Perteneció al movimiento realista. Se trata de uno de los más destacados autores de este movimiento, uno de los artífices del fin de la prosa romántica. Tuvo una intensa vida ideológica, como sus personajes, evolucionó de las ideas liberales y revolucionarias a posiciones más tradicionalistas.
En 1857, escribe El hijo pródigo, drama de gran éxito. Más tarde interviene como soldado y periodista en la guerra de África, recogiendo todo lo que acontecía en la campaña y en su vida allí y que luego mandaba a su editor en una serie de artículos, que se recogieron bajo el título de Diario de un testigo de la guerra de África, en 1859, este libro es especialmente apreciado por su gran y prolija descripción de la vida militar.
Más adelante cultivó la literatura de viajes, contando en diversos artículos sus viajes por Italia (recogidos en De Madrid a Nápoles, 1861) y su Granada natal (La Alpujarra, 1873), en los que el realismo de las descripciones contrasta con la ilusión de una prosa que narra lo cercano y desconocido. Estos artículos rebasan el interés meramente periodístico, constituyendo un ejemplo para toda la literatura de viajes posterior.
Además fue académico de la Real Academia de la Lengua desde 1877. Hacia 1887, convencido de que en el camino del realismo lo había dado todo, se condenó al silencio.
El Sombrero De Tres Picos
Novela breve, exponente del realismo español, que vuelve al tradicional tema de la honra desde una perspectiva cómica. El sombrero de tres picos es una historia de enredo ambientada en un pueblo de Granada de la época, donde no faltan la picaresca y la sapienza popular de la cual era gran conocedor P.A. Alarcón ya que a parte de ser persona sencilla, era político lo cual le hacía estar en contacto con la gente llana. La historia del corregidor y la molinera ya estaba presente en numerosas canciones y romances, y Alarcón la recrea en su obra más celebrada condimentándola con suspenso y humor.
Transcribo para mis amigos lectores el capìtulo XX esta jocosa e inteligente novela:
XX
La duda y la realidad
Estaba abierta... ¡y él, al
marcharse, había oído a su mujer cerrarla con llave, tranca y cerrojo!
Por consiguiente, nadie más que
su propia mujer había podido abrirla.
Pero ¿cómo? ¿cuándo? ¿por qué?
¿De resultas de un engaño? ¿A consecuencia de una orden? ¿O bien deliberada y
voluntariamente, en virtud de previo acuerdo con el Corregidor?
¿Qué iba a ver? ¿Qué iba a saber?
¿Qué le aguardaba dentro de su casa? ¿Se habría fugado la señá Frasquita? ¿Se
la habrían robado? ¿Estaría muerta? ¿O estaría en brazos de su rival?
-El Corregidor contaba con que yo
no podría venir en toda la noche... -se dijo lúgubremente el tío Lucas-. El
Alcalde del Lugar tendría orden hasta de encadenarme, antes que permitirme
volver... ¿Sabía todo esto Frasquita? ¿Estaba en el complot? ¿O ha sido víctima
de un engaño, de una violencia, de una infamia?
No empleó más tiempo el sin
ventura en hacer todas estas crueles reflexiones que el que tardó en atravesar
la plazoletilla del emparrado.
También estaba abierta la puerta
de la casa, cuyo primer aposento (como en todas las viviendas rústicas) era la
cocina...
Dentro de la cocina no había
nadie.
Sin embargo, una enorme fogata
ardía en la chimenea...; ¡chimenea que él dejó apagada, y que no se encendía
nunca hasta muy entrado el mes de Diciembre!
Por último, de uno de los ganchos
de la espetera pendía un candil encendido...
¿Qué significaba todo aquello? ¿Y
cómo se compadecía semejante aparato de vigilia y de sociedad con el silencio
de muerte que reinaba en la casa?
¿Qué habla sido de su mujer?
Entonces, y sólo entonces, reparó
el tío Lucas en unas ropas que había colgadas en los espaldares de dos o tres
sillas puestas alrededor de la chimenea...
Fijó la vista en aquellas ropas,
y lanzó un rugido tan intenso, que se le quedó atravesado en la garganta,
convertido en sollozo mudo y sofocante.
Creyó el infortunado que se
ahogaba, y se llevó las manos al cuello, mientras que, lívido, convulso, con
los ojos desencajados, contemplaba aquella vestimenta, poseído de tanto horror
como el reo en capilla a quien le presentan la hopa.
