonios; porque su sensación, como digo, es múltiple. Y es esto tan sutil, tan rápido, que apenas si dura una chispa: porque es eso, precisamente, una chispa, un chisporroteo sensacional con que se pone en conmoción el alma. Es una sensación casi eléctrica, por lo que se la ha llamado, con razón, por el sentido común popular, a esta presencia primera de los demonios en nuestros sentidos o a estos demonios que nos causan tal sensación, Los demonios encendidos, los que a su contacto nos chocan y es como si encendieran de luz nuestras sensaciones. Y aun no son éstos los demonios en el cuerpo, que todo el mundo sabe perfectamente lo que son. Los demonios encendidos son los que todavía no han entrado en el cuerpo: aunque traten de entrar. De los demonios en el cuerpo tenemos, en cambio, una última, petulante versión científica, conocida de todos a través de la terapéutica que ha denominado su inventor Freud: el psicoanálisis; con el cual se acude a explicar las misteriosas relaciones psíquicas reduciéndolas a un denominador común, que para Freud es la sexualidad: pero entre sexualidad y sensualidad —dije alguna vez— no hay mas que una X de diferencia, que es la incógnita por despejar, nos encontramos con que esta incógnita – la X de la sexualidad— no puede ser despejada más que por el Demonio: porque tras de esta X, como de toda X, que es una cruz, no puede estar más que el demonio, no puede haber más que un Demonio.
Y es que no es lo mismo tener idea del Demonio que tenerle sentido o que tener sentido del Demonio: un cierto sentido. Se puede no tener idea del demonio y tener sentido de él: como se puede no tener sentido del Demonio y tener, en cambio, su idea: una idea; sólo que una idea aproximada: porque el que no tiene sentido del Demonio es porque no lo tiene sentido, porque no lo ha percibido nunca en sus sentidos, al Satanás bíblico, al tentador; y el que no ha sido tentado por el Demonio no podrá nunca tener una idea clara de él. Estoy por decir que ni del Demonio ni de nada; porque no tener sentido del Demonio es, sencillamente, no tener sentido común; ya que es el sentido común ese cierto sentido —sentido de lo cierto— que nos pone de manifiesto al Demonio.
A este cierto sentido del Demonio, por lo mismo que es cierto y no dudoso, es a lo que suele denominarse superstición. Por lo mismo que es cierto y no dudoso, porque la superstición es lo que está siempre en lo cierto: nunca en lo dudoso; en lo dudoso, lo que está es la fe. No es posible tener superstición de lo dudoso, como no se puede tener fe en lo cierto; por eso los supersticiosos, al no tener fe en Dios, lo que tienen es la superstición de Dios: porque tienen fe en el Demonio. No tener fe en Dios es creer en el Demonio: como tenerla, es no poder creer en el Demonio, sino tener la superstición, su legítima superstición, o la única superstición legítima, porque es la única auténtica. La superstición está siempre en lo cierto porque es, como si dijéramos, el tropezar de nuestra alma, por nuestros sentidos, con algo duro, infranqueable, impenetrable; tropiezan nuestros ojos con la oscuridad y no pueden vencerla: de este mismo modo, tropieza nuestro cuerpo, todo lo que sentimos nuestro ser en el tiempo, con la muerte: y estamos ciertos de la muerte aunque no nos hayamos muerto nunca, ni tengamos modos de morirnos provisionalmente para comprobar nuestra certeza, que se hace así, por esto, una superstición (una afirmación de lo insuperable que es como certeza). Y vivimos, así, sabiéndolo o no en la superstición de la muerte; como vivimos, a sabiendas o sin saberlo, en la superstición del Demonio; y, lo que es peor, en la superstición del Infierno, que es la inmortalidad del Demonio: y la inmortalidad de la muerte.
