jueves, 31 de enero de 2013

HERMANN BROCH: GIGANTE DE LA ESTÉTICA.



Hermann Broch (1ro. de noviembre de 1886 en Viena, Austria — 30 de mayo de 1951, en New Haven, Estados Unidos). Novelista, ensayista, dramaturgo y filósofo austriaco. Destacó por su capacidad para imbricar en su obra las más diversas experiencias, colectivas o individuales, de su tiempo. 

Hermann Broch nació en una familia hebrea acomodada. Estudió en una escuela secundaria del Estado en Viena, hasta 1904. Luego, hizo cursos técnicos sobre manufactura textil y se integró en el negocio familiar desde 1916. Sin embargo, abandonó ese trabajo en 1928, para estudiar matemáticas, psicología y filosofía en la Universidad de Viena, e iniciarse luego en la escritura y seguir su vocación literaria hasta el final. 

Su consagración artística se produjo tras la publicación de la importante trilogía Die Schlafwandler (Los sonámbulos, 1931-1932), compuesta por Pasenow oder die Romantik, Esch oder die Anarchie, Huguenau oder die Sachlichkeit. La obra, concebida como un fresco histórico de la transición del siglo XIX al XX, presentaba con ironía y suma complejidad estilística la victoria de las concepciones materialistas sobre los antiguos ideales individualistas. Entre 1934 y 1936 empezó a escribir Der Versucher (El Tentador), que sólo completaría en el exilio: es una parábola de la situación alemana. 

Con la anexión de Austria en 1938 fue detenido por ser su familia de origen judío. Tras ser liberado, al poco tiempo, gracias entre otros a James Joyce, emigró a Inglaterra y Escocia. En 1940 marchó a los Estados Unidos, allí escribió su más ambiciosa novela, Der Tod des Vergil (1945, La muerte de Virgilio), donde la realidad y el delirio se mezclan durante las últimas horas de vida del poeta latino, en diálogo con el emperador Augusto, en su época veía Broch cierto paralelismo con la propia. La obra fue subvencionada por la fundación Guggenheim, y se publicó en alemán y en inglés.



Hermann Broch o el esteta absoluto
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/5174/Hermann_Broch_o_el_esteta_absoluto
por Abel Posse




Comparado con Joyce, Proust y Thomas Mann, pocos autores del siglo XX pueden compararse con el austriaco Hermann Broch (1886-1951), autor de un clásico tan esencial como olvidado, La muerte de Virgilio. Ahora que la editorial Adriana Hidalgo está a punto de publicar El maleficio, sobre los orígenes del nazismo, el escritor argentino Abel Posse, recientemente nombrado embajador de su país en España, traza el perfil del novelista.


Broch es todavía un desconocido fuera del ámbito de la literatura germánica. No tiene la fama que merece, pero su prosa se afirma en la lenta progresión de las valoraciones y se sitúa como una de las mayores obras del siglo XX, junto con las de Joyce y Proust.

Cuando Thomas Mann leyó La muerte de Virgilio no vaciló en declarar que se trataba “del poema en prosa más importante escrito en lengua alemana”. Extraña honestidad de un escritor comprometido con la narrativa tradicional. Para Aldous Huxley, Broch fue la mayor revelación y conmoción. El británico, narrador de costumbres y de su época, quedó maravillado ante la eclosión de este talento capaz de abolir las fronteras tradicionales de la novela y pasar de la prosa al drama y al poema, como momentos necesarios y nunca antagónicos de la realidad de nuestra vida. Para Hannah Arendt, sería el novelista que pudo llegar más lejos en la reflexión acerca de la enfermedad social de su siglo en relación a la existencia individual.

Hermann Broch había nacido en 1886, en una de las pocas grandes familias judías aceptadas por la aristocracia. Se formó como ingeniero y durante un par de décadas se limitó a dirigir la fábrica textil de la familia. Se convierte al catolicismo y se casa con Franziska von Rothermann, casi como un intento de no seguir su vocación, sus pasiones literarias. Su sensibilidad y su talento lo aproximan a aquella Viena deliciosamente decadente, en aquel Imperio Austro-Húngaro condenado a fenecer entre las presiones feroces. Es la Viena de los grandes músicos; de los palacios adustos construidos como desafío de permanencia; de aquellos cafés donde el joven industrial conocería a Musil, a Kafka, a Rilke. Una Viena infinita, desde el nacimiento del psicoanálisis hasta la noche sin término de sus Kabaretten y burdeles sofisticados. La Viena que se despedía del Imperio vencido y donde la cultura era la última llamarada de grandeza. Esa fuerza vital que ya se aleja del materialismo y busca en el desorden y las aventuras estéticas el renacimiento todavía lejano.

La guerra del 14-18 significará el punto final, la convulsión decisiva. Broch se divorcia y casi a los 40 años se dedica por completo al arte, a sus estudios, al mundo de la noche vienesa. Vive un romance con Milena Jesenska y conoce a una de las femmes fatales más famosas, la periodista Ea von Allesch, de extraordinaria belleza. Abandona a Milena, que caerá en el laberinto sombrío de Franz Kafka, por entonces un desconocido escritor del grupo sionista de Praga. Ea von Allesch era llamada “la reina del Café Central”. También amante de Musil, equivalía a una hetaira griega, capaz de la refinada cultura que exigían los salones de esa Viena.

Broch comienza su obra más conocida por impulso de ella, que le dará fama europea: Los sonámbulos. Una trilogía excepcional donde a través de tres personajes paradigmáticos, sintetiza la decadencia de Alemania (y Austria) entre 1880 y 1920. Es un tácito homenaje a Spengler y, a la vez, una inhabitual visión de la crisis política interpretada desde la cultura y la crisis de valores. Junto con Los Buddenbrook y El hombre sin cualidades de Musil, serán las tres obras en las que la germanidad presintió y descubrió los gérmenes de la decadencia que llevaría a la voluntad de renacimiento salvaje del nazismo y del fascismo, como el último momento catastrófico de un único proceso. El romance con Ea von Allesch, que le llevaba once años, se disuelve en continuos altercados y se separan. En 1927 concluye la trilogía en la que Ea será rescatada en el personaje de Ruzena.

Concluida su obra, Broch comprende que recién comienza su gran apuesta estética. En esas tres grandes novelas, las suyas y las de Mann y Musil, prevalece la descripción de la decadencia y el pesado paso de la narrativa. Lo real y lo racional excluyen la vivencia profunda, poética. Broch, cuando ya está en los primeros esbozos de su novela mayor, La muerte de Virgilio, está seguro de ir mucho más lejos de su admirado Joyce. Así lo escribe en sus cartas. Su Virgilio será la obra más alta y estéticamente la más compleja del siglo. La grandeza de Joyce es verbal. El Ulises es un realismo descompuesto cúbicamente, un puzzle magistral. Broch hubiera coincidido con Borges, sin dejar de admirar el poeta indirecto, transversal, que era la fuerza más descuidada y más notable de Joyce como escritor.

Broch se aboca a su esfuerzo supremo, liberado del encantador torbellino erótico de Ea y unido a la señorita Anna Herzog, que es una excelente secretaria con proyección hacia el tálamo. Todo está preparado para el ascenso a la cumbre. Se propone cumplir con su visión de máxima exigencia: “El arte que no es capaz de reproducir la totalidad del mundo no es arte”. Y aquí el punto central de la reunión de nuevas formas expresivas en necesaria vinculación con el conocimiento de lo nuevo: “Escribir poesía significa adquirir el conocimiento a través de la forma. A todo nuevo conocimiento sólo se puede acceder a través de nuevas formas. Esto significa necesariamente el extrañamiento y alejamiento de público tal como se lo entiende”. 

Pero ese monstruo que tanto temiera, la Historia, destruye su propósito. Los nazis invaden su Austria y el mismo día del Anschluss, Broch es recluido por la Gestapo en la prisión de Alt Aussee. Nunca quiso Broch detallar aquellos quince días en manos de la Gestapo. Llamó simplemente “el infierno” a esa experiencia y nunca contó cómo se había salvado. Escribió una serie de elegías que luego integrarían los poemas referentes a la muerte en su Virgilio. Habló de los ahorcados movidos por el viento en la cárcel de Alt Aussee.

Sin duda su alta posición económica y social en la comunidad judía lo ayudó. La ayuda de Joyce y posiblemente la de Einstein lograron que se le diese el visado salvador. Se exilió en Escocia, en la casa de su traductora al inglés, Willa Muir, y luego viajó a Estados Unidos inaugurándose en la experiencia de la pobreza. Su breve fama literaria europea lo ayudó poco. Estados Unidos le resultó una cultura exótica, salvaje, que ayudaba pero te dejaba en soledad.

Sin embargo en esos años amenazados (él creía que el fascismo se extendería a toda Europa, Gran Bretaña y Estados Unidos), empezó su mayor aventura, el desafío de librar a la literatura de la decadencia espiritual europea (Proust, Joyce, Musil, Mann) y alcanzar un renacimiento y apertura de lenguaje volcado tanto a la existencia como al misterio cósmico. Quiere escribir en la grandeza clásica de Hülderlin, de Dante, de la tradición homérica, del mismo Virgilio. Después del horror de la guerra se siente que el gran arte, “el arte en su destino mayor” (como escribiera Hegel) podrá sentar las bases para el renacimiento de una civilización occidental corrompida. El exiliado en Princeton y luego en Yale siente que una gran obra de arte es robarle espacio a la decadencia del mundo que le tocó vivir. De alguna manera participa de la estética desesperada -necesaria- que obsesionó a Baudelaire. La suprema revancha del arte ante la extrema bajeza del crimen histórico.

La novela, si esta palabra se puede usar en el caso de La muerte de Virgilio, será su empeño decisivo entre 1938 y el fin de la guerra, en 1945. Broch ya no tendrá otra actividad. Un gran proyecto es como ingresar en un claustro de cartujos. Por fin la obra fue concluida y editada en EE.UU. en 1945 con apoyo de la Fundación Rockefeller, la beca Guggenheim y del PEN club. (Para elogio de aquella increíble cultura perdida en Argentina corresponde recordar que Buenos Aires fue la primera ciudad del mundo que publicaría a Broch en 1946, tanto el Virgilio como Los Sonámbulos).

El personaje será el gran poeta romano Virgilio en las últimas dieciocho horas de su vida. Ya ha concluido La Eneida y acompañando a Augusto retornan de Grecia al puerto de Brindisi. Allí, en su agonía, vive la desilusión del arte. Ruega a sus sirvientes y amigos que le ayuden a quemar esa obra que ya el mismo Augusto considera “poema divino”. Broch, el judío exiliado en la pujante barbarie estadounidense, une su agonía existencial con la del lejano Virgilio en Brindisi. él, víctima del neopaganismo nazi, busca en el paganismo de Virgilio una respuesta a la existencia, una comprensión del orden cósmico, capaz de conciliar el absurdo, la crueldad, con la gloria de la vida. El campesino de Mantua, el poeta próximo a los dioses antiguos que moran en Virgilio, guía al desolado Broch a la sabiduría de saber que la muerte es sumirse en ese éter primigenio. Saber morir es saber desenvolverse al universo después del día de la vida. Sin esperanzas metafísicas, sin amenaza de juicios o condenas atroces, sin peligro de renacimientos.

Broch se transfiere a ese Virgilio agonizante que siente que el arte no podrá vencer el plano de lo humano, del acaecer. Nunca alcanzará la esfera suprema del misterio del Cosmos y del silencio etéreo. (La descripción de Broch de la lenta entrada en la muerte de su Virgilio constituye el más profundo pasaje de la literatura en prosa de su siglo). Broch/ Virgilio avanzan hacia el misterio, hacia Lo Abierto, lo inefable, los une el misterio de la palabra. Allí donde todo se subsume como en la visión de Anaximandro: las cosas, los hombres, el sueño de los dioses. Todos los entes allí se van anonadando, en los resplandores del éter, según la ley inexorable del retorno. Broch/ Virgilio ven esfumarse en ese espacio final las naves de Augusto que llegaron a Brindisi. Su vida y el mundo circundante se extinguen. El pasado se reúne con el presente. Suavemente el Ser cubre la ilusión de la vida inmediata. Lo abierto, donde todo lo creado retorna según la Ley fundamental, va recibiendo en su silencio las pasiones humanas de Broch y de Virgilio. El misterio final es una niebla iluminada pero impenetrable, inefable en su centro. El tiempo se recobra en la serenidad ante la muerte y el fin de las cosas. El arte y la poética de Broch le acercaron una armonía de raíz búdica. El arte fue en realidad el itinerario de una larga iniciación. Retener la ilusión o el maya de lo real en obra de arte.

Hermann Broch, cumplido su destino de creador, murió en 1951 de un ataque al corazón, muerte repentina, ironía, que le impidió corroborarse ante sí mismo la “lenta extinción” en el Todo que nos narró a través de Virgilio



Hermann Broch

La muerte de Virgilio

Versión de J. M. Ripalda sobre traducción de A. Gregori

Alianza Editorial

Título original: Der Tod des Vergil



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Impreso en Closas-Orcoyen, S. L Polígono Igarsa. Paracuellos del Jarama (Madrid) 
Printed in Spain



La muerte de Virgilio 
Autor: Broch, Hermann 
Traductor/es: Ripalda, José María 
Editorial: Alianza Editorial, S.A., Madrid, Julio - 2000.
Materias: Literatura en lengua alemana. Novela y cuento.
Encuadernación: rústica 
Dimensiones: 220 mm. X 140 mm.
Nº de páginas: 496 
ISBN: 84-206-4377-7 
Colección: Alianza literaria 13 

La muerte de Virgilio es, sin lugar a dudas, una de las obras fundamentales de la narrativa del siglo XX. Su autor, Hermann Broch, figura junto a Kafka y Joyce, entre los escritores que, en torno a la década de los veinte, llevaron a cabo una renovación radical de este género literario. La muerte de Virgilio tomó cuerpo en las cinco semanas que Broch estuvo encarcelado en Alt-Ausse, tras ser detenido por la Gestapo. Acabará esta obra monumental —que aparecerá en 1945 casi simultáneamente en inglés y alemán— durante su exilio en Estados Unidos. Consciente de vivir un tiempo de transición, y trazando un paralelo entre la época de Augusto y la suya propia, Broch se plantea a lo largo de la obra cuestiones como la posibilidad del conocimiento y, muy especialmente, la función del arte en un tiempo de crisis. Combinando la reflexión filosófica con la lírica y el análisis psicológico, elabora un largo poema en prosa de un barroquismo delirante que desafía las normas de la narrativa tradicional. En la novela, el poeta Virgilio, en las horas anteriores a su muerte, cae en un duermevela en el que se funden el pasado y el presente, el sueño y la vigilia, lo tangible y la alucinación. Dilatada al máximo su capacidad de percepción por su progresivo desprendimiento de la realidad, lleva a cabo un minucioso análisis de su entorno físico y mental que se corresponde en la forma con una investigación profunda de las posibilidades del lenguaje.