Porque lo que allí veía era la
capa de grana, el sombrero de tres picos, la casaca y la chupa de color de
tórtola, el calzón de seda negra, las medias blancas los zapatos con hebilla y
hasta el bastón, el espadín y los guantes del execrable Corregidor... ¡Lo que
allí veía era la hopa de su ignominia, la mortaja de su honra, el sudario de su
ventura!
El terrible trabuco seguía en el
mismo rincón en que dos horas antes lo dejó la navarra...
El tío Lucas dio un salto de
tigre y se apoderó de él. Sondeó el cañón con la baqueta, y vio que estaba
cargado. Miró la piedra, y halló que estaba en su lugar.
Volviose entonces hacia la
escalera que conducía a la cámara en que había dormido tantos años con la señá
Frasquita, y murmuró sordamente:
-¡Allí están!
Avanzó, pues, un paso en aquella
dirección; pero en seguida se detuvo para mirar en torno de sí y ver si alguien
lo estaba observando...
-¡Nadie! -dijo mentalmente-.
¡Sólo Dios..., y Ese... ha querido esto!
Confirmada así la sentencia, fue
a dar otro paso, cuando su errante mirada distinguió un pliego que había sobre
la mesa...
Verlo, y haber caído sobre él, y
tenerlo entre sus garras, fue todo cosa de un segundo.
¡Aquel papel era el nombramiento
del sobrino de la señá Frasquita, firmado por D. Eugenio de Zúñiga y Ponce de
León!
-¡Este ha sido el precio de la
venta! -pensó el tío Lucas, metiéndose el papel en la boca para sofocar sus
gritos y dar alimento a su rabia-. ¡Siempre recelé que quisiera a su familia
más que a mí! ¡Ah! ¡No hemos tenido hijos!... ¡He aquí la causa de todo!
Y el infortunado estuvo a punto
de volver a llorar.
Pero luego se enfureció
nuevamente, y dijo con un ademán terrible, ya que no con la voz:
-¡Arriba! ¡Arriba!
Y empezó a subir la escalera,
andando a gatas con una mano, llevando el trabuco en la otra, y con el papel
infame entre los dientes.
En corroboración de sus lógicas
sospechas, al llegar a la puerta del dormitorio (que estaba cerrada), vio que
salían algunos rayos de luz por las junturas de las tablas y por el ojo de la
llave.
-¡Aquí están! -volvió a decir.
Y se paró un instante, como para
pasar aquel nuevo trago de amargura.
Luego continuó subiendo... hasta
llegar a la puerta misma del dormitorio.
Dentro de él no se oía ningún
ruido.
-¡Si no hubiera nadie! -le dijo
tímidamente la esperanza.
Pero en aquel mismo instante el
infeliz oyó toser dentro del cuarto...
¡Era la tos medio asmática del
Corregidor!
¡No cabía duda! ¡No había tabla
de salvación en aquel naufragio!
El Molinero sonrió en las
tinieblas de un modo horroroso. ¿Cómo no brillan en la obscuridad semejantes
relámpagos? ¿Qué es todo el fuego de las tormentas comparado con el que arde a
veces en el corazón del hombre?
Sin embargo, el tío Lucas (tal
era su alma, como ya dijimos en otro lugar) principió a tranquilizarse, no bien
oyó la tos de su enemigo...
La realidad le hacía menos daño que
la duda. Según le anunció él mismo aquella tarde a la señá Frasquita, desde el
punto y hora en que perdía la única fe que era vida de su alma, empezaba a
convertirse en un hombre nuevo.
Semejante al moro de Venecia (con
quien ya lo comparamos al describir su carácter), el desengaño mataba en él de
un solo golpe todo el amor, transfigurando de paso la índole de su espíritu y
haciéndole ver el mundo como una región extraña a que acabara de llegar. La
única diferencia consistía en que el tío Lucas era por idiosincrasia menos
trágico, menos austero y más egoísta que el insensato sacrificador de
Desdémona.
¡Cosa rara, pero propia de tales
situaciones! La duda, o sea la esperanza (que para el caso es lo mismo), volvió
todavía a mortificarle un momento...
-¡Si me hubiera equivocado!
-pensó-. ¡Si la tos hubiese sido de Frasquita!...