La muerte es lo cierto. la vida es lo incierto, lo dudoso: la inmortalidad —dije alguna vez—. Habrá, pues, que dejar, siempre, lo cierto por lo dudoso. Dejar lo cierto por lo dudoso es dejar la muerte por la vida, es dejar al Demonio por Dios: cambiar, en definitiva, la certeza por la fe. De la superstición del Demonio no se sale más que por la fe en Dios. La muerte, el Demonio y el Infierno, son tres negaciones que se afirman con irrebatible certeza —y tomen la apariencia imaginativa que tomen o aun cuando no tomen ninguna—; son las tres negaciones que se afirman como certezas cuando no se duda de nada, y por consiguiente, cuando no se cree; cuando, por no dudar de nada, no se puede creer en nada; porque en nada no se puede creer. Por eso no se puede creer en el Demonio, sino tener certeza de él: tener su sentido y conocimiento concreto. Porque se puede creer en todo, que es lo dudoso, es Dios; y creer a fuerza de dudas. Pero no se puede creer en nada: que es lo cierto, el Demonio, con su Infierno que es la muerte inmortal: lo único verdaderamente cierto de todo y del todo. Cuando yo me muero —dice el incrédulo, que no es otra cosa que el crédulo, el supersticioso de la muerte—, cuando yo me muero, me muero, y se acabó. pues ese se acabó es el resultado del Demonio; ese se acabó, amigo mío, es, sencillamente, el Infierno: un Infierno voluntario y no representado; un Infierno como voluntad y no como representación; un Infierno a secas, desnudo, absoluto. E irrepresentable, por lo mismo, por falta de imaginación; porque es un Infierno pura y exclusivamente cierto, sin duda alguna, ni siquiera la del más mínimo fingimiento o confabulación imaginativa: un Infierno ideal; es el Infierno de los suicidas, que son los carentes de imaginación, los mejores imitadores del Demonio. Pues si todo el que se suicida, se suicida —como decía Stendhal— por falta de imaginación, todo el que se inmortaliza, lo hace, por el contrario, por sobra de imaginación; por fe, que arraiga en su total incertidumbre viva: en la propia y dichosa vida que tiene; en la imaginada apariencia luminosa de esa vida, que es su animación, que es su alma.
Por falta de imaginación se afirma todo lo que es nada, es decir, todo lo que es Demonio o del Demonio, o Pandemonium: la muerte y el infierno, la muerte inmortal. Lo que pasa es que como queremos representarnos el Infierno cometemos la paradoja de creerlo imaginativamente dándole positividad a la negación. Por imaginación sobrante, por exceso de vida, se afirma todo lo que es de Dios, o divino, lo creído y lo creado, lo dudoso, lo incierto, lo vivo, lo animado, lo inmortal: y esto, precisamente esto, que es la fe en lo creado o en lo que se crea, que es la fe en Dios, es lo que convierte en sombra, en humo, en nada, en vacío de superstición al Demonio: pero esto sólo; porque, sin ello, sin la fe, sin la duda o las dudas, sin la viva imagen de todo lo divino en nosotros, sin esa luminosa semejanza creadora nuestra con Dios, todo se hace mudo y sombrío, todo oscuridad y silencio, todo certeza absoluta de la muerte. l reino plutónico del Demonio; la ausencia permanente de luz, de vida, de verdad, de Dios.
Si todo lo demás es silencio, como afirma Hamlet para morirse, es porque ese resto, ese todo lo demás, es nada, es la voluntad del Demonio. Llegar a ser nada de ese modo, morir, como vivir, así, sin que nos quepa la duda de nada, habiéndonos podido caber la fe de todo, es quedarnos solos definitivamente con el Demonio para siempre: es integrarnos o reintegrarnos en su negadora voluntad. Es cumplir un pacto sombrío. Y esto importa mucho: porque, en verdad, el hombre no está nunca solo: o está con Dios o está con el Demonio. La soledad del hombre sin Dios —que quería Nietzsche— no es otra cosa que el Demonio; no es otra cosa, en definitiva, que la mala compañía del Demonio.
Tenemos, pues, la superstición del Demonio compuesta de su superstición o su sentido, que es el que nuestro sentido común nos dice, y esclarecida o alumbrada de su conocimiento, cuando nuestra inteligencia nos ofrece, por desnuda de toda representación imaginativa que esté, una certeza: la de nuestra sombra, nuestra soledad, nuestra muerte... Una certeza viva: que es la certeza de la muerte.
No debe sorprendernos el encontrar —escribe Bergson— que nuestra inteligencia, apenas formada, fue invadida por la superstición: porque un ser esencialmente inteligente es Naturalmente supersticioso: ya que sólo es posible la superstición en los seres inteligentes.