 Hermann Broch 
(Austria, 1886-1951) 
Novelista, dramaturgo y filósofo austriaco. Broch nació en Viena el 1 de noviembre de 1886. Fue director de la empresa textil de su familia desde 1907 hasta 1928, año en el que abandonó la empresa para estudiar matemáticas y filosofía en la Universidad de Viena. La trilogía novelística de Broch, Los sonámbulos (1931-1932), influida por las obras de Marcel Proust, James Joyce y Franz Kafka, presenta a las clases medias de Alemania entre 1888 y 1918, como una gente sin objetivos ni ideales, que se mueve sonámbula entre los cambios sociales. Tras la ocupación nazi de Austria, en 1938, fue detenido como sospechoso de oposición. Huyó a Estados Unidos, donde enseñó en las universidades de Princeton y Yale y emprendió investigaciones sobre psicología de masas. Entre sus últimas novelas, La muerte de Virgilio (1945) utiliza las dudas del poeta clásico romano Virgilio acerca de si debe destruir su poema épico, la Eneida, para cuestionar el valor del arte y llevar a cabo una de las obras cumbres de la narrativa de este siglo; Los inocentes (1950) describe los años entre 1918 y 1933 y la pasividad que permitió el ascenso del nazismo; y su última e incompleta novela, El tentador (1954) recrea la historia del nazismo, representada por una crisis en un pueblo de montaña. Broch murió el 30 de mayo de 1951 en New Haven, Estados Unidos.


 [A quienes pueda interesar: 
http://settembrini.blogia.com/2006/052701-hermann-broch-1886- 1951-.php ] 


Índice 

La numeración en negro corresponde al libro impreso.
La numeración en rojo y entre paréntesis corresponde a la presente versión.

   9  Agua - El arribo (5)
 73   Fuego - El descenso (52)
231  Tierra - La espera (168)
439  Éter - El regreso (341)
483  Apéndice. Fuentes documentales (373)




FRAGMENTO.

