miércoles, 30 de mayo de 2012

Pedro Antonio de Alarcòn: jocosidad e inteligencia-

Pedro Antonio de Alarcón y Ariza, novelista español (Guadix, Granada, 10 de marzo de 1833 – Valdemoro, Madrid, 19 de julio de 1891).


Perteneció al movimiento realista. Se trata de uno de los más destacados autores de este movimiento, uno de los artífices del fin de la prosa romántica. Tuvo una intensa vida ideológica, como sus personajes, evolucionó de las ideas liberales y revolucionarias a posiciones más tradicionalistas.

En 1857, escribe El hijo pródigo, drama de gran éxito. Más tarde interviene como soldado y periodista en la guerra de África, recogiendo todo lo que acontecía en la campaña y en su vida allí y que luego mandaba a su editor en una serie de artículos, que se recogieron bajo el título de Diario de un testigo de la guerra de África, en 1859, este libro es especialmente apreciado por su gran y prolija descripción de la vida militar.
Más adelante cultivó la literatura de viajes, contando en diversos artículos sus viajes por Italia (recogidos en De Madrid a Nápoles, 1861) y su Granada natal (La Alpujarra, 1873), en los que el realismo de las descripciones contrasta con la ilusión de una prosa que narra lo cercano y desconocido. Estos artículos rebasan el interés meramente periodístico, constituyendo un ejemplo para toda la literatura de viajes posterior.

Además fue académico de la Real Academia de la Lengua desde 1877. Hacia 1887, convencido de que en el camino del realismo lo había dado todo, se condenó al silencio.

 El Sombrero De Tres Picos

Novela breve, exponente del realismo español, que vuelve al tradicional tema de la honra desde una perspectiva cómica. El sombrero de tres picos es una historia de enredo ambientada en un pueblo de Granada de la época, donde no faltan la picaresca y la sapienza popular de la cual era gran conocedor P.A. Alarcón ya que a parte de ser persona sencilla, era político lo cual le hacía estar en contacto con la gente llana. La historia del corregidor y la molinera ya estaba presente en numerosas canciones y romances, y Alarcón la recrea en su obra más celebrada condimentándola con suspenso y humor.

Transcribo para mis amigos lectores el capìtulo XX  esta jocosa e inteligente novela:

 
XX
La duda y la realidad

Estaba abierta... ¡y él, al marcharse, había oído a su mujer cerrarla con llave, tranca y cerrojo!
Por consiguiente, nadie más que su propia mujer había podido abrirla.
Pero ¿cómo? ¿cuándo? ¿por qué? ¿De resultas de un engaño? ¿A consecuencia de una orden? ¿O bien deliberada y voluntariamente, en virtud de previo acuerdo con el Corregidor?
¿Qué iba a ver? ¿Qué iba a saber? ¿Qué le aguardaba dentro de su casa? ¿Se habría fugado la señá Frasquita? ¿Se la habrían robado? ¿Estaría muerta? ¿O estaría en brazos de su rival?
-El Corregidor contaba con que yo no podría venir en toda la noche... -se dijo lúgubremente el tío Lucas-. El Alcalde del Lugar tendría orden hasta de encadenarme, antes que permitirme volver... ¿Sabía todo esto Frasquita? ¿Estaba en el complot? ¿O ha sido víctima de un engaño, de una violencia, de una infamia?
No empleó más tiempo el sin ventura en hacer todas estas crueles reflexiones que el que tardó en atravesar la plazoletilla del emparrado.
También estaba abierta la puerta de la casa, cuyo primer aposento (como en todas las viviendas rústicas) era la cocina...
Dentro de la cocina no había nadie.
Sin embargo, una enorme fogata ardía en la chimenea...; ¡chimenea que él dejó apagada, y que no se encendía nunca hasta muy entrado el mes de Diciembre!
Por último, de uno de los ganchos de la espetera pendía un candil encendido...
¿Qué significaba todo aquello? ¿Y cómo se compadecía semejante aparato de vigilia y de sociedad con el silencio de muerte que reinaba en la casa?
¿Qué habla sido de su mujer?
Entonces, y sólo entonces, reparó el tío Lucas en unas ropas que había colgadas en los espaldares de dos o tres sillas puestas alrededor de la chimenea...
Fijó la vista en aquellas ropas, y lanzó un rugido tan intenso, que se le quedó atravesado en la garganta, convertido en sollozo mudo y sofocante.
Creyó el infortunado que se ahogaba, y se llevó las manos al cuello, mientras que, lívido, convulso, con los ojos desencajados, contemplaba aquella vestimenta, poseído de tanto horror como el reo en capilla a quien le presentan la hopa.
Porque lo que allí veía era la capa de grana, el sombrero de tres picos, la casaca y la chupa de color de tórtola, el calzón de seda negra, las medias blancas los zapatos con hebilla y hasta el bastón, el espadín y los guantes del execrable Corregidor... ¡Lo que allí veía era la hopa de su ignominia, la mortaja de su honra, el sudario de su ventura!
El terrible trabuco seguía en el mismo rincón en que dos horas antes lo dejó la navarra...
El tío Lucas dio un salto de tigre y se apoderó de él. Sondeó el cañón con la baqueta, y vio que estaba cargado. Miró la piedra, y halló que estaba en su lugar.
Volviose entonces hacia la escalera que conducía a la cámara en que había dormido tantos años con la señá Frasquita, y murmuró sordamente:
-¡Allí están!
Avanzó, pues, un paso en aquella dirección; pero en seguida se detuvo para mirar en torno de sí y ver si alguien lo estaba observando...
-¡Nadie! -dijo mentalmente-. ¡Sólo Dios..., y Ese... ha querido esto!
Confirmada así la sentencia, fue a dar otro paso, cuando su errante mirada distinguió un pliego que había sobre la mesa...
Verlo, y haber caído sobre él, y tenerlo entre sus garras, fue todo cosa de un segundo.
¡Aquel papel era el nombramiento del sobrino de la señá Frasquita, firmado por D. Eugenio de Zúñiga y Ponce de León!
-¡Este ha sido el precio de la venta! -pensó el tío Lucas, metiéndose el papel en la boca para sofocar sus gritos y dar alimento a su rabia-. ¡Siempre recelé que quisiera a su familia más que a mí! ¡Ah! ¡No hemos tenido hijos!... ¡He aquí la causa de todo!
Y el infortunado estuvo a punto de volver a llorar.
Pero luego se enfureció nuevamente, y dijo con un ademán terrible, ya que no con la voz:
-¡Arriba! ¡Arriba!
Y empezó a subir la escalera, andando a gatas con una mano, llevando el trabuco en la otra, y con el papel infame entre los dientes.
En corroboración de sus lógicas sospechas, al llegar a la puerta del dormitorio (que estaba cerrada), vio que salían algunos rayos de luz por las junturas de las tablas y por el ojo de la llave.
-¡Aquí están! -volvió a decir.
Y se paró un instante, como para pasar aquel nuevo trago de amargura.
Luego continuó subiendo... hasta llegar a la puerta misma del dormitorio.
Dentro de él no se oía ningún ruido.
-¡Si no hubiera nadie! -le dijo tímidamente la esperanza.
Pero en aquel mismo instante el infeliz oyó toser dentro del cuarto...
¡Era la tos medio asmática del Corregidor!
¡No cabía duda! ¡No había tabla de salvación en aquel naufragio!
El Molinero sonrió en las tinieblas de un modo horroroso. ¿Cómo no brillan en la obscuridad semejantes relámpagos? ¿Qué es todo el fuego de las tormentas comparado con el que arde a veces en el corazón del hombre?
Sin embargo, el tío Lucas (tal era su alma, como ya dijimos en otro lugar) principió a tranquilizarse, no bien oyó la tos de su enemigo...
La realidad le hacía menos daño que la duda. Según le anunció él mismo aquella tarde a la señá Frasquita, desde el punto y hora en que perdía la única fe que era vida de su alma, empezaba a convertirse en un hombre nuevo.
Semejante al moro de Venecia (con quien ya lo comparamos al describir su carácter), el desengaño mataba en él de un solo golpe todo el amor, transfigurando de paso la índole de su espíritu y haciéndole ver el mundo como una región extraña a que acabara de llegar. La única diferencia consistía en que el tío Lucas era por idiosincrasia menos trágico, menos austero y más egoísta que el insensato sacrificador de Desdémona.
¡Cosa rara, pero propia de tales situaciones! La duda, o sea la esperanza (que para el caso es lo mismo), volvió todavía a mortificarle un momento...
-¡Si me hubiera equivocado! -pensó-. ¡Si la tos hubiese sido de Frasquita!...
En la tribulación de su infortunio, olvidábasele que había visto las ropas del Corregidor cerca de la chimenea; que había encontrado abierta la puerta del molino; que había leído la credencial de su infamia...
Agachóse, pues, y miró por el ojo de la llave, temblando de incertidumbre y de zozobra.
El rayo visual no alcanzaba a descubrir más que un pequeño triángulo de cama, por la parte del cabecero... ¡Pero precisamente en aquel pequeño triángulo se veía un extremo de las almohadas, y sobre las almohadas la cabeza del Corregidor!
Otra risa diabólica contrajo el rostro del Molinero.
Dijérase que volvía a ser feliz...
-¡Soy dueño de la verdad!... ¡Meditemos! -murmuró, irguiéndose tranquilamente.
Y volvió a bajar la escalera con el mismo tiento que empleó para subirla...
-El asunto es delicado... Necesito reflexionar. Tengo tiempo de sobra para todo... -iba pensando mientras bajaba.
Llegado que hubo a la cocina, sentose en medio de ella, y ocultó la frente entre las manos.
Así permaneció mucho tiempo, hasta que lo despertó de su meditación un leve golpe que sintió en un pie...
Era el trabuco que se había deslizado de sus rodillas, y que le hacía aquella especie de seña...
-¡No! ¡Te digo que no! -murmuró el tío Lucas, encarándose con el arma-. ¡No me convienes! Todo el mundo tendría lástima de ellos..., ¡y a mí me ahorcarían! ¡Se trata de un Corregidor..., y matar a un Corregidor es todavía en España cosa indisculpable! Dirían que lo maté por infundados celos, y que luego lo desnudé y lo metí en mi cama... Dirían, además, que maté a mi mujer por simples sospechas... ¡Y me ahorcarían! ¡Vaya si me ahorcarían! ¡Además, yo habría dado muestras de tener muy poca alma, muy poco talento, si al remate de mi vida fuera digno de compasión! ¡Todos se reirían de mí! ¡Dirían que mi desventura era muy natural, siendo yo jorobado y Frasquita tan hermosa! ¡Nada! ¡no! ¡Lo que yo necesito es vengarme, y, después de vengarme, triunfar, despreciar, reír, reírme mucho, reírme de todos..., evitando por tal medio que nadie pueda burlarse nunca de esta jiba que yo he llegado a hacer hasta envidiable, y que tan grotesca sería en una horca!
Así discurrió el tío Lucas, tal vez sin darse cuenta de ello puntualmente, y, en virtud de semejante discurso, colocó el arma en su sitio, y principió a pasearse con los brazos atrás y la cabeza baja, como buscando su venganza en el suelo, en la tierra, en las ruindades de la vida, en alguna bufonada ignominiosa y ridícula para su mujer y para el Corregidor, lejos de buscar aquella misma venganza en la justicia, en el desafío, en el perdón, en el cielo..., como hubiera hecho en su lugar cualquier otro hombre de condición menos rebelde que la suya a toda imposición de la naturaleza, de la sociedad o de sus propios sentimientos.
De repente, paráronse sus ojos en la vestimenta del Corregidor...
Luego se paró él mismo...
Después fue demostrando poco a poco en su semblante una alegría, un gozo, un triunfo indefinibles...; hasta que, por último, se echó a reír de una manera formidable..., esto es, a grandes carcajadas, pero sin hacer ningún ruido (a fin de que no lo oyesen desde arriba), metiéndose los puños por los ijares para no reventar, estremeciéndose todo como un epiléptico, y teniendo que concluir por dejarse caer en una silla hasta que le pasó aquella convulsión de sarcástico regocijo. Era la propia risa de Mefistófeles.
No bien se sosegó, principió a desnudarse con una celeridad febril; colocó toda su ropa en las mismas sillas que ocupaba la del Corregidor; púsose cuantas prendas pertenecían a éste, desde los zapatos de hebilla hasta el sombrero de tres picos; ciñose el espadín; embozose en la capa de grana; cogió el bastón y los guantes, y salió del molino y se encaminó a la Ciudad, balanceándose de la propia manera que solía D. Eugenio de Zúñiga, y diciéndose de vez en cuando esta frase que compendiaba su pensamiento:
-¡También la Corregidora es guapa!



lunes, 28 de mayo de 2012

JAMES JOYCE




James Augustine Aloysius Joyce (en irlandés Séamas Seoighe, 1882 - 1941) es considerado como uno de los escritores más influyentes del siglo XX. Su fama es debida a obras como Dublineses, Retrato del artista adolescente y, sobre todo, a Ulises.
Novelista y poeta irlandés cuya agudeza psicológica e innovadoras técnicas literarias expresadas en su novela épica Ulises le convierten en uno de los escritores más importantes del siglo XX. Joyce nació en Dublín el 2 de febrero de 1882. Hijo de un funcionario acosado por la pobreza, estudió con los jesuitas, y en la Universidad de Dublin. Educado en la fe católica, rompió con la Iglesia mientras estudiaba en la universidad. En 1904 abandonó Dublín con Nora Barnacle, una camarera con la que acabaría casándose. Vivieron con sus dos hijos en Trieste, París y Zürich con los escasos recursos proporcionados por su trabajo como profesor particular de inglés y con los préstamos de algunos conocidos. En 1907 Joyce sufrió su primer ataque de iritis, grave enfermedad de los ojos que casi le llevó a la ceguera.
Siendo estudiante universitario, Joyce logró su primer éxito literario poco después de cumplir 18 años con un artículo, `El nuevo drama de Ibsen`, publicado en la revista Fortnightly Review de Londres. Su primer libro, Música de Cámara (1907), contiene 36 poemas de amor, muy elaborados, que reflejan la influencia de la poesía lírica isabelina y los poetas líricos ingleses de finales del siglo XIX. En su segunda obra, un libro de 15 cuentos titulado Dublineses (1914), narra episodios críticos de la infancia y la adolescencia, de la familia y la vida pública de Dublín. Estos cuentos fueron encargados para su publicación por una revista de granjeros, The Irish Homestead, pero el director decidió que la obra de Joyce no era adecuada para sus lectores. Su primera novela, Retrato del artista adolescente (1916), muy autobiográfica, recrea su juventud y vida familiar en la historia de su protagonista, Stephen Dedalus. Incapaz de conseguir un editor inglés para la novela, fue su mecenas, Harriet Shaw Weaver, directora de la revista Egoist, quien la publicó por su cuenta, imprimiéndola en Estados Unidos. En esta obra, Joyce utilizó ampliamente el monólogo interior, recurso literario que plasma todos los pensamientos, sentimientos y sensaciones de un personaje con un realismo psicológico escrupuloso. También de esta época data su obra de teatro Exiliados (1918).