La inteligencia, apenas formada , fue invadida por la superstición. Trasladando esta afirmación bergsoniana al puro lenguaje imaginativo, tendremos la expresión bíblica del primer encuentro, en el Edén, del hombre con el Demonio. No en vano ha confesado un gran poeta católico contemporáneo, Paul Reverdy, que él encontró la fe por el laberinto de la superstición. Efectivamente, no hay otra salida que la fe de este permanente laberinto supersticioso de nuestra vida: y el que no la encuentra vivirá constantemente intrincado, inteligentemente intrincado en este laberinto de superstición o supersticiones que es la vida misma: nuestra vida, las certísimas redes mortales que nos tiene tendidas, en las que nos tiene cogidos, el Demonio.
No tener idea del Demonio, ni sentido de él, suponiendo que haya algún ser humano que pueda encontrarse en un estado de desnaturalización, de deshumanización, de irracionalidad semejante, sería no ya no tener la capacidad vital de superstición indispensable para vivir, sino tener esta capacidad embotada o disminuida patológicamente, hasta extremos tan peligrosos para la misma vida, que, al que esto sucediere, se convertiría en un caso de clínica o manicomio. Un ser humano sin superstición o sin supersticiones sería un monstruo, un absurdo.
Tenemos los seres humanos naturalmente inteligentes, por el hecho mismo de serlo, entre muchas otras supersticiones, ésta: la del Demonio, que, probablemente, las sintetiza todas; porque todas son formas múltiples y diversas del Demonio mismo, todas se unen en la misma sombría certeza tenebrosa que las engendra.
Teniendo como tenemos por sentido común y por la natural formación intelectual de nuestra conciencia, una clara y obscura, una claro-oscura, superstición del Demonio, tendremos sentido del Demonio, e idea del Demonio a poco que profundicemos en nosotros mismos, en nuestra conciencia y representación de la vida. Pero esta idea y este sentido del Demonio no están limitados por nosotros a una forma exclusivamente personal y, en cierto modo intransferible, como lo estaban, por ejemplo, para Sócrates. Aunque tengamos un Demonio nuestro, como lo pretendía tener el griego, y por mucha familiaridad que lleguemos a tener con él, como al filósofo le sucedía, este demonio nuestro, este demonio familiar nuestro, no es, en definitiva, más que nuestra superstición del Demonio, nuestra idea y nuestro sentido propios del Demonio, o la idea y el sentido comunes que nos hemos apropiado nosotros, supersticiosamente. Pero es que nosotros vivimos socialmente; estamos en una sociedad o agrupación humana que nos arraiga, por dentro y por fuera, en el tiempo y en el espacio; y no estamos en sociedad, sencillamente, sino que esa sociedad en que estamos, está ella a su vez en nosotros, como es cosa sabida y, a veces, de puro sabida, olvidada. Tenemos, sí, nuestro Demonio, como el griego; pero en nuestro Demonio, como en el socrático, están todos los demonios comprendidos: razón por la cual, ése, nuestro Demonio, más o menos familiarizado con nosotros, según la atención que le hayamos dado en nuestra vida, como más o menos sociable, es él mismo todos los demonios; esto es, que es, sencillamente, simplemente el Demonio; el mismísimo Demonio: él y no otro; el Demonio en persona.