    Agua - El arribo 


Azules como acero y ligeras, movidas por un viento contrario suave y apenas perceptible, las ondas del mar Adriático habían corrido al encuentro de la escuadra imperial, mientras ésta se dirigía hacia el puerto de Brindis, dejando a la izquierda las chatas colinas de la costa de Calabria que se acercaban poco a poco. En ese momento, en ese paraje, la soledad del mar llena de sol y sin embargo tan cargada de mortales presagios, se transformaba en la pacífica alegría de una actividad humana, y el oleaje, dulcemente iluminado por la cercana presencia y morada del hombre, se poblaba de naves diversas que también buscaban el puerto o que salían de él; las barcas de pardo velamen de los pescadores abandonaban ya en todas partes los pequeños muelles protectores de los infinitos villorrios y colonias a lo largo de la playa blanqueada por el agua, para lanzarse a la pesca vespertina, y el mar se había alisado como un espejo; la concha celeste se había abierto sobre ese espejo como una comba nacarada; atardecía y se sentía el olor de la leña quemada en los hogares, cada vez que una ráfaga recogía y traía de allí los ruidos de la vida, un martilleo o un grito.
De las siete naves de alto bordo, que seguían una tras otra en larga fila, sólo la primera y la última, ágiles quinquerremes ambas de agudo rostro, pertenecían a la flota de guerra; las cinco restantes, más pesadas e imponentes, con diez o doce órdenes de remos, ostentaban la pomposa construcción que distinguía a la corte augustal; y en el centro la más suntuosa, con su proa recubierta de bronce reluciente como el oro, relucientes como el oro las cabezas leoninas con sus anillas bajo la borda, los obenques llenos de gallardetes multicolores, llevaba, solemne y grande, la tienda del César entre velas de púrpura. En cambio, sobre la nave que le seguía inmediatamente, se hallaba el poeta de la Eneida, y en su frente estaba escrito el signo de la muerte.
 Expuesto al mareo, en tensión por la constante amenaza de un acceso, no se había atrevido a moverse durante todo el día, mientras que aun encadenado a su lecho, levantado para él en el centro de la nave, se sentía, es decir sentía su cuerpo y su vida física (que ya desde muchos años a duras penas podía reconocer como algo suyo) semejantes a un solo recuerdo nostálgico y regustado de la liberación por la que se había sentido colmado, cuando alcanzaron la zona costera más calma; y este cansancio oscilante, tranquilizador y sosegado, se hubiera convertido tal vez en una felicidad casi perfecta, si no hubieran reaparecido —a pesar del aire fuerte y saludable del mar— la tos torturante, la relajación provocada por la fiebre de todas las tardes, la angustia de todas esas tardes. Así yacía él en ese lecho, él, el poeta de la Eneida, él, Publio Virgilio Marón; en ese lecho yacía con amenguada conciencia, casi avergonzado por su desamparo, casi exasperado por ese destino, y miraba fijamente la nacarada redondez de la bóveda celeste: pero, ¿por qué había cedido a la insistencia del Augusto?, ¿por qué se había alejado de Atenas? Ahora se había desvanecido la esperanza de que el sagrado y gozoso cielo de Homero favoreciera, propicio, la terminación de la Eneida; se había desvanecido cualquier esperanza de la inconmensurable novedad que hubiera debido surgir, la esperanza de una existencia filosófica y científica, alejada del arte y de la poesía, en la ciudad de Platón; se había desvanecido la esperanza de poder pisar jamás la tierra jónica: ¡oh, había desaparecido la esperanza en el milagro, del conocimiento y en la salvación por el conocimiento! ¿Por qué había renunciado a ella? ¿Voluntariamente? ¡No! Había sido casi una orden de las fuerzas ineludibles de la vida, de aquellas indeclinables fuerzas del destino que nunca desaparecen completamente, aunque por momentos se ocultan en lo infraterreno, en lo invisible, en lo inaudible, pero inquebrantablemente presentes como amenaza inexplorable de las potencias a las que nunca es posible sustraerse, a las que siempre hay que someterse: era el destino. Él se había dejado llevar por el destino y el destino lo llevaba al final. ¿No había sido siempre ésta la forma de su vida? ¿Había vivido él alguna vez de otro modo? ¿Habían significado para él otra cosa, tal vez, la nacarada concha del cielo, el mar primaveral, el cantar de las montañas y ese cantar doloroso en su pecho, la voz de la flauta del dios, otra cosa distinta de un lance que, como un vaso de las esferas, le acogería pronto para llevarle al infinito? Campesino era por su nacimiento; un campesino que ama la paz del ser terrenal; un campesino a quien hubiera convenido una vida simple y afincada en la comunidad del terruño; un campesino a quien, de acuerdo con su origen, hubiera correspondido poder quedarse, deber quedarse y que, de acuerdo con un destino más alto, no había abandonado la patria, pero tampoco había sido dejado en ella; había sido expulsado, fuera de la comunidad, e impelido en la más desnuda, perversa y bárbara soledad del torbellino de los hombres; había sido echado de la sencillez de su origen, expulsado al ancho mundo hacia una multiplicidad siempre creciente, y cuando, por ello, algo se había tornado más grande o más amplio, era solamente la distancia de la verdadera vida la que única y realmente había aumentado: sólo al borde de sus campos había caminado, sólo al borde de su vida había vivido; se había convertido en un hombre sin paz, que huye de la muerte y busca la muerte, que busca la obra y huye de la obra, uno que ama y sin embargo perseguido, un vagabundo a través de las pasiones internas y externas, un huésped de su propia vida. Y hoy, casi al fin de sus fuerzas, al fin de su fuga, al fin de su búsqueda, ahora que ya se había afanado y preparado para la despedida, afanado para la aceptación y preparado para admitir la última soledad, para entrar en el camino interior de vuelta hacia ella, el destino se había adueñado otra vez de él con sus fuerzas, le había prohibido una vez más la sencillez y el origen y la intimidad, le había desviado una vez más de la ruta del retorno, cambiándola por la senda de la multiplicidad de lo externo, le había obligado a volver al mal que había ensombrecido toda su vida; era como si el destino no le reservara ya más que la única sencillez: la de morir. Sobre él chirriaban las vergas en las jarcias y el chirrido se mezclaba al suave clamor de las velas hinchadas; oía el resbalar de espuma en la estela y la lluvia de plata que comenzaba a saltar cada vez que se alzaban los remos; oía el grave rechinar de esos remos en los toletes y el cortante chasquear del agua cada vez que volvían a sumergirse; sentía el leve y equilibrado impulso del barco hacia adelante, al compás de la masa multicentenar de los remos; veía deslizarse la línea de la costa con su cenefa blanca, y pensaba en los cuerpos de los mudos esclavos encadenados en el vientre de la nave, ese vientre sofocante y abierto, pestilente, tronante. El mismo compás de impulso, como trueno sordo, salpicado de plata, llegaba de las dos naves cercanas, de la más vecina y de la siguiente, parecido a un eco que se prolongara sobre todos los mares y por todos ellos fuera contestado, porque así van por doquiera, cargados con hombres, cargados con armas, cargados de granos, de mármol, de aceite, de vino, de especias, de sedas, cargados de esclavos; esta navegación universal, que canjea y comercia, una de las peores entre las muchas corrupciones del mundo. Ahí, sobre esas naves, no se transportaban ciertamente mercancías, sino vientres golosos, el personal de la corte: toda la popa, hasta la cubierta, había sido dedicada a su alimentación; desde la mañana temprano resonaban allí los ruidos del comer y, constantemente, rodeaban el espacio del comedor grupos de personas ávidas, espiando dónde quedara libre un lugar en el triclinio, prontas a precipitarse sobre él en lucha con los competidores, ansiosas también de poderse tender finalmente para a su vez comenzar o recomenzar con los manjares; los sirvientes de pie ligero, jovencitos finamente presentados, no pocos entre ellos lindos y mórbidos, pero ahora cansados y sudorosos, no tenían ya aliento, y su jefe, eternamente sonriente, con la fría mirada en los ángulos de los ojos y las manos cortésmente abiertas a la propina, corría él mismo en las dos direcciones por la cubierta porque, además de la dirección del banquete, debía cuidar de aquellos que —sorprendentemente numerosos— parecían satisfechos y se concedían otros placeres, unos paseándose con las manos sobre el vientre o unidas en el trasero, otros en cambio discutiendo con amplios gestos, estos dormitando o roncando sobre sus lechos, cubierta la cara con la toga, aquellos sentados ante las mesas de juego —que debían ser alimentados y atendidos con bocaditos que se les llevaban y ofrecían por las cubiertas sobre grandes fuentes de plata—, en previsión de un hambre que podía anunciarse renovada a cada instante, para prevención de una gula cuya expresión estaba clara e indeleblemente marcada en la cara de todos ellos, los bien alimentados y los magros, los tardos y los ágiles, los paseantes como los sentados, los despiertos como los dormidos, a veces esculpida, a veces incrustada, aguda o levemente, más perversa o más bondadosa, como de lobo, de zorro, de gato, de loro, de caballo, de tiburón, pero siempre dirigida a un goce horrendo de algún modo encerrado en sí mismo, ávido por una posesión insaciable, ávido por un tráfico de mercancías, dineros, cargos y honores, ávido por la laboriosa inacción del poseedor. Por doquier había alguien metiendo algo en la boca, por doquier ardía la ansiedad, ardía la codicia, desarraigada, pronta a tragar, tragándolo todo; su hálito vibraba sobre la cubierta, lo llevaba el impulsivo compás de los remos, implacable, imponiendo su presencia: toda la nave vibraba de avidez. ¡Oh, bien se merecían ser representados alguna vez con exactitud! ¡Un canto de la codicia debía estarles dedicado! Mas ¿de qué serviría ahora? Nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica el mundo, pero no cuando lo representa tal como es. ¡Sólo la mentira es gloria, mas no el conocimiento! ¿Y sería posible, pues, pensar que a la Eneida le tocaría ejercer otra influencia, una influencia mejor? ¡Ay, se la ensalzará, porque todo lo que él ha escrito ha sido ensalzado, porque también en ella se leerá solamente lo agradable y porque no existía ni el peligro ni la perspectiva de que pudiesen escucharse advertencias; ay, le era imposible engañarse o dejarse engañar por esperanzas; demasiado bien conocía a este público, para quien la grave labor del poeta, la auténtica, que aguanta el conocimiento, consigue tan poca atención como la de los esclavos del remo, llena de amargura, amargamente dura; para quien la una vale exactamente lo mismo que la otra: ¡un tributo adecuado al usuario, recibido y asumido como disfrute de un tributo! Allí no había solamente vividores que holgaban y comían alrededor de él, aunque el Augusto debía tolerar a muchos de esa calaña en su proximidad; no, muchos de ellos habían prestado ya meritorios y loables servicios de toda clase; pero de lo que eran de ordinario, habían borrado la parte mayor durante la inacción del viaje, con una manera casi sibarítica de desnudarse a sí mismos, y les había quedado intacto solamente su ciego orgullo en confusa codicia, en un crepúsculo lleno de avidez. Abajo, en la persistente tiniebla de abajo, impulso tras impulso, trabajaba espléndida, salvaje, animal, infrahumana, la sometida masa de los remeros. Los que se hallaban allá abajo no le comprendían ni se cuidaban de él; éstos, aquí arriba, afirmaban que le veneraban y hasta lo creían; entretanto, como siempre le había sido indiferente que pensaran amar sus obras por mentido gusto o que le manifestaran veneración, mintiendo también, porque era amigo del César, él, Publio Virgilio Marón, no tenía nada en común con ellos, aunque el destino le hubiese empujado dentro de su círculo; le asqueaban, y si como un saludo anticipado del ocaso no hubiera comenzado a soplar la brisa de la costa, si su soplo no hubiese barrido de la nave el hedor del banquete y de la cocina, el mareo le hubiera asaltado otra vez. Se cercioró de que el cofre con el manuscrito de la Eneida estaba intacto a su lado y, echando una mirada a la constelación occidental que se hundía en lo profundo, se subió la manta hasta debajo del mentón: sentía frío.
 De vez en cuando, ciertamente, le entraban ganas de dirigirse hacia esa horda humana que alborotaba detrás de él, casi curioso por todo lo que podían hacer aún; pero lo dejaba, y era mejor no hacerlo; hasta le pareció, cada vez más, que le estaba prohibido volverse hacia ellos.
 Por eso estuvo quieto. El primer anticipo del crepúsculo se tendía claro por el cielo, se tendía delicado sobre el mundo, cuando llegaron a la estrecha entrada de Brindis, semejante a un río; hacía más fresco, pero el tiempo era también más suave; el aliento salino se mezclaba con el aire más pesado de la tierra, en cuyo canal penetraban ahora las naves, una tras otra, disminuyendo la marcha. El elemento de Poseidón se tornó gris como el hierro, plomizo, sin que ningún oleaje lo encrespara ya. Sobre los almenares de las fortalezas, a la derecha y a la izquierda del canal, se habían dispuesto las tropas de la plaza en honor del César, tal vez también como primer saludo de cumpleaños, porque Octaviano Augusto volvía a casa para festejar su natalicio; dentro de dos días, sí, pasado mañana, debía ser festejado en Roma: cuarenta y tres años cumplía el Octaviano que navegaba allí delante. Roncos subían de las orillas los vítores de las tropas; a cada grito, los portaestandartes alzaban el rojo vexillum, corta y diestramente, por las alas de los manípulos, para abatirlo luego ante el dominador, el asta oblicua contra el suelo; en fin, lo que allí ocurría era la poderosa y sobria salutación, como la prescribía el reglamento militar, minuciosamente correcta en su rudeza soldadesca y, a pesar de todo, notablemente suave, notablemente crepuscular; se hubiera podido considerarla casi como un ensueño, por lo borrosos y pequeños que aleteaban los gritos en la amplitud de la luz, por lo muy otoñal que se marchitaba el rojo de los estandartes, sombreado por el firmamento que desde arriba declinaba hacia el gris. La luz es más grande que la tierra, la tierra es más grande que el hombre y nunca jamás puede hacer pie el hombre, hasta que no respira hacia la patria, regresando a la tierra, terrenalmente retornando a la luz, recibiendo terrenalmente la luz sobre la tierra, recibido por la luz sólo a través de ella, tierra que se torna luz. Y nunca está la tierra en más íntima vecindad con la luz, nunca la luz en más confiada vecindad con la tierra, que en el crepúsculo adherido a los dos límites de la noche. Todavía dormitaba la noche en la profundidad de las aguas, pero iba deslizándose hacia arriba en diminutas ondas silenciosas; por doquiera en el espejo del mar, sin distinción posible entre el arriba y el abajo, surgían las ondas mudas y aterciopeladas del fondo de la noche, las ondas del segundo infinito, de lo suprainfinito brotando en su eterno parto, y comenzaron a verter dulce y quedamente su aliento sobre el centelleo. La luz no venía ya de arriba, estaba suspendida en sí misma y, en sí misma suspendida, brillaba todavía, es cierto, pero ya no alumbraba, de modo que aun el paisaje sobre el cual pendía, parecía limitado a su propia extraña luz. Tañer de grillos, con miles de voces, pero en un solo tono sostenido, penetrante, pero plácido en su regularidad, sin altos ni bajos, llenaba con su sibilar la tierra entenebrada; sin fin... Debajo de las fortificaciones, hasta la orilla de piedra, las pendientes mostraban una rala hierba y, por mezquina que fuera, lo que brotaba era paz, era calma nocturna, era oscuridad de raíces, era oscuridad de la tierra, difundida entre la pálida luz. Luego toda ella se volvió más concentrada, más rica en plantas, más plena en el color, y, muy pronto, quedaron absorbidos en ella también los arbustos, mientras en las lomas de las colinas, arriba, entre parcelas campesinas con sus cercados de piedra, aparecían los primeros olivos, grises como el tenue rayo de niebla del crepúsculo cada vez más denso. Entonces se tomó irrefrenable el deseo de extender la mano hacia esa ¡ay! tan lejana orilla, de hurgar en la oscuridad de los arbustos, de sentir entre los dedos las hojas brotadas de la tierra, de retenerlas para siempre... El deseo temblaba en sus manos, temblaba en los dedos por el ansia irrefrenable de la verde hojarasca, de los flexibles rabillos de las hojas, de sus bordes ásperos y suaves, de su dura carne viva; lo sentía anhelante, cuando cerraba los ojos y era una asombrosa nostalgia sensorial sensitivamente ingenua y sobrecogedora, como la masculina rudeza huesosa de su puño de campesino, sensitivamente hecho a palpar y percibir, como su fina nervadura de delgados tendones, casi femenina; ¡oh hierba, oh fronda, oh lisura y rugosidad de la corteza, vitalidad del múltiple brotar, oscuridad en la tierra ramificada en sí misma y hecha como un cuerpo! ¡Oh mano, mano sensitiva palpante, acogedora, englobante, oh dedo y yema ruda y suave y blanda, piel viva, superficie suprema de la oscuridad del alma, abierta en las manos elevadas! Siempre había sentido en sus manos ese extraño y casi volcánico pulsar, siempre le había acompañado una instintiva idea de una extraña vida propia de sus manos, una idea vaga de que estaba vedado por siempre jamás trasponer el umbral del saber, como si sospechara un turbio peligro en ese saber; y cuando, según costumbre, como lo hacía también ahora, daba vuelta a su sello, engarzado en el dedo de su diestra, finamente labrado, hasta el punto casi de parecer poco viril, era como si con ello pudiera conjurar aquel turbio peligro, como si pudiera calmar así la nostalgia de las manos, como si con eso pudiera llevarla a una especie de autocontrol, aliviando su angustia, la nostálgica angustia de manos de campesino que ya jamás podían tomar el arado ni la semilla, y por eso habían aprendido a asir lo inasible; la profética angustia de manos a cuya voluntad de forma, privada de la tierra, nada le había quedado fuera de su propia vida en el todo inasible, en peligro y peligrosas, tan hondamente hundidas en la nada y convencidas de su peligrosidad, que el presentimiento de la angustia, en cierto modo elevado sobre sí mismo, se tomó un esfuerzo irrefrenable, el esfuerzo de establecer la unidad de la vida humana, de conservar la unidad de la nostalgia humana, y de impedir así su descomposición en un enjambre de pequeñas vidas parciales, pequeñas en su nostalgia y nostálgicas de lo pequeño; y es que no basta la nostalgia de las manos, no basta la nostalgia de los ojos, no basta la nostalgia del oído, es que sólo basta la nostalgia del corazón y de la mente en su comunidad, la totalidad nostálgica del infinito interior y exterior, que mire, espíe, comprenda y respire en una unidad doblemente respirada, es que sólo a ella le está concedido superar la turbia ceguera sin esperanza del aislamiento y su angustia, sólo en ella se da el doble desarrollo desde las raíces cognitivas del ser, y esto él lo presentía, lo había presentido siempre —¡oh nostalgia de aquel que es siempre sólo huésped y sólo huésped puede ser siempre, oh nostalgia del hombre!—; esto había sido siempre su atisbar lleno de presentimientos, su alentar lleno de presagios, su pensar lleno de prenuncios, atisbado, alentado y pensado dentro del torrente luminoso del todo, en la ciencia inaccesible del todo, en el nunca cumplido acercamiento a la infinitud del todo, inalcanzable hasta en el borde más externo, tanto que la mano anhelante de nostalgia ni siquiera se atreve a tocarlo. Pero acercamiento era sin embargo, en acercamiento se quedaba, y un atisbar que respira y espera era sólo su pensamiento; al acecho en el doble abismo de las esferas de Poseidón y Vulcano, las une a ambas, porque las dos tienen sobre sí en común la bóveda del cielo de Júpiter. Abierta y cambiante era la luz crepuscular, era lo respirable tan escurridizo como el líquido elemento cortado por las quillas, baño líquido de lo interior y lo exterior, baño líquido del alma, fluyendo lo respirable del más acá al más allá, del más allá al más acá, desvelada puerta del saber, nunca él mismo y sin embargo ya presentimiento de él, presentimiento de la entrada, presentimiento del camino, presentimiento oscuro del oscuro viaje. Delante, en la proa, cantaba un esclavo músico; probablemente la compañía allí reunida, su ruido absorbido por la quietud del atardecer, había tomado para sí al joven, presintiendo el retorno también ella, y después de una breve pausa para templar la lira y otra breve espera de norma artística, había resonado y flotaba la canción sin nombre del muchacho sin nombre, irradiando dulcemente el canto, aleteando como un soplo, semejante a los colores de un arco iris en el cielo nocturno, irradiando dulcemente el sonido de las cuerdas, delicado como el marfil, obra humana el canto, obra humana el sonido de las cuerdas, pero alejado de los hombres hasta más allá del origen de los hombres, liberada de los hombres, liberada del sufrimiento, éter de las esferas que se canta a sí mismo. Se hizo más oscuro, los rostros se hicieron más borrosos, las orillas difusas, el barco oscuro; sólo quedó la voz, ahora más clara y dominadora, como si quisiera guiar la nave y el compás de los remos, olvidado el origen de la voz y a pesar de ello voz guía de un muchacho esclavo; la canción indicaba la vía, descansando en sí misma y por eso mismo en guía convertida, y por eso mismo abierta a lo eterno, pues sólo lo que descansa es capaz de guiar, sólo lo único y singular arrancado, no, salvado del fluir de las cosas, se abre a lo infinito, sólo lo retenido —ay, ¿logró alguna vez él mismo ese ¡alto! tan verdaderamente orientador?—, sólo lo que verdaderamente se ha afirmado, aunque sea un único instante en el mar de millones de años, llega a la perduración eterna, se torna canto guía, conduce; oh, un solo instante de vida, ensanchado al todo, ensanchado al círculo del conocimiento total, abierto a lo infinito; alto sobre la radiante canción, alto sobre el radiante crepúsculo, respiraba el cielo, cuya agria y clara dulzura otoñal se había repetido invariablemente desde mil y mil siglos, y todavía se repetirá invariablemente por mil y mil siglos, única a pesar de ello en su aquí y en su ahora; y sobre el claro brillo sedoso de su cúpula flotaba en calma el umbral de la noche.
 La canción guio, pero ya no por mucho tiempo; la navegación entre las orillas del canal de acceso llegó pronto a su fin y la canción se apagó en la inquietud general que se desarrolló a bordo, cuando se abrió la bahía interior del puerto, brillante ya la negrura de su espejo plomizo, y la ciudad dispuesta en abanico alrededor de la cuenca apareció a la vista con su multitud de luces, centelleando como un cielo estrellado en la niebla del anochecer. De repente se notaba calor. La escuadra se detuvo para dejar en primer lugar la nave del César, y entonces —bajo la suave inmutabilidad del cielo otoñal también este hecho hubiera debido retenerse como algo único e infinito— comenzó una prudente maniobra para pilotearse sin peligro a través de los botes, los veleros, las barcas de pesca, tartanas y naves de transporte ancladas por todas partes; cuanto más se adelantaba, tanto más estrecho se tornaba el canal navegable, tanto más apretada era la masa de las moles navales alrededor, tanto más espesa la confusión de los mástiles y de las sogas y de las velas recogidas, muertas en su rigidez, vivas en su quietud, masa de raíces extrañamente oscura, entrecruzada y enmarañada, que brotaba sombríamente de la brillante superficie oscura y aceitosa del agua hacia la inmóvil claridad vespertina del cielo, negra tela de araña de madera y cáñamo, reflejada espectralmente abajo en las aguas, atravesada espectralmente arriba por la salvaje llamarada de las antorchas agitadas entre gritos para la bienvenida en todas partes en las cubiertas, iluminada espectralmente por la magnificencia de las luces en la plaza del puerto: en la hilera de las casas portuarias estaba iluminada, ventana tras ventana, hasta debajo de los techos; estaba iluminada una hostería tras otra debajo de las columnatas; diagonalmente a través de la plaza se tendía una doble fila de soldados que llevaban antorchas entre el centelleo de los yelmos, hombre tras hombre, con la evidente misión de mantener libre el camino a la ciudad desde el desembarcadero; alumbrados con antorchas estaban los tinglados y las oficinas aduaneras sobre los muelles; era un enorme espacio relumbrante, repleto de cuerpos humanos, una enorme cuenca relumbrante para una espera tan enorme como violenta, colmada de un rumorear producido por cientos de miles de pies que se arrastraban, rozaban, golpeaban, raspaban sobre el empedrado, un enorme anfiteatro hirviente, lleno de negro y ondulante siseo, de un mugido de impaciencia, que sin embargo enmudeció de pronto y cuajó tenso, cuando la nave imperial, empujada ya sólo por unos pocos remos, alcanzó el muelle con suave bordeo y atracó casi sin ruido en el lugar asignado, ante los dignatarios de la ciudad, en medio del cuadrado militar de antorchas; sí, entonces llegó el instante esperado por el sordo rugir de la bestia masa, para poder soltar su jubiloso alarido, que en ese momento estalló, sin pausa y sin fin, victorioso, estremecedor, desenfrenado, aterrador, magnífico, sometido, invocándose a sí mismo en la persona del Uno.
 Esta era pues la masa para la que vivía el César y había sido creado el imperio y había sido preciso conquistar las Galias y habían sido vencidos el reino de los Partos, la Germania; ésta era la masa para la que había sido lograda la gran paz del Augusto y que debía ser sometida de nuevo a la disciplina y al orden del Estado para esa obra de paz, llevada de nuevo a la fe en los dioses y a una moral humano-divina. Y ésta era la masa sin la cual no se podía hacer política alguna y en la cual debía apoyarse también el mismo Augusto, mientras quisiera afirmarse; y, lógicamente, el Augusto no tenía otro deseo. ¡Sí, y éste era el pueblo, el Pueblo Romano, cuyo espíritu y cuyo honor él, Publio Virgilio Marón, él, auténtico hijo de campesino de Andes cerca de Mantua, no había por cierto descrito, pero sí tratado de ensalzar! ¡Ensalzado y no descrito..., tal había sido el error, ay, y éstos eran los ítalos de la Eneida! Desventura, un lodazal de desventura, un inmenso lodazal de inefable, inexpresable, inconcebible desventura hervía en la cuenca de la plaza; cincuenta mil, cien mil bocas rugían la desventura desde el fondo, se la rugían mutuamente sin oírla, sin saber de esa desventura, pero resueltos a ahogarla y aturdirla en infernal ruido, en gritos y estrépito. ¡Qué salutación natalicia! ¿Es que sólo él lo sabía? Pesada como piedra la tierra, pesada como plomo el agua y allí estaba el cráter demoníaco de la desventura, abierto de par en par por el mismo Vulcano, un cráter de algazara al borde del reino de Poseidón. ¿No sabía el Augusto que esto no era un saludo natalicio, sino algo muy distinto? Un sentimiento de la más torturada compasión surgió en él, de una compasión que incluía tanto a Octaviano Augusto como a esas masas humanas, tanto al dominador como a los dominados, y ese sentimiento estaba acompañado por la sensación de una responsabilidad no menos torturada y realmente insoportable, de la que apenas podía darse cuenta; ya sólo, y justo, sabía que tenía poco parecido con la carga que había tomado sobre sí el César; al contrario, era una responsabilidad de muy otra naturaleza, porque, inaccesible a cualquier medida de Estado, inaccesible a cualquier poder terrenal por grande que fuera, era también tal vez inaccesible a los dioses esa desventura hirviente y oscura, desconocida y llena de misterio, y no había griterío de masas que pudiera taparla; si acaso aún la débil voz del alma que se llama canto y con el presentimiento de la desgracia, sin embargo, anuncia la salvación que despierta, porque toda canción verdadera presiente el conocimiento, lleva el conocimiento, enseña el conocimiento. La responsabilidad del cantor, su responsabilidad de conocer, la que él sin embargo sigue siendo incapaz de llevar y cumplir por la eternidad... ¡¿oh, por qué no le había sido concedido penetrar más allá del presentimiento hasta el saber legítimo, del que solamente se puede esperar la salvación?! ¡¿Por qué el destino le había obligado a volver aquí?! ¡Aquí no había más que muerte, nada más que muerte y nueva muerte! Con los ojos abiertos, llenos de espanto, se había incorporado a medias, y ahora volvió a caer sobre el lecho, sobrecogido de horror, de piedad, de duelo, de deseo de responsabilidad, de impotencia, de debilidad; no era odio lo que sentía frente a la masa, ni siquiera desprecio, ni siquiera antipatía, nunca había querido menos alejarse del pueblo o elevarse sobre el pueblo; pero algo nuevo había aparecido, algo de lo que nunca había querido enterarse en todo su contacto con el pueblo, aunque dondequiera había estado —no importa si en Nápoles o en Roma o en Atenas— hubiese tenido más que oportunidad para ello, algo que surgía sorprendentemente arrollador aquí en Brindis: el abismo de perdición del pueblo en todo su alcance, el descenso de los hombres a plebe de gran ciudad, y con ello la transformación del hombre en lo contra-humano, causada por el vaciamiento del ser, por la conversión del ser en mera vida codiciosa de superficie, perdido su origen radical y cortado del mismo, de manera que ya no queda otra cosa que la vida individual, peligrosamente disuelta, de un exterior casi turbio, preñada de desventura, preñada de muerte, oh, preñada de un desenlace misteriosamente infernal. ¿Era esto lo que el destino quiso enseñarle, obligándole a volver a la multiplicidad, rechazándole a esta horrible caldera de terrenalidad descompuesta? ¿Era ésta la venganza por su anterior ceguera? Nunca había sentido tan próxima la desventura de la masa; ahora estaba obligado a verla, a oírla, a sentirla hasta en la última raigambre de su propio ser, porque la ceguera es ella misma una parte de la desventura. Una y otra vez resonaba insistente el sombrío rugido jubiloso del aturdimiento; se agitaban antorchas, voces de mando cruzaban la nave; sordamente cayó sobre las planchas de la cubierta una maroma lanzada desde tierra, y la desgracia gritaba, y el tormento gritaba, y la muerte gritaba, gritaba el misterio preñado de desgracia, imposible de descubrir y, a pesar de ello, presente sin velos por doquiera. Quieto, yacía él entre el trápala de muchos pies apresurados; su mano apretaba firmemente una manija del cofre de cuero con el manuscrito, que nadie se lo pudiera arrancar; pero cansado por el ruido, cansado por la fiebre y la tos, cansado por el viaje, cansado por lo que vendría, imaginaba que esta hora del arribo podría trocarse fácilmente en su hora de muerte y casi era un deseo, aun cuando o porque sentía claramente que no había llegado todavía el momento; sí, casi era un deseo, aun cuando o porque hubiera sido una muerte extrañamente caótica, extrañamente ruidosa, y no le parecía inaceptable sino casi apetecible, pues, obligado a mirar al infierno de fuego, obligado a escucharlo, su corazón se veía obligado también a conocer el fuego lento infernal de lo infrahumano.