Joyce alcanzó fama internacional en 1922 con la publicación de Ulises, una novela cuya idea principal se basa en la Odisea de Homero y que abarca un periodo de 24 horas en las vidas de Leopold Bloom, un judío irlandés, y de Stephen Dedalus, y cuyo clímax se produce al encontrarse ambos personajes. El tema principal de la novela gira en torno a la búsqueda simbólica de un hijo por parte de Bloom y a la conciencia emergente de Dedalus de dedicarse a la escritura. En Ulises, Joyce lleva aún más lejos la técnica del monólogo interior, como medio extraordinario para retratar a los personajes, combinándolo con el empleo del mimetismo oral y la parodia de los estilos literarios como método narrativo global. La revista estadounidense Little Review empezó en 1918 a publicar los capítulos del libro hasta que fue prohibido en 1920. Se publicó en París en 1922. Finnegans Wake (1939), su última y más compleja obra, es un intento de encarnar en la ficción una teoría cíclica de la historia. La novela está escrita en forma de una serie ininterrumpida de sueños que tienen lugar durante una noche en la vida del personaje Humphrey Chimpden Earwicker. Simbolizando a toda la humanidad, Earwicker, su familia y sus conocidos se mezclan, como los personajes oníricos, unos con otros y con diversas figuras históricas y míticas. Con Finnegans Wake, Joyce llevó su experimentación lingüística al límite, escribiendo en un lenguaje que combina el inglés con palabras procedentes de varios idiomas.

Las otras obras publicadas son dos libros de poesía, Poemas, manzanas (1927) y Collected Poems (1936). Stephen, el héroe, publicada en 1944, es una primera versión de Retrato. Además, en 1968, su biógrafo Richard Ellman publicó un original inédito Giacomo, pequeña obra considerada el antecedente del Ulises. Joyce empleaba símbolos para expresar lo que llamó `epifanía`, la revelación de ciertas cualidades interiores. De esta manera, sus primeros escritos describen desde dentro modos individuales y personajes, así como las dificultades de Irlanda y del artista irlandés a comienzos del siglo XX. Las dos últimas obras, Ulises y Finnegans Wake, muestran a sus personajes en toda su complejidad de artistas y amantes desde diversos aspectos de sus relaciones familiares. Al emplear técnicas experimentales para comunicar la naturaleza esencial de las situaciones reales, Joyce combinó las tradiciones literarias del realismo, el naturalismo y el simbolismo plasmándolos en un estilo y una técnica únicos. Después de vivir veinte años en París, cuando los alemanes invadieron Francia al principio de la II Guerra Mundial, Joyce se trasladó a Zürich, donde murió el 13 de enero de 1941.

jueves, 24 de mayo de 2012

LITERATURA CENTROAMERICANA

Con enorme placer transcribo  la charla - conferencia sobre LITERATURA CENTROAMERICANA realizada por la UNIVERSIDAD NACIONAL con la que se contò con la participaciòn de destacados filològos entre ellos la Dra. Margarita Rojas Gonzàlez.
Narraciones e historia en Centroamérica
Una literatura en guerra
Margarita Rojas G.
para CAMPUS
mmrojasg@ice.co.cr

La narrativa centroamericana -novelas, cuentos y relatos- publicada durante los últimos seis años, marca aparentemente un cambio de rumbo: desde 2005 muestra un interés creciente en la historia, con acontecimientos localizados preferentemente en las décadas de 1950 o de 1970.

El mapa literario contemporáneo está dominado por los escritores nacidos entre 1950 y 1964; entre estos la panameña CONSUELO TOMÁS, quien en 2009 ganó el premio nacional Ricardo Miró con su primera novela, Lágrima de dragón, una narración sencilla, cuyos hechos transcurren en una ciudad frente al mar, que tuvo una importante inmigración desde China y una violenta epidemia que diezmó la población. El escenario principal es una ciudad cerrada, clausurada para sus habitantes, que contiene una cárcel para quienes desobedezcan las órdenes de la cuadrilla temible que controla la epidemia.

La mayor parte de los personajes, incluido el protagonista, es huérfano; no hay grupos familiares ni parejas; algunos son criminales y otros adictos, como el apodado Fantasma, que había sido investigador y profesor de historia y filosofía y luego vive en unas ruinas mendingando cigarrillos. El acontecimiento inicial es el encuentro de un niño con la muerte, materializada en un cadáver que se están terminando de comer unos buitres, “íngrimo en la mitad de su deceso” (13). A pesar de la sencillez narrativa, los acontecimientos narrados son trágicos, pertenecen al orden de las calamidades sociales; la conclusión del texto, años después de la epidemia, no mejora la perspectiva: ante una investigación posterior, que trata inútilmente de recuperar el archivo perdido o robado, los protagonistas callan la verdad, algunos mueren o se suicidan y otros, que han armado una vida nueva, prefieren no referirse a la tragedia.

En el género de la literatura policial, en 2005 y 2009, aparecen dos novelas policiales que conjugan dos enfoques históricos: Mariposas negras para un asesino y El laberinto del verdugo, de JORGE MÉNDEZ LIMBRICK. Aunque la acción principal transcurre en el presente, en determinados momentos se retrocede temporalmente. En la primera, se inserta un relato narrado por un herbolario de la época del emperador romano Augusto, lo cual permite enlazar lo sucedido en un plan suprahistórico, que atraviesa las épocas desde la antigüedad hasta el presente: parece sugerirse que, así como existe una subciudad bajo la que todos vemos, a lo largo de los siglos ha habido una cofradía que actúa impunemente, hereda sus leyes y se mueve a través de los continentes.

En El laberinto del verdugo, el tiempo histórico se materializa en el archivo del país que cuida el nonagenario Gran Archivero de la Noche, exdelincuente adicto a la morfina y hábil restaurador de libros viejos. Este construyó un laberinto donde guarda la historia no oficial de Costa Rica, que se llama como la novela. El transcurrir del tiempo se marca por la vinculación de crímenes de jóvenes sucedidos desde inicios del siglo 20. Ante la inoperancia de la investigación policial, un periodista y el mismo archivero encuentran las claves en los viejos periódicos y archivos que resguarda el segundo de ellos.

En 2005 se descubrió en Guatemala el Archivo de la policía, gracias a las explosiones del polvorín del Ejército y material bélico de la guerra interna (1960-1996). El polvorín estaba dentro de un hospital, parte de un complejo de edificios policíacos: alrededor de 80 millones de documentos, incluidos libros de actas de la década de 1890 y que se ocultaron hasta la firma de la paz en 1996.

RODRIGO REY ROSA se ocupó de este Archivo en la obra que tituló Material humano (2009), quien cuenta acerca del llamado Gabinete de identificación, que estaba oculto bajo montículos de tierra. Le permitieron ver solo las fichas de identidad policíacas anteriores a 1970.

Otro relato sobre el mismo hecho es 300 de RAFAEL CUEVAS MOLINA, estructurado en cuatro categorías de capítulos: los de las víctimas, que narran sus secuestros; seis en los que habla gente común que busca una explicación a lo sucedido. En “De la parte de los otros-otros” se agrupan fragmentos de anticomunistas, guatemaltecos exiliados en EE.UU. y gente rica. También participan los burócratas que trabajaban en los archivos y policías; se trata, en fin, de un intento de armar el mapa de todos los posibles participantes en la terrible represión de ese país durante casi toda la mitad del siglo 20.

De la historia de Guatemala entre 1940-1950 y el golpe contra el presidente Jacobo Arbenz por Castillo Armas se ocupa la novela La lluvia (2007) y el cuento “El hombre perro” (El tercer patio, 2007) de ADOLFO MÉNDEZ VIDES. En ambos relatos, la novela y la historia política se entremezcla con la historia familiar; en la novela, por ejemplo, el cambio de gobierno coincide con la muerte del padre del protagonista, Muñoz. Este forma parte de un complot urdido por el arzobispo y un empresario bananero gringo, quienes aprovechan su fama de supuesto sanador. Constreñido por esta falsa cualidad, Muñoz se agrega a la galería de traidores y dobles. La lluvia se contextualiza en la historia mundial y guatemalteca: revela hechos violentos, como uno del dictador Rafael Carrera; asimismo, se cuenta del entierro simbólico del dictador ruso Stalin (1953) realizado en Antigua: el alcalde encabeza la marcha por las calles con un ataúd relleno de libros. Muñoz y Stalin poseen la cara marcada por la viruela padecida de niños, y ambos estudiaron en un seminario.

HORACIO CASTELLANOS MOYA publicó dos excelentes novelas que forman una trilogía con Donde no estén ustedes (2003): Tirana memoria (2008) y La sirvienta y el luchador (2011). Narran los acontecimientos sucedidos a una familia de clase media-alta salvadoreña inmersos en la historia política del país desde 1944 hasta 1980. Tirana memoria se concentra en la organización social surgida por varios abusos del dictador Maximiliano Hernández Martínez, que gobernó entre 1931 y 1944: levantamiento militar, represión, huelga general de la sociedad civil y renuncia del general dictador.

La historia de la familia Aragón se vuelve a recuperar en otro período álgido en La sirvienta y el luchador. Descendientes, militares y combatientes se entremezclan en un violento escenario. El luchador es el Vikingo, uno de los que secuestran al nieto del periodista, el militante comunista Roberto Castellanos y su esposa danesa Ane-tte, llamados en la novela Betico y Brita; la empleada es María Elena, quien lo identifica y lo sigue. El azar domina la cadena de hechos políticos y familiares entremezclados: los miembros de una misma familia se oponen por sus posiciones ideológicas y unos atentan contra otros sin saberlo. Se trata de una guerra que atraviesa todas las estructuras sociales, que no respeta espacios privados ni públicos, en uno de los años más cruentos de la guerra salvadoreña. La familia Aragón sirve de nudo alrededor del cual giran los hechos de las tres novelas y a partir del cual la escritura teje una compleja trama de relaciones secretas y de traiciones. Son cuarenta años novelados para tratar de descubrir en su imbricado tejido una historia, la de una violenta guerra sucia y el final de una familia.

En la mayor parte de los relatos estudiados el tiempo histórico se fragmenta en un mosaico narrativo; además, en casi todos, los personajes y los acontecimientos ficticios se mezclan con los hechos y los documentos históricos, sin ocultar la procedencia –la web, por ejemplo-. La referencia a épocas convulsas de la historia centroamericana delinea un mapa violento, de guerra: es la época de ruptura de las reglas que sostenían el equilibrio con lo cual sus propios gobiernos destruyeron las sociedades que les tocaba proteger.

sábado, 19 de mayo de 2012


HOMENAJE:III- 


 GRINGO VIEJO.
«En 1913, el escritor norteamericano Ambrose Bierce, misántropo, periodista de la cadena Hearst y autor de hermosos cuentos sobre la Guerra de Secesión, se despidió de sus amigos con algunas cartas en las que, desmintiendo su reconocido vigor, se declaraba viejo y cansado». Sin embargo, en todas ellas se reservaba el derecho de escoger su manera de morir. La enfermedad y el accidente -por ejemplo, caerse por una escalera- le parecían indignas de él. En cambio, ser ajusticiado ante un paredón mexicano... Ah -escribió en su última carta-, ser un gringo en México, eso es eutanasia.
«Entró en México en noviembre y no se volvió a saber de él. El resto es ficción.»

GRINGO VIEJO (fragmento).
GRINGO VIEJO – CARLOS FUENTES


Publicado por el 
FONDO DE CULTURA ECONOMICA
Colección Tierra Firme
Primera Edición , 1985
Impreso en México


A William Styron, cuyo padre
Me incluya en sus sueños sobre la
guerra civil norteamericana

Mas, ¿Quien conoce el destino de sus huesos,
O cuantas veces va a ser enterrado?
THOMAS BROWNE

Lo que tu llamas morirse
Es simplemente el ultimo dolor
AMBROSE BIERCE

I

Ella se sienta sola y recuerda.
Vio una y otra vez los espectros de Arroyo y la mujer con cara de luna y el gringo viejo, cruzando frente a su ventana. No eran fantasmas. Sencillamente, habían movilizado sus propios pasados, con la esperanza de que ella haría lo mis-mo reuniéndose con ellos.
Pero a ella le tomó largo tiempo hacerlo.
Primero tuvo que dejar de odiar a Tomás Arroyo por enseñarle lo que pudo ser y luego prohibirle que jamás fuese lo que ella pudo ser:
Él siempre supo que ella regresaría a su casa.
Pero le permitió verse como sería si hubiera permanecido; y esto es lo que ella nunca podría ser.
Este odio tuvo que purgarse dentro de ella, y le tomó muchos años hacerlo. El gringo viejo ya no estaba allí para ayudarla. Tomás Arroyo ya no estaba allí. Tom Brook. Pudo haberle dado un hijo así nombrado. No tenía derecho a pensarlo. La mujer de la cara de luna se lo había llevado con ella a un destino sin nombre. Tomás Arroyo había terminado.
Los únicos momentos que le quedaban eran aquellos cuando ella cruzó la frontera y miró hacia atrás y vio a los dos hombres, el soldado Inocencio y el niño Pedrito, y detrás de ellos, lo piensa ahora, vio al polvo organizarse en una especie de cronología silenciosa que le impedía recordar, ella fue a México y regresó a su tierra sin memoria y México ya no estaba al alcance de la mano. México había desapare-cido para siempre, pero cruzando el puente, del otro lado del río, un polvo memorioso insistía en organizarse sólo para ella y atravesar la frontera y barrer sobre el mezquite y los trigales, los llanos y los montes humeantes, los largos ríos hondos y verdes que el gringo viejo había anhelado, hasta llegar a su apartamento en Washington en la ribera del Potomac, el Atlántico, el centro del mundo. 
El polvo se esparció y le dijo que ahora ella estaba sola.
Y recordaba. 
Sola.