La personalidad del Demonio puebla el mundo, dramáticamente, con su nombre. Su reino es de este mundo: más suyo que nuestro. Y más, probablemente, allí en donde la superstición o supersticiones naturales han ido siendo sustituidas por otras científicas y artificiosas. De las primeras, se decía que eran una cosa del Demonio; de estas otras, artificiales o cientificistas, más intelectuales, y por consiguiente, más puras, no se dice, pero lo son, efectivamente; el concepto mismo de la superstición, inseparable de la inteligencia, es inseparable del Demonio que es, en definitiva, el objeto de toda superstición: e1 principio, la causa y la unidad de todas las supersticiones. Por eso, a través de todas las supersticiones, surge la personalidad del Demonio: personalidad que en las supersticiones populares se hace dramática porque precisamente la popularidad del Demonio consiste, como toda popularidad, en una teatralización. Esta personalidad dramática del Demonio puede decirse que decae en su popularidad, sin que se quiera decir con ello que la personalidad del Demonio haya decaído en la imaginación popular, sino que no ha encontrado, en aquel momento, su dramatización adecuada. En la Edad Media y en el Renacimiento, la superstición del Demonio tuvo constante y adecuada teatralización, y, por consiguiente, popularidad: también en el Romanticismo. En estas épocas, la personalidad del Demonio va unida, dramáticamente, a la representación popular cristiana de la muerte y del infierno. El Demonio, la muerte y el infierno, cambian en el tiempo, o con los tiempos, su figuración dramática popular, su teatralización humana; pero, a través de esas pasajeras máscaras de su aparente inmortalidad, nos revelan una fisonomía siempre idéntica e inmutable. Desde las más lejanas y oscuras raíces de la mentalidad primitiva hasta la del hombre contemporáneo que se tenga por más ilustrado y más culto —y pueda repasar con la mirada todas esas civilizaciones de cuya herencia se envanece—, llegan, a la evocación de estos nombres: Demonio, Muerte, Infierno, las imágenes o figuraciones de algo que siente arraigado profundamente en lo más hondo de su ser: porque son las raíces mismas que le sostienen y mantienen bajo ese suelo de su vida terrena que es el subsuelo infernal de la muerte. La única certeza de la vida la adquiere el hombre, como pensó Claudio Bernard, por la muerte: la vida es la muerte, según la definición científica del gran inventor de la medicina moderna; es decir, que la certeza viva de la muerte nos rodea mientras vivimos, acechándonos constantemente de sus males el dolor, la enfermedad, el accidente... Y más allá, si ninguna fe viva despierta en nosotros la esperanza, sólo queda el perderla definitivamente como a la entrada del Infierno dantesco; sólo nos queda la muerte inmortal, que es el Infierno. Y todo esto, para la superstición popular ha sido siempre, en todas las religiones conocidas, cosas o cosa del Demonio: causa primera de él, y de este modo, su finalidad misma. Podemos desnudar de imágenes, de sus disfraces diferentes, esas distintas representaciones que la superstición popular nos ha dado de la personalidad dramática del Demonio, pero siempre, y aunque no lo queramos, aun por la puerta misma de la ciencia, o de las ciencias positivas, entraremos en el laberinto de sus redes; porque, a sabiendas o no, si una fe viva no nos salva, viviremos muriendo; viviremos, si no podemos creer en otra cosa, en la certeza de la muerte, de nuestra muerte, que es, sin otra esperanza, la certeza misma del Infierno: la superstición del Demonio, O habrá que buscar y encontrar la fe por el laberinto de la superstición. Ya que no hay otra puerta (evangélica puerta estrecha) que la fe, para salir de este laberinto supersticioso de nuestra vida, este laberinto de supersticiones que es nuestra vida. Por eso, el que ha perdido su fe, o el que nunca la ha tenido, se pierde supersticiosamente en la vida y pierde su vida en la superstición infernal de la muerte.
Nos conviene mucho traspasar las fronteras poéticas de la superstición religiosa popular para llegar a pisar el terreno firme de la certeza que la superstición científica nos ofrece: porque en ella podremos encontrarnos cara a cara con el Demonio: con la superstición del Demonio, que es la superstición de la muerte y la superstición del Infierno.
Una verdadera superstición científica es la de la moral: la del saber, o del sabor, de la moral como ciencia cierta: la de la certeza moral; la certeza moral de la ciencia como la certeza científica de la moral.