miércoles, 30 de enero de 2013


Jean Cocteau
El Libro Blanco
Primera edición: 1995
La traducción de la presente obra fue posible gracias a una beca
otorgada por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes
Este libro se publica con apoyo del Fondo Nacional para la
Cultura y las Artes a través del Programa de Apoyo a Proyectos
v Coinversiones Culturales
Agradecemos el interés de la Oficina del Libro de la Embajada de
Francia para la publicación de esta obra.
Titulo original: Le Livre blanc
ISBN de la edición original 2-903669-01-5
D.R. © 1995, de la traducción, Arturo Vázquez Barrón
D.R. © 1995, Verdehalago, Cristina Leticia Jiménez Vázquez,
Alicante 157, Col. Postal, CP 03410, México, D.F.
Tel. 5798760
ISBN: 968-6767-38-X
El libro blanco
Jean Cocteau
prólogo y traducción de
Arturo Vázquez Barrón
introducción de
Milorad
editorial
PONCIANO
ARRIAGA

Prólogo
Tout chef-d'oeuvre est fait d'aveux cachés [...]
JEAN COCTEAU, Le Mystère laic
La vocación de Jean Cocteau por las creaciones que surgen
de la imitación es muy conocida: "Soy una mentira que
siempre dice la verdad", nos dice al final de u n o de sus
poemas.1 Tal vez debido a este reconocimiento explícito de
su gusto por seguir los pasos creativos de sus amigos, la
historia literaria a veces ha sido injusta con él, al insistir en
que sus imitaciones fueron prueba de una profunda
limitación para crear por cuenta propia, sobre todo
porque su obra empezó a despuntar en una época en que
el artista n o debía tener padres espirituales. Al respecto, es
posible que el origen de esta tendencia imitativa fuese el
rico entorno creativo en el que se desenvolvió Cocteau
desde muy joven: ya para 1908 lo rodeaban artistas y
sensibilidades de los que se nutría en forma natural. No
obstante, la fuerza creativa de Cocteau no parece merecer
ninguna duda. El forjó un mundo narrativo que, si bien
estaba en deuda con otras escrituras -¿qué autor ha p o d i do
no estarlo?-, n o estaba exento de originalidad. Sus pastiches
sucesivos de Edmond Rostand, Anna de Noailles y André
Gide, entre otros, son la mejor evidencia de que la copia
sumisa y la imitación creativa e inteligente n o son en modo
alguno lo mismo. Con la madurez, el poeta llegó a
conformar una de las obras más personales y sólidas de la
1 Frase con la que termina el poema "Le paquet rouge", de la recopilación Opéra, en
el que Cocteau da cuenta de la desesperación posterior a la muerte de Radiguet y q ue
anticipa el s u f r i m i e n t o expresado en el filme Le Sang d'un poète [La sangre de un poeta].
Siempre que se cite una obra se p o n d r á entre corchetes el n o m b r e en español c u a n do
exista traducción.
cultura francesa de la primera mitad de este siglo, siguiendo
la batuta inspiradora de otros imitadores de diferentes
disciplinas y que a su vez fueron geniales, como Picasso y
Stravinski. Así, su legado, en el que pueden incluirse
prácticamente todos los campos de la expresión artística
contemporánea, es absoluto y universal. El hecho de que
su p u n t o de partida haya sido en gran medida la imitación,
no le resta mérito alguno, como veremos más adelante.
Jean Cocteau se dividía siempre entre dos grandes
espacios, que nutrían y determinaban el desarrollo de sus
escritos: en invierno vivía el intenso ajetreo urbano y
creativo de París; en verano se consagraba a escribir cerca
del mar. La ciudad le permitía acumular los elementos
necesarios para poder construir, la playa y su tranquilidad
le daban el entorno ideal para hacerlo. Y el adjetivo no
tiene aquí valor de hipérbole: al regresar de Pramousquier
a París el 9 de noviembre de 1922, después de trabajar tres
meses en compañía de Raymond Radiguet, Cocteau trae
en su equipaje la mayoría de los Dessins del álbum que
publicará Stock dos años después, una adaptación de la
Antígona de Sófocles y otra de la obra anamita L'Epouse
injustement soupçonnée, los dos largos poemas La Rose de
François y Plain-Cbant, y también, no faltaba más, sus dos
primeras novelas: Le Grand Ecart y Thomas l'imposteur
[Thomas el impostor]. Tal despliegue delntërisîda'd creadora
no deja de resultar admirable, y u n o se pregunta cuál fue
el carburante que hizo posibles tantas obras en tan poco
tiempo.
Antes de 1922, Cocteau no se había interesado en la
novela. C o m o autor, su interés giraba en t o r n o a la poesía,
los argumentos para el ballet (que escribió para sus amigos
Diaghilev y Léonidc Massine), el ensayo, la crítica y el
dibujo. Ahora bien, el verano de 1922 es significativo
porque marca con toda claridad el surgimiento del novelista.
En mayo, acompañado de Raymond Radiguet, su
"maestro adolescente",2 Cocteau se instala en el Grand
Hôtel de la playa de Lavandou, en el Mediterráneo, y
después, a principios de agosto ambos se dirigen a la villa
Croix Fleurie, en Pramousquier, en busca de mayor
tranquilidad para escribir. Es durante estas "vacaciones"
cuando surgen Le Grand Ecart y Thomas l'imposteur.
Este súbito interés del poeta por las formas de la novela
puede explicarse por una irrefrenable motivación creativa:
en esos momentos Radiguet —con quien Cocteau ya se
siente absolutamente involucrado— está volviendo a escribir
la parte final de Le Diable au corps [El diablo en el cuerpo,
llamada primero Coeurvert] yestá iniciando Le Bal du comte
d'Orgel [El baile del conde de Orgel], y Cocteau, que ve en
Radiguet una de sus fuentes de inspiración, no puede dejar
pasar la oportunidad de imitar a su maestro y de medirse
con él en un terreno que le resultaba nuevo. La tentación,
para alguien tan inquieto como Cocteau, era mucha.
Raymond Radiguet había optado, para conseguir una
buena técnica narrativa, por la lectura de una enorme
cantidad de novelas, tanto buenas como malas. Sus preferencias,
sin embargo, eran marcadamente clásicas, y esto
terminó por influir en las lecturas de Cocteau. De hecho,
fue Radiguet quien lo hizo volver a leer —y en muchos
casos leer por primera vez— las obras maestras de la novela
francesa de análisis. El verano de 1922 estuvo marcado por
un regreso del poeta a las formas más estrictas del clasicismo,
consideradas de "derecha", regreso que se oponía a ciertos
intentos anteriores de búsqueda de nuevas propuestas
narrativas, de "izquierda". Este regreso a una expresividad
regida sobre todo por el antivanguardismo de Radiguet se
' C u a n d o se conocen en 1913, gracias a Max Jacob, el joven escritor antimodernista
tiene apenas 15 años. Además de su genio y su desfachatez para dar lecciones a los
grandes de su tiempo, su edad será d e t e r m i n a n t e en la relación con Cocteau, quien
para entonces cuenta con casi treinta años. El poeta se siente tan subyugado que JI
m o r i r Radiguet, es él quien se erige corno el huérfano de la relación.
manifiesta en un pastiche titulado La Rose de François,
inspirado en los poetas de la Pléiade y dedicado al editor
François Bernouard (con quien Cocteau dirigió la revista
Schéhérazade). El estilo depurado y riguroso de La Rose de
François, en el que el hipérbaton y las palabras poéticas se
repiten sin cesar, va a determinar muy claramente el de
Plain-Chant, sometido por entero al metro clásico y a la
rima.
Así, imbuidas también de este ímpetu clasicista, surgen
aquel verano dos pares de novelas "gemelas": Le Diable au
corps y Le Bal du comte d'Orgel, de Radiguet, y Le Grand Ecart
y Thomas l'imposteur, de Cocteau, que fueron resultado
directo de sus dos modelos. Existe entre ellas un muy
impresionante juego de simetrías: Le Diable au corps es el
relato de una importante relación heterosexual que marcó
a Radiguet. Por su parte, Cocteau buscó y encontró en sus
propias experiencias una relación que pudiera proporcionarle
los elementos para Le Grand Ecart, mismos que
encontró en una relación que tuvo con una actriz durante
su adolescencia.1 Todos estos antecedentes vienen a ser de
enorme importancia para comprender Ellibro blanco, pues
Cocteau, ya dueño de la práctica de la novela como medio
de expresión, echó mano del mismo proceso imitativo
para escribirlo.
Después de la muerte de Radiguet —el 12 de diciembre
de 1923—, tan violentamente dolorosa como prematura
(Cocteau estaba convencido de que debido a su juventud
y a su inexplicable destreza creativa y literaria, Radiguet
sólo estaba "prestado" en esta vida), el poeta siente que no
puede seguir creando. El vacío que se produce en su vida
es tal que durante un año entero no encuentra la manera
'Los pormenores de este juego de espejos l i t e r a r i o p o d e m o s verlos c o n d e t e n i m i e n to
en el ensayo de Milorad, "Romans jumeaux o u d e l ' i m i t a t i o n " (Cabienjean Cocteau,
8, Le romancier, Gallimard, Paris, 1979), y en la presentación que escribió
especialmente para El libro blanco y que p u e d e leerse más adelante.
de recuperarse y, agotado al limite, se procura los remedios
a su alcance: viajes a la playa, teatro, opio, y hasta cierto
estilo de vida religiosa, que tomó prestada de su amigo
Jacques Maritain. Sin embargo, cuando en 1925 encuentra
al "sustituto", al joven escritor Jean Desbordes —quien
para el artista no es sino la reaparición de Radiguet con
o t r o cuerpo pero con la misma alma—, Cocteau vuelve a
iniciar una novela, motivado por esta nueva presencia
"angélica" y por un proceso creativo ajeno. En efecto, en
un escenario similar al del verano de 1922, Jean Desbordes
escribe J'adore, un volumen de confidencias sensuales muy
marcadas por la religiosidad, en el que el amor supera a la
ley, y Cocteau se da a la tarea de buscar, en su propio
pasado, los recuerdos que habrán de conformar su Libro
blanco. El resultado es u n relato erótico de t o n o confesional,
intimista, que toma de la vida real del escritor muchos
elementos comprobables, aunque no pueda llegar a considerarse
cabalmente autobiográfico. Con el tiempo, y
después de navegar sin el apoyo de su autor, con la única
fuerza de su calidad —Cocteau no reconoció su autoría
sino muchos años y algunas ediciones después—, El libro
blanco nos permite conocer aspectos de la vida del poeta
que no mencionó después en ninguna parte. En este
sentido es u n libro indispensable, que nos abre el acceso a
los orígenes mismos de Jean Cocteau, como hombre y
como artista. Aunque su importancia literaria pueda
considerarse menor, su relevancia biográfica salta a la vista:
la mención, por ejemplo, de que su padre posiblemente fue
homosexual y que su suicidio pudo deberse en gran
medida a la imposibilidad de aceptar su condición, nos
permite comprender mejor que, para Cocteau, el suicidio
no fue nunca una salida de juventud a su propia homosexualidad,
aunque en algunos pasajes finales del Libro
blanco deja vislumbrar que tal posibilidad llegó a pasarle
por la mente.
Al parecer, Cocteau no tuvo con Desbordes la misma
fortuna que con Radiguet, en lo que se refiere a sus
respectivas cualidades y destrezas literarias. De hecho, la
historia otorga dimensiones de genialidad a Radiguet, en
tanto que a Desbordes se lo reconoce como un personaje
importante pero menor: para muchos, J'adore no está a la
altura de Le Diable au corps. Esta consideración podría sin
duda resultar incierta -sobre todo porque la posteridad
suele cambiar de parecer-, pero hay o t r o aspecto que es por
lo menos significativo. Desde el p u n t o de vista estructural,
la obra que Cocteau le debe a Desbordes no está al mismo
nivel que las inspiradas por Radiguet. De los tres libros que
nos ocupan —Le Grand Ecart, Thomas l'imposteur y El libro
blanco— sólo el último da la impresión de haberse concebido
con excesiva rapidez, como si n o hubiera tenido la
maduración necesaria para lograr una mayor sutileza en el
análisis del conjunto. Esto sin duda es una desventaja,
pues los tres se escribieron en lapsos igualmente breves. El
libro blanco parece por momentos demasiado esquemático,
sin transiciones ni desvanecidos, lo que lo hace resultar en
cierto modo excesivamente convencional y, con su secuencia
de muertes súbitas, h a r to melodramático. Sin embargo,
es probable que ésa precisamente haya sido la intención de
Cocteau. No debe, pasarse por alto que El libro blanco
difiere de sus dos antecesores en un detalle capital: Cocteau
no asumió su autoría sino mucho tiempo después, debido
tal vez al escándalo que un relato de temática homosexual
podía suscitar en 1928. La publicación anónima fue una
de las puertas de salida al previsible rechazo, y la otra, el
tono solemne, casi de arrepentimiento cristiano, que le
otorga al relato la disculpa anticipada del público, al
establecer entre la homosexualidad del narrador y su
aceptación explícita y gozosa el beneficio de la duda.
El libro blanco presenta, pues, características literarias
peculiares. Sin desear repetir lo ya mencionado, es menester
insistir en que este pequeño libro confesional nos da
muchas luces sobre la niñez y la adolescencia del poeta que,
cosa extraña, n o habían sido encendidas por casi n i n g u no
de sus exégetas. En él se mezclan y articulan por primera vez
aspectos fundadores de su obra, como semillas temáticas
que habrían de florecer posteriormente. Ahí están, entre
otros, el hombre-caballo, como recuerdo fulgurante con su
enorme carga de homosexualización del niño-espectador;
los gitanos robachicos que asombraron a Cocteau con sus
cuerpos bronceados y desnudos en los árboles; por primera
vez surge Dargelos, el compañero del liceo Condorcet,
con su incómoda y fascinante apariencia;* el marinero
Mala Suerte, tan determinante en la vida del protagonista
y que en la vida real de Cocteau fue un encuentro mucho
más tardío de lo que se menciona en el libro.
Así pues, la presente traducción surge como proyecto
debido al interés biográfico que presenta el libro d e n t r o de
la obra general de Jean Cocteau. Era un acto de justicia
restituir al libro, traduciéndolo, el lugar que durante tanto
tiempo se le ha negado. En general, la extensa obra de
Cocteau es en México tan célebre como desconocida.
Imaginemos cuánto no lo será este pequeño relato anónimo.
Así que la intención primera fue dar a conocer aquí
un libro prácticamente ignorado por los seguidores del
poeta. Y en cuanto a los aspectos propiamente técnicos de
la traducción, hay algunas consideraciones que resulta
importante mencionar.
Las más de las veces, el lector de una traducción se
encuentra inerme ante el texto, pues por lo general,
desconoce el original o está impedido para tener acceso a
' E n cuanto i Dargelos, personaje reincidente en la o b r a de Cocteau, pueden
leerse Les Enfants terribles [Los niños terribles] y las reflexiones que sobre este l i b ro se
hacen en Opium [Opio]. Se vuelve personaje cinematográfico desde 1910, e n Le Sanf
d'unpoete, filme que lo consagra visualmente c o m o símbolo y le otorga, veinte años
antes de que Melville adaptara Les Enfants terribles, el vigor físico que sin d u d a tuvo
en la vida real.
él. Así que explicaré brevemente el relato traducido que
está a p u n t o de leer. Salvo algunas adaptaciones mínimas,
que fueron imposiciones técnicas debidas al distanciamiento
lingüístico-cultural entre Francia y México, fue posible
que el texto conservara en español el mismo tono
dieciochesco, las mismas peculiaridades arcaizantes del
original que, por ser parte fundamental de este texto
moderno, se presentan como su voluntad estilística primordial.
La traducción contemporánea, no está de más
decirlo, ya ha dejado atrás la idea de que los traductores
están irremediablemente condenados a la infidelidad.
Cocteau mismo se preguntó alguna vez, en un ensayo no
muy conocido sobre la traducción,5 a qué se debían los
honores que el público extranjero otorga a los escritores si
por lo general no queda nada de ellos después de tanta
traición. Pero el marco conceptual en el que se apoya ahora
el a c to de traducir reposa en procedimientos más complejos,
que han dejado atrás, esperemos que para siempre, a las
Bellas Infieles de los siglos que precedieron al nuestro. El
ideal moderno de traducción busca que la misma voluntad
de estilo que se encuentra en el original -sea ésta cual fuere—,
se manifieste de la mejor manera y hasta donde sea
posible en la traducción. De ahí que las traducciones
literales, t a n to como las libres —responsables éstas de aquellas
Bellas Infieles, que incluso solían considerarse "mejores"
que el original—, estén acabadas c o m o procedimiento.
La tradición moderna exige, tanto en el caso de Cocteau y
su Libro blanco como en todos los demás, generar con las
herramientas del español la misma "voluntad de estilo"
que creó el autor con las del francés. El objeto es otorgar
a los lectores de la traducción las mismas posibilidades de
disfrute literario que tuvieron los lectores del original.
Esto, que podrá parecer una vanidad excesiva a los ojos de
5 " D e s t r a d u c t i o n s " , Journal d'un inconnu. París, Grasset, 1957.
muchos, para el traductor n o es otra cosa que su obligación
más humilde y ética.
Arturo Vázquez Barran
Agosto de 1995