II

-El gringo viejo vino a México a morirse.
El coronel Frutos García ordenó que rodearan el montícu-lo de linternas y se pusieran a escarbar recio. Los soldados de torso desnudo y nucas sudorosas agarraron las palas y las clavaron en el mezquital.
Gringo viejo: así le dijeron al hombre aquel que el coro-nel recordaba ahora mientras el niño Pedro miraba intensamente a los hombres trabajando en la noche del desierto: el niño vio de nuevo una pistola cruzándose en el aire con un peso de plata.
-Por puro accidente nos encontramos aquella mañana en Chihuahua y aunque él no lo dijo, todos entendimos que estaba aquí para que lo matáramos nosotros, los mexicanos. A eso vino. Por eso cruzó la frontera, en aquellas épocas en que muy pocos nos apartábamos del lugar de nuestro naci-miento.
Las paletadas de tierra eran nubes rojas extraviadas de la altura: demasiado cerca del suelo y la luz de las linternas. -Ellos, los gringos, sí -dijo el coronel Frutos García-, se pasaron la vida cruzando fronteras, las suyas y las ajenas -y ahora el viejo la había cruzado hacia el sur porque ya no te-nía fronteras que cruzar en su propio país.
-Cuidadito.
("¿Y la frontera de aquí adentro?", había dicho la gringa tocándose la cabeza. "¿Y la frontera de acá adentro?", había dicho el general Arroyo tocándose el corazón. "Hay una frontera que sólo nos atrevemos a cruzar de noche -ha-bía dicho el gringo viejo-: la frontera de nuestras diferen-cias con los demás, de nuestros combates con nosotros mismos.")
-El gringo viejo se murió en México. Nomás porque cruzó la frontera. ¿No era ésa razón de sobra? -dijo el coro-nel Frutos García.
-¿Recuerdan cómo se ponía si se cortaba la cara al rasu-rarse? -dijo Inocencio Mansalvo con sus angostos ojos verdes.
-O el miedo que le tenía a los perros rabiosos -añadió el coronel.
-No, no es cierto, era valiente -dijo el niño Pedro.
-Pues para mí que era un santo -se rió la Garduña. 
-No, simplemente quería ser recordado siempre como fue -dijo Harriet Winslow.
-Cuidadito, cuidadito.
-Mucho más tarde, todos nos fuimos enterando a pe-dacitos de su vida y entendimos por qué vino a México el gringo viejo. Tenía razón, supongo. Desde que llegó dio a entender que se sentía fatigado; las cosas ya no marchaban como antes, y nosotros lo respetábamos porque aquí nunca pareció cansado y se mostró tan valiente como el que más. Tienes razón, muchacho. Demasiado valiente para su propio bien.
-Cuidadito.
Las palas pegaron contra la madera y los soldados se detuvieron un instante, limpiándose el sudor de las frentes.
Bromeaba el gringo viejo: "Quiero ir a ver si esos mexi-canos saben disparar derecho. Mi trabajo ha terminado y yo también. Me gusta el juego, me gusta la pelea, quiero verla."
-Claro, tenia ojos de despedida.
-No tenía familia.
-Se había retirado y andaba recorriendo los lugares de su juventud, California donde trabajó de periodista, el sur de los Estados Unidos donde peleó durante la guerra civil, Nueva Orleáns donde le gustaba beber y mujerear y sen-tirse el mero diablo.
-Ah, qué mi coronel tan sabedor.
-Cuidadito con el coronel; parece que ya se le subieron y nomás está oyendo.
-Y ahora México: una memoria de su familia, un lugar adonde su padre había venido, de soldado también, cuando nos invadieron hace más de medio siglo.
"Fue un soldado, luchó contra salvajes desnudos y siguió la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada, muy al sur."
Bromeaba el gringo viejo: "Quiero ver si esos mexicanos saben disparar derecho. Mi trabajo ha terminado y yo tam-bién."
-Esto no lo entendíamos porque lo vimos llegar tan gi-rito al viejo, tan derechito y sin que las manos le temblaran. Si entró a la tropa de mi general Arroyo fue porque tú mismo, Pedrito, le diste la oportunidad y él se la ganó con una Colt .44.
Los hombres se hincaron alrededor de la fosa abierta y arañaron los ángulos de la caja de pino.
-Pero también decía que morir despedazado delante de un paredón mexicano no era una mala manera de despe-dirse del mundo. Sonreía: "Es mejor que morirse de an-ciano, de enfermedades o porque se cayó uno por la escalera."
El coronel se quedó callado un instante: tuvo la clara sen-sación de oír una gota que caía en medio del desierto. Miró al cielo seco. El rumor del océano se apagó.
-Nunca supimos cómo se llamaba de verdad -añadió mi-rando a Inocencio Mansalvo, desnudo y sudoroso, de rodillas ante la caja pesada y tenazmente atada al desierto, como si en tan poco tiempo hubiera echado raíces-; los nombres gringos nos cuestan mucho trabajo, igual que las caras gringas, que todas nos parecen igualitas; hablan en chino los gringos -se carcajeó la Garduña, que por nada de este mundo se perdía un entierro, cuantimenos un desentierro-; sus caras son en chino, deslavadas, todititas igualitas para nosotros.
Inocencio Mansalvo arrancó un tablón medio podrido de la caja y apareció la cara del gringo viejo, devorada por la noche más que por la muerte: devorada, pensó el coronel Frutos García, por la naturaleza. Esto le daba al rostro cur-tido, verdoso, extrañamente sonriente porque el rictus de la boca había dejado al descubierto las encías y los dientes largos, dientes de caballo y de gringo, un aire de burla per-manente.
Todos se quedaron mirando un minuto lo que las luces de la noche dejaban ver, que eran las luces gemelas de los ojos hundidos pero abiertos del cadáver. Al niño lo que más le llamó la atención fue que el gringo apareciera peinado en la muerte, el pelo blanco aplacado como si allá abajo anduviera un diablito peinador encargado de humedecerles el pelo a los muertos para que se vieran bien al encontrarse con la pelona.
-La pelona -exclamó a carcajadas la Garduña.
-Apúrenle, apúrenle -dio la orden Frutos García-, sá-quenlo de prisa que mañana mismo debe estar en Camargo el cabrón viejo este -dijo con la voz medio atorada el coro-nel-, apúrense que ya va camino del polvo y si viniera un viento, se nos va para siempre el gringo viejo.. .

Y la verdad es que casi sucedió así, soplando el viento entre tierras abandonadas, barriales y salinas, tierras de indios insumisos y españoles renegados, cuatreros azarosos y minas dejadas a la oscura inundación del infierno: la verdad es que casi se va el cadáver del gringo viejo a unirse al viento del desierto, como si la frontera que un día cruzó fuera de aire y no de tierra y abarcara todos los tiempos que ellos podían recordar detenidos allí, con un muerto desenterrado entre los brazos; la Garduña quitándole la tierra del cuer-po al gringo viejo, gimiente, apresurada; el niño sin atre-verse a tocar a un muerto: los demás recordando a ciegas los largos tiempos y los vastos espacios de un lado y otro de la herida que al norte se abría como el rió mismo desde los cañones despeñados: islas en los desiertos del norte, viejas tierras de los pueblos, los navajos y los apaches, cazadores y campesinos sometidos a medias a las furias aventureras de España en América: las tierras de Chihuahua y el rió Grande venían misteriosamente a morir aquí, en este páramo donde ellos, un grupo de soldados, mantenían por unos se-gundos la postura de la piedad, azorados ante su propio acto y la compasión hermana del acto, hasta que el coronel dijo de prisa, rompió el instante, de prisa, muchachos, hay que devolver al gringo a su tierra, son órdenes de mi general.
Y luego miró los ojos azules hundidos del muerto y se asustó porque los vio perder por un momento la lejanía que necesitamos darle a la muerte. A esos ojos les dijo porque parecían vivos aún:
-¿Nunca piensan ustedes que toda esta tierra fue nues-tra? Ah, nuestro rencor y nuestra memoria van juntos.
Inocencio Mansalvo miró duro a su coronel Frutos García y se puso el sombrero tejano cubierto de tierra. Se fue hacia su caballo regando tierra desde la cabeza y luego todo se precipitó, acciones, órdenes, movimientos: una sola escena, cada vez más lejana, más apagada, hasta que ya no fue posible ver al grupo del coronel Frutos García y el niño Pedro, la carcajeante Garduña y el rendido Inocencio Mansalvo; los soldados y el cadáver del gringo viejo, envuelto en una fra-zada y amarrado, tieso, a un trineo del desierto: una camilla de ocote y cuerdas de cuero arrastrada por dos caballos ciegos.
-Ah -sonrió el coronel-, ser un gringo en México. Eso es mejor que suicidarse. Eso decía el gringo viejo.





viernes, 18 de mayo de 2012

LA MUERTE DE ARTEMIO CRUZ


LA MUERTE DE ARTEMIO CRUZ.
Los últimos momentos de la vida de un hombre poderoso, un soldado revolucionario, un amante sin amor, un padre sin familia... un hombre que traicionó a sus compañeros, pero que no pudo soportar las heridas que le infligió el destino.
Carlos Fuentes nos revela los procesos mentales de un viejo que ya no es capaz de valerse por sí mismo y que se halla postrado ante la muerte inminente e indigna, pero su voluntad -que le ha otorgado una posición sobresaliente en la sociedad- se resiste a dejarse vencer.
Usando una brillante técnica narrativa, que reúne en un solo texto el consciente, el subconsciente y la narración objetiva, el pasado, el presente y el futuro, Fuentes nos conduce por las entrañas de la Revolución, el sistema político mexicano y la idiosincrasia de las clases dirigentes.

FRAGMENTO DE: "La muerte de Artemio Cruz" publicada en el año de 1962:

La préméditation de la mort es préméditation de liberté.
MONTAIGNE, Ensayos.
Hombres que salís al suelo
por una cuna de hielo
y por un sepulcro entráis,
ved cómo representáis...
CALDERÓN, El gran teatro del mundo
Moi seul, je sais ce que j’aurais pu faire… Pour les autres, je ne suis tout au plus qu’un peut-être.
STENDHAL, Rojo y negro
… de mí y de Él y de nosotros tres ¡siempre tres!...
GOROSTIZA, Muerte sin fin
No vale la vida: la vida no vale nada.
Canción popular mexicana
A
C. WRIGHT MILLS,
verdadera voz de Norteamérica,
amigo y compañero en la lucha de Latinoamérica.
YO despierto... Me despierta el contacto de ese objeto frío con el miembro. No sabía que a veces se puede orinar involuntariamente. Permanezco con los ojos cerrados. Las voces más cercanas no se escuchan. Si abro los ojos, ¿podré escucharlas?... Pero los párpados me pesan: dos plomos, cobres en la lengua, martillos en el oído, una... una como plata oxidada en la respiración. Metálico todo esto. Mineral otra vez. Orino sin saberlo. Quizás —he estado inconsciente, recuerdo con un sobresalto— durante esas horas comí sin saberlo. Porque apenas clareaba cuando alargué la mano y arrojé —también sin quererlo— el teléfono al piso y quedé boca abajo sobre el lecho, con mis brazos colgando: un hormigueo por las venas de la muñeca. Ahora despierto, pero no quiero abrir los ojos. Aunque no quiera: algo brilla con insistencia cerca de mi rostro. Algo que se reproduce detrás de mis párpados cerrados en una fuga de luces negras y círculos azules. Contraigo los músculos de la cara, abro el ojo derecho y lo veo reflejado en las incrustaciones de vidrio de una bolsa de mujer. Soy esto. Soy esto. Soy este viejo con las facciones partidas por los cuadros desiguales del vidrio. Soy este ojo. Soy este ojo. Soy este ojo surcado por las raíces de una cólera acumulada, vieja, olvidada, siempre actual. Soy este ojo abultado y verde entre los párpados. Párpados. Párpados. Párpados aceitosos. Soy esta nariz. Esta nariz. Esta nariz. Quebrada. De anchas ventanas. Soy estos pómulos. Pómulos. Donde nace la barba cana. Nace. Mueca. Mueca. Mueca. Soy esta mueca que nada tiene que ver con la vejez o el dolor. Mueca. Con los colmillos ennegrecidos por el tabaco. Tabaco. Tabaco. El vahovahovaho de mi respiración opaca los cristales y una mano retira la bolsa de la mesa de noche.
—Mire, doctor: se está haciendo...
—Señor Cruz...
—¡Hasta en la hora de la muerte debía engañarnos!
No quiero hablar. Tengo la boca llena de centavos viejos, de ese sabor. Pero abro los ojos un poco y entre las pestañas distingo a las dos mujeres, al médico que huele a cosas asépticas: de sus manos sudorosas, que ahora palpan debajo de la camisa mi pecho, asciende un pasmo de alcohol ventilado. Trato de retirar esa mano.
—Vamos, señor Cruz, vamos...
No, no voy a abrir los labios: o esa línea arrugada, sin labios, en el reflejo del vidrio. Mantendré los brazos alargados sobre las sábanas. Las cobijas me llegan hasta el vientre. El estómago... ah... Y las piernas permanecen abiertas, con ese artefacto frío entre los muslos. Y el pecho sigue dormido, con el mismo hormigueo sordo que siento... que... que sentía cuando pasaba mucho tiempo sentado en el cine. Mala circulación, eso es. Nada más. Nada más. Nada grave. Nada más grave. Hay que pensar en el cuerpo. Agota pensar en el cuerpo. El propio cuerpo. El cuerpo unido. Cansa. No se piensa. Está. Pienso, testigo. Soy, cuerpo. Queda. Se va... se va... se disuelve en esta fuga de nervios y escamas, de celdas y glóbulos dispersos. Mi cuerpo, en el que este médico mete sus dedos. Miedo. Siento el miedo de pensar en mi propio cuerpo.¿Y el rostro? Teresa ha retirado la bolsa que lo reflejaba. Trato de recordarlo en el reflejo; era un rostro roto en vidrios sin simetría, con el ojo muy cerca de la oreja y muy lejos de su par, con la mueca distribuida en tres espejos circulantes. Me corre el sudor por la frente.
Cierro otra vez los ojos y pido, pido que mi rostro y mi cuerpo me sean devueltos. Pido, pero siento esa mano que me acaricia y quisiera desprenderme de su tacto, pero carezco de fuerzas.
—¿Te sientes mejor?
No la veo a ella. No veo a Catalina. Veo más lejos. Teresa está sentada en el sillón. Tiene un periódico abierto entre las manos. Mi periódico. Es Teresa, pero tiene el rostro escondido detrás de las hojas abiertas.
—Abran la ventana.
—No, no. Puedes resfriarte y complicarlo todo.
—Déjalo, mamá. ¿No ves que se está haciendo?
Ah. Huelo ese incienso. Ah. Los murmullos en la puerta. Llega con ese olor de incienso y faldones negros, con el hisopo al frente, a despedirme con todo el rigor de una advertencia. Jé, cayeron en la trampa.
—¿No ha llegado Padilla?
—Sí. Está allí fuera.
—Que pase él.
—Pero...
—Que pase antes Padilla.
Ah, Padilla, acércate. ¿Trajiste la grabadora? Si sabes lo que te conviene, la habrás traído aquí como la llevabas todas las noches a mi casa de Coyoacán. Hoy, más que nunca, querrás darme la impresión de que todo sigue igual. No perturbes los ritos, Padilla. Ah sí, te acercas. Ellas no quieren.
—Acércate, hijita, que te reconozca. Dile tu nombre.
—Yo soy... soy Gloria...
Si sólo distinguiera mejor su rostro. Si sólo distinguiera mejor su mueca. Debe darse cuenta de este olor de escamas muertas; debe mirar este pecho hundido, esta barba gris y revuelta, este fluido incontenible de la nariz, estos...
La alejan de mí.
El médico me toma el pulso.
—Debo consultar con mis colegas.
Catalina me roza la mano con la suya. Qué inútil caricia. No la veo bien, pero trato de fijar mi mirada en la suya. La retengo. Tomo su mano helada.
—Esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo.
—¿Qué dices? No hables. No te canses. No te entiendo.
—Quisiera regresar allá, Catalina. Qué inútil.
Sí: el cura se hinca junto a mí. Murmura sus palabras. Padilla enchufa la grabadora. Escucho mi voz, mis palabras. Ay con un grito. Ay, grito. Ay, sobreviví. Son dos médicos que se asoman a la puerta. Yo sobreviví. Regina, me duele, me duele, Regina, me doy cuenta de que me duele. Regina. Soldado. Abrácenme; me duele. Me han clavado un puñal largo y frío en el estómago, hay alguien, hay otro que me ha clavado un acero en las entrañas: huelo ese incienso y estoy cansado. Yo dejo que hagan. Que me levanten pesadamente, mientras gimo. No les debo la vida a ustedes. No puedo, no puedo, no elegí, el dolor me dobla la cintura, me toco los pies helados, no quiero esas uñas azules, mis nuevas uñas azules, aaaahaaaay, yo sobreviví: ¿qué hice ayer?: si pienso en lo que hice ayer no pensaré más en lo que está pasando. Ese es un pensamiento claro. Muy claro. Piensa ayer. No estás tan loco; no sufres tanto; pudiste pensar eso. Ayer ayer ayer. Ayer Artemio Cruz voló de Hermosillo a México. Sí. Ayer Artemio Cruz... Antes de enfermarse, ayer Artemio Cruz... No, no se enfermó. Ayer Artemio Cruz estaba en su despacho y se sintió muy enfermo. Ayer no. Esta mañana. Artemio Cruz. No enfermo no. No Artemio Cruz no. Otro. En un espejo colocado frente a la cama del enfermo. El otro. Artemio Cruz. Su gemelo. Artemio Cruz está enfermo. El otro. Artemio Cruz está enfermo: no vive: no, vive. Artemio Cruz vivió. Vivió durante algunos años... Años no añoró: años no no. Vivió durante algunos días. Su gemelo. Artemio Cruz. Su doble. Ayer Artemio Cruz, el que sólo vivió algunos días antes de morir ayer Artemio Cruz... que soy yo... y es otro... ayer...
TÚ, ayer, hiciste lo mismo de todos los días. No sabes si vale la pena recordarlo. Sólo quisieras recordar, recostado allí, en la penumbra de tu recámara, lo que va a suceder: no quieres prever lo que ya sucedió. En tu penumbra, los ojos ven hacia adelante; no saben adivinar el pasado. Sí; ayer volarás desde Hermosillo, ayer nueve de abril de 1959, en el vuelo regular de la Compañía Mexicana de Aviación que saldrá de la capital de Sonora, donde hará un calor infernal, a las 9:55 de la mañana y llegará a México, D.F., a las 16:30 en punto. Desde la butaca del tetramotor, verás una ciudad plana y gris, un cinturón de adobe y techos de lámina. La azafata te ofrecerá un chicle envuelto en celofán —recordarás eso en particular, porque será (debe ser, no lo pienses todo en futuro desde ahora) una chica muy guapa y tú siempre tendrás buen ojo para eso, aunque tu edad te condene a imaginar las cosas más que a hacerlas (usas mal las palabras: claro, nunca te sentirás condenado a eso, aunque sólo puedas imaginarlo): el anuncio luminoso —No Smoking, Fasten Seat Belts— se encenderá en el momento en el que el avión, al entrar al Valle de México, descienda abruptamente, como si perdiera el poder de mantenerse en el aire delgado y en seguida se inclinará hacia la derecha y caerán bultos, sacos, maletines y se levantará un grito común, entrecortado por un sollozo bajo y las llamas comenzarán a chisporrotear hasta que el cuarto motor, sobre el ala derecha, se detenga y todos sigan gritando y sólo tú te mantengas sereno, inmóvil, mascando tu chicle y observando las piernas de la azafata que correrá por el pasillo apaciguando a los pasajeros. El sistema interno con el que el motor combate el fuego funcionará y el avión aterrizará sin dificultad, pero nadie se habrá dado cuenta de que sólo tú, un viejo de setenta y un años, mantuvo la compostura. Tú te sentirás orgulloso de ti mismo, sin demostrarlo. Pensarás que has hecho tantas cosas cobardes que el valor te resulta fácil. Sonreirás y te dirás que no, no, no es una paradoja: es la verdad y, acaso, hasta una verdad general. El viaje a Sonora lo habrás hecho en un automóvil —Volvo 1959, placas DF 712— porque algunos personajes del gobierno habrían pensado ponerse muy pesados y tú deberías recorrer todo ese camino a fin de asegurarte de la lealtad de esa cadena de funcionarios a los que has comprado —comprado, sí, no te engañarás con tus palabras de aniversario: los convenceré, los persuadiré: no, los comprarás— para que le cobren alcabalas —otra palabra fea— a los transportadores de pescado entre Sonora, Sinaloa y el Distrito Federal: tú les darás el diez por ciento a los inspectores y el pescado llegará a la ciudad encarecido por esa cadena de intermediarios y tú recibirás una utilidad veinte veces superior al valor original del producto. Te empeñarás en recordarlo y cumplirás tu deseo, aunque todo esto te parezca materia de una nota roja en tu periódico y pienses que, en realidad, pierdes el tiempo recordándolo. Pero insistirás, seguirás adelante. Insistirás. Quisieras recordar otras cosas, pero sobre todo, quisieras olvidar el estado en que te encuentras. Te disculparás. No te encuentras. Te encontrarás. Te traerán desmayado a tu casa; te desplomarás en tu oficina, vendrá el doctor y dirá que habrá que esperar algunas horas para dar el diagnóstico. Vendrán otros médicos. No sabrán nada, no entenderán nada. Pronunciarán palabras difíciles. Y tú querrás imaginarte a ti mismo. Como un odre vacío y arrugado. Te temblará la barbilla, te olerá mal la boca, te olerán mal las axilas, te apestará todo entre las piernas. Estarás tirado allí, sin bañar, sin afeitar: serás un depósito de sudores, nervios irritados y funciones fisiológicas inconscientes. Pero insistirás en recordar lo que pasará ayer. Te trasladarás del aeropuerto a tu oficina y recorrerás una ciudad impregnada de gases de mostaza, porque la policía acabará de disolver esa manifestación en la plaza del Caballito. Consultarás con tu jefe de redacción las cabezas de la primera plana, los editoriales y las caricaturas y te sentirás satisfecho. Recibirás la visita de tu socio norteamericano, le harás ver los peligros de estos mal llamados movimientos de depuración sindical. Después pasará a la oficina tu administrador, Padilla, y te dirá que los indios andan agitando y tú, a través de Padilla, le mandarás decir al comisario ejidal que los meta en cintura, que al fin para eso le pagas. Trabajarás mucho ayer en la mañana. Estará a verte el representante de ese benefactor latinoamericano y tú obtendrás que aumenten el subsidio a tu periódico. Llamarás a la cronista de sociales y le ordenarás que meta en su columna una calumnia sobre ese Couto que te está dando guerra en los negocios de Sonora. ¡Harás tantas cosas! Y luego te sentarás con Padilla a contar tus haberes. Eso te divertirá mucho. Todo un muro de tu despacho estará cubierto por ese cuadro que indica la extensión de y las relaciones entre los negocios manejados: el periódico, las inversiones en bienes raíces —México, Puebla, Guadalajara, Monterrey, Culiacán, Hermosillo, Guaymas, Acapulco—, los domos de azufre en Jáltipan, las minas de Hidalgo, las concesiones madereras en la Tarahumara, la participación en la cadena de hoteles, la fábrica de tubos, el comercio del pescado, las financieras de financieras, la red de operaciones bursátiles, las representaciones legales de compañías norteamericanas, la administración del empréstito ferrocarrilero, los puestos de consejero en instituciones fiduciarias, las acciones en empresas extranjeras —colorantes, acero, detergentes— y un dato que no aparece en el cuadro: quince millones de dólares depositados en bancos de Zurich, Londres y Nueva York. Encenderás un cigarrillo a pesar de las advertencias del médico, y le repetirás a Padilla los pasos que integraron esa riqueza. Préstamos a corto plazo y alto interés a los campesinos del estado de Puebla, al terminar la revolución; adquisición de terrenos cercanos a la ciudad de Puebla, previendo su crecimiento; gracias a una amistosa intervención del Presidente en turno, terrenos para fraccionamientos en la ciudad de México; adquisición del diario metropolitano; compra de acciones mineras y creación de empresas mixtas mexicano-norteamericanas en las que tú figuraste como hombre de paja para cumplir con la ley; hombre de confianza de los inversionistas norteamericanos; intermediario entre Chicago, Nueva York y el gobierno de México; manejo de la bolsa de valores para inflarlos, deprimirlos, vender, comprar a tu gusto y utilidad; jauja y consolidación definitivas con el presidente Alemán: adquisición de terrenos ejidales arrebatados a los campesinos para proyectar nuevos fraccionamientos en ciudades del interior, concesiones de explotación de madera. Sí —suspirarás y le pedirás un fósforo a Padilla—, veinte años de confianza, de paz social, de colaboración de clases; veinte años de progreso, después de la demagogia de Lázaro Cárdenas, veinte años de protección a los intereses de la empresa, de líderes sumisos, de huelgas rotas. Y entonces te llevarás las manos al vientre y tu cabeza de canas crespas, de rostro aceitunado, pegará huecamente sobre el cristal de la mesa y otra vez, ahora tan cerca, verás ese reflejo de tu mellizo enfermo, mientras todos los ruidos huyan, riendo, fuera de tu cabeza y el sudor de toda esa gente te rodee, la carne de toda esa gente te sofoque, te haga perder el conocimiento. El gemelo reflejado se incorporará al otro, que eres tú, al viejo de setenta y un años que yacerá, inconsciente, entre la silla giratoria y el gran escritorio de acero: y estarás aquí y no sabrás cuáles datos pasarán a tu biografía y cuáles serán callados, escondidos. No lo sabrás. Son datos vulgares y no serás el primero ni el único con semejante hoja de servicios. Te habrás dado gusto. Ya habrás recordado eso. Pero recordarás otras cosas, otros días, tendrás que recordarlos. Son días que lejos, cerca, empujados hacia el olvido, rotulados por el recuerdo —encuentro y rechazo, amor fugaz, libertad, rencor, fracaso, voluntad— fueron y serán algo más que los nombres que tú puedas darles: días en que tu destino te perseguirá con un olfato de lebrel, te encontrará, te cobrará, te encarnará con palabras y actos, materia compleja, opaca, adiposa tejida para siempre con la otra, la impalpable, la de tu ánimo absorbido por la materia: amor de membrillo fresco, ambición de uñas que crecen, tedio de la calvicie progresiva, melancolía del sol y el desierto, abulia de los platos sucios, distracción de los ríos tropicales, miedo de los sables y la pólvora, pérdida de las sábanas oreadas, juventud de los caballos negros, vejez de la playa abandonada, encuentro del sobre y la estampilla extranjera, repugnancia del incienso, enfermedad de la nicotina, dolor de la tierra roja, ternura del patio en la tarde, espíritu de todos los objetos, materia de todas las almas: tajo de tu memoria, que separa las dos mitades: soldadura de la vida, que vuelve a unirlas, disolverlas, perseguirlas, encontrarlas: la fruta tiene dos mitades: hoy volverán a unirse: recordarás la mitad que dejaste atrás: el destino te encontrará: bostezarás: no hay que recordar: bostezarás: las cosas y sus sentimientos se han ido deshebrando, han caído fracturadas a lo largo del camino: allá, atrás, había un jardín: si pudieras regresar a él, si pudieras encontrarlo otra vez al final: bostezarás: no has cambiado de lugar: bostezarás: estás sobre la tierra del jardín, pero las ramas pálidas niegan las frutas, el cauce polvoso niega las aguas: bostezarás: los días serán distintos, idénticos, lejanos, actuales: pronto olvidarán la necesidad, la urgencia, el asombro: bostezarás: abrirás los ojos y las verás allí, a tu lado, con esa falsa solicitud: murmurarás sus nombres: Catalina, Teresa: ellas no acabarán de disimular ese sentimiento de engaño y violación, de desaprobación irritada, que por necesidad deberá transformarse, ahora, en apariencia de preocupación, afecto, dolor: la máscara de la solicitud será el primer signo de ese tránsito que tu enfermedad, tu aspecto, la decencia, la mirada ajena, la costumbre heredada, les impondrá: bostezarás: cerrarás los ojos: bostezarás: tú, Artemio Cruz, él: creerás en tus días con los ojos cerrados:


jueves, 17 de mayo de 2012

CARLOS FUENTES: HOMENAJE I. AURA.