Nos dice Zeller que el principio fundamental de la moral socrática puede considerarse contenido en esta fórmula: la virtud es una ciencia o un saber. Una ciencia cierta: un saber del bien y del mal a ciencia cierta. Lo que les prometió la serpiente o el Demonio hablando por boca de serpiente a Eva y a Adán en el Paraíso; lo que les hizo adquirir el conocimiento o la certeza moral de que estaban desnudos, perdiendo el sentido poético más puro: la ignorancia y razón de estarlo. Al adquirir la ciencia cierta del bien y del mal aprendieron a conocerse a sí mismos, como quería y enseñaba el endemoniado Sócrates: el fundador de la endemoniada sabiduría del bien y del mal, de la moral científica. Esta moral o ciencia moral es lo que pudiéramos llamar, paradójicamente, el paraíso del Demonio: el Paraíso terrenal que se hundió en los infiernos por la certeza del saber moral, que es el sabor del fruto prohibido. Y este paraíso del Demonio, que no puede ser otra cosa que el Infierno, es el que el sentido común popular entiende imaginativamente sostenido por nuestras buenas intenciones. De buenas intenciones esta empedrado el Infierno. Y así es de intencionalidad moral de lo que el Infierno se sostiene o se sustenta. No hubo nunca, por eso, mejor predicador de moral que el Demonio; y es que, probablemente, toda ética o sistema moral —en definitiva, de saber del bien y del mal a ciencia cierta— no suele ser nunca otra cosa más que eso, una mala invención del Demonio, una mentira suya: la de la certeza moral o científica, que es siempre la trampa por donde el demonio atrapa al hombre. El propio endemoniado Sócrates –más cauto y más sagaz que el endemoniado o cientifista Kant, que bautizó al Demonio pedantescamente, y sin saberlo, con aquello del imperativo categórico: como si pudiera haber en el mundo otro imperio más categórico que el del Demonio—, el mismo Sócrates, el endemoniado, con su conócete a ti mismo, no hizo más que enseñarnos, señalarnos irónicamente la profunda trampa moral por donde se escapaba el Demonio; el escotillón escénico de la burla. Conócete a ti mismo es el método racional de la certeza moral, que quiere decir, sencillamente, esto otro: conoce al Demonio; aprende a conocer al Demonio. No fue después de todo, o mejor dicho antes de nada, el conócete a ti mismo, no ya el pecado original del hombre por la mujer, que es el de la mujer por el Demonio, sino el pecado original del Demonio, o sea, el pecado del Ángel que originó al Demonio. La luz que se volvió a sí misma, o contra sí misma, para conocerse: por lo que vuelta de espaldas a Dios, creyendo bastarse a sí sola para ser lo que era: luz, se volvió sombra: luminosa voluntad de la sombra. En una palabra: el Demonio.
Conocerse uno a sí mismo es como el morderse la cola de la serpiente: es el eterno afán serpentino a que condenó Dios al animal en que se expresaba la tentación humana del Demonio. Por eso la moral, angustia serpentina del hombre —del hombre remordido por el pecado, a que le llevó la propuesta satánica de la serpiente—, la moral como sabiduría de la virtud, como ciencia cierta, es una cosa del Demonio; y no como ha podido decirse por los moralistas, más o menos endemoniados, causa de él. Es el Demonio causa de la moral y no al contrario: porque no es la moral la que hizo o hace al Demonio, sino el Demonio el que hace o hizo la moral. Empezando, naturalmente, por el traje, por la tragedia: por vestir el cuerpo humano desnudo con la vergüenza de la culpa. La culpa fue, es y será siempre del hombre: pero la ciencia cierta de la moral, la sabiduría de la culpa, ha sido, como es y como será siempre, del Demonio. Por eso la conciencia nace de la culpa. Los límites de la conciencia humana, de la claridad de la conciencia, están señalados, dibujados por la sombría presencia marginal merodeadora del Demonio. La conciencia está determinada o definida por la presencia permanente y tentadora del Demonio. Esta oscura ansiedad del espíritu por la acechanza demoníaca es la que pone al hombre en tan viva evidencia mortal, al ponerle en situación crítica de certeza. La que subraya el ímpetu creador de su fe aprisionándolo tenebrosamente de superstición, de supersticiones.
Y hay también una superstición moral de la poesía, de las artes poéticas como ha habido una superstición poética y estética de la moral. Todo por obra del Demonio.