Introducción
U n libro blanco, nos dice el diccionario, es una "recopilación
de documentos sobre un problema determinado"
En este caso, ¿de qué problema se trata? De la vida sexual
y sentimental del narrador. Una vida homosexual en su
mayor parte. Entonces, El libro blanco es, en términos
generales, u n expediente sobre la homosexualidad de su
narrador. Pero esto no es todo. El adjetivo "blanco" evoca
también la página en blanco, la ausencia de firma del
autor, de quien nadie dudó jamás, sin embargo, que se
tratara de Jean Cocteau. "La recibimos (esta obra] sin
nombre y s in dirección", hace decir el autor al editor en el
prólogo.
Este breve relato fue escrito hacia finales de 1927, en
Chablis, en la región de Yonne, en el Hotel de la Estrella,
de nombre predestinado para un poeta que siempre señaló
su firma con la estrella del destino. Jean Cocteau fue a
descansar a Chablis durante las fiestas navideñas, acompañado
del joven escritor Jean Desbordes. En esa época, Jean
Cocteau cree estar volviendo a vivir con Jean Desbordes lo
que vivió c on Raymond Radiguet unos años antes (Radiguet
m u r i ó en 1923): "Se ha producido un milagro del cielo",
escribe a Bernard Fay, "Raymond ha vuelto con otra apariencia
y a m e n u d o se delata." Así, en 1927 Jean Cocteau
volverá a vivir, con otro intérprete en el mismo papel, el
mismo guión que en 1921-1922. Así como Radiguet
escribía Le Diable au corps,y luego Le Bal du comte d'Orgel,
Desbordes escribe J'adore; así como Cocteau escribía Le
Grand Ecart, y luego Thomas l'imposteur, escribe El libro
blanco. Radiguet escribía una novela, Le Diable au corps,
basada en una relación heterosexual autobiográfica; casi de
inmediato, Cocteau hurgó en su propia memoria, de
donde exhumó lo que más podía acercarse al recuerdo de
Radiguet y que o r i g i nó Le Diable au corps: el recuerdo de su
propia relación heterosexual con la actriz y semimundana
Madeleine Carlier, y a partir del cual escribió u n a novela,
Le Grand Ecart Radiguet había "copiado" La Princesse de
Clèves, lo que había producido Le Bal du comte d'Orgel; de
inmediato, Cocteau "copió" La Chartreuse de Parme, lo que
produjo Thomas l'imposteur. Desbordes compone un volumen
de confidencias sensuales, impregnadas de religiosidad:
J'adore; Cocteau redacta una especie de autobiografía
erótica, entremezclada de arrepentimientos cristianos: El
libro blanco.
En una carta inédita a su madre, del 4 de enero de 1928,
desde Chablis, el poeta escribe: "Estoy releyendo Les
Confessions y puedo ponerle un nombre moderno a cada
persona." Es probable que Jean Cocteau haya tomado,
además de los textos de Jean Desbordes, Les Confessions de
Rousseau como modelo de El libro blanco, y que ello explique
el t o n o curiosamente dieciochesco de esta narración
moderna.
Un recuerdo más de Chablis. En otra carta inédita a su
madre —Chablis, 2 de enero de 1 9 2 8 - el poeta escribe:
"Pasé t o d o el primero del a ñ o contigo —encerrado en mi
cuarto después de estar en una iglesia fría y vacía. Me
encontraba solo en los asientos y pensaba: estamos hechos
a la imagen y semejanza de Dios —su falta de éxito es la de
todo lo que es bello y puro. Lo cual n o le impide ser ilustre
y ser temido." Reflexión que se vuelve, en El libro blanco:
"La iglesia estaba desierta (...) Admiraba la falta de éxito de
Dios; es la falta de éxito de las obras maestras. Lo cual no
impide que sean ilustres y que se les tema."
En las cartas que de Chablis le escribe Cocteau a su
madre, si bien habla de sus trabajos en curso —Le Mystère
late, estudio sobre el p i n t o r italiano Giorgio de Chirico, la
pieza La Voix humaine, etcétera—, nada menciona del
escandaloso Libro blanco. Es por u n juego de pruebas de
este último, que llevan la anotación Chablis, diciembre de
1927, suprimida en la impresión, como se conocen la fecha
y el lugar de composición de la obra.
El libro blanco se presenta como la narración cronológica,
hecha por u n narrador anónimo, de su vida en función de
su homosexualidad.
La obra arranca con dos recuerdos de infancia que
tuvieron una considerable importancia en la obra posterior
del poeta: ambos recuerdos son el origen de un tema
que aparecerá y volverá a aparecer en la obra, con diversos
aspectos, d u r a n t e casi toda la vida creativa de Cocteau.
Este es el primero de dichos recuerdos: el narrador niño
sorprende a u n joven granjero que, completamente desnudo,
monta a caballo; el impacto homosexual sobre el n i ño
es tan violento que lo hace desmayarse. El joven centauro,
alegoría misma de la homosexualidad (la bien conocida
historia del caso del pequeño Hans, en Freud, nos mostró
que el caballo simbolizaba la masculinidad paterna), es lo
que origina, en la obra de Cocteau, un tema de gran
importancia y que sufrirá curiosos avatares: el tema del
caballo o del hombre-caballo, cuyo desarrollo convendría
estudiar con detenimiento. (Para u n examen más profundo
de esta cuestión, entre algunas otras, me permito
remitir al lector a mi estudio intitulado "Le Livre blanc",
document secret et chiffré, en el Cahier Jean Cocteau,
número 8, Gallimard, 1979.)
El segundo recuerdo de infancia relatado en las primeras
páginas de El libro blanco, según se nos dice, sucedió el
año siguiente, en el mismo lugar que el primero. El
narrador-niño se pasea con su sirvienta (probablemente la
"alemana" del pequeño Jean, Fraülein Joséphine Ebel). De
pronto, la sirvienta pega un grito y se lleva al niño,
ordenándole que no mire hacia atrás. El n i ñ o desobedece
y ve a dos jóvenes gitanos desnudos que se trepan a los
árboles, a una gitana meciendo a un recién nacido, un
carromato, "una hoguera que humea, un caballo blanco
que está comiendo hierba". Como el primer recuerdo, y de
manera todavía más evidente, éste dará nacimiento, en la
vida y la obra de Cocteau, a toda una corriente temática a
la que podría darse el título de uno de los poemas de la
recopilación Opera de nuestro poeta: Los ladrones de niños.
Después de haber evocado estos determinantes recuerdos
de infancia, el narrador de El libro blanco nos expone su
situación familiar. Aquí, tal vez para enredar las pistas por
deferencia a su madre (los biógrafos Kihm, Sprigge y Béhar
nos revelan que si Cocteau publica sin el nombre del autor
El libro blanco es, según dice, para "evitarle sufrimientos a su
madre".1 El poeta invierte por completo sus verdaderos datos
biográficos: es su madre quien muere en lugar de su padre,
y con quien vive es con su padre en vez de con su madre.
El retrato que hace el narrador de El libro blanco de su
padre toma prestados algunos rasgos del verdadero padre
de Jean: el padre ác El libro blanco es "triste", y el de Jean
acabará suicidándose. Pero lo misterioso es que el narrador
de El libro blanco ve en una inconsciente homosexualidad
la causa de la tristeza paterna. Por la parte dejean Cocteau,
¿no se trata más que de algo imaginario o se trata de un
dato biográfico real, de un secreto de familia o por lo
menos de un rumor que atribuye a un caso de faltas a la
moral el enigmático suicidio de Georges Cocteau? Otro
biógrafo del poeta, Francis Stcegmuller, evoca en efecto "el
rumor según el cual [Georges Cocteau] era en secreto
homosexual".2 Y el narrador de El libro blanco escribe de su
padre: "En su época la gente se mataba por menos" (que
por el hecho de ser homosexual). El enigma subsiste.
'Jean-Jacques Kihm, Elizabeth Sprigge, Henri C. Bclur,/e<7n coclrmi.="" homme="" l="" lt="" tl="">
miroin. Edition: de la Table ronde, 19A8, pägina 192.
'Francis Sleegmuller, Cocltitii. Linie. Brown and C o m p a n y , Boston, T o r o n t o , 1970,
pjgina 10.
Después de este retrato paterno, El libro blanco pasa a los
recuerdos del liceo Condorcet, cuyo nombre no se modifica.
(Es en este liceo en donde Jean hizo una gran parte de
sus estudios.) As!, El libro blanco, "recopilación de documentos"
sobre la homosexualidad de su narrador, es lo que
hará aflorar por primera vez en la obra (si se exceptúan
algunos apuntes iniciales, que permanecieron inéditos, del
Potomak) uno de sus temas más conocidos: el del liceo
Condorcet, que gravita alrededor de un personaje que se
volvió mítico a partir de una base real, Dargelos, tema que
encontrará su explotación más célebre, un año después de
El libro blanco, en Les Enfants terribles.
El narrador de El libro blanco ve que sus compañeros
pasan "normalmente" a la heterosexualidad, mientras que
él mismo, en el fondo, sigue siendo homosexual. Obliga a
su naturaleza a imitarlos. En efecto, la imitación de sus
compañeros conduce ajean, en aquella época, a algunas
relaciones con mujeres, de las que se han conservado
algunos rastros en su biografía. La más importante, con
Madeleine Carlier, proporcionará el tema de su novela Le
Grand Ecart (1923). Resulta conveniente comparar esta
última novela con las páginas de El libro blanco que tratan
sobre los amores del narrador con Jeanne (Germaine en Le
Grand Ecart, Madeleine en la vida real). Más tarde, la pieza
Les Enfants, terribles (1938), en lo que respecta a la relación
del joven Michel y de Madeleine, así como a la desaprobación
familiar respecto de dicha relación, tomará prestada
una vez más para la aventura a Madeleine Carlier (y
hasta su verdadero nombre).
En c u a n t o a los amores del narrador de El libro blanco
con la prostituta Rose, y luego con su padrote Alfred o
Alfredo, parece que fueron, también, autobiográficos: en
un texto de unas cuantas páginas, intitulado Trottoir
—publicado en 1927, el año mismo en que se escribirá El
libro blanco, en un volumen colectivo de las ediciones
Émile-Paul, Tableaux de Parts—, Jean Cocteau, hablando
esta vez en su p r o p i o nombre, nos cuenta su relación, en
1912-1913, con una "putita", encontrada en "plena calle
entre la Madeleine y la Ópera"; numerosos detalles nos
permiten reconocer a la Rose de El libro blanco, su "hotel
M." de la plaza Pigalle (cuyo nombre completo de
"Marquise's Hotel" se nos revela aquí), y a su "mayate"
Después de estas inútiles tentativas de normalización,
el narrador de El libro blanco pasa definitivamente a la
homosexualidad. Primero, el teatro de estos amores homosexuales
es Toulon, en donde, en un "lugar de mala
muerte", el joven encuentra a u n marinero apodado Mala
Suerte. Ahora bien, este marinero constituye, en la biografía
real del poeta, un encuentro m u c h o mas tardío (verano
de 1927, por lo t a n t o muy reciente en la época en que jean
Cocteau escribía El libro blanco). Mala Suerte, cuyo verdadero
nombre era Marcel Serváis, va a inspirar en parte el
personaje de Máxime, el gemelo delincuente de la pieza La
Machinea ccrire (1939-1941), y el g u i ó n de una película que
n o se rodó, cuyo t í t u lo es precisamente Mala Suerte. Mala
Suerte es u n absoluto del marinero como Dargelos era un
absoluto del compañero de clase. A partir de 1922 y hasta
el año anterior a su muerte, es decir durante cuarenta
años, el poeta debía permanecer a menudo en la costa
mediterránea, particularmente en Villefranche y Toulon,
en donde, gracias a las armadas de guerra francesa y norteamericana,
el tema del marinero iba a encontrar con qué
enriquecerse.
En o t r o "lugar de mala muerte", el narrador de El libro
blanco asiste, escondido tras el espejo sin azogue de unos
baños, a las duchas eróticas de "la juventud obrera", lo que
da lugar a una breve y extraordinaria escena, la mejor del
libro, sobre las relaciones del narcisismo y la homosexualidad
—escena que enriquece además, de manera inesperada
y llena de consideraciones interesantes, el tema de los
espejos habitados, "practicables" como se dice en teatro,
tema que, de la pieza Orphée a la película Orphée, recorre la
obra de Cocteau.
A las tentaciones homosexuales viene a oponerse la
tentación religiosa. Aquí, volvemos a encontrar la etapa de
la vida de Cocteau, reciente también en la época de El libro
blanco, que en términos generales va de la muerte de
Raymond Radiguet (1923) al encuentro con Jean Desbordes
(1925). ¡Oh sorpresa, oh mezcla de géneros! El libro
blanco debe entonces unirse con la Lettre à Jacques Maritain
para informarnos sobre la "conversión" del poeta, y sobre
su relativo fracaso.
Después de esta tentativa religiosa, el narrador deEllibro
blanco conoce a u n muchacho, H., quien será el más grande
amor de su vida. El personaje de H. combina rasgos de
Raymond Radiguet con rasgos de Jean Desbordes (ya
hemos visto que Jean Cocteau los asimilaba). H. es escritor
como Desbordes y Radiguet. Posee, del Jean Desbordes de
J'adore (su primer libro, que aparecerá en 1928), la fe muy
libre que contribuye a hacer vacilar la fe tradicional del
narrador-Jean Cocteau, quien puso en la boca de H. las
ideas, y a veces las palabras, de J'adore: "A la obediencia
pasiva, opongo la obediencia activa. Dios ama el amor"...
Como Desbordes y Radiguet, H. tiene inclinaciones
heterosexuales que provocan los celos del narrador-Jean
Cocteau. Sin dejar de mezclar a Desbordes y Radiguet para
armar el pe/sonaje de H., El libro blanco prosigue con una
mención a la escapada a Córcega de Radiguet con el
escultor Bráncusi, aquí bautizado Marcel, en 1920, y a los
celos que el hecho le provocó a Béatrice Hastings, amante
de Radiguet, aquí llamada Miss R. Finalmente, la muerte
de H. en la "casa de salud de la calle B." está inspirada
en la muerte de Radiguet en la clínica de la calle Piccini.
Después del deceso de H., el narrador de El libro blanco
considera el matrimonio. Pero así como en un episodio
anterior había pasado de la prostituta Rose a su pretendido
hermano —el padrote Alfred o Alfredo—, igual pasa de su
novia al hermano de ésta. Este paso "anormal" del sexo
opuesto hacia el mismo sexo es simétrico al que, en Les
Enfants terribles, "normalmente" hará dirigirse a Paul de
Dargelos hacia Agathe, y a Gérard de Paul hacia su
hermana Elisabeth, igual que los compañeros del liceo
Condorcet habían pasado de los amores colegiales al amor
de las mujeres. Por lo demás, las claves de los personajes de
Mademoiselle de S. y de su terrible hermano, en El libro
blanco, bien podrían ser, con mucho, Jeanne y Jean
Bourgoint, los futuros modelos de Elisabeth y Paul.
Expulsado una vez más de la "normalidad", el narrador
de El libro blanco piensa en ordenarse, más que en poner su
vida en orden. Pero en el monasterio mismo vuelve a
encontrar, en la persona de un joven monje, la tentación
homosexual. Aquí, son las conversiones fracasadas de
Maurice Sachs y de Jean Bourgoint, posteriores y como
ejemplo de la de su amigo Jean Cocteau, las que inspiran
el episodio.
Después de este ú l t i m o fracaso, el narrador de El libro
blanco abandona Francia románticamente, y ahí termina
en forma repentina el relato de sus aventuras.
Este breve recorrido por El libro blanco nos mostró que
son muchos los hilos que unen este trabajo secreto a la
biografía y a la obra de su autor anónimo, que en gran
medida se aclaran mutuamente. En este sentido el libro es
valiosísimo: resulta una pieza indispensable del rompecabezas,
una piedra angular del edificio.
En el trayecto, también pudimos comprobar un fenómeno
de primera importancia para la comprensión de la
obra de Cocteau: El libro blanco, esta "recopilación de
documentos" sobre la sexualidad de su autor, representa
un verdadero semillero de temas literarios y artísticos, que
Jean Cocteau explota y desarrolla en otras partes —los
temas del hombre-caballo, de los gitanos, de Dargelos, del
Grand Ecart, del marino, del espejo, de la religión, de los
Enfants terribles, etcétera—, lo que prueba de manera contundente
hasta qué p u n t o la sexualidad, considerada en su
sentido amplio, constituye uno de los principales móviles
de la obra del poeta, incluso si en la anécdota de este libro
la sexualidad no se presenta mucho como tal en un primer
acercamiento. Esto no lo ignoraba Cocteau, quien me
declaraba, en una carta del 7 de octubre de 1958: "La
sexualidad hace la fuerza de mi obra."
Me atreveré a decir que es esta sexualidad profunda,
oculta —sexualidad que es una homosexualidad— lo que
valió a la obra de Cocteau los sentimientos extraordinarios
de amor, de odio o de incomprensión que ha suscitado y
suscita todavía, en función del tipo de sexualidad subyacente
de aquel o aquella que entra en contacto con la
misma, y sin que el lector o espectador siempre tengan
plena conciencia de ello. Ejemplos: el éxito de la obra entre
ciertas mujeres, por identificación; en el lado opuesto, la
execración de los surrealistas. Tendría que hacerse un
estudio interesante sobre los mecanismos profundos de las
diversas reacciones posibles del público frente a una obra
que la sexualidad recorre, transmutada, irreconocible
aunque singularmente eficaz, como la invisible energía de
un cable de alta tensión —"la fuerza que erige el portaplumas",
decía también Cocteau.
"Tal vez publique mi próximo libro sin nombre de
autor, sin nombre de editor, en unos cuantos ejemplares,
para ver si, enterrada viva, una obra tiene la fuerza de salir
sola de la tumba..." Esto es lo que puede leerse en Une
entrevue sur la critique avec Maurice Rouzaud, extensa entrevista
de Cocteau que no se publicará sino hasta 1929, pero
que por el contexto parece datar del año anterior. Así, el poeta
n o puede dejar de anunciar la aparición de su Libro blanco.
En efecto, El libro blanco se publica por primera vez el
25 de julio de 1928, "sin nombre de autor, sin nombre de
editor, en unos cuantos ejemplares". (El editor es en
realidad Les Quatre Chemins, que acaban de publicar Le
Mystère laïc, de J e a n Cocteau, el 30 de mayo del mismo
año.) La cubierta y la portada llevan un monograma,
dibujado por Cocteau y formado con las letras que
componen u n nombre: Maurice Sachs, quien trabaja entonces
en Les Quatre Chemins (véase Maurice Sachs, Le
Sabbat, éditions Correa, 1950, página 292). En la página
legal se lee: "Copyright by Maurice Sachs et Jacques
Bonjean, Paris." Una nota escrita a máquina recomienda
repartir entre los tipógrafos las sumas que una obra
semejante sea capaz de proporcionarle a su autor. La
edición no es más que de treinta y un ejemplares.
En su Journal de fecha 11 de octubre de 1929, André
Gide anota: "Leí El libro blanco de Cocteau que me prestó
Roland Saucier [librero], en espera del ejemplar prometido
por Cocteau." Se ve que desde entonces Gide n o respeta el
anonimato del autor. En medio de las pullas que por
costumbre le tiene reservadas a Cocteau, Gide condesciende
a reconocer: "Hay encanto en la forma en que están
narradas ciertas obscenidades."
El diez de mayo de 1930, reedición de El libro blanco con
un frontispicio, una página manuscrita y diecisiete dibujos
en color de Jean Cocteau ("dibujos por completo
coloreados a mano por M. B. Armington, artista-pintor"
en París, en las Editions du Signe. Esta vez, el tiro es de 450
ejemplares. Dibujos de tipo surrealista, oníricos, que de
hecho, más que ilustrarlo, establecen un c o n t r a p u n t o con
el texto.
En 1949, muy probablemente, reedición sin nombre de
autor, ni fecha. La cubierta tiene el dibujo de un rostro
visto de frente realizado por Cocteau; la portada, el
monograma (también dibujado por el poeta) y el nombre
de Paul Morihien, el joven editor de Cocteau en esa época.
El texto está ilustrado con cuatro dibujos grabados en
madera e impresos en tinta azul, del poeta también, pero
sin que su firma, con la que era pródigo, apareciese por
ninguna parte. Edición "limitada a 500 ejemplares numerados",
y "estrictamente reservada a los suscriptores". En
julio de 1957, traducción inglesa, con el t í t u l o / / White
Paper (en la cubierta) y The Wlnte Paper (en la portada), en
París, editada por The Olympia Press. "Prefacio e ilustraciones
de Jean Cocteau, de la Academia Francesa." En el
prefacio, el recién admitido en la Academia (su ingreso fue
en 1955) hace la pregunta de saber si el autor de El libro
blanco es él o no, pero deja en suspenso la respuesta. De los
nueve dibujos, reproducidos en tinta gris, seis de ellos
(páginas 17, 47, 59, 69, 77 y 85) son reelaboraciones un
tanto edulcoradas —debido a la censura— de las ilustraciones
libres hechas para la novela Qjierelle de Brest, de Jean
Genet, publicada diez años antes en las ediciones Paul
Morihien.
Así estaba la bibliografía de El libro blanco cuando
murió su autor, en 1963. Desde entonces, en 1970, el editor
Bernard Laville reprodujo, en versión de bolsillo, la
edición Morihien mencionada anteriormente, a la que
añadió la página manuscrita de las Editions du Signe,
además de gran cantidad de erratas.
Desde 1928, El libro blanco hizo pues una carrera
semiclandestina. Cocteau lo dedicó a menudo: "Un saludo
amistoso de mi juventud lejana", confiesa en el ejemplar
de Roger Peyrefitte. Y no protestó cuando incluyeron el
libro en su bibliografía.
Así, hasta estos últimos años liberadores, muchas
generaciones se pasaron El libro blanco por debajo de la
mesa: generaciones de homosexuales, de fervientes admiradores
del autor de Les Enfants terribles y de amantes de la
literatura, sin que estas tres categorías sean incompatibles.
Uno de los grandes atractivos del presente volumen es que
se reproducen de manera íntegra la serie de ilustraciones
de Jean Cocteau para la edición de 1930 de El libro blanco,
en las Editions du Signe. Esta significativa serie de dibujos,
que nos dicen mucho sobre las fantasías eróticas del poeta,
desde entonces nunca había sido publicada in extenso; los
únicos que habían podido disfrutarlos eran algunos bibliófilos
y ratones de biblioteca. Nos dimos cuenta de que
en las Editions du Signe, el coloreado de los dibujos no
pertenecía a su autor; por eso el presente volumen se limita
a reproducirlos en blanco y negro, lo que restituye en cierta
medida la versión inicial, debida tan sólo a nuestro
poeta-dibujante.
Milorad
Marzo de 1981
El libro blanco
Jean Cocteau
Publicamos esta obra porque en ella el talento supera con creces
a la indecencia y porque de ella se desprende una especie de
moraleja que impide a un hombre de principios ubicarla entre los
libros libertinos. La recibimos sin nombre y sin dirección.