La primera vez que escuché hablar de Carlos Fuentes fue a mi amiga y doctora en filología: Margarita Rojas González. Es posible,  Margarita no recuerde aquel -para mí gran acontecimiento -encuentro en el segundo piso de la biblioteca Carlos Monge Alfaro de la Universidad de Costa Rica. Recuerdo,  cuando me acerqué  lo primero que me dijo fue haber leído un cuento magnífico del escritor mexicano Carlos Fuentes. El cuento en mención era: "AURA". Creo,  incluso Margarita me prestó el libro. Cuando leí el cuento de  Aura quedé asombrado del relato. La ambientación, sus personajes, el misterio, el final inesperado, todo me emborrachó de esas zonas marginales y de muerte que posee la narrativa de Carlos Fuentes. Después, ese mismo año de 1978 me leí el cuento titulado: cumpleaños. Después, compré un libro que reúne una antología de cuentos editado por Alianza tres que lleva el título de: cuerpos y ofrendas. Hoy deseo, transcribir íntegro el cuento AURA del maestro Fuentes: UNA JOYA DE LA LITERATURA UNIVERSAL.
***
I
Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tú releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recámara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Sólo falta tu nombre. Sólo falta que las letras más negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay teléfono.
Recoges tu portafolio y dejas la propina. Piensas que otro historiador joven, en condiciones semejantes a las tuyas, ya ha leído ese mismo aviso, tomado la delantera, ocupado el puesto. Tratas de olvidar mientras caminas a la esquina. Esperas el autobús, enciendes un cigarrillo, repites en silencio las fechas que debes memorizar para que esos niños amodorrados te respeten. Tienes que prepararte. El autobús se acerca y tú estás observando las puntas de tus zapatos negros. Tienes que prepararte. Metes la mano en el bolsillo, juegas con las monedas de cobre, por fin escoges treinta centavos, los aprietas con el puño y alargas el brazo para tomar firmemente el barrote de fierro del camión que nunca se detiene, saltar, abrirte paso, pagar los treinta centavos, acomodarte difícilmente entre los pasajeros apretujados que viajan de pie, apoyar tu mano derecha en el pasamanos, apretar el portafolio contra el costado y colocar distraídamente la mano izquierda sobre la bolsa trasera del pantalón, donde guardas los billetes.
Vivirás ese día, idéntico a los demás, y no volverás a recordarlo sino al día siguiente, cuando te sientes de nuevo en la mesa del cafetín, pidas el desayuno y abras el periódico. Al llegar a la página de anuncios, allí estarán, otra vez, esas letras destacadas: historiador joven. Nadie acudió ayer. Leerás el anuncio. Te detendrás en el último renglón: cuatro mil pesos.
Te sorprenderá imaginar que alguien vive en la calle de Donceles. Siempre has creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie. Caminas con lentitud, tratando de distinguir el número 815 en este conglomerado de viejos palacios coloniales convertidos en talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y expendios de aguas frescas. Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, confundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado —47— encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924. Levantarás la mirada a los segundos pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de mercurio no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de los edificios. Unidad del tezontle, los nichos con sus santos truncos coronados de palomas, la piedra labrada de barroco mexicano, los balcones de celosía, las troneras y los canales de lámina, las gárgolas de arenisca. Las ventanas ensombrecidas por largas cortinas verdosas: esa ventana de la cual se retira alguien en cuanto tú la miras, miras la portada de vides caprichosas, bajas la mirada al zaguán despintado y descubres 815, antes 69.
Tocas en vano con esa manija, esa cabeza de perro en cobre, gastada, sin relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en los museos de ciencias naturales. Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto helado. La puerta cede al empuje levísimo, de tus dedos, y antes de entrar miras por última vez sobre tu hombro, frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones y autos gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas, inútilmente de retener una sola imagen de ese mundo exterior indiferenciado.
Cierras el zaguán detrás de ti e intentas penetrar la oscuridad de ese callejón techado —patio, porque puedes oler el musgo, la humedad de las plantas, las raíces podridas, el perfume adormecedor y espeso—. Buscas en vano una luz que te guíe. Buscas la caja de fósforos en la bolsa de tu saco pero esa voz aguda y cascada te advierte desde lejos:
—No… no es necesario. Le ruego. Camine trece pasos hacia el frente y encontrará la escalera a su derecha. Suba, por favor. Son veintidós escalones. Cuéntelos.
Trece. Derecha. Veintidós.
El olor de la humedad, de las plantas podridas, te envolverá mientras marcas tus pasos, primero sobre las baldosas de piedra, enseguida sobre esa madera crujiente, fofa por la humedad y el encierro. Cuentas en voz baja hasta veintidós y te detienes, con la caja de fósforos entre las manos, el portafolio apretado contra las costillas. Tocas esa puerta que huele a pino viejo y húmedo; buscas una manija; terminas por empujar y sentir, ahora, un tapete bajo tus pies. Un tapete delgado, mal extendido, que te hará tropezar y darte cuenta de la nueva luz, grisácea y filtrada, que ilumina ciertos contornos.
—Señora —dices con una voz monótona, porque crees recordar una voz de mujer— Señora…
—Ahora a su izquierda. La primera puerta. Tenga la amabilidad.
Empujas esa puerta —ya no esperas que alguna se cierre propiamente; ya sabes que todas son puertas de golpe— y las luces dispersas se trenzan en tus pestañas, como si atravesaras una tenue red de seda. Sólo tienes ojos para esos muros de reflejos desiguales, donde parpadean docenas de luces. Consigues, al cabo, definirlas como veladoras, colocadas sobre repisas y entrepaños de ubicación asimétrica. Levemente, iluminan otras luces que son corazones de plata, frascos de cristal, vidrios enmarcados, y sólo detrás de este brillo intermitente verás, al fondo, la cama y el signo de una mano que parece atraerte con su movimiento pausado.
Lograras verla cuando des la espalda a ese firmamento de luces devotas. Tropiezas al pie de la cama; debes rodearla para acercarte a la cabecera. Allí, esa figura pequeña se pierde en la inmensidad de la cama; al extender la mano no tocas otra mano, sino la piel gruesa, afieltrada, las orejas de ese objeto que roe con un silencio tenaz y te ofrece sus ojos rojos: sonríes y acaricias al conejo que yace al lado de la mano que, por fin, toca la tuya con unos dedos sin temperatura que se detienen largo tiempo sobre tu palma húmeda, la voltean y acercan tus dedos abiertos a la almohada de encajes que tocas para alejar tu mano de la otra.
—Felipe Montero. Leí su anuncio.
—Sí, ya sé. Perdón no hay asiento.
—Estoy bien. No se preocupe.
—Está bien. Por favor, póngase de perfil. No lo veo bien. Que le dé la luz. Así. Claro.
—Leí su anuncio…
—Claro. Lo leyó. ¿Se siente calificado? Avez vous fait des études?
—A Paris, madame.
—Ah, oui, ça me fait plaisir, toujours, toujours, d'entendre… oui… vous savez... on était tellement habitué… et après...
Te apartarás para que la luz combinada de la plata, la cera y el vidrio dibuje esa cofia de seda que debe recoger un pelo muy blanco y enmarcar un rostro casi infantil de tan viejo. Los apretados botones del cuello blanco que sube hasta las orejas ocultas por la cofia, las sábanas y los edredones velan todo el cuerpo con excepción de los brazos envueltos en un chal de estambre, las manos pálidas que descansan sobre el vientre: sólo puedes fijarte en el rostro, hasta que un movimiento del conejo te permite desviar la mirada y observar con disimulo esas migajas, esas costras de pan regadas sobre los edredones de seda roja, raídos y sin lustre.
—Voy al grano. No me quedan muchos años por delante, señor Montero, y por ello he preferido violar la costumbre de toda una vida y colocar ese anuncio en el periódico.
—Sí, por eso estoy aquí.
—Sí. Entonces acepta.
—Bueno, desearía saber algo más...
—Naturalmente. Es usted curioso.
Ella te sorprenderá observando la mesa de noche, los frascos de distinto color, los vasos, las cucharas de aluminio, los cartuchos alineados de píldoras y comprimidos, los demás vasos manchados de líquidos blancuzcos que están dispuestos en el suelo, al alcance de la mano de la mujer recostada sobre esta cama baja. Entonces te darás cuenta de que es una cama apenas elevada sobre el ras del suelo, cuando el conejo salte y se pierda en la oscuridad.
—Le ofrezco cuatro mil pesos.
—Sí, eso dice el aviso de hoy.
—Ah, entonces ya salió.
—Sí, ya salió.
—Se trata de los papeles de mi marido, el general Llorente. Deben ser ordenados antes de que muera. Deben ser publicados. Lo he decidido hace poco.
—Y el propio general, ¿no se encuentra capacitado para...?
—Murió hace sesenta años, señor. Son sus memorias inconclusas. Deben ser completadas. Antes de que yo muera.
—Pero...
—Yo le informaré de todo. Usted aprenderá a redactar en el estilo de mi esposo. Le bastará ordenar y leer los papeles para sentirse fascinado por esa prosa, por esa transparencia, esa, esa…
—Sí, comprendo.
—Saga. Saga. ¿Dónde está? Ici, Saga...
—¿Quién?
—Mi compañía.
—¿El conejo?
—Sí, volverá.
Levantarás los ojos, que habías mantenido bajos, y ella ya habrá cerrado los labios, pero esa palabra —volverá— vuelves a escucharla como si la anciana la estuviese pronunciando en ese momento. Permanecen inmóviles. Tú miras hacia atrás; te ciega el brillo de la corona parpadeante de objetos religiosos. Cuando vuelves a mirar a la señora, sientes que sus ojos se han abierto desmesuradamente y que son claros, líquidos, inmensos, casi del color de la córnea amarillenta que los rodea, de manera que sólo el punto negro de la pupila rompe esa claridad perdida, minutos antes, en los pliegues gruesos de los párpados caídos como para proteger esa mirada que ahora vuelve a esconderse —a retraerse, piensas— en el fondo de su cueva seca.
—Entonces se quedará usted. Su cuarto está arriba. Allí sí entra la luz.
—Quizás, señora, sería mejor que no la importunara. Yo puedo seguir viviendo donde siempre y revisar los papeles en mi propia casa...
—Mis condiciones son que viva aquí. No queda mucho tiempo.
—No sé...
—Aura...
La señora se moverá por la primera vez desde que tú entraste a su recámara; al extender otra vez su mano, tú sientes esa respiración agitada a tu lado y entre la mujer y tú se extiende otra mano que toca los dedos de la anciana. Miras a un lado y la muchacha está allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de cuerpo entero porque está tan cerca de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido —ni siquiera los ruidos que no se escuchan pero que son reales porque se recuerdan inmediatamente, porque a pesar de todo son más fuertes que el silencio que los acompañó.
—Le dije que regresaría...
—¿Quién?
—Aura. Mi compañera. Mi sobrina.
—Buenas tardes.
La joven inclinará la cabeza y la anciana, al mismo tiempo que ella, remedará el gesto.
—Es el señor Montero. Va a vivir con nosotras.
Te moverás unos pasos para que la luz de las veladoras no te ciegue. La muchacha mantiene los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre un muslo: no te mira. Abre los ojos poco a poco, como si temiera los fulgores de la recámara. Al fin, podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma verde, vuelven a inflamarse como una ola: tú los ves y te repites que no es cierto, que son unos hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes que has conocido o podrás conocer. Sin embargo, no te engañas: esos ojos fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que sólo tú puedes adivinar y desear.
—Sí. Voy a vivir con ustedes.
II
La anciana sonreirá, incluso reirá con su timbre agudo y dirá que le agrada tu buena voluntad y que la joven te mostrara tu recámara, mientras tú piensas en el sueldo de cuatro mil pesos, el trabajo que puede ser agradable porque a ti te gustan estas tareas meticulosas de investigación, que excluyen el esfuerzo físico, el traslado de un lugar a otro, los encuentros inevitables y molestos con otras personas. Piensas en todo esto al seguir los pasos de la joven —te das cuenta de que no la sigues con la vista, sino con el oído: sigues el susurro de la falda, el crujido de una tafeta— y estás ansiando, ya, mirar nuevamente esos ojos. Asciendes detrás del ruido, en medio de la oscuridad, sin acostumbrarte aún a las tinieblas: recuerdas que deben ser cerca de las seis de la tarde y te sorprende la inundación de luz de tu recámara, cuando la mano de Aura empuje la puerta —otra puerta sin cerradura— y en seguida se aparte de ella y te diga:
—Aquí es su cuarto. Lo esperamos a cenar dentro de una hora.
Y se alejará, con ese ruido de tafeta, sin que hayas podido ver otra vez su rostro.
Cierras —empujas— la puerta detrás de ti y al fin levantas los ojos hacia el tragaluz inmenso que hace las veces de techo. Sonríes al darte cuenta de que ha bastado la luz del crepúsculo para cegarte y contrastar con la penumbra del resto de la casa. Pruebas, con alegría, la blandura del colchón en la cama de metal dorado y recorres con la mirada el cuarto: el tapete de lana roja, los muros empapelados, oro y oliva, el sillón de terciopelo rojo, la vieja mesa de trabajo, nogal y cuero verde, la lámpara antigua, de quinqué, luz opaca de tus noches de investigación, el estante clavado encima de la mesa, al alcance de tu mano, con los tomos encuadernados. Caminas hacia la otra puerta y al empujarla descubres un baño pasado de moda: tina de cuatro patas, con florecillas pintadas sobre la porcelana, un aguamanil azul, un retrete incómodo. Te observas en el gran espejo ovalado del guardarropa, también de nogal, colocado en la sala de baño. Mueves tus cejas pobladas, tu boca larga y gruesa que llena de vaho el espejo; cierras tus ojos negros y, al abrirlos, el vaho habrá desaparecido. Dejas de contener la respiración y te pasas una mano por el pelo oscuro y lacio; tocas con ella tu perfil recto, tus mejillas delgadas. Cuando el vaho opaque otra vez el rostro, estarás repitiendo ese nombre, Aura.
Consultas el reloj, después de fumar dos cigarrillos, recostado en la cama. De pie, te pones el saco y te pasas el peine por el cabello. Empujas la puerta y tratas de recordar el camino que recorriste al subir. Quisieras dejar la puerta abierta, para que la luz del quinqué te guíe: es imposible, porque los resortes la cierran. Podrías entretenerte columpiando esa puerta. Podrías tomar el quinqué y descender con él. Renuncias porque ya sabes que esta casa siempre se encuentra a oscuras. Te obligarás a conocerla y reconocerla por el tacto. Avanzas con cautela, como un ciego, con los brazos extendidos, rozando la pared, y es tu hombro lo que, inadvertidamente, aprieta el contacto de la luz eléctrica. Te detienes, guiñando, en el centro iluminado de ese largo pasillo desnudo. Al fondo, el pasamanos y la escalera de caracol.
Desciendes contando los peldaños: otra costumbre inmediata que te habrá impuesto la casa de la señora Llorente. Bajas contando y das un paso atrás cuando encuentres los ojos rosados del conejo que en seguida te da la espalda y sale saltando.
No tienes tiempo de detenerte en el vestíbulo porque Aura, desde una puerta entreabierta de cristales opacos, te estará esperando con el candelabro en la mano. Caminas, sonriendo, hacia ella; te detienes al escuchar los maullidos dolorosos de varios gatos —sí, te detienes a escuchar, ya cerca de la mano de Aura, para cerciorarte de que son varios gatos— y la sigues a la sala: Son los gatos —dirá Aura—. Hay tanto ratón en esta parte de la ciudad.
Cruzan el salón: muebles forrados de seda mate, vitrinas donde han sido colocados muñecos de porcelana, relojes musicales, condecoraciones y bolas de cristal; tapetes de diseño persa, cuadros con escenas bucólicas, las cortinas de terciopelo verde corridas. Aura viste de verde.
—¿Se encuentra cómodo?
—Sí. Pero necesito recoger mis cosas en la casa donde...