Comentando los relampagueantes aforismos de Blake en las Bodas del Cielo y del Infierno, ha dicho André Gide que no hay obra poética, artística, verdadera, sin colaboración del Demonio: sin el subrayado sombrío de la negación crítica que la afirma. Yo soy aquel, dice el Mefistófeles de Fausto, que negándolo todo, todo lo afirma. Pero este Mefistófeles de Goethe no pasa de ser una caricatura literaria del Demonio. Goethe, hombre de letras —el héroe como hombre de letras, le llamó Carlyle—, de letras, no de espíritu, ni de espíritus, en su diletantismo científico y poético incurrió en grave pecado de humorismo por eludir supersticiosamente, sin saberlo, la superstición natural y sobrenatural del Demonio. El pecado original del humorista, de cualquier humorismo, es el de no ver más allá de sus propias narices. Si todas las cosas fueran humo, las conoceríamos por las narices, decía Empédocles. Al humorista le da en la nariz el tufillo de la chamusquina del infierno con que la superstición, popular o teatral, envuelve la figuración personal del Demonio. A Goethe le dio en la nariz de ese modo, teatralmente, figurándose que con eso eludía la terrible batalla que todo verdadero creador imaginativo, todo verdadero poeta, tiene que tener con el Demonio.
Y es que el humorista monta sobre su larga o corta nariz los cristales ahumados con que mira, velándose los ojos con ellos para no deslumbrarse por la luz de ningún fuego del que cualquier humo precursor le advierte. Ni al sol ni a la muerte se les puede mirar con fijeza, dijo el malhumorado La Rochefoucauld. Por no poder ver al Demonio, por no mirarle —por no contar con él en definitiva— se frustraron grandes creaciones, grandes o pequeñas, pero creaciones: obras de poesía. La colaboración del Demonio es oponerse a ellas; es oponerse a que una creación se haga; pero esta oposición misma es la que sirve, por su resistencia, de apoyo a la obra creadora. Sobre el blanco caótico del papel, la línea levísima del trazo de una sombra ilumina un volumen imaginativo cósmicamente. Porque hasta el mismo humo —decía Ingres— se tiene que expresar por un trazo. Hasta el mismísimo humorismo se tiene que señalar o significar por el Demonio.
No hay obra poética verdadera en la que no podamos percibir claramente como enigma de su vitalidad esta ineludible oposición espiritual del Demonio. El poeta que prescinde de ella, se queda solo, sin poesía; y tiene que sustituirla por otra clase de invención que es una simulación de poesía. Acaso no sea otro que éste el origen imaginativo de la novela; del novelar: de toda clase de novelerías. El dramatismo espiritual de Don Quijote empieza a las puertas del Infierno: donde lo abandonó Cervantes; quien, por ferviente y auténtico catolicismo tuvo que salvar al bueno de Alonso Quijano condenando a su sombra quijotesca a que vagase eternamente sola por el peor de los infiernos posibles; los suburbios infernales de la muerte; más allá o más acá, pero fuera del orden divino. El secreto vivo de la espiritualidad católica de la obra de Cervantes es ese fracaso de poesía en que la novela se entraña. Por eso es la novela de las novelas, verdaderamente: porque es la novela de la novela; la novela del novelar; la conciencia misma del novelar, del alma de la novelería o caballería más endemoniada. Al Demonio se le dice por el pueblo en Adalucía, como a Don Quijote: el Caballero, ese Caballero.
Toda gran novelería o caballería andante del pensamiento lleva en sus entrañas dibujada una viva imagen del Demonio: la figura de su caída angélica. Una poesía, una creación frustrada, es eso precisamente y eso sólo; la figuración dramática o melodramática del adversario de toda creación divina; el rostro luminoso de la sombra.
Cuando Víctor Hugo, por novelista fracasado —todo lo contrario de Goethe y de Cervantes—, esto es, por poeta triunfante, levantaba la fantástica figuración de su Leyenda de los siglos, alzándola como un muro contra el Demonio, proyectaba sobre ella, sobre ese muro, ese lienzo o sábana cinematográfica de sus visiones, la íntima lucha angélica de la poesía eterna. Transfiguraba el novelar en poesía, en creación imaginativa. Por eso le llamó a ese sueño, a esa creación imaginativa de su pensamiento, en un verso admirable: una inmovilidad hecha de inquietud. Esa inmovilidad hecha de inquietud es la forma de una poesía en que como en la griega de Apolo y Dioniso se conjugan divinamente la luz con la sombra. Esta lucha invisible del mundo angélico y el demoníaco, que era para los griegos la razón única de la poesía, en todas sus artes, como en todas sus partes, se nos revela, efectivamente, como el íntimo secreto entrañable del pensamiento imaginativo, de la imagen poética del mundo. En uno de los mejores lienzos poéticos del viejo Brueghel se nos representa como asunto la lucha angélica: la caída de los ángeles rebeldes, que es el trasunto espiritual invisible de toda verdadera poesía en cualquiera de sus formas artísticas: música o pintura. Una inmovilidad hecha inquietud es la paz o la guerra que envuelve como un sudario en su misterioso y enigmático ser al pensamiento cuando éste se expresa en imágenes, por el aire y la luz, por la palabra o la pintura o la música, lenguajes o lenguaje al que llamaba Blake del Paraíso: del Paraíso perdido.