En la tribulación de su
infortunio, olvidábasele que había visto las ropas del Corregidor cerca de la
chimenea; que había encontrado abierta la puerta del molino; que había leído la
credencial de su infamia...
Agachóse, pues, y miró por el ojo
de la llave, temblando de incertidumbre y de zozobra.
El rayo visual no alcanzaba a
descubrir más que un pequeño triángulo de cama, por la parte del cabecero...
¡Pero precisamente en aquel pequeño triángulo se veía un extremo de las
almohadas, y sobre las almohadas la cabeza del Corregidor!
Otra risa diabólica contrajo el
rostro del Molinero.
Dijérase que volvía a ser
feliz...
-¡Soy dueño de la verdad!...
¡Meditemos! -murmuró, irguiéndose tranquilamente.
Y volvió a bajar la escalera con
el mismo tiento que empleó para subirla...
-El asunto es delicado...
Necesito reflexionar. Tengo tiempo de sobra para todo... -iba pensando mientras
bajaba.
Llegado que hubo a la cocina,
sentose en medio de ella, y ocultó la frente entre las manos.
Así permaneció mucho tiempo,
hasta que lo despertó de su meditación un leve golpe que sintió en un pie...
Era el trabuco que se había
deslizado de sus rodillas, y que le hacía aquella especie de seña...
-¡No! ¡Te digo que no! -murmuró
el tío Lucas, encarándose con el arma-. ¡No me convienes! Todo el mundo tendría
lástima de ellos..., ¡y a mí me ahorcarían! ¡Se trata de un Corregidor..., y
matar a un Corregidor es todavía en España cosa indisculpable! Dirían que lo
maté por infundados celos, y que luego lo desnudé y lo metí en mi cama...
Dirían, además, que maté a mi mujer por simples sospechas... ¡Y me ahorcarían!
¡Vaya si me ahorcarían! ¡Además, yo habría dado muestras de tener muy poca
alma, muy poco talento, si al remate de mi vida fuera digno de compasión!
¡Todos se reirían de mí! ¡Dirían que mi desventura era muy natural, siendo yo
jorobado y Frasquita tan hermosa! ¡Nada! ¡no! ¡Lo que yo necesito es vengarme,
y, después de vengarme, triunfar, despreciar, reír, reírme mucho, reírme de
todos..., evitando por tal medio que nadie pueda burlarse nunca de esta jiba
que yo he llegado a hacer hasta envidiable, y que tan grotesca sería en una
horca!
Así discurrió el tío Lucas, tal
vez sin darse cuenta de ello puntualmente, y, en virtud de semejante discurso,
colocó el arma en su sitio, y principió a pasearse con los brazos atrás y la
cabeza baja, como buscando su venganza en el suelo, en la tierra, en las
ruindades de la vida, en alguna bufonada ignominiosa y ridícula para su mujer y
para el Corregidor, lejos de buscar aquella misma venganza en la justicia, en
el desafío, en el perdón, en el cielo..., como hubiera hecho en su lugar
cualquier otro hombre de condición menos rebelde que la suya a toda imposición
de la naturaleza, de la sociedad o de sus propios sentimientos.
De repente, paráronse sus ojos en
la vestimenta del Corregidor...
Luego se paró él mismo...
Después fue demostrando poco a
poco en su semblante una alegría, un gozo, un triunfo indefinibles...; hasta
que, por último, se echó a reír de una manera formidable..., esto es, a grandes
carcajadas, pero sin hacer ningún ruido (a fin de que no lo oyesen desde
arriba), metiéndose los puños por los ijares para no reventar, estremeciéndose
todo como un epiléptico, y teniendo que concluir por dejarse caer en una silla
hasta que le pasó aquella convulsión de sarcástico regocijo. Era la propia risa
de Mefistófeles.
No bien se sosegó, principió a
desnudarse con una celeridad febril; colocó toda su ropa en las mismas sillas
que ocupaba la del Corregidor; púsose cuantas prendas pertenecían a éste, desde
los zapatos de hebilla hasta el sombrero de tres picos; ciñose el espadín;
embozose en la capa de grana; cogió el bastón y los guantes, y salió del molino
y se encaminó a la Ciudad, balanceándose de la propia manera que solía D.
Eugenio de Zúñiga, y diciéndose de vez en cuando esta frase que compendiaba su
pensamiento:
-¡También la Corregidora es
guapa!