—No es necesario. El criado ya fue a buscarlas.
—No se hubieran molestado.
Entras, siempre detrás de ella, al comedor. Ella colocará el candelabro en el centro de la mesa; tú sientes un frío húmedo. Todos los muros del salón están recubiertos de una madera oscura, labrada al estilo gótico, con ojivas y rosetones calados. Los gatos han dejado de maullar. Al tomar asiento, notas que han sido dispuestos cuatro cubiertos y que hay dos platones calientes bajo cacerolas de plata y una botella vieja y brillante por el limo verdoso que la cubre.
Aura apartará la cacerola. Tú aspiras el olor pungente de los riñones en salsa de cebolla que ella te sirve mientras tú tomas la botella vieja y llenas los vasos de cristal cortado con ese líquido rojo y espeso. Tratas, por curiosidad, de leer la etiqueta del vino, pero el limo lo impide. Del otro platón, Aura toma unos tomates enteros, asados.
—Perdón —dices, observando los dos cubiertos extra, las dos sillas desocupadas— ¿Esperamos a alguien más?
Aura continúa sirviendo los tomates:
—No. La señora Consuelo se siente débil esta noche. No nos acompañará.
—¿La señora Consuelo? ¿Su tía?
—Sí. Le ruega que pase a verla después de la cena.
Comen en silencio. Beben ese vino particularmente espeso, y tú desvías una y otra vez la mirada para que Aura no te sorprenda en esa impudicia hipnótica que no puedes controlar. Quieres, aun entonces, fijar las facciones de la muchacha en tu mente. Cada vez que desvíes la mirada, las habrás olvidado ya y una urgencia impostergable te obligará a mirarla de nuevo. Ella mantiene, como siempre, la mirada baja y tú, al buscar el paquete de cigarrillos en la bolsa del saco, encuentras ese llavín, recuerdas, le dices a Aura:
—¡Ah! Olvidé que un cajón de mi mesa está cerrado con llave. Allí tengo mis documentos.
Y ella murmurará:
—Entonces… ¿quiere usted salir?
Lo dice como un reproche. Tú te sientes confundido y alargas la mano con el llavín colgado de un dedo, se lo ofreces.
—No urge.
Pero ella se aparta del contacto de tus manos, mantiene las suyas sobre el regazo, al fin levanta la mirada y tú vuelves a dudar de tus sentidos, atribuyes al vino el aturdimiento, el mareo que te producen esos ojos verdes, limpios, brillantes, y te pones de pie, detrás de Aura, acariciando el respaldo de madera de la silla gótica, sin atreverte a tocar los hombros desnudos de la muchacha, la cabeza que se mantiene inmóvil. Haces un esfuerzo para contenerte, distraes tu atención escuchando el batir imperceptible de otra puerta, a tus espaldas, que debe conducir a la cocina, descompones los dos elementos plásticos del comedor: el círculo de luz compacta que arroja el candelabro y que ilumina la mesa y un extremo del muro labrado, el círculo mayor, de sombra, que rodea al primero. Tienes, al fin, el valor de acercarte a ella, tomar su mano, abrirla y colocar el llavero, la prenda, sobre esa palma lisa.
La verás apretar el puño, buscar tu mirada, murmurar:
—Gracias… —, levantarse, abandonar de prisa el comedor.
Tú tomas el lugar de Aura, estiras las piernas, enciendes un cigarrillo, invadido por un placer que jamás has conocido, que sabías parte de ti, pero que sólo ahora experimentas plenamente, liberándolo, arrojándolo fuera porque sabes que esta vez encontrará respuesta... Y la señora Consuelo te espera: ella te lo advirtió: te espera después de la cena…
Has aprendido el camino. Tomas el candelabro y cruzas la sala y el vestíbulo. La primera puerta, frente a ti, es la de la anciana. Tocas con los nudillos, sin obtener respuesta. Tocas otra vez. Empujas la puerta: ella te espera. Entras con cautela, murmurando:
—Señora… Señora…
Ella no te habrá escuchado, porque la descubres hincada ante ese muro de las devociones, con la cabeza apoyada contra los puños cerrados. La ves de lejos: hincada, cubierta por ese camisón de lana burda, con la cabeza hundida en los hombros delgados: delgada como una escultura medieval, emaciada: las piernas se asoman como dos hebras debajo del camisón, flacas, cubiertas por una erisipela inflamada; piensas en el roce continuo de la tosca lana sobre la piel, hasta que ella levanta los puños y pega al aire sin fuerzas, como si librara una batalla contra las imágenes que, al acercarte, empiezas a distinguir: Cristo, María, San Sebastián, Santa Lucía, el Arcángel Miguel, los demonios sonrientes, los únicos sonrientes en esta iconografía del dolor y la cólera: sonrientes porque, en el viejo grabado iluminado por las veladoras, ensartan los tridentes en la piel de los condenados, les vacían calderones de agua hirviente, violan a las mujeres, se embriagan, gozan de la libertad vedada a los santos. Te acercas a esa imagen central, rodeada por las lágrimas de la Dolorosa, la sangre del Crucificado, el gozo de Luzbel, la cólera del Arcángel, las vísceras conservadas en frascos de alcohol, los corazones de plata: la señora Consuelo, de rodillas, amenaza con los puños, balbucea las palabras que, ya cerca de ella, puedes escuchar:
—Llega, Ciudad de Dios; suena, trompeta de Gabriel; ¡Ay, pero cómo tarda en morir el mundo!
Se golpeará el pecho hasta derrumbarse, frente a las imágenes y las veladoras, con un acceso de tos. Tú la tomas de los codos, la conduces dulcemente hacia la cama, te sorprendes del tamaño de la mujer: casi una niña, doblada, corcovada, con la espina dorsal vencida: sabes que, de no ser por tu apoyo, tendría que regresar a gatas a la cama. La recuestas en el gran lecho de migajas y edredones viejos, la cubres, esperas a que su respiración se regularice, mientras las lágrimas involuntarias le corren por las mejillas transparentes.
—Perdón… Perdón, señor Montero... A las viejas sólo nos queda… el placer de la devoción… Páseme el pañuelo, por favor.
—La señorita Aura me dijo…
—Sí, exactamente. No quiero que perdamos tiempo… Debe… debe empezar a trabajar cuanto antes… Gracias…
—Trate usted de descansar.
—Gracias… Tome…
La vieja se llevará las manos al cuello, lo desabotonará, bajará la cabeza para quitarse ese listón morado, luido, que ahora te entrega: pesado, porque una llave de cobre cuelga de la cinta.
—En aquel rincón… Abra ese baúl y traiga los papeles que están a la derecha, encima de los demás… amarrados con un cordón amarillo…
—No veo muy bien…
—Ah, sí… Es que yo estoy tan acostumbrada a las tinieblas. A mi derecha… Camine y tropezará con el arcón… Es que nos amurallaron, señor Montero. Han construido alrededor de nosotras, nos han quitado la luz. Han querido obligarme a vender. Muertas, antes. Esta casa está llena de recuerdos para nosotras. Sólo muerta me sacarán de aquí… Eso es. Gracias. Puede usted empezar a leer esta parte. Ya le iré entregando las demás. Buenas noches, señor Montero. Gracias. Mire: su candelabro se ha apagado. Enciéndalo afuera, por favor. No, no, quédese con la llave. Acéptela. Confío en usted.
—Señora… Hay un nido de ratones en aquel rincón…
—¿Ratones? Es que yo nunca voy hasta allá…
—Debería usted traer a los gatos aquí.
—¿Gatos? ¿Cuáles gatos? Buenas noches. Voy a dormir. Estoy fatigada.
—Buenas noches.
III
Lees esa misma noche los papeles amarillos, escritos con una tinta color mostaza; a veces, horadados por el descuido de una ceniza de tabaco, manchados por moscas. El francés del general Llorente no goza de las excelencias que su mujer le habrá atribuido. Te dices que tú puedes mejorar considerablemente el estilo, apretar esa narración difusa de los hechos pasados: la infancia en una hacienda oaxaqueña del siglo XIX, los estudios militares en Francia, la amistad con el Duque de Morny, con el círculo íntimo de Napoleón III, el regreso a México en el estado mayor de Maximiliano, las ceremonias y veladas del Imperio, las batallas, el derrumbe, el Cerro de las Campanas, el exilio en Paris. Nada que no hayan contado otros. Te desnudas pensando en el capricho deformado de la anciana, en el falso valor que atribuye a estas memorias. Te acuestas sonriendo, pensando en tus cuatro mil pesos.
Duermes, sin soñar, hasta que el chorro de luz te despierta, a las seis de la mañana, porque ese techo de vidrios no posee cortinas. Te cubres los ojos con la almohada y tratas de volver a dormir. A los diez minutos, olvidas tu propósito y caminas al baño, donde encuentras todas tus cosas dispuestas en una mesa, tus escasos trajes colgados en el ropero. Has terminado de afeitarte cuando ese maullido implorante y doloroso destruye el silencio de la mañana.
Llega a tus oídos con una vibración atroz, rasgante, de imploración. Intentas ubicar su origen: abres la puerta que da al corredor y allí no lo escuchas: esos maullidos se cuelan desde lo alto, desde el tragaluz. Trepas velozmente a la silla, de la silla a la mesa de trabajo, y apoyándote en el librero puedes alcanzar el tragaluz, abrir uno de sus vidrios, elevarte con esfuerzo y clavar la mirada en ese jardín lateral, ese cubo de tejos y zarzas enmarañados donde cinco, seis, siete gatos —no puedes contarlos: no puedes sostenerte allí más de un segundo— encadenados unos con otros, se revuelcan envueltos en fuego, desprenden un humo opaco, un olor de pelambre incendiada. Dudas, al caer sobre la butaca, si en realidad has visto eso; quizás sólo uniste esa imagen a los maullidos espantosos que persisten, disminuyen, al cabo terminan.
Te pones la camisa, pasas un papel sobre las puntas de tus zapatos negros y escuchas, esta vez, el aviso de la campana que parece recorrer los pasillos de la casa y acercarse a tu puerta. Te asomas al corredor; Aura camina con esa campana en la mano, inclina la cabeza al verte, te dice que el desayuno está listo. Tratas de detenerla; Aura ya descenderá por la escalera de caracol, tocando la campana pintada de negro, como si se tratara de levantar a todo un hospicio, a todo un internado.
La sigues, en mangas de camisa, pero al llegar al vestíbulo ya no la encuentras. La puerta de la recámara de la anciana se abre a tus espaldas: alcanzas a ver la mano que asoma detrás de la puerta apenas abierta, coloca esa porcelana en el vestíbulo y se retira, cerrando de nuevo.
En el comedor, encuentras tu desayuno servido: esta vez, sólo un cubierto. Comes rápidamente, regresas al vestíbulo, tocas a la puerta de la señora Consuelo. Esa voz débil y aguda te pide que entres. Nada habrá cambiado. La oscuridad permanente. El fulgor de las veladoras y los milagros de plata.
—Buenos días, señor Montero. ¿Durmió bien?
—Sí. Leí hasta tarde.
La dama agitará una mano, como si deseara alejarte.
—No, no, no. No me adelante su opinión. Trabaje sobre esos papeles y cuando termine le pasaré los demás.
—Está bien, señora. ¿Podría visitar el jardín?
—¿Cuál jardín, señor Montero?
—El que está detrás de mi cuarto.
—En esta casa no hay jardín. Perdimos el jardín cuando construyeron alrededor de la casa.
—Pensé que podría trabajar mejor al aire libre.
—En esta casa sólo hay ese patio oscuro por donde entró usted. Allí mi sobrina cultiva algunas plantas de sombra. Pero eso es todo.
—Está bien, señora.
—Deseo descansar todo el día. Pase a verme esta noche.
—Está bien, señora.
Revisas todo el día los papeles, pasando en limpio los párrafos que piensas retener, redactando de nuevo los que te parecen débiles, fumando cigarrillo tras cigarrillo y reflexionando que debes espaciar tu trabajo para que la canonjía se prolongue lo más posible. Si lograras ahorrar por lo menos doce mil pesos, podrías pasar cerca de un año dedicado a tu propia obra, aplazada, casi olvidada. Tu gran obra de conjunto sobre los descubrimientos y conquistas españolas en América. Una obra que resuma todas las crónicas dispersas, las haga inteligibles, encuentre las correspondencias entre todas las empresas y aventuras del siglo de oro, entre los prototipos humanos y el hecho mayor del Renacimiento. En realidad, terminas por abandonar los tediosos papeles del militar del Imperio para empezar la redacción de fichas y resúmenes de tu propia obra. El tiempo corre y sólo al escuchar de nuevo la campana consultas tu reloj, te pones el saco y bajas al comedor.
Aura ya estará sentada; esta vez la cabecera la ocupará la señora Llorente, envuelta en su chal y su camisón, tocada con su cofia, agachada sobre el plato. Pero el cuarto cubierto también está puesto. Lo notas de pasada; ya no te preocupa. Si el precio de tu futura libertad creadora es aceptar todas las manías de esta anciana, puedes pagarlo sin dificultad. Tratas, mientras la ves sorber la sopa, de calcular su edad. Hay un momento en el cual ya no es posible distinguir el paso de los años: la señora Consuelo, desde hace tiempo, pasó esa frontera. El general no la menciona en lo que llevas leído de las memorias. Pero si el general tenía cuarenta y dos años en el momento de la invasión francesa y murió en 1901, cuarenta años más tarde, habría muerto de ochenta y dos años. Se habría casado con la señora Consuelo después de la derrota de Querétaro y el exilio, pero ella habría sido una niña entonces…
Las fechas se te confundirán, porque ya la señora está hablando, con ese murmullo agudo, leve, ese chirreo de pájaro; le está hablando a Aura y tú escuchas, atento a la comida, esa enumeración plana de quejas, dolores, sospechas de enfermedades, más quejas sobre el precio de las medicinas, la humedad de la casa. Quisieras intervenir en la conversación doméstica preguntando por el criado que recogió ayer tus cosas pero al que nunca has visto, el que nunca sirve la mesa: lo preguntarías si, de repente, no te sorprendiera que Aura, hasta ese momento, no hubiese abierto la boca y comiese con esa fatalidad mecánica, como si esperara un impulso ajeno a ella para tomar la cuchara, el cuchillo, partir los riñones —sientes en la boca, otra vez, esa dieta de riñones, por lo visto la preferida de la casa— y llevárselos a la boca. Miras rápidamente de la tía a la sobrina y de la sobrina a la tía, pero la señora Consuelo, en ese instante, detiene todo movimiento y, al mismo tiempo, Aura deja el cuchillo sobre el plato y permanece inmóvil y tú recuerdas que, una fracción de segundo antes, la señora Consuelo hizo lo mismo.
Permanecen varios minutos en silencio: tú terminando de comer, ellas inmóviles como estatuas, mirándote comer. Al cabo la señora dice:
—Me he fatigado. No debería comer en la mesa. Ven, Aura, acompáñame a la recámara.
La señora tratará de retener tu atención: te mirará de frente para que tú la mires, aunque sus palabras vayan dirigidas a la sobrina. Tú debes hacer un esfuerzo para desprenderte de esa mirada —otra vez abierta, clara, amarilla, despojada de los velos y arrugas que normalmente la cubren— y fijar la tuya en Aura, que a su vez mira fijamente hacia un punto perdido y mueve en silencio los labios, se levanta con actitudes similares a las que tú asocias con el sueño, toma de los brazos a la anciana jorobada y la conduce lentamente fuera del comedor.
Solo, te sirves el café que también ha estado allí desde el principio del almuerzo, el café frío que bebes a sorbos mientras frunces el ceño y te preguntas si la señora no poseerá una fuerza secreta sobre la muchacha, si la muchacha, tu hermosa Aura vestida de verde, no estará encerrada contra su voluntad en esta casa vieja, sombría. Le sería, sin embargo, tan fácil escapar mientras la anciana dormita en su cuarto oscuro. Y no pasas por alto el camino que se abre en tu imaginación: quizás Aura espera que tú la salves de las cadenas que, por alguna razón oculta, le ha impuesto esta vieja caprichosa y desequilibrada. Recuerdas a Aura minutos antes, inanimada, embrutecida por el terror: incapaz de hablar enfrente de la tirana, moviendo los labios en silencio, como si en silencio te implorara su libertad, prisionera al grado de imitar todos los movimientos de la señora Consuelo, como si sólo lo que hiciera la vieja le fuese permitido a la joven.
La imagen de esta enajenación total te rebela: caminas, esta vez, hacia la otra puerta, la que da sobre el vestíbulo al pie de la escalera, la que está al lado de la recámara de la anciana: allí debe vivir Aura; no hay otra pieza en la casa. Empujas la puerta y entras a esa recámara, también oscura, de paredes enjalbegadas, donde el único adorno es un Cristo negro. A la izquierda, ves esa puerta que debe conducir a la recámara de la viuda. Caminando de puntas, te acercas a ella, colocas la mano sobre la madera, desistes de tu empeño: debes hablar con Aura a solas.