En la pérdida del Paraíso acaba la poesía y empieza la novela del hombre. Por la importancia, la influencia, que en su vida toma el Demonio. Todos los lenguajes paradisíacos, poéticos, creadores, se pueden hacer igualmente de novelería o novelerías: por la palabra como por la música o la pintura, por el aire y la luz. Así ha habido también grandes novelistas en pintura y en música, grandes poetas frustrados: un Wagner o un Verdi o un Beethoven, como un Velázquez o un Rembrandt o un Goya.
Por no alargarme en seguir al Demonio por los aires, por el sonido, por la música —que es por donde con más facilidad se nos escapa: entrándonos por un oído para salirnos por el otro; robándonos la fe, si puede, de paso—, fijaremos la atención brevemente en ejemplos plásticos. En la pintura o pinturas que digo novelescas o poéticamente frustradas, la de Rembrandt, la de Velázquez, la de Goya, el Demonio se encara o se descara o se enmascara o desenmascara luminosamente. Mientras que en la pintura de Rembrandt se emboza o enmascara de luz por la sombra, para ocultar su voluntad sombría, la oscura apetencia celeste de su ser profundo, en la de Velázquez, por el contrario, se encara, desembozándose de su propia sombra por la luz, transparentándose en el aire en que el pintor mágico, prodigiosamente, le refleja o le retrata. Salgo al paso de los creyentes recordándoles que muchísimas veces en la historia se apareció a los santos el Demonio de esa manera. En un estupendo libro español del XVII, El Tribunal de superstición ladina del canónigo Gaspar Navarro, se nos dice a este propósito que este enemigo de Dios y del género humano, Satanás, se transfigura en ángel de luz para engañarnos, y tiene tantos embustes que a san Antonio se le apareció en forma de Cristo crucificado. Y como refiere san Antonio, en una ocasión apareciose en forma de la Madre de Dios; y esto, para engañarlos, si pudiera, y con aquellas ficciones derribarlos del estado de gracia y amistad de Dios.
El truco famoso de Velázquez, el mechón de pelo sobre el rostro, sobre la cara de Dios para taparla, cumplía, con descaro tramposo, la voluntad engañosa del Demonio. ¿Por qué cara a cara nos escamotea endiabladamente Velázquez la figura de Cristo?
Cara a cara nos la quiere escamotear también, la divina figura, Goya. Sólo que más torpe el aragonés que el andaluz, consigue únicamente que la trampa se vea: ofreciéndonos, sencillamente, a un majo desnudo y crucificado. Y es que Goya, por más valiente que Velázquez, se dejó coger por el Demonio, cuando no sabía o no podía hacer otra cosa. Porque Goya, voluntario o caprichoso genial, pintó como quiso, y como lo que quiso era pintar en aragonés, con el corazón en la mano, pintó como quiso el Demonio. Así Goya no supo ante el lienzo en que trataba de pintar al Hombre Dios, hurtarle el cuerpo al Demonio: y se dio entero y a su parecer verdadero, y de ese modo, tan natural, endemoniaba la imagen de Cristo, como de modo sobrenatural le había endemoniado Velázquez. No hay que ser creyente ni supersticioso siquiera para comprender que la aérea pintura clara de Velázquez, o la claro-oscura de Rembrandt, o la oscura de Goya, son unas pinturas del Demonio: porque son una trampa ilusoria de sombra y luz en un juego escénico que es un juego de escarnio celeste. Son una burla de todos los demonios: una burla de ellos, de los demonios, que fingen una creación espiritual donde no la hay: que es todo lo contrario que sucede cuando en la creación poética triunfan o se burlan los ángeles. Si después de mirar los lienzos de Velázquez y de Goya, en el Prado, nos detenemos ante el Adán y Eva de Tiziano, comprenderemos en seguida en lo que la victoria angélica consiste. En el lienzo del veneciano son los ángeles los que le han hurtado los cuerpos humanos al Demonio; son los ángeles, los que le birlan y le burlan al Demonio, porque en esta lucha espiritual están los ángeles con el Demonio en una situación geométrica equivalente a la que tienen en la plaza los toreros y el toro. La proyección imaginativa de esta lucha es la de una trágica burla que hacen del Demonio las inteligencias angélicas; que esto es lo que nos dic del Demonio en las Sagradas Escrituras, en el Libro de Job, cuando se nos habla del Demonio diciendo: que es la primera o principal criatura que hizo el Señor para que se burlasen de ella sus ángeles. La verdadera invención poética es una burla angélica del Demonio.