(FRAGMENTO)

Hasta donde llegan mis recuerdos e incluso a la edad en que
la mente todavía no tiene influencia sobre los sentidos, encuentro
huellas de mi amor por los muchachos.
Siempre me gustó el sexo fuerte, que me parece legítimo
llamar el sexo bello. Mis desdichas se han debido a una
sociedad que condena lo raro como un crimen y nos obliga
a reformar nuestras inclinaciones.
Tres circunstancias decisivas me vuelven a la memoria.
Mi padre vivía en un pequeño castillo cerca deS. El castillo
tenía un parque. Al fondo del parque había una granja y
un abrevadero que n o pertenecían al castillo. Mi padre los
toleraba sin cercas, a cambio de los lácteos y los huevos que
el granjero traía a diario.
Una mañana de agosto, andaba yo merodeando por el
parque con una carabina cargada con fulminantes y,
jugando al cazador, oculto tras un seto, acechaba el paso
de algún animal, cuando vi desde mi escondite que un
joven granjero llevaba a bañar a un caballo de labranza.
Para poder entrar al agua y sabiendo que al final del parque
nunca se aventuraba nadie, cabalgaba completamente
desnudo y hacía resoplar al caballo a unos metros de mí.
Lo atezado de su rostro, de su cuello, de sus brazos, de sus
pies, al contrastar con la piel blanca, me recordaba las
castañas de Indias cuando salen de sus vainas, pero
aquellas manchas oscuras no eran las únicas. Había otra
qué atraía mis miradas, en medio de la cual un enigma se
perfilaba hasta en sus mínimos detalles.
Me zumbaron los oídos. Se me congestionó el rostro.
Mis piernas se quedaron sin fuerza. El corazón me latía
como un corazón de asesino. Sin darme cuenta, se me
nubló la vista y no me encontraron sino luego de cuatro
horas de búsqueda. Una vez en pie, me cuidé en forma
instintiva de revelar el motivo de mi debilidad y conté, a
riesgo de quedar en ridículo, que una liebre me había
espantado al salir desde los macizos.