Y si Aura quiere que la ayudes, ella vendrá a tu cuarto. Permaneces allí, olvidado de los papeles amarillos, de tus propias cuartillas anotadas, pensando sólo en la belleza inasible de tu Aura —mientras más pienses en ella, más tuya la harás, no sólo porque piensas en su belleza y la deseas, sino porque ahora la deseas para liberarla: habrás encontrado una razón moral para tu deseo; te sentirás inocente y satisfecho— y cuando vuelves a escuchar la precaución de la campana, no bajas a cenar porque no soportarías otra escena como la del mediodía. Quizás Aura se dará cuenta y, después de la cena, subirá a buscarte.
Realizas un esfuerzo para seguir revisando los papeles. Cansado, te desvistes lentamente, caes en el lecho, te duermes pronto y por primera vez en muchos años sueñas, sueñas una sola cosa, sueñas esa mano descarnada que avanza hacia ti con la campana en la mano, gritando que te alejes, que se alejen todos, y cuando el rostro de ojos vaciados se acerca al tuyo, despiertas con un grito mudo, sudando, y sientes esas manos que acarician tu rostro y tu pelo, esos labios que murmuran con la voz más baja, te consuelan, te piden calma y cariño. Alargas tus propias manos para encontrar el otro cuerpo, desnudo, que entonces agitará levemente el llavín que tú reconoces, y con él a la mujer que se recuesta encima de ti, te besa, te recorre el cuerpo entero con besos. No puedes verla en la oscuridad de la noche sin estrellas, pero hueles en su pelo el perfume de las plantas del patio, sientes en sus brazos la piel más suave y ansiosa, tocas en sus senos la flor entrelazada de las venas sensibles, vuelves a besarla y no le pides palabras.
Al separarte, agotado, de su abrazo, escuchas su primer murmullo: «Eres mi esposo». Tú asientes: ella te dirá que amanece; se despedirá diciendo que te espera esa noche en su recámara. Tú vuelves a asentir, antes de caer dormido, aliviado, ligero, vaciado de placer, reteniendo en las yemas de los dedos el cuerpo de Aura, su temblor, su entrega: la niña Aura.
Te cuesta trabajo despertar. Los nudillos tocan varias veces y te levantas de la cama pesadamente, gruñendo: Aura, del otro lado de la puerta, te dirá que no abras: la señora Consuelo quiere hablar contigo; te espera en su recámara.
Entras diez minutos después al santuario de la viuda. Arropada, parapetada contra los almohadones de encaje: te acercas a la figura inmóvil, a sus ojos cerrados detrás de los párpados colgantes, arrugados, blanquecinos: ves esas arrugas abolsadas de los pómulos, ese cansancio total de la piel.
Sin abrir los ojos, te dirá:
—¿Trae usted la llave?
—Sí... Creo que sí. Sí, aquí está.
—Puede leer el segundo folio. En el mismo lugar, con la cinta azul.
Caminas, esta vez con asco, hacia ese arcón alrededor del cual pululan las ratas, asoman sus ojillos brillantes entre las tablas podridas del piso, corretean hacia los hoyos abiertos en el muro escarapelado. Abres el arcón y retiras la segunda colección de papeles. Regresas al pie de la cama; la señora Consuelo acaricia a su conejo blanco.
De la garganta abotonada de la anciana surgirá ese cacareo sordo:
—¿No le gustan los animales?
—No. No particularmente. Quizás porque nunca he tenido uno.
—Son buenos amigos, buenos compañeros. Sobre todo cuando llegan la vejez y la soledad.
—Sí. Así debe ser.
—Son seres naturales, señor Montero. Seres sin tentaciones.
—¿Como dijo que se llamaba?
—¿La coneja? Saga. Sabia. Sigue sus instintos. Es natural y libre.
—Creí que era conejo.
—Ah, usted no sabe distinguir todavía.
—Bueno, lo importante es que no se sienta usted sola.
—Quieren que estemos solas, señor Montero, porque dicen que la soledad es necesaria para alcanzar la santidad. Se han olvidado de que en la soledad la tentación es más grande.
—No la entiendo, señora.
—Ah, mejor, mejor. Puede usted seguir trabajando.
Le das la espalda. Caminas hacia la puerta. Sales de la recámara. En el vestíbulo, aprietas los dientes. ¿Por qué no tienes el valor de decirle que amas a la joven? ¿Por qué no entras y le dices, de una vez, que piensas llevarte a Aura contigo cuando termines el trabajo? Avanzas de nuevo hacia la puerta; la empujas, dudando aún, y por el resquicio ves a la señora Consuelo de pie, erguida, transformada, con esa túnica entre los brazos: esa túnica azul con botones de oro, charreteras rojas, brillantes insignias de águila coronada, esa túnica que la anciana mordisquea ferozmente, besa con ternura, se coloca sobre los hombros para girar en un paso de danza tambaleante. Cierras la puerta.
Sí: tenía quince años cuando la conocí —lees en el segundo folio de las memorias—: elle avait quinze ans lorsque je l'ai connue et, si j'ose le dire, ce sont ses yeux verts qui ont fait ma perdition: los ojos verdes de Consuelo, que tenía quince años en 1867, cuando el general Llorente casó con ella y la llevó a vivir a París, al exilio. Ma jeune poupée, escribió el general en sus momentos de inspiración, ma jeune poupée aux yeux verts; je t'ai comblée d'amour: describió la casa en la que vivieron, los paseos, los bailes, los carruajes, el mundo del Segundo Imperio; sin gran relieve, ciertamente. J'ai même supporté ta haine des chats, moi qu'aimais tellement les jolies bêtes... Un día la encontró, abierta de piernas, con la crinolina levantada por delante, martirizando a un gato y no supo llamarle la atención porque le pareció que tu faisais ça d'une façon si innocent, par pur enfantillage e incluso lo excitó el hecho, de manera que esa noche la amó, si le das crédito a tu lectura, con una pasión hiperbólica, parce que tu m'avais dit que torturer les chats était ta manière a toi de rendre notre amour favorable, par un sacrifice symbolique… Habrás calculado: la señora Consuelo tendrá hoy ciento nueve años… cierras el folio. Cuarenta y nueve al morir su esposo. Tu sais si bien t'habiller, ma douce Consuelo, toujours drappé dans des velours verts, verts comme tes yeux. Je pense que tu seras toujours belle, même dans cent ans… Siempre vestida de verde. Siempre hermosa, incluso dentro de cien años. Tu es si fière de ta beauté; que ne ferais-tu pas pour rester toujours jeune?
IV
Sabes, al cerrar de nuevo el folio, que por eso vive Aura en esta casa: para perpetuar la ilusión de juventud y belleza de la pobre anciana enloquecida. Aura, encerrada como un espejo, como un icono más de ese muro religioso, cuajado de milagros, corazones preservados, demonios y santos imaginados.
Arrojas los papeles a un lado y desciendes, sospechando el único lugar donde Aura podrá estar en las mañanas: el lugar que le habrá asignado esta vieja avara.
La encuentras en la cocina, sí, en el momento en que degüella un macho cabrío: el vapor que surge del cuello abierto, el olor de sangre derramada, los ojos duros y abiertos del animal te dan náuseas: detrás de esa imagen, se pierde la de una Aura mal vestida, con el pelo revuelto, manchada de sangre, que te mira sin reconocerte, que continúa su labor de carnicero.
Le das la espalda: esta vez, hablarás con la anciana, le echarás en cara su codicia, su tiranía abominable. Abres de un empujón la puerta y la ves, detrás del velo de luces, de pie, cumpliendo su oficio de aire: la ves con las manos en movimiento, extendidas en el aire: una mano extendida y apretada, como si realizara un esfuerzo para detener algo, la otra apretada en torno a un objeto de aire, clavada una y otra vez en el mismo lugar. En seguida, la vieja se restregará las manos contra el pecho, suspirará, volverá a cortar en el aire, como si —sí, lo verás claramente: como si despellejara una bestia…
Corres al vestíbulo, la sala, el comedor, la cocina donde Aura despelleja al chivo lentamente, absorta en su trabajo, sin escuchar tu entrada ni tus palabras, mirándote como si fueras de aire.
Subes lentamente a tu recámara, entras, te arrojas contra la puerta como si temieras que alguien te siguiera: jadeante, sudoroso, presa de la impotencia de tu espina helada, de tu certeza: si algo o alguien entrara, no podrías resistir, te alejarías de la puerta, lo dejarías hacer. Tomas febrilmente la butaca, la colocas contra esa puerta sin cerradura, empujas la cama hacia la puerta, hasta atrancarla, y te arrojas exhausto sobre ella, exhausto y abúlico, con los ojos cerrados y los brazos apretados alrededor de tu almohada: tu almohada que no es tuya; nada es tuyo…
Caes en ese sopor, caes hasta el fondo de ese sueño que es tu única salida, tu única negativa a la locura. «Está loca, está loca», te repites para adormecerte, repitiendo con las palabras la imagen de la anciana que en el aire despellejaba al cabrío de aire con su cuchillo de aire: «…está loca…»,
en el fondo del abismo oscuro, en tu sueño silencioso, de bocas abiertas, en silencio, la verás avanzar hacia ti, desde el fondo negro del abismo, la verás avanzar a gatas.
En silencio,
moviendo su mano descarnada, avanzando hacia ti hasta que su rostro se pegue al tuyo y veas esas encías sangrantes de la vieja, esas encías sin dientes y grites y ella vuelva a alejarse, moviendo su mano, sembrando a lo largo del abismo los dientes amarillos que va sacando del delantal manchado de sangre:
tu grito es el eco del grito de Aura, delante de ti en el sueño, Aura que grita porque unas manos han rasgado por la mitad su falda de tafeta verde, y
esa cabeza tonsurada,
con los pliegues rotos de la falda entre las manos, se voltea hacia ti y ríe en silencio, con los dientes de la vieja superpuestos a los suyos, mientras las piernas de Aura, sus piernas desnudas, caen rotas y vuelan hacia el abismo…
Escuchas el golpe sobre la puerta, la campana detrás del golpe, la campana de la cena. El dolor de cabeza te impide leer los números, la posición de las manecillas del reloj; sabes que es tarde: frente a tu cabeza recostada, pasan las nubes de la noche detrás del tragaluz. Te incorporas penosamente, aturdido, hambriento. Colocas el garrafón de vidrio bajo el grifo de la tina, esperas a que el agua corra, llene el garrafón que tú retiras y vacías en el aguamanil donde te lavas la cara, los dientes con tu brocha vieja embarrada de pasta verdosa, te rocías el pelo —sin advertir que debías haber hecho todo esto a la inversa—, te peinas cuidadosamente frente al espejo ovalado del armario de nogal, anudas la corbata, te pones el saco y desciendes a un comedor vacío, donde sólo ha sido colocado un cubierto: el tuyo.
Y al lado de tu plato, debajo de la servilleta, ese objeto que rozas con los dedos, esa muñequita endeble, de trapo, rellena de una harina que se escapa por el hombro mal cosido: el rostro pintado con tinta china, el cuerpo desnudo, detallado con escasos pincelazos. Comes tu cena fría —riñones, tomates, vino— con la mano derecha: detienes la muñeca entre los dedos de la izquierda.
Comes mecánicamente, con la muñeca en la mano izquierda y el tenedor en la otra, sin darte cuenta, al principio, de tu propia actitud hipnótica, entreviendo, después, una razón en tu siesta opresiva, en tu pesadilla, identificando, al fin, tus movimientos de sonámbulo con los de Aura, con los de la anciana: mirando con asco esa muñequita horrorosa que tus dedos acarician, en la que empiezas a sospechar una enfermedad secreta, un contagio. La dejas caer al suelo. Te limpias los labios con la servilleta. Consultas tu reloj y recuerdas que Aura te ha citado en su recámara.
Te acercas cautelosamente a la puerta de doña Consuelo y no escuchas un solo ruido. Consultas de nuevo tu reloj: apenas son las nueve. Decides bajar, a tientas, a ese patio techado, sin luz, que no has vuelto a visitar desde que lo cruzaste, sin verlo, el día de tu llegada a esta casa.
Tocas las paredes húmedas, lamosas; aspiras el aire perfumado y quieres descomponer los elementos de tu olfato, reconocer los aromas pesados, suntuosos, que te rodean. El fósforo encendido ilumina, parpadeando, ese patio estrecho y húmedo, embaldosado, en el cual crecen, de cada lado, las plantas sembradas sobre los márgenes de tierra rojiza y suelta. Distingues las formas altas, ramosas, que proyectan sus sombras a la luz del cerillo que se consume, te quema los dedos, te obliga a encender uno nuevo para terminar de reconocer las flores, los frutos, los tallos que recuerdas mencionados en crónicas viejas: las hierbas olvidadas que crecen olorosas, adormiladas: las hojas anchas, largas, hendidas, vellosas del beleño: el tallo sarmentado de flores amarillas por fuera, rojas por dentro; las hojas acorazonadas y agudas de la dulcamara; la pelusa cenicienta del gordolobo, sus flores espigadas; el arbusto ramoso del evónimo y las flores blanquecinas; la belladona. Cobran vida a la luz de tu fósforo, se mecen con sus sombras mientras tú recreas los usos de este herbario que dilata las pupilas, adormece el dolor, alivia los partos, consuela, fatiga la voluntad, consuela con una calma voluptuosa.
Te quedas solo con los perfumes cuando el tercer fósforo se apaga. Subes con pasos lentos al vestíbulo, vuelves a pegar el oído a la puerta de la señora Consuelo, sigues, sobre las puntas de los pies, a la de Aura: la empujas, sin dar aviso, y entras a esa recámara desnuda, donde un círculo de luz ilumina la cama, el gran crucifijo mexicano, la mujer que avanzará hacia ti cuando la puerta se cierre.
Aura vestida de verde, con esa bata de tafeta por donde asoman, al avanzar hacia ti la mujer, los muslos color de luna: la mujer, repetirás al tenerla cerca, la mujer, no la muchacha de ayer: la muchacha de ayer —cuando toques sus dedos, su talle— no podía tener más de veinte años; la mujer de hoy —y acaricias su pelo negro, suelto, su mejilla pálida— parece de cuarenta: algo se ha endurecido, entre ayer y hoy, alrededor de los ojos verdes; el rojo de los labios se ha oscurecido fuera de su forma antigua, como si quisiera fijarse en una mueca alegre, en una sonrisa turbia: como si alternara, a semejanza de esa planta del patio, el sabor de la miel y el de la amargura. No tienes tiempo de pensar más:
—Siéntate en la cama, Felipe.
—Sí.
—Vamos a jugar. Tú no hagas nada. Déjame hacerlo todo a mí.
Sentado en la cama, tratas de distinguir el origen de esa luz difusa, opalina, que apenas te permite separar los objetos, la presencia de Aura, de la atmósfera dorada que los envuelve. Ella te habrá visto mirando hacia arriba, buscando ese origen. Por la voz, sabes que está arrodillada frente a ti:
—El cielo no es alto ni bajo. Está encima y debajo de nosotros al mismo tiempo.
Te quitará los zapatos, los calcetines, y acariciará tus pies desnudos.
Tú sientes el agua tibia que baña tus plantas, las alivia, mientras ella te lava con una tela gruesa, dirige miradas furtivas al Cristo de madera negra, se aparta por fin de tus pies, te toma de la mano, se prende unos capullos de violeta al pelo suelto, te toma entre los brazos y canturrea esa melodía, ese vals que tú bailas con ella, prendido al susurro de su voz, girando al ritmo lentísimo, solemne, que ella te impone, ajeno a los movimientos ligeros de sus manos, que te desabotonan la camisa, te acarician el pecho, buscan tu espalda, se clavan en ella. También tú murmuras esa canción sin letra, esa melodía que surge naturalmente de tu garganta: giran los dos, cada vez más cerca del lecho; tú sofocas la canción murmurada con tus besos hambrientos sobre la boca de Aura, arrestas la danza con tus besos apresurados sobre los hombros, los pechos de Aura.
Tienes la bata vacía entre las manos. Aura, de cuclillas sobre la cama, coloca ese objeto contra los muslos cerrados, lo acaricia, te llama con la mano. Acaricia ese trozo de harina delgada, lo quiebra sobre sus muslos, indiferentes a las migajas que ruedan por sus caderas: te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas, llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes con dificultad: caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos, extendidos de un extremo al otro de la cama, igual que el Cristo negro que cuelga del muro con su faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su costado herido, su corona de brezos montada sobre la peluca negra, enmarañada, entreverada con lentejuela de plata. Aura se abrirá como un altar.
Murmuras el nombre de Aura al oído de Aura. Sientes los brazos llenos de la mujer contra tu espalda. Escuchas su voz tibia en tu oreja:
—¿Me querrás siempre?
—Siempre, Aura, te amaré para siempre.
—¿Siempre? ¿Me lo juras?
—Te lo juro.
—¿Aunque envejezca? ¿Aunque pierda mi belleza? ¿Aunque tenga el pelo blanco?
—Siempre, mi amor, siempre.
—¿Aunque muera, Felipe? ¿Me amarás siempre, aunque muera?
—Siempre, siempre. Te lo juro. Nadie puede separarme de ti.
—Ven, Felipe, ven...
Buscas, al despertar, la espalda de Aura y sólo tocas esa almohada, caliente aún, y las sábanas blancas que te envuelven.
Murmuras de nuevo su nombre.
Abres los ojos: la ves sonriendo, de pie, al pie de la cama, pero sin mirarte a ti. La ves caminar lentamente hacia ese rincón de la recámara, sentarse en el suelo, colocar los brazos sobre las rodillas negras que emergen de la oscuridad que tú tratas de penetrar, acariciar la mano arrugada que se adelanta del fondo de la oscuridad cada vez más clara: a los pies de la anciana señora Consuelo, que está sentada en ese sillón que tú notas por primera vez: la señora Consuelo que te sonríe, cabeceando, que te sonríe junto con Aura que mueve la cabeza al mismo tiempo que la vieja: las dos te sonríen, te agradecen. Recostado, sin voluntad, piensas que la vieja ha estado todo el tiempo en la recámara;
recuerdas sus movimientos, su voz, su danza,
por más que te digas que no ha estado allí.
Las dos se levantarán a un tiempo, Consuelo de la silla, Aura del piso. Las dos te darán la espalda, caminarán pausadamente hacia la puerta que comunica con la recámara de la anciana, pasarán juntas al cuarto donde tiemblan las luces colocadas frente a las imágenes, cerrarán la puerta detrás de ellas, te dejarán dormir en la cama de Aura.
V
Duermes cansado, insatisfecho. Ya en el sueno sentiste esa vaga melancolía, esa opresión en el diafragma, esa tristeza que no se deja apresar por tu imaginación. Dueño de la recámara de Aura, duermes en la soledad, lejos del cuerpo que creerás haber poseído.
Al despertar, buscas otra presencia en el cuarto y sabes que no es la de Aura la que te inquieta, sino la doble presencia de algo que fue engendrado la noche pasada. Te llevas las manos a las sienes, tratando de calmar tus sentidos en desarreglo: esa tristeza vencida te insinúa, en voz baja, en el recuerdo inasible de la premonición, que buscas tu otra mitad, que la concepción estéril de la noche pasada engendró tu propio doble.
Y ya no piensas, porque existen cosas más fuertes que la imaginación: la costumbre que te obliga a levantarte, buscar un baño anexo a esa recámara, no encontrarlo, salir restregándote los párpados, subir al segundo piso saboreando la acidez pastosa de la lengua, entrar a tu recámara acariciándote las mejillas de cerdas revueltas, dejar correr las llaves de la tina e introducirte en el agua tibia, dejarte ir, no pensar más.
Y cuando te estés secando, recordarás a la vieja y a la joven que te sonrieron, abrazadas, antes de salir juntas, abrazadas: te repites que siempre, cuando están juntas, hacen exactamente lo mismo: se abrazan, sonríen, comen, hablan, entran, salen, al mismo tiempo, como si una imitara a la otra, como si de la voluntad de una dependiese la existencia de la otra. Te cortas ligeramente la mejilla, pensando estas cosas mientras te afeitas; haces un esfuerzo para dominarte. Terminas tu aseo contando los objetos del botiquín, los frascos y tubos que trajo de la casa de huéspedes el criado al que nunca has visto: murmuras los nombres de esos objetos, los tocas, lees las indicaciones de uso y contenido, pronuncias la marca de fábrica, prendido a esos objetos para olvidar lo otro, lo otro sin nombre, sin marca, sin consistencia racional. ¿Qué espera de ti Aura? acabas por preguntarte, cerrando de un golpe el botiquín. ¿Qué quiere?
Te contesta el ritmo sordo de esa campana que se pasea a lo largo del corredor, advirtiéndote que el desayuno está listo. Caminas, con el pecho desnudo, a la puerta: al abrirla, encuentras a Aura: será Aura, porque viste la tafeta verde de siempre, aunque un velo verdoso oculte sus facciones. Tomas con la mano la muñeca de la mujer, esa muñeca delgada, que tiembla...
—El desayuno está listo… —te dirá con la voz más baja que has escuchado...
—Aura. Basta ya de engaños.
—¿Engaños?
—Dime si la señora Consuelo te impide salir, hacer tu vida; ¿por qué ha de estar presente cuando tú y yo…?; dime que te irás conmigo en cuanto…
—¿Irnos? ¿A dónde?
—Afuera, al mundo. A vivir juntos. No puedes sentirte encadenada para siempre a tu tía... ¿Por qué esa devoción? ¿Tanto la quieres?
—Quererla…
—Sí; ¿por qué te has de sacrificar así?
—¿Quererla? Ella me quiere a mí. Ella se sacrifica por mí.
—Pero es una mujer vieja, casi un cadáver; tú no puedes...
—Ella tiene más vida que yo. Sí, es vieja, es repulsiva… Felipe, no quiero volver… no quiero ser como ella… otra…
—Trata de enterrarte en vida. Tienes que renacer, Aura…
—Hay que morir antes de renacer… No. No entiendes. Olvida, Felipe; tenme confianza.
—Si me explicaras...
—Tenme confianza. Ella va a salir hoy todo el día...
—¿Ella?
—Sí, la otra.
—¿Va a salir? Pero si nunca…
—Sí, a veces sale. Hace un gran esfuerzo y sale. Hoy va a salir. Todo el día... Tú y yo podemos...
—¿Irnos?
—Si quieres...
—No, quizás todavía no. Estoy contratado para un trabajo. Cuando termine el trabajo, entonces sí...
—Ah, sí. Ella va a salir todo el día. Podemos hacer algo...
—¿Qué?
—Te espero esta noche en la recámara de mi tía. Te espero como siempre.
Te dará la espalda, se irá tocando esa campana, como los leprosos que con ella pregonan su cercanía, advierten a los incautos: «Aléjate, aléjate». Tú te pones la camisa y el saco, sigues el ruido espaciado de la campana que se dirige, enfrente de ti, hacia el comedor; dejas de escucharlo al entrar a la sala: viene hacia ti, jorobada, sostenida por un báculo nudoso, la viuda de Llorente, que sale del comedor, pequeña, arrugada, vestida con ese traje blanco, ese velo de gasa teñida, rasgada, pasa a tu lado sin mirarte, sonándose con un pañuelo, sonándose y escupiendo continuamente, murmurando:
—Hoy no estaré en la casa, señor Montero. Confío en su trabajo. Adelante usted. Las memorias de mi esposo deben ser publicadas.
Se alejara, pisando los tapetes con sus pequeños pies de muñeca antigua, apoyada en ese bastón, escupiendo, estornudando como si quisiera expulsar algo de sus vías respiratorias, de sus pulmones congestionados. Tú tienes la voluntad de no seguirla con la mirada; dominas la curiosidad que sientes ante ese traje de novia amarillento, extraído del fondo del viejo baúl que está en la recámara...
Apenas pruebas el café negro y frío que te espera en el comedor. Permaneces una hora sentado en la vieja y alta silla ojival, fumando, esperando los ruidos que nunca llegan, hasta tener la seguridad de que la anciana ha salido de la casa y no podrá sorprenderte. Porque en el puño, apretada, tienes desde hace una hora la llave del arcón y ahora te diriges, sin hacer ruido, a la sala, al vestíbulo donde esperas quince minutos más —tu reloj te lo dirá— con el oído pegado a la puerta de doña Consuelo, la puerta que en seguida empujas levemente, hasta distinguir, detrás de la red de araña de esas luces devotas, la cama vacía, revuelta, sobre la que la coneja roe sus zanahorias crudas: la cama siempre rociada de migajas que ahora tocas, como si creyeras que la pequeñísima anciana pudiese estar escondida entre los pliegues de las sábanas.
Caminas hasta el baúl colocado en el rincón; pisas la cola de una de esas ratas que chilla, se escapa de la opresión de tu suela, corre a dar aviso a las demás ratas cuando tu mano acerca la llave de cobre a la chapa pesada, enmohecida, que rechina cuando introduces la llave, apartas el candado, levantas la tapa y escuchas el ruido de los goznes enmohecidos. Sustraes el tercer folio —cinta roja— de las memorias y al levantarlo encuentras esas fotografías viejas, duras, comidas de los bordes, que también tomas, sin verlas, apretando todo el tesoro contra tu pecho, huyendo sigilosamente, sin cerrar siquiera el baúl, olvidando el hambre de las ratas, para traspasar el umbral, cerrar la puerta, recargarte contra la pared del vestíbulo, respirar normalmente, subir a tu cuarto.
Allí leerás los nuevos papeles, la continuación, las fechas de un siglo en agonía. El general Llorente habla con su lenguaje más florido de la personalidad de Eugenia de Montijo, vierte todo su respeto hacia la figura de Napoleón el Pequeño, exhuma su retórica más marcial para anunciar la guerra franco-prusiana, llena páginas de dolor ante la derrota, arenga a los hombres de honor contra el monstruo republicano, ve en el general Boulanger un rayo de esperanza, suspira por México, siente que en el caso Dreyfus el honor —siempre el honor— del ejercito ha vuelto a imponerse… Las hojas amarillas se quiebran bajo tu tacto; ya no las respetas, ya sólo buscas la nueva aparición de la mujer de ojos verdes: «Sé por que lloras a veces, Consuelo. No te he podido dar hijos, a ti, que irradias la vida…» Y después: «Consuelo, no tientes a Dios. Debemos conformarnos. ¿No te basta mi cariño? Yo sé que me amas; lo siento. No te pido conformidad, porque ello seria ofenderte. Te pido, tan sólo, que veas en ese gran amor que dices tenerme algo suficiente, algo que pueda llenarnos a los dos sin necesidad de recurrir a la imaginación enfermiza…» Y en otra pagina: «Le advertí a Consuelo que esos brebajes no sirven para nada. Ella insiste en cultivar sus propias plantas en el jardín. Dice que no se engaña. Las hierbas no la fertilizarán en el cuerpo, pero sí en el alma...» Más tarde: «La encontré delirante, abrazada a la almohada. Gritaba: "Sí, sí, sí, he podido: la he encarnado; puedo convocarla, puedo darle vida con mi vida". Tuve que llamar al médico. Me dijo que no podría calmarla, precisamente porque ella estaba bajo el efecto de narcóticos, no de excitantes…» Y al fin: «Hoy la descubrí, en la madrugada, caminando sola y descalza a lo largo de los pasillos. Quise detenerla. Pasó sin mirarme, pero sus palabras iban dirigidas a mí. "No me detengas —dijo—; voy hacia mi juventud, mi juventud viene hacia mí. Entra ya, está en el jardín, ya llega"… Consuelo, pobre Consuelo… Consuelo, también el demonio fue un ángel, antes...»
No habrá más. Allí terminan las memorias del general Llorente: Consuelo, le démon aussi était un ange, avant...
Y detrás de la ultima hoja, los retratos. El retrato de ese caballero anciano, vestido de militar: la vieja fotografía con las letras en una esquina: Moulin, Photographe, 35 Boulevard Haussmann y la fecha 1894. Y la fotografía de Aura: de Aura con sus ojos verdes, su pelo negro recogido en bucles, reclinada sobre esa columna dórica, con el paisaje pintado al fondo: el paisaje de Lorelei en el Rin, el traje abotonado hasta el cuello, el pañuelo en una mano, el polisón: Aura y la fecha 1876, escrita con tinta blanca y detrás, sobre el cartón doblado del daguerrotipo, esa letra de araña: Fait pour notre dixième anniversaire de mariage y la firma, con la misma letra, Consuelo Llorente. Verás, en la tercera foto, a Aura en compañía del viejo, ahora vestido de paisano, sentados ambos en una banca, en un jardín. La foto se ha borrado un poco: Aura no se verá tan joven como en la primera fotografía, pero es ella, es él, es… eres tú.
Pegas esas fotografías a tus ojos, las levantas hacia el tragaluz: tapas con una mano la barba blanca del general Llorente, lo imaginas con el pelo negro y siempre te encuentras, borrado, perdido, olvidado, pero tú, tú, tú.
La cabeza te da vueltas, inundada por el ritmo de ese vals lejano que suple la vista, el tacto, el olor de plantas húmedas y perfumadas: caes agotado sobre la cama, te tocas los pómulos, los ojos, la nariz, como si temieras que una mano invisible te hubiese arrancado la máscara que has llevado durante veintisiete años: esas facciones de goma y cartón que durante un cuarto de siglo han cubierto tu verdadera faz, tu rostro antiguo, el que tuviste antes y habías olvidado. Escondes la cara en la almohada, tratando de impedir que el aire te arranque las facciones que son tuyas, que quieres para ti. Permaneces con la cara hundida en la almohada, con los ojos abiertos detrás de la almohada, esperando lo que ha de venir, lo que no podrás impedir. No volverás a mirar tu reloj, ese objeto inservible que mide falsamente un tiempo acordado a la vanidad humana, esas manecillas que marcan tediosamente las largas horas inventadas para engañar el verdadero tiempo, el tiempo que corre con la velocidad insultante, mortal, que ningún reloj puede medir. Una vida, un siglo, cincuenta años: ya no te será posible imaginar esas medidas mentirosas, ya no te será posible tomar entre las manos ese polvo sin cuerpo.
Cuando te separes de la almohada, encontrarás una oscuridad mayor alrededor de ti. Habrá caído la noche.
Habrá caído la noche. Correrán, detrás de los vidrios altos, las nubes negras, veloces, que rasgan la luz opaca que se empeña en evaporarlas y asomar su redondez pálida y sonriente. Se asomará la luna, antes de que el vapor oscuro vuelva a empañarla.
Tú ya no esperarás. Ya no consultarás tu reloj. Descenderás rápidamente los peldaños que te alejan de esa celda donde habrán quedado regados los viejos papeles, los daguerrotipos desteñidos; descenderás al pasillo, te detendrás frente a la puerta de la señora Consuelo, escucharás tu propia voz, sorda, transformada después de tantas horas de silencio:
—Aura...
Repetirás: —Aura…
Entrarás a la recámara. Las luces de las veladoras se habrán extinguido. Recordarás que la vieja ha estado ausente todo el día y que la cera se habrá consumido, sin la atención de esa mujer devota. Avanzarás en la oscuridad, hacia la cama. Repetirás:
—Aura…
Y escucharás el leve crujido de la tafeta sobre los edredones, la segunda respiración que acompaña la tuya: alargarás la mano para tocar la bata verde de Aura; escucharás la voz de Aura:
—No... no me toques… Acuéstate a mi lado…
Tocarás el filo de la cama, levantarás las piernas y permanecerás inmóvil, recostado. No podrás evitar un temblor:
—Ella puede regresar en cualquier momento…
—Ella ya no regresará.
—¿Nunca?
—Estoy agotada. Ella ya se agotó. Nunca he podido mantenerla a mi lado más de tres días.
—Aura…
Querrás acercar tu mano a los senos de Aura. Ella te dará la espalda: lo sabrás por la nueva distancia de su voz.
—No... No me toques…
—Aura… te amo.
—Sí, me amas. Me amarás siempre, dijiste ayer…
—Te amaré siempre. No puedo vivir sin tus besos, sin tu cuerpo.
—Bésame el rostro; sólo el rostro.
Acercarás tus labios a la cabeza reclinada junto a la tuya, acariciarás otra vez el pelo largo de Aura: tomarás violentamente a la mujer endeble por los hombros, sin escuchar su queja aguda; le arrancarás la bata de tafeta, la abrazarás, la sentirás desnuda, pequeña y perdida en tu abrazo, sin fuerzas, no harás caso de su resistencia gemida, de su llanto impotente, besarás la piel del rostro sin pensar, sin distinguir: tocarás esos senos flácidos cuando la luz penetre suavemente y te sorprenda, te obligue a apartar la cara, buscar la rendija del muro por donde comienza a entrar la luz de luna, ese resquicio abierto por los ratones, ese ojo de la pared que deja filtrar la luz plateada que cae sobre el pelo blanco de Aura, sobre el rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla, pálido, seco y arrugado como una ciruela cocida: apartarás tus labios de los labios sin carne que has estado besando, de las encías sin dientes que se abren ante ti: verás bajo la luz de la luna el cuerpo desnudo de la vieja, de la señora Consuelo, flojo, rasgado, pequeño y antiguo, temblando ligeramente porque tú lo tocas, tú lo amas, tú has regresado también...
Hundirás tu cabeza, tus ojos abiertos, en el pelo plateado de Consuelo, la mujer que volverá a abrazarte cuando la luna pase, tea tapada por las nubes, los oculte a ambos, se lleve en el aire, por algún tiempo, la memoria de la juventud, la memoria encarnada.
—Volverá, Felipe, la traeremos juntos. Deja que recupere fuerzas y la haré regresar…

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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

 CAPÍTULO I La primera poesía La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la epopeya y el teatro. Hay múltipl...

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