Sabemos que, una vez, se le apareció el Demonio a san Atanasio para quejársele de Dios porque consentía que se burlasen de él hasta los niños. No hay arte poético, se diría, pintura, música, poesía, no hay verdadero arte poético que no sea este juego angélico de birlar o burlar al Demonio, como en los juegos infantiles: burlar y birlar al Demonio el cuerpo y el alma. Burlarse del Demonio es cosa de poesía, porque es cosa de niños y de ángeles: de inteligencias puras, de criaturas espirituales. Por eso, cuando el poeta, el pintor o el músico, los creadores imaginativos que manejan esos lenguajes espirituales o inteligentes puros, paradisíacos, no burlan al Demonio, birlándole como los ángeles, el Demonio se burla de ellos, birlándoles su pintura, o su música, o su poesía; los burla quedándose con su pintura, o su música, o su poesía.
Pero burlarse del Demonio no es cosa de broma: los que verdaderamente se burlan del Demonio, que son los niños y los ángeles, son los que no lo toman nunca en broma. Ningún arte verdaderamente poético toma al Demonio en broma. Burlarse del Demonio no es cosa de broma, sino de veras, ¡y tan de veras!: como de burlas; de veras y de burlas. Que esto es lo que hace el pueblo como creador infantil imaginativo que es: burlarse de veras del Demonio. Porque el pueblo sabe, como el poeta y como el niño, que burlarse de veras del Demonio es hacerse como los ángeles: ganar el cielo: o sea, salvar el arte, que es salvar el alma: graciosa y angélicamente. Como el torero sabe que burlarse verdaderamente del toro, burlarse de su oscura embestida impetuosa es también salvarse del todo: salvar el cuerpo y salvar la vida.
Efectivamente, ninguna creación imaginativa del hombre se hace ni se ha hecho sola: sino según la voluntad de Dios o la del Demonio. Toda verdadera creación o poesía lo es porque se hace contra el Demonio, adversario de toda creación humana o divina. Y esto lo sabe el hombre en cuanto es hombre: que es lo mismo que decir que lo sabe en cuanto es niño. Todas las creaciones Imaginativas humanas son una burla y birla angélica del Demonio, a quien, por eso, era costumbre del pueblo infantil o católico español sacar teatralizado por las calles, entre mangas y capirotes, sacándolo en las procesiones como tarasca, grotesca figuración del Dragón bíblico; respondiendo así el pueblo católico español espiritualmente, por la fe, con su hondo pensar y sentir analfabeto a las palabras proféticas del salmista en las que se nos dijo del Demonio: éste es el Dragón que formaste para burlarle. Y por cierto que en el texto hebreo está dicho de este otro modo: éste es el Leviatán que formaste para que jugara con el mar. Que éste, sin duda, es el mismo Dragón que vio san Juan en su Apocalipsis, persiguiendo por el mar y la tierra a la mujer a la que no conseguía atrapar por ningún lado: por lo que, cansado de seguirla o perseguirla, se quedó parado, y en seco, como si dijéramos: se quedó en la playa esperándola: y se paró —dice el apóstol— sobre la arena de la mar.
Con las arenas de la mar nos cuenta los días y las horas —las horas muertas— el Demonio.

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