La segunda vez sucedió al año siguiente. Mi padre había
autorizado a unos gitanos a que acamparan en aquel
mismo pedazo de parque en donde había perdido el
conocimiento. Yo me paseaba con mi sirvienta. De pronto,
lanzando gritos, me llevó de regreso, prohibiéndome que
mirara hacia atrás. El calor era resplandeciente. Dos
jóvenes gitanos se habían desvestido y trepaban a los
árboles. Espectáculo que espantó a mi sirvienta y que la
desobediencia enmarcó de manera inolvidable. Así viva
cien años, gracias a aquellos gritos y a la carrera que dimos,
siempre volveré a ver a una mujer que mece a un recién
nacido, un carromato, un fuego que humea, un caballo
blanco que come hierba, y trepando a los árboles, dos
cuerpos de bronce tres veces manchados de negro.
La última vez, si n o me equivoco, se trataba de un joven
sirviente llamado Gustave. A la mesa, casi no podía
contener la risa. Aquella risa me encantaba. A fuerza de dar
vueltas y más vueltas en mi cabeza al recuerdo del joven
granjero y de los gitanos, llegué a desear con todas mis
fuerzas que mi mano tocase lo que habían visto mis ojos.
Mi proyecto era de lo más ingenuo. Dibujaría una
mujer, le llevaría la hoja a Gustave, lo haría reír, le daría
valor y le pediría que me dejase tocar el misterio que,
cüaTTdó s~eTvia"ta mesa, imaginaba yotajouna-significativa
protuberancia del pantalón. Porque mujeres en paños
menores a la única que había visto era a mi sirvienta y creía
que los artistas les inventaban senos duros a las mujeres
mientras que en realidad todas ellas los tenían aguados. Mi
dibujo era realista. Gustave estalló en carcajadas, me
preguntó quién era mi modelo y como con una audacia
inconcebible fui directo al grano, aprovechando que se
meneaba todo, me rechazó, muy rojo, me jaló una oreja,
con el pretexto de que le hacía cosquillas y, muerto de
miedo de perder su puesto, me condujo hasta la puerta.
Algunos días después robó vino. Mi padre lo corrió.
Intercedí, lloré; t o d o resultó inútil. Acompañé a Gustave
hasta la estación. Llevaba un juego de pim pam pun que
le había yo regalado para su hijo, cuya fotografía me
mostraba a menudo.
Mi madre había muerto al traerme al m u n d o y siempre
había vivido frente a frente con mi padre, hombre triste y
encantador. Su tristeza era anterior a la pérdida de su
mujer. Incluso en la felicidad se había sentido triste y ésa
es la razón por la que a su tristeza le buscaba yo raíces más
profundas que su duelo.
El pederasta reconoce al pederasta como el judío al
judío. Lo adivina bajo la máscara, y yo me encargo de
descubrirlo entre las líneas de los libros más inocentes.
Esta pasión es menos sencilla de lo que suponen los
moralistas. Porque, así como existen mujeres pederastas,
mujeres con aspecto de lesbianas, pero que buscan a los
hombres de la especial manera en que los hombres las
buscan a ellas, también existen pederastas que se ignoran
a sí mismos y viven hasta el fin en un malestar que le
achacan a una salud débil o a un carácter sombrío.
Siempre pensé que mi padre se me parecía demasiado
como para diferir en este p u n t o capital. Es probable que
ignorase sus inclinaciones y en lugar de ir cuesta abajo, iba
penosamente cuesta arriba sin saber lo que le hacía la vida
tan pesada. De haber descubierto los gustos que nunca
encontró la ocasión de hacer florecer y que se me revelaban
por frases, por su forma de caminar, por mil detalles de su
persona, se habría ido de espaldas. En su época la gente se
mataba por menos. Pero no; él vivia en la ignorancia de sí
mismo y aceptaba su fardo.
Es posible que yo deba mi presencia en este mundo a
semejante ceguera. Lo deploro, pues a cada quien le habría
i d o mejor si mi padre hubiese conocido las alegrías que me
hubiesen evitado algunas desdichas.
Entré al liceo Condorcet en tercero de secundaria. Ahí,
los sentidos se despertaban sin control y crecían como
mala hierba. N o había otra cosa que bolsillos agujereados
y pañuelos sucios. Lo que más envalentonaba a los
alumnos era la clase de dibujo, ocultos por las murallas de
cartón. A veces, en la clase general, algún profesor irónico
interrogaba de p r o n t o a un alumno al borde del espasmo.
El alumno se levantaba, con las mejillas encendidas, y,
farfullando cualquier cosa, trataba de transformar un diccionario
en hoja de parra. Nuestras risas aumentaban su
perturbación.
La clase olía a gas, a gis, a esperma. Esa mezcla me daba
asco. Debo decir que lo que era un vicio a los ojos de todos
los alumnos, y que al n o serlo para mí o, para ser más exacto,
al parodiar sin gusto una forma de amor que mi instinto
respetaba, yo era el único que parecía reprobar aquellas cosas.
El resultado de esto eran eternos sarcasmos y atentados en
contra de lo que mis compañeros tomaban por pudor.
Pero Condorcet era un liceo de externos. Estas prácticas
no llegaban a ser amoríos; n o iban mucho más allá de los
límites de un juego clandestino.
Uno dejos alumnos, llamado Dargelos, gozaba de gran
prestigio debido a una virilidad muy por encima de su
edad. Se exhibía con cinismo y comerciaba con un espectáculo
que daba incluso a los alumnos de otras clases a
cambio de estampillas raras o tabaco. Los lugares que
rodeaban su pupitre eran lugares privilegiados. Vuelvo a
ver su piel morena. Por sus pantalones muy cortos y por
sus calcetines que caían hasta los tobillos, se adivinaba el
orgullo que sentía por sus piernas. Todos llevábamos
pantalones cortos, pero a causa de sus piernas de hombre,
Dargelos era el único que tenía las piernas desnudas. Su
camisa abierta liberaba un cuello ancho. Un poderoso rizo
se le torcía en la frente. Su cara de labios un poco gruesos,
de ojos un poco rasgados, de nariz un poco chata,

presentaba las menores características del tipo que debía
llegar a serme nefasto. Astucia de la fatalidad que se
disfraza, que nos produce la ilusión de ser libres y que, al
fin de cuentas, siempre nos hace caer en la misma trampa.
La presencia de Dargelos me ponía enfermo. Lo rehuía.
Lo espiaba. Soñaba con un milagro que lo hiciera fijarse en
mí, lo despojara de su altivez, le revelara el sentido de mi
actitud, que él debía de tomar por una gazmoñería ridicula
y que no era sino un deseo loco de agradarle.
Mi sentimiento era vago. No lograba precisarlo. Sólo
sentía incomodidad o delicia. De lo único que estaba seguro
era de que no se parecía en forma alguna al de mis
compañeros.
Un día, sin poder soportar más, me abrí con un alumno
cuya familia conocía a mi padre y al que yo frecuentaba
fuera del liceo. " C ó m o eres t o n t o —me dijo— es muy fácil.
Invita un domingo a Dargelos, llévalo atrás de los macizos
y asunto arreglado." ¿Qué asunto? No había ningún
asunto. Farfullé que no se trataba de un placer fácil de
tomar en clases y traté inútilmente de usar palabras para
darle forma a mi sueño. Mi compañero se encogió de
hombros. "¿Para qué —dijo— le buscas tres pies al gato?
Dargelos es más fuerte que nosotros (eran otros sus
términos). En cuanto lo halagas, dice que sí. Si te gusta, no
tienes más que echártelo."
La crudeza de este apostrofe me t r j s t o r n ó . Me di cuenta
de que era imposible hacerme entender. Admitiendo,
pensaba, que Dargelos aceptase una cita conmigo, ¿qué le
diría, qué haría? Mi gusto no seria divertirme cinco
minutos, sino vivir siempre con él. En pocas palabras, lo
adoraba, y me resigné a sufrir en süencio, pues, sin darle
a mi mal el nombre de amor, sentia yo muy bien que era
lo contrario de los ejercicios en clase y que no encontraría
respuesta alguna.
Esta aventura, que no habia tenido un inicio, tuvo un
final.

Alentado por el alumno con el que me había abierto,
le pedí a Dargelos una cita en un salón vacío después de la
sesión de estudio de las cinco. Llegó. Había contado con
que u n prodigio me dictase cómo debía comportarme. En
su presencia perdí la cabeza. Ya n o veía más que sus piernas
robustas y sus rodillas heridas, blasonadas de costras y de
tinta.-
—¿Qué quieres? —me preguntó, con una sonrisa cruel.
Adiviné lo que estaba suponiendo y que mi petición no
tenía n i n g ú n otro significado a sus ojos. Inventé cualquier
cosa.
—Quería decirte—farfullé— que el prefecto te está vigilando.
Era una mentira absurda, pues el encanto de Dargelos
había embrujado a nuestros maestros.
Son inmensos los privilegios de la belleza. Actúa incluso
sobre aquellos a los que parece no importarles nada.
Dargelos ladeó la cabeza con una mueca:
—¿El prefecto?
—Sí —proseguí, sacando fuerzas del terror—, el prefecto.
Oí que le decía al director: "Tengo vigilado a Dargelos. Está
exagerando. ¡No le quito los ojos de encima!"
—¡Ah! conque estoy exagerando —dijo—, pues bien,
amigo, se la voy a enseñar, al prefecto. Se la voy a enseñar
en la sala de armas; y en cuanto a ti, si me molestas sólo para
contarme semejantes pendejadas, te advierto que a la
primera que lo vuelvas a hacer te voy a patear las nalgas.
Desapareció.
Durante una semana pretexté que tenía calambres para
no ir a clases y no encontrar la mirada de Dargelos. A mi
regreso me enteré de que estaba enfermo y guardaba cama.
No me atrevía a pedir noticias suyas. Había rumores. El era
boy scout. Se decía que imprudentemente se había bañado
en el Sena helado, que tenía angina de pecho. Una tarde,
en clase de geografía, nos enteramos de su muerte. Las
lágrimas me obligaron a salir del salón. La juventud no es
tierna. Para muchos alumnos, aquella noticia, que el
director nos dio de pie, n o fue sino la autorización tácita
de no hacer nada. Y al día siguiente, las costumbres se
sobrepusieron al duelo.
A pesar de todo, el erotismo acababa de recibir el tiro
de gracia. Muchísimos pequeños placeres se perturbaron
por el fantasma del hermoso animal ante cuyas delicias la
muerte misma no había permanecido insensible.
En primero de preparatoria, después de las vacaciones,
un cambio radical se había producido en mis compañeros.
Les cambiaba la voz; fumaban. Se rasuraban una
sombra de barba, efectuaban salidas con la cabeza descubierta,
llevaban pantalones ingleses o pantalones largos. El
onanismo cedía su lugar a la fanfarronería. Circulaban
tarjetas postales. Toda aquella juventud se volvía hacia la
mujer como las plantas hacia el sol. Fue entonces cuando,
para seguir a los demás, comencé a falsear mi naturaleza.
Al precipitarse hacia su verdad, me arrastraban hacia la
mentira. Mi repulsión se la achacaba a mi ignorancia.
Admiraba yo su desenvoltura. Me esforzaba en seguir su
ejemplo y en compartir sus entusiasmos. Continuamente
tenía que vencer mis vergüenzas. Esa disciplina terminó
por hacerme bastante fácil el trabajo. Cuando mucho, me
repetía que el desentreno no era divertido para nadie, pero
que la buena voluntad de los demás era mayor que la mía.
El domingo, si hacú buen tiempo, nos íbamos en
grupo con todo y raquetas, con el pretexto de jugar al tenis
en Autcuil. Dejábamos las raquetas en ci camino, en casa
del portero de un condiscípulo cuya familia vivía en
Marsella, y nos apresurábamos hacia las casas de citas de
la calle de Provencc. Frente a la puerta de cuero, la timidez
de nuestra edad recuperaba sus derechos. íbamos y veníamos,
dudando ante aquella puerta como bañistas ante el
agua fria. Echábamos un volado para ver quién entraría
primero. Yo me moría de miedo de que la suerte me
designara a mí. Finalmente la víctima caminaba a lo largo
de los muros, se hundía en ellos y nos arrastraba tras de sí.
Nada intimida más que'los niños y las muchachas.
Demasiadas cosas nos separan de ellos y de ellas. N o se sabe
cómo romper el silencio y ponerse a su altura. En la calle
de Provence, el único terreno de entendimiento eran la
cama, en donde yo me tendía cercano a la muchacha, y el
acto que ambos realizábamos sin que de él obtuviésemos
el menor placer.
Envalentonados por aquellas visitas, empezamos a
abordar a las mujeres de la farándula, y así llegamos a conocer
a una personita que se hacía llamar Alice de Pibrac.
Vivía en la calle La Bruyère, en un modesto departamento
que olía a café. Si mal no recuerdo, Alice de Pibrac nos
recibía, pero sólo nos permitía admirarla en su sórdida
bata y con sus pobres cabellos sobre la espalda. Semejante
régimen exasperaba a mis compañeros y a mí me gustaba
mucho. A la larga, se cansaron de esperar y siguieron una
nueva pista. Se trataba de reunir el dinero que llevábamos,
de alquilar un palco en El Dorado durante la matinée de
los domingos, de arrojar ramos de violetas a las cantantes
y de ir a esperarlas a la puerta trasera, en medio de un frió
mortal.
Si cuento estas aventuras insignificantes, es para mostrar
la fatiga y el vacío que nos dejaba nuestra salida de los
domingos, y la sorpresa de oír a mis compañeros machacar
los detalles toda la semana.
Uno de ellos conocía a la actriz Berthe, quien me
presentó a Jeanne. Se dedicaban al teatro. Jeanne me
gustaba; le encargué a Berthe que le preguntase si consentiría
en volverse mi amante. Berthe me trajo una negativa
y me intimó a engañar a mi compañero con ella. Poco

después, al saber por él quejeanne se dolia de mi silencio,
fui a verla. Descubrimos que mi encargo nunca se había
cumplido y decidimos vengarnos reservándole a Berthe la
sorpresa de nuestra felicidad.
Esta aventura marcó mis dieciséis, diecisiete y dieciocho
años con tanta fuerza que todavía hoy me resulta
imposible ver el nombre de Jeanne en algún diario o su
retrato en algún muro, sin que me sienta impresionado. Y
sin embargo es posible no contar nada de este amor banal
que transcurría en esperas con las modistas y en desempeñar
un papel bastante ingrato, pues el armenio que
mantenía a Jeanne me tenía en gran estima y hacía de mí
su confidente.
El segundo año, las escenas comenzaron. Después de la
más encendida, que tuvo lugar a las cinco en la Plaza de
la Concordia, dejé a Jeanne en una isleta y corrí a mi casa.
A mitad de la cena ya estaba proyectando un telefonazo
cuando vinieron a anunciarme que una dama me esperaba
en un coche. Era Jeanne. " N o sufro —me dijo—porque me
hayas dejado plantada ahí, en la Plaza de la Concordia,
pero eres demasiado débil como para llevar hasta el final
un acto semejante. Todavía hace dos meses hubieras
regresado a la isleta después de haber atravesado la plaza.
No presumas de haber dado muestra de carácter, lo único
que probaste fue una disminución de tu amor." Aquel
peligroso análisis me aclaró las cosas y me mostró que la
esclavitud había llegado a su término.
Para reavivar mi amor, tuve que darme cuenta de que
Jeanne me engañaba. Me engañaba con Berthe. Esta
circunstancia me revela ahora las bases de mi amor. Jeanne
era un muchacho; le gustaban las mujeres, y yo la quería
con lo que mi naturaleza tenía de femenino. Las descubrí
acostadas, enredadas como un pulpo. Había que golpear,
y supliqué. Se burlaron, me consolaron, y aquello fue el fin
lamentable de una aventura que moría por sí sola y que no

obstante me causó los estragos suficientes como para
inquietar a mi padre y obligarlo a salir de la reserva en la
que siempre se mantenía con respecto a mí.
Una noche, cuando regresaba a casa de mi padre más
tarde que de costumbre, en la Plaza de la Madeleine, una
mujer me abordó con dulce voz. La miré, la encontré
encantadora, joven, fresca. Se llamaba Rose, le gustaba
conversar y caminamos de ida y vuelta hasta la hora en que
los verduleros, dormidos sobre las legumbres, dejan que
sus caballos atraviesen París desierto.
Salía yo al día siguiente para Suiza. Le di a Rose mi
nombre y mi dirección. Ella me enviaba cartas en papel
cuadriculado con una estampilla para la respuesta. Yo le
contestaba sin problema. A mi regreso, más feliz que
Thomas de Quincey, me encontré con Rose en la plaza en
donde nos habíamos conocido. Me rogó que fuera a su
hotel en la Plaza Pigal le.
El hotel M. era lúgubre. Lis escaleras apestaban a éter.
Es el consuelo de las muchachas que regresan con las
manos vacías. La habitación era del tipo de habitaciones
que nunca se arreglan. Rose fumaba en la cama. Le dije que
se veía muy bien. " N o hayque vermesin maquillar—dijo—.
No tengo cejas. Parezco un conejo ruso." Me convertí en
su amante. Rehusaba el menor regalo. Bueno, aceptó un
vestido con el pretexto de que no servía para nada en el
negocio, que era demasiado elegante y que lo guardaría en
su ropero como recuerdo.
Un domingo, tocaron a la puerta. Me levanté de prisa.
Rose me dijo que no me inquietara, que era su hermano y
que estaría encantado de verme.
El hermano se parecía al granjero y al Gustave de mi
infancia. Tenía diecinueve años y la peor de las apariencias.
Se llamaba Alfred o Alfredo y hablaba un francés extraño,
pero a mí no me preocupaba su nacionalidad; me
parecía pertenecer al país de la prostitución, que posee su
p r o p i o patriotismo y cuyo idioma bien podía ser aquél.
Si la cuesta por la que subía hacia la hermana estaba un
poco inclinada, se podrá adivinar a qué grado lo estaba la que
me hizo bajar hacia el hermano. Estaba, como dicen sus
compatriotas, al tanto de todo, y pronto nos las ingeniamos
para encontrarnos sin que Rose se diese cuenta de nada.
Para mí, el cuerpo de Alfred era más el cuerpo que
habían tomado mis sueños que el joven cuerpo poderosamente
armado de un adolescente cualquiera. Cuerpo
perfecto, aparejado de músculos como un navio de cuerdas
y cuyos miembros parecen desplegarse en estrella alrededor
de un pelambre de donde se levanta, mientras que la
mujer está construida para simular, la única parte que no
sabe mentir en el hombre.
Comprendí que me había equivocado de ruta. Me juré
que n o volvería a perderme, que seguiría en lo sucesivo mi
recto camino en vez de extraviarme en el de los demás y que
escucharía más las órdenes de mis sentidos que los consejos
de la moral.
Alfred devolvía mis caricias. Me confesó que n o era el
hermano de Rose. Era su padrote.
Rose seguía desempeñando su papel y nosotros el
nuestro, Alfred me cerraba un ojo, me daba un codazo y
a veces estallaba en carcajadas. Rose lo miraba con sorpresa,
sin sospechar que éramos cómplices y que entre nosotros
existían lazos que la astucia consolidaba.
Un día el mozo del hotel entró y nos encontró echados
a la derecha y a la izquierda de Rose: "Ve usted, Jules
—exclamó señalándonos a ambos—, mi hermano y mi
amorcito. Es todo lo que amo."
Las mentiras comenzaban a cansar al perezoso de
Alfred. Me confió que n o podía seguir con aquella forma
de vivir, trabajar en una acera, mientras Rose trabajaba en
la otra, y recorrer aquel negocio al aire libre en el que los
vendedores son la mercancía. En pocas palabras, me estaba
pidiendo que lo sacara de ahí.
Nada podía producirme más placer. Decidimos que yo
tomaría una habitación en un hotel de Ternes, que Alfred
se instalaría en ella de inmediato, que después de cenar iría
a rcunirme con él para pasar la noche, que ante Rose
fingiría que había desaparecido y que me lanzaría en su
búsqueda, lo que me haría libre y nos valdría muchos
buenos momentos.
Renté la habitación, instalé a Alfred y cené en casa de
mi padre. Después de la cena corrí al hotel. Alfred había
emprendido el vuelo. Esperé de las nueve hasta la una de
la mañana. Como Alfred no regresaba, volví a casa con el
corazón echando chispas.
Al día siguiente por la mañana, como a las once, fui a
ver qué pasaba; Alfred dormía en su habitación. Se
despertó, lloriqueó y me dijo que no había podido evitar
volver a sus costumbres, que n o podría estar sin Rose y que
la había buscado toda la noche, primero en su hotel, en el
que ya n o vivía, luego de acera en acera, en cada café de
Montmartre y en los bailes de la calle de Lappe.
—Claro —le dije— Rose está loca, tiene fiebre. Está viviendo
con una de sus amigas de la calle de Budapest.
Me suplicó que lo condujese allá en ese mismo instante.
La habitación de Rose en el hotel M. era un salón de
fiestas comparada con la de su amiga. Nos debatimos en
una espesa pasta de olores, de ropa y de sentimientos
dudosos. Las mujeres estaban en camisón. Alfred gemía en
el suelo frente a Rose y se abrazaba a sus rodillas. Yo estaba
pálido. Rose volvía hacia mi cara su rostro embadurnado
de afeites y lágrimas; me tendía los brazos: "Ven —gritaba—,
regresemos a la Plaza Pigalley vivamos juntos. Estoy segura
de que ésa es la idea de Alfred. ¿Verdá, Alfred?", añadió
jalándole los cabellos. El guardó silencio.
Debía ir con mi padre a Toulon para la boda de mi prima,
hija del vicealmirante G. F. El porvenir se me presentaba

siniestro. Anuncié este viaje familiar a Rose, los deposité, a
ella y a Alfred, que seguía mudo, en el hotel de la Plaza Pigalle
y les prometí que los visitaría en cuanto regresase.
En Toulon, me di cuenta de que Alfred me había robado
una cadenita de oro Era mi fetiche. Yo se la había
puesto en la muñeca, había olvidado tal circunstancia y él
no había tenido la precaución de recordármela.
Cuando regresé, que fui al hotel y entré a la habitación,
Rose se me prendió del cuello. Estaba oscuro. Al principio
no reconocí a Alfred. ¿Qué tenía pues de irreconocible?
La policía estaba peinando Montmartre. Alfred y Rose
temblaban debido a su nacionalidad dudosa. Se habían
conseguido unos pasaportes falsos, se aprestaban a poner
pies en polvorosa, y Alfred, embriagado por lo novelesco
del cinematógrafo, se había hecho teñir el cabello. Bajo
aquella cabellera negra su pequeña cara rubia se recortaba
con precisión antropométrica. Le reclamé mi cadena. Lo
negó todo. Rose lo denunció. El se debatía, maldecía, la
amenazaba, me amenazaba y blandía un arma.
Me escabullí y bajé la escalera de cuatro en cuatro, con
Alfred pisándome los talones.
Abajo, llamé un taxímetro. Le solté mi dirección, me subí
rápido y, cuando el taxímetro arrancaba, volví la cabeza.
Alfred se mantenía inmóvil frente a la puerta del hotel.
Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Tendía los
brazos; me llamaba. Bajo el cabello mal teñido, su palidez
daba lástima.
Tuve ganas de golpear los vidrios, de decirle al chofer que
parara. No era capaz de decidirme, ante aquella angustia
solitaria, a regresar cobardemente a las comodidades de la
familia, pero pensé en la cadena, en el arma, en los pasaportes
falsos, en aquella huida en la que Rose me pediría que los
siguiese. Cerré los ojos. Y todavía aiiora me basta con cerrar
los ojos en un taxímetro para qu'e se forme la pequeña silueta
de Alfred llorando bajo su cabellera de asesino.

Como el almirante estaba enfermo y mi prima se
encontraba en viaje de bodas, tuve que regresar a Toulon.
Resultaría fastidioso describir esta encantadora Sodoma,
en donde el fuego del cielo cae sin golpear en forma de sol
cariñoso. De noche, una indulgencia todavía más suave
inunda la ciudad y, como en Ñapóles, como en Venccia,
una muchedumbre de fiesta popular da vueltas en las
plazas adornadas con fuentes, con tiendas de oropel, con
vendedores de crepas, con merolicos. De todos los rincones
del mundo, los hombres subyugados por la belleza
masculina vienen a admirar a los marineros que vagan
solos o en grupo, responden a las miradas con una sonrisa
y no rechazan nunca un ofrecimiento de amor. Una sal
nocturna transforma al presidiario más brutal, al bretón
más rudo, al corso más huraño en esas muchachas altas y
escotadas, contoneantes, floridas, a las q u e les gusta el baile
y conducen a su compañero, sin la menor vergüenza, a los
hoteluchos del puerto.
Uno de los cafés en donde se baila es manejado por un
antiguo cantante de cafe-concert que posee voz de mujer y
que se exhibía como travestí. Ahora luce u n suéter y anillos.
Flanqueado por colosos de pompón rojo que lo idolatran
y a los que maltrata, anota, con una enorme escritura de
niño, sacando la lengua, los pedidos que su mujer anuncia
con ingenua rudeza.
Una noche en que empujé la puerta de aquella sorprendente
criatura, a la que su mujer y sus hombres rodean de
cuidados respetuosos, me quedé clavado en mi lugar.
Acababa de ver, de perfil, apoyado contra el piano mecánico,
al espectro de Dargelos. Dargelos de marinero.
De Dargelos, este doble tenía sobre todo la altivez, el
aspecto insolente y distraído. Se leía en letras de oro
Revoltosa sobre su gorra echada hacia adelante hasca la ceja
izquierda, una bufanda negra le ceñía el cuello y llevaba
uno de aquellos pantalones acampanados que en otros
tiempos permitían a los marineros abotonarlos sobre los
muslos y que prohiben los actuales reglamentos con el
pretexto de que son el símbolo del padrote.
En otra parte, jamás hubiese osado ponerme en el
ángulo de aquella mirada altiva. Pero Toulon es Toulon;
el baile evita el malestar de los preámbulos, arroja a los desconocidos
unos en brazos de otros y preludia el amor.
Con una música llena de rizos y sortijas, bailamos un
vals. Los cuerpos arqueados hacia atrás se funden por el
sexo, los perfiles graves bajan los ojos, girando menos
rápido que los pies que tejen y que a veces se plantan como
cascos de caballo. Las manos libres adoptan la pose
graciosa que afecta el pueblo para tomarse un vaso de vino
y para mearlo. Un vértigo de primavera exalta los cuerpos.
En ellos crecen ramas, se aplastan durezas, se mezclan
sudores, y allá va una pareja rumbo a las habitaciones con
relojes bajo capelos de cristal y con edredones.
Desprovisto de los accesorios que intimidan a un civil
y del tipo que afectan los marineros para darse valor,
Revoltosa se volvió un animal tímido. Le habían roto la
nariz en una riña con una garrafa. Una nariz recta podía
hacerlo insípido. Aquella garrafa había dado el último
toque a la obra maestra.
En su torso desnudo, ese muchacho, que me representaba
la suerte, llevaba tatuado Mala suerte, en mayúsculas
azules. Me c o n t ó su historia. Era breve. Ese tatuaje lastimoso
la resumía. Acababa de salir de la prisión marítima.
(...)

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